1 Ferraté, Juan, Dinámica de la poesía, Barcelona, Seix Barral, 1968.
[42] BAUDELAIRE, POETA DIDÁCTICO Estas notas se escribieron para conmemorar los cien años de la primera edición de Les Fleurs du Mal (1857). En ellas expongo un punto de vista sobre lo que me parece constituir el centro de la creación de Baudelaire, apoyando mis afirmaciones con el análisis de algunos ejemplos. Para la descripción adecuada de la poesía de Baudelaire hay que partir, a mi entender, de dos ideas principales. Primero, en cuanto a su intención total, la poesía de Baudelaire es una poesía de carácter didáctico, en el sentido de que se orienta ante todo a la sacudida de la conciencia moral del lector. Segundo, en cuanto a los medios imaginativos puestos en obra para el logro de aquella intención, la poesía de Baudelaire se caracteriza, de una parte, por la constante excitación en el ánimo del lector, en formas muy variadas, de movimientos de atracción y repulsión simultáneos o sucesivos acerca de un mismo objeto o en el curso de un mismo poema; y, de otra parte, por la presentación de dichos movimientos como si acontecieran en gran parte y sobre todo en el ánimo del propio poeta, quien de esta manera resulta ejercer la función de contraste permanente de las tensiones presentes en el poema, de su acción y de sus efectos, y la de ejemplo vivo de cómo dichas tensiones se integran en cada caso en una unidad fáctica. Cabe añadir por último, aunque el desarrollo de este punto [43] queda fuera de mi propósito, que, en cuanto a sus recursos formales, la poesía de Baudelaire se caracteriza no sólo por la extremada concentración expresiva que ha sido con frecuencia señalada, sino sobre todo por el hecho de que, sobre los elementos contrastantes por atracción y repulsión, se impone una estructura verbal al propio tiempo clara y firme y líricamente muy sugestiva. En este doble carácter de la estructura verbal estriba el que la poesía de Baudelaire no se pierda ni en la vaga alucinación a que podía llevar su economía expresiva, ni en la seca armazón de paradojas a que podía dar lugar su intención moral. Voy a considerar aquí los dos primeros puntos, que son la parte principal de mi tesis. El carácter didáctico de la poesía de Baudelaire no es noción común. Incluso es posible que su afirmación tenga al pronto el aire de una impertinencia. Sin embargo, es, a mi juicio, el rasgo más importante de la poesía de Baudelaire. (No digo, como es natural, que sea el rasgo que confiere a ésta su importancia. La excelencia estética no es el objeto de la discusión presente.) Si no se destaca habitualmente dicha intención moral, es lo más normal, en cambio, que se recurra a Les Fleurs du Mal como fuente de primer orden para el conocimiento íntimo de Baudelaire. Debo decir que las noticias sobre la infelicidad de Charles Baudelaire, sobre sus presuntos vicios, sus fracasos y sus errores, sobre su temperamento y sobre sus ideas, y, en general, las consideraciones acerca del condicionamiento biográfico, psíquico e ideológico de su obra, no tienen, para mí, mayor interés. La poesía de Baudelaire ha sido estudiada en relación con su vida y como un elemento de ella, desde todos los puntos de vista. Sin embargo, como hecho moral, repito, la poesía de Baudelaire no me interesa. No me atrae de ninguna manera saber, por ejemplo, que Baudelaire escribió en uno de sus diarios que «la volupté unique et suprême de l’amour gît dans la certitude de faire le mal» [«la voluptuosidad única y suprema del amor yace en la certeza de hacer el mal»], aunque eso al parecer pudiera [44] servirme para una lectura más adecuada de la serie dedicada a Jeanne Duval. No me interesa críticamente nada de
2 eso, porque de hecho nada de eso, en cuanto tal (esto es, en cuanto algo propio del hombre Baudelaire), está integrado formalmente en la obra (aunque tal vez pudiera estarlo, o pueda parecer que lo está, como de hecho lo parece). Si aceptamos de momento la idea de que la poesía ejerce una función comunicativa (lo cual, en el sentido de una comunicación «ficticia», es verdad), diría que lo comunicado por la poesía de Baudelaire no es nada que tenga que ver directamente con su vida; es por esto por lo que, mientras me ocupo de aquélla, ésta no tiene por qué importarme. Pero ocurre que, tan pronto dejo de considerar la poesía de Baudelaire como hecho moral, me veo al punto obligado a ver sus temas morales a una nueva luz: ya no como trasunto de las experiencias propias del ciudadano Baudelaire, sino como representación de otras experiencias, idealmente tal vez idénticas a las primeras (aunque las experiencias poéticas no sean nunca reales, sino sólo posibles en cada uno de los poemas), las cuales, además, tienen un carácter moral no sólo en tanto que son experiencias humanas (ése sería su sentido moral genérico), sino en tanto que versan sobre un conflicto, o tienen alguna relación con un conflicto, de naturaleza específicamente moral. La naturaleza moral específica de las experiencias descritas en los distintos poemas de Les Fleurs du Mal es lo que confiere a esta obra su carácter didáctico, desde el momento que Baudelaire consigue que el lector participe en el conflicto, cualquiera que éste sea, incorporado temáticamente en dichos poemas. Es cierto, sin embargo, que la poesía de Baudelaire no se adscribe formalmente al género didáctico, esto es, no se aplica a la exposición de una doctrina, ni siquiera bajo especies alegóricas. La parte de exposición doctrinal que la poesía de Baudelaire contiene o de símbolos alegóricos que adopta es mínima, y en todo caso los enunciados y las alegorías se someten normal[45]mente a una superior intención que, a riesgo de parecer contradecirme, sólo puedo llamar lírica. Existe un lirismo didáctico. Es aquel donde la conmoción lírica tiene por base una experiencia moral específica, esto es, una experiencia cuya tonalidad axiológica principal es de orden ético. Dicho con más detalle, es aquel lirismo donde la sacudida emotiva procede de la presencia en el objeto considerado de una relación que afecta nuestro ordenamiento habitual de las cosas de acuerdo con una escala de valores morales. Cuando en Baudelaire leemos:
O mon cher Belzébuth, je t'adore (XXXVII «Le Possédé»),
¡Estimado Belcebú, te adoro (XXXVII «El poseído»)
O bien: Tout cela ne vaut pas le terrible prodige
Mas no vale todo eso, no, el terrible prodigio
De ta salive qui mord,
de tu saliva que muerde,
Qui plonge dans l’oubli mon âme sans remord,
que sin remordimiento hunde mi alma en el olvido,
Et, charriant la vertige,
y el vértigo arrastrando,
La roule défaillante aux river de la Mort!
¡la hace rodar sin fuerzas a orillas de la muerte!
(XLIX «Le Poison»)
(XLIX «El veneno»)
la contrariedad descrita en estos como en tantos otros pasajes semejantes no puede menos que trastornar nuestras ideas acerca del orden de valores morales incorporado en las cosas humanas. Pero es también cierto (la comprobación está a la mano, en los poemas de donde acabo de citar) que nuestra sacudida es de orden emotivo, no intelectual; lírica, por consiguiente, ya que tiene por objeto la emoción ínsita en una relación objetiva, no esta relación misma, en cuanto tal.
3 Dicho de otra manera, Baudelaire no instruye: presenta, o, si se prefiere, representa intuitivamente, nos pone ante los ojos, la necesidad fáctica, aquí y ahora en el poema, de una relación que, situa[46]dos en el punto de vista, ajeno a la poesía, de la realidad de nuestra vida y de los valores que tienen curso en ella, resulta imprevista e insoportable. De ahí nuestra conmoción; pero, al mismo tiempo, es innegable que sólo un análisis ulterior, una elaboración intelectual de la experiencia obtenida con dicha conmoción puede llevarnos a consecuencias prácticas en la realidad. Por lo tanto, el poeta no se ha salido del campo lírico donde tiene él su propia tarea, aunque la intención lírica se combine de algún modo con la intención didáctica. Con esto pasamos a nuestro segundo punto, o sea, los principales medios imaginativos a que recurre Baudelaire. De hecho, la preferencia de Baudelaire por una descripción de la experiencia bajo la óptica de los conflictos morales en ella contenidos debe concebirse como una especificación particular de la irresistible tendencia de su imaginación a ver todas las cosas y el mundo todo bajo la especie del conflicto, de la paradoja, la contrariedad y la ambigüedad. No es, pues, este rasgo de la imaginación de Baudelaire, una derivación de su mente moral (puesto que la experiencia moral no tiene por qué ser necesariamente la experiencia de un conflicto), sino que, por el contrario, su moralismo, en el modo peculiar como se manifiesta, es consecuencia de aquella tendencia imaginativa: «Il y a dans tout homme à toute heure deux postulations simultanées, l’une vers Dieu, l’autre vers Satan» [«Hay en todo hombre en cualquier momento dos postulaciones simultáneas, una hacia Dios, la otra hacia Satanás»]: la frase, en la medida en que se le puede dar algún sentido, no vale sino en tanto que une paradójicamente, con el recurso a una pareja de símbolos tradicionalmente en conflicto, dos tendencias contrarias de la mente; pero, a la verdad, desde este punto de vista tiene pleno sentido. Tal es, cabalmente, el pensamiento de Baudelaire: la imaginación de los contrastes y las tensiones de la experiencia, de lo abismal diabólico, dicho con otra imagen, que se insinúa subrepticiamente en toda plenitud. A mi entender, el estudio de la tendencia imaginativa en cuestión es mucho más importante, para el conocimiento del [47] tema imaginativo propio de Baudelaire, que la descripción de los «temas» particulares donde dicha tendencia se incorpora (y mucho más importante también, dicho sea de paso, que la insistencia, sólo hasta cierto punto acertada —a lo sumo vale sólo como una especificación de la referida tendencia-, en señalar como un rasgo básico de la imaginación de Baudelaire la fusión que en su expresión se verifica entre lo material y lo espiritual). Los «temas» de Baudelaire (la condición del poeta en el mundo de la actualidad, el amor ideal y la perversión del erotismo, el tedio, la ciudad, etc.) sorprenden acaso, chocan y tal vez encantan, por el aire de modernidad que adoptan. Lo más importante de la visión del poeta parece consistir en esa su inmediatez, por así decir, naturalista. No: lo importante es el modo como la imaginación de Baudelaire deforma siempre sus «temas» según sus tendencias básicas, y lo que interesa en el poema es el acuerdo conseguido entre la visión contrastante de la experiencia propia de Baudelaire y la autenticidad humana de lo visto de esta manera. Aunque Baudelaire nos parezca auténtico en sus «temas» por el hecho de que se dirige a la actualidad de lo cotidiano conocido y, por así decir, descubre las virtualidades poéticas ocultas en lo cotidiano conocido, ello no se debe primariamente a cierta peculiar disposición suya o a ciertas arbitrarias preferencias de su atención, sino sobre todo a que su imaginación le ofrece los esquemas adecuados para la captación significativa de la realidad cotidiana, por más que haya que aceptar al mismo tiempo que su entereza humana, o su preocupación moral, se le impusieron bajo la forma de la atención por la actualidad de la vida. Vamos a leer, por vía de ejemplo, tres poemas, escogidos algo al azar, donde, con todo, se demuestra típicamente ese proceder de la imaginación de Baudelaire. Empezamos con un poema muy conocido, donde el contraste que se establece, a propósito de un mismo objeto, entre valoraciones que se repelen mutuamente, incorpora una forma mental ya lista y
4 obje[48]tivada, tópica en la tradición del espíritu humano, e impropia para que su novedad suscite normalmente repulsa alguna.
RECUEILLEMENT (CLIX)
RECOGIMIENTO (CLIX)
Sois sage, ô ma Douleur, et tiens-toi plus tranquille.
Sé sabia, ¡Pena mía!, quédate más tranquila:
Tu réclamais le Soir; il descend; le voici:
reclamabas la Noche, ya desciende; hela aquí:
Une atmosphère obscure enveloppe la ville,
una atmósfera oscura envuelve la ciudad,
Aux uns portant la paix, aux autres le souci.
llevando paz a unos, inquietud a los otros.
Pendant que des mortels la multitude vile,
Mientras de los mortales la multitud plebeya,
Sous le fouet du Plaisir, ce bourreau sans merci,
Bajo los latigazos del Placer, cruel verdugo,
Va cueillir des remords dans la fête servile,
coge remordimientos en la fiesta servil,
Ma Douleur, donne-moi la main; viens par ici,
tú, Pena mía, dame la mano, ven acá,
Loin d’eux. Vois se pencher les défuntes Années,
lejos de ella. Contempla colgar Años difuntos,
Sur les balcons du ciel, en robes surannées;
en balcones del cielo, en trajes anticuados;
Surgir du fond des eaux le Regret souriant;
surgir de aguas profundas el Pesar que sonríe;
Le Soleil moribond s'endormir sous une arche,
el Sol ya moribundo dormirse bajo un arco,
Et, comme un long linceul traînant à l’Orient,
y, tal largo sudario que se arrastra al Oriente,
Entends, ma chère, entends la douce Nuit qui marche.
oye, querida, cómo la dulce noche pasa.
Este soneto es uno de los éxitos más felices de Baudelaire. Aun así, tiene algún aspecto inquietante. ¿Cómo se explica que Baudelaire haya aceptado los tres primeros versos de la segunda estrofa, con sus imágenes viejas y gastadas, con esa irritante inversión del v. 5, que evoca los giros declamatorios de los poetastros, con el tosco, por no decir grosero, reproche moral que se implica especialmente en el v. 7? Mejor sería preguntar: ¿cómo se explica que aceptemos eso nosotros, y no sólo Baudelaire? Porque eso es lo que efectivamente ocurre. Apenas reparamos en los rasgos que harían detestables esos tres [49] versos fuera de su contexto, porque la trivialidad declamatoria ejerce aquí una función (tal vez inadvertida, tan fuerte es la corriente lírica que nos arrastra en lo restante) de represa moral del poema, de actualización del impulso lírico, de lastre real, dicho con otra imagen. La contrastante intrusión vulgar pone, en efecto, transitoriamente al sujeto hablante en el contexto del mundo real, ajeno a la poesía, y lleva a imaginar a una persona real, a un miembro de nuestro mundo actual, y no sólo de un posible mundo poético, en el papel de sujeto de la situación descrita. Por otra parte, la evocación multitudinaria y el ritmo declamatorio del pasaje sirven para subrayar el tono de doliente intimidad y la melodía anhelante del verso que le sigue inmediatamente y, más allá, de todo lo que precede y sigue a estos tres versos. Notemos, por otro lado, que la fuerza de encantación del poema reside sobre todo en el efecto conseguido con la combinación de una serie de signos indicativos, casi gestos en el espacio (adverbios demostrativos: v. 2 le voici, o de lugar: v. 8 par ici, v. 9 loin d'eux, formas imperativas de verbos de movimiento: v. 8 viens, y de percepción: v. 9 vois, v. 14 entends), destinados a dar concreción circunstancial a la experiencia descrita, con otra serie de poderosas personificaciones de sentimientos y actitudes humanos y de elementos objetivos de la situación, entre las que destaca especialmente la personificación del Dolor, tratado como una persona real, con el cuidado y la ternura que podría merecer un ser humano, lo que también contribuye a
5 animar dramáticamente, dándole una portentosa intensidad de presencia concreta, la experiencia íntima descrita. Pero, todo eso, ¿para qué? El tema del soneto llega a plenitud sólo en los tercetos. Aquí tenemos la expresión del ya enunciado contraste entre dos valoraciones distintas de una misma cosa. Tal es, en efecto, el verdadero tema, esa contemplación hacia la que el poeta orienta el propio dolor (y el nuestro) de un aniquilamiento que es, al propio tiempo, beatitud suma; [50] esa visión de los años difuntos asomándose con aire festivo a los balcones del cielo, del pasado añorado sonriéndose desde el fondo de las aguas que lo ahogan, del sudario de la noche que dulcemente intima paz y consuelo. Estos contrastes incorporan auténticamente la intención de Baudelaire, aplicada a suscitar una vibración moral en el lector, una oscilación en el orden de sus convicciones. La actualidad casi anecdótica que confieren al poema los vv. 4 a 7, la concreción y la fuerza dramática que le dan las fórmulas indicativas y las personificaciones ya señaladas, no tienen, en definitiva, otra función que la de dar más consistencia al conflicto representado en los tercetos. «Recueillement» es un poema patético, pero, sin embargo, también sereno. En él se domina y vence el contraste, aunque sólo sea en la tendencia, y el poeta se mantiene en un tono serio y libre de las duplicidades irónicas y sarcásticas frecuentes en otros poemas. Grave y homogéneo es también el tono del poema que vamos a leer ahora, aunque en él aparece una novedad con respecto a «Recueillement», que consiste en el carácter inusitado y paradójico del contraste entre valores que tiene por tema.
XXIV
XXIV
Je t’adore à l’égal de la voûte nocturne,
Te adoro de igual modo que a la nocturna bóveda,
O vase de tristesse, ô grande taciturne,
oh vaso de tristeza, oh inmensa taciturna,
Et t’aime d'autant plus, belle, que tu me fuis,
y más te amo, hermosa, cuando tú más me huyes,
Et que tu me parais, ornement de mes nuits,
y cuando me parece, ornato de mis noches,
Plus ironiquement accumuler les lieues
acumular las lenguas más irónicamente
Qui séparent mes bras des immensités bleues.
que separan mis brazos de las inmensidades
Je m’avance à l’attaque, et je grimpe aux assauts,
azules. Y yo ataco y me lanzo al asalto,
Comme après un cadavre un choeur de vermisseaux,
como tras de un cadáver un coro de gusanos,
Et je chéris, ô bête implacable et cruelle!
y adoro, ¡oh bestia cruel e implacable!, hasta esa
Jusqu’à cette froideur par où tu m’es plus belle !
gelidez por la cual me eres aún más hermosa…
[51] El contraste básico no se deja describir con precisión específica, porque no resulta clara la motivación exacta del poema. Se ha sostenido que la invocación del poeta se dirige a la luna. Pero parece preferible atenerse al sentido obvio, dado por el último verso. El poeta se dirige, según esto, a una amante frígida (la comparación con un cadáver tiene por base este hecho, y no al revés). No sólo eso; toda una serie de expresiones señalan en esta mujer rasgos de carencia, o frustración: v. 2 vase de tristesse, grande taciturne, v. 3 qui me fuis, v. 8 cadavre, v. 9 bête implacable et cruelle. Los vv. 4-7 requieren interpretación: «tu me parais… ironiquement accumuler les lieues qui [me] séparent des immensités bleues», dice el poeta a la mujer. Es evidente que immensités bleues alude primariamente a lo mismo que voûte nocturne en el v. 1, y que está sustituyendo la designación directa de la amante. Si en el v. 1 el poeta afirma que adora a la huraña como al firmamento, puede muy bien describir aquí el alejamiento de la mujer con la analogía de la lontananza celeste. El alejamiento de la mujer es paralelo al de la bóveda del cielo. La ironía está en que la extrañeza moral de los amantes resulta tanto más viva cuanto mayor es su proximidad física (v. 4 ornement de mes nuits). Pero immensités bleues es
6 probablemente también un término que añade un sentido nuevo, propio y definido, a la noción primera de firmamento; tal vez un representante del néant consolador que preocupa a Baudelaire en otros lugares (como lo hemos visto en «Recueillement»). Entonces la simple paradoja del amante encarnizado sobre un objeto erótico pasivo adquiriría un sentido trascendente: el encarnizamiento del amante sería una nueva manifestación del satanismo vital, de la voluntad de destrucción, de la complaisance dans le mal, que sugieren otros poemas de Baudelaire. En todo caso, el contraste, no por ser vago en cuanto a su motivación específica, deja de ser enérgico y tajante en cuanto a su formulación. La paradoja aquí es violenta e insoportable. Lo único que le da consistencia y poder [52] de convicción es la energía con que de hecho el sujeto la está afirmando. Tanto en este poema como en «Recueillement» es franca y directa la participación cordial del poeta en el conflicto representado. Su tono es, como ya hemos observado, serio y grave. Esto no es lo más frecuente en Les Fleurs du Mal. Domina en la obra de Baudelaire una actitud de contenida crispación irónica como la que se expresa en el último poema que vamos a leer. Aquí el conflicto aparece sumido en el objeto, ante el cual el poeta se limita al parecer a reaccionar del modo que el mismo le dicta. La descripción se mantiene en un tono de aparente indiferencia y desasimiento por parte del sujeto que habla, procede con una objetividad aplicada sólo a destacar con fiel precisión las notas contrastantes presentes en lo descrito, las cuales operan sobre el lector atrayéndole y repeliéndole alternativamente y embutiéndole de esta manera el conflicto dentro del ánimo.
LE CHAT Viens, mon beau chat, sur mon coeur amoureux; Retiens les griffes de ta patte, Et laisse-moi plonger dans tes beaux yeux, Mêlés de métal et d'agate. Lorsque mes doigts caressent à loisir Ta tête et ton dos élastique, Et que ma main s'enivre du plaisir De palper ton corps électrique, Je voix ma femme en esprit. Son regard, Comme le tien, aimable bête, Profond et froid, coupe et fend comme un dard,
EL GATO (CLIX) Ven, mi hermoso gato, cabe mi corazón amoroso; Retén las garras de tu pata, Y déjame sumergir en tus bellos ojos, Mezclados de metal y de ágata. Cuando mis dedos acarician complacidos Tu cabeza y tu lomo elástico, Y mi mano se embriaga con el placer De palpar tu cuerpo eléctrico, Veo a mi mujer en espíritu. Su mirada, como la tuya, amable bestia, Profunda y fría, corta y hiende como un dardo,
[53] Et, des pieds jusques à la tête, Un air subtil, un dangereux parfum, Nagent autour de son corps brun.
Y, de los pies hasta la cabeza, Un aire sutil, un peligroso perfume, Flotan alrededor de su cuerpo moreno.
Nótese el arte con que en las dos primeras estrofas se suceden alternativamente expresiones que evocan afecto complacido en los versos impares (v. 1 sur mon coeur amoureux, v. 3 tes beuux yeux, v. 5 caressent à loisir, v. 7 s'enivre du plaisir) y expresiones que indican repulsión en los versos pares: en el v. 2, la insinuación agresiva de las garras del gato, y en este mismo verso y los vv. 4, 6 y 8, las rimas, duras, afiladas, metálicas. En los tercetos la identificación del gato y la mujer es ya inmediatamente explicita, y claro y poderoso el contraste entre la atracción
7 con que el lector se ve llevado a participar en el afecto del poeta implícito en ciertas expresiones (¡ese aimable del v. 10, tan frecuente, a lo largo de Les Fleurs du Mal, con un valor de sarcasmo siniestro!) y la repulsión ante lo inhumano suscitada en el propio lector por la descripción misma. La objetividad, al parecer indiferente, del tono del poeta oculta en realidad, bajo formas afectivas contenidas, una mordaz ironía. La unidad del poema descansa en último término, como se ha insinuado también a propósito del poema anterior, en que el conflicto se sitúa en el sujeto como una determinación fáctica de su experiencia. La ironía es una a modo de captatio beneuolentiae en favor de dicha experiencia, una invitación deferente a la complicidad del lector, pero no cancela su extrañeza y singularidad. El poeta ejerce, en efecto, una función decisiva en estos poemas y, en general, en el conjunto de Les Fleurs du Mal. Ella consiste, como decía al principio, en que su subjetividad sirve de contraste de la efectiva posibilidad del conflicto, de la realidad de la pugna entre opuestos que se incorpora en el poema. La posibilidad de la experiencia singular que cada uno de ellos [54] describe obtiene una garantía histórica, por así decir, en la afirmación de su ocurrencia en el ánimo del poeta. La vida del poeta pasa así a la condición de paradigma de la vida humana en lo que ésta tiene de singular y extraño, de disociado e íntimamente repugnante, de encontrado y agónico. «Hypocrite lecteur, —mon semblable, —mon frère!», exclama Baudelaire, con toda justicia, al acabar la invocación al lector con que se abren Les Fleurs du Mal. A través del poeta llega al lector la conciencia de su propia condición. Este último se habrá sentido unas veces atraído y otras expulsado dentro y fuera del círculo de experiencia descrito en la obra de Baudelaire, pero sólo para reconocer a la postre la indiferencia entre él y el poeta en su condición de partícipes de dicha experiencia. Su ánimo se habrá visto sacudido una y otra vez por la complicidad que le impone el autor en los afectos cuya tensión contrastante se representa en los poemas. Su actitud ante los hechos de la vida tal vez no sufra por ello ninguna modificación práctica; pero no hay duda que, para persistir en dicha actitud, tendrá él que decidir en algún sentido acerca del valor de la experiencia obtenida con la lectura de Les Fleurs du Mal. Sostengo que no era otro el propósito de su autor. 1957
8 Gil de Biedma, Jaime, El pie de la letra. Ensayos 1955-1979, Barcelona, Crítica, 1980. [56] EMOCIÓN Y CONCIENCIA EN BAUDELAIRE Siempre en la creación poética existe un intervalo entre emoción y conciencia durante el cual se realiza una parte apreciable del trabajo, pero en el caso de Baudelaire parece haber sido extraordinariamente breve. Es ésta otra instancia de la famosa lucidez baudeleriana que Sartre, en su estudio, ha caracterizado muy bien y de la que no es difícil encontrar ejemplos, lo mismo en la vida que en la obra del poeta: «A la mayoría de los hombres nos basta con ver el árbol o la casa; absortos en nuestra contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos; Baudelaire no se olvida jamás: se ve a sí mismo viendo, y si mira es para mirarse». Vale la pena de añadir que Baudelaire padeció, hasta un extremo tragicómico, de la permanente inestabilidad emocional que suele ir aneja a la excesiva conciencia de sí mismo; la cantidad de anécdotas que lo atestiguan no es precisamente pequeña. La leyenda de esa tesitura siempre vigilante —y de la inflexible disciplina en que se manifestaba a la hora de la creación poética— pesa quizá demasiado sobre nosotros y no siempre para favorecer una justa estimación. Recuerdo haber oído hablar, a un poeta muy joven y gran admirador de Rimbaud, 1 de la excesiva coherencia lógica y formal de Baudelaire y del despliegue en exceso previsible de sus poemas. La apreciación, sólo a medias exacta, parece ser bastante frecuente, al menos entre lectores españoles. Hace también algunos años, José María Valverde escri[57]bía de pasada que la poesía baudeleriana «sigue la formalidad lingüística de la prosa, con discursividad y consecuencia, oratoriedad y continuidad en el nivel de tono». Es cierto que encontramos en Baudelaire coherencia lógica y formal y discursividad y oratoriedad —virtudes todas ellas bien necesarias a la poesía—, y continuidad en el nivel de tono y una andadura demasiado previsible. Pero ¿no son también típicas en Baudelaire, en el mejor Baudelaire, las cualidades opuestas: el sobresalto y el quite que el lector no espera, lo mismo que la repentina y casi inverosímil concentración imaginativa en unos pocos versos, cuando no en uno solo? Hay en él, desde luego muchas más sorpresas, muchas más auténticas sorpresas que en Rimbaud, muchos más cambios y salidas de tono. Une Saison en Enfer y Les Illuminations resultan demasiado distintas en intención y en forma de todo lo que Baudelaire escribió para traerlas a colación aquí; pero compárese, por ejemplo, Le Bateau Ivre o Les Petites Vieilles, un poema de las mismas características formales ―cuartetos alejandrinos— y casi de la misma extensión: el Bateau nos parece monótono (monotonía, por cierto, que no le sienta mal); sus cien versos ofrecen menos sorpresas, menos variaciones y mucha mayor uniformidad de tono que los treinta y seis escuetos de la milagrosa obertura de Les Petites Vieilles. Baudelaire empieza por arrojarse de cabeza al centro del poema:
1
Claudio Rodríguez, en 1954.
9 LES PETITES VIEILLES (XCI)
LAS VIEJECITAS (XCI) À Victor Hugo
A Víctor Hugo
Dans les plis sinueux des vieilles capitales,
Por entre los rincones de las antiguas urbes,
Où tout, même l'horreur, tourne aux enchantements
donde, incluso el horror, con hechizos da vueltas,
Je guette, obéissant à mes humeurs fatales,
yo acecho, a mis fatales humores obediente,
Des êtres singuliers, décrépits et charmants.
a encantadores seres, singulares, decrépitos.
Ces monstres disloqués furent jadis des femmes,
Antaño esos quebrados monstruos fueron mujeres,
Éponine ou Laïs! Monstres brisés, bossus
¡Lais o Eponine! Gibosos, dislocados, torcidos
Ou tordus, aimons-les! Ce sont encor des âmes.
Monstruos. ¡Amémosles! Todavía son almas.
Esos siete versos iniciales no se limitan a consignar los elementos determinantes de la poética composición de lugar —las viejecillas, el transeúnte que las acecha, la monstruosa féerie de una gran capital— y el sentido general de la pieza —ce sont encor [58] des âmes...―, sino que constituyen una especie de trailer de todos los contradictorios sentimientos que van a sucederse a lo largo del poema. Inmediatamente, con la estrofa todavía por cerrar, prorrumpe la espantosa cabalgata de las viejas, rafagueada aquí y allá de compasiva ternura: Sous des jupons troués et sous de froids tissus
Bajo enaguas raídas, bajo fríos tejidos
Ils rampent, flagellés par les bises iniques,
se arrastran, flageladas por los cierzos inicuos,
Frémissant au fracas roulant des omnibus,
temblando ante el estrépito rodante de los ómnibus,
Et serrant sur leur flanc, ainsi que des reliques,
y apretando el costado, igual que una reliquia,
Un petit sac brodé de fleurs ou de rébus;
un bolsito bordado de flores o acertijos.
Ils trottent, tous pareils à des marionnettes,
Van trotando, y parecen marionetas en todo;
Se traînent, comme font les animaux blessés,
se arrastran, como haría un animal herido,
Ou dansent, sans vouloir danser, pauvres sonnettes
o bailan, sin querer bailar, ¡pobres sonajas
Où se pend un Démon sans pitié!
donde cuelga un Demonio despiadado!
La frase pierde velocidad de pronto y termina lentísima, prolongándose más allá del primer hemistiquio. Luego una pausa. Y Baudelaire, que acaba de sorprenderse experimentando un horror y un placer evidentes mientras se encarnizaba en su descripción de las viejas, se dispara ahora, por ley de la inestabilidad de su ánimo, en un impulso de piedad —y posiblemente de remordimientos—: Tout cassés
Aun tan rotas
Qu'ils sont, ils ont des yeux perçants comme une vrille,
como están, su mirada cual barreno penetra,
Luisants comme ces trous où l’eau dort dans la nuit;
brillante cual los hoyos donde el agua se duerme
Ils ont les yeux divins de la petite fille
de noche; son los ojos divinos de la niña
Qui s’étonne et qui rit à tout ce qui reluit.
que se asombra y sonríe con todo cuanto luce.
Pero ya la sensibilidad del poeta ha dado otro barquinazo, y nos encontramos en el descarado y elegantísimo intermedio sarcástico que se abre con dos inesperados versos en tono coloquial, y que sólo se cerrará para dar paso a la estrofa final de la obertura:
10 [59] —Avez-vous observé que maints cercueils de vieilles
—¿No habéis visto que muchos ataúdes de viejas
Sont presque aussi petits que celui d’un enfant?
son casi tan pequeños como los de los niños?
La Mort savante met dans ces bières pareilles
La Muerte sabia pone en cajas parecidas
Un symbole d’un goût bizarre et captivant,
un símbolo de un gusto cautivador y extraño,
Et lorsque j’entrevois un fantôme débile,
y cuando yo entreveo algún fantasma débil
Traversant de Paris le fourmillant tableau,
cruzando de París el cuadro hormigueante,
Il me semble toujours que cet être fragile
siempre me ha parecido que esta frágil criatura
S'en va tout doucement vers un nouveau berceau;
muy despacio se vaya hacia una cuna nueva;
À moins que, méditant sur la géométrie,
salvo que, meditando sobre la geometría,
Je ne cherche, à l’aspect de ces membres discords,
no calcule en presencia de estos miembros discordes,
Combien de fois il faut que l’ouvrier varie
cuántas veces variar necesita el obrero
La forme de la boîte où l’on met tous ces corps.
la forma de la caja donde a todas las mete.
―Ces yeux sont des puits faits d’un million de larmes,
—Esos ojos son pozos de millones de lágrimas,
Des creusets qu’un métal refroidi pailleta...
crisoles que recama un metal enfriado…
Ces yeux mystérieux ont d’invincibles charmes
¡Esa mirada extraña tiene encantos invictos
Pour celui qui l’austère Infortune allaita!
para quien se ha nutrido del austero Infortunio!
La compasión aún asoma en el segundo cuarteto, para condensarse en el verso que lo cierra y desaparecer después. Por fin, ya concluido el paréntesis, el poeta regresa al mismo punto en que se encontraba al instante de abrirlo, y termina con un verso solemne, casi oratorio. La verdad es que resulta un poquito fuerte hablar de continuidad en el nivel de tono y en la andadura de la composición a propósito del poeta capaz de concebir y llevar adelante esa vertiginosa steeplechase emocional. Conviene, no obstante, demorarse en la observación de Valverde acerca de «la formalidad lingüística de la prosa»; en algún modo apunta a ciertas características del verso baudeleriano cuyo examen no es posible sin aludir, aunque sólo sea de pasada, a unas cuantas cuestiones de alcance general acerca de la expresividad rítmica en poesía y acerca de las relaciones y diferencias entre poesía y prosa. Comencemos por aducir un caso concreto; por ejemplo, este pasaje de Le Crépuscule du Soir, cuya tesitura descriptiva favorece precisamente las tendencias prosísticas: [60]
11 LE CRÉPUSCULE DU SOIR (XCV)
EL CREPÚSCULO VESPERTINO (XCV)
[…]
[…]
À travers les lueurs que tourmente le vent
A través de las luces que el viento zarandea
La Prostitution s’allume dans les rues;
es la Prostitución quien se enciende en las calles;
Comme une fourmilière elle ouvre ses issues;
igual que un hormiguero se va abriendo salidas;
Partout elle se fraye un occulte chemin,
un oculto camino desbroza en todas partes,
Ainsi que l’ennemi qui tente un coup de main;
igual que un enemigo que intenta una emboscada;
Elle remue au sein de la cité de fange
se remueve en el seno de la ciudad de fango
Comme un ver qui dérobe à l’homme ce qu’il mange.
cual gusano que al Hombre lo que come le roba.
On entend çà et là les cuisines siffler,
Aquí y allá se escucha silbar a las cocinas,
Les théâtres glapir, les orchestres ronfler;
gruñir a los teatros, zumbar a las orquestas;
Les tables d’hôte, dont le jeu fait les délices,
las mesas, de las cuales el juego es la delicia,
S’emplissent de catins et d’escrocs, leurs complices,
se llenan de busconas y tahúres, sus cómplices,
Et les voleurs, qui n’ont ni trêve ni merci,
y los ladrones van, sin clemencia ni tregua,
Vont bientôt commencer leur travail, eux aussi,
a comenzar muy pronto, también ellos, su oficio,
Et forcer doucement les portes et les caisses
y a forzar suavemente las puertas y las cajas
Pour vivre quelques jours et vêtir leurs maîtresses.
y vivir unos días y vestir a su amante.
¿A qué debe esta descripción, no demasiado lejana del periodismo de bulevar, su extraordinaria eficacia? Hay, claro es, multitud de diminutas causas, pero la fundamental, la que presta unidad de sentimiento al pasaje entero, es, a mi juicio, el ritmo. Ahora bien, la expresividad rítmica no depende aquí de ninguna innovadora sutileza métrica ni tampoco de una directa adecuación del verso a la emoción poética: se trata del más común y socorrido de los metros clásicos franceses, y el desplazamiento de la pausa de sentido, que regularmente solía acompañar a la cesura en el alejandrino clásico, es una técnica familiar a todos los poetas de la época. ¿De dónde, pues, nace la fuerza de esos versos? La explicación hay que buscarla en una cualidad esencialmente prósica: la precisión en el pensamiento, es decir, en la sintaxis. La marea de comparaciones, cada una modificando la anterior, el diluvio de paréntesis y de oraciones de relativo evocan a maravilla el gradual despertar de esa termitera del placer y la delincuencia que es una gran ciudad por la noche, al mismo tiempo que reflejan los rodeos con que el poeta progresa en el discurso, desarrolla sus intuiciones, las precisa o las rechaza. El conjunto nos afecta como un trozo de buena prosa, pero de prosa potenciada, dotada de un perfil y de una incisividad que por sí sola nunca tiene. [61] Y, sin embargo, aunque esos versos reciban gran parte de su afectividad de un recurso esencialmente prósico, son algo más que prosa. Mejor dicho: nos parecen prosa, y muy buena, precisamente por ser versos. Si intentamos transcribirlos de corrido advertiremos que el discurso entero se inmoviliza, hasta quedar empantanado en la monotonía o en la enfadosidad. Y es que el poeta ha encomendado a los acentos, a las pausas de final de verso, a la cesura ―alternativamente reforzada y ensordinada— la misión de impulsar y peraltar su discurso; fiado en la acción de esos contrastes, ha podido dar rienda suelta a su escrúpulo descriptivo en un cúmulo de comparaciones y paréntesis que la prosa corrida sólo soporta al precio de perder en gracia y en fuerza sugestiva lo que gana en precisión.
12 No hay poeta que desconozca las posibilidades expresivas latentes en la convergencia o divergencia entre metro y sintaxis ―entre ritmo y melodía, que diría Amado Alonso―. 2 Lo notable en Baudelaire es hasta qué punto la explotación de esas posibilidades constituye un rasgo esencial de su estilo. Parte para ello de unos supuestos en los cuales nosotros, lectores españoles, sólo mediante un esfuerzo de la imaginación lograríamos situarnos. Detrás del verso de Baudelaire está Racine —es bien sabido― y toda la poesía y prosa francesa del XVII y XVIII, patrimonio cultural al que parece haberse sentido mucho más a conciencia ligado que la mayor parte de los escritores contemporáneos suyos. Diversos investigadores han señalado cómo el ritmo de la prosa clásica francesa a menudo descansa sobre la regularidad numérica de las entidades silábicas correspondientes a los distintos miembros del período. Y no se necesita ser ningún especialista para advertir la inexistencia del encabalgamiento en el verso francés de la misma época. La observación de Amado Alonso: «un verso, unidad rítmica, no es necesariamente unidad sintáctica... Por un lado van las pausas rítmicas del verso; por otro, las pausas sintácticas del sentido», prácticamente válida para casi toda la poesía española, apenas rige en el verso francés anterior a la revolución [62] romántica, para el cual podría enunciarse la ley opuesta: el verso, unidad rítmica, tiende naturalmente a constituirse en unidad sintáctica o, por lo menos, en un conjunto de grupos sintácticos dotados de una cierta autonomía. En tiempos de Baudelaire, el ensordinamiento de la cesura y el encabalgamiento ya eran recursos técnicos generalmente admitidos. Pero su verso, en los pasajes de intensidad media, tiende a conformarse en unidad sintáctica, haciendo coincidir las pausas rítmicas con las pausas de sentido. Esa tendencia prosística, en contraste con la vehemencia del sentimiento y con la valentía de la imagen ―usada siempre como instrumento de precisión intuitiva, y no como decoro ornamental―, es la que confiere a algunos de sus versos esa crispada sentenciosidad, ese aire de constituir a la vez una proposición general y la expresión de una personalísima experiencia que les hace verdaderamente memorables. Hay lugares en Les Fleurs du Mal a los que uno vuelve siempre de visita, lo mismo que si fueran monumentos: AU LECTEUR
AL LECTOR
[…]
[…]
Nous volons au passage un plaisir clandestin
robamos al pasar un placer clandestino
Que nous pressons bien fort comme une vieille orange.
que exprimimos con fuerza cual a vieja naranja.
Interrumpiendo esos pasajes de intensidad media o prósica, la divergencia entre metro y sintaxis coincide casi siempre con lo que Dámaso Alonso llamaría modificación del significado. Por ejemplo, en el fragmento de Le Crépuscule du Soir antes citado, el ensordinamiento de la cesura se produce en el instante mismo en que, al trasladarse la escena al interior de los garitos, contemplamos en su apogeo las primeras horas del placer nocturno, y la divergencia sólo se aplacará para mostrarnos a los ladrones en su furtiva tarea: la expresividad del adverbio doucement proviene de que el lector simultáneamente lo aplica a la acción y técnica de robar y al efecto que produce en su sensibilidad, tras la momentánea perturbación, la reincidencia de la cesura en una pausa sintáctica. Por cierto que, considerado en su conjunto, el movimiento de ese pasaje de Le Crépuscule du Soir no carece de intención: viene a ser algo así como el comentario que el poeta pone al [63] espectáculo descrito. El moralista que hay siempre en Baudelaire abarca de una sola ojeada toda la fauna de los bajos fondos, al tiempo que nos hace sentir, rítmicamente el irónico contraste 2
La musicalidad de la prosa en Valle Inclán: Materia y forma en poesía, Biblioteca Románica Hispánica, Gredos, Madrid, pp. 324 y 325.
13 entre la furtividad vergonzosa de los forzados por el hambre al vicio o a la delincuencia ―prostitutas y ladrones― y el insolente y bullicioso descaro de los que viven de la explotación del vicio. Pero la función expresiva de esas zonas de divergencia no se agota en la notación, increíblemente precisa de las modificaciones del significado. Tienen, sobre todo, una decisiva importancia estructural: cada una de ellas representa un punto culminante de intensidad y trae casi siempre aparejada una súbita mutación afectiva y un sesgo en el itinerario del discurso poético. El poema baudeleriano parece obedecer en su despliegue a un continuo vaivén de atracción y repulsión entre metro y sintaxis, entre ritmo melodía, que, al organizarse en zonas de convergencia y divergencia, se convierte en factor determinante de la estructura del conjunto. Hechas las anteriores consideraciones quizá resulte interesante señalar cómo un sector de las ideas estéticas de Baudelaire se halla en contradicción con su propia práctica poética. En el estudio dedicado a Gautier, el poeta a quien —con algunas reservas, es verdad― consideró en muchos respectos su maestro, leemos que la verdadera poesía se caracteriza por tener una marea regular, sin precipitaciones ni frenazos, y que, por lo tanto, excluye todo lo que es brusco y quebrado. La contradicción no puede ser más aparente. Ocurre, sin embargo, que abstracción hecha de toda veleidad de confidencia ―y también de toda deliberada preceptiva―, el poeta, efectivamente, se realiza en sus poemas. Y no sólo porque los datos intuitivos, lo mismo que los datos instrumentales ―lengua, procedimiento, convención, etc.— con que cuenta para realizar aquéllos, vienen condicionados por su histórica y particular persona, sino también porque la estructura de un poema no es otra cosa que la objetivación del proceso de superación del conflicto originariamente planteado entre esos dos órdenes de datos. La persona que es el poeta se realiza en la práctica creadora, y ésta queda objetivada en la estructura poética. [64] La explicación, creo, pues, que debemos buscarla en la misma persona de Baudelaire y, en relación con ella, en las posibilidades que le ofrecían esos dos supuestos esenciales de la expresión poética —metro y sintaxis, ritmo y melodía-—, cuya interacción hemos venido examinando. «El verso ―solían decir las viejas Preceptivas— es el lenguaje propio de la imaginación y el entusiasmo.» Esto quiere decir simplemente que el metro —en el buen poeta, claro― viene determinado por lo que de irracional y afectivo hay en la emoción. La sintaxis, en cambio, no es otra cosa que la forma de articulación idiomática del pensamiento consciente, y sólo es expresiva en cuanto que idiomáticamente refleja el despliegue, las pausas y los rodeos del pensamiento en progreso. Así que la antinomia metro-sintaxis se nos resuelve en otra, ya familiar: emoción y conciencia. El lúcido, el implacable Baudelaire es un gran poeta porque su conciencia persigue a su emoción y porque jamás llega a agarrotarla, a hacer presa definitiva en ella; va, eso sí, constantemente a sus alcances, mordiéndole los talones, hostigándola y forzándola a dar mil quiebros y recortes. En sus poemas, esa encarnizada persecución y ese forcejeo de la emoción pugnando por escapar se traducen en la alternativa coincidencia y divergencia entre metro y sintaxis, en los súbitos sesgos del discurso poético, en los inesperados saltos de uno a otro polo afectivo. Y si las zonas más extensas son aquellas en que el poeta, fiel a sus exigencias estéticas, logra uncir su verso al carro de la sintaxis, el elemento dinámico dentro de la totalidad viene representado por las breves zonas en que, al agudizarse ese conflicto siempre latente, el poeta, antes de dar un repentino viraje, se precipita en todo lo que es «brusco y quebrado». De ahí el peculiar sentimiento de desproporción, de desequilibrio, que dejan en nuestro ánimo las piezas baudelerianas más construidas, mejor resueltas. Por virtud de la incesante dialéctica entre
14 metro y sintaxis, entre ritmo y melodía, Baudelaire ha logrado objetivar en estructura poética su propia inestabilidad emocional. Una vez considerado el estilo baudeleriano a la luz de ese conflicto siempre latente, apenas puede sorprendernos si Baude[65]laire, aunque posee un fino oído y un extremado talento versificador, sólo es en raras ocasiones un poeta musical. Porque la musicalidad se origina del metro, y éste —ya lo dije antes― viene determinado y sostenido por lo que de irracional y afectivo hay en la emoción. Al metro acecha siempre el peligro de convertirse en simple tamtam enardecedor y de convertir al poeta en un poseso, con el consiguiente relajamiento de las formas sintácticas, forzadas a moldearse demasiado dócilmente sobre las exigencias métricas y estróficas. Las más altas cumbres —y las peores simas― de la afectividad poética suelen alcanzarse con una sintaxis pobre y borrosa. No es de extrañar, pues, el embarazo con que Baudelaire acostumbra a desenvolverse dentro de esquemas estróficos en exceso fiados a un procedimiento de naturaleza esencialmente musical, como es la reiteración. Lo curioso del caso es que parece haberle tenido cierta afición a una de las fórmulas reiterativas más primarias y evidentes: el estribillo. Salvo en Harmonie du Soir —cuya estructura es más compleja, pues el segundo y cuarto verso de cada estrofa se convierten en primero y tercero de la siguiente―, la forma reiterativa usada por Baudelaire consiste en una estrofa compuesta por un cuarteto aconsonantado en serventesio al cual se añade un quinto verso que repite exactamente, o con muy ligeras variantes, el verso inicial. Fácil es comprender las dificultades que para un estilo como el suyo presenta la inserción de semejante cola de sirena; una tras otra ensaya diversas soluciones —la aposición pura y simple, el enlace con la frase anterior o con la siguiente―, sin que la mayor parte de las veces pierdan sus estribillos el carácter de inoportuna excrecencia y, lo que es más grave, de mecanismo automático, que incordia al poeta y enfría al lector. Ocurre además, que una fórmula reiterativa tan evidente exige cierta regularidad en el desarrollo y en la gradación climática: el poema debe ir de menor a mayor o de mayor a menor intensidad, recto, flechado, sin una sola parada y sin un solo desvío. Imposible recurrir a la brusca transición, al salto imprevisto de uno a otro polo afectivo. Un ejemplo de lo que puede suceder cuando, a despecho de la forma adoptada, Baudelaire se obstina [66] en hacer de las suyas lo ofrece el poema LIV de Les Fleurs du Mal, L’Irréparable; no conozco un caso más flagrante de contradicción entre fondo y forma, de poema donde la emoción está constantemente desgarrando la forma y donde la forma va constantemente a contrapelo de la emoción. El resultado es tan catastrófico que no carece de grandeza. Reversibilité, Moesta Et Errabunda y Lesbos guardan mayor conformidad, pero creo que en ninguno de ellos logra regularmente el estribillo ese carácter inevitable y al mismo tiempo espontáneo, esa interior necesidad que tiene cuando brota del centro mismo de la emoción originaria y que es la condición de su eficacia. Y, sin embargo —aquí viene lo inopinado—, esa misma fórmula reiterativa proporciona a Baudelaire el maravilloso acierto de Le Balcon, además de uno de los pasajes más conocidos de toda su obra: las dos últimas conmovedoras estrofas de Moesta Et Errabunda. Y, por si ello fuera poco, Harmonie du Soir, construido con arreglo a un esquema todavía más rígido, es una pieza espléndida. Vale la pena observar cómo esas tres composiciones —Le Balcon, Moesta Et Errabunda y Harmonie du Soir— brotan de una misma fuente: la nostalgia. Ya se sabe que es éste un sentimiento capital en Baudelaire y que su trasmutación en una intuición de orden absoluto y en una ansia, perpetuamente insatisfecha, por huir anywhere out of the world, aparte de configurar la totalidad de su obra, se convirtió en uno de los supuestos fundamentales de toda la literatura europea de filiación simbolista. Se trata de un aspecto del mundo baudeleriano contra el cual, por haber permanecido vivo y actuante hasta hace relativamente poco tiempo, nos sentimos,
15 sobre todo, inclinados a reaccionar. Pero lo que aquí importa es que, cada vez que la emoción de la nostalgia roza su verso, sea de cerca o de lejos, Baudelaire efectivamente, se entrega, se deja por fin llevar de la pura sugestión de la música, sin hacerse, al parecer, ninguna de las reservas mentales a que nos tiene acostumbrados. Le Balcon prorrumpe, desde el mismo principio, en una maravillosa catarata hacia arriba: [67] LE BALCON (XXXVI)
EL BALCÓN (XXXVI)
Mère des souvenirs, maîtresse des maîtresses,
Madre de los recuerdos, querida de queridas,
O toi, tous mes plaisirs! O toi, tous mes devoirs !
¡Oh tú, todos mis gozos! ¡Tú, todos mis deberes!
Tu te rappelleras la beauté des caresses,
Siempre recordarás las hermosas caricias,
La douceur du foyer et le charme des soirs,
el dulzor del hogar, la gracia de las noches.
Mère des souvenirs, maîtresse des maîtresses!
¡Madre de los recuerdos, querida de queridas!
Les soirs illuminés par l’ardeur du charbon,
Las noches encendidas por el carbón ardiente,
Et les soirs au balcon, voilés de vapeurs roses,
Y en el balcón, veladas por vapores rosados.
Que ton sein m’était doux! que ton coeur m’était bon!
¡Cuán dulce tu regazo! ¡Tu corazón cuán bueno!
Nous avons dit souvent d’impérissables choses
A veces nos dijimos inmarchitables cosas.
Les soirs illurninés par l’ardeur du charbon.
En noches encendidas por el carbón ardiente.
[…]
[…]
El sentimiento sube, con impulso creciente a cada reiteración, hasta desbordar en las tres exclamaciones del verso final, que resumen toda la arrebatadora nostalgia de la felicidad amorosa: —Ô serments! ô parfum! ô baisers infinis!
—¡Oh promesas! ¡Oh aromas! ¡Oh besos infinitos!
Siempre queda en el poeta, a veces incluso sin él saberlo, algún resquicio último por donde asoma su inexorable lucidez, su casi doloroso sentido de las realidades, a poner una cierta sordina en la exaltación lírica. Los dos últimos versos de la segunda estrofa son perfectos, son emocionantes..., y dicen todo lo contrario de lo que aparentan decir; al leerlos sabemos instintivamente que Baudelaire y su querida no han dicho a menudo «cosas imperecederas», que lo más probable es que no las hayan dicho jamás, y que él lo sabe tan bien como nosotros. Imaginemos que esos dos versos ocurrieran en Tristesse d’Olympie, por ejemplo: para responder a ellos habría que tomarlos al pie de la letra, como el mismo Hugo los hubiese tomado. En la poesía baudeleriana, en los mejores poemas de Baudelaire, encontramos casi siempre esa feliz conjunción que señalaba Eliot en los poetas ingleses del Seiscientos: una cierta dosis de áspero buen sentido al lado, y por debajo, de la exaltada tesitura lírica. Hacer buenos poemas no es fácil, pero algunos lo consiguen; hacerlos y no engañarse con ellos, ni engañar al lector, sólo lo consiguen poquísimos
16 Prado, Javier del, coord., Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994. [969] 3.3. LA POESÍA MODERNA 3. 3. 1. Charles Baudelaire 3.3.1.1. Vida y obra Joseph-François Baudelaire, ex sacerdote que había abandonado los hábitos, se casó en 1797 con Jeanne Janin, con quien tuvo un hijo en 1805, Claude-Alphonse. Después de la muerte de su mujer, se volvió a casar en 1817 con Caroline Dufayis, mucho más joven que él. De esta unión, nació el 9 de abril de 1821, Charles Baudelaire. A los seis años, murió su padre (10 de febrero de 1827) y Caroline Dufayis, viuda de Baudelaire, se volvió a casar, al año siguiente, con quien sería el odiado padrastro del futuro poeta, un militar, el comandante Jacques Aupick. La infancia de Baudelaire se desarrollará, pues, según los destinos del comandante. En 1830, ya te[970]niente coronel, se le destina a Lyon para reprimir los motines; allí se instala con su mujer y su hijastro en 1831. A partir de 1832, Baudelaire cursa sus estudios en el colegio real de Lyon. Cuatro años más tarde, el ya coronel Aupick vuelve a París, y Baudelaire ingresa como interno en el Liceo Louis-le-Grand donde obtiene premios de versos latinos. Es alumno brillante, aunque poco disciplinado y nada conformista; por estas razones, se le expulsa en 1839, aunque aprueba el examen de bachillerato superior. En esa época, el coronel Aupick es ascendido a general de brigada. En 1840-1841, Baudelaire se matrícula en la Facultad de derecho. Al mismo tiempo, conoce a Gérard de Nerval, a Balzac y a otros escritores del momento. Su vida de estudiante es la de la bohemia dorada, que estudia poco y se divierte mucho. Es la época en que Baudelaire tuvo relaciones con una prostituta, Sara, apodada «La Locuchette», quien, según la crítica erudita, le transmitió la sífilis. En vistas de que no iba a ser abogado, sus padres intentan que prospere en el comercio. Para ello, le hacen embarcar, el 9 de junio de 1841, en un buque rumbo a la India. Pero después de la escala en Isla Mauricio, el futuro poeta vuelva a Francia. Desde Burdeos, escribe a sus padres diciéndoles que vuelve siendo otro, más cuerdo. Ya es mayor de edad, de modo que cobra la herencia paterna, abandona la casa de sus padres y se instala, 10 quai de Béthume, en la isla Saint Louis. Conoce entonces a Jeanne Duval, una oscura actriz del teatro de bulevar, una mulata que será su amante durante muchos años y que inspirará no pocos poemas de Las flores del mal. En estos años, escribe sus primeros poemas, colabora en revistas como Le Corsaire-Satan, con Prarond en el drama Ideolus, escribe artículos anónimos en Le Tintamarre y en los Mystères galants des Thèatres de Paris. La fanfarlo, una novela corta, no encuentra editor. Sigue llevando una vida disipada; se cambia varias veces de domicilio, compra muebles, cuadros, tapices, todos caros, viste de dandy y da fiestas espléndidas en sus sucesivos pisos. De tal modo que en poco tiempo ha dilapidado la mitad de su herencia. Sus padres, inquietos por su futuro, le someten a las decisiones de un consejo de familia, figura jurídica que, en determinados casos, podía someter a un adulto a una tutela y administrar sus bienes. El 21 de septiembre de 1844, el consejo de familia decidió que, en adelante, percibiría una pequeña renta mensual de 200 francos. El notario Ancelle fue el encargado de llevar sus intereses económicos. Baudelaire reaccionó violentamente; se sintió humillado y este sentimiento le acompañaría hasta su muerte. En 1845, conoció a varios artistas y músicos en las fiestas ofrecidas por Fernand Boissard de Boisdenier, su vecino, y empezó a consumir hachís. Se dedica a la crítica de arte: en abril, se pone a la venta su Salón de 1845. Las revistas empiezan a publicar poemas sueltos, como A una
17 dama criolla (À une dame créole), que luego formarán parte de Las flores del mal. Sufre una crisis moral que le lleva a un intento de suicidio («Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo»). Luego anuncia la publicación de un libro de poemas titulado Las lesbianas (Les lesbiennes). Se empiezan a publicar traducciones de las obras de Edgar Allan Poe. Fascinado, Baudelaire, que no sabe inglés, aprenderá lo suficiente para poder leer, y posteriormente traducir, las obras del poeta americano. Sigue dando a la prensa y a las revistas pequeños trabajos como Selección de máximas consoladoras sobre el amor (Choix de maximes consolantes sur l 'amour) o Consejos a un joven literato (Conseils à un jeune littérateur). Se publica asimismo su Salón de 1846 (Salón de 1846), y dos nuevos poemas, El impenitente (L'impénitent) y A una india (À une indienne) que, en Las flores del mal serán, respectivamente, Don Juan en los infiernos [971] (Don Juan aux enfers) y A una malabaresa (À une malabaraise). La fanfarlo se publicó, en 1847, en el Bulletin de la société des gens de lettres. Las jornadas de la Revolución de 1848 (24-26 de febrero) ven a Baudelaire en la calle, gritando que hay que matar al general Aupick. Funda, con Champfleury y Toubin, Le salut public, revista que tendrá dos números. Y el 15 de julio publica su primera traducción de Poe, La revelación magnética (La révélation magnétique) y un poema, El vino (Le vin). En 1849, descubre y admira a Wagner, que acaba de estrenar Tannhauser en Paris. El año siguiente, se publican tres poemas suyos en Le magasin des familles, al tiempo que anuncia la edición de un libro de poemas titulado Los limbos (Les limbes): tal es el segundo título de lo que iban a ser Las flores del mal. En 1851, Le messager de l’Assemblée publica Del vino y del hachís considerados como medios de multiplicación de la individualidad (Du vin et du haschisch considérés comme moyen de multiplication de l’individualité) así como once poemas bajo el titulo anunciado de Los limbos; siguen varios artículos de crítica, entre los cuales cabe destacar Los dramas y las novelas honestas (Les drames et les romans honnêtes), que aparecen en La semaine théâtrale. Después del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, que le vio en la calle intentando luchar en contra de los golpistas, sigue publicando poemas en La revue de Paris: Crepúsculos y Edgar Poe, su vida y su obra (Edgar Poe, sa vie, son oeuvre). Hasta 1856, irá traduciendo obras de Poe de manera continuada y las irá publicando en diversos periódicos. Admira mucho a Théophile Gautier, que acaba de publicar Esmaltes y camafeos: le dedicará Las flores del mal. En 1855, escribe Ya que tenemos realismo (Puisque réalisme il y a), severa condena del movimiento realista en el que Champfleury se está ilustrando. En junio, la Revue des deux monde publica dieciocho poemas bajo el título, utilizado por primera vez, de Las flores del mal. Al mismo tiempo, toma apuntes para [972] un libro proyectado bajo el título de Mi corazón al desnudo (Mon coeur mis à nu), que ha sacado de las Marginalia de Poe. El 30 de diciembre de 1856, Baudelaire vende al editor Poulet-Malassis un libro de poemas, Las flores del mal. Muere el general Aupick el 28 de abril de 1857 y el libro se publica el 25 de junio. Después de un artículo de Gustave Bourdin en Le Figaro, el 5 de julio, se embarga la edición por orden de la autoridad. Se organiza una campaña de defensa del poeta y de su obra, pese a la cual, el 20 de agosto, después de un proceso, Baudelaire, su editor y el libro son condenados por atentar a la moral pública. Tal era la política de orden moral del gobierno de Napoleón III: el mismo año, proceso a Flaubert por Madame Bovary, aunque fue absuelto. Baudelaire empieza a escribir y publicar pequeños grupos de poemas en prosa; sigue traduciendo a Poe (Las aventuras de Arthur Gordon Pym); la Revue contemporaine publica, en septiembre de 1858, Del ideal artificial (De l’idéal artificiel) y El poema hachís (Le poème du haschisch). En 1860, firma un nuevo contrato con Poulet-Malassis para una segunda edición de Las flores del mal, aceptable por parte de la censura, enmendada, respecto de la de 1857, mediante la supresión de los poemas prohibidos, y el añadido de textos nuevos, como El
18 albatros o Sisina. Esta segunda edición se publicó en 1861 sin problemas. Veinte poemas en prosa aparecen en La Presse en 1862 y, el mismo año, Swinburne elogia a Baudelaire en un artículo del Spectator. Poulet-Malassis quiebra y es encarcelado por deudas. Baudelaire vende entonces los derechos de Las flores del mal, de Los pequeños poemas en prosa y de Mi corazón al desnudo al editor Hetzel. Ya ha escrito varios artículos sobre Delacroix; después de la muerte del pintor, publica La obra y la vida de Eugène Delacroix (L’oeuvre el la vie d’Eugène Delacroix) en L’opinion nationale. Sigue haciendo traducciones de obras de Poe, así como un estudio importante sobre el pintor y dibujante Constantin Guys, El pintor de la vida moderna (Le peintre de la vie moderne). En 1864, emprende un viaje a Bruselas para dar una serie de conferencias, de la que espera mucho para lanzarse y ganar un dinero del que, como siempre, anda escaso. Desanimado por el poco éxito de su actuación, enfermo y amargado, toma apuntes para un libro vengativo sobre Bélgica. En febrero y diciembre, se publican varios poemas en prosa bajo el título El esplín de París (Le spleen de Paris), aunque en publicaciones posteriores volverá al título anterior de Pequeños poemas en prosa. En 1866, se edita una colección de poemas reunida por Poulet-Malassis, bajo el título de Los despojos (Les épaves). El 15 de marzo, Baudelaire sufre un ataque cerebral en la iglesia SaintLoup de Namur. No se repondrá de esta hemiplejia, que se repetirá el día 30 en Bruselas; ya afásico, el poeta será llevado a Paris, acompañado por su madre, a la clínica del doctor Duval. El Parnasse contemporain publica quince poemas suyos bajo el título de Las nuevas flores del mal y La revue du XIXème siècle acoge sus dos Poemas licántropos (Poèmes lycanthropes). Después de un año de agonía, el 31 de agosto de 1867, muere Baudelaire; la propiedad literaria de sus obras fue vendida a subasta. Las publicaron, en siete volúmenes, Banville y Asselineau entre 1868 y 1870. [973] 3.3.1.2. Baudelaire poeta En el momento en que Baudelaire alcanza los veinte años, el Romanticismo está en su apogeo: la república de las letras cuenta con hombres como Lamartine, Victor Hugo, Musset, Vigny. Sus obras fueron las lecturas del joven Baudelaire, aunque su instinto los rechaza como modelos. Había que ser, pues, un gran poeta, sin ser ni Hugo, ni Vigny, ni Musset ni Lamartine. La obra de Baudelaire debía ser, por tanto, una respuesta al Romanticismo, a la estética de 1830; se explica que, sin tener mucho que ver con ellos, Baudelaire simpatizara con el Parnaso, la escuela del arte por el arte, con Leconte de Lisle en cabeza, con Banville, Heredia y Gautier. La actitud de Baudelaire, única en su época, antes de prefigurar el Simbolismo, que se relacionará con él, aparece, pues, como la de sus contemporáneos los parnasianos, como una necesaria puesta en orden del lirismo fácil, del canto apasionado, a veces inconsistente y ampuloso, que fue el peor Romanticismo. A la hora de hacer obra de poeta, habrá que olvidarse de los dictados de una inspiración complaciente y facilona, para invertir en el estudio, en una obra reflexiva que debe más a la elaboración efectuada a partir de la materia sensible que a la materia misma. Esta actitud explica que Baudelaire esperara tantos años para publicar un único libro, Las flores del mal, tras infinitas correcciones, recelos, dudas, borradores; y los Pequeños poemas en prosa fueron la pesadilla del Baudelaire enfermo, arruinado y desesperado por la mala acogida reservada a su poesía: los trabajó una y otra vez hasta lograr la prosa diáfana y tremendamente eficaz que hace de ellos, según deseo del autor, un arma más peligrosa aún que la poesía en verso.
19 Pero si Baudelaire se opone al Romanticismo por su actitud respecto a la labor del poeta, del mismo modo que se aparta de toda filosofía, de toda moral a priori, de todo estilo discursivo y de todo didactismo político, le debe al menos en apariencia el «satanismo», moda de los años 1840, que le permite abordar el problema central de su obra, el Mal, con una complacencia que ha sido mal entendida por sus primeros jueces y por la mayoría de la crítica que gusta de echarle la etiqueta de «poeta maldito». Y si Baudelaire se convierte en el padre de la poesía moderna, si es capaz de integrar y superar el Romanticismo, descubriendo, al mismo tiempo, su propia personalidad, es gracias al descubrimiento de Poe. Baudelaire empezó a leer la obra de Poe hacia 1847. Su admiración fue inmediata y total: el balance, al final de su vida, lo dice bien claro; son cinco volúmenes de traducciones, muchas de ellas con introducciones del más alto interés. El examen de la obra demuestra que este entusiasmo debe matizarse y que más valdría hablar de coincidencia en lo esencial, que es la poesía. Dos grandes personalidades entran en contacto, y el joven se reconoce, se revela a sí mismo en el espejo del viejo; como dice «me dedique bastante tiempo a Poe porque nos parecemos un poco». Poe no enseñó a Baudelaire la lucidez extrema en el plano técnico y en el plano de la inspiración, sino que le proporcionó la confirmación de lo que sospechaba; le dio seguridad. Cuando Baudelaire traduce The poetic principle quiere convencer al público de que no es el único en pensar así, de que puede haber otra estética que la romántica y que el convencionalismo academicista de los salones. Poe y Baudelaire desentonan en su país y en su tiempo. El rechazo de la sociedad moderna, de la sociedad industrial, del capitalismo salvaje característico de aquellos [974] años es común a ambos poetas. Baudelaire apunta en Mi corazón al desnudo: «¿Acaso hay algo más absurdo que el Progreso, ya que el hombre, como lo demuestra la experiencia diaria, siempre es el mismo, es decir, que no existe sino en el estado salvaje? ¿Qué son los peligros de la selva y de la gran pradera al lado de los choques y de los conflictos diarios de la civilización? Que el hombre abrace al inocente engañado en los bulevares o mate la presa de un flechazo en las selvas impenetrables, ¿acaso no es el mismo hombre, el hombre eterno, es decir, la más perfecta de las fieras?» Se comprende que el pensamiento del poeta esté enteramente dirigido, como lo será en Bélgica, en contra de la Francia del Segundo Imperio, la Francia del dinero, de las ambiciones frustradas, de los burgueses arrogantes, del pueblo laborioso y peligroso; es la Francia que condena a poetas y a novelistas, ignora a Stendhal, desconfía de la inteligencia y convierte a Victor Hugo el símbolo de la oposición. Otro punto de contacto importante con Poe es la aprehensión de la realidad bajo un ángulo nuevo, adecuado para sorprender al lector y dar alcance filosófico a su obra. Se trata de hacer emerger un mundo que encierra toda la realidad posible más allá de lo inmediatamente descifrable: una exploración exhaustiva del ser y de sus circunstancias, que se ha dado en llamar supernaturalismo, y que Baudelaire cultiva, a su manera, después de Balzac, de Nerval, y de todos los visionarios modernos: Swedenborg, Mesmer, Goethe y Goeffroy de Saint-Hilaire. Si Baudelaire admira a Poe es también por el insaciable anhelo espiritual que manifiesta constantemente y que Baudelaire comparte con él. Debe eliminarse la imagen moralizante de un Baudelaire depravado, vago, lascivo y blasfemador; Baudelaire fue un joven al que el placer y la diversión le atraían; fue uno más de los jóvenes artistas de su generación, alegre y despreocupado, tal y como salen en La Bohème de Murger y luego de Puccini. Era un adolescente emancipado, que disfrutaba de su recién estrenada libertad y caía, como cualquiera, en todas las trampas de la facilidad. Pero Mi corazón al desnudo revela un Baudelaire piadoso, sumiso ante Dios, humilde y respetuoso, animado por una fe ardiente e insaciable, por un deseo de salvación del que habrá que acordarse al leer su obra. Poe y Baudelaire han recorrido juntos el sendero que lleva a Dios y a la belleza. «Es al mismo tiempo por la poesía y merced a la poesía, por la música y merced a la música como el alma vislumbra el esplendor que se esconde
20 más allá de la tumba; y cuando un exquisito poema hace brotar las lágrimas en los ojos, estas lágrimas no son la señal de un deleite excesivo, sino más bien la huella de una melancolía irritada, de un postulado de los nervios, de una naturaleza exilada en el mundo imperfecto y que quisiera apoderarse sin más demora, en esta misma tierra, de un paraíso revelado.» Entre Poe y Baudelaire hay que concebir una comunidad espiritual y estética que teje entre los dos poetas una visión común del mundo y de la obra de arte, que se nutre a la vez de las aspiraciones más generosas, más humanistas, y también de la concepción pesimista del hombre y de su maldad natural, su mediocridad, su hipocresía y su ceguera. 3.3.1.3. Los temas de la poesía de Baudelaire Uno de los clichés más trillados considera a Baudelaire como el poeta de la vida moderna, el primero que se interesa por las ciudades. Sí lo es será para decir hasta [975] qué punto detesta la ciudad tentacular, que, para él, es el lugar geométrico de la desgracia humana. Y el campo no vale mucho más. No será nunca el eterno globe-trotter entusiasmado por las locomotoras y la técnica moderna. Sus viajes son imaginarios, pero sus sufrimientos son reales. Baudelaire aparece como poeta en medio del mundo por repulsión, no por adhesión; y por esta razón el mundo le rechazó. No tiene mucha mejor opinión de la sociedad burguesa a la que reprocha su mojigatería y su hipocresía, su egoísmo, su cinismo, en una palabra su falsedad engreída. Baudelaire detestó a una sociedad que no entendía a Watteau y a unos franceses que, según dice, «se parecían todos a Voltaire», enemigos de las rosas, enemigos de la poesía. Su actitud de dandy sirve para establecer distancias, para intentar distinguirse, alcanzar en el aspecto más exterior y superficial aquella perfección que le obsesiona; es el último lance heroico en las sociedades decadentes; será, pues, una actitud ascética, un ejercicio espiritual de alto coste―pues reduce a la m ás total soledad- que edifica una barrera entre el mundo inaceptable y el ser dolido, con el riesgo de que caiga en la apatía, en lo que Baudelaire llama su «pereza». Será la imagen concreta de su angustia vital, parálisis y pérdida de las facultades humanas de quien está inmerso en un mundo desproporcionado, en el que todos los valores espirituales han sufrido inflación, el trueque y la deformación, la especulación que nos aleja del innocent paradis des amours enfantines. El satanismo, el cantar, suscitar el Mal, desvelarlo por doquier es otra manera de establecer distancias: el poeta, lúcido, no suscribe el consenso, no se vela la faz púdicamente; dice con claridad lo que todos quieren callar. Lo que engendra el spleen está escrito en el primer verso del libro: el pecado, el error, la idiotez, la avaricia, y la lista no es exhaustiva. Es el mundo moderno, el hombre moderno, los valores modernos, en una palabra, la desilusión del hombre de una generación cuyos padres hicieron la Revolución para algo más que para matar al rey y proclamar la república y que contempla, consternada, a qué infierno se ha llegado. Cuando el poeta se pregunta ¿qué soy?, se reconoce, como dice Poulet, un hombre, un ser degenerado que en medio de su propia villanía se descubre poeta, es decir, aquel que puede decir, proferir, la bajeza y los sueños de ideal. A este siniestro espacio humano se superpone rápidamente un espacio teológico: en Las flores del mal se habla a menudo de pecado y cuando no se habla se huele. Es un espacio que inclina al hombre hacia lo más bajo y por el que todos resbalan con mayor o menor rapidez; un espacio sin horizonte, uniformemente gris, que incita a la claustrofobia: el cielo bajo y pesado pesa como losa —Baudelaire dice la tapa de un puchero— y nos aboca al abismo, es decir, a la imposibilidad de escapar de la condición humana, del pecado, del error, de la avaricia, de la hipocresía, etc... Quien no haya pecado nunca que arroje la primera piedra. Naturalmente, en este universo carcelario, bastante común en los demás románticos, y sobre todo en Hugo, se vislumbra la luz, se postula la trascendencia, un Ideal capaz de contrarrestar el
21 spleen. Aunque el Ideal queda como un mero sueño, una aspiración intima, algo remoto que se concibe y que nunca se alcanzará. De modo que la vida se presiente llena de sufrimientos irremediables porque el remordimiento pesa más que los mejores propósitos, y las faltas cometidas excluyen cualquier expiación futura. Esta postura permite hablar de la actitud «jansenista» de Baudelaire, finalmente el más pesimista del siglo. En su mundo, la belleza es de piedra, la belleza alcanzable, propia de las mujeres, será siempre degradada, testimonio, en el presente, de la imposibilidad de preservar [976] la pureza del pasado. Existen remedios: dormir, no estar, dormir sin soñar, pues el despertar es más doloroso si se ha revisado la realidad soñándola. Y después viajar, que no es exotismo pintoresco, sino neurótico deseo de estar siempre en otro sitio que aquel en el que está. El viaje baudelairiano es siempre imaginario, indefinido, incierto y precario. «Los viajeros de verdad son aquellos que parten por partir»… Es la imagen de una agitación interior, un tormento que no cesa jamás, un desasosiego constante: la vida del poeta. Luego no habrá paisajes concretos ni horizontes precisos: vagas palmeras, perfumes, movimientos mecedores, un auténtico retorno al claustro materno. El atardecer, como el alba siniestra, son momentos de lentas transformaciones, insensibles agonías en las que la sensibilidad enfermiza del poeta se regocija, proclamando, como harán mucho más tarde los surrealistas, la radical inutilidad de todo. Si frente al mundo moderno se estructura una geografía onírica del país exótico, lujuriante y cálida, por el que pasean pulposas mujeres criollas, no pasa nunca de ser un Edén profano, huidizo, como la belleza, y que no tiene futuro. Así, las imágenes de infinito, el mar, los ojos de los gatos o las nubes que pasan, no se brindan jamás como un espacio que se podría recorrer, sino como la imposibilidad de cualquier trayecto, la confirmación cruel del encarcelamiento del hombre en los parámetros de su condición. En cuanto a la mujer, no es siquiera la Musa del poeta, como es norma. Además de la madre adorada y odiada a la vez, fueron cuatro las amantes relevantes: Sarah, la iniciadora; Jeanne Duval, la mulata; Marie Daubrun, y la «presidenta» Sabatier, las dos dulces rubias; y probablemente muchas más, que no contaron tanto. Baudelaire tiene con ellas dos posturas opuestas. Hay una mujer abominable, que llama la «mujer natural», es decir, sometida a la naturaleza, esclava de sus instintos de posesión, de maternidad: es el retrato más escandaloso de la degradación más paulatina del ser. Es la vieja de los grabados de Goya que dice «¿qué tal?»; la arruga es peor en el rostro femenino. De modo que la mujer es semejante a un reloj que desgrana minutos y segundos, siniestra cuenta atrás que recuerda constantemente el paso del tiempo y que, por añadidura, se permite ser frívola. Culmina en el poema «Una carroña» en que se dan cita todas las imágenes de la femineidad terrible, las harpías y los monstruos, la miseria de las viejecitas, la crueldad de las furias, y la despiadada actitud de las madres átridas. Otro modelo que ofrece de la mujer es la imagen como espejo de sensualidad; es la que inspira amor carnal y permite vivir siempre ebrio, fuera de uno mismo, en medio de olores, sedas y vapores; éstas subyugan, como la droga; ofrecen un símil de infinito, suficiente viático para el tránsito terrenal. Y, el tiempo de una ilusión, permiten alcanzar la unión de los contrarios, autorizan la alquimia espiritual, que anhela el poeta que clama: «Me diste tu fango y lo transformé en oro.» Habrá, pues, aquí también, una doble postulación, hacia la pureza, el sacrificio y la luz, por una parte, y hacia las tinieblas, el dolor, el pecado y el egoísmo, por otra. La figura de la Madona, amante y madre a la vez, ocupa un lugar ambiguo en este espacio femenino, donde florecerán veladamente todas las fantasías sadomasoquistas, hijas de un Edipo nunca bien resuelto. Esta amante-madre se tornará serpiente, puñal, símbolo fálico, que, para el psicoanálisis, significa que un complejo de castración ronda el texto y explica el spleen. Aunque
22 se puede leer algo más. Detrás de la relación neurótica con la madre, el fantasma del texto materializa, a través de la escritura, la idea de que el poeta es la madre de su obra, que ha de morir al mundo para [977] apoderarse de su propia madre, la lengua «materna», y producir así lo que el hombre puede perder, la virilidad, el poema, como quien da a luz y reproduce el drama del propio nacimiento. En este sentido, la edición de 1857 se parece a un aborto, al parto de un hijo muerto. Y si este hijo ha sido creado gracias a la relación incestuosa con la lengua «materna», el último gesto, el más eficaz, es el de la tortura, clavando los siete puñales de la Madona. Tales son los arcanos de la creación literaria. 3.3.1.4. «Las flores del mal» El libro condenado en 1857 era un volumen muy pensado, construido hasta en sus menores detalles, especialmente en cuanto al orden de los poemas, con una intención que el hilo conductor dejaba entrever progresivamente. La condena del tribunal obligaba a suprimir varios poemas y desfiguraba el conjunto. La edición que preparó después, y que se publicó en 1861, contaba con treinta poemas más, que modifican en profundidad el orden inicial, pues varios textos de la primera edición han cambiado de sitio, de modo que el libro «definitivo» había perdido buena parte de su sentido inicial. La crítica está dividida: durante muchos años, pensó que había que dar la edición de 1861, argumentando que era la última revisada por Baudelaire; pero pasaba por alto que esta revisión no obedecía a una voluntad de mejora, sino a una necesidad de adaptación. A Baudelaire se le exigía que suavizara sus intenciones, que aprendiese a disimular un poco más, a poner, como se estilaba entonces, hojas de parra a sus estatuas y a pintar desnudos femeninos sin vello. Por otra parte, además de ser una tentativa de salvación del libro, la edición de 1861 plasma un grado de madurez mayor y no se puede desechar. Tampoco es razonable decir, como pretenden otros, que la única versión solvente es la de 1857, porque se eliminan, entre los treinta poemas añadidos, algunos de importancia capital. Luego están Las nuevas flores del mal y Los despojos, colecciones de las que no se puede saber si, en una versión posterior, Baudelaire no las hubiese integrado al conjunto inicial. La complejidad del asunto es, pues, enorme. Un criterio ponderado, que es un mal menor, es tomar como base la edición de 1861, sin perder de vista la de 1857, recogiendo, a manera de despojo exigido por la sociedad, los textos condenados en anexo. Pero no se pueden solapar las dos ediciones. Considerado de esta manera, el libro empieza por un poema dedicado al lector que, como se ha dicho, es un verdadero discurso del fiscal Baudelaire dirigido al «hipócrita lector», su semejante, su hermano, y cuya finalidad es introducir la noción de spleen. Le sigue la sección Spleen e Ideal que cuenta con ochenta y cinco poemas en los que se desgrana la irreductible oposición entre las aspiraciones más nobles del hombre y la irremediable atracción que el Mal ejerce sobre él. La sección siguiente, Cuadros parisinos, introduce el tema de la gran ciudad, es decir, de la modernidad, que se añade al Spleen inmanente y lo hace más real, más presente: se ve al poeta, azorado, presa de un pánico interior que sólo la actitud de dandy permite disimular; en esta sección están los dos crepúsculos, el de la noche y el de la mañana, que cierra la sección con la imagen «Por sus tareas rotos volvían los noctámbulos», que sirve de transición hacia la sección siguiente, El vino. Los noctámbulos huyen de la realidad, como los borrachos, los drogados y todos los soñadores de ideal para los cuales la realidad es insoportable. Son los pobres, los asesinos presa del remordimiento, los [978] solitarios, huérfanos de amor, y los amantes que huyen hundiéndose en su propia sensualidad. Pero esta huida no está exenta de consecuencias y lleva a cultivar Las flores del mal, título de la cuarta sección y del libro mismo. Allí, la sensualidad se cifra en el desolador cuadro de dos lesbianas (Mujeres condenadas), el Viaje a Citerea conduce al pie de una horca en la que se balancea un cadáver y concluye con
23 estos versos: «¡Ah, Señor!, concededme el valor y la fuerza / de contemplar mi alma y mi cuerpo sin asco.» La sección siguiente, Rebelión, enteramente escrita antes de 1843, pertenece a la más pura tradición romántica del poeta satánico y tenebroso. Comprende poemas tan provocadores como La negación de San Pedro, cuyo último verso «San Pedro ha renegado de Jesús... ¡Y ha hecho bien!» no es menos blasfemo que el último díptico del poema siguiente, Abel y Caín, que dice: «Raza de Caín, ¡sube al cielo, / y arroja a Dios sobre la tierra.» Petrus Borel y sus amigos, los licántropos, solían confundir a Dios con un tirano, pero no es la idea esencial. Cuesta hacer comprender que, como dice Klossowsky, todo Sade es amor, y, del mismo modo, resulta difícil hacer admitir que Baudelaire es un poeta religioso que clama al Cielo porque el cielo no contesta. El huérfano, en pos de un padre espiritual, sólo tiene a Satán, a quien pide, en las Letanías de Satán: «¡Apiádate, oh Satán, de mi larga miseria!» porque es el «Padre adoptivo de esos que en su cólera negra / Dios Padre del Edén terrenal ha expulsado», imagen en la que se vuelve a percibir la nostalgia del paraíso inocente de los orígenes. Después, sólo queda la incierta esperanza de la muerte, que da su título a la última sección del libro. Una muerte en la que vuelven a darse cita los amantes, los pobres y los artistas y que concluye con el largo poema, capital, titulado El viaje, en el que Baudelaire pasa revista a todas sus experiencias y desazones para acabar deseando realizar el último viaje, porque «nos hastía esta tierra»; y sólo queda «hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?, / al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.» El último verso del libro, que parece una luz encendida, una puerta abierta hacia otro mundo y otra vida, es, en realidad, el más desesperado del libro: bien sabe Baudelaire que poca novedad puede depararle el no ser. Cualquier cosa, en cualquier sitio, mejor que el Tedio. Para él, el fin del sufrimiento no es el principio de la felicidad. Con este verso empieza la reflexión moderna, la de nuestro siglo, sobre lo absurdo, y confiere a la obra un alcance metafísico que no supieron interpretar los jueces que le condenaron. Esta perspectiva sitúa a Baudelaire en la tradición de los grandes poetas de la condición humana que tienden a retratar la existencia como un infierno dantesco. De hecho, la edición de 1857 puede leerse como un criptograma donde críticos como Jean Richer han creído descifrar varias series de círculos infernales a la manera de Dante. En efecto, el spleen, el amor culpable, la lujuria y la muerte, forman cuatro círculos por los que vamos bajando irremediablemente; se añaden la esperanza del paraíso que es el ideal de amor y arte del poeta, el purgatorio del dolor. La sección Spleen e Ideal comporta a su vez siete círculos, que no se superponen exactamente a los siete círculos dantescos ni a los siete planetas del sistema solar, sino que se inspiran en ambas estructuras. Se puede observar también que el número inicial de poemas era de cien, y que Baudelaire insistió mucho en que su nombre de pila figurase sólo como inicial en la portada, tal vez para recalcar el simbolismo totalizador de la centena. Se observan también grupos numéricos de siete y once poemas, similares a los de la Divina comedia. Finalmente, no puede pasarse por alto que el libro empieza [979] por «El pecado, el error...» y acaba con «el hastiante espectáculo del inmortal pecado». De modo que si Baudelaire no imita a Dante, como tampoco a Poe, coincide con él. Luego están los símbolos astrológicos, los siete planetas del sistema solar, a los cuales se añade, a veces, la Tierra. Hay, pues, un ciclo del Sol en el que dominan las imágenes de luz, que comprende los once primeros poemas; la luz se opone cada vez más al dolor y a la melancolía propias de Saturno: «¡Oh Dolor, oh Dolor! Come el Tiempo a la vida...» y nos llevan hacia las tinieblas y el olvido. El segundo ciclo es el de la noche y de la Luna, el de los hijos humanos de la noche, los sueños y los recuerdos que los engendran. Culmina con el éxtasis de amor que en la noche se reconoce a sí mismo, hasta que se dramatiza a los pies de esa gigante cuyos inmensos pechos, hasta ahora acogedores, sugieren el tema, propio del ciclo siguiente, de la Venus libitina, la Venus infernal de los romanos; es la parte más morbosa del libro, ya que evoca todo un universo de formas horribles. Es el ciclo de la carroña, de la judía repulsiva, de
24 los gatos inquietantes y misteriosos, a los que se oponen los sueños de ideal y de amor exento de pecado. Concluye este grupo con Armonía del atardecer, un texto tímidamente solar que da paso al ciclo de Mercurio: es un grupo dinámico, que evoca los viajes y los deseos insatisfechos, todas las neurosis que nos minan, y nos hacen ser el Heautontimoroumenos, el verdugo de nosotros mismos. La vía está despejada para volver a Saturno. En el ciclo siguiente, el más baudelairiano del libro, estamos en contacto con lo más hondo de la desesperación humana, que ilustra magistralmente la serie de poemas titulados Spleen; es el mundo del sol negro, el de Nerval y el de los humoristas lúcidos. Allí se roza la locura, último refugio. El último ciclo es el de la Luna y del Limbo; ahí están los dos crepúsculos, las tristezas de la Luna y naturalmente la música. Es el ciclo de los recuerdos que permanecen en la memoria del cosmos, tal y como se pueden leer en los Cantos XV al XVII del Purgatorio de Dante. La trayectoria de Spleen e Ideal sigue una línea dominante nocturna y depresiva. Por un lado el Sol, la Venus celestial y Mercurio; por el otro, la Luna, la Venus libitina, Saturno y nuevamente la Luna. No hay ciclo de Marte ni de Júpiter, que son astros conquistadores y guerreros, monarcas de un mundo que el poeta ni quiere ni puede avasallar. Nerval había inscrito simbólicamente su carta astral en El desdichado y en Artemis, dos de sus sonetos; parece que Baudelaire hizo lo mismo en la sección Flores del mal de la edición de 1857, y, por lo tanto, el texto encierra muchos más misterios de los que, a primera vista, parece. Se ha observado, por ejemplo, que cada ciclo está dominado por un sistema vocálico fijo, que corresponde a la aplicación de teorías musicales que Villiers de l’Isle Adam supo reconocer. Por otro lado, la serie planetaria, estructurada por estas agrupaciones vocálicas peculiares, recubre otras series o setenas, como la de los pecados capitales anunciados en el poema liminar y representados por siete animales simbólicos. Y cuando Baudelaire celebra a los «faros», siete grandes artistas, aplica la teoría de las sinestesias anunciadas en el poema Correspondencias, asociando planetas, colores, vocales y notas musicales. Rimbaud recordará esta manera de codificar el mundo en su famoso soneto Vocales. En sus Notas nuevas sobre E. Poe, Baudelaire confesaba que concebía la tierra como [980] reflejo del cielo, lo cual invita, efectivamente, a ver inscrito el destino personal en los astros, a inscribirlo, a su vez, en la obra; de este modo, el pasado, el presente y el futuro están predestinados y se comprende el abatimiento, no siempre tan digno como el de los jansenistas, de quien descubre lo irremediable del destino. Baudelaire era Virgo; es el símbolo universal de la femineidad; aparece en la Biblia con la expresión («nigra sed pulchra») y más de una vez en los versos del poeta. También abundan los emblemas de la femineidad inquietante, de la virgen negra: lo cual explica la obsesión de Baudelaire por las mujeres de piel cetrina, Jeanne Duval, la Malabaresa y, en el principio, Sarah, la judía bizca. Finalmente, hay que tomar en consideración la estética del oxímoron que, a su vez, también estructura la obra y que el poema liminar utiliza para describir el Tedio, «monstruo delicado». Es también la «oscura claridad» que dimana del astro nocturno, del ojo de los gatos y de todas las mujeres que fascinaron a Baudelaire. Este uso del oxímoron, mucho más frecuente en Baudelaire que en cualquiera de los demás poetas de su tiempo, llevó a pensar en una conexión entre la poesía de Las flores del mal y una tradición esotérica gnóstica, que Baudelaire hubiese conocido a través de un texto hermético traducido al francés en el siglo XVI, el Poïmandres. Se podrá descifrar la obra de Baudelaire siguiendo los planos estructurales de la Gnosis: el del dualismo metafísico y ético, el del dualismo suavizado por la posibilidad de una redención (gracias a la mujer) y, finalmente, por la afirmación de la individualidad, es decir, en términos junguianos, la unificación de la experiencia propia y del cosmos, experiencia propiamente mística, que, más allá del pesimismo, se puede leer en el último poema, El viaje.
25 Siguiendo esta perspectiva, se comprenderá mejor por qué Baudelaire inaugura la modernidad. Estas tres instancias gnósticas echan por tierra el mito romántico por excelencia, el de Prometeo, gracias a quien se podía esperar el fin de Satán, desenlace triunfal del drama de la civilización. Según este punto de vista, los contrarios no coinciden, sino que se intercambian; Satán se convierte en Jesús, Prometeo triunfa, el hombre es un dios gracias a la ciencia y al progreso. En Las flores del mal el poeta sigue siendo un ser superior, pero es un Ícaro patético e irrisorio, cuyas alas de gigante le impiden caminar; su universo es a la vez cerrado e infinito, y su existencia es un drama que comporta cuatro aspectos principales, reiteradamente identificados por Baudelaire. El primero es el de la alteridad, es el tema del doble tenebroso: Venus, las mujeres, o aquel que se descubre otro a medianoche. El segundo actualiza la dualidad vivida según un modelo atractivo y repulsivo a la vez: Pandora, fuente de placer y de desastres. Un tercer tema interioriza, mediante el acto poético, la dualidad que le obsesiona. Es la figura hermética por excelencia, que confiere al texto las características del hermafrodita, más fecundo para sí mismo porque es estéril hacia fuera, como el hijo de Hermes y de Afrodita; para lo cual hay que pagar el precio de la soledad y de la incomprensión de los demás: ahí empieza el poeta a ser maldito. El cuarto tema es consecuencia directa de los anteriores: postula la iniciación y la transformación del fango en oro puro. Al final de la empresa, ya no queda lugar para la proyección hegeliana del Mal, sobre el cual, según creía, podían crecer las humanas flores; la flor es el Mal, del mismo modo que la víctima es el verdugo; la herida, el cuchillo, y Dios, el Demonio. Esta vasta empresa de coincidencia de los contrarios que anhela emular a Hermes, arma al poeta con el tirso, emblema del mediador que requieren los tiempos modernos. Será capaz de realizar en sí mismo todos los oxímoros posibles. Y su cora[981]zón dolorido, verdadero atanor de alquimista, es el crisol en el que el mundo celestial se funde con el terrenal, el bien con el mal, la muerte con la vida. Las cosas no son siempre tan sencillas y, poco a poco, se ve que la magia no es bastante poderosa para redimir al hombre y al mundo a la vez. Sólo queda la «única gloria» permitida al hombre, descubrir la «conciencia del Mal», sin la cual nadie puede convertirse en artista. Para adquirirla, habrá que bajar a los infiernos del alma, donde se sufre el vértigo de la nada. No se puede leer a Baudelaire a partir del voluntarismo positivista que nos suele habitar, so pena de no entender nada. Baudelaire, que no se salvó ni del alcohol, ni de las drogas, ni de la nada que cierra trágicamente el libro, en busca de lo Desconocido y de lo Nuevo, inscribe finalmente la equivalencia del Cielo y del Infierno, del bien y del mal. Estas dicotomías ya han dejado de ser tales, son mixtos, rebis de alquimista, piedras filosofales, que, como el sufrimiento, permiten la transformación, a la que permanecerá ajeno quien no emprenda el viaje y la aventura de la lectura del libro, sin prejuicio de escuela, para descubrir, al final de la propia noche, la luz del destino personal. […] [982] 3.3.3. La poesía simbolista 3.3.3.1. El universo simbolista El último tercio del siglo ve multiplicarse las escuelas, los grupos, las capillas poéticas, con una vitalidad sólo comparable con su efímera existencia. Es una comodidad de manual pretender que hubo una escuela simbolista que sucedió al Parnaso para liquidar el Romanticismo de una vez. Paul Valéry escribe: «Lo que se dio en llamar el Simbolismo se resume muy simplemente en la intención común a toda una familia de poetas (por lo demás enemigos entre sí) de recuperar lo que era suyo a costa de la música.» Y Georges Rodenbach nos ofrece una definición más clara: «La poesía simbolista es el sueño, los matices, el arte que viaja con las nubes, que domeña los reflejos, para el que la realidad no es más que un punto de
26 partida y el papel mismo, una débil certeza blanca a partir de la cual poder lanzarse hacia simas de misterio que están arriba y que atraen.» Así, después del materialismo, del positivismo, de la razón razonable, de la impasibilidad de los parnasianos, le tocó la hora al individualismo, al idealismo, a la intuición, la vacilación, la fantasía, la fluidez, y también a unas armonías más sutiles si no más logradas. El arte del simbolista pretende representar con la realidad todo el misterio definitivo que encubre. Con todo, el Simbolismo protestó también en contra de la vida moderna, y pretendió desvelar los misterios del más allá cayendo en no pocas ocasiones en las tentaciones del esoterismo y de las sociedades ocultistas y secretas que florecieron entonces: Rosa-Cruces, por ejemplo. Y si Simbolismo viene de símbolo, postula el manejo de un material atemporal en el que confluyen mitos y ritos, fábulas y leyendas, sueños y alucinaciones psíquicas, que hacen del poema el único medio viable para expresar estados de ánimo. Para este programa, había que definir una estética adecuada. El Simbolismo, gran enemigo del Naturalismo, es poético por esencia; la poesía es un canto interior, [983] que es, al mismo tiempo, una epistemología de la realidad auténtica, incompatible con la rutina, la acción y la sociedad. Como experiencia del absoluto, como idealismo creador, la poesía simbolista está muy cerca del Romanticismo alemán, pues busca una explicación onírica del universo a través de una metafísica experimental, la praxis poética. El lenguaje será la única vía de acceso a lo irracional y, en este sentido, los simbolistas preparan la vía a los surrealistas más de lo que éstos reconocieron jamás. Es el mundo del pensamiento analógico, de las iluminaciones reveladoras. Poco a poco, como hará Mallarmé, el poeta deja la iniciativa a las palabras, antes sonidos y música que sentido. La confluencia de la música y de la poesía, en tiempos del mejor Wagner, produjo, pues, buen número de melodías, respondiendo así al dictado de Verlaine: «Música ante todo.» Frente a la naturaleza, el poeta sólo distingue apariencias, vagas y vaporosas, parecidas a los cuadros impresionistas en los que las cosas no existen en sí, sino sólo en la medida en que se perciben. El poeta es entonces el que nombra y profiere el mundo sensible; es la posición inversa a la del Romanticismo de Lamartine: la naturaleza ya no inspira estados de ánimo, sino que el poeta expira su alma en la naturaleza. Mallarmé dice que no hay que nombrar los objetos, sino sugerirlos poco a poco, tejiendo un misterio que es la esencia misma del símbolo, y Verlaine añade que el símbolo es la metáfora, la poesía misma. Esta estética del misterio preservado usa una lengua que ha dejado de ser diáfana y sencilla, que gusta de hurgar en los detalles, de mezclar ideas, de urdir frases de sintaxis perversa, de acoplar palabras contra natura para crear una confusión, que es la imagen de la analogía universal más que la del rechazo del sagrado cartesianismo, gloria de la mente clásica francesa. La ruptura con el Parnaso fue también una ruptura con el diccionario, la gramática y la sintaxis, más declarada en unos que en otros. Pero al mismo tiempo devolvió al lector un papel activo del que se le había privado casi siempre: la lectura plural es así una creación del Simbolismo. El cultivo del enigma llevó fácilmente al verso abstruso, a veces oscuro, para disimular su vacío de sentido, que sólo se podrá achacar a los peores decadentes y raras veces a los grandes nombres de los sucesivos simbolismos que habrá que distinguir. Sin que haya abandono total de la prosodia clásica, cabe remarcar que el Simbolismo cultivó con especial interés el verso libre (H. de Régnier, Verhaeren, por ejemplo). El verso libre se concebía hasta entonces como el uso de distintos metros en un mismo poema, como en las Fábulas de La Fontaine, para dar fluidez y ritmo a la poesía. Ahora se utilizará el verso libre para alcanzar un grado mayor de variaciones melódicas, de inefable inconsistencia de la experiencia evocada, y la mayor libertad de expresión que la poesía francesa había conocido hasta entonces. Versos más largos de lo normal, sin rima, impares, hasta de diecisiete pies, obligan a poner el acento sobre el ritmo de cláusulas más cortas. La cuestión del verso libre dio lugar a numerosas discusiones, no siempre de buena fe. Después del verso, se liberó la estrofa,
27 que, según Gustave Kahn, nace del primer verso. Y la estrofa crea el poema, en definitiva según las necesidades expresivas del poeta y ya no en función de una forma predeterminada. Sin rechazar las formas antiguas, de las que todos usaron con mayor o menor libertad, los simbolistas probaron suerte con el verso libre y debe decirse, para su mayor gloria, que sólo estaban de acuerdo en un punto: la calidad de la obra. No hubo uno sino varios simbolismos sucesivos, a veces con otros nombres. Se distingue un período preparatorio entre 1875 y 1885. A partir de 1886, la publica[984]ción de manifiestos y textos teóricos, la consolidación de periódicos como Le décadent littéraire et artistique de Anatole Baju, da consistencia al grupo de los Decadentes que aparecen como una escuela del Simbolismo; todos profesan un Romanticismo lánguido y neurótico que sazonan con las brumas del norte, en el caso de los poetas de la joven Bélgica, sea con todas las patologías soñadas de una mente desasosegada. 1886 es el año del prólogo (AvantDire) de Mallarmé al Tratado del verbo ( Traité du verbe), de René Ghil, y el Manifiesto del simbolismo, de Moréas; en la Revue wagnérienne se insiste en las relaciones entre poesía y música. Luego se multiplican los artículos teóricos y las revistas: La Plume, Entretiens politiques et littéraires, Mercure de France, La Revue Blanche, L’Ermitage. Hacia 1890, el maestro indiscutido de toda esta efervescencia es Mallarmé. Sin embargo, esta dinámica será de corta duración; muy pronto los simbolistas se reconvierten a la poesía social (Ghil, Stuart Merrill), al misticismo alucinado de la naturaleza y de las grandes ciudades (Verhaeren), al populismo de Jehan Rictus, al musicismo de Jean Royère; la tradición de Mallarmé revivirá en el joven Valéry y en André Fontainas, mientras Verlaine emulará varias generaciones líricas y religiosas: Charles Guérin, Francis Jammes. Hasta Paul Claudel se apoya en el Simbolismo para imponer una visión católica que desplace el wagnerismo imperante. Los alimentos terrenales (Les nourritures terrestres), de Gide, el naturismo de Saint-Georges de Bouhélier, el humanismo de Fernand Gregh y la Escuela Románica de Jean Moréas se lo deben todo al Simbolismo. Entre las publicaciones que pesaron en esta gran aventura de la poesía, cabe señalar Los poetas malditos (Les poètes maudits), de Verlaine. Son los poetas absolutos, desconocidos de su tiempo: son Tristan Corbière, Rimbaud y Mallarmé en 1883, Marceline Desbordes-Valmore, la poetisa romántica, Villiers de l’Isle Adam y él mismo, en 1884. Se leerá una caricatura divertida del decadentismo en Las deliquescencias de Adoré Floupette (Les déliquescences d’Adoré Floupette, 1885), de Henri Beauclair y Gabriel Vicaire, donde se denuncia la facilidad del manierismo morboso y el culto de lo artificioso en una sociedad carente de espiritualidad. Todos, como demostró Marcel Raymond, estaban preocupados por la forma en sí, de modo que tendían a utilizar el símbolo como un estímulo del pensamiento, un armazón que había que vestir; faunos, sirenas, cisnes, damas de la noche desfilan hieráticos y parecen esperar, a veces, que el poeta les diga lo que tienen que hacer. A falta de saberlo, los cubre de joyas, se demora en los detalles, y refina hasta lo insoportable; este gusto revive en las modas retro y se prolonga hasta muy avanzado el modernismo. Pero los mejores poetas que surgen de este movimiento no caen en estos defectos.
28 Llovet, Jordi et alii, Teoría literaria y literatura comparada, Barcelona, Ariel, 2005. [149] El Simbolismo Para que se entienda de nuevo hasta qué punto los periodos literarios no presentan una delimitación clara ni rotunda, hay que tener en cuenta que el primer monumento de la llamada escuela simbolista (escuela que tuvo su mayor fortuna en Francia, pero que también se produjo en las letras inglesas y alemanas) es Les Fleurs du Mal (Las Flores del Mal), el libro de Baudelaire aparecido en 1857, es decir, el mismo año en que Flaubert publicó en forma de libro su Madame Bovary, cima del Realismo literario. Es más: Baudelaire y Flaubert se conocieron y se alabaron mutuamente, lo cual significa que estas dos escuelas no se sucedieron de una manera traumática, sino que se superpusieron en todas las literaturas europeas, quizás por la razón de que el Simbolismo constituye una poética válida sobre todo para la poesía en verso, mientras que el Realismo es una tendencia literaria que se concretó especialmente en el terreno de la novela. De aquí que también Roman Jakobson, opinara que el Realismo era a la metonimia lo que el Simbolismo (quizás toda poesía) era a la metáfora: 3 la novela realista presenta un cuadro de costumbres, o unos hechos, que valen como pars pro toto en el seno de una cultura o un segmento de civilización; la poesía, por lo general (quizás exceptuando la épica), concentra metafóricamente en una suma de imágenes una serie de referentes de orden más particular, aunque no necesariamente «concreto». Ciñéndonos, pues, al terreno de la poesía, cabe decir que el Simbolismo se presentó desde el principio como un programa o una «poética» no enfrentada a, pero sí complementaria de la poética del Romanticismo. Sorprende observar, si hablamos del libro en cierto modo fundacional que ya hemos dicho, Las Flores del Mal, cómo Baudelaire (1821-1867) oscila en este poemario entre categorías y procedimientos tradicionalmente considerados «románticos», entre ellos la concepción del poeta como ser profético, como vidente, otras veces como ser inadaptado a las leyes comunes de la sociedad -de la «tribu» diría más adelante Mallarmé-, y categorías y usos retóricos del lenguaje que significan una evidente novedad, claramente contrapuestos a la escuela romántica. No es solo que Baudelaire hiciera entrar, casi de golpe y porrazo, el topos de la ciudad en la poesía europea -pues esto ya lo habían hecho una serie de precursores, [150] entre ellos el primer James Thomson, en The Seasons, libro escrito entre 1720 y 1740-, 4 sino que inventó una nueva poética basada en una concepción muy novedosa de la colaboración mutua entre los diversos sentidos o sensaciones -la llamada sinestesia-, y sentó las bases para bases para la radicalización de algo que el Romanticismo ya había insinuado, es decir, la estrecha relación entre la entidad verbal del verso y la eficacia fonético-conceptual de su musicalidad. Fue éste un movimiento literario de muy largo alcance, y Baudelaire no significa más que su inicio: hay que acudir a los escritos de Verlaine y de Mallarmé sobre la relación entre poesía y música para hallar esta teoría del todo desarrollada, como se verá más adelante a partir de los propios textos de dichos escritores. Como suele suceder y hemos visto ya en otros casos de la tradición literaria europea, la escuela simbolista no tomó su nombre hasta mucho después de que los poetas que hoy consideramos miembros de la misma hubiesen escrito y culminado sus obras respectivas. Ni Baudelaire ni Mallarmé ni Verlaine, para poner tres ejemplos muy significativos, creyeron que estuvieran haciendo una poesía «simbolista»; pero cuando se repasan los postulados de dicha 3
Sobre la metáfora y la metonimia, definidas retóricamente, véanse las páginas 53-60
4 Véase, al respecto, el estudio de estos «urbanitas» precursores en Raymond Williams, El campo y la ciudad, Buenos Aires-Barcelona-México, Paidós, 2001, págs. 101 y ss.
29 «escuela» o «poética» -fijados por los manifiestos mucho más tardíos de poetas como Jean Moréas (1886)- puede aceptarse que éstas ya existían antes de que fueran bautizadas, pero también que los tres grandes poetas citados de las letras francesas presentan suficientes puntos en común para poder entrar en una relativa entidad «periódica» independiente. Por lo que se refiere al legado del Simbolismo sucede algo parecido: las fronteras de la influencia de este movimiento, básicamente parisino, de la segunda mitad del siglo XIX, alcanza a movimientos y estéticas literarias tan distintas como lo que denominamos «decadentismo», «esteticismo», «Neorromanticismo», «hermetismo», e incluso «modernismo», en el sentido que esta palabra posee en lengua inglesa (modernism), y que no es lo mismo que el modernismo tal como lo entendemos en los países meridionales, de acuerdo básicamente con los movimientos literarios, pictóricos y arquitectónicos solo de finales del siglo XIX y principios del XX. Si hubiera que definir en pocas palabras lo que se entiende por «Simbolismo», no podría decirse más que se trató de un cierto refinamiento en el arte de la ambigüedad para expresar lo indeterminado en la sensibilidad humana y en algunos fenómenos naturales (la ciudad, el más importante de ellos, pero no el único). En arreglo a esta misma definición hay que entender la palabra «símbolo» en relación directa con la manera en que la usó Swedenborg -de quien Baudelaire tomó la idea de «bosque de símbolos» en el poema que comentaremos más adelante, «Correspondences»- y, en gran medida, como la había usado el propio Romanticismo: no hay que olvidar que Mallarmé se consideró un discípulo directo de las teorías del símbolo de un autor tan prototípico del Romanticismo como el alemán Novalis. [151] Pero Baudelaire modificó la relación alegórica que había postulado Swedenborg entre el mundo material y el sobrenatural, entre las características físicas de los objetos y los paisajes, y las cualidades morales, siempre muy presentes en su poesía, a pesar de lo aparatoso y escabroso de muchos de sus temas. Baudelaire concibió el carácter vertical de esa correspondencia de un modo indirecto, poniendo en contacto lo visible con lo invisible; y su carácter horizontal conectando las diversas percepciones sensoriales a través de imágenes combinadas que sugieren lo que antes hemos denominado un efecto «sinestésico», es decir, que apela analógicamente a más de un sentido a la vez. Por otro lado, siguiendo en este aspecto las teorías que Edgar Allan Poe (a quien tradujo) había esbozado en los análisis de su propia poesía (The Philosophy of Composition, 1846; The Poetic Principie, 1850), Baudelaire tendió a reemplazar (y más lo hicieron sus seguidores, hasta Paul Valéry, ya en pleno siglo XX) el concepto romántico de «inspiración» por el de «artesanía». Esto significa, en cierto modo, una vuelta al criterio «composicional» y retórico de la poesía anterior al Romanticismo; de lo que se deduce, una vez más, hasta qué punto los periodos literarios de la tradición europea se encuentran entrelazados entre sí formando una complicada, aunque magnífica maraña. Como se ha comentado, el movimiento simbolista no se perfiló enteramente hasta que fue teorizado por los discípulos más próximos a Baudelaire, en especial Mallarmé, quien, tanto en sus poemas más importantes («L’Après-midi d'un faune», «Hérodiade») como, en especial, en sus artículos teóricos («Crise de vers», «La Musique et les lettres») acabó de definir los elementos característicos de esta vasta producción poética, que iría, estrictu senso, del propio Baudelaire hasta muchos poetas de la primera mitad del siglo XX, como T. S. Eliot, Valéry, Rainer Maria Rilke, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Wallace Stevens. Expresiones tan claras como la de Verlaine: «De la musique avant toute chose», «La música ante todo», dan idea de esta valoración intrínseca del verso como organismo sonoro relativamente independiente (a veces lo resultará del todo, como en muchos versos de Mallarmé, de muy difícil conexión con cualquier objeto real o ideal), algo que aproxima la estética de los simbolistas -más bien preparó
30 su terreno- a la de los escritores llamados «decadentistas», poetas los unos, prosistas otros, como J. K. Huysmans en Francia u Oscar Wilde en Inglaterra. Pero estas cuestiones de orden formal no agotan la definición de la larga tradición simbolista en las letras europeas. Hay otro factor, de enorme importancia, que debe entrar en consideración: la actitud de los poetas y prosistas de esta escuela frente al fenómeno moderno de la masa y la «opinión común». Como se verá claramente en el poema «L’albatros», de Baudelaire, los simbolistas -como el realista Flaubert y sus seguidores en el terreno de la novela, por otra parte- consideraron agotados los procedimientos y los modos de expresión de los poetas románticos, y éstos les parecieron inadecuados atendiendo a la nueva situación [152] histórica (la Francia ya plenamente burguesa de mediados del siglo XIX, cuya apoteosis debe verse en las décadas del Segundo Imperio, 1851-1870). Los simbolistas tienen, pues, también esto en común: rechazaron los viejos códigos y sentimentalidades románticas por considerarlos gastados, pero creyeron igualmente gastadas -y, en este caso, de una manera «universal», no solamente como procedimiento poético- la jerga y la moral mercantilista de la gran clase ascendente en toda Europa durante la segunda mitad del siglo XIX: la burguesía. En un gesto que, todo hay que decirlo, enlaza de nuevo con el orgullo, la singularidad y la altivez de ciertos poetas del Romanticismo (así Lord Byron, por ejemplo), los simbolistas se decidieron abiertamente por un lenguaje poético que sacudiera las mentes ya semidormidas de la clase más significativa de su tiempo histórico de progreso y grandes transformaciones urbanísticas. La arrogancia, la distinción (entendida como lo «distinto» de lo que caracteriza a la masa), las exquisitas maneras en el hablar y en el vestir, y un esteticismo llevado en algunos casos a extremos ostentosos (como en los casos de Barbey d' Aurevilly en Francia, o del citado Oscar Wilde en Inglaterra), resultan también sustanciales para definir este periodo de las letras europeas. Una «opinión común» (l'opinion publique) cada vez más sólida -basada en aspiraciones que ellos encontraron enormemente mediocres, como la exhortación al enriquecimiento que fue divisa social de Luis Felipe de Orléans-, una tendencia a la estupidez en los usos y costumbres de la clase burguesa, especialmente la urbana, y un desasosiego casi catastrófico en la percepción de estas nuevas costumbres, desarrolló en los escritores de la tradición simbolista una tendencia a desmarcarse, a singularizarse hasta la extravagancia (como en el caso del personaje Des Esseintes, de la novela A Rebours, de J. K. Huysmanns) y a una lucha obsesiva contra lo que hoy llamaríamos «la plácida normalidad» de sus contemporáneos. En este sentido, los simbolistas sembraron quizás no la primera (ésta sería la de los románticos), pero sí la más eficaz de las semillas para hacer caer en la confusión y en la vergüenza al buen burgués de los inicios del capitalismo moderno que se creía muy seguro en su orden de ideas moral-estéticas y que se arrellanaba en las costumbres más prosaicas. Todos los gestos de ataque a la sociedad, y en especial a la burguesía, que se darán en las letras europeas en el siglo XX -como los que se verán en ciertos momentos de las vanguardias- arrancan de esta actitud fundacional: los simbolistas abogaron por una aristocracia de las maneras y de la palabra, de las costumbres y del arte, que han llegado hasta nuestros días. Pues lo cierto es que aquello contra lo que combatieron estos escritores -la aurea mediocritas del espíritu burgués- no solo no ha desaparecido, sino que se ha consolidado a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Las críticas constantes por parte de esta generación de escritores contra el sufragio universal, por ejemplo, o contra una educación pública y generalizada, no son más que una muestra de esta «aristocracia espiritual» que los simbo[153] listas quisieron restaurar, casi como un fármaco redentor, contra los males de un siglo desespiritualizado y vulgar en su opinión. Las virulentas manifestaciones de Flaubert al respecto no dejan lugar a dudas: «Desde 1830, Francia sufre un delirio de Realismo idiota; la infalibilidad del sufragio universal está a
31 punto de convertirse en un dogma que va a suceder a la infalibilidad del Papa»; 5 «Experimento, contra la estupidez de mi tiempo, olas de odio que me asfixian. La mierda me llega hasta la boca, como en las hernias estranguladas. Pero voy a conservarla, esa mierda, fijarla, endurecerla. Quiero hacer con ella una pasta con la que embadurnaré el siglo XIX, igual que los indios doran las pagodas con boñigas de vaca»; 6 «Axioma: el odio hacia el Burgués es el principio de la virtud. Incluyo en la palabra "burgués" tanto a los burgueses en camisa como a los burgueses en levita. Nosotros y solo nosotros, es decir, la gente de letras, somos el Pueblo, o, mejor dicho, la tradición de la Humanidad»; 7 «Lo que me abruma es: 1.º La feroz estupidez de los hombres. Estoy harto de tantos horrores [...]. 2.° Estoy convencido de que estamos entrando en una época repugnante en la que no habrá lugar para gente como nosotros. La gente será utilitaria y militar, ahorradora, mezquina, pusilánime, abyecta»; 8 «Creo que la masa, el rebaño, siempre será odiable. Lo único importante es un grupito de espíritus, que siempre son los mismos, y que se pasan la antorcha unos a otros. Mientras la gente no se incline ante estos mandarines, mientras la Academia de las Ciencias no sustituya al Papado, la política entera y la sociedad, hasta sus cimientos, no serán otra cosa que un hato de tonterías repugnantes». 9 Asimismo, Baudelaire, en este sentido menos explícito en su correspondencia que Flaubert, pero más que éste en su obra propiamente literaria, escribiría hacia la misma época el famoso poema «L'albatros», del conjunto de Les Fleurs du Mal, en el que presenta al poeta, metafóricamente como un albatros de enorme envergadura sometido a la injuria y los insultos de la plebe; como un ser de enorme singularidad a quien son incapaces de entender aquéllos que viven en la rutina y la costumbre: L’albatros
El albatros
Souvent, pour s'amuser, les hommes d'équipage
Como un juego, a menudo en los barcos he visto
Prennent des albatros, vastes oiseaux des mers,
cómo cazan albatros, grandes aves marinas
Qui suivent, indolents compagnons de voyage,
que son como indolentes compañeros de viaje
Le navire glissant sur les gouffres amers.
tras el barco que surca los abismos amargos.
[154] À peine les ont-ils déposés sur les planches,
Una vez han caído en cubierta, esos reyes
Que ces rois de l'azur, maladroits et honteux,
del espacio azulado son torpes y muy tímidos,
Laissent piteusement leurs grandes ailes blanches
y sus alas tan blancas y tan grandes son como
Comme des avirons traîner à côté d'eux.
blandos remos que arrastran, lastimosos, por tierra.
Ce voyageur ailé, comme il est gauche et veule!
¡Pobre alado viajero, desmañado e inerte!
Lui, naguère si beau, qu'il est comique et laid!
¡Él que fue tan hermoso ahora es feo y risible!
L'un agace son bec avec un brûle-gueule,
Uno acerca a su pico la encendida cachimba,
L'autre mime, en boitant, l'infirme qui volait!
otro imita cojeando al lisiado con alas.
Le Poète est semblable au prince des nuées
El Poeta es un príncipe, gran señor de las nubes,
Qui hante la tempête et se rit de l'archer;
cuya casa es el viento, que no teme al arquero;
Exilé sur le sol au milieu des huées,
desterrado en el suelo, entre el vil griterío,
5
Gustave Flaubert, Correspondance, carta a Louise Colet del 15-16 de mayo de 1852. París, Gallimard, 1973 y ss. (Trad. de Jordi Llovet.) 6
Ibid., carta a Louis Bouilhet del 30 de septiembre de 1855. (Trad. de Jordi Llovet.)
7
Ibid., carta a George Sand del 17 de mayo de 1867. (Trad. de Jordi Llovet.)
8
Ibid., carta a Claudius Popelin del 28 de octubre de 1870. (Trad. de Jordi Llovet.)
9
Ibid., carta a George Sand del 8 de septiembre de 1871. (Trad. de Jordí Llovet.)
32 Ses ailes de géant l'empêchent de marcher.
sus alas gigantes le impiden caminar. (Trad. de C.
Pujol.)
Pero esta cuestión no agota, ni con mucho, lo que resulta propio del movimiento simbolista. Como ya se ha dicho, es una característica de todo el movimiento -hasta sus epígonos, en pleno siglo XX- el presentar la naturaleza o los objetos en una consonancia recíproca, como si se quisiera evocar, con esta síntesis, antes una sensación, a la vez única y plural, que un contenido conceptual; o, para ser más precisos, el contenido del poema a partir de la resonancia que posee su propio material léxico y fonético. El primer ejemplo para elucidar esta cuestión se encuentra en uno de los primeros poemas de Les Fleurs du Mal, llamado «Correspondances». En él, siguiendo sin duda una visión que ya fue romántica (véase Hölderlin más arriba, por ejemplo, y nuestros comentarios), Baudelaire expresa la correspondencia que existe entre los elementos de la naturaleza misma, es decir, el eco que se envían unos a otros, hasta confundirse en una unidad indiscernible: Correspondances La Nature est un temple où de vivants piliers Laissent parfois sortir de confuses paroles; L'homme y passe à travers des forêts de symboles Qui l'observent avec des regards familiers.
La Naturaleza es un templo, de cuyas basas suben, de tiempo en tiempo, unas confusas voces; pasa, a través de bosques de símbolos, el hombre, Al cual éstos observan con familiar mirada.
[155] Comme de longs échos qui de loin se confondent Dans une ténébreuse et profonde unité, Vaste comme la nuit et comme la clarté, Les parfums, les couleurs et les sons se répondent.
Como difusos ecos que, lejanos, se funden en una tenebrosa y profunda unidad, como la claridad, como la noche, vasta, se responden perfumes, sonidos, colores.
Il est des parfums fins comme des chairs d'enfants, Doux comme les hautbois, verts comme les prairies, -Et d'autres, corrompus, riches et triomphants,
Hay perfumes tan frescos como un cuerpo de niño, dulces como el oboe, verdes como praderas. -Y hay otros corrompidos, triunfantes, saturados,
Ayant l'expansion des choses infinies, Comme l'ambre, le musc, le benjoin et l'encens, Qui chantent les transports de l'esprit et des sens.
con perfiles inciertos de cosas inasibles, como el almizcle, el ámbar, el incienso, el benjuí, Que cantan los transportes del alma y los sentidos (Trad. de A. Martínez Sarrión.)
Aquí la Naturaleza no es vista como una referencia pasiva, sino como una especie de conjunto «semiotizado», es decir, portador de sentido en la suma de todos sus signos («evocaciones») parciales. El hombre recorre esta naturaleza como si se tratara de un «bosque de símbolos», y no precisamente ajenos a la capacidad del ser humano de «interpretarlos», pues, como aclara Baudelaire, esas voces de la naturaleza, aunque confusas, no dejan de miramos con «familiar mirada». La segunda estrofa recoge propiamente lo que hemos denominado el efecto «sinestésico» de Baudelaire v de toda la tradición simbolista, pues, en el seno de la naturaleza tal como el poeta la ha caracterizado, sus «perfumes, sonidos y colores» (apelación al olfato, el oído y la vista) se funden y se responden entre sí «como difusos ecos». Las dos últimas estrofas no hacen más que afinar en la descripción sensorial de estos ecos o estas «confusas voces», al hablar de «perfumes frescos como un cuerpo de niño» -de hecho, como su piel; verso en el que se dan cita el tacto y el olor-, de otros «dulces como el oboe» -aquí aparecen mezclados el sabor y el sonido-, de otros «verdes como praderas» -aquí está la visión-, y, por fin, muy al estilo contradictorio o chocante de la poesía de Baudelaire, de otros «corrompidos, triunfantes, saturados / con perfiles inciertos de cosas inasibles». Y siguen los dos últimos versos del soneto, en los que queda claro que los distintos olores y tactos de esta naturaleza se corresponden a un mismo tiempo con los «transportes» del alma (el aspecto intelectual o espiritual) y de los sentidos (el aspecto sensual).
33 [156] Analizado este poema, no será necesario decir una sola palabra del que sigue, «Parfum exotique», pues incide en las mismas cuestiones descritas en el párrafo anterior: en este caso es un poema de amor, pero los «referentes objetivos» sirven para reforzar, ambientar o definir ese amor ya no son los que solemos encontrar en la poesía romántica, sino unos muy novedosos, exóticos en este poema, fundados en la sensualidad y en la ya descrita concurrencia y correspondencia de los distintos sentidos: Parfum exotique Quand, les deux yeux fermés, en un soir chaud d'automne,
En la cálida noche otoñal, a ojos ciegos,
Je respire l'odeur de ton sein chaleureux,
cuando aspiro el dolor de tu pecho ardoroso,
Je vois se dérouler des rivages heureux
vuelvo a ver ante mí unas tierras felices
Qu'éblouissent les feux d'un soleil monotone;
que deslumbra el brillar de un monótono sol.
Une île paresseuse où la nature donne
Una isla morosa donde hay árboles raros
Des arbres singuliers et des fruits savoureux
como nunca hemos visto, y unas frutas sabrosas;
Des hommes dont le corps est mince et vigoureux,
y unos hombres de cuerpo es esbelto y vigoroso
Et des femmes dont l'oeil par sa franchise étonne.
y mujeres que asombran por su franca mirada.
Guidé par ton odeur vers de charmants climats,
Tu perfume me guía a lugares de sueño,
Je vois un port rempli de voiles et de mâts
veo un puerto que llenan blancas velas y mástiles
Encor tout fatigués par la vague marine,
fatigados aún por las olas marinas,
Pendant que le parfum des verts tamariniers,
y el olor de los verdes tamarindos, que mientras
Qui circule dans l'air et m'enfle la narine,
ha invadido los aires y acaricia el olfato,
Se mêle dans mon âme au chant des mariniers.
Se me mezcla en el alma a canción marinera (Trad. de Carlos Pujol)
Pero hay dos aspectos más en la obra de los simbolistas (en Baudelaire en especial) que no podemos pasar por alto. La primera se refiere a la presencia de la ciudad, París en nuestro caso, en una enorme cantidad de poetas. Sin que Baudelaire renunciara al topos de la naturaleza propiamente dicha, como se ha visto –aunque la trate de un modo muy distinto a como lo había hecho la poesía típicamente romántica-, el poeta recurre a los escenarios de la metrópolis para poner énfasis en aquel tipo de «naturaleza artificial» que empezaba a pesar, en la vida de los ciudadanos en [157] toda Europa, mucho más que lo que llanamente entendemos por naturaleza. En el poema «Le cigne», «El cisne», Baudelaire ya había expresado con toda claridad su admiración por la ciudad y por sus cambios, en un gesto que caracteriza como pocos su poética y toda su obra: El cisne (Poema número 89 de Las flores del mal, 1861).
A Víctor Hugo. I ¡Andrómaca, pienso en ti! Este riacho, pobre y triste espejo donde antaño resplandeció la inmensa majestad de vuestros dolores de viuda, Este Simoïs mentiroso que con vuestras lágrimas crece, ha fecundado de pronto mi memoria fértil,
34 cuando yo atravesaba el nuevo Carrousel. El viejo París terminó (la forma de una ciudad cambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal); yo no veo sino con el espíritu todo este caserío, este montón de capiteles esbozados y los fustes, las hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua de las charcas, Y brillando en las ventanas, el bric-a-bras confuso. [baratillo informe] Allí se mostraba antaño una casa de fieras; allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los cielos fríos y claros el Trabajo se despierta, en que la basura empuja un sombrío huracán en el aire silencioso, un cisne que se había evadido de su jaula, y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco, sobre el suelo áspero arrastraba su blanco plumaje. cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico bañaba nerviosamente sus alas en el polvo, y decía, el corazón lleno de su bello lago natal: "Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?" Yo veo este desdichado, mito extraño y fatal, hacia el cielo algunas veces, como el hombre de Ovidio, hacia el cielo irónico y cruelmente azul, sobre su cuello convulsivo tender su cabeza ávida, ¡Como si dirigiera reproches a Dios! II ¡París cambia! ¡pero, nada en mi melancolía se ha movido! Palacios nuevos, andamiajes, bloques, viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría, y mis caros recuerdos son más pesados que rocas. También ante este Louvre una imagen me oprime: y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos, como los exiliados, ridículo y sublime, ¡Y roído por un deseo sin tregua! y luego en vos, Andrómaca, de los brazos de un gran esposo caída, vil rebaño, bajo la mano del soberbio Pirro, cabe una tumba vacía en éxtasis doblegado; viuda de Héctor, ¡ah! ¡y mujer de Heleno! Yo pienso en la negra, enflaquecida y tísica, chapaleando en el lodo, y buscando, la mirada huraña, los cocoteros ausentes del África soberbia detrás de la muralla inmensa de neblina;
35 en cualquiera que ha perdido lo que no se encuentra jamás, ¡jamás! ¡en los que beben lágrimas! ¡Y maman del Dolor cual de una buena loba! ¡En los flacos huérfanos secándose cual flores! También en la selva donde mi espíritu se exilia. ¡Un viejo Recuerdo resuena con la plenitud del cuerno! Pienso en los marineros olvidados en una isla, ¡En los cautivos, en los vencidos!... ¡y en muchos otros todavía!
Baudelaire se estaba refiriendo, claro está, a los enormes cambios producidos en la ciudad de París durante la reforma urbanística de Haussmann, que propició el derrumbe de buena parte del París medieval y renacentista para que fuera sustituido por el nuevo trazado lineal de la ciudad moderna imaginada por los urbanistas parisinos. Los viejos paisajes urbanos se mudaron en otros, de estricta modernidad en su tiempo, y el poeta no permaneció ajeno a unos cambios que en verdad debieron asombrar, cuando no escandalizar, a la población parisiense de la época. La historia, en cierto modo, estaba tomando un nuevo rumbo sobre la topografía de la propia ciudad, del mismo modo que lo había tomado, cincuenta años atrás, por los efectos de la Revolución Francesa. No es extraño, pues, que un poeta que se decía adicto a los últimos destellos de la modernidad incluyera en su poesía este aspecto de la vida cotidiana de muchos ciudadanos. En un texto en prosa llamado «El pintor de la vida moderna», dedicado al hoy poco frecuentado dibujante y acuarelista Constantin Guys, Baudelaire ya dejó escrito: «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte; la otra mitad es lo eterno e inmutable.» Por esto no debe extrañarnos que dedicara uno de sus más famosos poemas de Les Fleurs du Mal a una transeúnte, es decir, a una mujer que pasa, en el que aparecen, no porque sí, las mismas palabras que acabamos de leer en el fragmento citado en prosa: À une passante
A una transeúnte
La rue assourdissante autour de moi hurlait.
La calle atronadora aullaba en torno mío.
Longue, mince, en grand deuil, douleur majestueuse,
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
Une femme passa, d'une main fastueuse
una dama pasó, que con gesto fastuoso
Soulevant, balançant le feston et l'ourlet;
recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos;
Agile et noble, avec sa jambe de statue.
agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.
Moi, je buvais, crispé comme un extravagant,
De súbito bebí, con crispación de loco,
Dans son oeil, ciel livide où germe l'ouragan,
y en su mirada lívida, centro de mil tornados,
La douceur qui fascine et le plaisir qui tue.
el placer que aniquila, la miel paralizante.
Un éclair... puis la nuit! - Fugitive beauté
Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
Dont le regard m'a fait soudainement renaître,
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
Ne te verrai-je plus que dans l'éternité?
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?
[158] Ailleurs, bien loin d'ici! trop tard! jamais peut-être!
¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Car j'ignore où tu fuis, tu ne sais où je vais,
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
Ô toi que j'eusse aimée, ô toi qui le savais!
¡Tú a quien hubiese amado. Oh tú, que lo supiste! (Versión de Antonio Martínez Sarrión)
36 Es evidente que un poema como éste no podría haberse escrito jamás en el medio rural; solo queda justificado por los mecanismos propios de la gran ciudad, por su sociología y sus costumbres. Las gentes de pueblo suelen conocerse, y las relaciones que se establecen entre aldeanos son de una proximidad que no tiene nada que ver con el anonimato que preside las relaciones de los ciudadanos de una metrópolis, la mayoría desconocidos del todo para los demás. Solo en este marco es posible que un hombre (aquí, el poeta) pueda explicar que, en medio de una «calle atronadora» y vociferante, ve pasar una dama enlutada, solemne, que recoge, «con gesto fastuoso» el borde la falda larga que lleva. No será ocioso recordar aquí a los lectores la enorme importancia que posee conocer, entre tantas otras cosas, la manera en que la gente vestía en cada momento de la historia; pues la «visualización» de la vestimenta –o de la arquitectura, o de los objetos- es de gran ayuda para entender un poema cabalmente; véase en las págs. 145-146 la descripción de la cocina de la casa del señor Rouault, en Madame Bovary, que delimita con enorme precisión el «cuadro rural» en que nos hallamos en aquel contexto. En la segunda estrofa, Baudelaire dice quedar embelesado (no dice esto, que es lo que habría dicho un poeta «romántico», sino «crispado», que es palabra más próxima a las sensaciones de la gran ciudad) por la belleza de aquella mujer. Hay que entender, entonces, que la palabra «relámpago» remite al momento en que el poeta se cruza con esta mujer y, más todavía, con una fugaz mirada de ésta. Tan fugaz, que el poeta escribe inmediatamente: «Luego, la noche», es decir, la desaparición de esta mirada del campo de visión del poeta. Es cierto que esta mirada le «hizo renacer»; pero tan cierto como esto, en situaciones parejas en la metrópolis, es que lo más probable es que no vuelva a verla en su vida: si acaso, «luego, ya tarde», tal vez nunca. Pues ni él sabe a dónde se dirige ella, ni ella sabe a dónde va él. Y aquí surge el verso más bello y definitivo del poema: «Tú, a quien hubiese amado. Oh, tú que lo supiste». La situación solo podía ser propia de una gran ciudad. Todo ciudadano de cualquier tiempo conoce esta ley de la [159] metrópolis: todo es fugaz en ella («las ciudades, ay, cambian más aprisa que uh corazón mortal») y tan fugaz como sus formas o su arquitectura lo es la mirada de alguien con quien uno se cruza al azar. Baudelaire habría amado a aquella mujer (nada nuevo en la historia de la poesía; es lo que denominamos «el flechazo», en alusión a las flechas del asistente de Venus, Cupido), y lo peor es que ella se dio cuenta, sin que pudiera, por su parte, hacer otra cosa que seguir pasando. Es uno de los hechos cargados de fatalidad, ineludibles de la gran ciudad. Pero más arriba sugerimos otro elemento característico de la poesía de Baudelaire de que apenas hemos hablado; su tendencia a crear situaciones queridamente antirrománticas, y a ofrecerles el lenguaje poético más adecuado. No hay que creer por ello, como se advirtió, que Baudelaire no tenga nada que ver con el Romanticismo: se trata más bien de una reacción contra el lenguaje melifluo y tontorrón de muchos poetas amorosos románticos, que Baudelaire, ejemplo de modernidad literaria, no podía permitirse, y contra el que se rebela, de vez en cuando (otras, no) con un lenguaje inapelable. Para esto recurriremos a otro de sus poemas más celebrado (y luego más criticados, así por Rilke, en sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge), «Une charogne», «Una carroña»: Une charogne
Una carroña
Rappelez-vous l'objet que nous vîmes, mon âme,
Recuerda aquel objeto que vimos, alma mía,
Ce beau matin d'été si doux:
en la templada mañana estival;
Au détour d'un sentier une charogne infâme
al doblar el sendero, una carroña infame
Sur un lit semé de cailloux,
sobre un lecho sembrado de piedras.
Le ventre [jambes] en l'air, comme une femme lubrique,
Las patas en alto, como una hembra lúbrica,
Brûlante et suant les poisons,
destilando un ardiente veneno,
37 Ouvrait d'une façon nonchalante et cynique
se abría de forma indolente y cínica
Son ventre plein d'exhalaisons.
su vientre repleto de miasmas.
Le soleil rayonnait sur cette pourriture,
Abrasaba el sol sobre aquella podredumbre,
Comme afin de la cuire à point,
como para acabar de cocerla,
Et de rendre au centuple à la grande Nature
y devolver ciento a la Naturaleza,
Tout ce qu'ensemble elle avait joint;
de aquello que uniera una vez;
Et le ciel regardait la carcasse superbe
y miraba el cielo al regio esqueleto
Comme une fleur s'épanouir.
expandirse como una flor.
La puanteur était si forte, que sur l'herbe
Hedía tan fuerte, que sobre la hierba
Vous crûtes vous évanouir.
creíste caer desmayada
Les mouches bourdonnaient sur ce ventre putride,
Danzaban las moscas sobre ese vientre pútrido,
D'où sortaient de noirs bataillons
De donde a millares surgían
De larves, qui coulaient comme un épais liquide
larvas que avanzaban, cual líquido espeso,
Le long de ces vivants haillons.
por esos vivientes despojos.
[160] Tout cela descendait, montait comme une vague
Todo aquello bajaba, subía como una ola,
Ou s'élançait en pétillant
o se desgajaba crujiendo;
On eût dit que le corps, enflé d'un souffle vague,
diríase que el cuerpo, de un soplo animado,
Vivait en se multipliant.
se multiplicase y estuviera vivo.
Et ce mon de rendait une étrange musique,
Producía ese mundo una extraña música,
Comme l'eau courante et le vent,
como el viento y el agua al pasar,
Ou le grain qu'un vanneur d'un mouvement rythmique
o el grano que rítmicamente se agita
Agite et tourne dans son van.
y gira encerrado en la criba.
Les formes s'effaçaient et n'étaient plus qu'un rêve,
Se esfumaba todo y solo era un sueño,
Une ébauche lente à venir
un esbozo renuente a surgir,
Sur la toile oubliée, et que l'artiste achève
sobre el lienzo olvidado, que acaba el artista
Seulement par le souvenir.
por fin a través del recuerdo.
Derrière les rochers une chienne inquiète
Detrás de las rocas, una perra inquieta
Nous regardait d'un oeil fâché,
nos miraba con ojos airados,
Epiant le moment de reprendre au squelette
espiando el instante de ir al esqueleto
Le morceau qu'elle avait lâché.
y hozar en su carne.
- Et pourtant vous serez semblable à cette ordure,
—Y sin embargo, igual serás que esta basura,
À cette horrible infection,
que esta infección horrible,
Etoile de mes yeux, soleil de ma nature,
estrella de mis ojos, claro sol de mi vida,
Vous, mon ange et ma passion!
tú, mi pasión, ¡mi Ángel!
Oui! Telle vous serez, ô la reine des grâces,
Sí, tú serás así, oh reina de las gracias,
Après les derniers sacrements,
tras el último viático,
Quand vous irez, sous l'herbe et les floraisons grasses,
cuando bajo la hierba y la vegetación,
Moisir parmi les ossements.
enraícen tus huesos
Alors, ô ma beauté! Dites à la vermine
¡Entonces, ¡oh mi bella! Diles a los gusanos
38 Qui vous mangera de baisers,
que a besos te devorarán,
Que j'ai gardé la forme et l'essence divine
que yo guardé la forma y la divina esencia
De mes amours décomposés!
de mis descompuestos amores! (Trad. de Carlos Pujol)
[161] Poco hay que añadir al sentido diáfano de estos versos, en los que la enamorada es comparada con la carroña de un perro: no puede llevarse más lejos el intento de dismitificar el modo en que la poesía amorosa de todos los tiempos, hasta entonces, había cantado el amor a la dama. Al principio, el lector va a creer que se trata solo de la descripción de una carroña, sin que imagine ni por asomo que el poema acabará con la comparación entre ésta y la mujer amada. Cuando la equivalencia se presente claramente en la estrofa «—Y sin embargo, igual serás que esta basura», el lector no tendrá más remedio que pensar que expresiones como «hembra lúbrica» que se abre «de forma indolente y cínica», sobre cuyo «vientre pútrido» danzan las moscas y avanzan las larvas a millares, se refieren ni más ni menos que a la mujer que acompaña al poeta por ese camino. El sendero debe de ser rústico, por lo que dice el poema, pero es evidente que el tono del poema se aleja absolutamente de lo que los lectores estaban acostumbrados a ver en tales lugares idílicos. Del locus amoenus que acompañaba a las situaciones amorosas en la poesía latina o renacentista hemos pasado a un lugar igualmente «natural», pero de una naturalidad extrema y repugnante: así se vengaba Baudelaire, en cierto modo, del éxito que todavía tenían por aquellos tiempos los poetas tardorrománticos, sensibleros y llorones. No hay duda de que el poeta se proponía enfrontar esta «poética del amor» con la que había recibido de las generaciones anteriores, pues habla irónicamente, en las últimas estrofas, refiriéndose a la mujer, de «estrella de mis ojos, claro sol de mi vida, tú, mi pasión, ¡mi Ángel!», y «reina de las gracias». El poema acaba de una forma muy similar a como acababan algunos sonetos de amor que hemos analizado antes, en especial de la tradición renacentista: Ronsard, Shakespeare y muchos más, habían recurrido al lugar común de asegurar que el poema sobrevivirá a aquél o aquélla a quien fue dirigido, que es una de las formas de dar la razón a la expresión: Ars longa, vita brevis. Baudelaire dice que guardó «la forma y la divina esencia de [sus] descompuestos amores», y ello debe entenderse en el sentido que un poema – incluso éste- guarda el recuerdo de un amor mucho más allá de la vigencia de este amor, e incluso más allá de la existencia terrenal de la persona cantada. Así lo vimos en el soneto n.º XVIII de Shakespeare: «Y crecerás en inmortal [162] poema que existirá / mientras el hombre aliente renovando tu vida eternamente.»