OS SILENCIOS….
darte. Escribo para sacarte de mi provecharme de mi locura momentánea y palabras. Para contarte que mi cuerpo y mi a un consenso que a gritos pide ser sabido: no lvas a aparecer por acá. A pesar de que por segundos o y te deseo. Te deseo. Deseo tu cuerpo. Deseo tu sia y besarla. Quiero hacer de mis manos las tuyas. Te fusa, sino tangible. Aún no sé muy bien quién eres y mi vulnerable cabeza de niña perdida. Sólo sé que esAunque sé las tantas veces que me repetí que jamás ien.
No callo para estar como ausente. Ni distante ni dolorosa. Soy el frívolo trazo de la palabra que hiere y una vista absorta y silente de una conciencia insurgente. Pero no callo para estar como ausente. Callo porque aprendí a escuchar y a encontrar el sentido común entre tantas letras vacías. Pero también aprendí a gritar, al unísono de las gargantas masacradas de unas cuantas histéricas más: “¡Ahora, ahora, ahora quieren vida, si en la dictadura mataban con la DINA!” Y que quede plasmado que nos llamo histéricas porque eso es lo que somos. Somos las histéricas, las locas y las paranoicas dentro de ésta ce pesar de que la racionalidad dimana de nuestras bocas. Y qu terprete. No me molesta ser tildada de loca. Mis molestias la daderas injusticias. Para un tío que le afirma a su sobrino que las uñas porque sólo es cosa de niñas. O para un ocho de m ojos con el patriarcado incrustado se atreven a mirarme, y m carada y cínica mano para felicitarme. Y no es por ser una re resulta casi imposible entender cómo hacen ustedes para ser da. Pareciera que ya son inmunes. Inmunes ante toda enajen opresión. Díganme si lo que sienten es temor. Temor al d monía, cual temor de mi madre porque a su hija se le de v temor a la tan ansiada autonomía. Y si es así, déjame decir superable compañera, que la liberación es tan tuya como mía
Pido la palabra
Estado transitorio
rte. Escribo para sacarte de mi humanidad. Para aprovea momentánea y que me fluyan las palabras. Para cony mi mente han llegado a un consenso que a gritos pide en que te vuelvas a aparecer por acá. A pesar de que por Te sueño y te deseo. Te deseo. Deseo tu cuerpo. Deseo arla y besarla. Quiero hacer de mis manos las tuyas. Te usa, sino tangible. Aún no sé muy bien quién eres y qué ulnerable cabeza de niña perdida. Sólo sé que escribo. Te las tantas veces que me repetí que jamás escribiría para
No callo para estar como ausente. Ni distante ni dolorosa. Soy el frívolo trazo de la palabra que hiere y una vista absorta y silente de una conciencia insurgente. Pero no callo para estar como ausente. Callo porque aprendí a escuchar y a encontrar el sentido común entre tantas letras vacías. Pero también aprendí a gritar, al unísono de las gargantas masacradas de unas cuantas histéricas más: “¡Ahora, ahora, ahora quieren vida, si en l mataban con la DINA!” Y que quede plasmado que nos porque eso es lo que somos. Somos las histéricas, las loca cas dentro de ésta ceguera colectiva. A pesar de que la mana de nuestras bocas. Y que no se me malinterprete. ser tildada de loca. Mis molestias las guardo para verdad Para un tío que le afirma a su sobrino que no puede p porque sólo es cosa de niñas. O para un ocho de marzo en con el patriarcado incrustado se atreven a mirarme, y m descarada y cínica mano para felicitarme. Y no es por se Es que me resulta casi imposible entender cómo hacen tan ajenos a la vida. Pareciera que ya son inmunes. Inm enajenación, violencia y opresión. Díganme si lo que si Temor al despojo de la hegemonía, cual temor de mi ma hija se le de vuelta la tortilla. O temor a la tan ansiada a es así, déjame decirte que el temor es superable compañer ción es tan tuya como mía.
MICROMUSEO (“AL FONDO HAY SITIO”) Basado en Lima, Perú, Micromuseo (“al fondo hay sitio”) se postula como un espacio abierto para la construcción de ciudadanía y cultura crítica. Su búsqueda es la de una musealidad mestiza, una musealidad promiscua, destinada a no reprimir sino productivizar las diferencias múltiples que nos constituyen como comunidad en ciernes. Gracias a las estrategias de reciprocidad e itinerancia que esa promesa conlleva, en Micromuseo han confluido múltiples energías proporcionadas en distintos momentos por pasajeros diversos, incluyendo curadores, museógrafos, activistas culturales y decenas de artífices de toda procedencia. También, por cierto, personas en principio ajenas a la escena artística –como el historiador Alberto Flores Galindo (†), cuyo aliento temprano fue un estímulo importante durante los inicios de esta propuesta en la década de 1980. Fiel a sus referentes como vehículo cultural, la organización de Micromuseo está pautada desde un Taller de Mecánica, actualmente integrado por cinco personas. Gustavo Buntinx y Susana Torres Márquez actúan como “Chofer” y “Palanca”, respectivamente. Daniel Contreras y Sophía Durand se han integrado de manera orgánica al proyecto desde mediados de 2006, asumiendo las responsabilidades de “Datero” y “Planchado & Pintura”. A partir de 2008 Víctor Vich está a cargo de la sección “Afinamiento”. Y tras colaboraciones varias, desde 2013 Gabriela Germaná es nuestra nueva “datera”. (El “Cobrador”, se busca). Otras participaciones en esas instancias de discusión interna han incluido a los integrantes de lo que fuera el Espacio La Culpable, uno de los emprendimientos que ensayaban la renovación de la escena alternativa en Lima hacia mediados de la primera década del siglo XXI. Y la complicidad se mantiene siempre abierta con museotopías locales, particularmente el Museo Travesti del Perú (de Giuseppe Campuzano), el LIMAC (de Sandra Gamarra), y el Museo Neo-‐Inka (de Susana Torres Márquez). Están en perspectiva nuevas alianzas con miras a la diversificación creciente de Micromuseo, que se reafirma así como una propuesta inclusiva en compromiso creciente con las exigencias críticas del empoderamiento de lo local.
(Señalamiento previo: aunque redactado en su casi totalidad con anticipación a este encuentro, el texto que voy a presentar puede ser leído como un comentario al provocador intercambio de ayer en la primera de las mesas que nos reúnen en este foro organizado por arteBA. La relación se da en términos conceptuales con los sentidos importantes de las tres intervenciones en aquel panel inaugural, pero de modo más puntual con la confrontación aparente entre las reivindicaciones utópicas de Llilian Llanes y el escepticismo proclamado por Paulo Herkenhorf al invocarnos –correctamente– a no ser ingenuos). No seamos ingenuos. Y no nos hagamos ilusiones. América Latina terminó siendo una boutadefrancesa; Iberoamérica una hipérbole franquista; Panamérica una grosería gringa. Y los intermitentes esfuerzos por establecer ejes o dinámicas norte-‐sur con frecuencia han respondido antes a intereses de los Estados Unidos que a necesidades legítimas de intercambios simbólicos entre ese país y todo lo que por debajo de él se extiende (si es que aceptamos las convenciones cartográficas vigentes). E incluyo allí los reconocimientos surgidos de las políticas (en plural) del multiculturalismo. El riesgo –ya lo han señalado Nelly Richard y otros– es que la diferencia misma sea reconocida sólo para ser hablada desde el poder. Como la periferia suele ser incorporada al
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centro sólo para ser desde allí nombrada y reconfigurada. Como en los tristes apelativos que nos inventan, también en el sentido de inventariarnos: Latinoamérica, Iberoamérica, Panamérica… Constructos ideológicos impuestos sobre la complejidad radical de una región donde las fronteras políticas raramente coincidieron con las culturales –y ambas se tornan crecientemente frágiles y porosas. Un precedente connotativo es el que se dio en 1942, cuando a pocos días de Pearl Harbor el Museo de Arte Moderno de Nueva York decide contribuir al esfuerzo de guerra literalmente comprando la buena voluntad de las escenas artísticas de América Latina, al adquirir casi en un solo viaje transcontinental el grueso de las decenas de obras que un año después exhibiría como la gran colección latinoamericana del MoMA. Ya en otras ocasiones(1) he tenido oportunidad de analizar algunos detalles de aquel peregrinaje de Lincoln Kirstein por las tierras del sur, caracterizable por momentos como la reprimida escena primaria del postmoderno viaje curatorial al que estamos ahora todos demasiado habituados. El que aquel recorrido inicial, iniciático casi, sirviera también para labores de espionaje –político y bélico– es tal vez demasiado síntomático. Como sin duda lo es también el rápido olvido en el que cayó todo, casi todo eso –incluyendo la propia colección latinoamericana del MoMA– una vez agotadas las exigencias de la guerra. Será interesante observar en el tiempo la recuperación sesgada que de aquella experiencia se procura hacer desde la exhumación y exposición temporal de esas y nuevas obras latinoamericanas realizada hace apenas un año [2004] en el Museo del Barrio. Tal ubicación es de por sí reveladora, y sugiere una interesante postdata a la amarga polémica generada por el viraje de esa última institución, al abandonar su definición originaria y fundante como museo neorriqueño, museo comunitario, museo del barrio (precisamente) para reconfigurarse como un trasnacional museo latinoamericano, en respuesta paradójica a las demandas globalizantes de la metrópoli. El tema es complejo y requiere de una reflexión imposible en el formato breve de esta ponencia: baste por el momento señalar el contraste entre lo mucho indudablemente ganado por una institución que se consolida, y las otras consecuencias de una “gentrificación” (aprovechemos el anglicismo) que los detractores de ese proceso interpretan como la postergación de comunidades locales de origen caribeño por nociones más abstractas e internacionalmente prestigiadas de lo que es latinoamericano. El otro remoto utilizado para camuflar y desvanecer al otro demasiado inmediato. Debates como éste son también decisivos para quienes hablamos desde el sur-‐sur (hay también un sur en el norte, y viceversa) pues finalmente ponen de relieve que la única activación perdurable y legítima de algo llamable las Américas es aquélla surgida por fuera de las lógicas de la mirada metropolitana, esa mirada renovadamente imperial, esa mirada mal llamada post-‐colonial. Y en esa perspectiva crítica lo determinante –a la larga, y a la corta también– será el empoderamiento de lo local. Es decir, el empoderamiento no tan sólo de los artistas locales, ni siquiera del arte propio, estrechamente entendido, sino también del complejo tramado de relaciones personales e institucionales que constituyen la real experiencia artística. Obras y obradores, ciertamente, pero además museos, colecciones, discursos, publicaciones, archivos, mercados… Circuitos. Y sobre todo, especialmente, necesariamente, proyecto crítico. La elaboración del soporte necesario para todo ello implica por lo menos tres construcciones simultáneas. La consolidación y diversificación de los mercados incipientes para el arte contemporáneo. La cristalización de una institucionalidad artística propia. La articulación de las comunidades artísticas a proyectos críticos viables pero profundamente comprometidos con la agenda democrática que es hoy un horizonte de emergencia para el continente entero. Esto último es de importancia vital. Muchos de los involucrados en las discusiones suscitadas por este foro han – hemos– participado en distintas iniciativas para el derrocamiento cultural (a veces también el derrocamiento fáctico) de las dictaduras que durante dos o tres décadas intentaron redefinir –de la peor manera– el sentido mismo de aquello que se quiso identificar como lo latinoamericano. El momento actual, en cambio, es para casi todos nosotros el de la edificación cultural de la democracia. Y esto implica las duras tareas de la construcción de una institucionalidad nueva, también en las repúblicas de las artes. Hay, en ello, varias aristas complejas. Por un lado, la formalización y consolidación de alternativas surgidas en un principio de gestos individuales y utópicos, como los de TEOR/éTica en Costa Rica o El Museo del Barro en Paraguay, para no mencionar con nombre propio casos en que yo mismo me veo involucrado. Pero también, por otro lado, la mucho más ardua e ineludible misión de regenerar la institucionalidad estatal y pública del arte, penetrando y transformando sus inoperantes museos
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y academias, sus archivos devastados, sus anacrónicas escuelas. Contribuir desde allí a la reforma radical y crítica de esos Estados que son hoy, tantas veces, un factor especial de inequidades y subdesarrollos en nuestras sociedades. En cada una de esas instancias el tema decisivo es el empoderamiento de lo local, materializando estructuras y relaciones que respondan a nuestras propias necesidades simbólicas, facilitando al mismo tiempo un intercambio con los circuitos cosmopolitas que no esté signado por la subordinación. La experiencia aún incipiente de Buenos Aires es tal vez un ejemplo útil, por el carácter casi sistémico de iniciativas distintas, incluso opuestas pero finalmente complementarias, que en los últimos años han revolucionado su institucionalidad artística –aunque por lo general desde el lado de la iniciativa privada. Las energías simultáneas de propuestas como arteBA, el MALBA, la Fundación Espigas, los centros culturales renovados, las publicaciones nuevas, los espacios alternativos, el mutante espacio académico, instalaron a la escena local –incluso internacionalmente– de modos extremadamente más efectivos que aquellas donaciones millonarias a entidades como el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, con las que algunas fortunas porteñas buscaron ansiosamente hacerse un lugar aislado e individual en la vida social del norte-‐norte. Hay aquí un tema de productividad que debe ser seriamente explorado. Experiencias tan enfrentadas como las de Chile bajo Pinochet y Cuba bajo Fidel ponen en reluciente evidencia el poder diferenciado de la inversión en lo inmediato. Desde la oposición o desde la oficialidad, es la operatividad crítica de los mejores momentos de la Avanzada de Santiago y de la Bienal de la Habana la que insinúa al menos la fantasía de un poder propio que desestabilice las verticalidades de las axiologías norte-‐sur. Y con resultados ciertamente tangibles, aunque por el momento insuficientes. Todo ello en irritante contraste con la esterilidad de las inserciones particulares, personalizadas, en que se agotan las estrategias intuitivas (la paradoja del término es deliberada) de otros artistas, curadores, coleccionistas. Tras las incorporaciones aparentes surgidas de la globalización, suelen surgir formas más finas (o perversas) de exclusión: como bien ha señalado Gerardo Mosquera, en demasiados aspectos, el mundo todavía se divide entre culturas curadoras y culturas curadas –y eso lo distorsiona todo. Para entender lo puro y duro que ello significa quizá bastaría un análisis sin concesiones de las dificultades y entrampamientos impuestos a un proyecto curatorial sudaca como el encabezado por Mari Carmen Ramírez (e incluyendo justo a Mosquera, entre otros) al cometer la insolencia de intentar reescribir ciertas historias del arte moderno desde el Reina Sofía –y en parte con sus presupuestos, algo infinitamente resentido en ciertos círculos españoles. El que hace poco esa exposición se haya reeditado en el Museo de Bellas Artes de Houston –con todo el necesario apoyo, con todo el necesario aprecio por su perspectiva esencialmente crítica– ayudará tal vez a poner algunos de estos temas en más áspera (y reveladora) perspectiva. Incluyendo la interesante paradoja de que las batallas de prestigios entre el aparente norte y un supuesto sur devenga en competencia de valoraciones entre dos escenarios privilegiados del llamado Primer Mundo (Madrid y Houston). Pero tal vez lo que ante situaciones así debamos confrontar es la erosión creciente de tales categorías y denominaciones geopolíticas –parte, en realidad, de las erosiones mayores de nuestra era. La de estados enteros de Estados Unidos integrados progresiva –y silenciosamente– a aquello que persisten en llamar “Latinoamérica”. La de España desintegrada en una Europa que se recompone desde autonomías e identidades fragmentarias. Los nuevos mapas que de ese modo se configuran quizá desvirtúen la propia nomenclatura geopolítica, el sentido mismo de denominaciones como norte-‐sur. Y ayuden a articular su inversión radical (sur-‐sur): la utopía perpetua de axiologías nuevas, alternativas, peripatéticas, transperiféricas. Susceptibles de devolver al arte y al sistema artístico su potencial imaginario para la renovación de comunidades de sentido, comunidades de sentimiento. Y capaces de dar el crucial paso histórico de la desconstrucción a lo reconstructivo. Ya lo decía el propio Derrida, aquel padre putativo de la desconstrucción: “La emancipación vuelve a ser hoy una vasta cuestión. No tengo tolerancia por aquéllos –desconstruccionistas o no– que son irónicos con el gran discurso de la emancipación.”(2) Hay, tal vez, demasiada ironía cínica en nuestros tiempos sin dios, en nuestros desangelados tiempos. Demasiada ironía y no suficiente compromiso. Que toda desconstrucción alimente el impulso reconstructivo. Un reto para la imaginación radical, en los dos sentidos de ese tan abusado término: pensar las cosas desde sus raíces implica llevarlas a sus extremos. (O al menos recorrerlos). Maravillas de la dialéctica: si el inicio de mi argumentación por momentos se articula con el justificado y
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melancólico escepticismo del profesor Paulo Herkenhorf en el conversatorio de ayer, las conclusiones a las que parezco llegar podrían más bien escucharse en resonancia con el pensamiento utópico reivindicado en esa misma ocasión por la camarada Llilian Llanes. Para terminar de contradecirme, aunque sea sólo en apariencia, quisiera sugerir que si América Latina no existe, tal vez debamos reinventarla.
Este artículo consta de dos partes. En la primera, se expondrán brevemente algunas de las cuestiones que debe enfrentar el museo y las reformulaciones que debe encarar para dar cuenta de los desafíos que, atropelladamente, plantea su propia actualidad. La discusión sobre la institucionalidad del arte se ha consolidado a partir de los desafíos sucesivos que impusieron los tiempos modernos y aceleraron los contratiempos globales. Ante el fenómeno creciente de una cultura-‐mundo y la expansión de las industrias culturales sobre espacios hasta entonces reservados a la cultura “erudita”, los circuitos a través de los cuales se mueve el arte actual deben reacomodar sus presupuestos teóricos, sus objetivos y sus estrategias. Este esfuerzo plantea dificultades serias al museo, pero, también, le abre posibilidades nuevas. La segunda parte del artículo se apoya en el tratamiento de un caso concreto: el del Museo del Barro. La selección de esta entidad se debe no sólo a mi mejor conocimiento de un sitio en el cual trabajo, sino al hecho de que la coordinación de este libro consideró que su concepto podría ilustrar bien una cuestión central en el tema que nos ocupa. En efecto, la impugnación de fronteras fijas entre lo popular y lo culto (idea eje de este museo) supone una posición necesariamente pluricultural, abierta a modelos diversos de arte. Y el cumplimiento de esta perspectiva exige programas de proyección sobre los diversos sectores que producen las obras, tanto como requiere diversos mecanismos de difusión y contextualización de éstas orientados nacional, regional e internacionalmente. Por último, en las difíciles situaciones en que se desarrollan los proyectos societales de cultura, este caso también puede servir para proponer modelos alternativos de co-‐gestión, administración y financiamiento. LOS OTROS MUSEOS Antecedentes Tradicionalmente, el museo es concebido como conservación del patrimonio simbólico colectivo: custodio de aquellas figuras que sostienen los imaginarios nacionales, locales o comunitarios. Pero esta función se ha ido complejizando, enriqueciendo y alterando ante el avance de la modernidad: a la mera conservación de imágenes, obras y documentos se ha agregado la necesidad de investigación, documentación y archivo, así como un mayor compromiso con el desarrollo social y comunitario y una nueva preocupación por la presencia ciudadana. El vínculo de las instituciones del arte con la esfera pública exige relacionar la figura del museo con la de las políticas culturales. En vez de una institución encapsulada, impermeable a los embates de la historia, comienza a afirmarse la idea de una entidad promotora de cultura y de prácticas democratizadoras. En esta intersección se ubica hoy el museo: no puede sustraerse a los intereses omnipresentes del mercado, pero tampoco puede ignorar la promoción de valores ciudadanos que no pasan por la comercialización de la cultura y exigen operaciones no rentables. Hoy, esas mismas funciones se han complicado aún más: el museo se vincula no sólo con la idea de espacio público, sino con la de un espacio público en gran parte globalizado. La transnacionalización de la cultura y la regionalización de las políticas públicas (Mercado Común Europeo, TLC, Mercosur, etc.) obligan a repensar el museo mediante modelos que trascienden la memoria nacional y local. Si es responsable de conservar (y de promover el trabajo de) la memoria colectiva, la institución debe adquirir una gran flexibilidad para adaptarse a diversas configuraciones de los imaginarios sociales, gran parte de las cuales se apoyan en identidades móviles y provisionales. Es decir, el concepto de un museo que preserva en bloque la memoria nacional ya no se sostiene, simplemente porque no existe una memoria NACIONAL, ni existe UNA memoria. Por eso, el escenario al que se abre el museo es un lugar cruzado por imágenes distintas y movido por objetivos e intereses diversos; 4 contrapuestos a veces.
Por último, el colapso de la moderna autonomía del arte provoca la crisis del museo como espacio aséptico y separado, cerrado en torno a una noción definitiva de lo artístico. Este trastorno también exige replanteamientos en la función museal contemporánea. La pura forma, lo estético, ya no es aval de lo artístico; la discusión acerca de los límites del arte exige construcciones contingentes, provisionales, ad hoc; demanda conceptos que ya no se argumentan en la belleza o el estilo. Aquí aparece la complicada y controvertida figura del curador o del comisario, responsable de proponer narrativas, guiones o libretos que sostengan la puesta en discurso y en exhibición de objetos cuyas apariencias no bastan para instaurar una propuesta. La crisis de la autonomía de lo estético también produce la contaminación de los espacios museales, abiertos no sólo a los empujes confusos de la historia, sino a la irrupción de disciplinas, cuestiones y temas diversos que hoy confunden y animan las otrora nítidas jurisdicciones del arte. La emergencia de los contenidos discursivos en los acotados espacios del arte conmociona sus límites tradicionales; los vuelve oscilantes siempre, siempre dependientes de posiciones, intereses y proyectos. Como cualquier cambio de paradigma, éste plantea problemas y confusiones, pero también abre alternativas: el cuestionamiento de un modelo arquetípico y ejemplar de museo y la aparición de diversos proyectos museales a ser configurados de modos distintos, según sus particularidades y objetivos. Así, surgen en este ámbito nuevos patrones adecuados a los requerimientos de tiempos y regiones diversas, a políticas culturales definidas, a programas históricos o didácticos determinados. Y, a partir de ellos, se desarrollan propuestas específicas de exhibición, distintos relatos curatoriales capaces de imaginar itinerarios particulares –provisionales– de lectura de lo artístico. Estas circunstancias diversas exigen definir el concepto, o los conceptos, que sostiene(n) tal o cual institución: abandonada la pretensión de un museo soberano y total, se requiere explicitar las condiciones y supuestos bajo los cuales cada entidad museal específica acota un espacio de trabajo. Un lugar cuyos límites serán siempre borrosos y vacilantes y no terminarán de desmarcar definitivamente lo que es y no arte. Alternativas La expansión de las industrias culturales sobre los ámbitos eruditos socava los fundamentos tradicionales del museo y empuja a éste a convertirse en escenario de representación de las nuevas elites post-‐industriales y lugar de entretenimiento de públicos masivos. El esteticismo global nivela blandamente la sensibilidad contemporánea; presenta el drama en frecuencia de noticia o evento, la diferencia en tono de toque exótico y el enigma, como un misterio excitante. En estas circunstancias, el arte parece obligado a abandonar el aura grave generada por la distancia para adoptar los brillos glamorosos de vitrinas y pantallas; y los museos, a convertirse en “monumentos a los juegos de simulación de masas” (Baudrillard), meras plataformas para las industrias del espectáculo. Sobre el fondo de este riesgo, el museo se encuentra forzado a asumir su proyección multitudinaria sin sacrificar la idea ilustrada de un arte provisto de densidad poética, filo crítico y carga conceptual. Conciliar los términos de esa oposición resulta imposible: siempre quedará pendiente la cuestión de si las convocatorias masivas corresponden a maniobras populistas y estrategias de marketing o a genuinas políticas de democratización cultural. La desconfianza de lo estético en el arte contemporáneo corresponde a una reacción suya ante la metástasis de la belleza en clave light y ante la dictadura de la forma autónoma. El arte pierde su soberanía y sus espacios amurallados e impugna un concepto de sí basado en puros argumentos estéticos. También pierde (en verdad, ya la perdió hace mucho tiempo) su pretensión de registrar identidades territoriales: de expresar maneras de ser desmarcadas por asentamientos locales, fronteras nacionales o situaciones regionales. Tanto como lo supone el esteticismo global, ambas pérdidas implican un mentís al programa del museo tradicional: a su intento de instaurar un espacio autosuficiente donde la bella forma selle y certifique el estatuto artístico de las obras allí expuestas y donde éstas traduzcan la esencia de una cultura definida en términos territoriales. Quebrantados esos objetivos, el museo tiene que ser replanteado: debe asumir que ya no puede abrir una escena sustraída a las inclemencias de la historia, ni constituirse en garante de un patrimonio simbólico, ni oficiar de árbitro que refrenda lo el estatuto de lo artístico.
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Estos menoscabos significan un impacto traumático para la institución museo. Pero también le abren posibilidades de asumir configuraciones nuevas: en este paisaje repentinamente alterado, el museo queda exento de cargas apriorísticas y contenidos esenciales: la rancia casa de las musas deviene zona de proyecto, constructo, entidad en proceso, objeto de prácticas diversas, de alcances pragmáticos azarosos. La desconstrucción del término museo no significa su descarte, sino su puesta en contingencia; su puesta en intemperie quizá. Ese emplazamiento precario e inestable presenta sus ventajas: permite el margen de maniobra y la agilidad que requiere hoy cualquier intento de inscribir un objeto y presentarlo como artístico. Y abre la posibilidad de imaginar otros modelos museales, alternativos al basado en el paradigma clásico occidental; diferentes al Museo que, desde el poder central, funda los mitos de la Nación; ese Museo cuyos artificios disciplinan, uniforman y traducen los imaginarios dispersos en un territorio y cuyos cánones formatean e idealizan las memorias disparejas, los deseos desiguales. Así, el museo sufre hoy las desventajas que acarrean los extravíos del fundamento: la incertidumbre de un proyecto incierto que no puede invocar misiones redentoras ni alegar destinos forzosos. En compensación, dispone de una ventaja: la libertad de las empresas no clausuradas. Es en este punto donde se abren ocasiones de diseñar modelos diversos de museo, entidades maleables, capaces de traducir la pluralidad de situaciones que plantean las particularidades culturales; pero, también, capaces de asumir las asimetrías y fracturas que persisten, y aun crecen, entre regiones de un mundo imaginado como un gran todo nivelado en cifra de mercancía. Los giros de la identidad Aparte de la industrialización y la estetización masiva de lo cultural, así como de la pérdida de la autonomía de lo estético que es su consecuencia, aparece hoy otro cambio que afecta profundamente el sistema moderno del museo: lo que se ha venido en llamar el giro identitario. Las industrias culturales –que suponen las de la información, la comunicación, la publicidad y el espectáculo– se han convertido en nuevas matrices de identificación y creación de subjetividades que tienden a desplazar las tradicionales (como la nación, el pueblo y el territorio). Pero este giro obedece, también, a procesos diferentes a los impulsados por la transnacionalización cultural: el descentramiento del privilegiado sujeto cartesiano, producido a lo largo de la alta modernidad,(1) ha preparado el terreno para comprender el régimen de las identidades a partir de identificaciones y posiciones variables. El concepto de identidad deja de cimentarse en sustancias fijas para apoyarse –ligera, brevemente a veces– en puestos provisorios y en proyectos circunstanciales: ya no designa una esencia, sino circunstancias contingentes, construcciones históricas. La ruptura de un centro unificador esencial ha provocado la emergencia de diversos “nosotros” que pueden superponerse o entrar en conflicto entre sí (la región, la ciudad, el barrio, la religión, la familia, el género, la etnia, la opción sexual, la ideología, etc.). En resumen: la idea de una identidad plena, clausurada en torno a un centro estable, se ha vuelto insostenible. Por un lado, esta restricción plantea problemas al paradigma museal sostenido en la imagen de un sujeto nacional homogéneo e identidades fijas; imagen definida en términos de Tierra y Patria, amparada en el mito de patrimonios simbólicos intactos. Pero, por otro, ayuda a pensar el museo como proyecto configurable de modos distintos, acomodable a coyunturas y objetivos particulares. El museo puede ser concebido, así, en la intersección de intereses cruzados, variables. Y, una vez más, aquellos problemas y estas posibilidades exigen reformulaciones en el guión del museo contemporáneo. La figura contemporánea del curador o comisario –o, por lo menos, una arista marcada de tal figura– podría ser inscripta en esta situación cargada de vicisitudes, demandante de innovaciones y renuevos. Los dos curadores El concepto de curatoría emerge, o se reafirma, en una escena condicionada por los diversos reposicionamientos conceptuales que demanda la pérdida de autonomía del arte: la crisis del formalismo y, consecuentemente, el retorno de los contenidos (la emergencia de conceptos, narrativas, motivos y ejes temáticos), el “giro pragmático” (la práctica curatorial como intervención o acción política movilizadora de sentido), lo transdisciplinal (el cruce transversal de conceptos que atraviesan al sesgo niveles disciplinales distintos) y la obsesión por lo real (que otorga un cierto peso ontológico a las preocupaciones del arte actual).
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Esta escena complicada exige, ya se ha dicho, nuevos formatos museales o, por lo menos, serias transformaciones del museo tradicional. La curatoría crece justamente ante esta necesidad; se vuelve un agente útil –un mal indispensable, para muchos– para trabajar discursos que descentren el museo, lo vinculen con las comunidades y lo provean del contingente conceptual que requieren hoy todas las instituciones del arte para compensar la pérdida de la autonomía de lo estético. Ante la retirada de las pretensiones holísticas del museo (la figura de institución omnicomprensiva) avanzan guiones parciales, cuya producción requiere ensayos, narrativas o temas acotados. Una exhibición museal ya no aspira a presentar el conjunto de la obra de un artista, una tendencia o una cultura local, nacional o regional, sino el desarrollo de una cuestión referida a cualquiera de ellas; el planteamiento de un problema que puede cruzar tiempos, estilos, territorios y disciplinas (y puede salir de lo considerado artístico, en sentido estricto). Estas estrategias curatoriales responden siempre a miradas sesgadas: no consideran en bloque un proceso, sino que recortan un segmento de su discurrir para argumentar en pro de una idea o un tema. Y este enfoque fragmentario no sólo afecta una muestra determinada, sino el propio libreto (museológico o, aun, museográfico) de instituciones que, renuentes a hacerse cargo de una totalidad, se detienen en aspectos suyos remarcando líneas de lectura y promoviendo interpretaciones paralelas. La vocación de incompletud de ciertos museos, curatorialmente demarcados, debe ser confrontada con algunas circunstancias propias de la institucionalidad cultural latinoamericana. Sobre el fondo indigente de lo cultural periférico, la ausencia de políticas públicas y de apoyo empresarial obliga a determinados proyectos museales a hacer acopio de ingenio y maña para imaginar modelos sustentables, más apoyados en la comunidad que en los esquivos presupuestos oficiales o las migajas de las ignorantes burguesías locales. Si bien es cierto que las penurias malogran muchos proyectos, la inventiva desesperada que promueven ellas deviene a veces patrimonio conceptual, reserva política o recurso táctico de apuestas que terminan constituyendo modelos alternativos de museo. Valgan como ejemplos el caso del Museo del Barro, en el cual me detendré más tarde, y la propuesta del Micromuseo, dirigido en el Perú por Gustavo Buntinx. Tras el lema Al fondo hay sitio(2), el proyecto funciona desde hace más de veinte años “construyendo una colección y una presencia curatorial distinta desde las estrategias de la precariedad y la itinerancia asumidas como un capital simbólico a ser materialmente potenciado”. Antes que reprimirla, el Micromuseo busca volver productiva la diferencia, y más que acumular objetos, los hace circular ocupando espacios sobrantes; “y, aunque atento a desarrollos transnacionales, no abriga vocación universal: aspira a ser específico, con la esperanza de llegar así a ser una institución pertinente y viva”(3). Iniciado hacia 1984, tras el propósito de rescatar obras amenazadas por la desidia estatal y el desinterés del mercado, el Micromuseo fue creciendo en sus acervos y adquiriendo presencia pública mediante la aplicación de estrategias creativas y flexibles. Su apoyo a diversas demandas ciudadanas, así como su política de curatorías nómades y alianzas con “instituciones cómplices”, le ha permitido multiplicar su acción en muy diversos espacios. El propio desarrollo que ha adquirido obliga hoy al Micromuseo a buscar una sede desde donde movilizar sus colecciones que circulan y se distribuyen en función de proyectos curatoriales varios. La desigualdad entre los museos instalados en el centro (para simplificar, el Norte, la Metrópolis, el Primer Mundo), y los que operan en las periferias (el resto), marca la diferencia entre curadores de uno y otro lado del planeta. El poder de los presupuestos museales no sólo define el valor de los acervos, la opulencia de la arquitectura (efecto Guggenheim), la magnitud de las muestras y el brillo de las instituciones; también decide los alcances de la conservación patrimonial y las políticas de difusión, comunicación y extensión formativa. Estos privilegios tienen sus costes: las curatorías de los megamuseos, dependientes de audiencias masivas y compromisos políticos y económicos considerables, se encuentran más expuestas a los riesgos de la industrialización museal: aunque se cuiden muy bien de conservar los buenos modelos exhibitivos (contemporaneidad, buena factura, prestigio de los artistas, museografía actualizada) y aunque intenten conciliar el enigma del aura con las concesiones que suponen el éxito del público y el impacto mediático, las exposiciones espectaculares no pueden regatear la cuota de trivialidad y show que requiere el mercado. Durante los últimos años, trabajosamente, el proceso de disneyficación de los grandes museos ha sido mantenido a raya mediante calculadas operaciones orientadas a restablecer el canon de lo políticamente correcto en la materia y encargadas
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de vigilar que no se sobrepasen los límites consensuados por el sistema del arte. Pero ninguna muestra masiva puede dejar de adular a las audiencias y renunciar impunemente a las estéticas de la conciliación o los efectos especiales de las post-‐vanguardias. El crítico chileno Justo Pastor Mellado distingue entre lo que él llama “curadores de servicio” y “curadores de infraestructura”. Aquéllos se encuentran encargados del diseño de los museos-‐espectáculo; éstos, buscan activar mecanismos de inscripción histórica y trazo político a través de propuestas movilizadoras de sentido colectivo. Por lo general, los primeros trabajan con museos centrales y los otros, con periféricos; pero esta relación indica apenas una tendencia y no debe ser tomada en los términos de una alternativa fatal o una disyunción maniquea. Ahora bien, resulta evidente que ciertos museos independientes o alternativos (muchos de ellos ubicados en territorios centrales) presentan mayores posibilidades de maniobra y autonomía curatorial. Y mucho mayor campo de acción: en general, sus curadores deben no sólo imaginar guiones museológicos o estrategias museográficas de bajo presupuesto, sino aportar a la construcción de institucionalidad local, apoyar proyectos comunitarios y realizar tareas que exceden sus oficios de diseño y argumentación conceptual (trabajos de producción, montaje, difusión, consecución de sponsors, etc.). Además, aunque no fueren oficiales (estatales, departamentales, municipales, etc.), los museos son responsables de políticas culturales: sus programas de exhibición, educación, información, investigación y archivo buscan producir efectos en la esfera pública. Y en este contexto, los curadores involucrados en programas museales de pequeño formato –con buenas alternativas de inserción en el cuerpo social– asumen funciones de gestión y promoción cultural de manera mucho más directa de lo que harían los curadores de megamuseos, inscriptos ellos en complejas redes institucionales cuyas sucesivas instancias de mediación los alejan de la práctica pública. UN CASO: EL MUSEO DEL BARRO Antecedentes (una crónica enrevesada) El caso del Museo del Barro, Centro de Artes Visuales del Paraguay, se presta bien a ilustrar la diversidad de modalidades que asumen ciertos museos particulares, especialmente en América Latina, donde los apoyos estatales –necesarios a causa de las penurias económicas que sufre la región– se encuentran siempre en falta y donde, consecuentemente, la precariedad institucional exige a los proyectos museales redoblar esfuerzos y apelar a fórmulas inéditas de trabajo. En 1972, Carlos Colombino y Olga Blinder, fundan la Colección Circulante, iniciativa privada que busca promover el arte durante los tiempos adversos de la oscurantista dictadura del General Alfredo Stroessner (1954-‐1989). Lo hacen itinerando a través de distintos puntos del Paraguay sus colecciones de arte gráfico moderno, que constituyen un patrimonio pregonero y ambulante, carente de sede fija. En 1979, el acervo de la Colección Circulante se bifurca en dos programas, impulsados por una vocación complementaria: el Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo, dirigido por Carlos Colombino, y el Museo del Barro, fundado por este artista, Osvaldo Salerno e Ysanne Gayet. Ambos programas buscan colectar, exponer y difundir diversas formas de arte moderno y popular, respectivamente.(4) En 1987 se inaugura en suelo propio el museo definitivo, que unifica sus diversos programas bajo el nombre de Museo del Barro / Centro de Artes Visuales del Paraguay, cuyos acervos fueron formados por donaciones de sus fundadores. (Los recursos para la terminación del edificio provinieron de los peculios de los fundadores, básicamente de Colombino, y aportes de empresas, colaboradores personales y agencias internacionales). El establecimiento del museo permitió que se fuesen complejizando sus fondos patrimoniales con colecciones de arte precolombino, pinturas y objetos e instalaciones (particularmente producidos en el Paraguay, aunque también en el resto de Iberoamérica). También fueron incrementando y diversificándose las colecciones de arte mestizo rural que, compuestas inicialmente por piezas de cerámica (que habían dado origen al nombre Museo del Barro), pasaron a reunir obras muy diversas: tejidos, tallas en madera, cestería y objetos de oro y plata. En 1989 se produce una nueva incorporación, que no sólo incrementa los acervos patrimoniales del museo, sino que incide en su definición conceptual: se anexa la colección de arte indígena formada y donada por Ticio Escobar, cuyas dependencias, conectadas con las de las otras colecciones, fueron habilitadas en 1995.
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Una vez derrocada en 1989 la dictadura de Stroessner, que había constituido un gran obstáculo para el desarrollo del proyecto, parecía abrirse para éste una época de bonanza y prosperidad. Pero poco tiempo después, en 1992, mientras se estaban construyendo las dependencias que albergarían la colección de arte indígena, un violento tornado destruyó parte importante de la edificación del museo, cuyos techos fueron arrancados por la tempestad y aplastados contra las paredes de aquellas dependencias. La situación, en sí desalentadora, condujo a salidas imprevistas. Casi en ruinas, el museo lograba una súbita visibilidad pública y, desde ella, despertaba la solidaridad de sectores amplios. Comisiones de vecinos, grupos de artistas, movimientos ciudadanos y partidos políticos, así como la Municipalidad de Asunción, dependencias estatales y embajadas y agencias extranjeras comenzaron a apoyar un programa de emergencia y restauración. La empresa, que había comenzado con la recuperación y resguardo de las piezas anegadas o sepultadas entre escombro y barro (ninguna de ellas fue robada en medio de la confusión), terminó en 1995 con la inauguración de nuevas instalaciones cuya cuantía y dimensiones triplicaron las del edificio original, que permaneciera cerrado durante más de dos años. El percance no sólo se había constituido en insólito principio de crecimiento, sino en productivo factor de compromiso ciudadano e impulso de nuevas actividades. La reestructuración del museo permitió, por una parte, que sus diferentes salas fueran interconectadas para facilitar el recorrido continuo de las diversas colecciones de acuerdo al guión curatorial del mismo (que considera en un mismo nivel de valor el arte popular y el erudito). Por otra, facilitó estrategias de articulación de diversos programas relacionados con el ámbito amplio que hoy transita el arte contemporáneo, algunos de los cuales se venían realizando ya desde tiempo atrás.(5) Todos estos proyectos operan sobre la base siempre de la gestión particular pero con sistemas de apoyos y convenios híbridos, que incluyen la participación de colaboradores individuales, empresas, entidades estatales, embajadas y agencias internacionales. En el año 2004, las colecciones de arte latinoamericano (colonial, moderno y contemporáneo, popular y erudito) que forman parte de la Fundación Migliorisi se instalan en un edificio anexo al del Museo, de modo que, internamente, los circuitos entre ambas entidades funcionan de manera ininterrumpida. Este enlace incrementa y potencia notoriamente las instalaciones y acervos de ambas instituciones. Las colecciones y el edificio de la citada Fundación han sido donados por el artista Ricardo Migliorisi. Actualmente, los objetivos del Museo del Barro movilizan –aparte de los relativos a la custodia, exhibición y difusión de sus colecciones – los siguientes quehaceres: El archivo, la investigación y publicación editorial referentes a diversos aspectos de arte en el Paraguay y América Latina (tareas llevadas a cabo por el Departamento de Documentación e Investigaciones). El trabajo de promoción artesanal que, realizado en forma sostenida desde 1980, implica el estímulo de la producción y la circulación de las obras de creadores campesinos e indígenas, así como la valorización y acompañamiento de sus trabajos (almacén de venta de obras de artesanos artistas y programas de asistencia técnica, intermediación y asesoría). El apoyo del derecho a la diversidad y la autogestión de los pueblos indígenas (asistencia en proyectos culturales, apoyo a campañas de promoción y defensa de los derechos culturales). El fomento de la creación de artistas jóvenes (talleres de arte y premios estímulo). La realización de diversas actividades de formación, discusión y debate (un seminario que lleva seis años de duración, conferencias y coloquios internacionales y un programa de visitas de estudiantes). Los conceptos del Museo del Barro El Museo del Barro busca trabajar en pie de igualdad obras de arte popular (indígena y mestizo) y erudito.(6) Este planteamiento exige no sólo activar dispositivos de interacción entre tales obras, sino subrayar el estatuto artístico de todas ellas; es decir, se opone a la política que reserva el museo de arte a las producciones eruditas mientras relega las populares a los museos de arqueología, etnografía o historia, cuando no de ciencias naturales. Para trabajar en esta dirección, la curatoría museal debe manejar un concepto de lo artístico que, sin perder la especificidad de lo formal y lo expresivo, discuta el elitismo etnocentrista de la modernidad. Se propone, de este modo, un modelo inclusivo de arte, desarrollado paralelamente al programa moderno, aunque estrechamente
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vinculado con él. Argumentar en pro de la paridad entre sistemas diferentes de arte requiere una conceptualización de lo artístico popular. El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de la apariencia sensible, la belleza, para movilizar el sentido colectivo, trabajar en conjunto la memoria, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Pero, cuando se trata de otorgar el título dearte a estas operaciones (plenamente artísticas, por cierto), la Estética interpone enseguida una objeción: en ellas, la forma no puede ser seccionada limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia. Esta confusión infringe el principio de la autonomía del arte, figura central de la modernidad, erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte. La autonomía formal se funda en dos premisas claras: la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. Apoyada en Kant, la Estética dictamina que sólo son artísticos los fenómenos en los cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). La autonomía formal encabeza la lista de otros requisitos demandados por el sistema moderno del arte para aceptar la artisticidad de una obra: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad: la obra debe ser creada ex-‐nihilo, a partir de una inspiración privilegiada, y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura de la tradición en la cual se inscribe. Resulta claro que las características recién mencionadas sólo corresponden a notas propias de la modernidad; un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables a muchos modelos del arte, como el popular, cuyas formas no son autónomas (aunque la belleza remarque funciones extra-‐artísticas), ni son fruto de una creación individual (aunque cada artista reinterprete a su modo los códigos colectivos), ni se producen a través de innovaciones transgresoras (a pesar de que su desarrollo suponga una constante movilización del imaginario social), ni se manifiestan en obras irrepetibles (aun cuando cada forma específica conquiste su propia capacidad expresiva). Es obvio que esta desobediencia de las notas del arte moderno no es exclusiva de las culturas populares: toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como canon universal.(7) Convertir el modelo del arte moderno occidental en paradigma universal del arte produce una paradoja en la teoría estética, que sostiene que toda cultura humana es capaz de alcanzar su cúspide en la creación artística. En este sentido, el arte se define no desde la autonomía de sus formas, sino como producto de una tensión entre la forma (la apariencia sensible, la belleza) y el contenido (los significados sociales, las verdades en juego, los indicios oscuros de lo real). De atenernos a esta definición, el arte es patrimonio de todas las colectividades (incluidas, obviamente, las populares) capaces de crear imágenes intensas mediante las cuales interpretan su memoria, su proyecto y su deseo. Desconocer este principio supone instalar una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por artesanías, hechos de folclore o productos de “cultura material”. El uso del término “arte popular” no sólo permite ensanchar el panorama de las artes contemporáneas, acosado por una visión demasiado estrecha de lo artístico, sino alegar en pro de la diferencia cultural: reconocer modelos de arte alternativos a los del occidental y refutar el prejuicio etnocéntrico de que existen formas culturales superiores e inferiores, merecedoras o indignas de ser consideradas expresiones excepcionales. Esta argumentación se basa en dos alegatos. El primero invoca el concepto tradicional de arte basado no en la autonomía absoluta de la forma, sino en la tensión entre ésta y los contenidos sociales o existenciales (verdades, usos, valores poéticos, oscuros significados). Hombres y mujeres de diversas comunidades rurales y pueblos indígenas apelan a la belleza no como un valor en sí, sino como un refuerzo de diversas funciones ajenas al círculo estricto regido por la forma. En esta operación, el goce estético constituye una experiencia intensa, pero no autosuficiente: marca una inflexión en el curso de un proceso más amplio dirigido a activar complejos significados sociales, a rastrear los indicios de certezas inalcanzables(8).
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Pero la falta de autonomía estética no significa ausencia de lo estético. Enredada en la textura del cuerpo social, la fuerza de la belleza impulsa el cumplimiento de funciones económicas, políticas, sociales y religiosas. Los colores más intensos, los diseños más exactos y las más sugerentes tramas e inquietantes combinaciones operan más allá de la lógica de la armonía y la sensibilidad: recalcan aspectos fundamentales del quehacer social despertando las energías furtivas de las cosas, realzando sus apariencias: volviéndolas excepcionales. El segundo alegato en pro del término “arte popular”, apela a razones políticas. Ya fue sostenido que el reconocimiento de un arte diferente ayuda a discutir el pensamiento etnocéntrico según el cual sólo las formas dominantes pueden alcanzar ciertas privilegiadas cimas del espíritu. Pero este reconocimiento también apoya la reivindicación de la diversidad: los derechos culturales. La autodeterminación de las culturas alternativas requiere la tolerancia de sus particulares sistemas de sensibilidad, imaginación y creatividad (sistemas artísticos), desde los cuales ellas refuerzan la autoestima comunitaria, cohesionan sus instituciones y renuevan la legitimidad del pacto social. Indígenas y campesinos visitan a menudo el museo (y colaboran a veces en los montajes, especialmente de los atuendos rituales), pero ellos tienen conciencia de que la exposición de sus propios objetos corresponde a un programa diferente al suyo; las coincidencias se dan más por los motivos políticos recién expuestos que por razones estéticas. Ellos pueden ver con satisfacción sus propias obras exhibidas en otro medio, pero no se identifican con esa operación que es esencialmente extraña a sus sistemas culturales. La mirada que despiertan las piezas dispuestas en vitrinas no es la misma que la suscitada en sus situaciones originales. El museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y recontextualizar los objetos sin olvidar la referencia a los contextos originales. Pero el hecho mismo de que no sean las formas lo que determina el destino de las obras de arte popular (sino la relación de éstas con sus funciones variadas) permite que las articulaciones de este arte estén preparadas para ser desmontadas y rearmadas de acuerdo al requerimiento de usos variables. Por eso, cuando el museo convoca obra popular para subrayar (arbitrariamente) su lado artístico e inscribirla en un proyecto político, los objetos no desfallecen, no sufren un desarraigo radical: se reubican en esos nuevos marcos y muestran otras significaciones, que en sus contextos originales se encontraban latentes. Paradójicamente, así, la falta de autonomía formal termina asegurando un cierto margen de autonomía de presencia a una obra abierta a empleos y sentidos plurales. Expuesta al juego de miradas distintas que la interpelan de muchas maneras, ella podrá, a su vez, suscitar distintas cuestiones en quienes la observan desde otros lugares.(9) Esta posibilidad resulta especialmente ventajosa en relación a los pueblos indígenas: defender otras formas de arte puede promover miradas nuevas sobre hombres y mujeres que, cuando no son despreciados, sólo son considerados –desde la compasión o la solidaridad– como sujetos de explotación y miseria. Reconocer en ellos a artistas, poetas y sabios obliga a estimarlos como figuras notables, sujetos complejos y refinados, capaces no sólo de profundizar su propia comprensión del mundo, sino de alentar con los argumentos de la diferencia el deprimido panorama del arte universal.
1. Véase, por ejemplo, mi libro inédito: “Another Goddamned Gringo Trick”: MoMA’s Curatorial Construction of “Latin American Art” (and Some Inverted Mirrors). Porciones de ese estudio fueron presentadas por primera vez en el año 1999 en la Universidad de Texas en Austin, y luego en foros diversos de la Argentina y los Estados Unidos, incluyendo en noviembre de 2002 el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Para un desarrollo puntual de parte de la argumentación allí ensayada, véase: Gustavo Buntinx. “El eslabón perdido: Avatares de Club Atlético Nueva Chicago”. En: Adriana Lauría (ed.). Berni y sus contemporáneos. Correlatos. Buenos Aires: MALBA, 2005. 2. Cit. en: Simon Critchley, Richard Rorty, Jacques Derrida, et al.: Desconstrucción y pragmatismo.Buenos Aires: Paidós, 1998. La frase fue articulada en el contexto de un debate anterior (1993) entre Jacques Derrida y Richard Rorty.
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1. Según Hall, son cinco los grandes descentramientos del sujeto ocurridos durante la segunda mitad del siglo XX: los producidos por el marxismo, el sicoanálisis, Saussure, Foucault y el feminismo. Stuart Hall, Identidade Cultural, Coleçâo Memo, Fundaçâo Memorial da América Latina, Sâo Paulo, 1997. 2. Esta frase es usada en el Perú por los conductores de ómnibus para invitar a los pasajeros a subir a sus vehículos aunque éstos se encuentren sobrecargados. 3. Gustavo Buntinx, “Comunidades de sentido / Comunidades de sentimiento. Globalización y vacío museal”, ponencia sin editar presentada en la reunión preparatoria del coloquio Museos y esferas públicas globales, convocado por la Fundación Rockefeller, Buenos Aires, junio 2001. (El coloquio tuvo lugar en Bellagio, Italia, el año siguiente). 4. El Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo comenzó a construir un local en Asunción en un terreno adquirido con fondos propios de Carlos Colombino, mientras que el Museo del Barro se instaló en San Lorenzo, una ciudad cercana a Asunción, adonde se mudó en 1983. 5. Así, en 1987, en el contexto de la formación del Museo de Arte Indígena, se había organizado la Comisión de Solidaridad con los Pueblos Indígenas, dirigida a apoyar los derechos culturales de diversas etnias. Recién caída la dictadura, en 1989, el museo impulsó la constitución de un colectivo de artistas e intelectuales que, agrupados bajo la denominación de Trabajadores de la Cultura, desarrolló en su sede una serie de discusiones acerca del nuevo papel de lo cultural durante los inicios de la transición a la democracia. 6. A pesar de las connotaciones elitistas que pudieran designar esas expresiones, para nombrar la producción de artistas provenientes de la tradición ilustrada (académica o vanguardista) se prefiere emplear los términos erudito o culto antes que contemporáneo, pues se asume que las obras de artistas populares también son contemporáneas, aunque respondan a su propio tiempo de manera diferente. En sentido amplio, el término arte popular incluye el indígena, en cuanto se refiere al conjunto de formas alternativas que suponen una dirección no hegemónica, aunque no necesariamente contrahegemónica. Así, el arte popular comprende tanto el mestizo (generalmente rural) como el indígena, correspondiente a pueblos de origen prehispánico que mantienen una tradición cultural específica sobre la base de formas religiosas, lingüísticas y socioeconómicas particulares. 7. Para legitimar la tradición hegemónica ilustrada, la historia oficial no tiene problemas en reconocer la artisticidad de culturas que carecen de las notas del arte moderno, pero no constituyen culturas populares en sentido estricto (arte chino, babilónico, griego, egipcio, gótico). 8. En este punto, el arte popular coincide con el arte contemporáneo, que recusa la autonomía formal moderna para saludar el retorno de los contenidos y propulsar una apertura a lo extra-‐artístico. La relación forma / función constituye una fuerza inconciliable, un “indecidible” que dinamiza el quehacer del arte actual y borronea sus contornos tajantes. 9. Las instituciones del arte tienen hoy la posibilidad de crear marcos, párerga (Derrida), no cerrados: los lugares de exposición no delimitan los límites de la escena, de modo que los objetos puedan cruzarlos y dejar en suspenso su propio carácter de “artísticos”, desconociendo ideas a priori de lo que es o no arte. Así como los arbitrarios marcos museales no son definitivos, tampoco lo son las originales condiciones de producción de una obra que trasciende en parte sus propios sentidos y deviene principio de lecturas plurales.
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Museos en ruinas? Huevadas. Así es como solíamos llamar a una puta tautología en mi tiempo. Si el museo alguna vez hubiese encarnado a la esfera pública, todos nos habríamos lanzado de un puente hace largo rato. El museo fue siempre solamente una ruina de la esfera pública, una privatización burguesa del espacio público hecha lo suficientemente segura para aventurarnos a visitarla. […] La verdadera esfera pública moderna fue siempre el lugar de trabajo. El lugar a donde todos tienen que ir y jugársela: yo prefiero no ir, pero si tengo que hacerlo, voy cargando mi grandiosa e hirviente medicina para la cruda conmigo –llevo mi última noche a tu presente. […] Ésa es la esfera pública –aquel lugar donde el conflicto social tiene voz. Gareth James (traducción del autor)
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Museos Se espera que estas líneas coincidan con la inauguración oficial en Guayaquil del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo del Banco Central del Ecuador en julio de 2004. Que dos de las exposiciones planificadas en los últimos años abran a manera inaugural precisamente durante las Fiestas Julianas resume el papel que dicha institución ha tomado desde finales del año pasado: la de un espacio seguro para avanzar nociones de identidad local y regional que reposan en sentimientos xenófobos conjurados mágicamente por el Estado bajo el ascético disfraz de la gestión cultural. Teórica y metodológicamente, este análisis nace de un impulso etnográfico que sitúa al Estado como el resultado concreto de actores e instituciones que canalizan ideologías y microprácticas tendientes a operar sobre el mundo social y que son encarnadas por sujetos llanos. Intenta brindar elementos para entender parte de las dinámicas internas que se ocultan detrás de la imagen pública brindada por los rituales inauguracionales y las formas bajo las cuales las retóricas dominantes sobre procesos sociales tales como la renovación urbana –que es fundamentalmente un fenómeno de reorganización espacial, normativización ciudadana y exclusión social– utilizan a lo cultural en general, y al museo con su espectacular fantasmagoría en particular, para apuntalar tales proyectos. En este contexto, por lo tanto, se entiende a la gestión y definición de políticas culturales como parte de una agenda esencialmente política que, para el caso en ciernes, ha requerido de la sacralización de la institución museal como una instancia coreográfica del Estado en el proceso de constitución de nuevas culturas cívicas. El museo en ciernes abrió sus actividades públicas en 2001 bajo la idea de proyectar el trabajo a la sociedad independientemente de que las colecciones o proyectos de exhibición fueran todavía asequibles. Un “museo más allá de cuatro paredes”, “vivo, dialogando con la sociedad”, y otras frases de ese estilo orientaron prácticas múltiples en el campo de la investigación social, la educación pública en música, cine, antropología visual y artes, el fomento del género documental, y el mejoramiento de la oferta recreacional en la ciudad. Debido a la respuesta de diversas audiencias, el MAAC fue efectivamente posicionado como el mayor gestor cultural en Guayaquil mucho antes de que se abriera como un museo tradicional. La misma idea de “inauguración” resultaba dentro del esquema anterior aberrante, un evento confirmatorio de la idealización del modelo de la exhibición dedicada a consagrar objetos para iluminar a las ignorantes masas gracias a su inclusión dentro del propio museo y por el mismo, probablemente pomposo, acto de apertura. Desde la demanda social construida por los medios durante períodos de presión o crisis, sin embargo, lo importante fue exactamente lo contrario: tener un museo con salas de exhibición permanentes abiertas al público lo antes posible. “Guayaquil sin museos” rezaba la prensa construyendo la noticia, de partida, como un escándalo. De hecho, la remoción de la anterior Dirección de la institución se justificó oficialmente por las autoridades del BCE por “el retraso en la apertura” de las instalaciones, retraso que se explica en buena parte debido a la ambiciosa dimensión de la muestra retrospectiva de arte moderno “Umbrales”, cuya logística de préstamo de obras resultó complicada, enorme y ciertamente bajo una planificación excesivamente laxa. En la práctica, sin embargo, tal muestra competía con otros megaproyectos que se hallaban, de hecho, sirviendo a distintas comunidades.(2) La prevista inauguración oficial del museo en julio de 2004 supondría cumplir, pues, con la ritualidad requerida para la sacralización de un modelo clásico y conservador de museo para la ciudad. El discurso dominante que subraya los sentidos cosmopolitas del “nuevo Guayaquil” demanda también nociones reaccionarias y selectivas de “autenticidad” (primero, de lugar de nacimiento y, luego, étnica) en quienes lo dirigen. Que el debate público sobre el lugar de origen de la pasada Dirección haya ocupado un lugar central para la prensa, y, que la actual se ajuste a los cánones de identidad esperados por medios y elites consagra, a su vez, la estrecha relación entre “cultura”, “renovación urbana” y “guayaquileñidad” a inicios de este siglo.(3) La inauguración del MAAC en un espacio controlado como es Malecón 2000, es, pues, la apertura de una ruina de la esfera pública con toda la parafernalia del caso: homenajes públicos rendidos a su nueva directora con antelación, autoridades locales y burocráticas debidamente alineadas, actores conservadores en control de las instituciones oficiales debidamente invitados, elites en control de un museo cómodamente ubicado en un espacio público privatizado, exhibiciones autorales y retrospectivas de arte moderno debidamente sanitizadas y autorizadas por la historia del arte.(4) Para completar el cuadro, temerosa o complacientemente observando tras bastidores, una fuerza de trabajo fantasmalmente tercerizada que lleva adelante el quehacer institucional.
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Este artículo presenta a la institución museal como una maquinaria sitiada contextualmente y construida políticamente. El trabajo levanta preguntas sobre las siniestras operaciones del Estado en un campo que, como el cultural, poco parece importar a nadie. Finalmente, un museo público es solamente un ejemplo de las instituciones que constituyen el aparato del Estado, y, por lo tanto, reproduce dinámicas generalizadas a dicho aparato. El museo que sirve de estudio de caso es el Estado ecuatoriano no en una versión reducida ni analógica del mismo, pero funciona como una expresión transparente de la obscuridad interna de los mecanismos de delegación del poder en la burocracia estatal (palanqueo, nepotismo y racismo institucionalizado incluidos) y de las formas (legales sólo en apariencia, como se verá más adelante) de contratación al interior de ella. Políticas culturales Las relaciones entre organización espacial, espacio museal y políticas culturales se dió en un terreno de lucha de sentidos de etiqueta. En 2001 fui contratado para asesorar a una nueva institución que, en los años sucesivos (2002 y 2003) se convertiría en la mayor fuerza en gestión cultural en la ciudad y el país, el referido MAAC. Antropología y arte contemporáneo, juntos, resultan una mezcla sui géneris en el mundo de los museos, un nombre sugerente, sin duda, pero, finalmente, sólo un membrete resultante de dos impulsos que en la práctica no llegarían nunca a conjugarse: por un lado, la tradición arqueológica del antiguo museo del BCE en Guayaquil, conocido simplemente como Museo Antropológico y fundado por el arqueólogo Olaf Holm hace treinta años, y, por otro, la moda globalizante del arte contemporáneo que, como tal, ha promovido la creación de museos dedicados a éste en contextos donde, de hecho, la escena es incipiente o simplemente inexistente. Las etiquetas, por supuesto, revelan dimensiones sociológicas más que las meras buenas intenciones que existieran para crear un proyecto museal diferente en un medio que, como el ecuatoriano, se ha caracterizado por su apego al paradigma que ve a esta institución como repositaria natural de ideologías dominantes sobre identidades nacionales, regionales y/o locales. En el caso del MAAC, la tensión entre continuidad e innovación, y la imposibilidad de su resolución, expresa claramente las condiciones del medio en el cual surgiría como propuesta. En lo antropológico, Guayaquil ha carecido históricamente de espacios académicos para la formación disciplinaria. De hecho, gracias a la constitución de la Escuela de Arqueología de la Escuela Politécnica del Litoral (ESPOL), cuya orientación inicial durante los ochentas estuviera fuertemente impregnada por la arqueología social, bibliografía antropológica ha circulado y, en la práctica, influenciado la realización de proyectos museográficos bien informados en el antiguo museo. En los noventas, solamente gracias a cátedras dictadas en diversas escuelas de comunicación, las nuevas generaciones han tenido acceso a teorías culturales actualizadas y a metodologías cualitativas, aunque el repertorio de antropólogos propiamente referidos siga siendo puntual. Así, como resultado de la ausencia de un circuito y una infraestructura adecuados, el saber sobre el caso guayaquileño, y, más ampliamente, regional, continúa siendo incipiente. Supuestos antropológicos, no obstante, se hallan en la base de la legitimación del discurso culturológico dominante que es voceado sistemáticamente por intelectuales públicos, elites y medios, el de la “guayaquileñidad”. Así mismo, durante los momentos de exposición al debate mediático de los proyectos del propio MAAC, principalmente canalizado a través de la prensa escrita, fueron reivindicaciones identitarias las esbozadas como bastiones del cuestionamiento público al museo, el mismo que fuera visto, en sus versiones más radicales con su poco disimulo por lenguajes xenófobos, como un ente colonizador de “la cultura guayaquileña” por parte de agentes foráneos (refiriéndose a diversos “serranos” y/o a personas de otra nacionalidad que se hallaban en posiciones de poder dentro de la institución).(5) Si la ausencia de una infraestructura académica caracteriza al entorno porteño en antropología –un vacío orgánico que no necesariamente implica la ausencia de una teoría social sobre la ciudad, la misma que es producida activamente por intelectuales de formaciones diversas, dentro y fuera de la academia– lo propio ocurre en el campo de las artes visuales, donde el museo fuera percibido como el portador de mensajes extraños a las tradiciones, principalmente pictóricas, desarrolladas en el medio. Guayaquil, nuevamente, ha carecido de un entorno académico al nivel superior para el estudio de las artes. Como contrapartida, la escena ha sido prolífica en la realización de concursos y salones donde formas de arte moderno han sido consistentemente canonizadas hasta cuando impulsos renovadores muy recientes empezaran a modificar los parámetros bajo los cuales el arte es pensado (y, concomitantemente, premiado) en el medio. En discusiones internas, las proyecciones de constitución de un museo de arte contemporáneo en Guayaquil tuvieron
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como referencia principal al modelo de Bilbao, una ciudad que despegó turística y artísticamente a partir de la instauración del Museo Guggenheim. Dos grandes diferencias existen, sin embargo, para cumplir con la utopía en ciernes: primero, el Guggenheim como institución museal forma parte esencial de la escena y los circuitos internacionales del arte en voga, y, segundo, Bilbao está en el primer mundo, donde el mismo ha sido abrazado entusiastamente desde hace décadas. De ahí la preocupación, declarada en la folletería oficial, por “insertar al museo en los circuitos de arte contemporáneo a nivel global”, y, segundo, por generar una infraestructura tendiente a educar y familiarizar al medio guayaquileño con el lenguaje de la contemporaneidad en las artes, visuales principalmente. Por ello la importancia brindada al, así llamado, “Programa de Inserción del Arte en la Esfera Pública” durante los primeros años.(6) El programa referido ejemplifica las tensiones implícitas en la relación entre las áreas de antropología y arte, comprensible en buena parte por el estado embrionario de la institución como tal. Una iniciativa rescatable para brindar un espacio de discusión común para artistas a nivel nacional que operaban con intereses difusos, “Ataque de Alas”, el proyecto inaugural de “arte en la esfera pública”, sin embargo, tuvo lugar mayoritariamente en el resguardado espacio de Malecón 2000, hecho escasamente problematizado. Así, en su mayoría, no se pensaron las implicaciones conceptuales o museográficas de desplegar las obras en un espacio semipúblico que imponía de partida ciertas formas de exhibición. Una de ellas fue censurada inmediatamente por la fundación administradora de las premisas presumiendo que sería insultante para el alcalde de la ciudad –sin que el museo tuviera una capacidad articulada de respuesta frente a ello– y, sólo excepcionalmente las piezas demandaron alguna forma, siempre marginal, de participación o interacción comunitaria más allá de la mirada; una mirada que, por el espacio y la forma en los cuales las obras se encontraban emplazadas, se hallaba cuidadosamente disciplinada y vigilada. La etnografía fue requerida a posteriori, con el fin de documentar la recepción de las obras y de autorizar la dinámica social imaginada para el proyecto en su conjunto, siendo incluida a la manera de un debate multidisciplinario entre expertos en arte, artistas y cientistas sociales, y un artículo crítico (de mi autoría) en un catálogo que nunca llegaría a publicarse. Desde mi perspectiva, las formas de intervención artística sobre la ciudad pudieron haber sido un canal para establecer un diálogo más estructurado entre la sección de arte y la antropológica, con su preocupación por el establecimiento de lazos comunitarios y su distancia frente a apropiaciones puntuales o folklorizantes de “lo popular”. La ausencia de un espacio de debate sistemático sobre las proyecciones del museo como un todo devino en la práctica en un bloqueo comunicacional entre las distintas áreas, manteniendo cada una de ellas concepciones muchas veces contradictorias sobre las prioridades programáticas institucionales. Y, aunque habían comunalidades, lo que era prioritario para unos podía parecer simple despilfarro para otros. En la ausencia de discusiones presupuestarias que sirvieran para discutir abiertamente un balance entre los dos polos, este tipo de percepciones entre los trabajadores del museo eran inevitables, como así también lo fueron las consecuencias prácticas de tal bloqueo. El problema fundamental, sin embargo, fue el de lograr que tanto políticas programáticas como conceptuales trascendieran los distintos ámbitos disciplinarios sin supeditar un campo a otro.(7) Burocracias Tanto en antropología como en arte contemporáneo, por lo tanto, el museo encontró un contexto difícil en el cual moverse, donde las agendas de tradiciones enraizadas en la intelectualidad local, cuya articulación principal está dada por la preocupación por cuestiones de “guayaquileñidad”, priman. Las tensiones entre los dos ejes temáticos, sin embargo, tienen que ver tanto con los campos más amplios donde conceptos, nociones e ideas circulan socialmente, cuanto con dinámicas institucionales internas al propio BCE. Bajo una primera mirada, la gestión cultural del banco estatal parece no haber demandado una atención muy cercana de las proyecciones que se iban procesando al interior del museo, ciertamente no por parte de las autoridades locales del BCE (el Directorio como máximo organismo en la toma de decisiones). En Quito, sin embargo, la burocracia vería con ojos suspicaces las ambiciosas tareas emprendidas en Guayaquil, especialmente porque la mayoría de fondos que el Banco canalizaría para gestión cultural fueran concentrados en la segunda ciudad durante los últimos años (32 millones de dólares, de acuerdo al Gerente de la Sucursal Mayor Guayaquil, “Polémica Cultural”, U, 5/2/04), de hecho contrariando la tradición histórica de la institución desde que ésta asumiera un papel clave en el campo hace tres décadas. La percepción interna durante el período bajo reflexión era que la gestión del BCE en materia cultural tenía dos facetas contrapuestas: la tendencia a la burocratización del aparato en Quito expresada en la ausencia de procesos alternativos a los tradicionalmente desarrollados por ellos (i.e. exhibiciones arqueológicas y autoriales o retrospectivas
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de arte moderno, y tareas de documentación), frente a la explosión de proyectos y actividades generadas en el puerto, período que coincide con la trayectoria desarrollada por Olmedo, Director del MAAC y de la Dirección Cultural Regional de Guayaquil en su conjunto. De hecho, dicha autoridad era vista como una especie de “renegado” de la burocracia quiteña, donde tuvo su período formacional.(8) Si Olmedo debió confrontar la abierta y/o soterrada resistencia de autoridades guayaquileñas a su presencia en la escena cultural de la ciudad operando desde el interior del BCE, en el día a día del museo se daba una aceptación y un reconocimiento a su trayectoria al punto de que el MAAC (y el resto de proyectos grandes adelantados por su Dirección, como el PHG y la PAO), eran vistos por sus empleados como la empresa de un solo hombre, el propio Olmedo. Esta percepción es explicable tanto por su capacidad para aprovechar los espacios dejados por la, percibida como limitada, gestión de Quito para canalizar fondos hacia Guayaquil, cuanto por su devoción al trabajo institucional y, sobretodo, por la concentración de poder para la toma de decisiones, característica esta última que terminaría alienándolo de las máximas autoridades del BCE.(9) Las tensiones entre las burocracias capitalina y porteña fueron también aireadas internamente en la lucha por el nombre del propio museo, el mismo que varió de “el MAAC de Guayaquil”, hacia “el MAAC del BCE”, o, simplemente, “el MAAC” a secas. En la primera denominación, generada por la anterior Dirección para posicionar a la institución como una marca comercial independiente del pasado simbólico centralista del propio BCE, el énfasis local no quería implicar una adscripción ideológica con quienes percibían al MAAC como una suerte de versión actualizada de un museo municipal, esto es que debiera consagrarse al cultivo de revisiones de historias oficiales del pasado de la ciudad y de sus habitantes, y/o a la exposición de valores considerados como auténticamente guayaquileños, papel que es perfectamente cubierto por instituciones tales como la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, el Archivo Histórico y otras organizaciones relevantes en el medio, las mismas que, no coincidencialmente, formaron un frente de oposición pública al museo.(10) El segundo nombre, aunque su actual logotipo omita menciones al BCE, se debe al posterior interés del Banco por usufructuar del capital simbólico levantado por el museo después del primer año de actividades públicas patrocinadas por una institución cuya propia existencia caería en profundos cuestionamientos después de la dolarización, un momento donde, adicionalmente, lo cultural ya había sido posicionado por las actividades del propio MAAC como un rédito de la renovación urbana, o “regeneración”, como es pretenciosamente conocida en la jerga política y tecnocrática local. Es así que, si bien el museo se había ya convertido en un dolor de cabeza administrativo para el BCE por la expansión numérica del personal contratado y las partidas presupuestarias requeridas para cubrir necesidades infraestructurales de los nuevos proyectos creados, su continuidad se aseguraba precisamente por el aura de bondad asignado a “lo cultural”, la misma que una vez apropiada aunque a regañadientes por el Banco, servía también para el propósito de opacar el estigma centralista de que gozara históricamente como institución estatal, para no mencionar que potencialmente también continuaría justificando los latisueldos de sus máximas autoridades.(11) De hecho, la expansión de la fuerza laboral para operativizar los distintos proyectos a cargo de la Dirección Cultural del BCE en Guayaquil impuso al sistema burocrático la necesidad de racionalizarla. Como contrapartida práctica a la retórica oficial que enfatiza la reducción del tamaño del Estado, y más allá de que la intención de la Dirección fuera el dar continuidad al trabajo ya desarrollado, el propio aparato legal del BCE se encargaría de la creación de empresas tercerizadoras fantasmas para agrupar a los distintos empleados. El procedimiento fue simple: una vez identificadas personas que pudieran servir como testaferros entre familiares de los propios empleados, diversas compañías supuestamente prestatarias de servicios especializados (sean de investigación social, de administración o de arte) fueron creadas ad hoc para canalizar los fondos del BCE hacia terceros, los montos requeridos transferidos por el Banco mensualmente, y diversos trabajadores asignados, por afinidades profesionales generalmente, a tales “empresas”. Convocatorias públicas, esto es por la prensa, fueron realizadas en cada ocasión para dar la apariencia de cumplimiento legal de “concursos de merecimientos” prescritos por la ley, haciendo uso de una de las múltiples artes que Fernando Bustamante señalara –en el foro de Estudios Ecuatorianos más reciente– como productoras de la democracia como “encantamiento”.(12) El matrimonio simbólico entre la gestión cultural instaurada por una institución estatal y la renovación urbana promovida por el gobierno local a través de un aparato de fundaciones privadas que en la práctica operan como unidades ejecutoras de la municipalidad, es la última fuerza a enumerarse en la trayectoria truncada que denotan las diversas etiquetas del MAAC.(13) Desde la ubicación espacial del museo, en el extremo norte del Malecón 2000 –obra paradigmática del nuevo desarrollo urbano en la ciudad– y la concesión de las instalaciones que el municipio hiciera al
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BCE por un siglo para operar en unas premisas que están reglamentadas y son explotadas comercialmente por la Fundación Malecón 2000, el museo se halla subordinado estructuralmente a este tipo de lazos de dependencia. De hecho, el MAAC cultivó una relación respetuosa pero no demasiado estrecha con tal institución precisamente para preservar la independencia de los proyectos, para no mencionar que es evidente que las concepciones de lo-‐cultural-‐ como-‐potpurrí que son patrocinadas por la Fundación no correspondían necesariamente a las del museo. Esta distancia, aunada a la animadversión despertada por Olmedo entre las jerarquías del BCE debido a su capacidad para desbordar el control institucional para obviar distintas instancias burocráticas con la finalidad de sacar adelante los distintos proyectos a su cargo, parecen haber sido suficientes para su remoción. Cabe mencionar que la versión pública del anterior Director destacó la importancia del conflicto interno Quito-‐Guayaquil al interior de la burocracia bancaria como detonante. Dicha teoría, sin embargo, simplifica el escenario político de la gestión cultural brindando al BCE una autonomía de la cual, para el caso guayaquileño, parece a todas luces carecer.(14) Desde la perspectiva de Olmedo, la actual Dirección sería una suerte de “títere” funcional a los intereses centralistas por poner fin a la expansión de los proyectos en Guayaquil (“Olmedo, ex-‐director de programas culturales, critica gestión de Mariela García”, U, 4/20/04). Yo añadiría que lo es en función de un cierto tipo de museo que resulta también útil para un conglomerado de intereses locales que usufructúan directamente de la “regeneración”. Independientemente de si la información sobre la ingerencia de terceros en las decisiones internas del BCE es certera, la articulación entre los intereses de los principales beneficiarios de la renovación urbana y el BCE son mucho más orgánicos de lo que se reconoce a la luz pública. En consecuencia, la suerte del museo como proyecto autónomo estuvo echada, mientras que la definición de políticas siempre tuvo como referencia a un terreno que había que cabalgar a contrapelo.(15) Reajuste El MAAC era, pues, hasta el reajuste promovido por las autoridades del BCE a principios de año, un museo que pretendía ser abierto y, además, que se hallaba en proceso de definición. Como tal, los pilares conceptuales que lo constituían, se hallaban sujetos a constantes negociaciones derivadas de percepciones diversas sobre la misión institucional y de los distintos campos de su accionar.(16) La definición de políticas culturales se iba haciendo en la práctica si bien esta tarea fuera vista por la Dirección como una prioridad a la hora de asegurar la continuidad de los proyectos y su filosofía mínima. Tal como lo ilustra el devenir del MAAC, las políticas resultan no de definiciones orgánicas sino de la negociación de fuerzas en el campo social donde el museo como tal se inscribe. Cuatro ideas-‐guías, sin embargo, estaban claras para todos quienes tuvimos ingerencia en la definición de proyectos: primero, que el museo concebido como simple repositario de caprichosas lecturas sobre la nación y/o las identidades regionales era insuficiente; segundo, que toda intervención debía sustentarse en investigaciones más o menos sistemáticas sobre las realidades a ser afectadas; tercero, que la población-‐objeto privilegiada sería la juventud urbana como una forma de invertir en la continuidad de los procesos a largo plazo; y, cuarto, que las políticas culturales no se definen en un vacío, ni sus efectos son sociológicamente ascéticos. Finalmente, la experiencia de un etnógrafo al interior de la burocracia, como actor-‐participante y observador-‐distante, puede ser resumida en tres identidades adquiridas durante el trabajo de campo. Primero, como asesor, me hallé en una posición privilegiada para atestiguar, y formar parte, para bien y para mal, de ciertos procesos de toma de decisiones. La creación de un programa de antropología visual y el fomento a la producción documental, aunque de existencia efímera, fueron productivos para aunar audiencias y promover a realizadores nóveles. Segundo, en tanto trabajador, fui uno de los tercerizados y, por tanto, defraudados, lo cual supuso cotejar mi experiencia con aquéllos que se ven abruptamente entrampados por un sistema que no cuenta con mecanismos de justicia.(17) Por último, como antropólogo quedo todavía convencido del poder de la etnografía, aunque sea en las mínimas esferas donde algo reminiscente a la libertad de expresión queda en medio de tanto “encantamiento democrático”. Escribir versiones alternativas a las caras oficiales del Estado, y al silenciamiento de sus ciudadanos y sus empleados, es, pues, la forma bajo la cual “mi grandiosa e hirviente medicina” se traslada ahora al presente académico, y –resto seguro, que por la mediación mágica del así mismo “grandioso e hirviente” poder de los chismes– también a tu presente burocrático.
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1. Antropólogo, The New School for Social Research y Presidente Vitalicio de Full Dollar, Inc., una empresa de antropología que trafica en el arte contemporáneo. 2. La Dirección Cultural de Guayaquil tenía bajo su cargo, además del MAAC, al Parque Histórico Guayaquil (PHG) y la Plaza de las Artes y los Oficios (PAO, en el rehabilitado Centro Cívico), amén de otros proyectos menores. Cada uno de estos proyectos estaba compuesto, a su vez, por múltiples programas, la mayoría de los cuales fueron puestos en operación durante el periodo en ciernes. El MAAC ha merecido especial atención no sólo por el perfil adquirido en ese tiempo, sino porque se halla localizado en el malecón, y, por tanto, guarda una especial inversión simbólica desde los sectores de poder envueltos en la renovación urbana. El malecón funciona como el principal corredor de paseo masivo para los habitantes de la ciudad. El MAAC forma parte de la “sección cultural” de dicho proyecto. 3. Las dos autoridades en referencia representan polos opuestos. El antiguo director, Fredy Olmedo Rhon, serrano, arquitecto de profesión con un par de décadas de trabajo en gestión cultural, extraño al endogámico medio del poder político en Guayaquil, y máximo gestor cultural del BCE en Guayaquil y el país en los noventas. Su sucesora, Mariella García, guayaquileña, arqueóloga -‐-‐aunque no se le conozca investigación alguna ni tampoco publicaciones, conectada con las elites y los círculos tradicionales del arte. 4. La CCE del Guayas, por ejemplo, rindió un “homenaje a Mariella”, por sus “treinta años de labor cultural […] remarcadamente en la Región Litoral Ecuatoriana”, con un mes de antelación a la apertura del museo. A la adulación de la prensa durante los últimos meses, tono que contrasta con la frialdad con la que El Universo especialmente tratara a Olmedo, se sumaron otros eventos organizados por potenciales beneficiarios del museo. Decidoramente, ninguno de ellos fue promovido por arqueólogos locales, formaciones entre las que la funcionaria guarda una reputación adversa debido, al decir de los entrevistados, a su escasa contribución al campo y a su papel en el devenir de la clausurada escuela de la ESPOL. 5. El museo estuvo bajo la lupa de los medios impresos en varias coyunturas. Por ejemplo, durante el debate sobre Umbrales entre octubre y noviembre de 2001, uno de los más vocales al respecto fue Henry Raad de El Telégrafo. Quiteño de nacimiento y concejal socialcristiano durante la alcaldía de León Febres Cordero, Raad ejemplifica una forma de trasvestismo étnico remarcable puesto que es uno de los críticos más acérrimos del centralismo, y fue, en el momento referido, de la presencia de actores “foráneos” en la gestión cultural. En el debate más reciente y probablemente el último, en abril de 2004, mi posición respecto del devenir del museo fue recogida en la sección editorial (“Polémica Cultural I”, El Universo, 26 de abril de 2004). 6. En los años recientes resulta evidente el papel jugado por el MAAC en estimular una reorganización institucional para renovar los circuitos del arte en el país. Es justo reconocer que el área de arte contemporáneo puso atención –a través de seminarios, talleres y otras iniciativas tendientes a la constitución de una infraestructura y plataformas idóneas– a contextos periféricos con niveles de desarrollo parecidos al ecuatoriano. 7. Detrás de ello se encontraba, por un lado, la ambigua constitución del área de antropología en sí misma –con grupos de intereses diversos operando en arqueología, antropología visual y estudios urbanos, etiquetados incómodamente bajo un solo membrete– y, por otro, la de arte contemporáneo operando bajo sus propios parámetros. Estas tensiones, nuevamente, tienen que ver con una institución en proceso: la Dirección vislumbraba una proyección por etapas, la primera dominada por intervenciones en arte, que incluyeron iniciativas educativas tales como la creación del Instituto Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE), y una posterior a la apertura de las instalaciones del museo, una vez que el proyecto se hallara consolidado, dedicada a arqueología y antropología. 8. Olmedo, basado en la ciudad por más de una década, se veía a sí mismo como una suerte de “guayaquileño por elección propia”, lo cual generaba una estructura de sentimientos que positivizaba el estilo y las costumbres de la vida en el puerto así como una preocupación constante por deslindar tales afinidades de retóricas regionalistas. Su gestión resultó de una convicción, compartida cabalmente por el grupo de trabajo, en que Guayaquil debía abanderarse de proyectos innovadores a pesar de condiciones estructurales muchas veces adversas. 9. El escenario no era homogéneo: el bando de la actual Dirección, respaldada por sus conexiones de parentesco con miembros del Directorio del BCE y su inserción en círculos sociales tradicionales, hizo del antiguo museo –cuya locación espacial era distinta– un frente de batalla interno. La competencia entre Olmedo y su sucesora databa, a la postre, de hace una década, durante la cual se turnarían en posiciones directivas. Habían también diferencias radicales en el estilo de manejo: mientras que el primero se rodeaba de personal técnico, la segunda lo hace de una
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leal cofradía de secretarias que funcionan paralelamente como asesoras. 10. El propio Museo Municipal, sin embargo, mantuvo una posición independiente en esta disputa, la misma que fue vehiculizada cotidianamente por un grupo de pintorescos activistas que operaban desde la CCE del Guayas. 11. V. “Sueldos en el BCE y la Superintendencia de Bancos, superiores al del Presidente” (U, 3/11/04). 12. Un proceso de similares características tendría lugar nuevamente al interior del museo mientras escribo estas líneas, en junio de 2004, para volver a reorganizar la fuerza laboral con similares efectos: evitar contrataciones a largo plazo, defraudar a los trabajadores y al fisco. La tercerización es un fenómeno macro a nivel estatal. Carezco de información, sin embargo, para cuantificar la fantasmización a la cual aludo. Sin embargo, por la lógica de explotación del aparato estatal como botín político y de redes clientelares haciendo uso de las prácticas perversas que permite el propio sistema burocrático –caso contrario, insisto, al de la Dirección Cultural que pretendía dar continuidad al trabajo intentando mantener un equipo técnico calificado– dudo de que el BCE sea un caso único. Más allá de la pérdida de derechos adquiridos que esta dinámica supuso para buena parte de los empleados tercerizados, y de la consecuente defraudación al propio fisco por la imposibilidad de recabar prestaciones para fondos del Estado por parte de los mismos, la flexibilización de la mano de obra hizo patente una estructura laboral compuesta por varios status de trabajadores, imprimiendo una lógica de temor e incertidumbre entre ellos. Posteriormente, la estocada final fue dada en febrero de 2004 mediante el despido masivo del personal técnicamente calificado del museo, un hecho que continúa en disputa internamente a través de las instancias sindicales (v. “Protesta de extrabajadores del Banco Central”, U, 5/15/04). La disputa, sin embargo, se concentra en el monto de las indemnizaciones y no en la propiedad de lo actuado en favor del círculo íntimo de García. El número total de despidos a nivel del BCE fue de alrededor de 300. No coincidencialmente, entre ellos se encontró el propio Olmedo. 13. El altar visible de este lazo matrimonial fue, sin duda, la erección del “árbol navideño más alto del mundo” en diciembre de 2003, al extremo norte de malecón y diagonal precisamente al museo. Una estructura de metal de 92 metros de alto y 100 toneladas de peso, presupuestada por US$ 400,000 y cuyos auspicios fueron materializados en gigantes cajas de cartón vacías recubiertas con papel de regalo con los logotipos del museo, la municipalidad y la prefectura del Guayas, entre otros, coronadas con tarjetas dirigidas al “pueblo guayaquileño”. La primera iniciativa de la recientemente eregida Dirección del MAAC fue hacer una donación ilegal –hecho recogido por la prensa escrita detalladamente aunque posteriormente la noticia desapareciera– como contribución a dicho proyecto, el mismo que fue ejecutado por Publivía, una empresa vinculada a miembros de círculos íntimos socialcristianos. Nociones de “unidad espiritual de la familia guayaquileña”, aunadas a las de “impulso turístico”, fueron los justificativos esbozados por el alcalde, el prefecto y los empresarios involucrados. García, luego de intentar esquivar su responsabilidad y presionada por la prensa puesto que donaciones estatales del estilo se hallan prohibidas, habló cándidamente de una inversión en “posicionamiento de marca”. Para aderezar esta perla en la imaginería visual de la corrupción del gobierno local, los organismos del Estado y las fundaciones paramunicipales, el árbol nunca calificó para el libro mundial de los records –su justificativo inicial y, a la vez, eslogan de mercadeo, a pesar de las tardías retracciones de su principal organizador a tres meses de haber promocionado el proyecto (“Árbol no buscaba record”, U, 2/2/04). Me temo, sin embargo, que el mamotreto pueda entrar todavía en la historia por la persistencia en su despliegue público sostenido, ya que éste piensa ser reinstalado a fines de cada año durante la siguiente década, presuntamente con fondos ya comprometidos por los auspiciantes actuales para ello. Si su montaje tomó un mes y otros tres o cuatro para retirarlo y rehabilitar el espacio original completamente, Guayaquil gozará de su presencia por lo menos por una tercera parte del próximo decenio. La inversión en auspicios a futuro, se advierte para paliar las críticas, será sensiblemente menor, tan sólo US $100,000 por año, un modesto millón extra en la próxima década destinado a posicionamientos, prohibidos por la ley, de marca. 14. Como contraparte a la hipótesis esbozada por el funcionario, la misma que fuera recogida por el editorialista Javier Ponce (“Yépez, liquidador de oficio”, U, 3/24/04), según una versión recabada mediante informantes bien posicionados al interior del BCE, el toque final en la remoción de Olmedo fue dado por petición expresa de autoridades de una de las fundaciones paramunicipales. 15. A largo plazo se vislumbraría un escenario transicional de acuerdo al cual, debido a la proyectada evanescencia del BCE como institución, el patrimonio del museo pasaría a manos de alguna de las fundaciones “privadas” vinculadas con la municipalidad o al propio municipio. Este proceso, por supuesto, supone en el futuro un escenario político estable que, dada la actual hegemonía socialcristiana y su exitosa explotación discursiva de los beneficios de
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la renovación, no es difícil de imaginar. Así, el mayor patrimonio arqueológico (o lo que reste de él a la fecha de esta operación) y la más grande infraestructura de gestión cultural del país serían privatizados, un proceso “naturalizado” por la retórica sobre la reducción del aparato estatal y por la de las “bondades administrativas” de fundaciones como las aludidas, la mayor de las cuales es, por supuesto, el hallarse fuera de la contabilidad social del manejo de fondos públicos (v. Jaime Damerval, “Fundaciones infundadas”, U, 1/11/04). El trabajo de este editoralista es excepcional sobre un tema que de otra manera resulta intocable, un “secreto público”, algo sobre lo que la gente sabe que no debe saber (v. Michael Taussig, Defacement. Palo Alto: Stanford University Press, 2001). 16. De hecho, la misión oficial me resultó siempre ininteligible, una mezcla de jerga posmoderna que contrastaba con la simplicidad de lo que instituciones internacionales posicionadas en el campo privilegian como sus tareas esenciales. Mi confusión expresa la vaguedad en que algunos supuestos acuerdos internos reposaban. 17. Sentidos de lealtad y amistad creados durante mi permanencia en el museo me inhibieron de proceder legalmente.
Desde el punto de vista espacial la noción de museo está asociada a un lugar, a un edificio, a un modo de recorrer y relacionarse con el espacio, a unas prácticas de exhibición que florecieron a comienzos del siglo XIX en Francia e Inglaterra, a la par con otros espacios de exhibición como los Pasajes, las Ferias Universales y las vitrinas de los bulevares. Es el museo de la modernidad, el que se construyó desde la voluntad civilizatoria de las instituciones del Estado y las lógicas del capital, con el objeto de educar a las masas y, por encima de todo, exaltar la ideología del progreso. Como lo plantea el pensador francés Henri Lefebvre: el espacio se produce como se produce una mercancía y se hace desde tres esferas distintas: la primera tiene que ver con la representación del espacio, es decir, la de aquellas entidades y disciplinas (Estado, empresa privada, urbanistas, arquitectos, historiadores, museólogos) que por tener un lugar de poder en la ciudad, la conciben a través de la racionalidad, el análisis y el diseño de mapas, proyectos y estrategias de planeación a corto, mediano y largo plazo; esto produce el espacio dominante que exalta la ideología del progreso con proyectos en la ciudad: monumentos, grandes avenidas, museos, bibliotecas, planes de renovación urbana, regulación del espacio público. En el caso específico de los museos, esta esfera de producción del espacio tiene que ver con las conceptualizaciones tanto del museo mismo (tipos de museo, colección, edificio) como con las disciplinas y dispositivos que dan forma a su imagen y su discurso: museología, curaduría, coleccionismo, pedagogía, gestión cultural, políticas culturales, normas de las asociaciones de museos como el ICOM, mercadeo, difusión y edición de documentos y publicaciones. La segunda esfera es la del espacio de representación, que tiene un carácter no verbal. Es el espacio de experiencias y vivencias que surge por el intercambio de imágenes, símbolos, y modos de habitar los lugares diseñados desde la primera esfera. Por ejemplo, las imágenes que cada habitante tiene de la ciudad; símbolos como la torre Colpatria, Transmilenio, Monserrate, etc.; los modos como apropia el espacio, lo recorre, lo interpreta. Es el lugar donde se construye la imagen de ciudad, la identidad con los sitios simbólicos, los monumentos, el modo de vivir y habitar lo que se produce desde el espacio dominante. En el caso del mundo del arte, tiene que ver con la forma como la comunidad se pregunta, examina y vive imaginativamente la experiencia del museo y la galería. Es el modo en que los recorremos, la imagen que tenemos de ellos, lo que representan para la comunidad artística y cultural de una ciudad. Trata también del museo como puesta en escena de un determinado modo de ver el mundo, de una ideología, es el museo como espacio de intercambio, como “forum” para la confrontación de ideas y puntos de vista. La tercera la constituyen las prácticas de espacio, los modos de operar de los sujetos. Cada persona interpreta y se apropia los lugares a través de recorridos que reescriben el texto espacial concebido desde
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la primera esfera. Aquí se trata de la forma en que interpretamos la experiencia del museo, de la apropiación de sus contenidos, la forma en que lo recorremos pasiva o críticamente. También es el diario acontecer del museo como lugar practicado, lo que acontece en sus áreas públicas y privadas, los modos en que recibe al público, en que se comunica con él. Lo que sucede en sus oficinas, los diálogos y discusiones, las rutinas y el trabajo diario que hace posible su funcionamiento. En este contexto, las prácticas de exhibición producen un espacio de representación donde circulan imágenes, ideologías, símbolos y espectáculos que son apropiados por los ciudadanos. Es en este espacio donde tiene lugar la ilusión de una evolución constante de las manifestaciones artísticas y no artísticas hacia estados cada vez más depurados, la novedad como espectáculo en las exhibiciones del comercio formal, el espacio público y su regulación como exhibición del poder del Estado. También tiene lugar el consumo crítico de estas representaciones por parte del público. Es decir, contrariamente a lo que se pensaba hasta mediados del siglo XX, el consumo es también un lugar de producción en la medida en que se generan apropiaciones y modos de uso que son específicos de un consumidor que reinterpreta, redefine y transforma las imágenes y símbolos que lo rodean. En este sentido, el museo es un espacio que se produce tanto desde el lugar que se concibe (se representa), como desde la imagen que se tiene de él (lo que representa) y, claro está, la forma en que lo recorremos críticamente (cómo se practica). Por ello, pensar el lugar del museo como experiencia espacial implica entonces preguntarnos ¿desde qué lugar se concibe?, ¿qué tipo de relaciones se establecen con las obras que contiene?, ¿cómo se relaciona con el público y la ciudad que lo rodea?, ¿cómo lo recorre y lo consume críticamente el público que lo visita? Para cualquier observador del arte contemporáneo salta a la vista que en los últimos años existe una tendencia internacional a la legitimación institucional del arte político. Algunas señales: su promoción desde plataformas tan visibles y prestigiosas como las dos últimas Documenta X y XI, la edición de 2003 de la Bienal de Venecia, la Bienal de Berlín de 2004 y muchas otras importantes exposiciones. Coloquios internacionales, muestras, libros, refuerzan un cierto consenso hegemónico en torno a que el arte contemporáneo debe tomar partido ante su circunstancia histórica. Esa misma tendencia a oficializar el arte político se manifiesta en la Argentina en la abundancia de muestras, envíos internacionales, ediciones, mesas redondas, polémicas, artículos y otras instancias especializadas o masivas que dan cuenta de un renovado interés por tópicos hasta no hace mucho considerados vetustos, definitivamente arcaicos. Hasta en la feria de galerías Arte BA, solícitamente volcada a satisfacer las demandas del mercado de arte, el arte político sostuvo el año pasado una fuerte presencia. La revista que promocionó la feria editada por el conservador diario La Nación eligió para ilustrar su portada una obra del grupo Escombros, colectivo de acciones callejeras surgido en los años ‘80: un pan envuelto el alambre de púa, metáfora transparente del hambre y las condiciones privativas en las que vive la mayoría. ¿Es –como señaló el sociólogo Carlos López Iglesias en la mesa redonda sobre arte y política que tuvo lugar en la misma feria-‐ una señal de peligro ante el que quedan maniatadas las pretensiones de denuncia de los artistas? ¿Es otra muestra de la inevitable fagocitación de la institución artística que denunciaran las vanguardias, que desde la posguerra y cada vez con mayor avidez y eficacia absorbe cualquier manifestación crítica? Una posición radical al respecto es la del teórico y activista Brian Holmes, colaborador del Bureau d’Etudes (París): “La relación con la política es un argumento que legitima la misma existencia del arte público”, provoca, y redobla la apuesta: “quien habla de política en un marco artístico está mintiendo”.(1) Es así, aunque señalar únicamente eso sería limitar el ángulo de visión en un proceso que resulta en verdad
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mucho más complejo y contradictorio. Porque lo cierto es que esta tendencia institucional se nutre de la aparición de numerosos artistas y grupos que se proponen desde hace algunos años articular sus prácticas artísticas con los nuevos movimientos sociales y el naciente activismo anti-‐globalización. En Argentina, una variedad de iniciativas de grupos de plásticos, músicos, cineastas, poetas, periodistas, se evidenciaron desde fines de los años ‘90 y especialmente a partir de la rebelión popular de diciembre de 2001, cuando se volcaron a intervenir en la revitalizada praxis social. Enumerarlos sería vasto y uniformizaría iniciativas que en verdad son heterogéneas: adoptan desde formatos convencionales, ahora insertos en convocatorias ajenas al circuito artístico -‐un ejemplo son los cuadros de caballete colgados en una plaza pública en junio de 2003 en apoyo a las obreras de Bruckman, fábrica textil recuperada por sus empleados y desalojada más tarde por la fuerza policial-‐, hasta propuestas vinculadas al arte de acción o la intervención urbana, inscriptas en escraches(2), piquetes(3), asambleas y movilizaciones. Las producciones de los grupos de arte volcados a la acción política circulan en paredes y calles, en la producción de gráfica, la intervención de la ropa de los movilizados o de los códigos institucionales o publicitarios. Lo que las une, en su absoluta diversidad, no es sólo su pretensión de intervención en los procesos sociales sino también su modalidad de organización y producción horizontales. José Fernández Vega propone una lista de lo que tienen en común los nuevos colectivos de arte: “funcionamiento interno por consensos, régimen de ingreso abierto y rotación de sus integrantes (…), actividad organizada a partir de proyectos particulares (…), acuerdos mínimos, ideal de funcionamiento en red, incluso cooperando con otros grupos. (…) Los grupos se distinguen, es cierto, por sus ocupaciones específicas, sus características, su historia, su localización y sus partes integrantes. Pero sus principios son casi idénticos”.(4) Se podría agregar a esta enumeración otro rasgo compartido: la opción por la autoría colectiva y el borramiento de la figura del artista individual, de su “estilo” y su nombre propio, reemplazado por el anonimato o el nombre genérico. Lo que quiero señalar aquí no se reduce a marcar la tensión entre lo que se produce en la calle y lo que ingresa al museo, sino a pensar en la incomodidad que provoca en muchos de estos grupos y activistas la súbita avidez de curadores, críticos y espacios institucionales (muchos de ellos, históricamente reactivos a cualquier manifestación artística que pusiera en cuestión su status de autonomía o pretendiera una relación crítica en su entorno). El adentro y el afuera de la institución se vive como un dilema o un conflicto, o mejor una escisión (entre lo que se produce para determinada movilización y lo que se presenta en las convocatorias del circuito artístico). No sólo resulta conflictiva la inscripción de estas prácticas artístico-‐políticas callejeras en el circuito artístico. A veces surgen tensiones entre el rol que los grupos imaginan para sí y aquello que los sujetos sociales le demandan concretamente (que ilustren determinada consigna, que respondan a cierto modelo de arte político). Algunos de estos colectivos se proponen actuar como activadores de la conciencia o cumplir una función pedagógica en relación a los movimientos sociales; otros, como apuntaladores visuales a su servicio, los que cuajan en imágenes las consignas de la multitud. Se reactiva entre ellos una discusión que data al menos de los radicalismos políticos europeos del XIX: el arte como reflejo de lo real, como invención del porvenir, como visibilización de la letra política. ¿Qué le pidieron los grupos políticos a los artistas cercanos a sus filas a lo largo de este siglo y medio? Que sus obras convenzan, persuadan, propagandicen las ideas, alienten a la acción, sostengan la moral, dejen constancia de las gestas, los mártires, los líderes y los héroes... No fueron pocos los que imaginaron la condición política del arte en otros términos, los que abandonaron la subordinación (la referencia a “la realidad”, al programa coyuntural) y se arriesgaron a proponer un arte que fuese partícipe de la invención de un mundo nuevo. Mito o banalidad Síntoma del boom mediático del arte político, un artículo de tapa del suplemento Ñ de Clarín(12/6/2004), el diario de mayor tirada en Argentina, parte de la premisa de que el arte, al representar la crisis y denunciarla, ha revalorado su poder, olvidado en la década de gobierno de Menem. Sus autores, Battistozzi y Villar, parten de preguntarse: “¿Cómo dan cuenta de esa crisis, con qué lenguajes, con qué recursos y qué expectativas — ya lejos del arte político de los ‘60 y los ‘70— los artistas de la Argentina y el mundo?”. Lo implícito despierta aún más interrogantes. En primer lugar, cuáles serían esos poderes del arte actual; qué capacidades de
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transformación, representación o invocación se les atribuye y quiénes se las atribuye (¿los sujetos sociales, los propios artistas, los críticos, el público?). En segundo lugar, por qué se establece como parámetro negativo o contrastante la referencia a los ‘60/’70. Si, como dice Nicolás Casullo, lo político y el arte en América Latina en los términos en que se pensaba en esa época sufrió el “pasaje a una actualidad históricamente in-‐significante del cambio social”,(5) lo que se desprende es que no puede esperarse del arte ni de la política actuales una voluntad de transformación comparables a la que alentaba aquel tiempo. Por ello, más que distanciamiento de los ‘60/’70, en la insistente revisita a los acontecimientos y figuras de esa época se corre el doble riesgo de caer o en la estetización banalizante o en la mitificación acrítica. ¿A qué me refiero? En los ’90 tomó nuevos bríos la disputa por definir el sentido de las diversas recuperaciones del cruce entre vanguardia artística y vanguardia política en los ’60, en las que predomina una versión estetizante, despolitizada, descontextualizada o recortada del proceso que implicó el itinerario del ’68,(6) del que aísla exclusivamente a Tucumán Arde, la más renombrada obra artístico-‐política colectiva de la vanguardia argentina. Estas lecturas devuelven o restringen exclusivamente el impacto de dicha obra a la escena artística, y banalizan su dimensión política como un rasgo o un material más. Si en los años ’90 Tucumán Arde había devenido en pacífica pieza de museo, para el arte político de hoy parece haberse vuelto más bien en un mito,(7) un mito de origen. Un padre intacto ante el que las nuevas prácticas no se rebelan. Un ejemplo: en octubre de 2002, un grupo de jóvenes artistas replicó una acción en homenaje al Che Guevara que había fracasado el 8 de octubre de 1968, que consistía en teñir de rojo el agua de las fuentes importantes de Buenos Aires. En aquel entonces, el operativo de verter la anilina había tenido que lidiar con la represión reinante en la dictadura de Onganía. Los artistas ignoraban que el agua se renovaba todo el tiempo y por lo tanto, el tenue color se diluyó en instantes sin dejar rastros... Esta vez, 34 años más tarde, la decadencia del Estado nacional estancó el agua de la fuente de la céntrica Plaza del Congreso en charcos inmóviles y acotados, que lograron ser efectivamente ensangrentados. Aunque ya no se trataba de un homenaje a Guevara (mito por antonomasia), sino que se planteaba como un homenaje a sus homenajeadores del ’68. La mitificación acarrea que se diluyan o se ignoren las tensiones y conflictos inscriptos en la propia historia del itinerario del ’68, que en parte son similares a los que atraviesan los grupos actuales: las diferencias internas (políticas y estéticas) en el grupo de realizadores, los encontronazos con la vanguardia política y sindical, los límites que les impuso la represión de la dictadura a sus prácticas callejeras, y sobre todo el mandato de la política que los llevó hacia la disolución de la especificidad artística y al abandono del arte... Ex Argentina Repasaré una circunstancia reciente que me permite pensar en concreto la deriva de las mencionadas tensiones entre arte y política, historia y presente, y las relecturas de Tucumán Arde y su inscripción en la dialéctica entre la escena local y la internacional. Iniciado hace un par de años por los artistas alemanes Alice Creischer y Andreas Siekmann, el proyecto Ex Argentina se propuso “representar contextos dominados por el economicismo y conferirles visibilidad artística”. Su polémico nombre alude a la vez a la desintegración del Estado-‐nación que apareció como un destino obligado en medio de la crisis de diciembre de 2001, y al mismo tiempo a Argentina como “exemplum”, caso testigo del salvaje rumbo del capitalismo que amenaza con extender la crisis a todo el globo, no sólo en la periferia sino también en los países centrales. Los resultados de su extensa investigación cobraron estado público en la exposición “Pasos para huir del trabajo al hacer”, que ocupó la monumental sala del subsuelo (1500 metros cuadrados) del prestigioso museo Ludwig, de Colonia (Alemania), desde marzo hasta mayo de 2004, y desde allí continuó (parcialmente) su periplo bajo el nombre “Cómo queremos ser gobernados” en Barcelona, Miami y otras ciudades. Ex Argentina fue el escenario en el que confluyeron distintas prácticas de arte y política argentinas y europeas. Entre la treintena de nombres que formaron parte de la muestra, la selección argentina incluyó a colectivos de arte -‐como el Grupo de Arte Callejero y Etcétera-‐, al colectivo Situaciones (sociólogos), al
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Museo del Puerto de Ingeniero White (una institución pública impulsada por una gestión alternativa), a artistas individuales de larga trayectoria (como León Ferrari) o más jóvenes. Los curadores no sólo eligieron entre lo que detectaron que efectivamente se estaba produciendo en el arte local, sino que además encomendaron investigaciones y conformaron equipos ad hoc, como el que integré yo misma junto a Graciela Carnevale, Matthijs de Bruijne y Ana Claudia García para trabajar sobre el archivo de Tucumán Arde (uno de los ejes históricos sobre los que se asienta el proyecto) y de la vanguardia rosarina de los ’60 que conservó Graciela a lo largo de estos años. De modo que terminé siendo parte del contingente de argentinos que viajamos para colaborar con el montaje de la muestra. Allí pudimos sentir en carne propia las distancias insalvables entre las prácticas de intervención callejeras y su ingreso a la institución artística, mucho más tratándose de semejante museo en un entorno que nos dejaba “fuera de contexto”. No se trata de que hubiésemos sido ingenuos u oportunistas al aceptar participar del proyecto (o quizá sí, pero no solamente), sino que una cuestión de escala escapaba completamente no sólo a nuestra decisión sino incluso a nuestra vista. Quizá el momento en que se evidenció con mayor crudeza esta distorsión fue el de la inauguración de la muestra. Luego de dos semanas de montaje, los veinte argentinos allí presentes, sin traductor ni invitación a tomar la palabra, quedamos excluidos literal y simbólicamente del acto, fuera del discurso, mientras distintos conferenciantes debatieron en alemán acerca de cómo Ex Argentina se inscribía en los asuntos de la política cultural germana. Fue para mí inevitable la sensación de estar siendo parte del mobiliario exótico del lujoso museo, sin por ello poner en duda las mejores intenciones de los organizadores de la exposición. La posibilidad de entrar en contacto directo con artistas y activistas europeos fue –creo-‐ el mejor saldo del viaje. También aprender de ellos que las obras más efectivas del conjunto eran justamente las que se habían elaborado especialmente para ese monumental e institucional espacio y no las que documentaban o registraban acciones realizadas en la calle, tanto en Argentina como en Europa. Obras efímeras, coyunturales, de tiza o material desechable, que –sin temerle al panfleto-‐ ponían en tensión su propia inclusión en el museo, de ese museo en particular, donde en 1999 se reunió la cumbre del G8. Justamente, el grupo alemán de los Desocupados Felices montó una gran mesa redonda idéntica a la que había congregado a los presidentes de las naciones más poderosas del mundo, adonde convidaron exclusivamente a artistas argentinos y a desocupados de cualquier nacionalidad (dejando fuera sponsors, funcionarios, patronales culturales y políticos progresistas), a un banquete la noche antes de que la muestra abriera sus puertas. Quedaron –para el público-‐ los platos sucios, las copas vacías, las inscripciones sobre el mantel, el olor agrio de las sobras. Entre los trabajos presentados por los argentinos el container naranja de Hamburg Süd que bloqueaba casi por completo la escalera de acceso a la muestra era el espacio de la sutil instalación del Museo del Puerto: el recipiente empleado habitualmente para exportar 24 toneladas de trigo contenía las historias pequeñas de los pobladores cuyas gallinas sobreviven de los pocos granos que los camiones dejan caer a la vera del camino. En cambio, los registros de acciones callejeras (en video, fotos, afiches) llegaban a traslucir poco del impacto que provocaron en su origen. El ingreso al museo congelaba en un documento lo que minutos antes había sido acción. Reponer un contexto tan específico como el de losescraches a represores o el de las revueltas de diciembre de 2001 resultaba una tarea ímproba. Al mismo tiempo, los grupos argentinos que se propusieron realizar acotadas acciones callejeras en la próspera Colonia se encontraron con barreras culturales difíciles de trasponer. No se trata, por cierto, de responsabilizar a nadie, sino de pensar –como me señaló Marcelo Expósito luego de leer una primera versión de este balance-‐ en la “cuestión de nuestra incapacidad a veces para producir formatos eficaces de intervención política en el seno de la institución, o para ‘presentar’ procesos políticos ‘externos’ a la institución, en un formato exposición”.(8) Jorge Ribalta fue más enfático: “no hay un afuera de la institucionalización. La cuestión es como nos instalamos dentro de ella. (...) Las instituciones no están al margen de las luchas políticas, son igualmente un terreno de conflicto y no simplemente un terreno de neutralización del conflicto”.(9) Yo creo que sí hay un afuera –y en el contexto argentino aparece como algo evidente-‐ pero que
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ello no implica transpolar el afuera al adentro, ni abandonar necesariamente uno de los dos espacios, con sus reglas específicas, sus distintos públicos, sus potencialidades. En la presentación del extenso catálogo del proyecto Ex Argentina en el Instituto Goethe (Buenos Aires), el poeta Sergio Raimondi llamó la atención sobre la apariencia homogénea, sólida y sin fisuras que se desprendía del libro, cuando en verdad estábamos ante un conjunto de prácticas menos compactas en las que se podía marcar tensiones y quiebres (entre el alemán y el español, entre el discurso curatorial de la guía de recorrido y los discursos que cada obra enuncia por sí misma). Esas distancias entre el acá y el allá se corren de la pretensión de universalidad: todos hacemos arte político, todos conocemos la historia del arte universal y sus paradigmas en boga, pero nos apropiamos de esos legados a partir de diferentes recorridos, marcas particulares que señalan historias y presentes distintos. Otro poeta, el alemán Timo Berger, también invitado a Ex Argentina, propone una observación acerca de la Bienal de Berlín que podría hacerse extensiva a este y otros casos: “el lenguaje empleado por los artistas y los curadores es un idioma que amortigua el impulso político inicial (…) e impone a los fenómenos a veces completamente distintos, su patrón conceptual”.(10) Por otra parte, la búsqueda de una bella forma, equilibrada y prolija en el montaje en Colonia fue parámetro explícito de la curatoría. La opción por dejar que la imagen sola componga un relato visual fue evidente en el prolijo recorrido de las fotos seleccionadas para representar a Tucumán Arde. ¿Qué podrá haber desprendido un visitante atento de ese conjunto de imágenes? A lo sumo: “fotos de los ’60, en algún país tercermundista, donde se ve gente pobre hablando con gente que no lo es tanto, y luego cartelones políticos y publicitarios”. Pero, ¿es posible reponer en una muestra la complejidad de las operaciones con los medios masivos y los vínculos con el sindicalismo combativo que implicó aquella realización de 1968? Todavía me pregunto si hay alguna otra forma de exponer Tucumán Arde hoy que no parta de admitir que la obra como tal (en tanto proceso situado en una trama histórica particular) no existe ni puede volver a existir. Sólo queda partir de que se trata de un documento histórico, y reponerle un contexto preciso. Aunque el desafío quizá sea volver sobre sí misma la capacidad desmitificadora de Tucumán Arde, que pretendía erigirse como un contradiscurso contra la versión oficial sobre la crisis tucumana. Ello implica un movimiento similar al que propone Hal Foster(11) cuando defiende la capacidad crítica de la neovanguardia frente a las críticas lapidarias de Peter Bürger, que la condena a un inexorable fracaso. Foster, en cambio, sostiene que una zona del arte de los ‘60 no ha perdido su sentido crítico, en tanto tiene la función de “comprender” pero no “completar” el proyecto de la vanguardia original. Comprender y no completar Tucumán Arde, reactivar su sustrato utópico, su tremendo ímpetu inaugural sobre nuestro tiempo, ¿será ese el camino para desmitificarlo? En referencia al presente, Timo Berger acuña la imagen de un “arte político sin dientes” que “no ataca el antiguo nexo real entre el arte y la representación” y descuida las búsquedas de revolución formal. Roberto Jacoby (hacedor de Tucumán Arde, entre otras varias cosas) le responde que más que una cuestión de forma y fondo el debate actual debiera pasar por qué es actualmente hacer arte y política. Su perspectiva vuelve a poner en cuestión la noción de arte autónomo: “lo más político hoy es buscar nuevas formas de vida” y en ello incursiona el mismo Jacoby –entre otros-‐ en sus últimos proyectos: Proyecto Venus y ZAT (Zona Temporalmente Autónoma).(12) El debate sobre el lugar de la política en el arte, el del arte en la política, sus mutuas reformulaciones y corrimientos, continúa. Y con las masivas repercusiones públicas que alcanzó la muestra de León Ferrari en diciembre de 2004 se abre un nuevo capítulo en Argentina: una exposición retrospectiva del más importante artista argentino contemporáneo (activo desde los años ’50 y también uno de los realizadores de Tucumán Arde) logró instalar una discusión pública intensísima que excedió largamente el campo artístico e involucró al poder político, al poder judicial, a la Iglesia y –claro-‐ a los medios masivos. Lo cierto es que, durante un par de meses, infinidad de personas que jamás se interesaron por asuntos artísticos se acercaron y aguardaron horas para ingresar a la muestra o siquiera prestaron atención a esas provocativas imágenes que tomaban drástica posición sobre la injerencia de la Iglesia en los asuntos de Estado, y señalan no sólo la responsabilidad de la jerarquía eclesiástica en la represión de la última dictadura, sino también la responsabilidad del arte occidental en la condena y persecución del catolicismo a los que no se ajustan a su ley.(13)
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1. Brian Holmes, “El poker mentiroso”, en Brumaria 2, Madrid, 2003. 2. Modalidad de protesta que desde fines de los años ’90 impulsan los Hijos de detenidos-‐desaparecidos y otros organismos, para lograr la “condena social” a los represores de la última dictadura dejados en libertad o directamente no juzgados, a partir de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y del decreto de indulto otorgado por Menem. El escrache da a conocer la identidad del represor, su rostro, su dirección, y sobre todo sus antecedentes represivos, entre los vecinos con los que convive o aquellos con quienes trabaja (habitualmente reciclado en empresas de seguridad privadas), que ignoran su prontuario. 3. Recurso de lucha frecuente de los trabajadores desempleados y sus familias, que consiste en interrumpir la circulación de rutas, avenidas y caminos con los propios cuerpos de los manifestantes y la quema de viejas llantas de automóvil. 4. José Fernández Vega, “Variedades de lo mismo y de lo otro”, en Multiplicidad, Malba-‐Proyecto Venus, Buenos Aires, mayo de 2003. 5. Nicolás Casullo, “Vanguardias políticas de los ’60: marcas, destinos, críticas”, en Revista de Crítica Cultural 28, Santiago de Chile, junio de 2004. 6. Llamamos “itinerario del ‘68” a la secuencia de acciones y definiciones que la vanguardia artística argentina protagoniza a lo largo de ese año, y que culminan en la renombrada Tucumán Arde. V. Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000. 7. En el sentido de Roland Barthes en Mitologías, México, Siglo XXI, 1991. 8. Correspondencia con la autora, febrero de 2005. 9. Ibid. 10. Timo Berger, “La Biennale der Berlin expone ‘arte político’ sin dientes”, Ramona 40, mayo de 2004. 11. Hal Foster, The Return of the Real, Cambridge, Mass.-‐Londres, The MIT Press, 1996. 12. Timo Berger, op. cit., y Roberto Jacoby , “Arte rosa light y arte rosa Luxemburgo en el ambiente berlinés”, ambas notas en Ramona 40, mayo 2004. 13. No pueden obviarse las tremendas presiones (juicios, clausuras, agresiones y amenazas) que debieron soportar el artista y su familia, que condujeron al levantamiento anticipado de la exposición.
“Dejad de hacer Readymades, haced museos”. Con ese slogan claramente manifestatario, hacia 1996 el artista Vicente Razo Botey concluía la “Disposición Orgánica y Estatutos” del Museo Salinas: una de las varias instituciones/corporaciones virtuales/voluntaristas que a fines de los años noventa pulularon en esta región tanto como estrategias de intervención política y medios de simulación conceptual. Tras el colapso económico/moral/simbólico/financiero de 1994, en medio del desempleo generalizado y el vertiginoso ascenso de la criminalidad callejera, un amplio sector de mexicanos encontró una compensación a la crisis en un ajusticiamiento iconográfico. Artesanos e industriales se atiborraron el mercado informal con millares de muñecos, “judas” de papel maché (las figuras que tradicionalmente se hacen explotar en semana santa para castigar a los enemigos populares), piñatas, máscaras de hule y hasta dulces de chocolate,
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todos con efigies del ex-‐presidente Carlos Salinas de Gortari representado como demonio, vampiro, rata o presidiario. Aquella oleada de arte popular politizado marcó el resurgimiento masivo de la artesanía como lenguaje crítico público. Vicente Razo, entusiasmado, se ocupó de coleccionar cuanta expresión de “salinofobia” era posible adquirir en la calle. Una vez formada una colección de esos objetos que él consideraba “exorcismos callejeros de pesadillas revolucionario institucionales(1)”, Razo efectuó una operación post-‐duchampiana. En 1917, todos lo sabemos, Marcel Duchamp expuso en el Salón de los independientes de 1917 un urinario en plano de igualdad con las obras de arte. Ochenta años después, Vicente Razo tomó su colección del vudús multitudinarios contra Carlos Salinas y la instaló en su baño, a fin de (cito a Razo) “poner (al) museo en el excusado.(2)” No contento con eso, colgó en la puerta un cartel que decía “Museo” y se proclamó “director general, fundador, miembro honorario y vitalicio”(3) de la institución. Operación que, sin el saberlo, replicaba el acto de constitución del Museo de Arte Moderno de Marcel Broodthaers. Por tres años, Razo se ocupó de activar la pseudo-‐institución. Su actividad publicitaria logró insertar el Museo Salinas en un circuito impensable para el arte contemporáneo local: las crónicas políticas generales de revistas, radio, televisión y diarios, y hasta los reportes de los corresponsales internacionales de periódicos como Pravda. Todo ello llevó a su autor a ser motivo de amenazas extrajudiciales y a introducir sus ideas en el circuito informal de las leyendas urbanas. Cientos de gentes de todo tipo le telefonearon para hacer una cita, visitaron y comentaron con el artista/coleccionista/director y guía de museos la colección de efigies caricaturescas de Carlos Salinas, y –maravilla de maravillas– casi ninguno se dio cuenta que aquello era (también) una obra de arte conceptual. La iniciativa tuvo una implicación adicional. Al constituir un Museo mediante una inversión estructural del readymade duchampiano, Razo puso en evidencia la superficialidad que el concepto y la práctica de la institución-‐museo tienen en México, al tiempo que disputaba al arte contemporáneo profesional sus pretensiones de significación cultural y política. Se trataba de una estrategia kitsch, populista y antiacadémica de crítica institucional. Por un lado, la creación del Museo Salinas demostraba que en este país la palabra “Museo” es eso: meramente una palabra, que como la palabra “arte” para Duchamp, se efectuaba por medio de una selección y una enunciación. Por otra parte, Razo utilizaba la estratagema de la colección y la investidura derivada de dirigir su museo, para marcar una clara distancia estética frente a sus contemporáneos. Ante el predominio de obras fundadas en el minimialismo y el conceptual entre los artistas latinoamericanos de los años 90, Razo hacía suya la la prohibición de Duchamp de multiplicar al infinito el gesto del readymade (“limitar el número de readymadespor año” decía Duchamp) en contra del abuso que sobre ese legado ha hecho la progenie duchampiana. En otras palabras, propuso su coleccionismo de “bagatelas políticas” como laalternativa ante la generalización despolitizada de prácticas neoconceptuales, saliendo a defender a Duchamp de la ortodoxia de su domesticación postmoderna. Tenemos aquí la posibilidad de reescribir provisionalmente el título de esta mesa. No estamos ante la exploración de “los límites del museo”, sino ante un juego irónico/mimético/sucedáneo con las limitaciones de la institución-‐museo y la institución-‐arte en un cierto contexto, como plataforma de exploración estético/político/cultural. Nada más justo: cuando el artista de la periferia enfrenta la institución museo, no se haya necesariamente ante un sofisticado aparato de administración hegemónica del valor. Todo lo contrario: su experiencia está marcada por una inscripción mimética/colonial/derivativa de la institución del Museo en su localidad. Es decir, por haber consumido un paisaje de museos que jamás coleccionan o adquieren colecciones a base de ideología y contingencia, donde el edificio y el nombre “museo” semi-‐ocultan el desdén por la práctica curatorial y una asombrosa miseria de recursos. Reacciona ante instituciones que están irónicamente preservadas del riesgo de comercialización y control corporativo por el desprecio casi unánime que despiertan tanto entre las clases altas como las clases burocráticas, y que se localizan en edificios “emblemáticos” cuya función principal es la simulación de un aparato educativo jamás puesto en marcha y la regurgitación de las ideologías de “significación, grandeza y peculiaridad” nacional. Instituciones que, por consiguiente, requieren una critica distinta a la que supone la acumulación grosera de capital simbólico de los museos metropolitanos. El caso de México es peculiar en ese sólo sentido: por un lado, como explicaba en otro lado, el Estado
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mexicano perpetuó una malinterpretación intencionada de lo museístico. En México el Museo no es esencialmente un tesoro de colecciones de objetos culturales, sino la vitrina tridimensional de las ideologías oficialistas. La carencia de colecciones (carencia absoluta en cuanto a arte contemporáneo) ha acostumbrado al público a pensar que “Museo” es equivalente a “sala de exposición”. Lejos de servir como reservorios de la memoria, los museos mexicanos adoptaron mucho tiempo atrás la política de representar la volatilidad de lo efímero. Su principal objeto a exhibir, cuando no las frases en bronce de los funcionarios que apadrinaron con el capricho su creación, es la dudosa inventiva de los verdaderos artistas oficiales del país: los arquitectos. De ahí un efecto por demás paradójico. Los escasos intentos por crear un museo tradicional, como el caso del Museo Nacional de Arte en la ciudad de México, son de hecho formas de resistencia e innovación cultural. A lo largo de los últimos años, los curadores trabajando en instituciones han sido en los hechos algo más que los facilitadores de la producción artística: han reinventado a contracorriente de las directivas de sus superiores a los museos como espacios donde programación, financiamiento y debate derivan de decisiones intelectuales y estéticas, y donde se expresa el entusiasmo de una audiencia creciente, y no de las ideologías pseudo-‐culturales que pone en boga el estado. Para eso, han tenido que rehusarse a servir a una imaginaria “política cultural nacional”, para dedicarse a lo especifico de obras y proyectos. Pero las fuerzas de resistencia a esa modernización, finalmente la inscripción de la profesión curatorial, han venido de lados insospechados. Convengamos que al antiguo régimen del Partido Revolucionario Institucional la pérdida del poder le parecía una hipótesis lejana e impensable. Por consiguiente, le obsesionaba el prestigio cultural: cooptar intelectuales y artistas (o reprimirlos si llegaba a serle necesario) era una necesidad imperiosa, pues al régimen del PRI le resultaba crucial el control del sistema simbólico del Estado-‐nación. Un mecanismo de poder tan sofisticado como el PRI requería dejar resquicios de libertad artística e intelectual, a fin de sobrevivir el juicio de la llamada “alta cultura” ya como patrón de las artes o impulsor de la identidad nacional. Esa necesidad simbólica, claro, implicaba un espacio de negociación con la cultura viva. Entre otras cosas, durante los últimos años del régimen priista los museos y espacios de exhibición públicos fueron encargados a curadores que habían desarrollado prácticas alejadas del patrimonialismo ideológico del gobierno y su política cultural tradicional. La paradoja es que con la llegada al poder de Vicente Fox en el año 2000, ese avance de la institución museo fue puesto en cuestión por la combinación de dos factores. Uno, la absoluta falta de proyectos culturales de la derecha que tomó el poder, quien no sólo no es consumidora de cultura, sino que sueña con reciclar algunas de las políticas anacrónicas de representación nacional del régimen pasado. Por otro lado, de manera impensable, la nueva autoridad cultural identificó a los profesionales del Museo como sus enemigos. Intentó primero desplazarlos, como si ellos fueran parte del régimen priista, y no un sector de crítica e innovación que el antiguo régimen estaba intentando absorber. Actualmente, los somete cotidianamente a una estructura de vigilancia y control, pues no atina a concebir la posibilidad de que la institución Museo opera mejor en la medida de que es autónoma y su aparato curatorial tiene entera libertad de determinar programación y contenidos conforme los criterios que derivan de su posición ante el debate artístico en boga. El resultado es que la aparente democratización reactivó una serie de tentaciones administrativas, que se escudan por ejemplo en la demagogia de descentralizar a la provincia la actividad cultural. Lo mismo que en la Venezuela de Hugo Chávez, la administración cultural de Fox en México, vino acompañada de una ofensiva contra la autonomía de la institución museo y la libertad de decisión curatorial. Esa paradoja debe, sin embargo, pensarse en una perspectiva más amplia. La globalización (económica pero también expresada en la normalización de la democracia electoral) produce, entre sus mil diversas formaciones reactivas, un retorno del burócrata cultural que se cree capaz de someter el campo del arte a un proyecto de control autoritario formulado con una retórica pseudo-‐democrática. Del mismo modo en que en Brasil, como expresé en relación a otra parte de este cuestionario, las mismas elites económicas y políticas que contribuyeron a desahuciar a la nación como agente de control económico vienen ahora a formular un simulacro de renacionalización del discurso artístico con exposiciones como Brasil 500 años y Brasil: Body and Soul, la administración cultural en lugares como México y Venezuela trata de poner controles fronterizos
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y políticos pseudo-‐populistas en la política de los museos. De ahí que la fricción en curso entre los profesionales de museo, la crítica y curaduría independiente, y este resurgimiento de una visión patrimonialista de la política cultural nacional, sea ella misma una formación reactiva de la globalización, tanto como lo es la amenaza de Le Pen en Francia, como las formas más paranoicas de patriotismo estadounidense tras septiembre del 2001. Todos sabemos que “globalización” es la era de las paradojas: el tiempo donde la universalización del capital produce efectos similares a pesar de que operen aparentemente causas opuestas, o viceversa: donde las mismas causas generan catástrofes disímiles. La despolitización y control derivados en el Centro por la comercialización y la hegemonía corporativa sobre las instituciones culturales, se replica en la periferia con nuevas formas de autoritarismo burocrático. En lugares como Nueva York el museo amenaza con convertirse en una rama más de la industria cultural y de entretenimiento, en el sur está amenazado por la forma en que políticas dirigistas de cultura resurgen como forma paranoica de reacción a la globalización. El efecto es el mismo: nos enfrentamos a fuerzas que conspiran contra la autonomía cultural y la noción del museo como espacio publico. En ese sentido, resulta lógico que mientras la crítica institucional en el centro debe ocuparse de poner en evidencia la complicidad de la práctica museística con los intereses corporativos e ideológicos de la alta cultura, para cuestionar la apariencia de “autonomía” de esas instituciones, en la periferia la intervención de critica institucional bien puede implicar efectuar la tarea museística al paralelo de una institución inexistente. El Museo Salinas es efectivamente una colección de arte contemporáneo/popular. Efectivamente, planteó sus estrategias a la luz o en consecuencia de las estrategias del arte avanzado, y efectivamente consiguió ejercer un efecto en el carácter de la cultura pública de un momento determinado. En resumen, el Museo Salinas sí fue un Museo, definido como espacio público donde ejercer la autonomía curatorial, a diferencia de la mayoría de las instituciones que aquí así se proclaman. Al mismo tiempo, utilizó la investidura de “lo museal” para plantear una crítica sobre el tipo predominante de producción artística de la localidad. Es por esa debilidad de la institución local (financiera, organizativa o lo que es lo mismo, simbólica y política) que, con frecuencia, la contribución del artista ante lo museístico tenga que ver con intentar crear modelos institucionales: hacer, a veces sobre la base de los recursos propios, lo que el Estado o las empresas no consiguen siquiera atisbar, la constitución de la institución cultural. Podría referir como ejemplo el asombroso circuito de museos, colecciones, bibliotecas, cinematógrafos y jardines que, en Oaxaca, ha fundado Francisco Toledo. Me remitiré a otro caso de la ciudad de México donde un artista puso en operación una institución curatorial que era, también, una crítica de un forma de arte anacrónico: la escultura urbana monumental. En 1996, el arquitecto/artista Pedro Reyes decidió ocupar uno de los remanentes de lo que fue el proyecto de escultura urbana más ambicioso que se ha hecho en Latinoamérica: la Torre de los vientos del escultor uruguayo Gonzalo Fonseca, localizada en el cruce de Avenida Insurgentes y periférico al sur de la ciudad, y parte de la “Ruta de la Amistad” que, con motivo de la Olimpiada de 1968, coordinó Mathias Goeritz. Ciertamente la escultura de Fonseca difiere radicalmente del resto de las obras que componen ese circuito de escultura monumental: es una especie de Torre de Babel o torre de Tatlin que no sólo está concebida para verse desde la avenida, sino que tiene un interior habitable e incluso amueblado con una serie de estructuras en concreto, además de albergar lúdicamente ciertos signos e inscripciones que rinden homenaje al Universalismo Constructivo de Joaquín Torres García. Pedro Reyes la convirtió en su taller y tras entrevistarse con Fonseca, decidió convertirla en un espacio de exhibición independiente. Cada tantos meses, un artista local o visitante ha usado la Torre para efectuar la más diversa gama de intervenciones artísticas: desde albergar una masa de bloques de hielo que instaló ahí Enrique Jezik, pasando por una acción de Santiago Sierra consistente en interrumpir con un trailer el flujo de los automóviles en la carretera frente a la Torre, a las intervenciones del espacio arquitectónico de la escultura de Mauricio Rocha o Héctor Zamora. En la Torre de los vientos la escultura modernista ha sido transformada en la emisora de una transmisión de radio del sonido de la autopista de la canadiense Germaine Koh, o en el interior para la instalación de lámparas/estrellas luminosas de neón de Thomas
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Glassford, o una acción de Claudia Fernández quien colocó en ella un trampolín desde donde un clavadista amenazaba con tirarse hacia el suelo. Son muchos los aspectos que la Torre de los vientos plantea como experiencia artístico/curatorial. Por un lado, Pedro Reyes ha construido un sustituto de una institución curatorial ausente: a falta de eventos artísticos de intervenciones urbanas del tipo de In Site o una Bienal en la ciudad de México, la Torre de los vientos ha sido durante casi seis años uno de los principales impulsores de la experimentación de las instalaciones e intervenciones in situ, con la ventaja añadida de que al invitar artistas muy diversos a operar en un mismo espacio, ha generado una microhistoria del repertorio contemporáneo. Pero, por otra parte, la transformación de la Torre en espacio de exhibición plantea una crítica implícita con respecto a dos prácticas de cultura anacrónica. Sabido es que, contra todo lo que sabemos de la escultura tras el minimalismo, en México se sigue practicando la escultura monumental urbana, ya del tipo de la estatua de bronce o, peor aún, el adefesio metálico pintado abstracto al estilo de las inexplicables glorias locales: Sebastián o Hersua. Invadir una escultura urbana para activar las prácticas escultóricas actuales descalifica en los actos la perpetuación de la idea de la escultura-‐monumento que priva aún en ciudades como ésta. Pero también la Torre plantea preguntas acerca del habitáculo arquitectónico de lo que concebimos como centro de arte. En lugar de perpetuar la tentación de una arquitectura de museos, la Torre ilustra el carácter parasitario, subsidiario y dialógico que hoy por hoy cualquier práctica que pretenda el título de “arte escultórico” tiene con el sitio de exhibición. Ciertamente, la Torre de los vientos no fue meramente un intento de rebasar el límite del espacio tradicional de exhibición: al contrario, asumió las peculiaridades y limitaciones de un espacio escultórico ya dado para postular prácticas a mitad de camino de la desconstrucción arquitectónica y el proyecto específico. En lugar de criticar la práctica curatorial, se ofrece como un desafío al espíritu de queja que frecuentemente aprisiona al curador profesional local: un punto de referencia a lo que podemos entender como autonomía institucional. Trabajar en tensión con esas limitaciones sirve al mismo tiempo como crítica inmanente y postulación de un modelo. Pues a falta de algo digno de llamarse “tradición curatorial local”, más nos valdría seguir los pasos de estos y otros ejemplos de museografía parasitaria. México, 27 de abril de 2002
Vicente Razo. “Museo Salinas. Disposiciòn Orgánica y Estatutos”. 1996. 1. 2. Yoloxóchitl Casas Chousal: “Poner la galería en el excusado. El Museo Salinas para fomentar el escarnio, el embrujo de presidentes, los exorcismos callejeros y el libre tránsito.” Boletin Mexicano de La Crisis #70, 19 abril 1999, p. 21. 3. Ibid.
El título del presente texto reproduce las condiciones de aparición de un síntoma. La figura del curador tan sólo remite a cubrir un tipo de actividad que, desde época reciente, ha recompuesto los cargos en el campo de batalla de la designabilidad del arte. De este modo, el curador absorbe las limitaciones de una categoría laboral de nuevo tipo en el espacio museal, definiendo así el estatuto de la subordinación o de la independencia institucional. La
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estabilidad de su función así como la permanencia de su intervención estarán determinadas por la consistencia de la institución referida. Por lo tanto, como figura agencial y categoría laboral, el curador responde al tipo de demandas que las formaciones artísticas plantean en una coyuntura determinada. Demandas que poseen unos modos de resolución que dimensionan los grados de desarrollo y definen la posición de los agentes en el seno de cada formación (galerismo, coleccionismo, enseñanza de arte, musealidad, crítica, etc.). En consecuencia, con el propósito de establecer la relación entre estas demandas y la especificidad contextual de la figura del curador, recurriré al relato de una “pequeña historia”. La noción “pequeña historia” posee una carga peyorativa, ya que remite a una anécdota chismosa; es decir, a esos hechos o situaciones consideradas de carácter “menor” en las historias generales del arte. Las historias del arte redactadas para dar cuenta de prácticas artísticas realizadas en escenas subalternas trabajan con la condición del ajuste y del retraso referencial, al punto de rebajar programáticamente el carácter de fenómenos que resultan ser decisivos en el advenimiento o cancelación de una dinámica artística determinada. El rebaje señala el lugar y el valor de un signo relevante, justamente, por haber sido indicado como la omisión. La historia general del arte ha sido pavimentada a partir de omisiones reguladas por un principio de analogía recurrente que pasa por encima de las consideraciones que las historias locales del arte plantean desde su subordinada (in)disposición. Es decir, desde una aptitud a la disposición forzada, ya condicionada por las estrategias de transferencia editorial y de promoción académica de aparatos universitarios estadounidenses en procesos de legitimación epistemológica. Delimito mi área de trabajo, declarando la necesidad de reconstruir la historia de las preocupaciones y ocupaciones del denominado “arte latinoamericano”, desde por lo menos tres vertientes: anglo-‐sajona estadounidense, francesa e ibérica (para no decir española). Respecto de esto último, la denominación “latinoamericana” ha pasado a ser sustituida en algunas zonas por el apelativo controlado de “arte iberoamericano”. Estas tres vertientes se entrecruzan para establecer lo latinoamericano-‐iberoamericano como espacio de relocalización diferida de un conflicto que se traen “desde lejos”. De esa lejanía habría que rehacer los límites a partir de la reconstrucción analítica de las redes de control que cada vertiente produce, a través de sus políticas de asistencia técnica en el terreno de la musealidad y de la sustentabilidad de proyectos curatoriales que lo designan como límite de contención. De ahí que la historia omitida sea, justamente, la historia de la configuración de las tres vertientes referidas. La situación del “arte latinoamericano-‐iberoamericano” no es designada de la misma forma en inglés, francés o español. Adelantaré lo siguiente: sólo hay designación favorable cuando son habilitados mecanismos apropiados de traductibilidad; esto es, la intervención textual (modificación) sobre un material de partida que es puesto en condición traducible. Es en este nivel que se juega la revisión de títulos, realizado por el traductor anglo-‐sajón convertido en agente de migración. La noción de “localidad” posee, como se podrá apreciar, diferentes resonancias según el modelo colonial de referencia. Importancia, en las actuales configuraciones escénicas del arte, de la condición pre-‐republicana de las escenas; a saber, si fueron asiento de virreinatos o capitanías generales. Entonces, el malestar respecto del estado disposicional de los textos de origen afectan la definición de localidad productiva de unas prácticas cuyo triángulo paradigmático (real / simbólico / imaginario) está anclado sobre un inconsciente católico. Por esta razón apelo al reconocimiento de diferencias distintivas entre zonas más barrocas y menos barrocas; de jesuitismo fuerte o jesuitismo débil; de procesos de construcción estatal de mayor o menor densidad institucional en el curso del siglo XIX, en que se asocia la constitución de la musealidad con la formación republicana. De este modo, pensar en las transferencias informativas del arte de comienzos del siglo XX obliga a considerar el estado de receptividad institucional de las vanguardias históricas y las kodalidades de organización de su inscripción como de sus resistencias. En 1992, Ivo Mesquita me extendió la invitación a participar con un ensayo en el catálogo del proyecto curatorial que tituló Cartografías. Mi intervención tuvo por título El efecto Winnipeg. Es preciso relatar la “pequeña historia” de este título, para hilvanar el sentido de la secuencia titular anteriormente planteada. Winnipeg era la ciudad canadiense cuya galería de arte había invitado a Ivo Mesquita a trabajar en un proyecto de residencia, cuyo resultado fue la concepción y producción de una exposición, digamos, de “arte latinoamericano”. En este proyecto, la propuesta de Ivo Mesquita sostenía el estatuto del curador como
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cartógrafo, ocupado en describir las estrategias de la producción de arte, revelando las formas de constitución de las modernidades locales:“Pensar el Arte en América –escribe Ivo-‐ significa proponer una confrontación de las estrategias de producción artística con las políticas de las instituciones culturales. La plástica “latinoamericana” es una figura cuyas condiciones de manifestación dependen del grado de articulación de las instituciones que producen su necesidad. La única manera de definir una posición que abarque las peculiaridades de esta plástica es fortalecer las tácticas institucionales transversales entre las múltiples entidades que están trabajando en la disolución de las nuevas formas del “primitivismo moderno”(1). Cuando me he referido a la necesidad de rehacer la historia de las tres vertientes, al comienzo de este texto, a lo que me refería era a lo que Ivo Mesquita justamente apunta: rehacer la historia de las necesidades de las instituciones. Pero debo agregar un argumento revertido: se trata, no tan sólo de escribir sobre la producción de su necesidad, sino retrazar la historia del “deseo de arte latinoamericano” que la institución de las tres vertientes ya mencionadas instala. Winnipeg es una ciudad, asiento de la Winnipeg Art Gallery. Ivo Mesquita me había advertido que “winnipeg”, en lengua aborigen, significaba “aguas sucias” o “aguas negras”. Me pareció más exacto todavía, al pensar en “aguas sucias” y “pequeña historia”. Esto permite la sobreposición y la reversibilidad de las nociones involucradas en el juego titular y tutelar, permitiendo la forja de nociones tales como “historias sucias” o “historias negras”, o bien, “pequeñas aguas”, obviamente, estancadas. Es así como podremos escabullirnos de la tutela que los agentes de inmigración ejercen sobre nuestras producciones textuales. Ciertamente: respecto de la historia general del arte, el proyecto de Ivo constituía una “pequeña historia”; es decir, una “historia sucia” del arte latinoamericano. Lo conceptualmente estratégico del proyecto es que no era representativo de cuotas conceptuales o estilísticas, sino que se hilvanaba a partir de los diagramas de las obras de los artistas por él considerados. Una “historia sucia” llama a otra “historia sucia”: Winnipeg es, además, el nombre con que fue rebautizado el barco que fletó el gobierno republicano español para trasladar a más de dos mil refugiados, desde el puerto de Bordeaux (Francia) a Valparaíso (Chile). El arribo de este barco se realizó en medio de una campaña xenofóbica de la prensa de derecha que centraba su artillería en la inconveniencia de recibir a un contingente de “rojos” que vendría a ensuciar –a “winnipeggizar”-‐ la socialidad chilena. El barco atracó en Valparaíso el mismo día que se inició el ataque alemán contra Polonia. Pues bien: en dicho navío venían unos personajes que serían claves en la modernización de ciertas prácticas culturales chilenas; particularmente, la aparición de una escritura contemporánea sobre teatro y critica de artes plásticas, la reforma de la industria gráfica y del interiorismo, el advenimiento de la modernidad pictórica chilena, entre otras. Si el arribo del Winnipeg ocurre en septiembre de 1939, al cabo de una década y media, el efecto orgánico de lo ya anunciado comenzaba a hacerse visible en la recomposición de la cultura chilena contemporánea. Me pareció, entonces, de suma necesidad vincular el nombre de la institución que sustentaba esta curatoría con el nombre del barco que habilitó una situación de arribo. El “efecto Winnipeg” tiene sentido en Chile, porque se puede contar con una superficie institucional de recepción de la inscripción llamada “efecto Winnipeg”; a saber, el aparato universitario. El cual, en la formación cultural chilena de entre 1940 y 1960, ejerce la función de institución hegemónica de recepción de las transferencias de conocimiento social. En este contexto, el “efecto Winnipeg” puede ser reconocido como una operación de producción de infraestructura, porque permite la habilitación y la legitimación de conocimientos muy precisos que, a su vez, serán convertidos en complejos dispositivos de expansión de influencias sociales específicas. Dispondremos, pues, de una migración no deseada, fruto de una derrota política de proporciones, que produce como efecto la recomposición constructiva de una escena artística. Esto es, propiamente, un efecto de transferencia. Todos sabemos que, en el fondo, toda migración es el síntoma de una derrota que afecta la condición de permanencia de unos agentes en su tierra de origen. Sólo habrá lengua de arribo olengua de destino si se aseguran unas mínimas condiciones de inscripción de la transferencia; es decir, sólo si se cumplen aquellos requisitos de afianzamiento de la traductibilidad de la lengua de origen. En el caso de Cartografías, lo que fue subvertido fue la condición de la traductibilidad misma, poniendo en cuestión los equilibrios subordinantes que acomodan la nitidez de las proyecciones entre lengua de origen y lengua de destino. Lo anterior debiera permitirnos renovar las historias de las migraciones artísticas y los efectos de retorno. El arte
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moderno ha sido un efecto consistente de cruces migratorios. En verdad, las historias más significativas resultan ser aquellas que reconstruyen las dis/locaciones. Se trata, pues, de historias de malestar relativa a artistas que no pueden tener acogida en sus escenas de origen. De este modo, la historia de las migraciones del arte redefine las propias historias de las escenas locales. El desafío metodológico consiste en articular líneas de trabajo investigativo poniendo el acento en la dimensión de las mermas de transferencia y en el modo cómo los artistas producen las condiciones de su regreso. Esta es una historia que hace falta. Entre tanto, se ha escrito la historia de los abandonos de las escenas de origen, en provecho de un relato que busca el reconocimiento del arte latinoamericano en una posición de universalismo ampliamente deseado. Sin embargo, el deseo de reconocimiento universal está ligado más a una estrategia de promoción de las instituciones garantizadoras, que a una conquista analítica del trabajo de historia realizado en las escenas locales. En estas últimas, la falta de historia resulta directamente proporcional a la falta de recursos para sostener y desarrollar investigación dura. Por lo cual, parece contradictorio sostener un discurso de reconocimiento universalista de obras cargadas por las condiciones en las que fueron realizadas, al mismo tiempo que se acrecienta la fragilidad institucional local de la producción de escritura. En cada escena local, esta situación adquiere rasgos particulares que afectan de manera específica la relación entre el trabajo de historia y la producción de exposiciones. Esto ha puesto en marcha una dinámica nueva en la producción de exposiciones, en la medida que desde comienzos de la década de los 90, desde Brasil, Argentina, Venezuela, Colombia, estas exposiciones han comenzado a interpelar el estado general de la escritura de historia. A tal punto, que el curador de este tipo de exposiciones no podía adquirir el mismo estatuto ni las mismas tareas que un agente que, bajo el mismo nombre, trabajara en el campo de las instituciones legitimadoras externas. Necesitábamos producir una definición específica para un curador que operaba en un terreno en el que no existía infraestructura cultural que permitiera afirmar la permanencia de una escena local. Fue entonces que produjimos la distinción entre curador de servicio y curador como productor de infraestructura. ¿En qué consiste una práctica curatorial de servicio? De manera muy simple, en la edición local de un guión asignado por los criterios de validación de las industrias de exposiciones, como ramas de la diversificación de inversiones en el terreno de las imágenes de marca –relativas al fortalecimiento de la “vanidad”, tanto de los Estados como de las multinacionales-‐; es decir, la extensión museal de la industria del espectáculo. Pero se trata de un tipo de extensión museal que supone la existencia de una historia museal consistente, que desde la Revolución Francesa al advenimiento de la modernidad plástica, consideró que la historia del arte moderno era el paradigma del avance del espíritu humano. Habrá una ruptura con la aparición descriptiva del arte contemporáneo. Justamente, la contemporaneidad significará asumir la conciencia de que ya no hay más avance, en el sentido de un laicismo heroico, sino reconducción a la retaguardia arcaica de la consolación. Sin duda, esta consideración ha sido posible porque este segundo tipo de curador ha permitido iniciar el combate contra las exposiciones de consolación, financiadas, por lo general, por grandes corporaciones que, a su vez, exhiben en cada escena local la vanidad de sus inversiones. Jean Clair en un texto(2) particularmente útil para precisar en la actualidad el estatuto del curador nos hace recordar que en la Roma antigua, el curador era quien, habilitado por la autoridad religiosa y política, tenía a su cargo la “guarda” (la custodia) de las imágenes de los dioses. No importaba qué dioses, pero había que tener alguno. Pongámoslo de esta manera: el avance del espíritu humano se deberá localizar, probablemente, en la profusión edificatoria de los museos, entidades para-‐museales o creación de centros de arte contemporáneo, en una misma “línea de montaje”; al menos, en las escenas de garantización de primer orden (Ciudad Global). Estos últimos centros son laboratorios en los que se producen y testean las obras que, mediante la acción de agentes para-‐ museales, terminarán haciéndose un lugar en el museo; el museo, como lugar de memoria; sólo posible en sociedades de infraestructura museal cuyos guiones de montaje están ya legitimados por una historiografía canónica. La noción de curador de servicio proviene de unas polémicas acerca del estatuto de la Ciudad Global, en el capítulo relativo a los servicios a la producción en el orden económico de la Ciudad Global. Los servicios a la producción cubren las siguientes áreas: finanzas, asesoramiento legal y de gestión general, innovaciones,
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desarrollo, diseño, administración, personal, tecnología de producción, publicidad, limpieza, seguridad y almacenamiento. Es más: un importante componente de estos servicios a la producción es el conjunto diverso de actividades donde se mezclan mercados de consumidores finales con mercados empresarios. La producción de una exposición pone en movimiento un complejo dispositivo que combinan un “público específico” de con la actividad de mercados empresarios que financian las diversas partes intermedias de la cadena, en el trabajo de producción exposicional (empresas de transporte, seguros, expertizaje en conservación, embalaje, diseño, planchas, imprenta, trabajo editorial, manufactura de souvenirs, etc). En la industria publicitaria, la recomposición de la imagen de marca de las empresas pasa por establecer criterios de financiación de exposiciones de prestigio que permitan deducir impuestos, poniendo en ejecución normas de censura blanda a través de discriminaciones conceptuales que establecen una línea de (in)tolerancia formal que separa la textualidad promocional del trabajo de historia propiamente tal. El servicio a la producción permite montar operaciones de alta rentabilidad simbólica, que fortalece la vanidad de las empresas (y en casos, de los Estados), haciendo concurrir la innovación tecnológica (industria editorial), la asesoría legal (deducción de impuestos, seguros, etc.) y la gestión cultural; es decir, reproduce la normalidad del sistema de producción de exposiciones de exportación, cuya itinerancia termina por convertirse en “sistema” de referencia e intervención. No podía ser de otra manera y no se conoce otro dispositivo para favorecer el intercambio de conceptos y de obras. Sólo que en la negociación interna del “sistema de arte”, en una formación artística determinada, el poder de algunos de los agentes resulta dominante, al punto de no tener contrapeso. El curador de servicio trabaja para fortalecer las redes de consistencia de las corporaciones, en el terreno específico en que se juega la rentabilidad simbólica de la marca. Sobre este fondo, admito que la distinción entre curador de servicio y curador/productor de infraestructura debe satisfacer un imperativo dogmático, destinado a separar abruptamente estilos y estrategias de trabajo. El presente texto tuvo su primera versión en una ponencia para un coloquio realizado en Guayaquil(3) en el 2001 y recogió, en su momento, el estado de una discusión que tenía lugar en la cercanía de nuestro trabajo. En octubre del 2000 monté(4) una exposición sobre arte chileno entre 1973-‐2000 que levantó una áspera polémica con artistas históricos y sus críticos afines, justamente, por el rol de curador no subordinado a una estrategia de consolidación de “carreras”, y que por el contrario, buscaba leer en los diagramas de las obras los elementos que permitieran periodizar y jerarquizar la producción de una escena. Justamente, fue a propósito de dicho trabajo que puse a circular de modo sistemático las categorías de transferencia y de densidad, como vectores en la composición de un campo de productividad susceptible de ser convertido el objeto de una exposición. En este caso, la propia exposición se convertía en plataforma de investigación, ante la inexistencia de un plan de desarrollo en el terreno de la historia del arte. La curatoría interpelaba el estado de situación de una historiografía que todavía no resolvía su propia crisis de constitución. En noviembre del 2001, en un coloquio realizado en Santiago de Chile, Marcelo E. Pacheco(5)recogía –desde su perspectiva-‐ la distinción servicio/infraestructura del modo siguiente: “A diferencia de lo que ocurre en los países del norte, la práctica curatorial en América Latina y las curadurías de arte latinoamericano, deben actuar en un espacio de mayor responsabilidad para la lectura y análisis de sus propias producciones culturales”. Y agregaba: “Dentro del panorama actual de debate sobre las cuestiones metodológicas y epistemológicas de la acción curatorial muchas de las aproximaciones aquí planteadas corresponden a las ideas desarrolladas por Justo Pastor Mellado, Luis Enrique Pérez Oramas y este autor en el simposio “Representing Latin American / Latino. Art in the New Millenium: Curatorial Issues and Propositions”, The University of Texas at Austin, octubre 1999”. Me parece de justicia mencionar las situaciones de enunciación de estas hipótesis, con el objeto de señalar que curador no designa un concepto estable, sino que describe una categoría de operador que está determinada por la fortaleza edificatoria del trabajo de historia en cada escena local. Marcelo E. Pacheco, en el texto ya referido, incluye un rasgo capital para comprender el carácter de la coyuntura abierta por diversas exhibiciones que han tenido lugar en el último quinquenio: “En este escenario la antinomia inicial historia del arte vs. práctica curatorial comienza a deslizarse en varias direcciones. No se trata de un reemplazo de lo viejo por lo nuevo, ni de una disciplina por otra más joven. Tampoco se trata de un traspaso de
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funciones, sino de un orden nuevo en el que la historia del arte como tal todavía no encuentra su posibilidad de eliminar viejos mandatos, mientras la práctica curatorial parece dispuesta a aceptar el desvío de escrituras y narraciones desprejuiciadas”. Lo que Marcelo E. Pacheco pone en relevancia Es el hecho que en una formación artística, la falta de historia – retraso metodológico-‐ habilita el efecto causado por la inflación del rol ejercido por el periodismo de arte. Esto ocurre en escenas en las que la práctica de historia del arte no está suficientemente consolidada en el aparato universitario (garante de la producción de conocimiento), de modo que el discurso garantizador de los periódicos pasa a ser considerado como “discurso de la historia”. Es decir, a falta de vigilancia teórica, el discurso periodístico se excede en la instalación de una consistente “sordidez epistemológica”, que afecta gravemente la percepción social del trabajo de historia. En este sentido, las curatorías de servicio no harían más que reproducir las condiciones de fragilidad de las formaciones artísticas “nacionales”. Lo que hace falta Es el montaje de operaciones de producción de infraestructura, porque permiten la habilitación y la legitimación de conocimientos que, a su vez, serán convertidos en complejos dispositivos de expansión de influencias sociales específicas. En cada formación artística, en cada región, dependiendo de la consistencia de sus instituciones museales, habrá la posibilidad de realizar un diagnóstico de las necesidades de inversión en infraestructura. Cuando hablo de infraestructura me refiero a algo más que una edificación: se trata de la habilitación de dispositivos de recolección y de inscripción, tanto de obras como de fuentes documentarias, destinadas a reducir el retraso del trabajo universitario en historia del arte, respecto de la inscripción transversal del conocimiento producido por el arte contemporáneo, en sentido estricto; esto es, aquel arte, aquellas obras que proporcionan el diagrama de acceso al retraso analítico de las historias locales. Necesidad, en nuestra región, de realizar los estudios comparativos que recojan el diagnóstico del estado de la disciplina, pero en el terreno de su cartografía epistemológica. En este punto, recupero la experiencia de Cartografías, la exposición de Ivo Mesquita, porque el diagrama de las obras por él consideradas es el que proporciona los indicios que permiten la interpelación, tanto de las historias retrasadas como de los discursos de servicio. A título puramente ilustrativo de mi hipótesis, recupero tres artistas de dicha selección, hilvanados en torno a esta misma palabra: hilván, que remite a costura, a delimitación de un objeto vestimentario; finalmente, a la representación problemática de la corporalidad. ¿Qué es lo que “hace problema” en esta representación? Hacer problema: indicar el punctum del complejo analítico dibujado (prefigurado) en la obra. Por dibujo, aquí, se entenderá la representación gráfica de una escritura inconciente (de obra). En este sentido, el título del proyecto de Ivo, Cartografías, se refería a la letra arcaica marcada por los itinerarios de deseo de arte latinoamericano, abriendo y acrecentando la cuenca semántica de su inscripción contemporánea; es decir, en el borde revertido de la última década. Letra que señala el blasón de cuerpo, que indica la imagen parlante, por decirlo de algún otro modo, en que el sujeto de la enunciación institucional está obligado a reconstruir la necesidad conceptual de su aparición. Entonces, el curador como productor de infraestructura es aquel que debe subordinarse a este objetivo de recuperación del síntoma; de las obras como síntoma de las identificaciones en curso, inscritas sobre una trama estratificada de determinaciones orgánicas, musealmente determinadas. Justamente, porque en el nacimiento de nuestras repúblicas, la necesidad de escribir el cuadro de las vegetaciones nacionales tenía que ver directamente con una estrategia científico-‐militar de cuya eficacia dependería la edificación del Estado. Entonces, las curatorías de servicio se caracterizarían por reproducir hoy día, el darwinismo museal que sostenía las estrategias de consolidación originaria de los sujetos que durante el siglo XIX tuvieron el privilegio de convertir sus deseos privados en políticas públicas. Como se verá, la distinción entre curador de servicio y curador productor de infraestructura es netamente simbólica, porque se expresa en el terreno del imaginario de las instituciones. El curador de servicio es hablado por la institución. El curador de infraestructura opera desde ladit-‐mension. Es decir, desde el enunciado de un chiste francés destinado a sostener una nueva hipótesis destinada a encadenar el avance de este trabajo. Escribo “teoría menor” desde el modelo del chiste francés, a título análogo a como lo hice con las denominación
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OS SILENCIOS….
darte. Escribo para sacarte de mi provecharme de mi locura momentánea y palabras. Para contarte que mi cuerpo y mi a un consenso que a gritos pide ser sabido: no lvas a aparecer por acá. A pesar de que por segundos o y te deseo. Te deseo. Deseo tu cuerpo. Deseo tu sia y besarla. Quiero hacer de mis manos las tuyas. Te fusa, sino tangible. Aún no sé muy bien quién eres y mi vulnerable cabeza de niña perdida. Sólo sé que esAunque sé las tantas veces que me repetí que jamás ien.
No callo para estar como ausente. Ni distante ni dolorosa. Soy el frívolo trazo de la palabra que hiere y una vista absorta y silente de una conciencia insurgente. Pero no callo para estar como ausente. Callo porque aprendí a escuchar y a encontrar el sentido común entre tantas letras vacías. Pero también aprendí a gritar, al unísono de las gargantas masacradas de unas cuantas histéricas más: “¡Ahora, ahora, ahora quieren vida, si en la dictadura mataban con la DINA!” Y que quede plasmado que nos llamo histéricas porque eso es lo que somos. Somos las histéricas, las locas y las paranoicas dentro de ésta ce pesar de que la racionalidad dimana de nuestras bocas. Y qu terprete. No me molesta ser tildada de loca. Mis molestias la daderas injusticias. Para un tío que le afirma a su sobrino que las uñas porque sólo es cosa de niñas. O para un ocho de m ojos con el patriarcado incrustado se atreven a mirarme, y m carada y cínica mano para felicitarme. Y no es por ser una re resulta casi imposible entender cómo hacen ustedes para ser da. Pareciera que ya son inmunes. Inmunes ante toda enajen opresión. Díganme si lo que sienten es temor. Temor al d monía, cual temor de mi madre porque a su hija se le de v temor a la tan ansiada autonomía. Y si es así, déjame decir superable compañera, que la liberación es tan tuya como mía
Pido la palabra
Estado transitorio
rte. Escribo para sacarte de mi humanidad. Para aprovea momentánea y que me fluyan las palabras. Para cony mi mente han llegado a un consenso que a gritos pide en que te vuelvas a aparecer por acá. A pesar de que por Te sueño y te deseo. Te deseo. Deseo tu cuerpo. Deseo arla y besarla. Quiero hacer de mis manos las tuyas. Te usa, sino tangible. Aún no sé muy bien quién eres y qué ulnerable cabeza de niña perdida. Sólo sé que escribo. Te las tantas veces que me repetí que jamás escribiría para
No callo para estar como ausente. Ni distante ni dolorosa. Soy el frívolo trazo de la palabra que hiere y una vista absorta y silente de una conciencia insurgente. Pero no callo para estar como ausente. Callo porque aprendí a escuchar y a encontrar el sentido común entre tantas letras vacías. Pero también aprendí a gritar, al unísono de las gargantas masacradas de unas cuantas histéricas más: “¡Ahora, ahora, ahora quieren vida, si en l mataban con la DINA!” Y que quede plasmado que nos porque eso es lo que somos. Somos las histéricas, las loca cas dentro de ésta ceguera colectiva. A pesar de que la mana de nuestras bocas. Y que no se me malinterprete. ser tildada de loca. Mis molestias las guardo para verdad Para un tío que le afirma a su sobrino que no puede p porque sólo es cosa de niñas. O para un ocho de marzo en con el patriarcado incrustado se atreven a mirarme, y m descarada y cínica mano para felicitarme. Y no es por se Es que me resulta casi imposible entender cómo hacen tan ajenos a la vida. Pareciera que ya son inmunes. Inm enajenación, violencia y opresión. Díganme si lo que si Temor al despojo de la hegemonía, cual temor de mi ma hija se le de vuelta la tortilla. O temor a la tan ansiada a es así, déjame decirte que el temor es superable compañer ción es tan tuya como mía.
“pequeña historia” e “historia sucia”. La noción de curador sólo puede ser trabajada desde la movilidad de una “teoría menor”, que considere la crítica de historia como el uso expresivo de un exceso “lenguajero” que ejerce el rol de generador de ficción. En la regulación compositiva de este texto, la incorporación de una palabra fabricada con retazos de otras palabras que, por lo demás, no provienen de una misma lengua, no satisface las peticiones del rigor académico. LA palabra dit-‐mansión corresponde a un falso retruécano expresivo que hace converger significados que perturban la analogía entre las condiciones de enunciación del arte latinoamericano y las condiciones de su reconocimiento inscriptor en una morada (superficie de recepción). Dicho en términos simples, desde y por el deseo de casa. Cuando se edifica un museo, por ejemplo, lo que se está poniendo en veremos, es el “deseo de casa” del arte. Cuando se monta un archivo, lo que se hace es trabajar con el supuesto de la casa, pero desde el deseo de mobiliario. Los documentos deben quedar ordenados y clasificados en metros cuadrados de estanterías y de armarios. La estantería remite a una metáfora edificatoria que se instala como deseo de las instituciones. El hecho simple es que cuando se formula la distinción entre deseo de casa y deseo de archivo, de lo que se habla es de la dit-‐mension. Este neologismo traduce al pie de la letra la homofonía de la palabra francesa dimension <dimensión>, para producir un enunciado más abierto todavía: dit-‐mension <dicho-‐mansión>. Ciertamente, habla de la dimensión de nuestra empresa. Lo cual implica, desde ya, un problema relativo a la expansión de la energía y a sus condiciones de contención. Pero hay algo más. Este neologismo, por una parte, acentúa el lugar del dicho, y por otra, resuena con la palabra mansión. En el caso específico que me ocupa, este es el lugar desde el que se enuncia el deseo de la nueva diagramación de obras que hilvana, para el caso, Ivo Mesquita, en Cartografías. Como si pudiéramos decir que esa cartografía posee la dicho-‐mansión que se merece, la “mansión hablada”, la “casa del lenguaje”, la “casa del arte”. Pero habla, sobre todo, del lugar de la mención (agua sucia/winnipeg), como si fuese el lugar de la mentira <mens>, afirmando, por lo tanto, su contrapartida: la verdad de las obras. Por eso, el curador de infraestructura es aquel en que eldicho no puede estar separado del decir; esto es, habla antes que nada de las condiciones-‐de-‐habla de las obras, registrando la edificabilidad del propio sitio desde el que se formula la enunciación. Ya no basta con enunciar, sino que es deseable definir, en la propia enunciación, las condiciones de su enunciabilidad; es decir, hacer el relato de su novela de infraestructura: la base económica de sus determinaciones, en el sentido de una economía libidinal comprometida en el deseo institucional. Las tres obras a que me refiero, en un corte violento por la trama analítica de la exposición proyectada por Ivo, corresponden a Kuitca, Leonilsson y Lole de Freitas. Existe entre estas obras un hilván inconciente que me conduce a realizar este triángulo y reconocer en él, un diagrama en el que se señala el lugar del dicho y la mansión de la obra. Pero lo que hago es recuperar los dichos de otros, que, a su vez, remiten a la dimensión de las sombras proyectadas por las obras. Es así como descubro que Ivo Mesquita, para allanar la lectura de las obras, recurre a los textos de Lynn Zelevansky (Kuitca), Casimiro Xavier de Mendonça (Leonilsson) y Paulo Venancio Filho (Lole de Freitas). En el catálogo de Cartografías, los textos forman parte de su estrategia edificatoria. Podemos identificarlos como Textos de Referencia (de unos autores sobre unos artistas) y Textos de Glosa (de Paulo Herkenhoff). Al respecto, pensando en la plataforma conceptual del la XXIV Bienal de Sao Paulo, el mismo Paulo Herkenhoff editó un glosario de términos delimitadores de la nueva cartografía del “arte latinoamericano”. Dicho glosario ya estaba supuesto en el glosario de Cartografías. Es preciso comprender el partido curatorial de la XXIV Bienal, pasando por Cartografías, pero sobre todo por la edición curatorial de las IX y X Mostra da Gravura Cidade de Curitiba, en 1993 y 1996. Es en el marco de una muestra de grabado desplazado(6)que se me hace presente la anticipación del proyecto de Paulo Herkenhoff edita para la XXIV Bienal. En todo caso, uno de los bloques de palabras generativas de la XXIV Bienal es densidad plástica. Noción tomada en préstamo de Discurso, Figura de J.-‐F. Lyotard, permite desestimar la variable dependiente y analógica de los precursores, para abordar la singularidad de las transferencias artísticas en zonas de tardocapitalismo dependiente. Esto planteaba la necesidad de señalar con precisión el momento de mayor densidad plástica en el seno de una formación artística determinada. A condición, claro está, de asegurar el valor metodológico de la
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