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PENITENCIA EN EL PLATO Tras los excesos carnales de Carnaval, la Iglesia impone 40 días de privaciones y mortificaciones en la mesa. El aroma del potaje de vigilia sobrevuela los comedores domésticos
Las privaciones alimentarias, como la prohibición de tomar carne, están en la esencia de la mortificación cuaresmal. :: FOTOLIA
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Comer carne en los días prohibidos era «pecado mortal». Pero uno podía librarse si tenía cuartos y compraba al párroco la Bula de la Santa Cruzada
JULIÁN MÉNDEZ jmendez@elcorreo.com
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a dama ocupaba, con toda la calma del mundo, su asiento habitual en el restaurante Etxanobe. Como era viernes, el maître no necesitaba ni anotar la comanda. Una ensaladita y merluza. Hervida. Merluza hervida en un local con estrella Michelin. «Era lo que la señora tomaba cuando estaba enferma de niña. Y en Cuaresma nos pedía merluza hervida para cumplir con la vigilia, como si fuera un castigo», recuerda el chef Fernando Canales. La Cuaresma, ese periodo de renuncia y purificación, se adueñaba, hasta hace nada de nuestros horizontes y paisajes e imponía una suerte de destierro a nuestros más domésticos placeres. Quienes ronden los 50 recordarán los cines y los bares tapiados por estas fechas, las tallas religiosas ocultas bajo lienzos morados y la tétrica televisión reducida a prédicas y piezas mortificantes contra el Burlador de Sevilla. Las calles eran tomadas por la trompetería disciplinaria, por encadenados penitentes de luto y nazarenos que caminaban junto a los pasos procesionales custodiados por la Guardia Civil, la Policía Armada y los gastadores del Ejército con sus blancos charoles y los máuser apuntando al suelo, a la funerala. Recordarán también la plomiza tristeza de los paseos y la penitencia en el plato, esos días de ayuno y abstinencia marcados a fuego por los aromas del potaje de vigilia con su inolvidable trilogía de garbanzos, espinacas y bacalao. En esas semanas, las tajadas de jamón y demás golosinas estaban desterradas del menú y confinadas a la despensa hasta nueva orden, hasta el Domingo de Gloria. La Cuaresma cristiana que dio comienzo el Miércoles de Ceniza y concluirá este Jueves Santo no es algo de hoy sino que hunde sus raíces en el mundo antiguo. El mismo número 40 de donde procede la palabra, explica Ramón Teja Casuso, «está cargado de simbolismo». 40 años duró, por ejemplo, el éxodo del pueblo judío guiado por Moisés a través del desierto. Y 40 fueron también los días que pasó Cristo retirado y ayunando en soledad. «Son 40 días de oración, penitencia y exclusión», señala Teja, catedrático emérito de Historia Antigua en la universidad de Cantabria. «Las mujeres que daban a luz debían cumplir también con esa cuarentena. Cumplido ese tiempo acudían al templo para ser purificadas en una ceremonia en la que el párroco pronunciaba una plegaria y bendecía a las mujeres con el hisopo y agua
bendita. Esa costumbre se mantuvo entre nosotros hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965)», apunta. En esos ritos de purificación heredados y a los que se entregaban los cristianos desde el siglo I afloraban también rígidos tabúes alimenticios, venidos del judaísmo. «Y aunque con el tiempo se fueron aligerando, al principio los cristianos tenían prohibido comer carne, huevos, leche y todos sus derivados. Tampoco podían mezclar alimentos con sangre y leche», subraya Ramón Teja. En los primeros siglos, el veto se extendía también a miércoles y sábados con lo que los fieles pasaban media semana ayunos. Para quienes no hayan sentido en sus carnes y estómagos las consecuencias de los preceptos conviene recordar que el ayuno consiste en tomar una sola comida al día y que la abstinencia supone privarse totalmente de alimentos para cumplir con el precepto. La vigilia comporta comer platos que no contengan carne. Todo estaba rígidamente establecido. ¡Ah! y no cumplir con semejantes disposiciones suponía para los infractores cometer pecado mortal. «Los diocesanos (feligreses) que no tomen la bula y su indulto pecan mortalmente si no observan la vigilia todos los viernes del año, guardan el ayuno todos los días de Cuaresma y abstinencia con ayuno el Miércoles de Ceniza, todos los viernes y sábados de Cuaresma», advertían las normas obispales de los años 50.
Salvoconducto para carne Y, si al principio se encontraban exentos de cumplir con la Cuaresma «los niños, los fatuos y los locos», la Bula de la Santa Cruzada otorgada por el Papa Julio II a los Reyes Católicos en 1509 y que amparaba a quienes, como cruzados, marchaban a Oriente a luchar contra los mahometanos, echó un capote a los privilegiados que pudieran pagársela. «La Cuaresma se representaba como una vieja con siete pies (por las siete semanas que abarca) y un bacalao seco en la mano. La adquisición de la bula se hizo indicador del estatus social y se hacía ostentación de ella», subraya el escritor jiennense Juan Eslava Galán, autor de ‘Tumbaollas y hambrientos’. Esta suerte de privilegio reservado a los católicos españoles se compraba al párroco y comportaba un «indulto de carnes». Quienes tenían en casa el pergamino, por el que se pagaban entre 50 céntimos y diez pesetas, tenían bula, nunca mejor dicho, para engrosar sus pitanzas con chicha.
Un adelantado. Pese a que la austeridad ha sido un signo de identidad de algunas órdenes monásticas, también es cierto que tras los muros de numerosas abadías tanto la gastronomía como la enología han obtenido avances espectaculares. En la imagen aparece el fraile extremeño Fray Juan Luis Barrera, fallecido el pasado año, y antiguo responsable de la Hospedería de Guadalupe que, bajo su dirección, alcanzó notables cotas culinarias. Fue un pionero en la publicación de libros de recetas monacales. :: JOSÉ MONTES
«Pero si no se disponía de dinero para comprar la bula, tampoco se disponía para adquirir pescado fresco o en conserva. La Cuaresma se convertía en un tiempo de abstinencia obligatorio», recuerda Emilio Pérez, recopilador de costumbres en las penitenciales tierras de Aliste donde los hombres desfilan en es-
tos días vestidos con las mortajas que les acompañarán a los ataúdes en el último viaje. No obstante, la bula sirvió a los españoles para vivir durante estas semanas ajenos al rigor religioso de otros países europeos. El rey francés Luis XIV ordenaba en 1671 que los soldados registrasen los hogares tras el rastro de alimentos prohibidos. Asunto éste de la bulas que no dejó de ocasionar problemas. Y muy gordos. El catedrático Teja recuerda que detrás de la rebelión protestante encabezada por Lutero se encontraba el descontento por las bulas promovidas por el Papa León X, una
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UNA NUEVA MIRADA Una reinterpretación de los hábitos cuaresmales Comer por placer: «Antes se comía para sobrevivir, hoy es placer», apunta Josean Alija. «Cambian los códigos». Esa evidencia da paso a nuevas interpretaciones (ya visibles en la nueva carta: www.joseanalija.com). «La nuestra es una cocina que apuesta por el mar, las verduras y las legumbres». Como muestra, un botón: elementos que podían aparecer en un potaje y que, pasados por el tamiz de la memoria y la tecnología, se presentan hoy así.
suerte de impuesto de obligado cumplimiento, que perseguía recaudar fondos para levantar la basílica de San Pedro de Roma. También es cierto que las abstinencias podían esconder otros propósitos. Isabel I, la Reina Virgen de Inglaterra (1533-1603) estableció que sus súbditos no comiesen carne cuatro días por semana. De este modo fomentó el consumo de pescado y provocó el desarrollo de la flota pesquera inglesa, germen de los marinos, armadores y capitanes que sentarían las bases del dominio británico de los mares (en pugna con la Armada española) en siglos posteriores. Lo que queda fuera de toda duda es que la Cuaresma y sus normas alimentarias impuestas promovían hasta hace nada un evidente control social sobre el cumplimiento de estos preceptos. «No someterse a estos ritos estaba mal visto en la sociedad española, era un estigma», precisa el catedrático Ramón Teja. Al tiempo, sirven para modelar una gastronomía propia, que convierte la privación impuesta en razón para la creatividad culinaria.
anguilas que comía de ‘txiki’. Y, aunque creamos lo contrario, el consumo de pescado en los hogares es una costumbre reciente y por influencia de la Cuaresma que introdujo en las casas el bacalao, un pescado de precio sostenible y fácil de transportar. Tampoco había mucho hábito de comer verdura, excepto en los caseríos», señala Alija. La aparición de salsas tan potentes como la vizcaína, con su grasa, su guindilla y perejil, escondería, apunta el chef, el deseo de potenciar los sabores de una culinaria sosa y anodina. «La cocina vasca está arraigada al sabor de las salsas de pescado y del mar», apunta este rastreador de raíces y sabores. Un cuarto de siglo después de aquel potaje de vigilia que Canales tomaba cada viernes en el colegio, el cocinero funde una ensalada de lentejas con salmón marinado y maquina platos con puré de garbanzos (hummus). «Es lo mismo. Es nuestra cultura», sostiene Fernando Canales. Después de todo, va a resultar que nuestros recuerdos se funden en un potaje de vigilia.
Lentejas viudas y bacalao para los monjes de Silos :: J. MÉNDEZ BILBAO. Si en algún lugar se respetan hoy los códigos cuaresmales es en la abadía benedictina de Santo Domingo de Silos, en Burgos. Durante toda la Cuaresma, la comunidad, una treintena de frailes, cumple con el ayuno y se abstiene de comer carne (excepto los domingos). Tanto el desayuno como la cena son frugales. El padre Alfredo, encargado del condumio, señala que el Viernes Santo («uno de nuestros principales días de ayuno»), el desayuno es «libre», entendiendo por libertad el poner a disposición de los religiosos unos termos de café y leche y algo de pan. El almuerzo es «frugal». Unas lentejas viudas, un trozo de bacalao o sardinas fritas con lechuga, una manzana o fruta del
«Mandan curas y franceses» «En la cocina –puntualiza Josean Alija, el chef del Nerua– han mandado los curas y los franceses». El cocinero del Guggenheim recuerda cómo las prohibiciones de estas fechas se trasladaban a las mesas: en casa de sus ‘aitites’ eran días de potaje de vigilia, de verdel y de chicharros asados. Lo que sobraba, escabechado con un chorrillo de vinagre se servía al día siguiente. «La religión, los curas, han tenido tanto peso y poder que han cambiado nuestra dieta y nuestra manera de comer. Pienso en las setas o en las
El encargado del hospedaje de Silos junto a pensionistas. :: L. Á. GÓMEZ
tiempo y pan es toda su comida. Ese día toca ayunar hasta el día siguiente. Por tanto no se sirve la cena. Aunque, «en general todos» cumplen con el ayuno, al haber monjes mayores (y la ley canónica no obliga al ayuno pasados los 65), se coloca una olla en el refectorio con patatas o puerros hervidos. Quien quiera, ‘ad libitum’, se sirve un plato en silencio. «Y no hay otra cosa». El Domingo de Pascua, en Silos hay «desayuno festivo», bollería hecha por los monjes en la cocina. Pero no piensen en goyerías. Para ellos el lujo es un bollo o un bizcocho. Los huéspedes que viven estos días junto a la comunidad toman esos mismos alimentos. Esa vigilia total, de potaje, pescado (truchas) y huevos, la practican también los franciscanos del Real Monasterio de Guadalupe (Cáceres). Sin embargo, los huéspedes de la Hospedería, reconoce el cocinero Miguel Torrejón, están hoy muy alejados de los preceptos cuaresmales. Eso sí, en carta aparece el potaje extremeño de vigilia (espinacas, acelgas, cardillos, bacalao y arroz), la sopa de tomate, el pisto, el arroz y la menestra que se ajustan a las normas. Como los bacalaos: el monacal (lomo frito con leche, mahonesa, espinacas y un majado de ajo) o el bautizado como Felipe II (bacalao frito con almendra, cebolla y nata). Y, de postres, los pestiños, la leche frita y los quesos de Los Ibores y la Serena.
Los platos Espárrago blanco, endibias, jugo de acelga y eucalipto. Garbanzos guisados con hierbas aromáticas. Alcachofas aceite de oliva Farga, estragón y romero Kokotxas de bacalao al pilpil.
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