Encuentros en San Blas

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Encuentros en

San Blas Texto Claudia Muzzi

foto: patricia aridjis.

La naturaleza exuberante de Nayarit acogi贸 a nuestra escritora, quien en ejercicio espiritual se redescubri贸 entre manglares, playa, cocodrilos y muchas aves. Sin perder el sentido del humor aprendi贸 una de las actividades nayaritas predilectas: a pajarear.

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legué a San Blas, como se debería llegar a cualquier destino: sin prejuicios (sólo un recuerdo vago de una canción de Maná). Llevaba la información básica para no pasar como una ignara y la emoción de quien no se ha subido en un avión desde antes del 11 de septiembre de 2001. De manera involuntaria, comunicarlo a mis compañeros me granjeó un poco de simpatía y mucha curiosidad. “¿Pero, por qué?”. “Por motivos personales”, contesté por etiquetar circunstancias que habrían entrado mejor en la categoría “Ironías de la vida”.

La costa cercana a San Blas es ideal para los amantes de la naturaleza y de la buena comida en un ambiente relajado.

“¿Te da miedo volar?”. “No. Es la primera vez que me separo de mi hija de 14 meses. Quizá eso es lo que me inquieta un poco... Y las turbulencias”. Pero el vuelo fue impecable. Me sorprendió que sirvieran cacahuates y bebidas de cortesía, que las sobrecargos aún realizaran su coreografía con mascarillas de oxígeno y la existencia obsoleta de la señal luminosa que prohíbe fumar. Y luego la sorpresa dio lugar a la costumbre (como si no hubieran pasado nueve años) y me puse a platicar con uno de mis compañeros. Aterrizamos en Puerto Vallarta (la otra forma de llegar, vía aérea, es por Tepic) al finalizar la tarde y emprendimos nuestro camino hacia el Norte por una carretera paralela a la costa. Había oscurecido ya, así que no pude hacerme una idea del paisaje ni, cuando llegamos a San Blas, del pueblo porque para llegar al hotel no había que adentrarnos en él. Tras una breve bienvenida en el vestíbulo, nos acompañaron a nuestras habitaciones. Tenía media hora antes de la cena y la utilicé para explorar un poco los jardines del hotel y buscar la playa. El clima era perfecto. El ambiente tenía la consistencia cremosa de la humedad marina, no hacía calor, se veían un montón de estrellas en el cielo. Rodeé la alberca, me topé con una pequeña capilla cerrada en la parte trasera del jardín, llegué a los extremos de la propiedad. Nunca encontré la playa. “Estamos en el estero, Claudia”, me comentó después Doris, una de las cuatro hermanas propietarias del hotel, mientras esperábamos al resto del grupo para la cena. Ella estaba a cargo, intuí por su omnipresencia, por la rapidez con la que había memorizado mi nombre –y el de los demás huéspedes, se entendía–, por la manera en que, sin dejar de prestarte atención al hablar, estaba pendiente del más mínimo movimiento a su alrededor.

Cuando se congregó el grupo, nos presentó a Diana, otra de las hermanas, quien estaba al frente de El Delfín, el restaurante del hotel. Nos extendió una hoja con el menú para la cena. En lo que nos servían las bebidas, Doris explicó que el tema de este viaje giraba en torno a las aves y culminaría con la inauguración del Sexto Festival Internacional de las Aves Migratorias. La cena se desplegó frente a nosotros: brocheta de camarón con salsa al chipotle, sopa de chícharo y menta, pescado a la mostaza y perejil, helado de limón con albahaca y la presentación de Betty, la tercera de las hermanas, chef (por cierto, discípula de Juan Mari Arzak) y obvia responsable de la cena.

Jueves. Mexcaltitán Tomé un café en lo que me preparaba y desempacaba. Miré hacia afuera por la ventana. Ni pueblo ni mar. Alcanzaba a ver una cancha deportiva con pasto y una calle. Después del desayuno, dejamos las llaves de las habitaciones con Josefina, la cuarta de las hermanas, y a la carretera de nuevo. No tenía ningún conocimiento previo sobre San Blas y ahora, conforme pasaba el tiempo, sin verlo aún, la expectativa crecía. Paramos en Santiago Ixcuintla, donde nos encontramos con Lilia, directora del Museo del Origen en la isla de Mexcaltitán, nuestra guía. La importancia de la isla estriba en que, de acuerdo con un buen número de historiadores e investigadores, todo apunta para que se trate de la legendaria Aztlán. La Batanga es el embarcadero en el que tomamos el bote que nos llevó, durante media hora, por una laguna rodeada de mangles, hasta desembarcar en un muelle rústico que me ofreció el primer avistamiento de aves del viaje: garzas sobre motores de lanchas y pelícanos gordos y grises.

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Mexcaltitán es una isla oval, de 400 metros de largo por 350 de ancho. Las banquetas son muy altas porque, debido a las crecidas periódicas de la laguna, las calles se inundan y se convierten en canales que los habitantes navegan o vadean. De hecho, el nombre de una de las calles es Venecia. Su economía se sustenta principalmente de la pesca de camarón y jaiba y, en menor medida, de la fabricación de artesanías de mangle. Llegamos hacia mediodía, cuando la mayoría de los isleños ha vuelto de pescar y descansa en hamacas, indiferentes o acostumbrados a los turistas. Los niños salían de la escuela y se detenían en algún puesto callejero a comprar juguetes chinos o se perseguían unos a otros, sin preocuparse por ser atropellados porque no hay automóviles en la isla. Recorrimos el Museo del Origen bajo la orientación del hermano de Lilia, quien había pasado un momento a casa a llevar comida a su familia. Una reproducción del Códice Boturini narra la travesía de los mexicas desde Aztlán hacia el sitio en el que fundarían Tenochtitlán. Antes de dejar la isla, comimos en La alberca, un restaurante abierto junto a la laguna. Seguramente atraídas por el olor, las gaviotas se acercaban constantemente. Huelga decirlo, el camarón dominaba el menú: camarones cucaracha (fritos hasta que crujen, con ajo y salsa Huichol), en paté, en aguachile, en empanadas o albóndigas; el platillo más peculiar fue el tlaxtihuille, un mole de camarón, espesado con masa y condimentado con chile pico de pájaro. A nuestro regreso visitamos las ruinas del fuerte y el templo de la Virgen del Rosario, National Geographic Traveler

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prácticamente lo único que queda del San Blas colonial, cuando fue uno de los dos puertos más importantes del Pacífico, desde donde se emprendió la exploración de las Californias y al que llegaba la Nao de China. La vista hacia el mar y el estero era inmejorable, y la luz oblicua que se filtraba por las ventanas de la contaduría (nombre que dan los locales a esta antigua aduana) creaba un ambiente de fantasmagoría tropical inédito. Atardecía. De regreso al hotel, cenamos en El Delfín. El menú: taquitos de camarón con perejil frito, ensalada de pulpo con mayonesa al cilantro, pescado en mantequilla blanca con champiñones y cebollines, flan de camote con salsa de naranja. Un tequila y una cerveza.

Viernes. Isla Isabel Nos encontramos a las seis de la mañana en el restaurante. Hacía fresco y el café cayó como una bendición, igual que el pan casero con la mermelada de guayabas provenientes del huerto de Betty. Las hermanas Vázquez se convertían en una fuerza religadora y nodriza. Doris entregó una hielera con sándwiches, frutas y bebidas para nuestra jornada y nos acompañó a la escala náutica para presentarnos a Jorge Castrejón, el director de áreas protegidas, y para asegurarse de que todo estuviera en orden con nuestra embarcación, que se abasteció de combustible en una bomba de gasolina encaramada en un muelle. Me senté junto a Jorge en la proa. Había clareado ya pero el sol tardaría en aparecer. Nos alejamos del estero del Pozo y, pese a que, en el punto en el que se encontraba con

foto: patricia aridjis.

El bobo café es una de las 92 especies de aves registradas en la isla Isabel.

el mar estaba ceñido por un par de escolleras laterales, nos salpicamos un poco al chocar contra las olas. Dejamos atrás un peñasco blanco, llamado Haramara, lugar de culto a la diosa del mar para los huicholes, y nos fuimos alejando de la línea costera. Había unos cuantos barcos camaroneros y Jorge, con cierta resignación, nos explicó que no era fácil conciliar ecología y pesca. Fue un trayecto zigzagueante: nuestro capitán había visto ballenas jorobadas en los alrededores y dedicamos una buena hora y media a acercarnos a ellas y a admirarnos frente a los chorros de agua que emiten al respirar y a sus saltos espectaculares. Luego, como puntitos en el horizonte, avistamos las Islas Marías. Un poco más tarde, Isla Isabel, que, conforme nos acercamos, reveló un par de promontorios en su perfil. En ese momento, dejamos de pensar en las ballenas y la atención se volcó por completo hacia la isla. No era desierta, como en algún momento pensé tras saber que se trababa de un Parque Nacional y que carecía de agua dulce. En ella habitaba una comunidad de 150 pescadores temporales autorizados a trabajar en las inmediaciones de la isla. En el promontorio izquierdo había un faro mientras que, del lado derecho, la geografía mostraba la naturaleza volcánica de la isla: era como si en algún momento la piedra porosa hubiera cedido y medio cerro hubiese caído al mar. El corte transversal dejaba ver las tonalidades rojizas de las entrañas de lo que bien pudo haber sido un cráter hace muchísimo tiempo. Actualmente esa ladera abrupta es sitio de anidación de muchas de las aves que pueblan la isla. Cuando abocamos, Jorge llamó por radio para que uno de los pescadores se acercara a recogernos. Debíamos fondear a una cierta distancia porque la isla está rodeada de arrecifes y la playa en la que se desembarca está en una bahía pequeña y muy cerrada. El agua es transparente y somera, con tonalidades verdes y turquesas y es posible ver algunos peces. Más allá de su importancia como santuario de aves, esta isla está rodeada de corales lo que hace que esnorquelear aquí sea un festín. Apenas se apagaron los motores de la embarcación, no se hizo el silencio. Chillidos y graznidos en varios decibeles llenaban el aire, correspondiéndose con las bandadas densas que sobrevolaban la isla. Las gaviotas me

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Las amplias playas de la regi贸n son ideales para departir con amigos. Mexcatitl谩n tiene el encanto de los lugares por los que el tiempo parece no pasar.

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Natio

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fotos: alberto torres.

En sta parte de la costa nayarita, la vida es tranquila, y el ambiente rĂşstico y amigable te acoge de inmediato.

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foto: patricia aridjis.

parecieron increíblemente ruidosas. Por lo que aprendí ese día, pueden ser también agresivas y dar picotazos a los visitantes. Desembarcamos en la playa Tiburoneros, asentada en la comunidad de pescadores. Es una hilera de 24 barracas de lámina color ladrillo con techos verdes a dos aguas. Sus lanchas descansaban sobre la arena y un olor punzante a pescado te envolvía de inmediato. En 1976, Jacques Cousteau permaneció en la isla durante nueve meses para realizar un documental, The Sea Birds of Isabela, y sugirió que fuera declarada Parque Nacional, lo que sucedió en 1980 y se tuvo la intención de crear una base de investigación que se quedó en una estructura inacabada de cemento, ahora utilizada para dar resguardo a los investigadores que realizan estancias temporales. Antes de comenzar el recorrido, nos reunimos en esta palapa con Jorge y dos ingenieros compañeros suyos encargados del día a día de la isla. Nos dieron datos generales y recomendaciones. A partir de este momento, todo adquirió una textura de extrañeza indefinible. Al dejar la palapa tuve que dar un rodeo porque muchas iguanas me impedían el paso. Yacían al sol, sobre el cemento, una junto a la otra. ¡Nunca había visto tantas juntas! Nos abrimos paso por un sendero hecho a base de pisadas, entre los arbustos. Árboles bajos albergaban nidos de fragatas en sus copas, el ave más abundante de la isla. De pronto era como el País de las Maravillas: las aves lucían enormes para el tamaño del árbol que las soportaba. Con una envergadura que podía alcanzar los 1.80 metros y una destreza aérea envidiable, descansaban impasibles, mirándome sin mucho interés y sin el menor temor. Tuve una primera revelación: estas aves pueden prosperar tan prolíficamente aquí porque no conocen depredadores y, por lo mismo, no se asustan al vernos. Grandes, gordas y negras, con sus picos especializados para pescar, se arrejuntan para ver pasar la vida. En algunos machos se podía ver el saco gular enrojecido, diseñado para atraer a las hembras. Sin embargo, según nos explicó Jorge, no estaban en temporada de reproducción. Pero cuando lo fue, el mal tiempo había destruido sus nidos por lo que sus ciclos naturales se habían alterado. Enseguida, conforme ascendíamos por el Cerro del Faro, nos pidieron que estuviéramos atentos a las hierbas que pudieran engancharse en nuestra ropa: eran semillas de un pasto no

No por nada

alguien ya había descrito a la Isla Isabel como una Galápagos en miniatura. nativo y debíamos evitar llevarlo a otras zonas de la isla puesto que desplazaba especies locales y amenazaba los nidos de las fragatas. Segundo momento de extrañeza: este ecosistema insular tenía la precisión de la maquinaria de un reloj, pero era fragilísimo, y yo podía perturbarlo en cualquier momento, con sólo mover involuntariamente algo que, para mi entender citadino, era un simple abrojo. Al llegar a la cima, me topé con una explanada rocosa y blanqueada, no había ya árboles ni arbustos, y prevalecía el olor a guano. Era la zona de los pájaros bobos, que anidan a nivel del suelo (sólo el patas rojas anida en los árboles y lo veríamos después). Vimos bobos cafés y bobos patas azules. Al acercarnos al acantilado, en la parte opuesta a la que desembarcamos, los vimos enseñar a sus crías a volar. Hubo un momento en el que no me atreví a dar un paso más; la sensación que había experimentado al toparme con las iguanas regresó potenciada: allá abajo, de cierta manera, no había dejado aún una zona familiar, después de todo, era cemento lo que pisaba; pero ahí arriba me sentí una intrusa, creí ver miradas hostiles en los bobos y empezó a resonar en mi mente una pregunta “¿Quién te dio permiso, Claudia?”.

Para cuando bajamos a la playa del Ocaso ya era todo un paisaje extraterrestre: una amplia zona intermareal compuesta por arena, roca basáltica y fragmentos de coral. Cuando el mar está tranquilo se pueden llegar a ver borbollones provocados por la actividad volcánica que aún persiste. No por nada alguien había descrito a Isla Isabel como una Galápagos en miniatura: sólo en un paisaje como este podría vivir el solitario Jorge, el último espécimen de una subespecie de la tortuga de Galápagos. La sensación de estar de más no me abandonó ya durante el tiempo que permanecí en la isla. Cruzamos, agachados, entre árboles secos y espinosos, para volver al asentamiento de los pescadores, desde donde subimos hacia el único cráter completo que queda en Isabel: un lago de agua hipersalina y azufrada. Nos acercamos a otro acantilado, vimos otros bobos más agresivos (pensé que habrían aprendido algo de las gaviotas revoltosas). Antes de emprender el regreso, tuve oportunidad de conversar con algunos de los investigadores que trabajaban en la isla. Estudiaban la relación entre ciertas esponjas y corales. Estaba entusiasmada con la idea de esnorquelear, pero nos avisaron que debíamos irnos. En la embarcación, el capitán pidió –con lo que no pude sino calificar como vestigios arraigadísimos de machismo náutico a falta de otras razones más poderosas– que las mujeres –Patricia y yo– nos sentáramos en la proa. Jorge nos acompañó. La tarde caía y Jorge nos platicaba cómo, más allá de ser encargado de áreas protegidas, a veces tenía que fungir como mediador entre los pescadores de la isla y los de tierra firme que anhelaban una oportunidad

El origen volcánico de Isla Isabel ha creado las condiciones que la convierten en un santuario de aves.

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insular; nos contó anécdotas sobre los pescadores náufragos que plagaron los noticiarios nacionales hace algunos años. A ratos dejábamos de hablar; el ruido del motor se convertía en un mantra. Pensé que, si bien la presencia de humanos en Isabel sería idealmente indeseable, en las condiciones actuales es necesaria: los pescadores, a cambio de hacer uso de las aguas, cuidan la isla; los investigadores contribuyen a preservarla de una mejor manera. Si el hombre había roto el equilibrio, sólo él podía asegurarse de que se restableciera. Ya había anochecido cuando me abandonó la extrañeza y le sobrevino una felicidad extraña: me sentí privilegiada por haber conocido Isabel. Al llegar a la cena, Doris nos miraba con la cara de alguien que ha atestiguado ya muchas conversiones.

Sábado. La Tovara San Blas está en la región de marismas nacionales, comprendida del norte de Nayarit al sur de Sinaloa y conformada por una red de lagunas, ríos, manglares y pantanos. Es la extensión más grande de manglares en el Pacífico mexicano y alberga una gran biodiversidad que le ha merecido el estatus de área protegida. Llegamos temprano a un embarcadero llamado El Conchal, en el río San Cristóbal. Don Chencho, nuestro guía, nos esperaba. Con el paso del tiempo, él, como muchos otros compañeros suyos, se fueron especializando en el conocimiento de aves al volverse San Blas un destino preferido para quienes gustan de pajarear, como le llaman a esta afición. Nos adentramos por los canales –despejados periódicamente por la gente del lugar– cada vez más estrechos, flanqueados por mangles

Los laberintos de mangles que se extienden por buena parte de Nayarit lo convierten en destino para muchas aves migratorias. National Geographic Traveler

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fotos: patricia aridjis.

Una bandada de garzas vaqueras en La Tovara.

impresionantes: rojo, negro, blanco y chino. Íbamos muy despacio, escuchando las descripciones de nuestro guía quien, con una vista agudísima, detectaba cuanta especie pudiera ser digna de nuestra atención. Vimos muchos tipos de garzas –imperial, espátula rosada, verde...– halcones, caracoleros, patos, ibis, zarapitos, picopandos y zopilotes. Nos acercamos temerariamente a cocodrilos enormes que descansaban sobre troncos en la orilla del canal y que, en cuanto nos percibieron, desaparecieron bajo el agua turbia. En las partes más estrechas, las ramas de los mangles formaban arcos, de pronto tan bajos, que debíamos agachar la cabeza para librarlos. Era como si la naturaleza nos engullera; la lancha era la única barrera entre nosotros y ese ecosistema implacable. Para mediodía, la actividad de las aves había hecho una pausa. Volvimos, entonces, a San Blas y fuimos a comer a la playa Las Islitas, a no más de 10 minutos en automóvil. Tras instalarnos en una cabañita decidí meterme en el mar. El agua es baja, de oleaje tranquilo, y puedes adentrarte bastante caminando. Por fin probé la especialidad de la región: el pescado zarandeado que tradicionalmente se preparaba en un enrejado de mangle blanco, pero debido a una restricción en el uso de esa madera, actualmente se cuece a la leña. Es una delicia, de cualquier manera. El mojo que le da su sabor característico es una mezcla de especias y salsas. Además, comimos ceviche y chicharrón de pescado. En la tarde, volvimos con Don Chencho para continuar con la visita laberíntica a los manglares. Fuimos por el canal de la Tovara, palabra que, nos explicó, en huichol o cora, significa agua que corre por piedra caliza forrada por sus barros, lo cual, prosiguió, da a entender que se trata de un volcán de agua. Además de poder ver nuevamente muchas de las especies con las que nos habíamos topado en la mañana, pudimos atisbar a la esquiva garza tigre, cormoranes y un bienparado norteño, una lechuza cuya cabeza podría pertenecer a la de un camaleón. Rarísimo. Vimos también, en una zona en que el canal se ampliaba y formaba una especie de laguna, los palafitos que se utilizaron en la película Cabeza de vaca. De vuelta en los canales angostos, vimos helechos gigantes, el lirio araña, con tentáculos blancos y fantasmagóricos y, conforme nos adentrábamos, el mangle cedía el paso a los carrizales que ahora ceñían el camino. Empezaba a atardecer, bandadas de aves volvían

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fotos: patricia aridjis (arriba) alberto torres (abajo).

Avistar la gran cantidad de especies, como esta garza espátula rosada, es una experiencia innolvidable.

La pesca deportiva y, en invierno, el avistamiento de ballenas jorobadas invitan a los amantes de las actividades marinas.

a sus árboles para pasar la noche. Unos árbo les enormes cuyas ramas escuálidas se dobla ban sobre el canal creaban una atmósfera entre onírica y siniestra que terminó de adquirir una textura totalmente fantástica con un árbol com pletamente blanco: el color era producto del excremento seco de las aves y de ellas mismas: era el árbol de las garzas vaqueras que llegaban simultáneamente. Vimos también un insecto al que llaman dios porque camina sobre el agua y visitamos brevemente el cocodrilario. Ya ha bía oscurecido cuando emprendimos la vuelta. Estar en un manglar en la noche es de las ex periencias más inquietantes que uno puede te ner: hay miles de ruidos no identificables, sabes que, mucho antes de que tus ojos puedan dis tinguir siquiera alguna forma, hay ya muchos otros ojos que ya te identificaron. El fanal de la panga, por momentos, te daba una idea vaga de la densidad poblacional de insectos volado res. De nuevo, sentí que la naturaleza me ponía en mi lugar. Al desembarcar estaba cansada y ansiosa. Sólo me sentí reconfortada después de escuchar los balbuceos de mi hija por teléfono y cuando terminé de cenar (ceviche de pesca do con perejil y orégano; tártara de camarón con soya y ajonjolí; lomo de puerco con chut ney de manzana y helado de fresa).

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San blas

Pasé una noche inquieta. Tenía el pendiente de levantarme antes de las cinco porque teníamos programado pajarear desde muy temprano. Por alguna extraña razón, en Utah, además de mormones, hay pajareros, y vienen a San Blas a ejercer su pasatiempo. Uno de ellos, Mark Stackhouse, se quedó, se casó con una mujer local y es guía de avistamiento de aves. Partimos cuando todavía estaba oscuro por la carretera tierra adentro a Tepic y desviamos hacia Tecuitata por un camino de terracería en los inicios de la sierra. Dejamos la camioneta y empezamos el recorrido a pie. Estábamos a unos 300 metros sobre el nivel del mar en una selva baja o bosque tropical. Esta ruta de observación de aves requiere paciencia y sabiduría: Mark instala su telescopio y apunta a la copa de un árbol lejano; escucha, observa (la cantidad de fruta que tiene un árbol, por ejemplo), deduce (el pájaro estuvo aquí hace dos días, quizá se mueva a otro con alimento más fresco) y anuncia: “Aquí ha estado un tecolotito de Colima. Vamos a llamarlo”. Y, con una pericia sorprendente, imita el ulular de esta ave. Enseguida, escuchamos un barullo. “Como es un depredador, los otros pájaros hacen escándalo

Tiene el encanto y la parsimonia de los pueblos chicos y costeños que no suelen estar abarrotados por turistas. para ahuyentarlo”, comenta. Prosigue con el llamado y entonces el tecolote contesta. Mark emite un sonido, el tecolote, otro. Mark dos; el tecolote, dos. Y así sucesivamente. “Sabe contar y está furioso porque piensa que soy otro tecolote invadiendo su territorio”. Guarda silencio. Redirecciona su telescopio hacia una rama del árbol predicho. “Miren, ahí está”. Es hermoso y minúsculo. No más de 15 centímetros de altura, calculé. Mark llevaba consigo también un par de binoculares y un iPod con bocinas con grabaciones de los cantos de las aves que solía buscar. Estuvimos un rato más. Mark logró distinguir los sonidos de pericos mexicanos, urracas, chipes, rabijuncos pico rojos y pájaros carpinteros. Vimos gavilanes y un halcón que planeaban en círculos ascendentes aprovechando las

Playas interminables, algunas con olas perfectas para el surf. National Geographic Traveler

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corrientes de aire. Hacia las diez y media subimos a la camioneta y ascendimos hasta encontrarnos con gente del lugar que nos esperaba con unos huevitos a la mexicana, frijoles y café recién hecho cultivado en ese paraje. Habían montado un par de mesitas en ese claro en la ladera oeste de la montaña y teníamos una vista excepcional: el descenso de la sierra hasta San Blas y luego el mar. Esa tarde pude por fin dedicarme a recorrer San Blas. Tiene el encanto y la parsimonia de los pueblos chicos y costeños que no suelen estar abarrotados de turistas (pese a que hay señales claras de que es un sitio que recibe constantemente visitas de fuereños y el recuerdo de un verano –el que siguió a cuando se hizo popular la canción de Maná– en el que hubo una afluencia desatada de visitantes). Fue ideal para un domingo en la tarde la visita a la playa El Borrego, a la que se llega a pie y tiene cabañitas rústicas que ofrecen platillos locales y frescos. A la vuelta, se puede comprar un pan de plátano, especialidad de la región, e ir a dar la vuelta a la plaza, o si se prefiere algo más intenso, hay playas en las que se puede surfear. Tras una comida tardía en el hotel –y absolutamente espectacular, en especial la sopa de

foto: alberto torres.

Domingo. Tecuitata

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Las artesanías de chaquira son típicas de los huicholes de la región.

jitomate con camarón al eneldo– volvimos al centro para la inauguración del festival de las aves migratorias. La plaza estaba llena y había un ambiente festivo. La gente estaba orgullosa de que su pueblo fuera sede por sexta ocasión de un festival que celebraba sus maravillas naturales.

Lunes. Frutas extrañas Después del último desayuno, aproveché para recorrer el hotel. Fui hacia la parte trasera, más

allá de la capilla, hasta una zona que, deduje, era el territorio en el que habitaban seguramente las hermanas. Había también un huerto en el que Betty cultivaba muchos de los ingredientes para su cocina. Volví y, al final de un camino de piedra, me encontré con la capilla que había visto el primer día. Tenía una escalinata semicircular y estaba abierta. Era pequeña y luminosa, con dos hileras de cinco filas de bancas de madera cada una y ventanas altas y verticales.

El ambiente era como de un convento, en donde cada uno tenía bien delimitadas sus funciones y las llevaba a cabo con gozo y entrega. Supe entonces que todo este viaje había sido una suerte de retiro, con una conducción sutil y amorosa de las hermanas. Nos despedimos al mediodía y subimos a la camioneta para volver a Puerto Vallarta. Con luz, pude ver la cantidad de cultivos que hay en la zona y, particularmente, me llamó mucho la atención el de frutas típicamente asiáticas como el noni, el lichi y la yaka. Esta última había estado por un periodo breve en los supermercados capitalinos hace unos 10 años, pero, por lo visto, no gustó. Sin embargo en esta región había locales especializados –y puestos informales a los lados de la carretera– en los que vendían helado, pasteles, dulces y conservas. Frutas extrañas o exóticas para los capitalinos cosmopolitas, qué ironía, pero cotidianas para la gente de Nayarit. Dejé San Blas como se deberían dejar todos los sitios: sorprendida, extrañada y, por si fuera poco, iluminada. Claudia Muzzi es coordinadora editorial de la revista National Geographic en Español. Estudio Letras Hispánicas en la UNAM.

Libro de consulta

Lo esencial de San Blas Cómo llegar: San Blas está a 62 kilómetros al noroeste de Tepic, por la carretera 15. Lo ideal es llegar por avión a Tepic o a Puerto Vallarta y de ahí moverse por tierra.

Hospedaje - Hotel Garza Canela Paredes 106 Sur, San Blas, Nayarit. Tel. (323) 258 0112 / 01 800 71 323 13 www.garzacanela.com

Para visitar:

- Isla Isabel: debes contactar a un prestador de servicios autorizado. La entrada cuesta 50 pesos por día. El transporte se cobra aparte. - La Tovara: en el embarcadero El Conchal. Precio: 150 pesos por persona. - Guía de avistamiento de aves, Mark Stackhouse: Tel. (323) 285 1243 (mark@westwings.com).

Dónde comer

- Restaurante El Delfín Hotel Garza Canela - Restaurante La Isla Calle Paredes esq. Mercado.

fotos: patricia aridjis.

Para tomar algo - San Blas Social Club Juárez esq. con Canalizo.

Cuándo ir La mejor época es de noviembre a mayo. El festival de las aves migratorias suele llevarse a cabo a finales de enero.

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