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Mestro Otilio

Maestro Otilio

Por Juan Manuel Bueno Soria

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El sol del atardecer en el campus, con esas nubes aborregadas que se perseguían unas a otras jugueteando con el viento en medio de un cielo azul rojizo, me llevó a recordar mi infancia, frente a la Riveriana, convertida en un escenario rústico, en donde las aves cantaban en búsqueda de una rama para pasar la noche, un murmullo constante no permitía escucharlas. Algo sucedía: grandes tumultos intentaban ingresar a ella. El pórtico estaba cerrado y muy pocas personas tenían acceso al lugar, por lo que la muchedumbre debió permanecer al aire libre.

El rumor, si rumor era, corrió como pólvora en una revolución: “Miliano y Otilio desaparecieron de la Capilla”. Sonaba inverosímil, pero así lo aseveraban unos muchachos con voz portentosa. Imaginé que alguien por la noche había logrado destrozar el mural donde se encontraban los personajes. Pero al decir de la gente, éste no había sido tocado. A mi alrededor se afirmaba “que habían juido juntos, pa seguir haciendo la revolución”; “que por eso las milpas vecinas al campus por donde ellos atravesaron, estaban reverdecidas y las mazorcas ya se veían bien fuertes” y que los ahí presentes habían venido “pa defender la causa de Miliano y de Otilio”. En ese instante vinieron a mi mente los dos personajes pintados por Diego, yacientes bajo una milpa y envueltos en sarapes rojos, como lava incontenible, lista para entrar en erupción en cualquier momento. En la superficie se mira crecer un maíz vigoroso en una milpa cobijada por un girasol enorme, a manera de un sol radiante dispuesto a reconocer el sacrificio de sus héroes y las bondades de la tierra por la cual murieron.

Las veces que he visto el mural me ha dado la impresión de contemplar un astro que nos alumbra a todos. Tal vez por eso desde siempre he pensado que lo sucedido en la Capilla hace cimbrar al campus entero, pues como en otros pueblos ella es el testigo fiel de nuestras vivencias. Y no solo eso, quienes la han visitado quedan marcados de por vida, como si hubieran sido alcanzados por los vivos colores de los murales con un flamazo de conciencia, porque si la poesía es un arma cargada de futuro, los frescos pintados por Diego son un bombazo libertario.

El repiqueteo de las campanas, en silencio desde hace décadas, junto con la multitud que comenzó a vitorear a Miliano y a Otilio, me despertaron de mis cavilaciones. Al poco rato llegó a nuestros oídos el sonar de los campanarios de Texcoco, Zumpango y otros pueblos lindantes. Alguien aseveró que los redobles de los bronces debían llegar hasta Anenecuilco, donde nació Miliano, y a Villa de Ayala, “donde vio la luz Otilio, el gran maestro rural, como todos los maestros de esta universidad, ¿o no son rurales?”, dijo un estudiante con voz estruendosa, y el revuelo de la multitud aumentó, tanto como el extraño dolor de mi brazo izquierdo.

Desde donde me encontraba, alcancé a reconocer a varios de mis estudiantes y a algunos colegas, en quienes se advertía el deseo de entrar en acción. También ví a periodistas y fotógrafos. El barullo aumentó cuando a lo lejos divisamos una

Publicado en mayo de 2017. « Ajuste de Cuent@s » Antología. Taller de creación literaria. Centro de Enseñanza para Extranjeros UNAM.

nube de polvo. Eran hombres a caballo, como en los mejores tiempos de la revolución; una gran cantidad de campesinos de las tierras aledañas al campus, que ante los rumores de lo sucedido comenzaron a acercarse, pues la Capilla también es de ellos. Así nos lo hicieron saber con su presencia. Cuando llegaron, les abrieron las puertas de la ex hacienda de par en par y entraron con vivas a Miliano y a Otilio, gritando que ya estaban hasta la madre de los caciques de siempre. Traían consigo pulque y comida para todos “pos no sabemos si esto va pa largo”, decían. Y con ellos comimos tacos y bebimos pulque. Gracias a su llegada nos enteramos de la presencia en los alrededores de la universidad de más guardias y grupos antimotines que, como de costumbre, estaban en espera de la orden para ocupar la universidad. Nos contaron cómo quisieron cerrarles el paso, “pero ya después se echaron p’atrás. Nos tuvieron miedo, porque nos vieron bien organizados y dispuestos a todo”.

Tal bullicio me desesperaba. No sabía si creer lo dicho por los estudiantes, pero algo, como a todos, me hacía pensar que aquello era cierto. Por algo nos encontrábamos ahí, expectantes, pero a la vez decididos a intervenir. No faltaron las muestras de humor de los muchachos informando de la inminente visita de los especialistas de la NASA, enviados por el gobierno, para certificar que Miliano y Otilio nunca estuvieron ahí, y todos reímos por unos instantes. Luego, se instalaron de nueva cuenta las expresiones, los gestos y los gritos de “ahora sí habrá justicia pa los que trabajamos la tierra”, y “Miliano regresará con nosotros y no vendrá solo, sino con Otilio”. Sus palabras llegaron como una bala a mi estómago. Me sentí ahogado en un laberinto de obsesiones, al recordar mis clases siempre hablando de justicia, de lucha social, de la necesidad de salir a los pueblos con la bandera que ya habían ondeado nuestros héroes; y ahora ellos me ganaban la partida y retornaban al campo con las mismas banderas. Me encontraba rebasado, confundido, pero a la vez entusiasmado al darme cuenta de que renacía en mí la esperanza.

A pesar de no verlos, escuché el sobrevuelo de los helicópteros, por lo que mi confusión creció. A través de un megáfono se nos ordenó “repliéguense, repliéguense”. Si bien las fuerzas armadas aun no entraban al era sentarse en el piso. Seguimos las indicaciones y los fotógrafos comenzaron a captar imágenes. Sentí a la multitud más temerosa. Por el altoparlante se nos informó que si era necesario tomaríamos los machetes guardados en los almacenes de la universidad; ellos nos dirían cuándo. Yo me encontraba dispuesto a todo, aunque no podía moverme muy bien.

Poco más tarde, para mi sorpresa, ya no me veía frente al bello pórtico en madera labrada. Al sentarnos nos habíamos movido alrededor del edificio, pretendiendo resguardarlo. Ahí, en donde me encontraba, llegué a sentir la humedad del pasto y de la tierra. Sin duda estaba del otro lado del mural de Miliano y Otilio. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, apenas se veía la luz del sol: luego era el atardecer. Los sucesos ocurrían demasiado rápido. Después nos enteramos de que las fuerzas armadas pretendían bombardear la Capilla, antes de que retornaran nuestros héroes, ya con las huestes reagrupadas de su natal Morelos. Tal vez por eso las autoridades habían entrado en pánico. De seguro pensaban que, si derruían la Capilla, la multitud ya no continuaría venerándolos, que se perderían en el tiempo y en la memoria. Mal cálculo, la gente ya se encontraba de pie alrededor de la antigua iglesia, con machetes y antorchas previamente repartidos entre la multitud. Estábamos en un punto sin retorno. Pareciera que solo faltaban las indicaciones de un líder para salir a defender al campus. Aquí y allá se escuchaba “vamos a partirles la madre”, mientras recordaba que en mis clases; cuando hablaba de Los condenados de la tierra, afirmaba que el pueblo era sabio y podía guiarse sólo. Me sentía partido en dos, por una parte, entusiasta y con deseos de tomar un machete, y por la otra con más dolores, sudoraciones y asfixia.

Algunos estudiantes me saludaron: “Maestro Otilio, maestro Otilio…” No alcancé a contestarles porque el aire de mis pulmones no me ayudó a gritar. Pensé en la enorme responsabilidad que me habían impuesto mis padres al bautizarme con un nombre de tanto peso, que además sonaba fuerte, aunque quien lo pronunciaba con dulzura era mi madre. Al escuchar su voz siempre venían a mi mente los magueyales, las nopaleras, los huizaches, los días soleados y la buena tortilla, como en un mural de Rivera. En cambio, la voz de mi padre siempre era más dura cuando me llamaba para enviarme a cuidar el ganado. También recordé la mirada de mis maestros y su gesto adusto que me hacía bajar la cabeza. Después, con el tiempo acepté el reto de llamarme Otilio. Por eso estudié para maestro, maestro rural, pero la suerte, o tal vez

A pesar de no verlos, escuché el sobrevuelo de los helicópteros, por lo que mi confusión creció. A través de un megáfono se nos ordenó “repliéguense, repliéguense”. Si bien las fuerzas armadas aun no entraban al campus, escuchamos una orden: “todos al suelo”. Lo mejor era sentarse en el piso. Seguimos las indicaciones y los fotógrafos comenzaron a captar imágenes. Sentí a la multitud más temerosa. Por el altoparlante se nos informó que si era necesario tomaríamos los machetes guardados en los almacenes de la universidad; ellos nos dirían cuándo. Yo me encontraba dispuesto a todo, aunque no podía moverme muy bien.

el esfuerzo o la responsabilidad de llamarme así me trajeron a esta universidad.

Ya de noche, cuando los universitarios junto con los campesinos organizaron una asamblea urgente en la entrada de la Capilla y escribieron un documento, sentí que presenciaba la redacción de un nuevo Plan de Ayala. En seguida integraron diversas comisiones. Me sorprendió la celeridad para la toma de medidas, pero recordé su experiencia en las asambleas comunales y ejidales de sus lugares de origen. Entre otras cosas, reconocieron la necesidad del establecimiento de un diálogo con el gobierno, por lo que enviaron una solicitud apoyada por todos, pero las autoridades no dieron respuesta, y determinaron entonces resguardar de forma inmediata todas las entradas al campo universitario.

Nos encontrábamos en un atajo cerrado y nadie sabía lo que iba a suceder. Llegué a pensar en que seríamos reprimidos en cualquier momento, con la acostumbrada ferocidad de las hordas de granaderos; o quizás recibiríamos un proyectil, pero todo aquello no me producía temor. Solo aumentaba mi sofoco al ver que la gente se movía con mayor desorden, y me oprimían con más fuerza. Me sentía extenuado y mis dolencias iban en aumento.

Al poco tiempo logré ver unas luces encendidas y con dificultad pude darme cuenta de que la representación al aire libre terminaba, pero para mí todo había sido real. Era el gran teatro militante del pueblo. Pensaba en los demás espectadores, sin duda tan exhaustos como yo por la interpretación de esa pieza que nos había dejado una vorágine de sensaciones irreparables.

Sentí la necesidad de reposar nuevamente y me recosté en la tierra junto a la Capilla. Al hacerlo escuché un gran estruendo. Vi cómo la multitud se desplazaba en todas direcciones, cuando sentí que un hilo de sangre venía a mi encuentro: ¡la Riveriana había recibido un tiro de bazuca! La luz y el sonido comenzaron a opacarse y el dolor agudo me abandonaba. Me sentí arropado por una manta, y la sensación placentera que me procuraba aumentó cuando vi un sol radiante, parecido al de mi niñez, y una voz que me decía “maestro Otilio, maestro Otilio… soy Miliano”.

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