LOS TRES
ROSTROS de
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ROMA Texto: Andrew McCarthy
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Fotos: Dave Yoder
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Pocas ciudades logran que uno se sienta en casa como Roma, con su tesoro de barrios bien diferenciados, inconfundibles. Nuestro autor exploró tres barrios y estuvo en el hospedaje típico de cada uno, desde el más sencillo hasta el más lujoso. ¿Cuál fue su favorito? Sigue leyendo.
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Una cara de Roma: la iglesia Trinitá dei Monti y la Escalinata Española gozan de una vista estelar desde la terraza del Hotel Hassler que está de supermoda. Otra cara (izquierda): Dos amantes se abrazan en el centro histórico de la ciudad, un barrio lleno de historia, romance y romanos amantes de la diversión.
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s medianoche; la campana de la iglesia acaba de sonar. Hace apenas un día hubo luna llena. Estoy comiendo gelato sentado en los escalones en medio de la Plaza de Santa María en Trastevere, en Roma, entre un hombre ebrio y una pareja que se besa muy a gusto. Cientos de personas se mueven a mi alrededor. Estoy inmerso en un experimento que está resultando ser muy buena idea.
Ya había visitado Roma antes. Me había hospedado en hoteles de lujo, en pensiones administradas por familias y en departamentos particulares, y en cada circunstancia había tenido una percepción distinta de la ciudad. Pero para esta ocasión había decidido combinar los tres tipos de alojamiento en un solo viaje: empezaría viviendo en la opulencia para luego pasar a vivir razonablemente y terminar en un lugar modesto, en tres barrios diferentes. Quiero ver cómo influyen el entorno y el alojamiento en mi percepción. Me he liberado a mí mismo de la obligación de ver algo en particular; estoy aquí para descubrir los ritmos y las peculiaridades de cada barrio, y quizá algunos de sus secretos. Así que comienzo por lo alto. “Bienvenido, caballero”, dice un hombre
bronceado detrás del mostrador. Y luego frunce el ceño: “O quizá debiera decir ‘bienvenido de nuevo’. Me parece que así es, ¿no?”¿Se acuerda de mí desde hace 10 años? “Soy bueno para recordar rostros”, explica Emanuele Minuz. Llegar a un gran hotel es una de las sensaciones más placenteras en un viaje. Y cuando uno no sólo es bienvenido sino recibido, la sensación toca una fibra esencial. El Hotel Hassler se cuenta entre los mejore sitios para hospedarse del mundo. Las modas van y vienen, pero el Hassler permanece. No podría haber pedido más. Sin embargo, al trasponer la puerta giratoria uno se topa con un mundo diferente. La famosa Escalinata Española, con sus 138 escalones, desciende desde el Hassler hasta el caos de abajo, en la Plaza de España.
Diseñada por un italiano, pagada por un francés y nombrada por la cercana embajada española, esta escalinata de mármol es punto de encuentro para italianos y turistas por igual. No me toma mucho tiempo buscar refugio en el histórico Antico Caffè Greco, en la Vía Condotti. Con sus paredes coloridas, mesas con cubierta de mármol y cuadros de escenas campestres bajo los arcos y los espejos entintados, en sus tiempos fue el refugio de escritores como Goethe, Stendhal y Byron, y sigue siendo encantador. Sí, mi hotel es lujoso, pero sólo siento que he llegado a Roma cuando entro en el Greco. Es un lugar al cual siempre regreso, a veces para ocupar una mesa, a veces para tomarme un espresso en la barra, junto a los residentes, por la cuarta parte del precio.
Accesorios de moda, incluidos algunos para mascotas mimadas, son la norma en la estilera Via Condotti, una calle esencialmente peatonal que lleva a la Plaza de España por la Escalinata Española. También está cerca el legendario Antico Caffè Greco (derecha), establecido en 1760 y frecuentado por escritores desde la época del Romanticismo.
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La fuente de todos: la Fuente de Trevi en Roma ilumina la noche con suntuosa teatralidad... y multitud de admiradores.
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Es obvio que las cosas han cambiado en el barrio desde que el poeta John Keats murió en 1821 en una casa al lado de la Escalinata Española, que hoy es la Casa Keats-Shelley. Desde su habitación, el poeta, que moría de tisis, lanzó una última mirada a los rebaños de cabras, los talleres de los grabadores y los fabricantes de mosaicos. Hoy, desde la misma ventana echo un vistazo a las tiendas de Dior e Yves Saint Laurent y veo un hombre con la cabeza rapada posando para una foto. A salvo otra vez en el refinado restaurante de la azotea del Hassler, admiro la vista de Roma mientras el sol se oculta detrás del Vaticano. Mientras saboreo una fritura de alga marina en puré de manzana con caviar, ¡qué más podría pedirle a la vida! Pero luego del tercer postre ya estoy listo otra vez para codearme con la gente de la calle. Y eso es precisamente lo que uno hace en la Fuente de Trevi. Abarrotada a toda hora, la fuente más grande y famosa de Roma puede parecer un poco una asignatura obligatoria, disparatada y sudorosa para los visitantes. Pero si se visita de noche, la experiencia se transforma en una delicia sensual.
Encuentro un hueco junto a dos personas que comen helado; una muy joven, la otra muy vieja, ambas contentas. Amantes de diferentes formas y tallas me entregan sus cámaras para que les tome fotos. Escucho hablar italiano, inglés, coreano, portugués, alemán y español. Nadie parece extranjero. Hay una confianza juguetona en la multitud. La monumental representación del carro del dios griego Poseidón, hecha por el escultor Nicola Salvi, es un lugar para celebrar la vida. La vida romana. Tarde o temprano todo el mundo se dirige a la orilla de la fuente, da una vuelta, se detiene y, en un momento de vulnerabilidad que nos iguala a todos, lanza una moneda al agua por encima del hombro para asegurar el regreso a Roma. Mi caminata nocturna por las calles adoquinadas me lleva a una apacible manzana y a experimentar uno de esos raros momentos de tranquilidad que sólo ocurren en una urbe bulliciosa que hace una pausa para volver a inhalar. Incluso a esta hora hay alguien que sostiene la puerta para que yo entre en el Hassler. Aunque mi estancia en el Hassler ha sido de lo mejor, sólo me ofrece una velada experiencia
de Roma. Mis caprichos han sido satisfechos, pero me parece que cada vez que dejo el hotel, lo hago con la actitud de un niño sobreprotegido. Llega el momento en que me rebelo y, como adolescente a la salida de la escuela, me precipito por la Escalinata Española y camino por la Vía Condotti hasta el centro storico de Roma, donde me instalo en el Teatro di Pompeo, una pensión familiar, de 13 habitaciones, en el número ocho de Largo del Pallaro. Cuando subo con las manos ocupadas al elevador con cupo para dos personas, Paolo, el hombre del mostrador, salta de su asiento, agarra una sombrilla del paragüero y, con una precisa estocada digna del Zorro (que pasa a unos centímetros de mi mentón) pulsa el número tres en el panel del elevador. La puerta se cierra. “Grazie”, le grito. Un amortiguado “Prego” me llega a través de la puerta del elevador que asciende. El Hassler es cosa del pasado. Mi cuarto es una buhardilla con vigas oscuras en el techo. La vista desde mi única ventana es la fachada deslavada de un edificio, al otro lado la plaza triangular, con los alféizares de las ventanas desbordantes de geranios quemados
Las tiendas típicas italianas, como Bertolucci, que vende juguetes de madera tradicionales (arriba), son la rúbrica del centro histórico de Roma, donde también se hallan varios puntos de referencia romanos de todos los tiempos, como el antiguo Panteón (izquierda), la Plaza Navona, rodeada de cafés, y el bullicioso mercado Campo de’ Fiori.
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por el sol. Observo a un viejo en camiseta que se asoma para abrir los postigos. La vista dista mucho de la que tenía en mi mansión de la colina, pero en esta sí me puedo ubicar. Su escala humana me reconforta. Me siento relajado. El centro histórico era el corazón de la Roma renacentista y barroca. Su arquitectura le debe mucho a los artistas rivales del siglo XVII Gian Lorenzo Bernini, quien diseñó la Fuente de los Cuatro Ríos, en la Plaza Navona, y Francesco Borromini, entre cuyos trabajos más notables está la iglesia de Santa Agnes en Agone, también en la Plaza Navona. Las calles son más estrechas y forman ángulos más caprichosos que las bien ordenadas avenidas alrededor de la Escalinata Española.
piedras de toque, nuestros puntos de familiaridad y de partida. Y a eso contribuye el hecho de que en Roma rara vez tienes que ir muy lejos para ver uno de los “grandes hits”. En el centro histórico, el punto de referencia al cual regreso y admiro varias veces al día es el Panteón, de dos mil años de antigüedad. Esta construcción circular con un pórtico ha sobrevivido desde tiempos antiguos, en parte gracias a que en el siglo VII fue consagrado como iglesia, lo cual le aseguró el mantenimiento cristiano. Miguel Ángel vino a estudiar su domo y su oculus (tragaluz del domo en forma de ojo, que pese a tener unos siete metros de diámetro, no deja pasar la lluvia) antes de diseñar la cúpula de la Basílica de San Pedro.
Cada mañana le compro fruta al mismo vendedor, me instalo en el mismo café en la tranquila Plaza Farnese y veo a un hombre reunirse con su madre en la mesa de junto para tomar café. Llegan procedentes de distintas direcciones. Ella viene tan bien arreglada como él desaliñado. Ella toma sorbos de capuchino mientras él se traga un espresso. Él le cuenta sus problemas; ella asiente y se encoge de hombros. A buena hora se levantan; él se inclina para besarla en la mejilla y se van, cada uno en la misma dirección por donde vino. Es una escena que veo repetirse por toda Roma, y que dice mucho de los italianos. Entre las cosas que ayudan a que nos asentemos en un vecindario están los puntos de referencia locales y nuestra siempre cambiante y a la vez inalterable relación con ellos. Esos edificios o parques con los que nos relacionamos, aún sin verlos, a diario se vuelven nuestras
Al acoplarme a la vida local, experimento el Panteón a lo largo del día: en la quietud de la mañana, temprano; durante las tardes, cuando está agobiado por el tránsito de peatones, y en la noche, cuando su romanticismo ha vuelto. Se empieza a establecer una estrecha relación que una sola visita, sin importar cuán emocionante pueda ser, no logra gestar. Muy distinta es la relación que entablo con un establecimiento que se halla cerca de mi pensión: la Trattoria der Pallaro. Desde su pequeña cocina, Paola Fazi ha estado sirviendo comidas desde hace 46 años. Fazi, una mujer rechoncha y baja con un vestido azul debajo de un gastado delantal, es la madre de las mammas italianas. Lleva el largo cabello entrecano enrollado y sujeto a su cabeza en un chongo que es como una corona. En der Pallaro no hay carta: comes lo que Fazi esté preparando, y sea lo que sea en ese
día en particular, es un montón. Su rostro, de ojos hundidos y nariz aguileña, parece severo mientras supervisa las mesas de la acera con autoridad. No me atrevo a dejar ni un tallarín. Cuando se detiene junto a mi mesa y ve que he limpiado el plato, pone su mano pesadamente sobre mi hombro. Con un pánico que me hace sentir como niño de primaria, levanto la vista. Profundos círculos oscuros enmarcan sus ojos. Ella asiente, despacio. Yo contengo la respiración. Entonces ella deja escapar una sonrisa traviesa. Yo exhalo y descanso mi cabeza en su pecho. Resulta que der Pallaro es más que un comedor local tirándole a cucina rustica, pues una importante página de la historia –o al menos es lo que Fazi cuenta– se escribió justo en este lugar. Mientras me despido, ella sujeta mi brazo y hace que me aproxime. Estoy a la vez asustado por su atención y orgulloso de haberme ganado su afecto. “Julius Caesar, ¿conosci?” “Bueno, no personalmente”. “É morto qui”. (Él murió justo aquí). “¿Aquí?, ¿donde estamos parados?” “Si, morto”. Lo dice en voz baja, con los ojos entrecerrados. “Bajo la cocina”. No es un hecho que pueda confirmar fácilmente, pero no seré yo quien dude de la mamma. A lo mejor Julio César no se terminó sus tallarines. La vida en mi pequeño cuarto del último piso es absolutamente placentera, pero una mañana tomo mi mochila y salgo. Hora de irse. Un último espresso en mi cafetería de la Plaza Farnese y luego bajo por Río Tíber y cruzo el Ponte Sisto, que es sólo para peatones. El puente está vacío, excepto por una pareja de ancianos que camina tomada de la mano en dirección contraria. A mi derecha se ve el Vaticano. Cuando bajo del puente, estoy en Trastevere, barrio de clase trabajadora que originalmente no era parte de la ciudad. Pero hace mucho que esta lo engulló, y desde entonces se ha ido transformando en un crisol de artistas e inmigrantes, así como de trabajadores. Hace 20 años que visité este barrio por primera vez, y me trae dulces recuerdos. Añoraba regresar. Esta vez lo haré como un residente de verdad, hospedándome en un departamento. Luego de varias vueltas equivocadas por escarpadas callejuelas demasiado angostas como para preocuparse por si viene un auto, deslizo la llave maestra en una puerta, subo un tramo de escaleras, abro otra cerradura y abro las puertas
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Un gran bacio viene incluido en la comida de la Trattoria der Pallaro, el reino personal de su dueña y cocinera, Paola Fazi, que en esta foto luce su característico tocado, que es como su corona. “Tú comes lo que Paola está preparando”, explica McCarthy, el autor de este artículo. Los panini de focaccia (página opuesta) llenan el aparador en un local de Campo de’ Fiori.
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4/13/10 12:24:48 PM
¡Salud!, una familia romana celebra un bautizo con una comida al aire libre en Trastevere, un barrio donde la vida diaria ha tomado las calles. de par en par. Estoy en casa. Instantáneamente experimento una sensación de libertad que me agrada, que me permite sentirme casi yo mismo. Con el paso de los días, cada vez que salgo por mi nueva puerta delantera a la calle, me asalta la emoción de la posibilidad, una emoción que siempre estoy buscando y que al parecer encuentro más a menudo cuando viajo. Las guías de viaje famosas no mencionan sitios de interés obligados en Trastevere; es un barrio para vivir. La Plaza de Santa María en Trastevere es el centro de este nuevo mundo, así como la Escalinata Española y el Panteón lo fueron en mis barrios previos. Desde mi nuevo sitio favorito, el Caffè di Marzio, admiro los deslavados mosaicos de la fachada románica de la Basílica de Santa María. El mosaico en una imagen que ha vivido en mi memoria por dos décadas. Mientras lo observo, tomando sorbos de mi primer espresso, pienso qué 84
largo y retorcido camino he seguido a través de los años para volver aquí. En ocasiones, viajar nos ayuda a ver cuán afortunados somos. No puedo borrar la sonrisa de mi rostro. En Trastevere mi mundo se vuelve pequeño en un sentido que me agrada. Aquí, los detalles de la vida en los que rara vez me permito concentrarme allá en casa revelan un patrón de conducta humana que me conecta con un mundo más amplio. Me identifico con casi todo, sin importar qué tan distinto sea. Temprano en la mañana, cuando todavía no hay nadie más merodeando por la fuente de la plaza, miro cómo se entrecruzan los caminos de un cura con un portafolios y una monja que lleva abrazado un ejemplar doblado del periódico Repubblica, sin reconocerse mutuamente. Luego, una mujer con un vestido morado que luce un ojo de igual color se escabulle en una Vespa. Diviso a un anciano ante una mesa cercana a la
mía que saborea un tazón de helado de vainilla como desayuno. Lo miro y deseo que mis hijos hagan lo mismo cuando lleguen a su edad. Una manzana más allá, en el camino hacia mi departamento, paso por el Museo de Roma en Trastevere, un museo citadino ubicado en lo que fuera un monasterio. El piso superior alberga la exposición temporal de un pintor romano de finales del siglo XIX llamado Ettore Roesler Franz. Dada la extraordinaria colección de arte renacentista y barroco de Roma, parece un poco absurdo estar mirando acuarelas de escenas romanas costumbristas de 1800... si acaso pudiera verlas claramente, porque el lugar está bastante oscuro. De hecho, las luces están apagadas. A buena hora la guardiana se da cuenta de que tiene compañía –esta mañana soy el único visitante– y busca el interruptor. Si estas pinturas estuvieran en cualquier lugar menos en Roma, atraerían mucha más
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4/13/10 12:24:50 PM
Viaje inteligente: Roma, Italia Requisitos: los ciudadanos mexicanos no
requieren visa para entrar a Italia. Moneda: el euro; para ver el tipo de cambio actual, visita www.oanda.com. Clave lada internacional: Italia, 39; Roma, 6.
Sitios mencionados
Rental in Rome; www.rentalinrome.com. Otras agencias que alquilan departamentos en Roma son: Best Rent Rome www.bestrentrome.com Feel Home in Rome www.feelhomeinrome.com Italian Vacation Villas www.villasitalia.com Leisure in Rome www.leisureinrome.com Roman Homes www.romanhomes.com Rome Apart Hotels www.romeaparthotels.com Plaza de Santa María en Trastevere
RomePower.com www.romepower.com RomeRents www.romerents.com Rome Sweet Home wwwromesweethome.it Under the Roman Sun www.undertheromansun.com Más información:
Oficina de Turismo de Roma, Vía Parigi 11 6-48-8991. Oficina de Turismo del Gobierno Italiano www.italiantourism.com
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de este reportaje en http://traveler.nationalgeographic.com/photography.
El autor encontró su departamento por medio de:
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Vatican City
Andrew McCarthy, es un escritor frecuente de la edición estadounidense de Traveler y un amante de Italia. Dave Yoder, fotoperiodista radicado en Milán, ha hecho tomas para National Geographic, Time, Newsweek, Forbes, The New York Times y el Instituto Smithsonian. Fotogalería de Roma: puedes ver más fotos
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Antico Caffè Greco. Vía Condotti 86 (www.anticocaffegreco.eu). Bar San Callisto. Plaza San Callisto 9. Tienda Bartolucci. Vía del Pastini 96-98 (www.bartolucci.com/Default.aspx). Basílica de Santa María en Trastevere. Plaza de Santa María en Trastevere (www.santamariaintrastevere.org). Caffè di Marzio. Plaza de Santa María en Trastevere. Hotel Hassler. Plaza Trinitá dei Monti 6 (www.hotelhassler.com). Habitación doble desde 350 euros. Hotel Teatro di Pompeo. Largo del Pallaro 8 (www.hotelteatrodipompeo.it). Habitación doble desde 180 euros. Casa Keats-Shelley. Plaza de España 26 (www.keats-shelley-house.org). Museo de Roma en Trastevere. Plaza San Egidio 1 B (www.museodiromaintrastevere.it). Panteón. Plaza de la Rotonda. Trattoria der Pallaro. Largo del Pallaro 15. Menú fijo a precio fijo. Fuente de Trevi. Entre Vía de la Stamperia y Vía Poli, frente a la Plaza de Trevi.
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atención. Intimistas y detalladas, captan escenas de una vida no muy distinta de la que estoy viviendo en Trastevere: simple, alegre. Siento la cosquilla del descubrimiento conforme deambulo por las salas de exhibición desiertas. Dudo que Ettore Roesler Franz haya tenido alguna vez un público más entusiasta. Más tarde tomo el aperitivo en un verdadero bar de trabajadores: San Callisto. La gente fuma y los niños corretean alrededor. Unos metros más allá, media docena de trabajadores se apiñan en torno a una pequeña mesa entre dos autos estacionados para jugar una acalorada partida de cartas. Otra media docena se inclina para mirar de cerca cómo se van poniendo las cartas sobre la mesa con un chasquido. Atrás, muy atrás, quedaron mis días elegantes en la Escalinata Española. Pareciera que he vivido tres vidas durante este viaje, que ha resultado no sólo una exploración del lugar sino, como todo viaje que valga la pena, una iluminación personal. Sólo por experiencia descubrí que, a la larga, las atenciones y la fantasía hecha realidad en Hassler darían lugar al sentimiento de querer más. Que la venida a menos del paisaje y la pensión familiar inspirarían el deseo de asimilarme al lugar. Que cruzar el Río Tíber hacia la independencia me haría descubrir una sensación de conexión y simplicidad que me había esforzado por alcanzar, tanto en el viaje como en la vida. Ahora, a medianoche en la Plaza de Santa María de Trastevere, cientos de personas pululan a mi alrededor. Nada especial sucede; nadie va a ningún sitio en particular. Como yo, se contentan con sólo estar. Me siento como en casa entre la multitud, agradecido de ser parte de ella. Termino mi gelato, me levanto de mi asiento en la fuente y me abro paso entre la muchedumbre para salir de la plaza. Considero la posibilidad de volverme y echar un último vistazo al escenario, pero sigo caminando. Doy vuelta en mi calle, rebusco en mi bolsillo, saco mi llave maestra y abro la puerta.
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