De raspachín a finquero

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Crónica

textos y fotos

Nicolás Van Hemelryck

De raspachín a finquero

L

a pequeña pantalla acapara las miradas de todos los vecinos. Aunque todos los días hay visitantes, el domingo es el más concurrido: es noche de película. Los protagonistas son policías, bandidos y policías-bandidos. “¡Esas películas!”, dice Béyer mientras se aleja del televisor, toma la linterna y sale de la casa, “se miran unas balaceras y ninguno cae, a ninguno le pegan ni un tiro”. La noche está estrellada. Béyer camina en medio de la oscuridad y alumbra el vivero donde tiene 3.000 plántulas de café. Entra y coge una de las bolsas y la inspecciona por debajo. Lo repite con otras. Al regresar dice: “Es hora de trasplantar los colinos: se les está doblando la raíz y si no se hace pronto, se dañan”. Entonces me pide que lo acompañe. Abre una puerta y entramos a

Atardecer en la serranía de San Lucas. Al fondo, la Teta de San Lucas.

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un cuarto con piso de tierra donde solo hay una cama. “Perdonará, no es una suite, pero podrá descansar. Mucha gente viene a conocer la finca y me da pena recibirlos en esta casa. Tengo que echarle piso, reforzar los muros, dejar la cocina bien montada, hacer el baño, comprar camas y colchones, mejor dicho. Pero la casa me la tiene que dar el café y como hasta ahora estoy empezando de nuevo...” De la colonización a la coca

La colonización de la serranía de San Lucas, en cuyas faldas se extiende Santa Rosa del Sur (Bolívar), es reciente. Los primeros campesinos llegaron en los años cincuenta de Boyacá, Antioquia y Santander, siguiendo los rumores que llegaban sobre la abundancia de tierra fértil, oro y agua, y huyendo de la violencia, del hambre y de la falta de tierras. Ellos trajeron el café y el cacao, el frijol y el plátano, la yuca y el arroz. Es frecuente que todos los habitantes de una vereda provengan del mismo municipio: en la zona de Béyer la mayoría viene de Rondón, Boyacá. Esa es la historia de Anita Ríos, la madre de Béyer, que nació en El Rosal (Cundinamarca) y en Rondón conoció a Benedicto Cárdenas, quien sería su esposo. En los años sesenta llegaron a la Serranía que, según cuenta, estaba cubierta de selva. Cultivando café la familia llegó a tener dos fincas y una casa en el pueblo. Béyer fue el cuarto de siete hijos que crecieron en el campo, entre los cultivos y la escuela. Cuando Béyer acabó la primaria lo mandaron al pueblo a estudiar el bachillerato. “Mi papá nos decía: ‘yo no quiero que sean unos burros como yo, que no sé leer ni es-

Béyer Cárdenas estuvo involucrado durante años en los sembrados de coca de la serranía de San Lucas, pero consiguió enderezar su destino y el de su familia. ¿Cómo lo hizo? Esta crónica tiene las respuestas.

cribir’. Ahora tengo 27 años y hasta ahora estoy haciendo el bachillerato.” El oro, la cocaína, la plata y la muerte

Abrumado por la abundancia que la mafia había traído al pueblo, Béyer se fue con unos amigos para las minas de oro. Tenía doce o trece años. Aunque el trabajo era duro, la ilusión del oro lo mantuvo enganchado cuatro años. Pero lo poco que ganaba lo tenía que invertir en insumos y materiales. “En ese momento yo ya estaba más grande y unos amigos me convidaron a raspar coca: a la semana se hacían 200.000 pesos y yo, apurado, terminaba el mes con 100.000.” Béyer estuvo vinculado al negocio de la coca durante seis años. Aunque empezó como raspachín, su ambición lo llevó a


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Rodeado de amigos, vecinos y familia, Béyer enseña su tatuaje.

participar en diversos niveles del negocio: conseguía los químicos para procesar la hoja, compraba mercancía para los negociantes del pueblo y, con las ganancias, sembraba su propio cultivo. Por esa época se casó con Inés y se la llevó para la finca. Ella tenía 18 años. “Solo trabajábamos con la mafia y dejamos de sembrar comida: se la comprábamos a los vecinos que no les gustaba trabajar con coca. El negocio daba

plata para andar bien vestidos, para tener motos bonitas, y para tomar traguito fino.” Durante el reinado de la cocaína la muerte llegaba fácil. A veces llegaba por error. Otras, por no obedecer la ley de la mafia: el negocio lo controla el más poderoso, el único que puede comprar la mercancía y sacarla a las ciudades. Si alguien compraba por su cuenta o la sacaba sin pagar la vacuna y caía, lo mataban, se la robaban,

y le quitaban las propiedades. Cuentan que por el Magdalena bajaban tantos cadáveres que río abajo pusieron una red para atajarlos. La guerrilla controló la zona durante muchos años. Los paras entraron poco a poco: primero llegaron unos como relojeros o vendedores ambulantes para descifrar el funcionamiento del pueblo, y fueron matando a los guerrilleros hasta apoderarse de la región y del negocio. “Ahí se puso peor.

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Béyer examina el estado de las plántulas de café en su vivero.

Andaban, vivían y mandaban en el pueblo. Iban armados, tenían motos y carros finos,” cuenta Béyer, “había mucha plata y la mayoría del pueblo estaba untado. Todas esas casitas finas y carros que se miran, todo es plata de la mafia.” Béyer siempre trabajó con su hermano y su mujer. “El futuro de nosotros era sembrar coca. En tres años que nos dejaran coronar, tendríamos cualquier 100 millones rapiditico. Ya con la plata uno superaba todo: podía comprarse una casa y un carrito más o

menos fino. (…) Así se llenó de plata mucha gente. En esta vereda había harta coca. Ahora no. Los erradicadores le dieron duro. Esa es la única manera de vencerla: así nos bajaron la moral”. La erradicación manual

Los Cárdenas tenían sembradas tres hectáreas y media de coca cuando sus vecinos les arrancaron el cultivo. “Si no, ahora tendríamos mucha plata, o estaríamos presos o muertos como terminaron muchos

“Soy una persona que a pesar de las dificultades y de haber hecho cosas que no debí, aproveché una oportunidad y salí adelante. No me siento más que nadie pero sé que soy un ejemplo para muchachos que sólo piensan en hacer plata. Eso pasa cuando uno no se valora y piensa que para ser alguien hay que tener plata”.

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compañeros. Cuando a uno le arrancan un cultivo lo piensa dos veces antes de volver a sembrar. Hay gente terca que reincide. Yo no.” La erradicación manual hacía parte del programa de Familias Guardabosques. Para acceder, la gente tenía que vivir en una vereda sin cultivos ilícitos. Eso llevó a los vecinos a presionar a los cultivadores para que dejaran de sembrar. Si no lo hacían, como los Cárdenas, se los arrancaban. Béyer se puso furioso, conminó a la comunidad a que le pagara y se fue a la casa de su mamá. “Cuando me tranquilicé ella me dijo: ‘para qué se busca problemas, igual ya no tiene el cultivo, no pierde nada metiéndose al programa’. Y tenía razón”. Para inscribirse tuvo que escoger un proyecto productivo: café, caucho, cacao o silvopastoreo. “Como mi papá lo había trabajado, escogí café, me asocié a Asocafé y empecé con las primeras capacitaciones”. Béyer fue seleccionado para ir a conocer un cafetal en Floridablanca (Santander) y regresó tan ilusionado que se dedicó a estudiar todo sobre el cultivo. Pero quién es Béyer

Algunos meses después Asocafé hizo una convocatoria para técnicos. Era requisito ser bachiller. “Pero yo sabía mucho de café. Entonces fui y les dije que así no tuviera el diploma yo quería medirme.” Accedieron y presentó el examen. Como quedó entre los 10 mejores lo llamaron a la entrevista. “Santísima”, dice, “yo no estaba enseñado a hablar así. Cuando entré me temblaban las piernas. Lo primero que preguntaron fue ‘¿Quién es Béyer?’ y yo me quedé como extrañado. ‘Pues Béyer soy yo’. ‘Pero quién es Béyer’. ‘Béyer es una persona emprendedora, echada pa’ lante, responsable con el trabajo, con ganas de salir adelante, y de buena familia’. Me preguntaron sobre el cultivo del café, sobre temas sociales y ambientales, y sobre mis ideas para el futuro. Yo pensaba que necesitaban expertos en café pero sobre todo buscaban a alguien que quisiera trabajar con la gente del campo.” Por la tarde lo llamaron a avisarle que había sido seleccionado y se fue para la finca a contarle a Inés. Ella no le creyó.


El técnico y su cafetal

Cuando lo escogieron, Béyer no lo dudó: estaba esperando esa oportunidad. Así vino el cambio: del trabajo pesado en las minas y en las fincas, pasó a visitar a los asociados y a asesorarlos. “Ya llevo casi dos años como técnico. Todo lo que aprendo lo aplico en mi finca y como voy bien, la gente me cree,” asegura. Su finca es reconocida como la mejor de la región. “Lo más difícil es trabajar con gente mayor porque no creen que un muchacho les pueda enseñar. Yo les presento técnicas para que aprovechen mejor el terreno, mejoren el cultivo y reciban más ingresos. También les enseño a cuidar el medio ambiente: los nacimientos, las quebradas y los bosques.” Y ahora, ¿quién es Béyer?

“Soy una persona que a pesar de las dificultades y de haber hecho cosas que no debí, aproveché una oportunidad y salí adelante. No me siento más que nadie pero sé que soy un ejemplo para muchachos que sólo piensan en hacer plata. Eso pasa cuando uno no se valora y piensa que para ser alguien hay que tener plata. Yo no le tengo miedo a la pobreza porque siempre he sido pobre. Pero ahora soy una persona diferente: quiero estudiar y ser ingeniero agrónomo, así termine a los 30 o 40 años. Yo quiero que algún día Andrei, mi hijo, diga, ‘mi papá es ingeniero,’ y yo creo que sí soy capaz.” Béyer hace un silencio, pierde la mirada y repite: “sí soy capaz”. Unos meses después de realizado el trabajo de campo le envié copia de este artículo antes de su publicación. Hace pocos días recibí la respuesta que, entre otras cosas, decía: “De nuestra Asociación le cuento que han cambiado muchas cosas, una de ellas es que el excocalero Béyer, yo, soy el Nuevo Gerente de Asocafé. (…) Me parece increíble que hayan escrito sobre mi vida. Me siento muy orgulloso y reitero que las puertas de Asocafé están abiertas para cuando quiera volver.” Entre confundido y desconcertado leí la carta hasta el final donde la firma del nuevo y flamante gerente de Asocafé me confirmó que la historia de Béyer sí valía la pena ser contada. «

Béyer abre un hueco para preparar el terreno para trasplantar una plántula de café.

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