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Una balada nocturna

Por Lars Flores

Parte 1

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Sé muy bien que lo que leerán a continuación puede ser proclive a juicios donde impere la razón y el buen sentido antes que un conjunto de coincidencias sumamente peculiares, para los más ávidos en los menesteres lógicos estaría incurriendo en un sitio común, para los amantes perspicaces que encuentran mil y un demonios en los resquicios más inhóspitos, probablemente tendrían consideración por este espíritu alicaído. La única verdad que aparece bajo el velo de la etérea mentira sobre este charco carmesí, es que pronto moriré. Me encantaría contarles que los motivos de mi muerte serán vulgares: una súbita y estrepitosa caída al vacío o las vías, un agujero en mi plexo causada por una serpiente metálica, o bien un virus producto de un ser nocturno podría haberme arrebatado la vida, pero nada de esto fue así. Lo intenté, en verdad lo hice; respire hondo, tomé una copa de vino, escribí cientos de cartas a mi madre, a mi esposa, y dejé caer mi esperanza sin haber llegado al infierno, no derramé lágrima alguna, incluso reía, otras veces declamaba poemas antes del declive, pero volteaba y no para ver a Eurídice sino para verlo a él.

Siempre estaba en lo más recóndito de mi habitación, balanceándose sobre el riel, presionando el piso uno del ascensor, sentado en la cornisa de mi ser; una vez que abría los ojos en el hospital, su presencia me abrumaba pero aún más lo hacía ese maldito estribillo que oscilaba en mis tímpanos y me condujo a un demonio perverso como el que aludía Poe. El estribillo dictaba lo siguiente:

En una noche lluviosa y ominosa Vendrás a mí, titilando entre cantares En una noche lluviosa y ominosa Contemplaras al fin tus pesares En una noche lluviosa y ominosa Serás uno conmigo y no abandonares.

La gente rememora las cosas que les permite olvidar, yo recordaba algo que me daba temor, algo que me producía pavores y temblores, algo que me volvía en un ente noctámbulo, algo que a pesar de todo me hacía sentir vivo. Recuerdo perfectamente nuestro primer encuentro, era un niño que vivía con su madre, era una dualidad que amaba -quizá la única-, mi madre y yo, era un niño valiente, curioso, travieso y siempre lo fui, no importando el sitio ni la reunión, esto trajo consigo un sinfín de regaños y manchas negruzcas y moradas, no la culpo, en verdad era insoportable. Si una cualidad he de rescatar en mí es tener buena memoria, he acudido a terapia con hombres y mujeres que tienen una pared repleta de menciones y diplomas, he ido con las gurús locales, siendo mi abuela la primera en “limpiarme”, pero haciendo el mayor esfuerzo en recordar pesadillas previas o temores nocturnos, no recuerdo alguno hasta aquel día.

Sé trataba de una fiesta peculiar, no eran muy regulares las fiestas en mi familia ni mucho menos onerosas como aquélla, la cual tuvo lugar en un convento. Era un lugar espléndido, lleno de columnas de un pálido blanco, que mi madre decía

44 que eran de un color perla y mi abuela de un color “beish”, el piso y las paredes eran de colores cálidos, el jardín era de un verde vivaz, producto de las incontables lluvias de la temporada; en el centro del recinto se erigía una enorme virgen de un blanco inmaculado, era en verdad hermosa, los pasillos eran amplios y no parecían tener fin. La pequeña capilla del convento era todo menos sencilla, las largas filas eran de una madera tersa y brillante, los adornos, los altares y los marcos de los cuadros eran de un fastuoso dorado bañado en ríos escarlatas, quería irme de allí, la letanía era somnífera, mi madre me despertaba de un jalón de orejas y mi abuela le decía a -déjalo ir-. Me fui, no del todo victorioso pues la incesante lanza del retorno a casa sin duda me alcanzaría. Mientras tanto, corrí y corrí por los pasillos, rodé por el jardín mientras reía, y fue quizá ese único momento en el que pude ser libre, entre el júbilo de mi andar tropecé con un rosal y la sangre teñía mis rodillas y brazos, había cierto parecido en mí y la figura del centro de la capilla, bien me lo dijo mamá, -respeta-.

La atmósfera cambió, y en un sonoro rugido, un gélido viento recorrió mi pequeño ser, un hombre alto se acercó a mí, -¿estás bien, niño?- La voz era pasmosa e imponente, sin aparente fondo como un oscuro túnel, el hombre llevaba un peculiar sombrero, tenía un bigote ceñido, era de ojos cerúleos, su vestimenta era de una época distante y por último, pero no menos importante, llevaba consigo un libro de extraños relieves, siempre intento esbozar qué diablos era aquello.

Contesté, -¡estoy bien señor, gracias!-, De pronto, se propició una endemoniada seguidilla de eventos, las campanas retumbaron, los perros ladraron sin cesar, los pájaros, en lugar de cantar, graznaban como si se tratase de cuervos, las oraciones sonaban como una diafonía, el reconfortante blanco del convento de pronto se pintó de matices grisáceos, las imágenes de los pasillos se convirtieron en escenarios de seres amorfos y paisajes dantescos, mis ojos lentamente cedían ante el terror, mi cuerpo yacía inerte, mis oídos no obstante percibieron toda esa perturbación y mi cuerpo fue presa de hilos invisibles que lo transfiguraron en el de una marioneta danzante ante ese ritmo demoníaco, en mi último pestañeó vi esa lóbrega sonrisa y solemnemente caí al compás del maldito estribillo.

Desperté en casa, mamá me contó que me encontró tirado en el más lejano pasillo, se asustó un poco por mi estado, pero bien sabía lo mal portado que era, al despertar sentí un vacío en el pecho, mamá me bañó con agua caliente y aun así sentía un olor nauseabundo recorriendo mis entrañas, algo cambió en mi corazón, pues al acercarse el ocaso, como respuesta inmediata ante el peligro inminente que representaba la penumbra, tambaleaba y lejos de expresar un incesante alarido, o delatar el estado de mi ser, se hundía en mis pavores, una turbulencia yacía en mi interior y presa del terror, muchas veces dejé caer mis rocíos al exterior.

A pesar de todo, la noche perdía sus lóbregos matices bajo el abrigo de mamá, siempre descansaba en su regazo, su presencia era un alivio y su manto era una custodia ante aquellas perlas negruzcas que sonreían de noche. El tiempo siguió su marcha y mi madre encontró su refugio en los brazos de un viejo amor de secundaria, pensé ilusamente que la llegada de una “figura paterna” me haría más fuerte, más valiente, e incluso olvidaría esos antiguos temores, lo cierto es que me convertí en un personaje secundario y mis contiendas nocturnas fueron aplacadas por la roja hinchazón producto de esa febril serpiente de cuero.

Aún con el ardor en mis extremidades, el clamor de mi pecho era mayor, supongo que amaba los días lluviosos, en ellos siempre lo veía de reojo por la ventana, paciente, meticuloso, calmo en los albores de la noche se situaba en la esquina de la calle.

La noche no tenía fin y su sosegado paso lo situaba en mi puerta, su vestimenta indemne por el tiempo y la lluvia dejaba entrever colores raídos, la mortecina pluma adornada de un minúsculo cráneo hacían de su sombrero un portador de oscuridad; de pronto el tiempo se convirtió en un cruel testigo, en un perpetuo golpeteo de la lluvia en el techo, y las ventanas fungían como un espantoso coro ante aquel vehemente discurso. Imploraba el abrigo de mi madre, pero ella flotaba cual querube en los brazos de Morfeo mientras Zeus dotaba de sus rayos la palma de mi padrastro. Intenté ser fuerte, pero muy pocas veces lo conseguí, mi padrastro se hartó y la paciencia de mi madre palidecía día con día. La amaba, en verdad lo hacía, y no soportaba verla triste, perdiendo la oportunidad de ser feliz debido a mis estúpidos terrores.

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