Concurso Literario - Sin TAPAS

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El Concurso Literario St . Luke’s College, Sede Olivo s, es un certamen anual, dirigido a todos los alumnos del Nivel Secundario, para incentivar la escritura creat iva, ya sea a través de la prosa o de la poesía, en inglés o en españo l. Este año, además, fue pensado co mo un proyecto interdisciplinario entre las áreas de Tecnología, Historia y, por supuesto, de Lengua y Literatura, para ofrecerles a los alumnos un abordaje de cont enido s teóricos y prácticos, de forma integrada. Es por esto que, en el aniversario número cuarenta de su desaparición, dedicamos el Concurso Literario al escritor y periodista argentino Rodolfo Walsh, para que los alumnos pudieran acercarse a uno de los autores más importantes de la literatura argentina, padre de la literatura de no ficción. En este sentido, los estudiantes hicieron un recorrido por su obra junto a la Prof. de Lengua y Literatura, Leticia D’Albenzio, y, en Historia, la Prof. Carmen Lema ilustró el context o histórico en el que Rodolfo Walsh vivió y basó algunos de sus

cuentos. En el área de Tecnología, junto a los profesores Graciela Brasesco, Sergio Brasesco y Leopoldo Firpo, los alumnos aplicaron las herramientas aprendidas en dich a materia para h acer folletos y los banners del certamen, además de diseñar este libro. De manera que, tanto los alumnos que concursaro n como los que no lo hicieron, fueron partícipes del Concurso Literario “Rodolfo Walsh” St. Luke’s College (2017). En cuanto a los concursantes, cabe aclarar que fueron divididos en dos categorías: A, conformada por alumnos de 1°, 2° y 3°; y B, conformada por alumnos de 4°, 5° y 6°. Concursaron veinte estudiantes en la primera categoría y t rece, en la segunda. Todo s entregaron su texto la mañana prevista, luego de un proceso de elaboración de aproximadament e cuatro h oras. Se eligieron tres textos ganadores y tres textos destacados, por categoría. La selección de textos para la Categoría A estuvo a cargo de un jurado conformado 3


por las profesoras Paula Cettour y Leticia D’Albenzio, quien también formó parte del jurado de la Cat egoría B, junto a la directora Pat Rolfo. Para la evaluación de los textos se consideró la originalidad del argument o; la estructura del relato, est o es, la coherencia entre la introducción, el conflicto y la resolución; la const rucción de los personajes, es decir, cómo piensan, cómo hablan, qué h acen; y, po r último, el uso de la lengua, parámetro que, si bien considera la redacción y la ortografía, valo ra, sobre todo, el uso creativo de la lengua a través de metáforas, imágenes, descripciones, comparaciones. Para finalizar, es importante aclarar que, para est a

publicació n, la ortografía y la puntuación fueron corregidas en todos los casos y que se modificaron otros aspectos relativo s a la redacción, tales como la correlación de tiempos verbales y las reiteraciones, solo en los casos requeridos para facilitar la comprensión. Estamos contentos de poder compartir con ustedes est a obra, síntesis del trabajo de todos. Esperamos que la disfruten. Directora Pat Rolfo Vicedirector Federico Sambartolomeo Tutoría Profesora Gabriela Padín Departamento de Lengua y Literatura

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CATEGORÍA A


CUENTOS PREMIADOS


PRIMER PREMIO Nehuenia Por Agustín Caballero (1° B)

Érase una vez un geólogo llamado Julio Portobello. Vivía en Neuquén, solo, sin familia, sin amigos. Él siempre observaba el volcán Nehuenia que estaba inactivo desde hacía 40 mil años. Nunca nadie se había preocupado por el volcán. Se decía que nunca iba a volver a hacer una catástrofe. Julio, de 50 años, iba todos los días a verlo. Según él, las posibilidades de que erupcionara eran altas. Le pagaba a los diarios, radios, noticieros para que difundieran su palabra, pero nunca nadie le hizo caso, creían que podían quedar como mentirosos. Él tenía un centro de observación en una montaña que se llamaba Nehuenia. Lo compartía con tres compañeros que decían ser sus amigos, pero tenían bien claro que Julio estaba loco y que el volcán no iba a erupcionar, pero recibían un buen dinero. El geólogo les enseñaba día a día cómo saber si iba a erupcionar, si estaban saltando cenizas u otras cosas. Los “amigos” de Julio eran Roberto, Cynthia y Camilo. Tenían poca experiencia en geología. La gente seguía sin creerle a Julio. Él estaba planeando alguna forma de que el mundo se enterara de qué estaba pasando y de qué se trataba esta problemática que tanto le preocupaba. Mientras caminaba por la calle, pensat ivo, Julio se topó con una televisión gigant e. Se quedó mirándola por un rat o hasta que un anuncio

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apareció: “Esta semana, en la ONU se reunirán geólogos pequeños para intentar difundir una problemática que les concierne”. A Julio se le puso la piel de gallina. Corrió hasta el centro Nehuenia para contarle a sus compañeros: -Amigos, la ONU anunció que hay una reunió n de geólogos est a semana, el jueves, para ser precisos. Necesito la plata para poder ir a Suiza. -Sí, claro. En… Quizás… -respondió Camilo. Sus compañeros tenían claro que no lo iban a ayudar, por lo que Julio buscó dinero por todas part es, hasta que abrió el cajón de su mesa de luz: estaban los 70 mil pesos de herencia que le había dejado su padre, que era millonario. Había dirigido una empresa desde los 25 años hasta su muerte. La otra parte era para Manuel, su ot ro hijo, pero lo habían matado mientras llevaba el dinero para comprarse un auto. A él le habían dejado 200 mil pesos. Pensó y pensó durante ho ras hasta que se decidió. Iba a ir a Suiza. Llamó a sus compañeros y les avisó. A nadie le importó mucho. Luego de dos días de pensar su discurso, había llegado la hora. Llamó a un taxi y fue hasta el aeropuerto de San Carlos de Bariloch e. Horas de viaje en el avión pensando en el discurso. Llegó sobre la ho ra. Escuch ó lo s discursos de los otros y le parecieron estúpidos, h asta pensó que, probablement e, eso era lo que pensaba el rest o de la gente de él. Eso produjo un giro. Un GRAN giro en todo. Cambió palabras y reformuló su discurso. Se acomodó la corbat a y se peinó. Subió a la grada y habló: “Hace años, h ay algo que me preocupa

y que me concierne: el

volcán Neh uenia, un ícono de Villa La Angostura. Sí, probablemente quede muy estúpido lo que vaya a decir, pero para esto vine, para que me


escucharan. Yo tengo un centro de observación con el mismo nombre que el volcán. Todo parece tranquilo hasta que se produce un pequeño sísmico a su alrededor. A pesar de haber demostrado esto y de intentar difundir mi palabra, todos me toman como un loco, un obsesivo. Pero no lo soy. Mi único propósito es salvar a la gente de mi pueblo. Así que, ante la atenta mirada de todos, voy a mostrar fotos del panel sísmico para demostrar que estoy en lo correcto.” Julio mostró fotos del panel. La gente miraba atónita e incrédula. El geólogo comprendió todo. Su actitud de maníaco hacía que la gente pensara que tenía algún problema. Hoy estaba más tranquilo y fue más serio, eso dio sus frutos. Julio siguió con su discurso: “¿Vieron? Estamos más que en peligro. Así que, ante la falta de fondos, se los quiero pedir a la ONU para poder continuar y salvar a la gente. Gracias.” Aunque, increíblemente, algunos seguían pensando que Julio era un loco, él lo había hecho bien. Más que bien. Luego del viaje, Portobello era noticia en todos lados. Julio se fue a dormir feliz. Eran las 3 de la mañana. En el observatorio, Camilo se despertó por un movimiento que sacudía el lugar. Miró por la ventana y se encontró con una sorpresa: el volcán estaba soltando cenizas. No le importó mucho hasta que recibió una llamada: “CAMILO, MANDÁ A ROBERTO Y A CYNTHIA CON LOS ARNESES AL VOLCÁN.” “Pero…” “YA TE DIJE” Camilo los despertó y los mandó al volcán. Con los arneses, Cynthia y Roberto descendieron por el Nehuenia hasta ver que la base estaba comenzando a subir. Volaban piedras prendidas fuego. “¿Cómo está todo?”, preguntaba Julio. Se comunicaron hasta que a Cynthia le pegó una piedra en la pierna y se rompió su arnés. No podía caminar ni moverse. Roberto, al ver qué pasaba, le dio su arnés. Cynthia subió y se salvó. Roberto se quedó ahí. No sabemos qué es de él.

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Julio avisó a todo el pueblo y ayudó a evacuar. Fueron todos a Bariloche, fuera de Neuquén. Villa La Angostura quedó destruida. El Nehuenia erupcionó después de 40 mil años. Julio salvó al pueblo, se convirtió en un geólogo reconocido mundialmente.

Fin. Julio terminó de escribir su historia y se levantó de su silla, mirando el cielo que parecía lava volcánica. Él siempre quiso ser un héroe. Y lo fue, pero en su cuento.

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SEGUNDO PREMIO

Secretos entre él, ella y el mar Por Victoria Dran (3° A)

Cada vez que la historia se cuenta, más me sorprenden las vueltas raras e inimaginables de la vida. Me mudé sin un peso a un pueblo que se encontraba a menos de un kilómetro de la playa. Era pequeño, de pocos habitantes. Tuve la suerte de que uno me quisiera alojar por lo que serían muchos años. Año tras año, me fui haciendo amigos, sobre todo del señor Tomás, quien me abrió las puertas de su casa, en primera instancia. Él era algo así como un detective, y aquí es donde empieza nuestra historia. Me enseñó todo lo que sabía y me contrató como su fiel asistente. Una noche, caminaba por la playa muy tranquilamente. El cielo estaba despejado y la luna, llena, en lo alto. Había sido un día agotador, un nuevo caso había aparecido. Una madre, desesperada, nos pidió ayuda urgente. Su pequeña niña se había quedado sin padre. Nos dijo que su marido, Javier, no aparecía desde temprano en la mañana. Se la notaba muy

preocupada,

a

ninguna

mujer

le

gustaría

que

su

hombre

desapareciera un año después de haber formado una familia. La pequeña tenía unos grandes ojos marrones y el pelo rojo ondulado. Mientras pensaba en el nuevo caso, noté que la playa no estaba del todo vacía. Me senté a mirar la escena que se desprendía ante mí. Un hombre alto sostenía entre sus manos algo un poco extraño. Era una botella con algo en su interior. Él estaba en la orilla mirando el

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horizonte, se lo notaba nervioso, ya que iba de un lado a otro sin saber qué hacer. Pero, de repente, se preparó para lanzar y arrojó con mucha fuerza la botella al fondo del mar. Me pareció un poco extraño que en medio de la noche un hombre decidiese contaminar el mar. Pero no tenía suficiente tiempo como para darle mucha importancia, se estaba haciendo tarde y no quería quedarme sin la cena. Me encaminé al pueblo, mientras que el señor se fue, lento, por la playa, en dirección contraria. A la mañana siguiente, Tomás y yo desayunamos juntos pensando cómo podíamos ayudar a la señora. Tuvimos muy poco tiempo para hablarlo porque, apenas nos dimos cuenta, el timbre ya estaba sonando. Era ella. La hicimos pasar y, al sentarse, quebró en llanto. Me asomé por la ventana y vi que por todo el pueblo había folletos que decían: “Se busca a Javier Yafe, se lo vio por última vez ayer en la mañana. Recompensa a quien lo encuentre. Comunicarse con la familia Yafe”.

Me dio muchísima pena, no tenía ni fecha, ni descripción, simplemente se la mostraba a ella, desesperada.

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Ese día lo pasamos con la mujer y su hija, consolándola, prometiéndole que resolveríamos el caso. Pasamos dos semanas enteras de esa manera, la mujer llorando en nuestra casa, la niña durmiendo sobre mi regazo y Tomás, pensando. Un domingo le pidió amablemente que se retirara para que nosotros pudiésemos hablar sobre el tema y resolver, de una vez, el misterio. Aunque ya no era tan misterioso el hecho de que el hombre no aguantara más a su esposa. Jamás lo dije en voz alta pero… -El hombre se había quedado sin trabajo, las peleas con su familia lo pusieron de muy mal humor. Su padre le aseguró que no lo ayudaría. Ese día volvió a su casa, donde su hija y esposa lo esperaban para cenar. Angustiado, les contó qué le había pasado. Se fue a dormir pensando en el hecho de que no tenía trabajo, por ende, no tenía la posibilidad de sostener a ni a su niña ni a su amada. Se recostó, furioso, porque sus padres se habían negado a ayudarlo. Se desveló con la horrible certeza de que no servía para formar parte de una familia. A la mañana, fingiendo que todo estaba bien, dijo que saldría a buscar t rabajo y se escapó del pueblo para…-me dijo Tomás, una tarde de marzo. Yo estaba en shock. Una vez más, Tomás había jugado callado , pensando cada detalle, solo. Claro que para ese momento t uve la oportunidad de terminar su frase. -Para rehacer su vida –le dije. Me regaló una mirada de aprobación. Aunque contábamos con esa información, no teníamos ni idea de dónde empezar a buscar. Habían pasado cinco meses desde el incident e, la pequeña ya hablaba y caminaba. Su madre había conseguido trabajo y, aun así, cuando Javier era nombrado , su dolor aumentaba. Esa misma noche, le explicamos lo que suponíamos que había pasado. Nos agradeció mucho pero nos pidió que no nos preocupáramos más. Nos dijo que consideraba que si él se había ido, ella no tenía que meterse en su decisión.


Yo, simplemente, me quedé observando cómo la niña jugaba y se reía con sus muñecas. Es tan lindo observar la inocencia y la felicidad que tienen los menores durante toda su infancia. Nos retiramos de su casa, disculpándonos por la tardanza. Pasaron los meses, llegaron más casos y nosotros seguíamos pensando qué habría pasado con Javier y su niña. Al parecer, no estábamos aptos para resolver cualquier caso. Aun así, visitábamos seguido a las mujercitas que se las arreglaban solas. Dos años más tarde, el pueblo ya había crecido un montón. Las playas en verano se llenaban de gente que venía a descansar. La señora ya no usaba “Yafe” de apellido, se había vuelto a casar y se la veía muy feliz. La niña, por su parte, estaba cerca de cumplir cuatro años. Cada tanto nos venía a visitar. Tocaba la puerta y decía: “Tío Tom, soy yo, Justina”. Se quedaba horas escuchando las historias que nosotros le contábamos. Era fácil divertirla, le gustaba el misterio y a eso nos dedicábamos. Tomábamos casos reales, les agregábamos un final feliz y ¡VOILA! Su sonrisa era lo que a mí más me enternecía. Debe ser complicado y doloroso crecer sin un padre. Un montón de dudas le van a ir atravesando la mente con el pasar de los años. Unos años después, el pueblo nos otorgó una mención en forma de agradecimiento. Asistieron todos a la reunión, estábamos muy felices. Pero me sentí incapaz de recibir el premio. Había que ser sinceros y la verdad era que un caso no había sido del todo resuelto. Fue esa preciada noche que me tomé el trabajo de contarle a todo el pueblo lo que había pasado con Javier. No todos lo conocían, habían pasado muchos años. Observé con atención a los que me escuchaban y noté que Justina estaba profundamente dormida. Tal vez, era elección del destino que esa noche ella no se enterase de la historia de su padre, pero tarde o temprano se enteraría… Para su cumpleaños número doce, la madre nos pidió que, con mucho cuidado, le contáramos lo que había pasado con su papá. Nos dijo

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que “la señorita” ya estaba muy grande, no dejaba de hacerle preguntas y supuso que lo mejor era que le contestáramos nosotros. Preparé el mate, ya que habíamos quedado en juntarnos en la playa. Justina nos esperaba con su típica sonrisa de feliz cumpleaños. Tomás empezó. A mí me tocó contarle el final que hasta ese día estaba abierto. Cuando terminamos, nos preguntó, feliz pero con algunas lágrimas en los ojos, si lo conocíamos a él. Yo le dije que no, pero Tomás, quien había compartido algo de tiempo con él, le dijo que sí. Esperamos a que nos hiciera otra pregunta, pero no fue así. Se limitó a cebarse un mate, mirarnos fijo con sus grandes ojos y agradecernos por el regalo. Unas semanas del

después

cumple

y

de

haberle

contado

una

más

vez

historia

del

la caso

que no resolvimos (el único), Tomás se sentó a la mesa y me preguntó qué pensaba que había pasado con el señor Yafe. Era una extraña situación, yo solía ser quien hacía las preguntas. No dudé en responder que, en mi opinión, Javier habría decidido viajar. Eran simple suposiciones, pero ¿qué otra forma de alejarse? Tomás me dijo que él suponía que el hombre había vuelto, pero con una nueva identidad para no ser reconocido. Estaba claro que siempre nos quedaría la duda. Es de noche, la luna está llena en lo alto de este cielo estrellado. Yo me encuentro relajadamente en mi típico recorrido por la playa. Mientras pienso en lo que fueron los últimos días, noto que una mujer se acerca a las orillas. Por sus rulos me doy cuenta de que se trata de Justina. Me siento para que no me vea y la observo. Ella se queda un rato con los pies en la playa, en la espuma. Ya casi tiene 18 años. De repente,

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algo le golpea el tobillo: una botella. Ella se agacha, la agarra y ve que hay algo en su interior. Saca una hoja, la lee y noto cรณmo se larga a llorar.

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TERCER PREMIO

Lo que se quedó adentro Por Agustín Guillaume (1° A)

Era invierno en este lugar extraño. Era ya de noche, las estrellas brillaban y bailaban al compás del fuerte viento. Debería estar nevando, pero era el pueblo de Hightling Town, y allí nunca nevaba. La casa de la familia Plitzburg estaba silenciosa, inmóvil, y, aunque estaba siendo habitada, muy callada. Lo único que se oía era la rueda de turnos de Life que giraba Donna Plitzburg junto a sus amigos gemelos Kyle y Samantha Henning, la rebelde Chloe Charletz y el callado pero artista Samuel Lenghing. “Escuela nocturna. Pague por cada hijo”, leyó Donna cuando su auto-ficha, repleto de palitos-personas, se ubicó en una casilla azul. -Bueno, ¿quién es aquí el maestro? Depende de quién sea, le daré más billetes. De

repente,

Kyle

y

Samuel

se

levantaron

tranquila

y

silenciosamente del sillón en el que se sentaban y fueron a la cocina. -¿A

dónde

van?

–preguntó

Chloe,

girando

para

verlos,

sorprendida-. Nos estamos divirtiendo. -Nosotros dos, no –dijo Kyle, sin girar a verla, al igual que Samuel. -El juego se está haciendo largo y ya me parece peor que el Monopoly.

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-Quejón, si recién empezamos –le gritó su hermana gemela cuando él y su amigo ya estaban en la cocina, agarrando cosas de la alacena, o eso se oía. -A mí me divierte más Call of Duty. -¿Por qué no hacemos concurso de dibujo? –susurró Samuel. Sus palabras resonaron en la gigantesca casa. Todos gritaron “NO” al unísono. Uno agregó que era peor que el Life. Otro murmuró que él ganaría. Los dos volvieron con unos frascos de jugo y cinco vasos de plástico. Todos se sirvieron algo y lo tomaron rápidamente.

De repente, las luces empezaron a titilar. -Chicos,

ahora

vuelvo

–les

dijo

Donna-.

Al

parecer,

los

cortocircuitos están fallando otra vez y, como mis padres se fueron para su fiesta de trabajo, tendré que cortar la luz por un rato. Serán tres minutos. La chica se levantó y subió las escaleras que estaban a la izquierda de la sala de estar. Los chicos se fueron levantando rápidamente y

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prendiendo las linternas de sus celulares y, en unos minutos, la luz del hogar se apagó súbitamente, con unos f555 electrónicos de fondo. Una luz brillante se iluminó desde arriba de las escaleras y fue bajando poco a poco, hasta transformarse en la rubia Donna, y unirse con las otras luces. Pasaron unos minutos en que no pasó nada. Solo se escuchaban los autos de la calle que pasaban rápidamente, y algún que otro ladrido de perro. -Cómo desearía estar en mi casa –susurró Chloe, seguramente pensando en voz alta. Después de que el tiempo pasó sin que nadie propusiera nada para hacer, una de las linternas giró y se dirigió hacia la cocina, o eso parecía. Donna no parecía reconocer quién era, pero los demás, sí. -Samuel, vuelve aquí y aguanta cinco minutos más para comer –le gritó Samantha, aunque la luz seguía moviéndose. -Voy a apagar la linterna, así me acostumbro a la oscuridad – respondió él, ignorando a su amigo-. Deberían hacer lo mismo. Les hará mal a la vista, pero será mejor. Los chicos pensaban si hacerlo o no, todas las voces opinaban (ya que no había nada que hacer) y decidieron apagarlas. Los amigos esperaron a que su amigo volviera, solo escuchando los sonidos de alacenas y cajas, abriéndose. Pero eso no iba a pasar. Él no iba a volver. Porque lo que no sabían era que sus pesadillas iban a transformarse insignificantes, comparadas a lo que iba a ocurrir: sus vidas en un infierno. Y ahí empezó el miedo. Sin previo aviso, se empezaron a escuchar vasos cayéndose al piso y muebles moviéndose y chocando contra paredes. Donna, Kyle, Samantha y Chloe corrieron alertados y desesperados hacia la cocina, sin tiempo para prender las linternas. Pero no las necesitaron. Pudieron ver perfectamente lo que pasaba. Y no les gustó.

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Lo

que

antes

solían

ser

vasos,

estaban

fragmentados

y

desparramados en el piso, cajas de comida abolladas y abiertas en el piso y, lo que más impactó, Samuel. Estaba pegado a la heladera, con las piernas colgando y sin tocar el piso, sus ojos abiertos y con un terror que no se vería en cualquiera, sus manos intentado moverse, aunque no podía. Y su boca estaba completamente abierta, pero no parecía intentar decir algo, aunque su lengua se movía locamente. Ahí fue cuando Donna gritó. Ella ya había entendido lo que le estaba pasando a su amigo. Todos estaban paralizados, pero todos entendían. La mandíbula de Samuel estaba siendo empujada hacia abajo por manos invisibles. Parecía una máquina autómata, porque lo que le estaba haciendo eso no paraba. Hasta que la boca hizo un click y se desgarró completamente. Carne, venas y sangre empezaron a brotar de las mejillas de la víctima, mostrando como todo su rostro se arruinaba. Todo era grotesco. Los chicos no podían creer lo que veían. Su amigo de siempre, quien siempre había sido el más razonable, sincero y amable, se transformaba en un personaje para una película gore . Todos se quedaron inmóviles cuando el cuerpo, ya muerto, cayó al piso, arruinándose más con los pedazos de vidrio. Los amigos corrieron frenéticamente hacia la puerta de entrada, intentando no atropellar o chocarse los unos a los otros. Algunos intentaron con las ventanas de alrededor, pero eran imposibles de destrabar. Donna palpó sus bolsillos pero las llaves no estaban. -¡Las dejé en la cocina! –gritó, alterada- ¡Todos arriba! Uno a uno fueron subiendo por las estrechas escaleras, pero alguno se tropezaría y caería sobre el otro. Samantha se dirigió al cuarto de su amiga, seguida de Chloe, y fue haciendo pasar a todos rápidamente hacia adentro, para luego entrar y trabar la puerta. -¡Pásenme muebles! –gritó- ¡Ya!

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Kyle fue el primero en reaccionar y empujó un tocador gigante hacia la puerta, mientras Chloe y Donna se escondían detrás de la cama. El cuarto en el que se refugiaban era muy espacioso, con paredes violetas y suelo carmesí, con una cama verde agua apo yada en el medio del cuarto. Samantha había terminado de poner una mesita de luz color madera oscura y Kyle un escritorio de roble, cuando la pesadilla volvió a ellos. Igual que Samuel, Samantha se quedó quieta, con las manos rígidas y los ojos abiertos como platos, corrió a su hermano y se lanzó sobre él. Su cabello oscuro y largo le cayó a Kyle en la cara y ella, inmovilizándolo con sus piernas, apoyó sus pulgares en los o jos café de su gemelo y empezó a presio nar. La sangre empezó a brotar y a desparramarse en el piso. Los brazo s de la víctima se movieron descontroladament e y, además,

gritaba

fuertemente.

Kyle,

quedándose

quieta,

fácilmente

encontró la cabeza de su hermana y la giró con un clic de fondo. Los dos quedaron inmó viles y, rápidamente, el cuerpo de la adolescente, cayó sobre el cuerpo muert o de su hermano. Ch lo e y Donna salieron de su escondite y vieron el aterrador y horrible paisaje que tenían en frent e. Las dos se vieron con caras de entre tristeza y temor, ambas con lágrimas en lo s ojos. El silencio prosiguió, sin

nada

moviéndose,

hasta

que

una

voz

grave,

sobrenat ural

y

at emo rizante dijo silenciosamente: -Mátense o las mato. Las chicas miraron a su alrededor, buscando alguna pista de esa horrible voz, cuando: -Mátense o las mato. 18


Donna vio a su amiga con ojos de lamento. Ella estaba igual. Pero quería vivir, así que se dirigió a un mueble con dos grandes cajones y sacó una gran y terriblemente atemorizante hacha y dijo, mirando a esa cosa: -Mis papás me la dieron para protegerme de un ladrón o algo por el estilo, pero solo para atemorizarlo –empezó ella-. Pero, ahora, tendrá un mejor uso. Donna no había dicho eso. Su cuerpo lo dijo, pero no ella. -Donna, por favor, no lo hagas –pidió Chloe con piedad. Donna caminó lentamente a ella con el hacha en la mano. -Perdóname –respondió Chloe, aún inmóvil. Giró el hacha y la clavó en el cráneo de su amiga. La sangre brotaba. El cuerpo quedó inquieto y, luego, cayó estrepitosamente al suelo, junto al de Chloe y Kyle. Donna aún tenía el arma entre sus manos. De la nada, pareció volver en sí y soltó el hacha, que se había quedado clavada en la víctima. ¿Qué he hecho?, se dijo a sí misma. Yo no quiero vivir siendo una asesina, así que supo qué hacer. Ya han pasado dos años desde ese incidente. La gente pasa por ahí lo más rápido posible. Desde ese día en que la policía llegó allí por una queja de unos vecinos y vio los cinco cuerpos de jóvenes, dicen (o eso creen) que un psicópata se escapó de algún instituto mental y asesinó a los jóvenes. Aunque nadie había reportado nada ese mes. Ahora la casa está desolada, ya que los padres de la joven Donna Plitzburg se fueron. Justo ahora veo entrar a nuevos inquilinos a esa casa, al igual que a la familia Plitzburg, muchos años atrás. Aún me acuerdo de sus caras, tan felices y contentas. Pero no saben. No saben que yo estaré ahí para esperarlos, igual que hice con Samuel, Chloe, Samantha, Kyle y, en especial con Donna. Ya estoy esperando.

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CUENTOS DESTACADOS


El

gran caso

Por Juan Ignacio Dell ’Oca (2° B)

Mi

papá

tenía

un

viejo

amigo

que

pasó

por

una

historia

horripilante. Él se llamaba Tomás. Era escritor un escritor muy famoso, uno de los mejores del mundo. Era una mañana tranquila y silenciosa de invierno de 1954. Él estaba tranquilo tomando su café con tostadas mientras leía el diario, cuando de repente alguien tocó el timbre. Cuando abrió la puerta, estaba el cartero con un paquete que contenía muchas cartas de sus fans, le decían qué escribir y le recomendaban cosas, hasta que encontró una que le llamó la atención. Esa carta era blanca con una estampilla y provenía de España. Contenía una foto de un arma. La foto decía: “Disfruta de tus últimos días de vida, Tomi, porque el domingo me verás cara a cara y morirás”. Lo más aterrador de esa carta era que todo estaba escrito con sangre. Lo primero que hizo fue avisar a la policía local. Y lo primero que hizo la policía fue poner policías en su casa para que lo vigilaran y lo cuidaran. Un detective se dio cuenta de que la carta había sido escrita por uno de los peores delincuentes del mundo. Se había escapado de prisión dos veces y todo el mundo lo buscaba. Los días pasaban, Tomi cada vez se atemorizaba más. Llegó el domingo como cualquier otro día. Durante la mañana, Tomi continuó el libro que estaba escribiendo. Al mediodía salió a comer algo, obviamente, con la custodia. A la tarde, miró televisión. A eso de las 8 de la noche, alguien robó un banco a mano armada y los policías pidieron refuerzos.

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Entonces, la custodia de Tomi fue al banco y lo dejaron solo. Luego de esto , la luz se cortó . En el momento en que Tomi prendió la primera vela, se escuchó un ruido proveniente de arriba. Intentó salir corriendo, pero estaban todas las puertas cerradas. Intent ó por las ventanas, pero también estaban cerradas. De repente una luz se prendió . En la pared, estaba la sombra de un hombre pequeño co n un machete en la mano. Tomi se quedó inmóvil y alguien de atrás lo metió en una bolsa y le tiraro n un gas para que se durmiera. Al despertar, se encont ró en un cuarto con una bomba que estaba en un minut o y una televisión que most raba a una persona con una máscara que decía que tenía un minuto para escapar. Tomi tenía cosas clavadas por t odo el cuerpo. Para poder salir tenía que sacárselas. Lamentablemente, él no pudo escapar y murió esa noche. Ayer se conmemoraron cien años de su muerte. Algunos dicen que vieron su espíritu, pero para mí es todo un invento. Ojalá descanse en paz.


Las historias se cuentan a los hijos Por Tomás Pérez Maidana (2° B)

Hoy les voy a contar una historia que me pasó hace unos años. Cuando era chiquito, tenía alrededor de 12 o 13 años, me cambié de colegio, no porque allí me molestaran ni porque yo quisiese, sino porque me había mudado a un barrio un poco lejano: “La Boca”, algo pintoresco y raro. Fue raro pasar a vivir ahí de vivir en Martínez, un barrio con más población y sin canchas de fútbol. El 4 de junio fue mi primer día allá. Mis amigos de Martínez me habían prometido visitarme todos los fines de semana y, justo ese día, cayó sábado pero ellos no podían venir ya que tenían que estudiar FísicoQuímica. Voy a contar un poco sobre mi familia. Mi papá, Roberto, en ese momento, tenía 49 años. Ahora, en la actualidad, 62. Mi mamá, la más importante de la familia en mi opinión, ya que me apoyaba en cualquier circunstancia, sea mala o buena, se llama Lucía, y mi hermana, se llama Sofía. Es algo traviesa, pero, si la llegan a molestar, salto y la defiendo en todo momento. Vale aclarar que mi nombre es Julián y que mis mejores amigos son Pedro y Santiago. Los dos son muy deportistas y bastante buenos alumnos. Al día siguiente era domingo y me iba a ver a la cancha a mi ídolo Román, con Pedro y Santiago, solos. El partido finalizó cuatro a uno con goles de Citanich, dos de Román y uno de Insaurralde. Después de este hermoso día, fuimos a comer una pizza cerca de la cancha. La verdad, la pizza muy rica, pero era muy grande y obviamente dejamos un poco.

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Después volvimos para nuestra nueva casa. La casa era muy grande, mucho más que la otra. Donde vivía, había varias casas, algunas más pobres que las otras, pero en la bienvenida, la verdad, todos me t rataron de la mejor manera. Al llegar a mi casa, me fui a dormir algo nervioso, ya que al día siguiente iba a empezar en mi nuevo colegio . Y, al pensar en todo eso, palmé. Dormí muy profundamente y, al día siguiente, mi mamá no nos paraba de gritar para que nos levantemos, sobre todo a Sofi, que le cuesta mucho levantarse. Ya después de pasar toda esta situación, desayunamos toda la familia unas tostadas con manteca. Luego, Roberto, mi papá, nos llevó al nuevo colegio en el auto, ya que él había perdido el trabajo y mi mamá era una gran abogada que nos mantenía a todos . Seguimos el camino para el colegio, nos tomó solo unos cinco minutos. Al llegar, estaba más nervioso que aquella vez que fui a ver Boca vs. River. El colegio era muy grande y había demasiados chicos. Al llegar, saludé a mi papá y a mi hermana, y me fui con la directora, ya que no sabía qué hacer. Ella izó la bandera y luego me presentó ante mi nuevo curso. Eran veinticuat ro alumnos, conmigo , veinticinco: once chicos y catorce varones, incluyéndome.


Los primeros días me costó entrar en la rutina del colegio, pero estuve ahí por el resto de mi secundario. Me enamoré, me peleé, besé y otras mil cosas. Pero durante todo el secundario estuve enamorado de Luciana,

rubia,

alta y generosa. Al finalizar

el

secundario, estudié administración con ella y hasta hoy

somos

inseparables. Me casé y tuve dos hijos: Luciano y Richard. Hoy les cuento esta historia a ellos.

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Vecino asesino Por Francisco Almeyra (1° A)

Esta historia es sobre el psicópata de la calle 83, de un pueblo estadounidense, en Arizona. En los ochenta, en una casa común, como las demás, vivía Tony, un chico de veinticinco años, de pelo corto y marrón, que trabajaba como periodista criminalista en un diario y una radio local. Tenía como vecinos a Martha y Steve, una pareja de ancianos muy cariñosa y solidaria. Martha se ponía siempre vestidos floreados y sandalias marrones. Steve usaba anteojos, no como su esposa, que usaba lentes de contacto. Se vestía con camisas rayadas y pantalones claros u oscuros. Cuando Tony se mudó, ellos lo ayudaron mucho, y hasta lo invitaron a tomar el té. Él los quería mucho y estaba en deuda con ellos. Un día, Tony volvió del trabajo exhausto y con dolor de cabeza y garganta. Llegó, abrió la puerta y agarró sólo un vaso de agua porque había cenado con amigos. Subió a su cuarto y, antes de dormir, se tomó una pastilla para

todos

los dolores. Cuando dormía, empezó

a

escuchar ruidos

muy

fuertes

que

venían de la casa

de

al

32


lado. Se asomó a la ventana y se paralizó . Vio a su vecino asesinando a su esposa con un cuchillo. Ahí estaba Steve, con un cuchillo y con toda su mano ensangrentada. Mientras Tony miraba a través de la ventana lo que ocurría en la casa del vecino, se preguntaba si llamar a la policía o enfrentarlo él mismo. Los ruidos se fueron calmando porque ya nadie gritaba. Tony estaba ah í, quieto, sin saber qué hacer, pero Steve lo observaba y el asesino no quería testigos. Fue caminando sigilosamente por detrás de la casa de Tony. Abrió sin hacer ruido la puerta trasera. Ant es de entrar, se sacó lo s zapatos y se limpió la mano. También limpió su cuchillo. Subió las escaleras y lo vio a Tony, tocando los botones del teléfono. Pensando que estaba llamando a la policía, no dudó y lo apuñaló por la espalda. Pero era muy tarde. El muerto ya h abía llamado y dado los dat os a la telefonista y desde lejos se empezaban a escuchar las sirenas. Afortunadamente, la policía arrestó al asesino y lo sentenciaron a cadena perpetua por los dos asesinatos. Lamentablemente, no pudieron salvar a ninguna de las víctimas. Hoy en día se sigue hablando de los terribles asesinatos ocurridos en aquel pueblo, en la calle 83.


CATEGORÍA B


CUENTOS PREMIADOS


PRIMER PREMIO Anngeles Por Martina Belluomini (6° C)

En esos momentos de mi vida estaba decidida a ser solidaria y a hacer algo por la comunidad, quería hacer un cambio en el mundo. Había decidido empezar por cosas más simples y, por eso, una vez a la semana, iba al geriátrico que estaba cerca de mi casa para acompañar a los viejitos. Casi siempre les leía o les contaba historias porque les encantaba mi tono de voz y mi forma de crear misterio, hasta en las historias más aburridas. Tuve una relación bastante fuerte y diferente con un abuelito llamado Jorge. Él era ya muy mayor y, tristemente, nadie (ni su familia) lo iba a visitar. A Jorge le encantaba contarme historias de su vida y, ahora que tengo más o menos su edad, entiendo por qué. Cuando uno llega a cierta edad, quiere transmitir todo lo que sabe y lo que aprendió para que esto no sea en vano y para ser recordado, luego de la muerte. Él me contó todo tipo de historias, algunas sin mucho sentido, no sé si tenían algún sentido metafórico o algo, pero en aquel momento no lo entendí. Sin embargo, una de sus historias me afectó mucho, todavía me sigo acordando de cada palabra. Ese día había llegado más tarde al geriátrico y todos estaban comiendo menos él, fui a buscarlo y me lo encontré llorando con una foto de una hermosa chica, en la mano. Le pregunté qué le pasaba y así, de la nada,

me

empezó

a

contar

una

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historia.

Claramente,

necesitaba


desahogarse y se lo permití. Me dediqué a escuchar. La historia decía algo así: “Cuando yo tenía unos 40 años, ya casado y viviendo con una hija, el país cayó en manos del diablo y todo estaba dominado por pequeños demonios. Era todo puro descontrol, estos seres eran incontrolables y hacían lo que querían sin importarles qué. Claramente, casi todos estábamos aterrorizados. Nos daba miedo salir de nuestras casas y había un horario: a partir de las 7 de la tarde, más o menos, no podíamos hacerlo, ya que era cuando estos monstruos más actividad tenían. Para pelear contra ellos, comenzaron a surgir ángeles, estos tendían a caer en los lugares menos esperados y no duraban mucho entre nosotros ya que solían desaparecer por las noches, se esfumaban como si volvieran a ascender al cielo. Yo admiraba a estos ángeles, eran los únicos que enfrentaban a los

demonios y lograban engañarlos, pero trataba de mantenerme al margen para que no apareciera ninguno muy cerca de mí, tenía miedo de que pudieran lastimar a mi familia. Nunca me imaginé que pudiera tener uno dentro de mi propia casa hasta que un día comencé a notar ciertos cambios en mi hija. Ella vestía

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siempre de blanco y se cubría mucho la espalda, como si quisiera ocultar algo. Se lo comenté a mi mujer y ella me dijo que estaba obsesionado y que no había nada extraño en Inés, nuestra hija. Decidí calmarme, pero mi preocupación creció cada día más. Ella salía de noche y se juntaba con gente diferente, todos parecían ángeles. Inés cambiaba cada día más. Un par de semanas después, sin intención, entré en su cuarto sin tocar la puerta y la encontré mirándose al espejo. En su espalda había unas enormes alas, la marca de los ángeles. A partir de ese día, viví asustado, no quería que Inés desapareciera y tenía un gran presentimiento de que los demonios la iban a encontrar y entonces ella iba a esfumarse. Por eso mismo, le limité todas las salidas, no le permití juntarse con los otros que eran como ella. Aunque luego supe que ella lo hacía igual, se escapaba en secreto. Así pasó un mes, más o menos. La situación en el país iba de mal en peor, cada día había menos ángeles y el diablo ganaba más y más poder. Una noche escuché ruidos en el piso de abajo, pero cuando llegué allí, ya no había nadie, tampoco estaba Inés. Todo estaba tirado, hecho un desorden, parecía obra de algún demonio. Lo único que yo esperaba era que Inés no se hubiera esfumado, sino que se hubiera escapado al rescate de alguien. Así que la esperé la mañana siguiente y la siguiente y la siguiente. La esperé semanas. No podía afrontar la realidad. Ella ya, probablemente, estuviera en el cielo, donde siempre perteneció. Por lo menos, tengo que aceptar que tuve suerte de tenerla durante un tiempo, pude aprovechar toda la generosidad y la bondad que tenía. Hoy son 30 años de esa misma noche, y, aunque ella no me visite a mí aquí, dentro de poco podré ir a visitarla yo a ella allí arriba. Unos meses después, el diablo fue vencido y la mayoría de los demonios fueron asesinados. Algunos de ellos, siguen entre nosotros, escondidos, esperando el momento en que el diablo vuelva a llenarse de

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poder. Desde que este cayó, trato de comunicarme con mi hija, tal vez pueda volver a aparecer. Por lo que sé, la esperanza es lo último que se pierde. Aunque no pueda conectarme, trato de que ella sepa que estoy acá y que sigo buscándola.” Luego de t oda esta historia, yo estaba sin palabras, impresionada, porque, aunque est a fuese algo increíble y fantástica, le creí cada palabra. De alguna forma, supe que todo lo que me había contado, le había pasado de verdad. En ese momento, entendí todo su sufrimiento y, por eso, cuando me pidió un favor, no dudé en decirle que sí. Esa tarde lo acompañé a Plaza de Mayo. Allí se puso un pañuelo en la cabeza y me explicó que eso permitía que Inés lo reco nociera desde el cielo y que, de esta forma, supiese que él la seguía buscando. El día de su muerte, Jorge me dejó ese pañuelo con una carta que explicaba que el pañuelo le permit iría saber que yo seguía allí y que, probablemente, con ese pañuelo, él me podría reconocer desde arriba. Por eso, por él y por Inés, yo sigo yendo a Plaza de Mayo con ese mismo pañuelo, para continuar con su lucha, para conectarme con ellos y para que no todo sea en vano.


SEGUNDO PREMIO Rojo Por Julieta Salvado (4° A)

Eso era todo lo que veía. Su visión se nublaba. El pánico lo inundaba. Tenía que salir de ahí. De pronto, el grito de una mujer, desgarrador. Julián despertó. Le costaba respirar. Se quedó mirando el techo de su pequeño y sucio departamento por unos minutos, hasta que su corazón dejó de latir tan fuertemente. Miró su despertador y respiró. Decidió levantarse, no importaba cuánto lo intentara, no podría volver a dormirse, nunca podía. Julián había empezado a tener ese sueño desde… bueno, desde que tenía memoria. Todas las noches, el color rojo vivo y la mujer gritando. Honestamente, nunca terminó de acostumbrarse. El muchacho caminó hacia la ventana y miró hacia la calle. Estaba nublado. La mayoría de los edificios sin pintar, se pegaban uno junto al otro, largas sogas sostenían varias prendas de ropa que necesitaban secarse. Algunos chicos jugaban con una vieja pelota en la calle, pateaban y gritaban, pateaban y gritaban. Julián se acordaba de cómo había terminado viviendo ahí. Se había despertado en la calle, desorientado. Le dolía la cabeza y no tenía idea de dónde estaba. Una cuadra más adelante se encontraba un anciano encorvado, sucio. Al acercarse, se dio cuenta también de que le faltaban algunos dientes. -Disculpe, ¿me puede decir dónde estamos?

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-En la 32 –le había escupido el anciano. -Sí, pero dónde. -¡En la 32, te dije! El anciano hablaba mientras se alejaba, rengueando. El muchacho quedó ahí parado, abatido, confundido. Le seguía doliendo la cabeza. Siguió caminando por el otro lado contrario al que había llegado. Siguió y siguió hasta que se encontró con una verdulería. En el mostrador había una mujer, así que se acercó. -Discúlpame, no sé dónde estoy. -En la 32 –le dijo. -Sí, pero ¿dónde queda la 32? -En el barrio Darí. No sabía dónde quedaba el barrio Darí. La mujer se apiadó de él. -¿Cómo te llamás? Él no lo sabía. Podía sentir cómo los ojos se le llenaban de lágrimas. -Bueno, a ver… -la señora no tenía idea de qué hacer-. Vos quedate acá y esperá a que cierra. Él terminó quedándose a dormir en el departamento de la señora, por esa noche. Pero una noche se convirtió en tres meses. Para ese entonces trabajaba en la verdulería y ya se había decidido por el nombre “Julián” ya que, como le había dicho la señora Marcela, “podés llamarte como quieras, total, nadie va a decirte qué hacer”. Desde ese momento, vivió una vida relativamente normal, excepto por los sueños. Durante el día trabajaba en la verdulería de Marcela y, de noche, dormía en el departamento que quedaba en la 32, del barrio Darí. Claro que todo cambió un día, cuando Julián recordó algo. Avenida Roma y Feldora, dijo para sí, mientras guardaba unas manzanas en una bolsa. El señor que las compraba lo miró, confundido. -¡Marcela! –le gritó Julián -¡Yo vivo en Avenida Roma y Feldora!

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-¿Estás seguro? –una sonrisa iluminó su cara-. Bueno, bueno. Mañana, a primera hora, vas para allá –y lo abrazó. Después lo agarró de los hombros y lo miró sonriente. -Tené cuidado, no sabés dónde te estás met iendo. Así llegamos a ese día: el día en que Julián, finalmente iba a descubrir quién era en realidad.

Tomó el colectivo hasta la zona general do nde quedaba su ant igua casa. Había un gran contraste entre el barrio Darí y la ciudad. Las calles estaban llenas de autos que tocaban bocina, y edificios de dist intos colores que parecían gritar: “ ¡Mírenme! ¡Mírenme, que soy importante”. Cuando finalmente llegó a la casa, sintió lo mismo que se siente al volver al hogar después de un largo viaje, todo es igual que siempre y, a la vez, diferent e. Julián recordaba el color blanco de las paredes, la puerta de madera, las grandes flores blancas que adornaban el jardín… pero ahora las flores estaban march itas y había un gran cartel bloqueando la puerta que decía: “EN VENTA”. Julián tocó el timbre, de todas formas, pero no se sorprendió al no recibir respuesta. Se sentó en la vereda, decepcionado, y trat ó de recordar algo, a su familia, a un amigo. Cuando vio que no podía hacerlo, se levant ó y miró el teléfono escrito en el cartel que decía “EN VENTA”. Lo memorizó y fue a buscar un teléfono público. No iba a darse por vencido. -¿Hola? –cont estó una mujer. -Hola, sí. Estoy interesado en la casa que están vendiendo. -Ah, hola, sí. Soy Andrea.


¿Andrea? Julián no reconocía el nombre. -Y, ¿usted es…? –le preguntó a Julián. -Eh… Julián. Mire, quería conocer a la familia que vivía acá antes. -¿De qué propiedad está hablando? -De la de Avenida Roma y Feldora. -¡Ah! ¡Sí! ¡Qué tragedia -¿Tragedia? -Sí, la familia estuvo presente en el incendio de Flora, el padre y el hijo fallecieron, la madre está devastada. -¿Incendio de Flora? –se sorprendió Julián. -¡Sí, hijo!! El incendio que se vio en las noticias, por lo menos, durante un mes. -Incendio… Repentinamente, el color rojo y la mujer gritando cobraron sentido. Julián cortó la llamada. La cabeza le daba vueltas. Incendio. Un incendio. Volvió a la casa, tenía que volver a la casa. Corrió hacia allá. Pero, al doblar la esquina… la vio: su corta cabellera marrón cubierta de canas, sus cansados ojos celestes. Él la vio a ella, al mismo tiempo que ella lo vio a él. -¿Felipe? –sus ojos se llenaron de lágrimas. Sacudía la cabeza, todo su cuerpo temblaba. -No, no. No puede ser. Vos estás muerto. No. En ese momento, él recordó. -¿Mamá? Fue entonces cuando los dos lloraron y se abrazaron como si no hubiera mañana.

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TERCER PREMIO Ellos Por Salvador Sturla (5° A)

Solo el ruido de los llantos y los gritos podían calmar esa ansiedad que me quemaba el pecho. Ver sus caras de horror cuando saben que sus dulces vidas corren peligro, ver su sangre correr por el piso hasta colorear mis zapatos de un rojo muerto y oír las cálidas felicitaciones de ellos. Por esa razón, hundí el puñal en el pecho del hombre que largó un grito desgarrador, silenciado por la sala hermética en la que todos estábamos. El hombre comenzó a agonizar. Se movía y se estremecía, intentándose quitar las frías cadenas que lo ataban a la muerte. Lo oímos gritar, llorar y pedir misericordia, hasta que la vida lo dejó. De repente, él me dijo que le sacara el ojo izquierdo y que me lo comiera. Me pareció nauseabundo, pero ella comenzó a insistir hasta convencerme, así que, con mis propias manos, le arranqué el globo ocular, corté los nervios que lo ataban al cuerpo con el puñal y me lo llevé a la boca. Lo mastiqué y, con la primera mordida, explotó. Llenó de sangre mi boca. El ojo tenía la textura de un langostino, po día sent ir las venas y arterias con mi lengua. Después de masticarlo unos segundos, lo tragué. Ellos me felicitaron, me agradecieron, hasta que me metí en la cama después de un baño, y llegó mi esposa. Al sentirla, ellos se fueron. La saludé cariñosament e, con un cálido abrazo . Ella se fue a bañar y, al salir, co mpletament e desnuda, se acurrucó a mi lado. -Estoy lista –dijo.


Con la aprobación de ellos, lo hicimos sin precaución. Semanas pasaron hasta que me dijo que estaba embarazada. Ella estaba increíblemente feliz. Inesperadamente, sacó un pequeño paquete de su cartera que abrí con ansias. Era un precioso reloj. Me dijo que lo había guardado para una ocasión especial. Me lo puse y ajusté la hora, girar su perilla me relajaba. Días después, en el trabajo, mientras estaba firmando la compra de otra pequeña empresa, sonó la puerta. La abrí mediante el portero de mi escritorio. Era mi mejor amigo. Sus ojos claros estaban rojos y llorosos, tenía la cara marcada por una cachetada y su traje estaba manchado y roto. En su mano derecha tenía un papel. Sin pronunciar palabra alguna, me lo dio. Era una carta documento que decía que él había maltratado a su novia y abusado de su hijo, mi ahijado. No podía comprender cómo lo había hecho, parecía uno de los mejores hombres del mundo. Me paré y me acerqué a él. En ese momento, ellos comenzaron a hablar, decían que lo lleve al cuarto, que le dé su merecido. Por más que no quisiese, tenía que hacerlo, era lo correcto. Ellos estaban en lo correcto. Así que, sutilmente, ahorqué a mi amigo hasta que se desmayó. Le até las manos y lo bajé por mi ascensor privado hasta mi garaje. Lo metí en mi auto negro y conduje velozmente hasta casa. Al llegar, tomé el bate que ocultaba debajo de mi asiento. Justamente, tal y como ellos habían pensado, mi amigo estaba despierto, por lo tanto, le golpeé la cabeza al abrir el baúl. Lo entré a casa, subí al altillo, ingresé el código

en

la

computadora y abrí el cuarto oculto. Cerré la

puerta

cuidadosamente,

lo

colgué de las cadenas y

lo

rompiéndole

desvestí, su

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mugrienta ropa. Les pregunté qué debía hacer. Tres respondieron que debía decapitarlo con la catana que tenía guardada en el cajón largo de mi derecha. Al agarrarla, el miedo recorrió mis venas. Era difícil hacerlo, él era mi mejor amigo, quebraba mi corazón tener que matarlo. Vacilé. Giré la perilla de mi reloj para calmarme. Insistieron tanto que, con toda la tristeza del mundo, lo degollé. Después de deshacerme del cuerpo y de limpiarme, llegó mi esposa. Sorprendentemente, ellos no se fueron. Se quedaron ahí, carcomiéndome el cerebro. Y, desde ese día, nunca se fueron. Meses pasaron desde mi último asesinato y ellos no paraban de pedirme que cometiera otro. Me desperté en medio de la noche por un ruido. No eran sus voces, venía de arriba. Agarré mi pistola y corrí por las escaleras. Al llegar al altillo, vi la puerta abierta y, sentada en el piso llena de manchas de sangre seca, ella, llorando, aterrada. Me acerqué. Ella se alejó, adentrándose más en el cuarto. Después de unos segundos, pudo, entre llantos, decir ¿cuántos? Con pena, respondí: cuarenta y seis. En ese instante, las voces, exaltadas, comenzaron a gritar: que sean cuarenta y ocho. Temblaba. El ambiente se llenó de lágrimas y de temor. Giré la perilla del reloj cada vez más rápido, pero no funcionó. Millones de voces comenzaron a gritar que los matara. No pude combatirlas, simplemente no pude. Así que, apunté a la cabeza de mi mujer y disparé, sentenciando a ella y a mi hijo. Su cálida sangre llegó hasta mis pies. Desolado, me acosté sobre ella y lloré. A la hora, quizás –no podía decirlo con exactitud porque mi reloj marcaba cualquier horario-, llegó la policía. Como había dejado la puerta abierta, los gritos y el disparo se habían escuchado. Me levantaron y me esposaron. Mi pijama blanco ahora estaba teñido de rojo por la sangre de mi difunta esposa.

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Me declararon esquizofrénico del tipo paranoico. Me encerraron en un manicomio. Irónicamente, las voces habían desaparecido. Permanecí dos años en ese cuarto blanco, sucio y depresivo. Hasta que, una dulce voz femenina comenzó a hablar y lo comprendí. Esas voces eran ellos, los que alguna vez habían estado en ese cuarto. Oí el llanto de un bebé y la voz de ella que susurró: -ESCAPA.

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CUENTOS DESTACADOS


Jueves de amor Pérez, Camila (6° A)

ELLA Enamorarme de mi mejor amigo… ¿cómo es que he llegado a este punto? ¿Cómo he permitido dejarme llevar por estos monstruos que dicen llamarse sentimientos? Esta es la historia de cómo me desenamoré (o, al menos, intenté) de mi mejor amigo.

ÉL Me siento un estúpido, pelear tanto por alguien y pensar que ella siempre estuvo allí, a mi lado. Esta es la historia de cómo me enamoré de mi mejor amiga.

ELLA Para desenamorarse de alguien, primero hay que estar enamorada, ¿no? Dieciocho años de mi vida sin saber lo que era el amor, hasta que me di cuenta de lo que sentía por él. Pero ese también era el problema, ¿qué clase de persona se enamora del chico al que le cuenta hasta sus más profundos secretos? Éramos como hermanos, yo creía saber todo de él y él, todo de mí. Hablábamos todos los días por teléfono, me contaba desde qué remera se había puesto para ir a la facultad hasta los más mínimos detalles de las discusiones con su madre. Además, a partir del hecho de que estudiábamos carreras bastante distintas y en diferentes universidades, hicimos un pacto para seguir viéndonos: reunirnos todos los jueves a ver una película. Yo iba a su casa en tren, desde la estación

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de San Isidro a Martínez, donde él me esperaba en el andén con su fresca sonrisa. En cuestión, yo esperaba con ansias la llegada de los jueves. Pasábamos un muy buen rato, desconectándonos del mundo exterior. Durante las primeras cinco semanas vimos las siguientes películas: “Titanic”, “Encantada”, “Amelie”, “Miserables” y “Oblivion”. Pero, a medida que transcurría el tiempo, mi amor por él no hacía más que volverse más y más fuerte, así que, debía hacer algo al respecto.

ÉL Primer año de la facultad y logré ponerme de novio. Estuve tanto tiempo anhelando estar con Josefina y, cuando por fin logré mi objetivo, nada cambió. Creí que mi vida cambiaría con este hecho, que sería el hombre más feliz del mundo, pero no fue así. Estaba confundido, ¿cómo era que no sentía nada estando con la chica de mis sueños? Traté de hablar de esto con mi mejor amiga, pero, por primera vez, me daba vergüenza compartirlo con ella. ¿Qué estaba pasando por mi cabeza? Mi mejor amiga era todo para mí, ella estaba siempre para mí, para hacerme reír, sacarme una sonrisa o, simplemente, para retarme y hacerme reflexionar cada vez que metía la pata.

ELLA Problema número cien de gustar de mí mejor amigo: él estaba de novio. Y no con cualquier chica. Con Josefina, quien era, básicamente, el amor de su vida. A mí, particularmente, nunca me agradó esta chica, pero era su novia y, si él estaba contento, yo también tendría que estarlo. Al pasar los primeros cinco jueves, comencé a cancelarle más seguido. Para ser sincera, aquellas cinco semanas fueron las únicas que se adaptaron al pacto, ya que los próximos días que decidimos vernos, él me esperaba en la estación junto a ella. Además, dejamos de ver películas porque los tres no compartíamos los mismos gustos.

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Llegaba a mi casa con un dolor inmenso, se veía tan feliz con su chica y yo estaba tan triste. Pero un día dije “BASTA”, estaba cansada de llorar y de tanto sufrimiento, y lo peor era que no podía hablar de esto con él. El problema se centraba en su amor que seguía llenando mi alma y mi corazón. Entonces fue así que me di cuenta de que estaba perdiendo a mi mejor amigo o, más bien, de que ya lo había perdido. No se me ocurrió nada mejor que dejar de verlo. No solo dejar de verlo, dejar de hablarle para desenamorarme completamente y luego, así, algún día, recuperar a mi alma gemela. No sería un adiós, sino un hasta pronto, mejor dicho, hasta ganarle al amor.

ÉL Todo comenzó a ir de mal en peor. En primer lugar, me di cuenta de que Josefina no era la persona con la que quería estar. Decidí ponerle fin a esta relación. Por otro lado, mi mejor amiga, por alguna razón, había dejado de hablarme. ¿Qué pude haber hecho como para merecer ser ignorado? Estaba muy enojado, pero esta bronca me hizo darme cuenta de algo: ¿acaso era posible estar enamorado de mi mejor amiga? ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Muchas preguntas de este estilo giraban alrededor de mi cabeza. Luego de tanto pensar, llegué a la conclusión de que todo este tiempo la había amado. Todas las risas, llantos, recuerdos, etc. Fueron fruto de mi amor por ella. Pero una cosa en particular me hizo dar cuenta de todo esto. El destino me estaba gritando acerca de mi amor por ella y yo no me había dado cuenta. Aquellas cinco películas tenían un mensaje oculto entre ellas: “Titanic”, “Encantada”, “Amelie”, “Miserables”, “Oblivion”. “TE AMO”, ¿qué más caro que esto? No podía quedarme callado, debía correr a buscarla y contarle todo esto. La llamé unas veinte veces y nada. Entonces partí hacia la estación para ir a su casa. En el tren sentí un extraño sentimiento, pero no supe explicarlo, era como que mi corazón estaba siendo arrancado. Al llegar a

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su casa, me encontré a su madre, quien me dijo que no se encont raba y que debía irme porque, de todos modos, no quería hablar conmigo. No entendí por qué, pero un capricho de ella no iba a detenerme. Por ello, decidí que, a partir de aquel momento, iría to dos los jueves a la estación Martínez a esperarla. El joven Beltrán no faltó un solo jueves a la estación de tren para esperar a su amada. Lluvia, calor, frío, viento, pero nada interfirió en su camino. La peor parte era cuando creía ver la cara de Carmen por unos segundos y, de repente, desaparecía ent re la gente. El chico est aba convencido por alguna razón, de que ella sentía lo mismo por él, por eso no quería rendirse. Beltrán aprendió que el tren representaba su amor, sintiendo una inmensa felicidad en aquella época cuando veía a Carmen bajarse, y aho ra no era más que una ilusión. Al cumplirse un año de haber visto aquella quinta película, el joven decidió que aquel sería su último día de espera. Ya no tenía esperanza alguna. “Si no apareció en un año, ¿por qué ha de venir hoy?”, pensó. Su pensamiento había sido correcto ya que su querida Carmen no se mostró. Se dio vuelta para irse y sintió un empujón por det rás. Sus ojo s se iluminaron como nunca antes y su sonrisa se extendió de oreja a oreja. Aquella cara… ¡Cuánto la había extrañado ! Finalmente, esa dulce voz le susurró al oído: “Yo también”.


Por Quintana, Ignacio (4° B)

Volví a mi casa después de un viaje muy largo. La valija pesaba más de la cuenta, pero estaba tan cansada que me fui a dormir sin abrirla. A la mañana siguiente me despertó un olor a putrefacción. Miré la valija, confundida. Al abrirla encontré el cuerpo de una mujer muerta. Estaba boca abajo y desnuda. Vomité. Su pelo era oscuro como el mío. Me acerqué y le di vuelta la cabeza para ver su rostro. Quedé petrificada. Yo era la mujer que estaba en la valija. Estaba cubierta de sangre. La di vuelta y me desmayé. Al

despertar,

recé

para

que todo haya sido un sueño. Pero no. Sus ocho-nueve meses de embarazo eran reales.

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A Car, a Torch, a Death Grassi, Joaquín (5° A)

Me acuerdo de cuando nos estábamos gritando. Me acuerdo de cuando nos estábamos peleando. Me acuerdo de cuando me pegaste esa cachetada. Pero lo que más me marcó y lo que con pena recuerdo fue cuando empacaste todo en mi auto y, con cara de enojada, triste y miedosa, me dijiste que me fuera. Me acuerdo de que no dije nada. Subí al auto y cerré la puerta. Era un día de neblina, medio lluvioso. Me costó encenderlo y aceptar frente a todas mis emociones que ya no te volvería a ver. Pero lo hice. Me acuerdo de que ya mis ángeles se habían ido, lo único que tenía

ahora eran mis demonios, esperándome donde quiera que fuera. Recuerdo que ya no tenía lugar en el mundo. Lo que no recuerdo es cuándo mi auto se fue más allá de tu vista, entre la neblina. Vos corriste a tu cuarto, te

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quebrast e en lágrimas y te quedaste ahí, toda la noche. No lo recuerdo. Lo sé. Me acuerdo de que estaba muy trist e co mo para elegir el camino , no se podía ver nada, pero el camino que tomé, parecía estar destinado para mí. No había nada ni nadie. Me acuerdo de que manejé durante horas. Me acuerdo de que la densa niebla no cedía. Me acuerdo de que cada vez se volvía más oscuro. No podía sentir nada. No quería sent ir nada. Sólo deseaba que pasara lo que tenía que pasar. Quería que ya todo acabara. Me acuerdo de que, a medida que pasaba el tiempo, menos podía sentir. Me acuerdo de que, mientras más oscuro se po nía el ambient e, más se perdía mi ment e. Me acuerdo de reírme, llorar y enojarme sin sentir absolutamente nada. No tenía sueño. No tenía dolor.

No tenía felicidad. No tenía tristeza. No tenía culpa. No

tenía nada. Supe dónde parar y paré. Estaba oscuro. Abrí el baúl. Saqué la antorcha que me preparaste y la encendí. Vos sabías lo que iba a pasar. Vos me enviaste. En mi cabeza escuchaba voces. Me guiaban. Eran mis demonios. Todo lo malo que tenía. Mis pies comenzaron a caminar solos. No recuerdo h acia qué dirección fueron ni cuánto tiempo caminé. Levanté la mirada. Se me secaron los ojos. Un viejo amigo, de túnica negra, sin cara ni vo z, aunque yo escuchaba lo que decía. Nunca nos habíamos vist o cara a cara, sólo hablado . El aire, en ese moment o, recuerdo que se sentía más fino y más frío. Nos miramos fijo. No tenía miedo. No sent ía nada. Mi


amigo elevó su mano, apuntó hacia mí con un gesto de confianza. No dijo nada. Pero yo entendí. Avancé hacia él. Me acuerdo de que yo empezaba a sentir calor, aunque todo era frío. Mientras más me acercaba a mi amigo, más calor sentía. Me acuerdo de haberle dicho algo. Una frase fría, pero con confianza. “Yo voy a tomar el nombre de la lápida”. Me acuerdo de caminar a su lado. Sentía como si no hubiese nadie al lado mío. Pero yo sé que él estaba ahí, acompañándome por el oscuro sendero caminamos. Y ya no recuerdo más.

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“Escribir es escuchar”, así Rodolfo Walsh definía la actividad a la que le dedicó su vida, porque, cuando estamos ante una hoja en blanco, todo aquello que captamos de los otros, lo que aprendimos y lo que nos llamó o llama la atención, lo que nos conmovió o conmueve, nuestros recorridos e historias de vida, nuestra imaginación, se convierten en voces ineludibles que, al escucharlas, nos invitan a la (auto) reflexión. Escribir es escuchar nuestro mundo interior, darnos el espacio para que nuestra sensibilidad se exprese a través de las palabras y, así, estimar también nuestra lengua o la lengua que elijamos como medio para comunicarnos. Estamos orgullosos de todos los alumnos que han participado: Mía Corsi, Lucas Ibarrondo, Francisco Borda Rojas, Dante Monti, Francisco Almeyra, Simón Cabodevila, Tomás Beccar Varela, Agustín Guillaume, Dante Fongi, Juan Ignacio Dell

Oca, Mateo Lopardo, Juan Cruz Vidal Quera, Juan Oberhofer, Dante Scazziota, Victoria Dran, Tomás Pérez M aidana, Agustín Caballero, Santino Cento, Gerónimo González Salinas, Manuel Peña, Camila Pérez, Joaquín Grassi, Ignacio Quintana, Julieta Salvado, Martina Belluomini, Matías Rodríguez Melgarejo, Camila Kotliarsky, Salvador Sturla, Tomás Sarmiento, Gonzalo Castaño, Mercedes Bernachia, Nicolás Tauziet, Juan Rodríguez Chiesa. Sabemos lo difícil que es crear y redactar en tan poco tiempo, textos tan bellos. Los animamos a ustedes al igual que a los alumnos que aún no lo hicieron, a participar del concurso el próximo año. Un cariño. ¡Felicitaciones a todos! Directora Pat Rolfo Vicedirector Federico Sambartolomeo Tutoría Profesora Gabriela Padín Departamento de Lengua y Literatura

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