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El Nigromante

46 El Nigromante

Por Diego Pérez

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Capítulo 3:

Una tranqUilidad atemporal

La brisa descansaba en el joven césped,una sensación de frescura que atenuaba lo que posible mente había sido una tarde calurosa del día anterior, las coníferas del denso bosque rebosaban con un aire frío a los pequeños claros, los cuales en ocasiones albergan, sí la oportunidad se pre sentaba, a cualquier animal o viajero cansado. En pocas palabras la tranquilidad de la zona bos cosa de Sadia hacía respirar otro día más a los grandes árboles, las flores, los cuales rebosaban en grandes cantidades, a su vez mostraban en sus pétalos pequeñas gotas de rocío, ajenas al viento dejaban caer las pequeñas partículas de agua al verde suelo de las praderas o de caso contrario alimentaban las raíces del verde césped.

La brisa descansaba en el joven césped,una sensación de frescura que atenuaba lo que posiblemente había sido una tarde calurosa del día anterior, las coníferas del denso bosque rebosaban con un aire frío a los pequeños claros, los cuales en ocasiones albergan, sí la oportunidad se presentaba, a cualquier animal o viajero cansado. En pocas palabras la tranquilidad de la zona boscosa de Sadia hacía respirar otro día más a los grandes árboles, las flores, los cuales rebosaban en grandes cantidades, a su vez mostraban en sus pétalos pequeñas gotas de rocío, ajenas al viento dejaban caer las pequeñas partículas de agua al verde suelo de las praderas o de caso contrario alimentaban las raíces del verde césped.

o muy lejos de tan cálido panorama, un camino de tierra yacía a un costado, marcado por lo que hace unos ayeres se trataban de marcas hechas por grandes carretones, algunos de comerciantes, otros de pequeños grupos de aventureros y si uno tuviese la suficiente paciencia quizá también de uno que otro regimiento de las fuerzas provinciales haciendo gala de su tarea de salvaguardar la paz de la región. Aquel camino de cafe oscuro parecía descansar de su jornada semanal propia de un sendero de comercio, acompañado de el se encontraba un pequeño grupo de arbustos de color verde claro, alguno de ellos con los primeros botones de primavera, pues la epoca y la temperatura eran las idoneas para traer consigo el nuevo ciclo de belleza natural que tanto caracterizaba a la región.

Del lado izquierdo dos jóvenes caminaban sin cesar hacia alguna de las aldeas cercanas, esperando descansar de una jornada matutina de forrajear bayas, manzanas o si la suerte se los permitía traer consigo a algún pájaro para asar.

-Oye querido hermano, ¿por qué debemos ir tan temprano a la pradera?, ¿no crees que podamos ir al pequeño ojo de agua a lanzar piedras como lo hacíamos antes?-

Decía el más joven, quien entre risas y asombro disfrutaba de la hermosa mañana que los acompaña a él y a su hermano mientras caminaban por el camino de tierra.

-Madre se molestará, sabes que desde hace unas semanas nos ha dicho que no nos salgamos del camino de piedra y a menos de que quieras que nos castigue te sugiero que sigamos por donde venimos-

Decía el mayor de los dos, quien con un ojo entrecerrado observaba las expresiones inocentes de su hermano, si bien era cierto lo que le decía, las comisuras denotaban una sonrisa algo traviesa, demostrando una pizca de felicidad y comprensión a lo que su pequeño hermano le reprochaba.

-Pero sabes hermano, hace mucho que madre no hace pastel de bayas perfumadas, ¿acaso no lo extrañas?-

Decía el pequeño con un tono más insistente, a diferencia de antes ralentizaba su paso, pues el camino al ojo de agua se encontraba a unos pasos.

-Esta bien, iremos al ojo, pero nada de tirar piedras al agua, tomaremos algunas bayas, recolectaremos un poco de miel y nos regresamos a casa, ¿de acuerdo?-

Contestaba su hermano, quien había sucumbido a las insistencias de su hermano, ¿acaso el pastel de bayas era lo bastante valioso para soportar el castigo de su madre?, realmente no sabría que decirles, pero para ambos jóvenes el sabor dulce y suave de las moras verdes y moradas en una cubierta de pan crocante recién hecho lo valía bastante.

Es así como ambas figuras desviaron su caminar al viejo sendero, que a diferencia del camino por el que transitaban, estaba mucho más descuidado y con bastantes parches de pasto para aplastar con su caminar.

La antigua aldea de Kyve era sin lugar a duda uno de esos pequeños pueblos en los que cualquier viajero cansado quisiese hospedarse, este se encontraba cobijado por un inmensa muralla de verdes pinos quienes procuraban mantener la frescura del ambiente en las épocas calurosas de verano. Sus pobladores eran personas bastante amables, la mayoría de su comercio regional se basaba en los hostales por lo que la gente mantenía inconscientemente una calidez y dulzura en el trato, ya sea con sus semejantes o con algún viajero que se encontrara de visita en sus tierras. Entre lo más destacable de la aldea estaban sus pastelerías y talleres pues además de los reconfortantes hostales, Kyve era también hogar de grandes artesanos de madera, fabricantes de carruajes y habilidosos armeros. Era sin lugar a duda una buena opción quedarse en las temporadas de primavera, pues se organizaban festines por la temporada de cosecha, en donde los pasteles, el ron de bayas y los faisanes rellenos eran tema de qué hablar, pero lo mejor de todo para los forasteros era que la comida y la bebida era gratis si decidían hospedarse en algún hostal, teniendo estos un costo bastante accesible para los viajeros de la capital y comerciantes quienes eran por lo general sus clientes predilectos.

En cuanto a seguridad, los propios sadianos, sugerían a los viajeros mantenerse en los márgenes de la civilización, sease en Kyve, en las aldeas cercanas a la región de Lombardía o incluso en la aldea minera de Bruma, pues si bien la prosperidad y hospitalidad de Kyve era envidiable para los nobles de Lombardía, las carreteras y caminos eran bastante peligrosos, llenos de merodeadores y saqueadores quienes no dejarían pasar ninguna oportunidad para subsistir en lo que cada vez se pintaba a convertirse en un lugar gris y desolado.

No por otra cosa la región boscosa cercana a la capital se le llamaba “el bolsillo del fin del mundo”, un lugar sin ley y sin orden, donde los nobles evitaban viajar y donde los mercenarios cobraban bastante bien para mantener a las caravanas comerciantes sanas y salvas mientras realizaban un salvoconducto a otra zona aledaña a la capital. La importancia de estos caminos era que conectaban sin tantos tapujos, con pocas subidas y bajadas a las ciudades importantes del imperio y con ello mantenían en sí la propia economía de toda la región.

Pese al pragmático panorama la belleza parecía ser un estimulante bastante fuerte para la población de la zona, aún con la incertidumbre que

causaban aquellos criminales y la disminución de visitantes a las aldeas aledañas no evitaba que la gente de Sadia siguiese realizando sus actividades regulares. No, los salteadores de caminos nunca habían sido una variable de la que preocuparse, por lo menos no hasta que empezaron a escasear, al principio se pensó que el ejército de la región de Sadia había actuado de manera furtiva para arrestar o desplazar a los grupos criminales de los caminos, pero a falta de la presencia de soldados y con las cárceles de Lodi casi vacías aquel mito se fue cuestionando de poco en poco hasta que de un momento a otro los humildes aldeanos no le dieron tanta importancia al tema y dieron la situación como zanjada.

Mientras aquella tranquilidad rebosaba en el ambiente dos hombres hablaban en el mercado principal de Kyve, uno de ellos mantenía una expresión de tristeza mientras relataba su vivencia en la aldea de Vysa.

-Poco después llegó un olor bastante fétido, era tan intenso y desagradable que ocasionó que las aves se desplazaran al sur, gracias a ello los cazadores de las aldeas tuvieron que migrar o cambiar de profesión para mantener a su familia, sin embargo el olor no cesó, era como si muchos animales hubiesen muerto a la vez. Algunos cazadores incluso empezaron a reportar la poca presencia de los animales en los bosques, no fue hasta aquel incidente que muchas de las personas que vivían en Vysa abandonaron sus hogares-

Decía un joven viajero, quien platicaba con el jefe de la milicia improvisada de Kyve, quien ahora se encontraba algo consternado por la anécdota del forastero.

-¿Dices que el olor enferma a la gente?, llevamos más de dos semanas escuchando lo de Vysa pero hasta ahora no hemos visto algo similar-

Le contestaba el jefe de la milicia, quien con su mosquetón en la mano izquierda se recargaba en un poste de madera, descansando mientras escuchaba la anécdota del joven.

-No señor, el olor no enfermaba, bueno por lo menos nadie se enfermó, todos los de Vysa buscaron demasiado una respuesta obvia, tan obvia que estaba debajo de sus narices-

Proseguía el joven, quien se había dado la oportunidad de pausar su anécdota mientras guardaba los panes que había comprado recientemente.

-El olor era una señal, era un grito desde las entrañas de los bosques, era una alerta de peligro que nos decía que nos alejamos de ese lugar, se como suena, de todo corazón espero que sirva para que ustedes hagan lo mismo-

El forastero sacó un papel de su bolsillo, algo desgastado pero lo suficientemente legible para que se entendiera a simple vista.

-Tome, es lo que mi familia fue marcando mientras nos alejábamos de allá, sea lo que sea que esta sucediendo, el ejercito esta moviendo carruajes, artillería y hombres a Concuba para frenar este mal de los bosques-

Y así es como el lobo se aproxima desde el abismo, mordiendo desesperadamente el tobillo del grifo, ¿Será que el mal de los recónditas zonas del imperio atacará de manera certera y sin descanso a todos los mortales?, ¿Acaso aquellos incautos tendrán la oportunidad de salvarse sin mucho esfuerzo?... Esa es una respuesta que solo los antiguos dioses pueden contestar.

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