Compendio de Ponencias Internacionales

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CONGRESO INTERNACIONAL DE DERECHO PROCESAL PENAL

“LA REFORMA PROCESAL PENAL A 10 AÑOS DE SU IMPLEMENTACIÓN EN EL PERÚ” 30 de junio - 1,2 de julio de 2016

COMPENDIO


COMPENDIO CONGRESO INTERNACIONAL DE DERECHO PROCESAL PENAL “LA REFORMA PROCESAL PENAL A 10 AÑOS DE SU IMPLEMENTACIÓN EN EL PERÚ”

2016 – Ministerio de Justicia y Derechos Humanos Calle Scipión Llona N° 350, Miraflores, Lima 18 Teléfono: (511) 204 – 8020

Razón Social :

Burcon Impresores y Derivados SAC

Domicilio

Cal. Francisco Lazo Nro. 1924

:


“Tú también tienes derechos y deberes”



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“LA REFORMA PROCESAL PENAL A 10 AÑOS DE SU IMPLEMENTACIÓN EN EL PERÚ”

ÍNDICE 1. Jordi Nieva Fenoll La razón de ser de la presunción de inocencia…..…..…..…..…..…..…..…..…..…7 2. Julio Maier El significado del principio acusatorio como símbolo de la reforma hispanoamericana del procedimiento penal …..…..…..…..…..…..…..…..…. 29 3. José María Asencio Mellado La prueba ilícita: breves reflexiones en torno a la legislación peruana…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…. 41 4. Alfonso Zambrano Pasquel: La reforma procesal penal dentro de la política criminal de estado: Funciones, exigencias y deslinde …..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…. 85 5. Gustavo Bruzonne: La prisión preventiva en su encrucijada …..…..…..…..…..…..…..…..…..…..…109

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LA RAZÓN DE SER DE LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Jordi Nieva Fenoll

1. Introducción El principio clave del proceso penal es la presunción de inocencia. En realidad, es el principio clave de todo el sistema penal. En la Edad Media fue mencionado en la literatura jurídica con la expresión in dubio pro reo, y pocos siglos después se construyó el estándar “más allá de toda duda razonable” en el Old Bailey de Londres (finales del s. XVIII1) como instrucción para jurados asentada en el estándar de la certeza moral2 del Derecho canónico3. Antes Ulpiano había dicho, allá por el siglo III d.C., que es preferible que se deje impune el delito de un culpable antes que condenar a un inocente4, y de ahí surgió la frase, atribuida a Maimónides (s. XII)5, de que es mejor absolver a mil culpables que condenar a muerte a un inocente, aserto que ha sido repetido muchas veces sin la referencia a la muerte y con diferente número de culpables, pero que probablemente popularizó MATTHEW HALE6 (s. XVII). Mucho más remotamente, la Ley I del Código de Hammurabi había dicho literalmente que los

1. WHITMAN, James Q., The origins of reasonable doubt, New Haven y London 2005, p. 187. 2. WHITMAN, The origins, cit. pp. 187 y ss. 3. LLOBELL TUSET, Joaquín, La certezza morale nel processo canonico matrimoniale, en: “Il Diritto Ecclesiástico, 109/1, 1998, p. 771. ALISTE SANTOS, Tomás-Javier, Relevancia del concepto canónico de “certeza moral” para la motivacion judicial de la “quaestio facti” en el proceso civil, Ius ecclesiae, Vol. 22, n. 3, pp. 667-668, y ALISTE SANTOS, Tomás-Javier, La motivación de las resoluciones judiciales, Madrid 2011, p. 309 y ss. 4. Dig. L. 48, tít. 19, 5. Ulpiano: “sed nec de suspicionibus debere aliquem damnari divus traianus adsidio severo rescripsit: satius enim esse impunitum relinqui facinus nocentis quam innocentem damnari.” 5. Vid. LAUDAN, Larry, Truth, error and Criminal Law, New York 2006, p. 63: “it is better… to acquit a thousand guilty persons than to put a single innocent man to death.” Cfr. MAIMÓNIDES, Libro de los preceptos, Buenos Aires 1985. MAIMÓNIDES, Mishné Torá, Tel-Aviv 1998. 6. Historia Placitorum Coronae / History of the Pleas of the Crown, London 1736, vol II. p. 289: “In some cases presumptive evidences go far to prove a person guilty, tho there be no express proof of the fact to be committed by him, but then it must be very warily pressed, for it is better five guilty persons should escape unpunished, than one innocent person should die.” Y en la p. 290: “Totius semper est errare in acquietando quam in puniendo, ex parte misericordiae, quam ex parte justitiae.”

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COMPENDIO acusadores de asesinato habrían de ser condenados a muerte si no consiguen probar la acusación7, lo que, si bien se observa, supone la formulación más arcaica –y bestial– del principio que nos ocupa. A lo largo de todo este tiempo, no han faltado reiterados intentos doctrinales de distinguir unos y otros principios y estándars, siendo especialmente destacables las reiteradas tentativas de diferenciar la presunción de inocencia del in dubio pro reo, así como el “más allá de toda duda razonable” de la presunción de inocencia8. Sin embargo, ningún autor ha conseguido demostrar que todos esos asertos no estén basados en exactamente una y la misma idea: que los reos deben ser considerados inocentes antes de ser condenados9. Ahora bien, ¿por qué debe ser así? En el presente trabajo se profundizará sobre las raíces de este pensamiento, intentando descubrir su auténtica razón de ser. Solamente de ese modo será posible evaluar con precisión la calificación jurídica correcta de la presunción de inocencia, juzgando acerca de si es una norma de carga de la prueba, un estándar de prueba o un simple principio. Sin embargo, lo más relevante es averiguar por fin si esta idea central del proceso penal debe ser realmente esa clave de bóveda también en materia probatoria, o hay que buscar alguna otra alternativa.

7. LARA PEINADO, Federico, Código de Hammurabi, Madrid 1997, p. 6. 8. RUIZ VADILLO, Enrique, Hacia una nueva casación penal, en: “Estudios de Derecho Procesal Penal”, Granada 1995, p. 434. DEL RÍO FERNÁNDEZ, Lorenzo Jesús, Constitución y principios del proceso penal: contradicción, acusatorio, y presunción de inocencia. RGD, 1992, p. 8116. VÁZQUEZ SOTELO, José Luis, Presunción de inocencia del imputado e íntima convicción del Tribunal. Estudio sobre la utilización del imputado como fuente de prueba en el proceso penal español. Barcelona, 1984, p. 287. DE VEGA RUIZ, José Augusto, La presunción de inocencia hoy, Justicia 1984, p. 96. VEGAS TORRES, Jaime, Presunción de inocencia y prueba en el proceso penal, Madrid 1993, pp. 207 y ss. MONTAÑÉS PARDO, Miguel Ángel, Presunción de inocencia. Análisis Doctrinal y Jurisprudencial, Pamplona 1999, pp. 46-47. 9. KÜHNE, Hans-Heiner, Strafprozessrecht, Heidelberg 2010, p. 580. DAHS, Hans / DAHS, Hans, Die Revision im Strafprozeß, München 1972, p. 27. GONZÁLEZ LAGIER, Daniel, Presunción de inocencia, verdad y objetividad, en: “García Amado (coord.), Prueba y razonamiento probatorio en Derecho”, Granada 2014, p. 84. BACIGALUPO ZAPATER, Enrique, Presunción de inocencia, “in dubio pro reo” y recurso de casación, Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales, 1988, p. 34. MASCARELL NAVARRO, Mª José, La carga de la prueba y la presunción de inocencia, Justicia 1987, p. 631. JIMÉNEZ AGUIRRE, Presunción de inocencia, Boletín del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, 1990, p. 115.

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2. La razón de ser de la presunción de inocencia: el prejuicio social de culpabilidad En el apartado anterior se han identificado los orígenes doctrinales y legales de la presunción de inocencia. No hay discusión científica en cuanto a ese punto. Pero lo que resulta más desconcertante es descubrir el origen epistémico de la presunción de inocencia, es decir, la razón por la que los juristas de muy diferentes épocas y orígenes jurídicos han creído que era más justo absolver antes que condenar. Ciertamente, se podrían barajar razones filosóficas o incluso religiosas en ello, aunque es posible que dichas razones humanistas o piadosas sean justificaciones a posteriori de algo que debió nacer de la simple utilización del método científico, a través de la observación de los procesos penales. En un proceso penal, el acusado ocupa siempre una posición adversa. Esa posición es obvia cuando se le sitúa en un banquillo, o incluso entre rejas en la sala de justicia. Incluso aunque se le sitúe al lado del abogado, como ocurre en EEUU y otros países, o debiera suceder en España en los procesos con jurado 10 , el acusado es siempre señalado como posible responsable de unos hechos delictivos. Pero al margen de esa posición en el proceso, que hace del acusado la persona más visible del mismo, lo cierto es que el simple hecho de señalar a una persona como sospechosa, genera automáticamente un recelo social ante ese individuo. Es muy raro que alguien le tenga por inocente. Siempre que aparece una noticia periodística sobre un sospechoso, o acerca de una simple detención policial, el ciudadano tiende sistemáticamente a dar por cierta la información, y a tener, no como sospechoso, sino directamente como culpable a esa persona.

10. Art. 42.2 de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado: El acusado o acusados se encontrarán situados de forma que sea posible su inmediata comunicación con los defensores.

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COMPENDIO No sucede solamente con imputaciones penales. El ser humano tiende a creer cualquier rumor negativo sobre una persona11. Curiosamente no sucede lo mismo con las noticias positivas, de las que se suele más bien dudar. En todo caso, siempre que se dice que alguien ha actuado mal en un trabajo, o ha ejecutado una acción de manera incorrecta, o simplemente que ha cometido una infidelidad o ha realizado una actuación tenida en el concepto público como vergonzosa o ridícula, el primer impulso conduce a creer esa información. Hay multitud de refranes, en muchas lenguas, que confirman esos pensamientos. En español, “cuando el río suena, agua lleva” o “no hay humo sin fuego”. En inglés “where there is a smoke, there is a fire”. En alemán “kein Rauch ohne Flamme”. En francés “pas de fumée sans feu”. O en italiano “non c’è fumo senza arrosto”. Todos ellos confirman la supuesta fiabilidad de una sospecha, y nunca la presunción de inocencia. Las causas de este sorprendente y, por qué no decirlo, estúpido resultado, las veremos en el siguiente epígrafe, pero la constatación inicial de lo anterior conduce a pensar que existe en la sociedad un muy acusado prejuicio social de culpabilidad. Es bastante probable que ULPIANO, o hasta los legisladores de HAMMURABI, se hubieran dado cuenta de ello al haber observado en los procesos a algunas personas claramente inocentes desde la perspectiva de un jurista, que sin embargo son condenadas por la sociedad y que, en consecuencia, acaban obteniendo una sentencia –injusta– de condena. Además, durante mucho tiempo en Roma los jueces que valoraban la prueba eran legos en Derecho, igual que los jurados anglosajones, por lo que los fallos de culpabilidad influidos por el sentir social debían de ser frecuentes. Todavía se detecta, de hecho, esa tendencia a veces incluso en los jueces profesionales, aunque sea menos acusada. Ante esta realidad, no es extraño que con el objetivo de evitar las falsas acusaciones, que generan siempre un perjuicio social

11. A pesar de las reiteradas prohibiciones de las religiones. Vid. el libro de los Proverbios, 18, 8: “Las palabras del delator son golosinas que bajan hasta el fondo de las entrañas.”; y el 26, 20: “cuando se acaba la leña, se apaga el fuego, cuando no hay chismoso, se apacigua la disputa.”. También en el Corán, 68, 10-11: “no obedezcas a ningún vil jurador, al pertinaz difamador, que va sembrando calumnias.” Se utilizan las siguientes ediciones: Biblia de Jerusalén, Bilbao 1975, y El Corán (ed. de Julio Cortés), Barcelona 1995.

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notable, surgiera la idea de la presunción de inocencia. Con el fin de que la sociedad no fuera generando a través de rumores una verdad ficticia12 que sirviera para condenar a un inocente. En consecuencia, la presunción de inocencia se dirige a luchar contra el prejuicio social de culpabilidad. Ahora bien, ¿cuáles son las causas de ese prejuicio?

3. Justificación sociológica, psicológica y organizativo-procesal del prejuicio Para responder a la anterior pregunta, no hay otro remedio que dejar de lado por un momento el Derecho y entrar en el examen de la psicología y de la sociología, que influye muy decididamente en aquello que el Derecho acaba regulando. La persistente suposición de culpabilidad en el inconsciente colectivo tiene por base la propia noción de peligrosidad. El ser humano se aleja de aquello que le produce miedo, por un simple instinto de supervivencia. Es sobradamente sabido en psicología de la personalidad13 que la peligrosidad no es un buen predictor de la criminalidad futura, porque es muy complejo establecer con una mínima base científica una noción de “sujeto peligroso”. Imagínese lo que supone esa idea de la “peligrosidad” cuando se pone en la mente de ciudadanos corrientes.

12. O “verdad de artificio que más tarde se convierte en verdad legal”, como dijo la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal española de 1882. 13. Vid. LEAL MEDINA, Julio, El concepto de peligrosidad en el Derecho penal español. Proyección legal y alcance jurisprudencial. Perspectivas actuales y de futuro, Diario La Ley, nº 7643, 2-6-2011. KALUSZYNSKI, Martine, Le retour de l’homme dangereux. Reflexions sur la notion de dangerosité et ses usages, Nouvelle revue international de criminologie, vol. V, 2008, pp. 1 y ss. GARCÍA RIVAS, Nicolás, La libertad vigilada y el Derecho penal de la peligrosidad, Revista General de Derecho Penal, 16, 2011, pp. 1 y ss. LITINETSKAIA, Marina, Dangerosité, délinquance et passage à l’acte: psychopathologie et predictivité, Annales Médico-Psychologiques (2012), doi:10.1016/j.amp.2012.01.009. REDONDO ILLESCAS, Santiago / ANDRÉS PUEYO, Antonio, La Psicología de la delincuencia, y Predicción de la violencia: entre la peligrosidad y la valoración del riesgo de violencia, ambos en: Papeles del psicólogo: revista del Colegio Oficial de Psicólogos, Vol. 28, Nº. 3, 2007 (Ejemplar dedicado a: Predicción de la violencia), pp. 147 y ss y pp. 157 y ss respectivamente. ANDRÉS PUEYO, Antonio / LÓPEZ, S. / ÁLVAREZ, E., Valoración del riesgo de violencia contra la pareja por medio de la SARA, Papeles del Psicólogo, 2008. Vol. 29(1), pp. 107 y ss. PÉREZ RAMÍREZ, Meritxell / REDONDO ILLESCAS, Santiago / MARTÍNEZ GARCÍA, Marian / GARCÍA FORERO, Carlos / ANDRÉS PUEYO, Antonio, Predicción de riesgo de reincidencia en agresores sexuales, Psicothema 2008. Vol. 20, nº 2, pp. 205 y ss.

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COMPENDIO Además, cuando alguien lanza un rumor negativo sobre otra persona, se produce lo que se ha denominado efecto bandwagon14 o comportamiento gregario15. El ser humano, como norma básica de convivencia, suele hacer lo mismo que ve que los demás hacen16. Esa conducta, positiva en no pocos ámbitos, es fatal cuando lo que se extiende es un comportamiento negativo, como el seguimiento de una idea política contraria a los derechos humanos, o bien, como es el caso que nos ocupa, cuando se traduce en la acusación sin pruebas de una persona, que también es contraria a un derecho humano: la presunción de inocencia. Por otra parte, se ha acreditado científicamente que difundir un rumor es una forma de crear lazos entre los seres humanos17. La murmuración, por mucho que repugne afirmarlo, es curiosamente una forma de cohesión social, que probablemente aprovecha la tendencia humana a querer descubrir lo que es desconocido, curiosidad que tanto nos ha hecho avanzar pero que en otros ámbitos, como el presente, es indudablemente negativa. A todo ello se añade la influencia que en la sociedad –y hasta en la Justicia– sigue teniendo la larguísima vigencia del antiguo sistema inquisitivo. Lo que observaba el ciudadano durante ese periodo es que prácticamente todo aquel que era investigado acababa siendo condenado. No es extraño que fuera así teniendo en cuenta que aquel que juzgaba era el mismo que instruía, por lo que la audiencia final al acusado –el plenario– era solamente una farsa, que venía a confirmar exactamente la conclusión del propio juez instructor. De ello deriva probablemente la creencia social de que todo aquel que es imputado acaba siendo condenado.

14. GOIDEL, Robert K. / SHIELDS, Todd G., The Vanishing Marginals, the Bandwagon, and the Mass Media, The Journal of Politics, 1994, nº 56, pp. 802 y ss. 15. ROOK, Laurens, An Economic Psychological Approach to Herd Behavior, Journal of Economic Issues, 2006, nº 40 (1), pp. 75 y ss. STANFORD, Craig B., Avoiding Predators: Expectations and Evidence in Primate Antipredator Behaviour, International Journal of Primatology, 2001, nº, pp. 741 y ss. 16. GIGERENZER, G. Decisiones intuitivas, Barcelona 2008, p. 212: “HAZ LO QUE HAGAN LA MAYORÍA DE TUS IGUALES O PERSONAS AFINES. Esta sencilla regla orienta la conducta a través de diversos estados de desarrollo, desde la infancia intermedia hasta la adolescencia y la vida adulta. Prácticamente garantiza la aceptación social en el grupo de iguales y la conformidad con la ética de la comunidad. Violarla podría significar que le llamaran a uno cobarde o excéntrico.” 17. DIFONZO, Nicholas: Rumor psychology: social and organizational approaches, American Psychological Association, Washington 2007.

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Imagínese lo que sucede cuando, además, la actuación de jueces y fiscales ha venido precedida de una actuación policial como una detención. Si además se hacen eco de todo ello los medios de comunicación, el prejuicio social de culpabilidad se amplifica todavía más. Por muchas noticias que después leamos de actuaciones policiales erróneas o directamente corruptas, o de resoluciones fiscales o judiciales –del juez de instrucción– equivocadas, la tendencia social no varía: el señalado como sospechoso es culpable. De hecho, ni los juristas escapamos realmente al prejuicio, o lo conseguimos solamente con mucho esfuerzo. Como consecuencia de las ideas que increíblemente todavía a estas alturas se arrastran del sistema inquisitivo, se tiende a pensar en la profesión jurídica que en un proceso penal existen las máximas garantías después de que la policía ha realizado una investigación, que es confirmada por el ministerio fiscal –o por el juez de instrucción y el ministerio fiscal en España– y que finalmente es también refrendada por un juez en su condena. Es decir, tres –o cuatro– actores diferentes para confirmar una responsabilidad penal18. Y sin embargo, ese pensamiento es completamente erróneo19. La policía es un actor que solamente puede trabajar vulnerando inevitablemente la presunción de inocencia, puesto que de lo contrario no vería nunca posibles responsables, sino inocentes. Por esa razón, sus hipótesis, al infringir inevitablemente un derecho fundamental, solamente pueden ser tenidas en cuenta para recoger vestigios de un posible hecho delictivo, pero nunca deben ser consideradas en el juicio como si fueran la constancia de un hecho delictivo. Por otra parte, el ministerio fiscal –o el juez de instrucción en España– lo que tienen que hacer es simplemente recoger esos vestigios que aporta, en su caso, la policía, depurando las posibles vulneraciones de derechos fundamentales en que haya podido el cuerpo de seguridad20, a fin de que no se generen pruebas ilícitas.

18. Vid. KÜHNE, Hans-Heiner, Strafprozessrecht, Heidelberg 2010, p. 582. 19. La exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 da muy buena cuenta de por qué: “en ausencia del inculpado y su defensor, los funcionarios que intervienen en la instrucción del sumario, animados de un espíritu receloso y hostil que se engendra en su mismo patriótico celo por la causa de la sociedad que representan, recogen con preferencia los datos adversos al procesado, descuidando a las veces consignar los que pueden favorecerle; y que, en fin, de este conjunto de errores, anejos a nuestro sistema de enjuiciar, y no imputable, por tanto, a los funcionarios del orden judicial y fiscal, resultan dos cosas a cual más funestas al ciudadano: una, que al compás que adelanta el sumario se va fabricando inadvertidamente una verdad de artificio que más tarde se convierte en verdad legal, pero que es contraria a la realidad de los hechos y subleva la conciencia del procesado; y otra, que cuando éste, llegado al plenario, quiere defenderse, no hace más que forcejear inútilmente, porque entra en el palenque ya vencido o por lo menos desarmado.” 20. Dejando de lado las inevitables, como la presunción de inocencia, o las directamente autorizadas por el juez de instrucción o el fiscal.

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COMPENDIO Pero lo más importante es entender que el ministerio fiscal no confirma las conclusiones de la policía, sino que simplemente formula una acusación, con independencia de esas conclusiones policiales, si entiende que de la investigación se derivan efectivamente hechos con apariencia delictiva, que aún deben ser sometidos a prueba en el proceso. Esto es especialmente claro en los sistemas en los que todavía existe la figura del juez de instrucción. El mismo no debe –no debería– exponer ninguna conclusión sobre los hechos investigados21, porque no puede, en ningún caso, influir con sus conclusiones al juez de juicio. Ni siquiera, por descontado, para justificar su propia actuación durante la instrucción. Por tanto, el juez de instrucción es –debiera ser– simplemente un juez de garantías, que intenta asegurar los vestigios y las fuentes de prueba así como su respeto por los derechos fundamentales, pero del que no se espera ni puede esperarse conclusión alguna sobre la culpabilidad. Sólo en esas condiciones se llega a juicio con un juez auténticamente imparcial, que no va a confirmar nada, sino simplemente a descubrir lo que se desprende de las pruebas que ante él se presentan. Es decir, que no va a “juzgar” por tercera –o cuarta– vez el hecho, sino por vez primera, sin prejuicio alguno. Así debe ser si se desea respetar la presunción de inocencia. De todo lo anterior se deriva que ni el sentir social generalizado, ni siquiera las ideas preponderantes en la profesión jurídica, son favorables a la presunción de inocencia. Sólo así se explica que la enorme mayoría de sentencias sean condenatorias, lo que se debe, no a la eficacia policial, como suele afirmarse, o al buen trabajo de fiscales y jueces de instrucción, aunque todos esos actores hagan su labor de manera excelente. Se debe a que dichos actores exponen conclusiones que los jueces de juicio asumen quizás con demasiada facilidad. Ello esclarece también la razón por la que Innocence Project en EEUU está descubriendo un número no despreciable de fallos condenatorios erróneos22.

21. En este sentido, el art. 779.1.4ª LECrim debería ser interpretado de forma restrictiva, precisamente para no condicionar a los jueces del juicio oral, al estilo de lo que ocurre con el auto de conclusión del sumario en el procedimiento ordinario. “Si el hecho constituyera delito comprendido en el artículo 757 seguirá el procedimiento ordenado en el capítulo siguiente. Esta decisión, que contendrá la determinación de los hechos punibles y la identificación de la persona a la que se le imputan, no podrá adoptarse sin haber tomado declaración a aquélla en los términos previstos en el artículo 775.” Lo mismo debería suceder con el auto de apertura del juicio oral del art. 783, que además nada dice acerca de una supuesta descripción de los hechos por parte del juez. 22. http://www.innocenceproject.org/causes-wrongful-conviction. Las causas de las condenas erróneas mayoritariamente suelen ser falsas identificaciones por parte de los testigos así como pruebas periciales indebidamente realizadas. Solamente esos datos tendrían que hacer cambiar radicalmente nuestra propia visión sobre las pruebas y las condenas en el proceso penal.

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Todo ello evidencia lo imprescindible de la presunción de inocencia en el proceso penal, que intenta evitar una incidencia todavía más intensa de todo lo anterior. Sin embargo, una de las cuestiones de las que no se ha ocupado demasiado la doctrina todavía es acerca de la naturaleza jurídica de la presunción de inocencia. En algunas Constituciones se la ha configurado como un derecho fundamental23, pero en la práctica judicial y doctrinal se la ha solido observar como una regla de carga de la prueba. Y últimamente se está abriendo camino la opción que la considera como un estándar de prueba. Habiendo concluido ya la necesidad en el proceso penal de la presunción de inocencia, resta calificarla jurídicamente, lo que ayudará a determinar su auténtica utilidad y función en el proceso.

4. La presunción de inocencia y la carga de la prueba Como se ha dicho, habitualmente se formula la presunción de inocencia como una regla de carga de la prueba24. En caso de duda, hay que absolver. In dubio pro reo. Es decir, en caso de insuficiencia de prueba, el juez optará por la inocencia. Sin embargo, tal formulación de la presunción de inocencia refleja una imagen imprecisa de la realidad. En primer lugar, no es verdad que en caso de que aparezca una duda –aunque sea razonable– se absuelva, porque siempre existen dudas en la mente del juez. Es materialmente imposible que un ser humano no albergue ninguna duda sobre las decisiones que toma, y reconozcamos que la mayoría de esas dudas son razonables, pero acostumbran a despreciarse en favor de razones que se consideran mejores. Cuando un juez pronuncia una sentencia de culpabilidad es imposible que no tenga dudas, aunque las deja de lado porque cree que es mucho más probable la hipótesis de culpabilidad. Por otra parte, habría que recordar que la carga de la prueba es una institución particularmente propia del proceso civil, y no realmente del proceso penal. La

23. En el art. 6.2 del CEDH, o en el art. 24.2 C.E.. 24. Por todos, STUMER, Andrew, The presumption of innocence, Oxford 2010, pp. 152 y ss. SÁNCHEZ-VERA GÓMEZ-TRELLES, Javier, Variaciones sobre la presunción de inocencia, Madrid 2012, p. 214.

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COMPENDIO noción de “carga” está inspirada en la idea de obligación, y tiene más sentido en un proceso civil regido por el principio dispositivo y de aportación de parte. Si el litigante aporta la prueba que le es más disponible, puede ganar el proceso. Si no lo hace, perderá. Sin embargo, esa idea es ajena al proceso penal. El reo no tiene que aportar ninguna prueba, y de hecho puede guardar completo silencio durante todo el proceso y permanecer totalmente inactivo sin que ello vaya a significar que será condenado. Pero eso no implica que la acusación deba aportar la prueba para obtener una condena. El ministerio fiscal no es el abogado de la acusación y por tanto no busca una condena, por más que así se presuma por la mayoría de ciudadanos, influidos por la cinematografía sobre todo. El ministerio fiscal busca esclarecer la realidad tanto como el juez y actúa bajo el principio de objetividad, de manera que no tiene la “carga” de probar nada, sino la obligación de desplegar una actividad probatoria en el proceso que sirva para que la realidad, condenatoria o absolutoria, aparezca. El ministerio fiscal trabaja siguiendo el principio de legalidad, y en esa línea no está sometido a cargas, sino a la obligación de cumplir con su trabajo, que es el descrito. Por tanto, no tiene la carga de probar absolutamente nada. Pero es que, además, la carga de la prueba es una institución que sólo se utiliza en una situación realmente extrema: la ausencia de prueba . Y es así porque la carga de la prueba es una última ratio del sistema probatorio, que solamente aparece al final del proceso, si resulta completamente imposible llevar a cabo la valoración de la prueba. Solamente en esa situación. La carga de la prueba es una solución muy antigua, y en todo caso una mala solución, para evitar el non liquet. Pero hasta el momento no ha surgido en la ciencia jurídica una alternativa mejor. Sin embargo, en el proceso penal es realmente complicado, por no decir imposible, que se produzca esa situación. Los casos de ausencia de prueba no llegan nunca a juicio, porque o bien no generan diligencias policiales de investigación, o bien no son considerados por el ministerio fiscal para presentar una acusación. Es decir, concluyen con un sobreseimiento, esto es, se quedan por el camino. En consecuencia, cuando se llega a la fase de juicio, y más cuando se alcanza el estadio de la sentencia, siempre hay vestigios. Siempre hay alguna prueba que se puede valorar, por lo que el juez podrá concluir la culpabilidad o inocencia en función de su libre apreciación. Pero ni siquiera toma en consideración la carga de la prueba porque no es la situación en que esta institución entra en juego.

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En consecuencia, ni la presunción de inocencia, ni su más antigua formulación in dubio pro reo son reglas de carga de la prueba. Ni se comportan como tales, como veremos enseguida, ni se produce la situación en la que deberían entrar en juego: la ausencia de prueba.

5. Presunción de inocencia y estándar de prueba Siendo ello así, se abre la opción de considerar a la presunción de inocencia como algo distinto a la carga de la prueba, y que de hecho cuadra mucho mejor con la libre valoración de la prueba que rige invariablemente en el proceso penal. ¿Es la presunción de inocencia un estándar de prueba?26 En primer lugar, habría que definir lo que es un estándar de prueba, y ese es el primer aspecto de discusión. Un estándar le puede indicar al juez hasta qué punto debe estar convencido de un hecho para poder declararlo probado, e incluso cómo llegar a esa convicción. Ese sería el estándar relacionado directamente con la presunción de inocencia: la convicción más allá de toda duda razonable. Asunto distinto es cómo se alcanza esa convicción, materia en la que rige la libre valoración de la prueba27, pero aún es más difícil indicar cuándo se llega al carácter “razonable” de la duda28, a ese umbral que intenta buscar el estándar de prueba, es decir, un grado de corroboración de la hipótesis. Ahí impera inevitablemente el subjetivismo, y normalmente el juez tiende a decidir aquello que se ve capaz de motivar29. Esa realidad hace tan impreciso el estándar que hasta es muy dudoso que tal estándar exista. Puede incluso intentarse su formulación indicando que la hipótesis condenatoria debe tener30: a) Un alto nivel de contrastación, de manera que explique los datos disponibles y ser capaz de predecir nuevos datos que hayan sido corroborados.

25. ROSENBERG, Leo / SCHWAB, Karl Heinz / GOTTWALD, Peter, Zivilprozeßrecht, München, 2010, pp. 644-645. 26. Sobre este tema vid ampliamente GONZÁLEZ LAGIER, Daniel, Presunción de inocencia, verdad y objetividad, en: “García Amado (coord.), Prueba y razonamiento probatorio en Derecho”, Granada 2014, pp. 109 y ss. 27. Vid. TARUFFO, La prueba de los hechos, Madrid 2002, pp. 292 y ss 28. En este sentido, IGARTUA SALAVERRIA, Juan, Valoración de la prueba, motivación y control en el proceso penal, Valencia 1995, p. 57. 29. TARUFFO, La prueba de los hechos, cit. pp. 435 y ss. 30. Sigo la formulación de FERRER BELTRÁN, Jordi, Los estándares de prueba en el proceso penal español, http:// www.uv.es/cefd/15/ferrer.pdf. También en, del mismo autor, La valoración racional de la prueba, Madrid 2007, pp. 144 y ss. Vid. otros métodos similares en GONZÁLEZ LAGIER, Daniel, Presunción de inocencia, verdad y objetividad, en: “García Amado (coord.), Prueba y razonamiento probatorio en Derecho”, Granada 2014, pp. 113-114.

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COMPENDIO b) Deben ser refutadas todas las demás hipótesis plausibles que quepa construir con los mismos datos que sean compatibles con la inocencia. Pero incluso con esta meritoria formulación, que está basada en la probabilidad inductiva, es decir, en la elaboración de hipótesis alternativas que deben ser descartadas31, se vuelve a caer en el subjetivismo, puesto que el número de esas hipótesis alternativas que surjan depende de las habilidades cognitivas de cada juez, de manera que el mayor o menor grado de confirmación será variable en función del observador que sea capaz de exponer nuevas alternativas. En consecuencia, se establece un muy buen método de enjuiciamiento, pero no se construye realmente un estándar seguro y absolutamente objetivo, o al menos suficientemente intersubjetivo, que es lo que se pretende. La sentencia estará mucho mejor motivada en el caso concreto, ciertamente, habiendo servido el método como guía para la buena actuación judicial. Pero el método, a la postre, es simplemente un buen ejemplo de buen hacer judicial, pero quizás no un auténtico estándar de prueba que le señale con precisión al juez el deseado umbral de lo que esté más allá de toda duda razonable, porque siempre pueden surgir nuevas hipótesis y, por ello, nuevas dudas. Otros estándares le muestran al juez aún más abiertamente cómo alcanzar esa convicción, o al menos con qué tiene que contar para dar por probado un hecho, sin señalar realmente un umbral o grado de convicción. Ese es el caso del estándar en el que está basada la “duda razonable”: la certeza moral del Derecho canónico. Según el mismo, un hecho se tendrá por probado si fue averiguado por un juez debidamente formado y siguiendo las reglas de procedimiento establecidas centrándose únicamente el juez en lo alegado y probado en el proceso32 –secundum allegata et provata33–. Como se ve, ese estándar le intenta dar la espalda, en parte, a la convicción en favor de la consideración de datos mucho más objetivos. 31. COHEN, Lawrence Jonathan, The probable and the provable, Oxford 1977, pp. 121 y ss. GASCÓN ABELLÁN, Marina, Los hechos en el derecho. Bases argumentales de la prueba, Madrid-Barcelona 2004, pp. 174 y ss. 32. LLOBELL TUSET, Joaquín, La certezza morale nel processo canonico matrimoniale, en: “Il Diritto Ecclesiástico, 109/1, 1998, p. 771. Vid. También ALISTE SANTOS, Relevancia del concepto canónico de “certeza moral”, cit. pp. 667-668, y del mismo autor, La motivación de las resoluciones judiciales, cit. pp. 309 y ss. 33. DURANDUS, Speculum iuris, cit. Parte II, De Sententia, § 5, 1. pp. 784-785. AZZONE (o AZO o AZÓN), Brocardica (aurea). sive generalia iuris, Basilea 1567, rúbrica XX, p. 237: Iudex debet ex conscientia iudicare, & econtrà.] Secundum allegata iudicare debet. Cum quaeritur, an iudex debeat iudicare secundum conscientiam suam, in causa civili vel criminali, distingue: utrum notum sit ei tamquam iudici, id est, ratione officii sui: an ut privato. In primo casu fertur sentencia secundum conscientiam suam; quae etiam potest dici allegatio. ut ff. de ser. l.2.&ff. Si fer. vend.1 surreptionem. & de minor. 25. anno.l.minor. Quid miri? nonne sert sententiam, secundum testificationes & confessiones, quas novit ut iudex? & et ita potest intellegi hoc generale. Si vero novit ut privatus, non debet ferre sententiam secundum conscientiam suam, sed secundum allegata. & ita intelligitur contraria Rubrica. ACCURSIUS, e.a., Corporis Iustinianaei Digestum Vetus, seu Pandectarum, Vol. 6, Lyon 1604, p. 17: “Iudex debet ferre sententiam, secundum allegata et probata, non secundum conscientiam”

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Los juristas alemanes han hablado de las “medidas de prueba” (Beweismaß)34, pretendiéndose alcanzar la “completa convicción del juez”, que se define como un grado tan alto de verosimilitud que no dejaría duda a ningún hombre razonable35, de manera que debe alcanzarse una “verosimilitud objetiva”, y no una “credibilidad aproximada”36, que se identifica con una (muy) alta probabilidad37 o “certeza personal” del Juez38, lo que aproxima estas categorizaciones, por cierto, a la certeza moral canónica. Los tribunales construyen a veces otros estándares. También lo hace la doctrina39. El Tribunal Supremo español ha establecido varios en relación con el testigo de referencia o con el único testigo-víctima40, aunque en realidad lo que ha hecho es exponer las circunstancias mínimas que debieran concurrir para considerar a ese testigo como creíble, intentando orientar de ese modo, de nuevo, la convicción judicial. Así se dice que el testigo-víctima debe ser coherente, o que no debe tener motivos espúreos para declarar. O que el testigo de referencia41 debe ser absolutamente subsidiario del testigo directo y que debe procederse con cautela en la valoración de su testimonio. Son muy valorables los intentos de racionalizar la labor del juez, aunque también debe tenerse en cuenta que con estos estándares se puede estar orientando en una excesiva medida la valoración probatoria42, que recordemos que es y debe ser libre. Mientras la orientación se queda en el señalamiento del buen hacer judicial, no presenta ninguna objeción, pero cuando empieza a establecer datos muy directos de qué es lo que debe concurrir para dar por probado un hecho, se corre el riesgo de condicionar en exceso la labor del juez, pudiéndose llegar a crear verdades ficticias si se cumplen los requisitos exigidos por el estándar. 34. SCHERER, Inge, Das Beweismaß bei der Glaubhaftmachung, (“Prozessrechtliche Abhandlungen”, Bd. 101). Köln, Berlin, Bonn, München 1996. LEIPOLD, Dieter, Wahrheit und Beweis im Zivilprozeß, FS Nakamura, 1996, pp. 307 y ss. PRÜTTING, Comentario al §286 ZPO, cit. pp. 1784 y ss. EVERS, Andreas, Begriff und Bedeutung der Wahrscheinlichkeit für die richterliche Beweiswürdigung, Freiburg 1979. MEURER, Beweiswürdigung, Überzeugung und Wahrscheinlichkeit, FS Tröndle 1989, pp. 533 y ss. WEBER, Helmut, Der Kausalitätsbeweis im Zivilprozess, Tübingen 1997, pp. 28 y ss. 35. ROSENBERG, Leo, Lehrbuch des Deutschen Zivilprozeβrechts, Berlin 1929, p. 356. 36. Cfr. ROSENBERG / SCHWAB / GOTTWALD, Zivilprozeßrecht, cit. p. 768. 37. „Eine (sehr) hohe Wahrscheinlichkeit“. ROSENBERG / SCHWAB / GOTTWALD, Zivilprozeßrecht, cit. p. 768. 38. “Persönliche Gewißheit”. Vid. BENDER, Rolf / NACK, Armin, Grundzüge einer Allgemeinen Beweislehre, Deutsche Richterzeitung 1980, p. 121. 39. MIRANDA ESTRAMPES, Manuel, Licitud, regularidad y suficiencia probatoria de las identificaciones visuales, en “AAVV, Identificaciones fotográficas y ruedas de reconocimiento”, Madrid 2014, p. 143. 40. STS 213/2015, 22-1-2015. 41. STS 2432/2014, 10-6-2014. 42. GONZÁLEZ LAGIER, Daniel, Presunción de inocencia, verdad y objetividad, en: “García Amado (coord.), Prueba y razonamiento probatorio en Derecho”, Granada 2014, p. 115

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COMPENDIO Por ejemplo, si se cumple el estándar de la certeza moral, ello no quiere decir que el hecho declarado sea cierto, sino que, en teoría –siempre en teoría– no es posible desplegar una mejor actividad judicial para averiguar la realidad. Y ello es lo único que resulta aceptable. Ir más allá de este resultado supone prometer un éxito que es muy difícil que concurra, salvo que se cuente con pruebas tan sumamente palmarias que quizás ya no sean necesarios los estándares. En todo caso, la presunción de inocencia no parece cuadrar bien con todo lo anterior. Aunque se la llame presunción, ni siquiera lo es, al no estar basada, a priori, en indicio alguno. En realidad no es sino un principio general del proceso penal, que le sirve de guía al juez para orientar su labor. Quizás el estándar habría que buscarlo en la determinación de cómo se puede declarar a alguien inocente o culpable, aunque si lo intentáramos el resultado que obtendríamos sería una generalidad aplicable, no solamente a la presunción de inocencia, sino a cualquier juicio, que es lo que sucede con la formulación antes expuesta. Para intentar la construcción del estándar, no es un buen presagio que el “más allá de toda duda razonable” haya surgido como una mera instrucción para jurados legos en derecho –y en otras muchas cosas–, porque por más que estuviera formulada la frase en sentido científico, bien parecía un aserto elegante que buscaba impresionar y a la vez ilustrar a los jurados acerca de cuál debía ser su labor en el proceso: absolver antes que condenar. Y por tanto condenar “más allá de toda duda razonable”. Y tampoco parece un buen augurio que la “duda razonable”, como vimos, esté basada en la “certeza moral”, que claramente es un estándar que sólo busca orientar la labor judicial o, en cierta medida, más bien conseguir cierta tranquilidad sobre las conclusiones alcanzadas en el proceso. Por ello, la presunción de inocencia queda reducida a lo único que quizás fue originariamente: un simple principio general orientador de la convicción judicial acerca de la inocencia, que trata de alejar al juez del prejuicio social de culpabilidad.

6. La presunción de inocencia: un principio general interpretativo del proceso penal Siendo así, lo único que le queda al juez es su libre valoración. Y en ella, los caminos sugeridos por los estándares de prueba son buenas ideas, buenos mé-

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todos más bien, que deberá utilizar el juez en cada caso concreto. En todos esos buenos caminos, la presunción de inocencia tiene un papel inexistente, en el sentido de que no se ensambla realmente con ellos. Cuando se busca el carácter razonable de una duda, no se tiene presente la presunción de inocencia. La razón es que siempre se busca lo razonable en el proceso, tanto en la valoración probatoria como en la argumentación jurídica, de modo que lo que exponga el juez como razonable no va a tener otro condicionamiento que el que resulte del método propuesto por el propio estándar de prueba considerado. Ni siquiera diciéndose “más allá de toda duda razonable” se obtiene algo de mayor valor, porque cualquier duda razonable que haya sido excluida precisamente por no serlo, se situará más allá de lo razonable. Se crea así una obvia tautología que hace que los términos “más allá” sean solamente una expresión enfática, una simple forma de subrayar la correcta labor judicial y que, como ya se dijo, adquiere todo su sentido cuando se trata de impresionar a jurados. Sin embargo, cuando la idea de la presunción de inocencia sí gana un protagonismo no es exactamente en materia de valoración de la prueba, o a la hora de dictar la sentencia. En ambos momentos se utiliza su orientación, pero no con carácter específico. La presunción de inocencia más bien orienta al juez durante todo el proceso penal, evitando que desde principio a fin le influya el prejuicio social de culpabilidad43. Le orienta en una fase inicial, cuando escucha las alegaciones de las partes. Le guía especialmente en el momento de admisión de la prueba, puesto que no debe caer en la tentación de privilegiar la solicitud de pruebas que plausiblemente van a tener un contenido de cargo, sino que le obliga a decretar la práctica de las pruebas que simplemente esclarezcan los hechos, con independencia de que su contenido pueda ser de cargo o de descargo. De ese modo se evita la tendencia a la que antes me referí de que el juez solamente pretenda confirmar la hipótesis de la parte acusadora, sino que le concede a las partes una oportunidad igualitaria, partiendo de la inocencia del reo para conseguir realizar un juicio neutral sobre esta admisión, teniendo en cuenta que lo más natural, como ya se ha justificado, es que cualquier ser humano parta del prejuicio de culpabilidad. Con la presunción de inocencia se intenta anular dicho prejuicio y, de esa forma, se consigue un juicio neutral en esta importante fase.

43. Así lo defendí en mi libro La duda en el proceso penal, Barcelona 2013, pp. 89 y ss.

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COMPENDIO También juega un papel relevante la presunción de inocencia durante toda la práctica de la prueba. En esta fase, el juez va a ir perdiendo poco a poco la neutralidad de su juicio en favor de la hipótesis que le parezca más plausible, siguiendo el estándar de la duda razonable y la probabilidad inductiva, ciertamente, por ser el que tiene mayores posibilidades de acercarle a la realidad. Pero nuevamente hay que cuidar que el juez no se escore prematuramente hacia la opción de la culpabilidad. En el momento de la práctica de la prueba, teniendo en cuenta que la actividad del ministerio fiscal en este sentido acostumbra a ser acusatoria y, además, el ministerio fiscal es un sujeto con la misma o al menos similar formación que el juez, existe el peligro cierto de que se vea más inclinado al seguimiento de sus tesis, nuevamente en favor de la culpabilidad, pese a que el juez deba ser necesariamente imparcial. La manera de conjurar ese riesgo es que el juez siga recordando la presunción de inocencia, y antes que dejarse llevar por el ímpetu probatorio de cargo del fiscal, o incluso por una declaración pobre del reo, piense que las cosas pueden haber sucedido de modo distinto. Es decir, contemple la hipótesis de la inocencia. Esto es, que no solamente tenga en cuenta posibles explicaciones alternativas a la hipótesis de culpabilidad, sino que también tome en consideración que la hipótesis concreta que defiende el reo puede ser cierta. Como ello es muy difícil, teniendo presente la evidente desigualdad entre reo y ministerio fiscal en el proceso –aunque solamente sea en términos de credibilidad–, la presunción de inocencia vuelve nuevamente a compensar los platos de la balanza. Por mucho que el reo pueda parecer culpable, partimos de la base de que es inocente durante la práctica de cualquier prueba, incluida la declaración del reo. Pero llegamos al momento de la sentencia, instante en el que el juez ya ha formado inevitablemente una opinión. Es posible que la complete revisando diversos aspectos de la prueba ya practicada, pero su opinión, su juicio en definitiva, estará ya bastante formado. Incluso en este último momento tiene la presunción de inocencia un valor. El juez se va a inclinar por la opción que le parezca más razonable, que en consecuencia será la que pueda motivar mejor en su sentencia. No tiene por qué estar objetivamente más seguro de la culpabilidad que de la inocencia si desea condenar, porque determinar ese grado de convicción es prácticamente imposible. Simplemente optará por la probabilidad que le parezca preponderante, y

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en ese sentido motivará su sentencia44. Solamente en el caso de que le parezca exactamente tan plausible la opción de la culpabilidad como la de la inocencia tendrá la presunción un importante papel que jugar, porque si las opciones de culpabilidad e inocencia están en pie de igualdad, el juez tiene forzosamente que absolver. Con ello, en este momento, cumple la presunción de inocencia su última misión en el proceso. El juez deberá motivar la sentencia, y aunque esté convencido de que la opción de la culpabilidad y de la inocencia eran igualmente plausibles, no tiene que expresar estas dudas en la sentencia, porque ello provocaría que la sociedad viera al reo como culpable pese a la absolución, teniendo en cuenta el prejuicio social de culpabilidad. El juez, por tanto, no puede dictar una absolución “por falta de pruebas”, que parece una especie de absolución a la fuerza. El juez, al contrario, tiene que razonar que el reo es perfectamente inocente porque no existen pruebas que le acusen45, dado que la insuficiencia de la prueba de cargo equivale a la inocencia. Como dijo ULPIANO y otros muchos después de él, no se puede condenar por sospechas, por lo que tendrá que declarar infundadas todas esas sospechas y, como digo, simplemente absolver libremente al reo, de modo total y sin reserva alguna. Visto, por tanto, el papel de la presunción de inocencia a lo largo de todo el proceso, resta solamente definir jurídicamente qué es. Ante todas las consideraciones anteriores no cabe sino concluir que se trata de un principio general orientador de la mente judicial para conseguir preservar la imparcialidad del juzgador. El juez, como se ha dicho, igual que cualquier otro ser humano, está influido por el prejuicio social de culpabilidad. Es tan fuerte y atávico que es difícil librarse de él, incluso contando el juez con una formación en materia de pre-

44. Vid. NIEVA FENOLL, La duda en el proceso penal, cit. pp. 164 y ss. 45. Como argumenta TARUFFO, La semplice verità, cit. p. 244: “… Se non si riscontra alcun criterio attendibile ed epistemicamente fondato, la sola conseguenza possibile è che nessuna inferenza può essere formulata.”

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COMPENDIO sunción de inocencia. En la consciencia de que ese prejuicio le hace parcial, la ley le obliga a creer en la inocencia, o al menos a tomarla en consideración. No restringe de este modo la libertad de su juicio, ni mucho menos, sino que le libera de la esclavitud del prejuicio, con lo que se consigue que la imparcialidad, derecho esencial del proceso, guíe la actuación del juez, como debe ser. Alcanzada esta conclusión, se desvanecen las alternativas anteriores, especialmente la de la carga de la prueba, porque la presunción de inocencia es mucho más que una regla imperfecta que intenta evitar el non liquet. Es, como se dijo al principio, la clave de bóveda de todo el proceso penal, y hasta una de las razones principales de su existencia en un Estado democrático, que preserva a sus ciudadanos de falsas acusaciones que pueden dejar –también falsamente– muy tranquila a la ciudadanía dando una falaz sensación de eficacia policial o judicial. Pero que lo que provocan es que paguen inocentes por los delitos cometidos por culpables que, mientras tanto, siguen en libertad con la posibilidad de continuar delinquiendo. En una dictadura, cuando se comete un delito, se trata de condenar a alguien, sea quien fuere. Una democracia sólo consiente la condena de los auténticos culpables.

7. La presunción de inocencia en la jurisprudencia europea y española La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha discurrido normalmente por un camino próximo al tradicional reconocimiento de la presunción de inocencia como norma de carga de la prueba46, insistiendo en el derecho al silencio y a no aportar pruebas contra uno mismo47. Estas últimas son, en el fondo, derivaciones de esa visión de la presunción de inocencia como onus probandi48.

46. Que fue la línea del libro Verde sobre la presunción de inocencia de la Comisión Europea de 26-4-2006 (COM (2006) 174 final). 47. SSTEDH Salabiaku c. France, 7-10-1988, Philips c. Reino Unido, 5-7-2001. 48. Reconocidas también en la propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo por la que se refuerzan ciertos aspectos de la presunción de inocencia y el derecho a estar presente en el propio juicio en los procesos penales. 27-11-2013 (COM(2013) 821 final). Sobre dicha propuesta de Directiva, vid. International Commission of Jurists, JUSTICE, and Nederlands Juristen Comité voor de Mensenrechten Briefing on the European Commission Proposal for a Directive on the strengthening of certain aspects of the presumption of innocence and of the right to be present at trial in criminal proceedings COM(2013) 821. March 2015.

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Sin embargo, también ha abierto el Alto Tribunal otra dirección que es más próxima a la línea defendida en este trabajo, y que trasciende del ámbito estrictamente técnico-procesal, para situarse en un terreno social que puede llegar a influir, como ya se ha indicado, en la imparcialidad judicial49 o incluso en otras consideraciones extraprocesales. Así se vio, por ejemplo, en el asunto Ürfi Çetinkaya c. Turquía50, en el que el tribunal, confirmando su jurisprudencia anterior51, declaró contrario al derecho del art. 6.2 la afirmación pública de la policía, publicada en la prensa, en torno a que un sospechoso –aún no condenado– era un “traficante de drogas internacional”. En otras palabras, el Tribunal afirma claramente que el acusado no puede ser presentado públicamente como culpable antes de su condena. En este sentido, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha ido todavía más lejos, al censurar que los acusados sean exhibidos esposados o en jaulas, porque de ese modo se indica falazmente que son peligrosos criminales52, cuando justamente en ese momento deben ser presumidos inocentes, puesto que están siendo juzgados y se juegan nada menos que la condena. La misma línea de pensamiento se siguió en el asunto Allen c. Reino Unido53, al plantear el tribunal la violación del derecho a la presunción de inocencia por no haber querido pagar el Estado una compensación a una persona declarada inocente, tratándola como si en realidad hubiera sido condenada. La resolución, aunque fue finalmente desestimatoria, confirma una ya antigua54 línea jurisprudencial que extiende el derecho de la presunción de inocencia más allá de la sentencia, haciendo que la trascendencia del principio abarque, de nuevo, no ya todo el proceso penal, sino el sistema penal en su conjunto. Esa línea no ha sido seguida por la jurisprudencia española. En realidad, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional han prescindido de la mayoría de las consideraciones anteriores –salvo las relacionadas con la carga de la prue49. STEDH, Barberà, Messegué y Jabardo c. España, 6-12-1988. 50. STEDH 23-7-2013. 51. SSTEDH Krause v. Switzerland, 3-10-1978, Allenet de Ribemont v. France, 10-2-1995. 52. HR Committee, General Comment No. 32, Article 14: Right To equality before courts and Tribunals and to a fair trial, U.N. Doc. CCPR/C/GC/32 (2007). 53. STEDH 12-3-2013: “the presumption of innocence means that where there has been a criminal charge and criminal proceedings have ended in an acquittal, the person who was the subject of the criminal proceedings is innocent in the eyes of the law and must be treated in a manner consistent with that innocence. To this extent, therefore, the presumption of innocence will remain after the conclusion of criminal proceedings in order to ensure that, as regards any charge which was not proven, the innocence of the person in question is respected. This overriding concern lies at the root of the Court’s approach to the applicability of Article 6 § 2 in these cases.” 54. Entre otros, STEDH Puig Panella c. España, 25-4-2006.

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COMPENDIO ba– en beneficio de la construcción del ansiado estándar probatorio. Es decir, se ha seguido la línea de la jurisprudencia estadounidense, buscando no tanto un concepto –imposible– de “duda razonable”, sino intentando construir un estándar –algo paradójico– de qué es lo que tiene que hacer un tribunal para conseguir destruir la presunción de inocencia, obteniendo una condena. Así creó el Tribunal Constitucional en 198155 el estándar de la “mínima actividad probatoria de cargo”56, para indicarle a los tribunales inferiores el camino que habían de seguir para conseguir desvirtuar la presunción de inocencia. El concepto es un tanto impreciso y de formulación ambigua. Es impreciso porque cuando se habla de “mínima” actividad probatoria, no se quiere decir que el tribunal haya practicado al menos alguna prueba, sino que se hayan celebrado todas las pruebas razonablemente posibles para descartar la presunción de inocencia. Es decir, en realidad la formulación debería ser “máxima” y no “mínima” actividad probatoria. Pero lo más grave es la ambigüedad del estándar. No se dice con precisión alguna en qué momento se considera suficiente la actividad probatoria de cargo realizada por un tribunal. Al contrario, todo se confía al reexamen de los tribunales superiores, en torno a si con las mismas pruebas que figuran en autos y que sirvieron al tribunal para condenar, el tribunal superior también habría condenado de haber conocido en primera instancia57. Y ese examen se realiza no solamente en el Tribunal Supremo, sino también incluso en el

55. STC 31/81, F.J. 3. 56. Para su desarrollo doctrinal vid. MIRANDA ESTRAMPES, Manuel, La mínima actividad probatoria en el proceso penal, Barcelona 1997. IGARTUA SALAVERRIA, Juan, Valoración de la prueba, motivación y control en el proceso penal, Valencia 1995. NIEVA FENOLL, Jordi, El hecho y el derecho en la casación penal, Barcelona 2000. 57. Puede citarse casi cualquier sentencia a este respecto desde 1982. La más reciente: STS 118/2015, 21-1-2015, FD 1: “cuando se alega infracción de este derecho a la presunción de inocencia, la función de esta Sala no puede consistir en realizar una nueva valoración de las pruebas practicadas a presencia del Juzgador de instancia, porque a éste solo corresponde esa función valorativa, pero si puede este Tribunal verificar que, efectivamente, el Tribunal “a quo” contó con suficiente prueba de signo acusatorio sobre la comisión del hecho y la participación en él del acusado, para dictar un fallo de condena, cerciorándose también de que esa prueba fue obtenida sin violar derechos o libertades fundamentales y sus correctas condiciones de oralidad, publicidad, inmediación y contradicción y comprobando también que en la preceptiva motivación de la sentencia se ha expresado por el Juzgador el proceso de su raciocinio, al menos en sus aspectos fundamentales, que le han llevado a decidir el fallo sin infringir en ellos los criterios de la lógica y de la experiencia ( STS. 1125/2001 de 12.7 ). 5 Así pues, al Tribunal de casación le corresponde comprobar que el Tribunal ha dispuesto de la precisa actividad probatoria para la afirmación fáctica contenida en la sentencia, lo que supone constatar que existió porque se realiza con observancia de la legalidad en su obtención y se practica en el juicio oral bajo la vigencia de los principios de inmediación, oralidad, contradicción efectiva y publicidad, y que el razonamiento de la convicción obedece a criterios lógicos y razonables que permitan su consideración de prueba de cargo. Pero no acaba aquí la función casacional en las impugnaciones referidas a la vulneración del derecho fundamental a la presunción de inocencia, pues la ausencia en nuestro ordenamiento de una segunda instancia revisora de la condena impuesta en la instancia obliga al Tribunal de casación a realizar una función valorativa de la actividad probatoria, actividad que

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Tribunal Constitucional58… El problema no es que el examen sea, en realidad, ampliamente probatorio y no estrictamente de técnica jurídica. El problema es que el estándar no existe en realidad, y varía en cada caso concreto dependiendo de las impresiones del tribunal, que a veces especifica en la fijación de algunas orientaciones probatorias en casos concretos, que ya mencioné anteriormente. En consecuencia, la conclusión es, en pocas palabras, que no existe el estándar. Ojalá en el futuro la jurisprudencia española se aproxime más en el punto de la presunción de inocencia a la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Existe el problema de que en España no existe recurso de apelación contra las sentencias de los procesos con condena más grave –más de nueve años de privación de libertad–, y por eso el Tribunal Supremo, que es el órgano que conoce del único recurso –casación– tras la sentencia de primera instancia, realiza esta misión un tanto impropia. Confiemos en que, con la definitiva introducción generalizada de la apelación, cambie esta situación y despliegue el principio de la presunción de inocencia toda la eficacia expresada en este trabajo.

desarrolla en los aspectos no comprometidos con la inmediación de la que carece, pero que se extiende a los aspectos referidos a la racionalidad de la inferencia realizada y a la suficiencia de la actividad probatoria. Es decir, el control casacional a la presunción de inocencia se extenderá a la constatación de la existencia de una actividad probatoria sobre todos y cada uno de los elementos del tipo penal, con examen de la denominada disciplina de garantía de la prueba, y del proceso de formación de la prueba, por su obtención de acuerdo a los principios de inmediación, oralidad, contradicción efectiva y publicidad. Además, el proceso racional, expresado en la sentencia, a través del que la prueba practicada resulta la acreditación de un hecho y la participación en el mismo de una persona a la que se imputa la comisión de un hecho delictivo ( STS. 299/2004 de 4.3 ). Esta estructura racional del discurso valorativo si puede ser revisada en casación, censurando aquellas fundamentaciones que resulten ilógicas, irracionales, absurdas o, en definitiva arbitrarias ( art. 9.1 CE ), o bien que sean contradictorias con los principios constitucionales, por ejemplo, con las reglas valorativas derivadas del principio de presunción de inocencia o del principio “nemo tenetur” ( STS. 1030/2006 de 25.10 ).” 58. Entre otras muchas, STC 43/2014, FJ 4.

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EL SIGNIFICADO DEL PRINCIPIO ACUSATORIO COMO SÍMBOLO DE LA REFORMA HISPANOAMERICANA DEL PROCEDIMIENTO PENAL Julio Maier

1. Presentación del tema Es de conocimiento de todos que Hispanoamérica ha llevado a cabo desde los ´90 un enorme esfuerzo por reformar —yo diría refundar totalmente— su sistema de enjuiciamiento penal. No todos los países han alcanzado idéntico grado de realización de la reforma, pero cada uno de ellos, según sus posibilidades, ha remozado su procedimiento judicial en materia penal. El resultado general de la reforma, desde el punto de vista del procedimiento, es, a mi juicio, satisfactorio, pese a algunas dificultades prácticas propias de una organización judicial deficiente, que enfrenta y se resiste al cambio. También es de conocimiento general el hecho de que el atraso en esta materia no sólo podía contarse por centurias, sino, además, que él representaba una hiriente contradicción entre los principios bajo los cuales los países hispanoamericanos consagraron la independencia del reino español y aquellas máximas básicas predicadas por su sistema de enjuiciamiento penal. En este último sentido cabe consignar, resumidamente, que España, con la conquista y colonización, trajo a estas tierras no sólo una nueva organización social y política, sino que, además, en conjunto con ellas, introdujo nuevas instituciones de la vida gregaria, para imponerlas por sobre aquellas que hallaron en estas tierras. Entre ellas cobra especial importancia su sistema judicial y, para el tema que hoy nos convoca, su enjuiciamiento en materia penal. Él dependió de aquel fijado en las Partidas del rey sabio, aplicables genéricamente en los territorios hispanoamericanos por remisión de las Leyes de Toro, de la Nueva y de la Novísima Recopilación, sistema que, en lenguaje sintético, se conoce con el nombre de Inquisición. Precisamente, son las características de este sistema las que riñen con aquellas que los fundadores de nuestra independencia eligieron para gobernar

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COMPENDIO estas tierras y sus habitantes. Mientras la independencia del reino de España tenía como fundamento el principio libertario consagrado por la Ilustración en el continente europeo y por el liberalismo impuesto en las leyes fundamentales de los Estados Unidos de América del Norte, las instituciones de rango inferior, que, en teoría, debían desarrollar aquellos principios, permanecieron unidas al legado hispánico, en especial el procedimiento penal que, por siglos, no abandonó los principios inquisitivos básicos: procedimiento registrado por actas en las cuales los funcionarios relataban los actos que ellos realizaban, concediéndoles certeza para poder transmitir conocimiento y fundar las decisiones judiciales, proceder, por tanto, secreto en el sentido de carente del carácter público, con gran utilización de la delegación de funciones; persecución penal estatal sin enfrentamiento y debate entre partes de un litigio, por ello sin presencia de los protagonistas del conflicto social ante quienes decidirían su solución; organización judicial vertical con enorme vigencia del principio devolutivo, a través del cual los delegantes del poder, funcionarios ubicados en la cúspide de la organización judicial, recobraban de sus inferiores, delegados, el poder de juzgar y decidir, principio básico de la llamada justicia de gabinete, sistema de organización judicial utilizado por la Inquisición. Ello determinaba la contradicción con nuestras instituciones fundamentales en materia de justicia penal, que yo he calificado antes de ahora como hiriente: mientras nuestras constituciones políticas abogaban por un juicio público, en presencia de acusador y acusado y con vigencia de garantías máximas para quien era perseguido penalmente, incluso decidido por jurados, en el sentido de jueces no profesionales, la legislación común quedó estancada en los antiguos principios. La contradicción duró, prácticamente, dos siglos y aún perdura parcialmente en algunos países. La reforma habría de llegar algún día, y para quedarse, porque no era una reforma de ocasión, sino una de principios o, mejor expresado en lenguaje informal, una reforma cultural de aquello que se entiende por “hacer justicia”. Tanto es así que ella significó también, en la materia, una renovación casi completa del vocabulario utilizado por las leyes para indicarla, por los jueces en sus decisiones y, especialmente, en los fundamentos de esas decisiones, y por los juristas al explicarla. Para mí, tras el fracaso en mi propio país con la reforma propuesta, pero alcanzado pronto por el movimiento que ella inició, representa una anécdota feliz el hecho, que me adjudico con cierto

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orgullo, de haber, desde la Universidad, renovado el lenguaje y la organización académica en la materia. Empero, como toda reforma, también prohijó malos entendidos, en ocasiones incluso la utilización hipócrita de sus términos, uno de los cuales pretendo aclarar hoy, porque, como el título de esta exposición lo indica, la calificación de procedimiento acusatorio ha terminado por situarse como símbolo de la reforma hispanoamericana del procedimiento penal. Lo mejor para entender todo el problema y sus derivaciones, a mi juicio, es manejarse socráticamente, por medio de preguntas.

2. Significados I. La primera pregunta: ¿Qué significa históricamente un proceso penal acusatorio? Un proceso penal acusatorio no significa otra cosa que un proceso de partes, esto es, un procedimiento de lucha o combate —en el caso de nuestra civilización actual, lucha o combate intelectual— entre los representantes de dos —o, eventualmente, más— intereses contrapuestos. El Derecho reconoce en uno de los combatientes al pretendido titular o representante del interés que quiere ser reconocido o reparado judicialmente, el llamado “actor” —o “acusador”, en materia penal— y, del otro lado, enfrente, a quien, como contrincante eventual, se puede oponer a ello, sobre todo, con interés en oponerse a que el interés denunciado como lesionado sea repuesto en vigencia a su propia costa; éste es el “demandado” —”imputado” o “acusado”, en materia penal—. Ni qué decir que éste es el esquema regular de realización del Derecho privado, incluso en el procedimiento ejecutivo, pero también —algo más formalmente— el esquema del litigio judicial en el Derecho público, no bien, por ejemplo, reconocemos en la Administración la facultad de defender sus decisiones, querelladas ante la administración de justicia por quien es afectado por el acto administrativo, en el proceso contencioso-administrativo. Estoy seguro de que ya se observa la dificultad de trasladar este esquema a la realización del Derecho penal, no sólo por aquello de que el Derecho penal es Derecho público —algo que, con Alf Ross defendiéndome, me atrevo a contradecir—, sino, antes bien, por aquello de la realización oficial —ex officio— del Derecho penal, sin que voluntad libre alguna pueda interferir, con sus prefe-

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COMPENDIO rencias —todavía menos en el procedimiento ejecutivo de la pena privativa de libertad—, salvo contadas excepciones, en el proceso de realización del Derecho penal. Empero, como veremos, aun pese a esta circunstancia, el proceso realmente acusatorio tiene sobradas ventajas políticas frente a su opuesto en la actualidad, oponente procesal que nosotros, en Derecho penal, conocemos con el nombre de Inquisición, por razones históricas. Todavía vale la pena advertir, antes de finalizar esta breve introducción al tema, que acusación e inquisición, procedimiento acusatorio y procedimiento inquisitivo, no son, en realidad, términos opuestos contradictorios desde el punto de vista teórico. Antes bien, el hecho de que siempre aparezca el uno frente al otro se vincula a razones históricas, culturales, concretas. Se trata, sin duda, de realidades distintas en la administración de justicia, no sólo en virtud de las características teóricas de cada tipo de procedimiento judicial, sino, antes bien, de realidades históricas distintas, cada una con características propias. Procedimiento acusatorio denota históricamente la finalidad de la actuación de la autoridad —si se quiere, judicial, mejor aún, del tribunal—, en un sentido determinado: remite al proceder para la solución de un conflicto entre quien se cree titular o representante de un derecho y quien debe hacer o tolerar algo para que ese derecho se realice, conflicto que se desarrolla en el seno de una sociedad determinada; remite, entonces, en primer lugar, a la búsqueda de un acuerdo, de un consenso, y, si él no es posible, al hallazgo de un ganador y de un perdedor del pleito, y, en ese caso, de la medida de la pérdida o de la ganancia. No otra cosa significa, en el Derecho germano común, la pérdida de la paz social o, mejor, comunitaria (Friedensbruch), como sinónimo de conflicto y lucha entre ofendido y ofensor, el convenio para la recuperación de esa paz social entre los protagonistas (Friedensvertag) —que fija derechos y deberes de ellos para el futuro— como forma de regresar ambos a la paz comunitaria, y el combate judicial, si aquel consenso no se lograba, que establecía un triunfador y un perdedor con consecuencias graves para el perdedor que perdía su derecho de vivir pacíficamente en esa comunidad. En cambio, procedimiento inquisitivo, denota un cambio político y cultural de enormes dimensiones: el reemplazo de la comunidad por el concepto de nación, de la paz comunitaria por la paz del rey —o con el rey—, de la idea del procedimiento como obtención del acuerdo o consenso de solución (hoy llamada verdad consensuada) o como lucha o combate, por la idea de justicia

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fundada, básicamente, en el conocimiento de lo sucedido (verdad correspondencia). Este cambio político-cultural de la idea de intervención judicial y procedimiento ha sido referida magistralmente por Foucault en La verdad y las formas jurídicas, 3a. conferencia, editado en México por Ed. Gedisa, ya hace años. Conclusión: acusación e inquisición no se contraponen; son, en realidad, dos formas distintas culturalmente de realizar y observar políticamente el fenómeno de la administración de justicia, mejor dicho, aún dos finalidades diferentes perseguidas por quienes tienen la responsabilidad de decidir problemas en una organización social determinada. A cada una de estas formas van adheridas, por circunstancias históricas, diversas características particulares del procedimiento, interesantes para comprender el tema en debate. II. La segunda pregunta reza: ¿Qué mentamos nosotros cuando hablamos de procedimiento acusatorio y lo contraponemos al inquisitivo? a) En primer lugar la respuesta se ofrecerá mediante la negación. No podemos querer mentar bajo ese rubro—regular y genéricamente— un procedimiento entre partes o de partes, cuyo punto de partida es un equilibrio de armas frente al tribunal, partes a quienes se les reconoce que su libre voluntad domina el litigio y su acuerdo (cualquiera que él sea), eventualmente, resuelve el problema que se plantea en un procedimiento judicial que tiene por objeto a un hecho punible. Al menos en nuestro Derecho penal ello no sucede ni es posible jurídicamente en la mayoría de los casos, sino tan sólo excepcionalmente (por ej.: en los delitos de acción privada y aun allí con ciertas reservas), pues la fiscalía no es, en los delitos de acción pública, una parte que gobierna la pretensión punitiva a voluntad, sino, antes bien, es un órgano estatal sin interés subjetivo en la actuación de la ley, como portador del interés jurídico llamado pena estatal o como representante de ese portador, en verdad, el Estado; su existencia en el procedimiento penal se debe tan sólo a la necesidad de remedar el método acusatorio del procedimiento judicial sólo formalmente y, en gran medida, como garantía para quien lo sufre. La fiscalía no dispone de la pretensión punitiva, sino que, como el tribunal, colabora en la tarea de aplicar y ejecutar la ley conforme a la verdad investigada en el procedimiento —nos referimos a la verdad correspondencia—. Eso es lo que significa aclarar que la ley penal opera de oficio, esto es,

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COMPENDIO por actividad oficial, según reza a la letra, por ejemplo, el art. 71 del CP argentino. De ello deriva, según todos reconocemos, que sólo quien es perseguido penalmente porte un interés subjetivo legítimo, consistente en evitar la actuación de la ley penal, interés que él puede defender a su antojo, antojo que, por lo demás, no determina necesariamente la solución del caso: su confesión de culpabilidad, por ejemplo, no impone a nadie la necesidad de una condena.

Por lo demás, la preferencia por un procedimiento judicial de tipo acusatorio para la realización de la ley penal, como en general puede afirmarse por interpretación correcta del sentido político de las constituciones de los países hispanoamericanos —en algunos casos de sus mismos textos, directamente, que resuelven el problema en ese sentido, inequívocamente—, constituciones de cuño liberal, republicano y democrático, y como también surge de las convenciones internacionales sobre derechos humanos, universales o regionales, no nos conduce, en modo alguno, a dejar de lado la definición de uno de los fines del procedimiento penal como búsqueda de la verdad, ni tampoco a negar u omitir la definición actual de lo que representa el concepto de justicia como hallazgo del conocimiento verídico fundante de la decisión, característica básica del modelo inquisitivo desde su propio nombre. De allí la necesidad de la existencia de órganos estatales idóneos para averiguar la verdad, llámese a ellos fiscalía, policía o juez de instrucción. El procedimiento penal actual es, y seguirá siendo todavía por un tiempo prolongado, efectivamente, un método propuesto por la ley para conocer —si se puede— mediante sus rastros todo aquello que se necesita conocer del mundo y de los comportamientos humanos para poder decidir acerca de su objeto, la imputación a una persona de un hecho —acción u omisión— eventualmente punible y, con el conocimiento logrado, dar solución jurídica al caso.

Pero tal constatación, la sinonimia entre justicia y verdad correspondida por la realidad, tampoco nos conduce, necesariamente, al rechazo de las formas del procedimiento acusatorio tales como la separación de las funciones de acusar y juzgar, los debates orales y públicos ante el tribunal, con la presencia y actuación en él de acusador y acusado y de todas las personas que deban cumplir en ellos un papel respecto del esclarecimiento de la verdad, para fundar la solución legítima tras ese debate, según la ley que rige el caso.

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b) Desde el ángulo de observación positivo, lo primero que se presenta a nuestros ojos consiste en que ambos tipos de procedimiento no vienen solos conceptualmente, sino que, por lo contrario, cada uno de ellos porta, históricamente, un método o clase característica de proceder para la realización de su finalidad. Mientras del sistema acusatorio son propios el enfrentamiento cara a cara de los adversarios, controlado y modulado por uno o varios árbitros, como si fuera un juego deportivo actual —el que más les guste—, y por tanto, la comunicación oral entre adversarios, árbitro y medios para resolver la contienda, más la publicidad de todo el procedimiento, realizado en la mayor parte de las ocasiones en la plaza pública, y el valor de las decisiones de las partes para resolver el conflicto, del sistema inquisitivo son características formas no necesariamente contrarias sino, antes bien, distintas de proceder: escritura (o registro de cualquier tipo si se desea) como medio de comunicación o, si se quiere, las actas sobre sus actos, contados de ese modo por un actuario, el secreto o, cuando menos, la limitación del conocimiento a un grupo reducido de personas, y la carencia de valor de la libre voluntad de los protagonistas para resolver el conflicto y para generar sus intervenciones. c) Se pregunta ahora entonces ¿cuál es el sistema actual? y la pregunta vale, en primer lugar, para el proceso penal de conocimiento. Con todas las idas y vueltas que sufre el Derecho penal de nuestros tiempos, él conserva, todavía, su base principal en relación con la administración de justicia. Conceptualmente, hacer justicia se define por un factor principal, la averiguación de la verdad sobre hechos sucedidos, base de la aplicación de la ley penal. Conocimiento histórico de la imputación con sus diversos elementos y justicia si no son hoy sinónimos, al menos resultan conceptos relacionados estrechamente: el conocimiento es un factor quizás no suficiente pero sí necesario de nuestro concepto de justicia penal. En ocasiones, alcanzar ese conocimiento no es posible y tal fracaso muestra mejor que muchas palabras el carácter necesario del conocimiento para la definición de aquello que entendemos por justicia. Precisamente, nuestro sentimiento de frustración ante la imposibilidad de pronunciarnos con certeza indica a las claras el límite humano para arribar a aquello que hoy entendemos como justicia penal. Tal base no, es más, históricamente, que el producto de un gran movimiento de la organización social, debido a razones políticas, científicas y técnicas, que no es del caso repasar aquí, que sucede a la finalización del feudalismo y con la construcción del Esta-

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COMPENDIO do-nación, una nueva forma de organización social respecto de su precedente, más extensa, tanto territorialmente como en relación al número de personas que abarca, organización que perdura hasta nuestros días. Cabe conceder que tal organización es hoy ya atacada desde varios ángulos, como sucedió antes con el mundo feudal en los siglos XII y XIII por la vía del cambio hacia el Estado-nación. En especial, el Estado-nación está atacado por el fenómeno de la llamada “globalización” y la marcha triunfal de la técnica y la comunicación, que borran fronteras geográficas, típicas para aquella forma de organización social. Sin embargo, todavía el sistema, según se observa, no permite resolver los problemas ingresados a la administración de justicia penal a gusto y paladar de los protagonistas de un conflicto social, los señalados en un principio como víctima y victimario —acusador y acusado—, sino que intenta evitar el triunfo del fuerte sobre el débil, del poderoso sobre el indefenso, y evitar que el Derecho penal funcione como un instrumento de venganza privada, para pasar a ser un instrumento de la paz del Estado. De allí el monopolio de la fuerza o la violencia admitidas jurídicamente por parte del Estado, casi sin excepciones —única excepción: la defensa legítima—, y su deber correlativo de proporcionar seguridad común a los ciudadanos, un proceso histórico, provocado y conservado por la burguesía, que tampoco podemos hoy repasar en homenaje a nuestro tiempo de exposición.

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Empero, para lograr esos fines, el Estado y su justicia recurrieron, durante casi cinco siglos, a extremos tales como considerar al procedimiento judicial en materia penal, a la búsqueda de la verdad, obra total del Estado y sus funcionarios en soledad, sin intervención defensiva real de quien era perseguido penalmente, sin discutir con él la imputación de que era objeto, como así también no vacilaron en considerar al imputado y a los órganos de prueba que podían informar acerca de lo sucedido sólo objetos de la indagación, meros rastros de lo acontecido, y, por ende, autorizar la utilización en sus cuerpos de los tormentos, la tortura, para investigar la verdad —piensen, como ejemplo genial de nuestro idioma, en Fuente Ovejuna de Lope de Vega—, consiguientemente permitir también el secreto de la actuación judicial como una manera auxiliar de esa búsqueda, a la registración —escritura y actas— como una forma de guardar el secreto y cristalizar los datos obtenidos por los funcionarios judiciales. Contra estos abusos reaccionó la Ilustración y el Estado liberal que, en líneas generales, adoptó las formas del sistema acusatorio antiguo, pese a no retroceder materialmente


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en su concepción de la justicia criminal. De allí, precisamente, el conceder una oportunidad efectiva de defensa a quien es perseguido penalmente, la necesidad de que la verdad “pase” o se descubra ante los jueces que van a decidir, en presencia de los protagonistas del pleito —es aquello que llamamos inmediación y la finalización de la justicia de gabinete, adherida al principio devolutivo—, el instrumentar la sentencia como resultado de un debate entre los protagonistas legítimos del litigio, en el cual se incorpora a los medios de prueba, todos quienes se comunican instantáneamente a través de la palabra hablada —oralidad—, con lo cual se logra que quienes asisten como público al debate se enteren y controlen los actos en él cumplidos, a más de la supresión del tormento como método de certificar la verdad, indigno para el ser humano que lo sufre. Esta breve descripción de aquello que entendemos actualmente por procedimiento acusatorio revela que sólo las formas proceden de la concepción histórica originaria de ese tipo de administración de justicia; los fines materiales para los cuales ella se lleva a cabo, en cambio, permanecen unidos al procedimiento inquisitivo. Es por esta razón que el Derecho anglosajón todavía caracteriza como inquisitivo al procedimiento que establecen los códigos procesales penales de la Europa continental y reservan el nombre de adversarial para el suyo propio, más parecido al litigio de carácter privado y, por tanto, más adherido aún no sólo a las formas sino, también, a la idea material del procedimiento acusatorio.

3. Las características del sistema acusatorio actual De tal manera, por sistema acusatorio sólo se concibe hoy en día la observancia de principios formales básicos de esa forma de proceder. Sintéticamente expresados: separación de funciones entre quien persigue penalmente y quien decide, aun cuando el persecutor sea, según la ley penal, el mismo Estado por intermedio de un órgano diferente del tribunal; derecho de respuesta a la imputación; la inmediación y la publicidad del procedimiento, y sus modos accesorios de lograr la observancia de esos principios formales, la oralidad y la concentración del procedimiento en audiencias sucesivas o, si se quiere, más sintéticamente aún, el procedimiento por audiencias. Se separa a las funciones de perseguir y de decidir, aun en los delitos de acción pública, para lograr evitar la sospecha de parcialidad en quien decide —que

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COMPENDIO no puede ser el autor de la hipótesis que, verificada, funda una eventual condena— y para colocar frente a quien es imputado a un adversario, al menos formalmente, que dé vida a aquella hipótesis y, eventualmente, la defienda y la demuestre. El ministerio público, entre nosotros, la fiscalía, es el órgano creado por la revolución —me refiero a la revolución liberal con base en el pensamiento ilustrado— para cumplir la función de perseguir penalmente, en origen una tarea de la administración ante el Poder Judicial, razón de la adjudicación europea del oficio del ministerio público a ella. Los tribunales judiciales, en cambio, cumplen la función natural en ellos: decidir en materia penal. El hecho de que exista una imputación formal en manos de un órgano estatal o privado distinto del tribunal es el primer paso para acceder al ejercicio de la facultad de resistir la imputación (el derecho de defensa en juicio). Resta solamente la concesión de una oportunidad que permita resistir con eficiencia esa imputación y ella determina el próximo paso formal: la construcción de un juicio con las características que ya constan —público y con asistencia de todos los protagonistas legitimados como tales por la ley, en especial con asistencia perfecta de aquellos llamados a decidir sobre la base de lo oído en esa audiencia, con comunicación oral entre ellos, debate concentrado y continuo—, debate en el cual se debe incorporar a todos los elementos de convicción necesarios para decidir y practicar la defensa de los intereses eventualmente en pugna. Completa la oportunidad de defensa de quien es perseguido penalmente, se debe asegurar, por último, que la sentencia verse sobre aquello que se ha debatido, esto es, sobre la imputación deducida contra alguien y sus diversos elementos (iura curia novit), sin sobrepasar, en contra de quien es perseguido penalmente, los límites impuestos por la acusación. A mi juicio tales exigencias deben alcanzar también no sólo a los problemas interlocutorios que deciden los jueces en materia penal durante la tramitación del proceso de conocimiento —procesamientos, apertura del juicio, medidas de coerción, excepciones—, sino, también, a la ejecución penal y sus decisiones. Todas estas exigencias merecen un desarrollo más amplio, que tome a su cargo los detalles, pero para redondear el concepto de enjuiciamiento acusatorio que hemos heredado y utilizamos cotidianamente, su resumen basta para nuestra presentación del tema. Sólo esta forma de proceder puede ser hoy calificada como “justa”, a la luz de nuestras constituciones, declaraciones de derechos y garantías y, sobre todo, a la luz del Derecho internacional de los

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derechos humanos. El problema —y nuestra tarea como juristas en materia penal— reside ahora en ubicarnos frente al procedimiento que nos concierne, legislativamente, para indicar hasta qué punto la ley que gobierna nuestra administración de justicia respeta y desarrolla esos principios o los rechaza.

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LA PRUEBA ILÍCITA BREVES REFLEXIONES EN TORNO A LA LEGISLACIÓN PERUANA José María Asencio Mellado

1. Planteamiento de la cuestión Constituye la prueba ilícita uno de los conceptos más difusos del Derecho procesal, uno de los menos elaborados doctrinalmente, de los menos cuidados, destacando por su extrema relatividad, siempre sometida a los vaivenes de la tensión entre la libertad y la seguridad, así como por la falta de un régimen jurídico que pueda considerarse común a los distintos ordenamientos jurídicos. Tal vez por esa íntima relación con conceptos tan sensibles como la seguridad, la libertad, la verdad, las funciones del proceso, la posición de las partes y el tribunal en relación con el objeto procesal, el tratamiento legal, jurisprudencial y doctrinal se ha limitado a configurarla en sus rasgos más generales, a desarrollar unos principios muy básicos respecto de los que existe un acuerdo amplio. Pero, a su vez, se ha desatendido un trabajo más técnico jurídico, complejo desde luego, pero ineludible para lograr la seguridad jurídica alrededor de una figura que tanta influencia tiene en la eficacia del proceso penal medida ésta en términos de cumplimiento de su función básica de determinación de la verdad, pero siempre con respeto a los principios esenciales del Estado de derecho. Es más, cabe apreciar cierta ligereza o reflexión insuficiente, legal, doctrinal y jurisprudencial en la regulación y tratamiento de esta figura, utilizando en ella los conceptos procesales básicos sin la debida corrección y sin atender a su adecuado significado. La labor jurídica se ve entorpecida por esta forma de actuar. Y los problemas que se derivan son tantos, como la inseguridad que provocan. Este hecho es apreciable en la ley y en Perú no sucede algo distinto a lo generalmente común. Hay normas aparentemente contradictorias, fruto no tanto de la precipitación del legislador, que actúa en casi todos los lugares de la misma forma, sino de la falta de entendimiento de la noción de prueba en sus di-

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COMPENDIO ferentes significaciones y, muy especialmente, en este marco amplio y difuso, de la naturaleza jurídica de esta figura de la prueba ilícita, de su fundamento, régimen jurídico y finalidad. Y las consecuencias de este actuar generalizado no son baladíes, en tanto esta regulación parca y confusa da lugar a que los tribunales hayan de integrar normas tan insuficientes y deficientes, que incluyen muchas veces antinomias, de manera que la jurisprudencia es la que en cada momento, país y situación o hecho aplica la ley de forma, consecuentemente, relativa, particular y poco segura en sus resultados, excesivamente a veces inciertos o fruto de los sujetos o hechos enjuiciados. Siendo un concepto de origen jurisprudencial y encontrando sus primeras manifestaciones importantes en el derecho norteamericano, la evolución de las conocidas como “reglas de exclusión” y sus excepciones, en atención a unos fines que experimentaron vaivenes de consideración, ha influido notablemente en los ordenamientos de derecho civil, cuyas construcciones, a veces con base constitucional expresa y otras, en la ley, cual sucede en Perú (arts. VIII y 159 CPP), han visto cómo sus tribunales, en ocasiones de manera precipitada y mimética, trasladaban a sus ordenamientos y a sus resoluciones una forma de entender la prueba ilícita no siempre compatible con los postulados básicos de nuestro sistema jurídico. De igual modo y siendo general la aceptación de los perfiles de la institución que se equipara a la obtención de pruebas con infracción de derechos fundamentales, no se ha acabado de despejar el fundamento mismo del concepto, si se trata de un derecho autónomo o incluido en otros, más general y expresamente previsto. Los vaivenes en esta materia, la falta de reflexión y la precipitación legal o jurisprudencial en este punto, lejos de ser simple lucubración, tienen consecuencias tan importantes, que inciden en el contenido mismo de la prohibición, su diferencia con otros derechos y conceptos, su extensión y efectos, especialmente el reflejo. Con relativa frecuencia la doctrina, aunque normalmente guarda un silencio muy característico o cumple con reproducir la jurisprudencia, se limita a la casuística, ignorando que esta última podría encontrar soluciones uniformes si se desarrollara el concepto, si se determinara claramente su naturaleza jurídica, si se distinguiera esta ilicitud probatoria de figuras similares, tales como la derivada de la presunción de inocencia o de la infracción de derechos procesales o normas procesales, que comporta la nulidad procesal, similar, pero no equivalente a la ineficacia de aquélla.

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Muchas son las lagunas que cabe encontrar en el desarrollo de la figura de la prueba ilícita, demasiadas, hasta tal punto que la vida práctica impone sus necesidades o preferencias, al igual que los posicionamientos ideológicos, por encima de una configuración jurídica que debiera constituir la base cierta de un concepto de tanta entidad para la pervivencia del estado de derecho. Se impone, pues, la necesidad de avanzar en la determinación de la naturaleza jurídica del concepto, previa concreción de su fundamento constitucional, señalando si éste es autónomo o derivado o confundido con otros derechos expresamente reconocidos. Y de ahí, concretar el contenido de la prohibición, esto es, si alcanza solo a la obtención de las fuentes de prueba o también a la práctica de los medios, si se refiere a todos los derechos fundamentales o únicamente a los materiales, no a los procesales, cuál es el régimen jurídico para su denuncia y apreciación, sus efectos y el alcance de la prohibición de la prueba refleja, entre otros muchos problemas no resueltos con la certeza exigible. En suma, muchas son las cuestiones acerca de la prueba ilícita que no encuentran en la doctrina una respuesta acabada, ni siquiera en la mayoría de trabajos abordada, pues el tratamiento de la misma no acaba de pasar de reflexiones acerca de su incidencia en el ámbito de los derechos y el alcance en la eficacia de las actuaciones procesales en las resoluciones judiciales o, lo que es lo mismo, no se termina de dar el paso decisivo consistente en salir del derecho constitucional, para pasar al procesal. Siendo cierto que en este último, sobre todo en el ámbito penal, existen interconexiones innegables, también lo es que el proceso, como institución autónoma, con normas propias, con fines específicos, con una naturaleza común, impone que toda figura se incluya en el seno de sus categorías, sin que sea posible mantener la existencia de conceptos que escapen a un tratamiento adecuado a la naturaleza jurídica de las normas procesales. Volver a situar el derecho procesal penal en el marco de las categorías procesales generales es indispensable, pues, al margen de su significado constitucional y la influencia en el sistema de derechos, el proceso penal es proceso y se rige o debe regirse por normas de esta naturaleza, elaboradas y aplicables sin duda aunque requieran ser dotadas de ciertas especialidades, tampoco ajenas a tipos procesales no civiles, como el social o el administrativo. No se puede elaborar, ni se debe, una teoría procesal penal ajena a la del proceso y hacerlo es exponente bien de desconocimiento de aquélla o bien de una idea errada que debe ser superada so pena de sufrir las consecuencias propias de elabora-

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COMPENDIO ciones más voluntaristas, que científicamente adecuadas. Y esto ese aprecia en materia de prueba ilícita con una claridad meridiana, en todos sus aspectos y, sobre todo, en la falta de un régimen jurídico propio. En este sentido, se impone la vuelta al Derecho procesal, que es uno, autónomo y propio, aunque instrumental del material, lo que significa dependiente o sujeto a sus propios presupuestos, no a la existencia o naturaleza del derecho ejercitado. De esta manera, por ejemplo, la decisión ecuatoriana que no convendría imitar de elaboración de un Código único penal, que incluye el derecho material y el procesal, es al menos discutible si esta decisión significa entender la existencia de un derecho procesal penal ajeno al civil o al general u orgánico y propio del derecho penal. Porque, el derecho procesal, se repite, no es dependiente del material, ni deriva del mismo aunque sea instrumental. Esta concepción romanista que emana de la norma ecuatoriana ya fue superada hace siglos a partir de la polémica entre WINDSCHEID y MUTTER. De la misma manera, aunque sea una tradición asentada en la totalidad de los países iberoamericanos, convendría plantearse la necesidad de una disciplina que contuviera el Derecho procesal en su conjunto, desligado de los derechos materiales. Vincular el proceso penal al derecho penal y el proceso civil, al civil, implica muchas veces abandonar el estudio de las bases científicas del Derecho procesal, que son comunes aunque contengan diferencias. El carácter supletorio del derecho procesal civil en el penal explica esta íntima vinculación.

2. Fundamento de la prueba ilícita Indagar en cuál sea el fundamento de la prueba ilícita es paso obligado para ubicar adecuadamente un concepto tan complejo. Del fundamento que se le asigne surgirán consecuencias lógicas y coherentes que afecten al entendimiento de la prueba ilícita y a la amplitud de la supresión de sus efectos en el proceso. No obstante, es lo cierto que este análisis suele realizarse prescindiendo de categorías jurídicas establecidas, dando mayor preponderancia, casi decisiva, a la propia percepción del lugar que deben ocupar los derechos fundamentales en el proceso y su relación con los poderes del Estado en la investigación delictiva, así como los límites a dicha actividad. Esto es, el fundamento no se determina previamente, sino que se hace como consecuencia de una posición

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política o, en su caso, según el entendimiento que se tenga del papel de los derechos en el proceso penal, de su posición preferente o subordinada a otros fines. De ahí la relatividad del concepto y una cierta imprecisión en su desarrollo. Incluso cuando la propia Constitución expresa y reconoce la prohibición, pues en estos casos, más allá de la regulación constitucional, es frecuente hallar normas ordinarias que reducen las declaraciones constitucionales, con lo que ello comporta. Existe un debate, ciertamente muy limitado, acerca de si el fundamento de esta figura procesal es constitucional o meramente legal. Y ese debate, aunque superado por constituciones avanzadas que han establecido normas expresas o por decisiones jurisprudenciales que así lo han manifestado interpretando constituciones que guardan silencio, es fundamental por las consecuencias que comporta en el régimen jurídico de la prueba ilícita, así como en las facultades o competencias que, en orden a su desarrollo legal, ostentan el Poder Legislativo y el Judicial. No obstante, aunque se acepte dicho fundamento constitucional, cuestión distinta es si la ley y la jurisprudencia son respetuosos con dicha determinación y limiten o ciñan sus decisiones a las exigencias que dimanan de una afirmación constitucional tajante y rotunda. O, lo que es lo mismo, si impuesta la regla de exclusión de forma absoluta por la Constitución, la ley y la jurisprudencia se comportan con arreglo a una regla que no permite restricciones más allá de la claridad y rotundidad con la que se expresa la Ley Fundamental. O si, como sucede en España y Perú, aunque no exista un derecho como tal expresamente establecido, la no recepción de pruebas ilícitas se vincula al mismo sistema de derechos fundamentales. Esto es, se le atribuye rango constitucional. Porque en ambos casos la solución es y debe ser la misma. El art. VIII CPP, al declarar que será nula (carencia de efecto legal) la prueba obtenida con violación de derechos fundamentales, eleva la regla de la exclusión a norma constitucional, en tanto la jurisprudencia ha entendido que deriva de la misma Constitución dotando a la prohibición de relevancia constitucional. Y ello supone aceptar todas las consecuencias que comporta esta declaración, pero, a su vez, significa una limitación de los poderes del legislador y de la jurisprudencia. Como se verá, ni el legislador puede desarrollar la prohibición más allá de lo que la Constitución asigna a toda restricción de derechos, restringiendo su extensión con afectación al mandato que deriva de su configuración, ni la jurisprudencia está facultada para hacer lo propio excediendo la

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COMPENDIO autorización de restricciones de derechos fuera de los estrictos márgenes que imponga la ley de desarrollo, en todo caso sujetos por el contenido esencial de los derechos. Una doble limitación, pues, derivada de una decisión jurisprudencial que residencia la prueba ilícita en el sistema de derechos fundamentales y que tiene una importancia decisiva. Lo más esencial, cuando la Constitución prevé una norma express es que la prueba ilícita no requiere de otro derecho, igualmente reconocido, para ser construida, para conformar su régimen jurídico, pues puede afirmarse que la regla de exclusión constituye una prohibición autónoma, derivada del propio derecho material vulnerado, que se entiende un derecho autónomo, no dependiente o precisado de otro, como la presunción de inocencia o el derecho a un proceso con todas las garantías, para desarrollarse. Y con ello, como se va a decir, se superan o pueden superarse enormes dificultades propias de los sistemas en los que, no existiendo una norma constitucional expresa, la jurisprudencia atribuye un fundamento constitucional a la regla de exclusión de la prueba ilícita, pero que, normalmente, se suele vincular a un derecho expresamente reconocido en la Constitución. De ahí que el régimen jurídico de la prueba ilícita se complique sobremanera y que las confusiones entre aquel y la presunción de inocencia o el derecho al proceso con todas las garantías sean frecuentes y no deseables. O, lo que es lo mismo, aun teniendo la ilicitud probatoria un mismo fundamento constitucional, no resulta la misma dificultad al momento de elaborar un régimen jurídico en los casos en los que ese derecho se reconoce expresamente en la Constitución que cuando dicho fundamento se atribuye jurisprudencialmente. España Y Per son un ejemplo de esta confusión. La legislación y la jurisprudencia españolas han optado por asentar la prueba ilícita en fundamentos constitucionales desde un primer momento. La prueba evidente de ello es que el Tribunal Constitucional (TC), antes de que la prueba ilícita fuera regulada legalmente de forma expresa por el art. 11,1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, estimó, en la STC 114/1984, que la no recepción de pruebas ilícitas, no sólo su no valoración, derivaba de exigencias constitucionales. La STC 114/1984 estimó que no existe un derecho autónomo en la Constitución que declare la no receptibilidad de la prueba ilícita, pero sí cabe deducir esta misma consecuencia del sistema de derechos fundamentales establecido en la Constitución, dado su valor preferente.

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El TC español nunca ha reconocido explícitamente la existencia de ese derecho autónomo a la no admisibilidad de las pruebas ilícitas, porque nuestra Constitución, igual que la peruana, no contempla un derecho tal de modo expreso, pero sí ha fundamentado esta consecuencia en diversos derechos fundamentales que, mediatamente, pues, le otorgan y confieren un valor constitucional, pues pueden ser directamente invocados cuando se infringen en los correspondientes procesos de amparo, así como elevan el reconocimiento de la ineficacia derivada de infracciones probatorias constitucionales más allá de un mero significado legal. Así, el fundamento en el que ordinariamente se basa el TC español es hallado en el derecho a un proceso con todas las garantías, el proceso debido y la igualdad (SsTC 49/1996, 26 marzo; 50/2000, 28 febrero; 69/2001, 17 marzo entre otras muchas). Por el contrario, no existe una clara inclinación por encontrar en el derecho a la presunción de inocencia la base de la ilicitud probatoria, toda vez que el ámbito de operatividad de este derecho permite la condena sobre la base de elementos independientes del afectado por el vicio derivado de la vulneración de derechos (STC 81/1998, 2 abril). Este hecho, derivado de la no previsión de un derecho autónomo, implica problemas complejos que se reflejan en el régimen jurídico de la prueba ilícita y una cierta inseguridad, así como doctrinas contradictorias en materias, tales como la prueba refleja, el momento en el que se puede constatar y anular la prueba etc… No obstante, el hecho mismo de conferir a la prueba ilícita fundamento constitucional, por el rango que confiere a la ilicitud probatoria, determina diversas consecuencias no coincidentes o, al menos, cierra el marco de disponibilidad del legislador y de los tribunales, que no son tan libres en el desarrollo de la figura. En primer lugar, ubica la ley de desarrollo, la que regule la prueba ilícita, en un lugar subordinado a la Constitución, de manera que, como consecuencia del llamado principio de legalidad, la ley no puede limitar el derecho en su contenido esencial. Los tribunales, del mismo modo, toda vez que carecen de competencia para establecer límites no establecidos en la ley expresamente, no están facultados para reducir la operatividad de la norma más allá de su dicción literal, debiendo interpretar las contradicciones siempre de modo favorable a la vigencia de los derechos. En segundo lugar, obliga a diferenciar una figura con rango constitucional de otras similares pero infraconstitucionales, lo que significa que la ilicitud probatoria no podrá ser asemejada a la

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COMPENDIO nulidad de los actos procesales en todos sus aspectos, máxime cuando la ley de desarrollo establece otros distintos. En tercer lugar, en consecuencia, aunque la ley guarde silencio, deberán establecerse cauces oportunos para su alegación y apreciación, que aseguren la ineficacia real y que eviten la producción de efectos de lo que es nulo por imperativo constitucional. En este sentido, hay que tener en cuenta que el derecho a la igualdad impide situaciones que pudieran colocar al afectado en la obligación de procurar actos en su defensa innecesarios de haberse decretado la ilicitud en su momento oportuno. Ni el legislador, ni los tribunales, pues, tienen facultades para desarrollar o interpretar el derecho de modo restrictivo, con todo lo que ello comporta. Ni puede ser subordinado a las condiciones propias de la nulidad de los actos procesales, pues la prueba ilícita no es subsanable ni puede quedar subordinada a la existencia de una indefensión real, ni puede ser reducida a una mera prohibición de valoración, ni, lo que es más grave, tienen cabida las excepciones a la regla de exclusión ni cuando se trate de prueba directamente obtenida ilícitamente, ni cuando lo sea indirecta o refleja. Perú está en condiciones, si se entiende bien la importancia de su fundamento constitucional, de superar los graves problemas de identificación de la prueba ilícita, ya que la falta de una definición autónoma del concepto de prueba ilícita está en la base de la gran inseguridad generada alrededor de ella, inseguridad que, estando influida además por factores políticos y temporales, da lugar a una situación que precisa de una reflexión profunda. Aunque a tal efecto haya que avanzar en busca de una autonomía del concepto que los tribunales no suelen abordar. Tal situación y sus consecuencias lógicas, son la causa de que ni la ley, ni la jurisprudencia, ni siquiera la doctrina, hayan formado un cuerpo más o menos elaborado que explicite, al menos, el contenido del derecho derivado de la ilicitud probatoria, así como de los derechos fundamentales que importan su aplicación en contraposición a otros y a las infracciones no constitucionales que dan lugar a figuras jurídicas diferentes. En este sentido, no se ha llegado a definir si la prueba ilícita es consecuencia de la mera obtención de pruebas con infracción de derechos fundamentales, qué derechos contiene y si se extiende o no a infracciones operadas en la práctica de los medios de prueba. Y todo esto es tan indispensable, como que supone no confundir la ilicitud probatoria con el derecho a la presunción de inocencia y el derecho al proceso debido que, teniendo su ámbito propio, no pueden subsumirse bajo la prueba

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ilícita o viceversa al tratarse de infracciones autónomas, no coincidentes y con regímenes procesales diversos y que deben serlo en todo caso. El derecho al proceso con todas las garantías (proceso debido) es complejo, en exceso. Confundir la prueba ilícita o residenciarla en el mismo, lo que es común en la doctrina y la jurisprudencia, produce el efecto de no poder ni siquiera establecer con nitidez la naturaleza de los derechos fundamentales que originan ambas infracciones, con lo que sucede que la confusión entre prueba ilícita y nulidad procesal es tan notoria, como irremediable en tanto debida a una cierta precipitación dogmática. El legislador, pues, al no asumir que la prueba ilícita constituye un concepto autónomo, con fundamento propio, tiende a incardinar la denuncia de la prueba ilícita en la nulidad de los actos procesales lo que, aunque se haga con ciertas especialidades, es siempre complejo pues en todo caso el procedimiento sigue siendo común y se mantienen lagunas que deben integrarse mediante normas que se destinan a remediar otro tipo de infracciones. O, lo que es igual de grave, se confiere a las infracciones de derechos procesales una protección idéntica a la de los materiales, lo que afecta derechamente a la eficacia real de cada grupo de derechos. A) Significado del fundamento constitucional de la prueba ilícita.

El fundamento constitucional de la prueba ilícita, como ya se ha comentado, no es materia neutra o aséptica, sino que incide muy directamente en la naturaleza jurídica del concepto y de este modo en su régimen jurídico, pues conforme a la asignada habrá de desarrollarse en la ley o, en su defecto, por los tribunales. De esta manera, de vincularse a la presunción de inocencia sería o constituiría su infracción un vicio in indicando que causaría el efecto de impedir efectos probatorios exclusivamente; por el contrario, de entenderse vinculado al derecho a un proceso con las garantías establecidas, constituiría un vicio in procediendo que daría lugar a una mera anulación con retroacción y subsanación de las actuaciones afectadas, es decir, a un tratamiento similar a la nulidad procesal.

Y, como se dirá posteriormente, ninguna de estas variantes es aplicable estrictamente a la prueba ilícita, que debe tener su propio régimen jurídico adaptado a sus especiales características. Ni se puede vincular a la presunción de inocencia, ni al proceso debido en su acepción estricta, pues ello supondría asimilar el concepto al régimen jurídico de estas construcciones o derechos, perdiendo la ilicitud probatoria su identidad y plena eficacia y diluyéndose en otras con las consecuencias negativas que ello

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COMPENDIO comporta.

La prueba ilícita, ni es equiparable a las infracciones derivadas del desconocimiento de la presunción de inocencia, ni deriva de la vulneración de derechos procesales o normas de esta naturaleza que generan la nulidad procesal. Tiene el concepto autonomía propia y exige, pues, un tratamiento particular, pues la violación de derechos materiales al momento de la obtención no coincide con las derivadas de aquellos derechos constitucionales.

La obtención de pruebas con infracción de derechos fundamentales materiales no se puede incluir en el marco de la garantías del proceso debido, máxime cuando éste se entiende de forma amplia y comprensivo de toda una relación de derechos que poco o nada tienen que ver, estrictamente, con dicho derecho, pues son derechos con personalidad propia y diferenciada. Porque, en América Latina se suele hablar de derecho al proceso debido en un sentido amplísimo, como rasgo que identifica una suma de derechos que, cada uno de ellos, tiene su propia individualidad.

De este modo, al hablar de derecho al proceso debido se suelen incluir en el mismo garantías como el derecho a la presunción de inocencia, la interdicción de la prueba ilícita, la prohibición de las pruebas obtenidas o practicadas con infracción de la ley, no de la Constitución, o con infracción de derechos procesales, el derecho de defensa en toda su amplitud y manifestaciones, formal y material, el principio de contradicción incluida la audiencia, la prohibición del ne bis in ídem, la imparcialidad e independencia judiciales etc.

Esto es, cuando se consagra el derecho al proceso debido no se hace conforme se entiende en el sistema continental el mismo, sino que parece inclinarse por una definición amplia, anglosajona que lo asemeja al proceso justo o equitativo.

Es necesario, pues, limitar ese derecho al debido proceso, limitándolo solo a aquellos que tienen un contenido procesal o una incidencia procesal, no abarcando derechos con contenido material que tienen su propio reflejo y sanción en otras figuras, siendo especialmente delicado incluir en dicho derecho a la presunción de inocencia que constituye un derecho con entidad propia y diferenciada.

En resumen, entender que todos los derechos que se relacionan cuando se

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habla del derecho a un proceso debido constituyen un derecho general y autónomo, el de un proceso debido o con todas las garantías, supondría vincular todos ellos a un mismo régimen jurídico, lo que implicaría que, por ejemplo, la vulneración de la presunción de inocencia hubiera de ser tratada como una nulidad procesal y lo mismo habría de predicarse de la prueba ilícita. Todo, pues, quedaría reducido a la garantía del proceso debido que, entendida en sentido constitucional, no procesal, tendría sentido protector. Lo que no se puede es afirmar la integración de todas las garantías que el precepto contiene en la categoría procesal del proceso debido con el tratamiento adecuado y coherente a esta afirmación.

No parece que sea esto lo que los constituyentes pretendieron hacer. Más parece, por el contrario, que fue su pretensión solo la política de consagrar una serie de derechos y dotarlos de protección constitucional, pero en modo alguno la de vincular todos ellos a uno autónomo, propio, diferenciado y sujetarlos a un mismo régimen jurídico.

En definitiva, es necesario, en el marco de esta protección constitucional amplia, diferenciar entre los diferentes elementos o aspectos de la prueba protegidos y regular su régimen jurídico con autonomía propia y, en última instancia, sin atribuir a la prueba ilícita un fundamento basado en el derecho al proceso debido.

Se puede hablar de derecho al proceso debido como regla general, no como derecho autónomo y diferenciar en su seno cada uno de los que lo integran de forma específica, con rasgos propios y con un régimen jurídico no coincidente.

Y es necesario distinguir, en el marco de la prueba y sus garantías, tres conceptos básicos que constituyen, a su vez, derechos no equiparables y necesitados de un régimen legal propio y autónomo.

-

La prueba ilícita, que se refiere exclusivamente a la obtención de pruebas con violación de derechos fundamentales materiales. Su apreciación puede producirse en cualquier momento procesal, siendo la conducta a seguir la apropiada a la fase procesal en que se estime. Si se está en fase de instrucción, la nulidad. Si se produce en sentencia, la privación de efectos probatorios.

-

La presunción de inocencia, que exige que solo se pueda condenar sobre la base de auténticas pruebas, es decir, con elementos que tengan ese ca-

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COMPENDIO rácter, excluyéndose los actos de la policía o los de instrucción que no tengan la naturaleza de prueba pre constituida o anticipada, practicados con todas las garantías y que sean de cargo, es decir, con contenido apto para producir una condena. Y que, normalmente, genera la ausencia de valor probatorio de los medios que atenten al derecho. -

El derecho a un proceso con todas las garantías, que protege de pruebas viciadas por afectar a requisitos legales o constitucionales, de contenido procesal que generan indefensión. Y cuyos defectos se han de hacer valer mediante la nulidad de los actos procesales, en los momentos que la ley determine, pero, en todo caso, sujetos al régimen propio de esa nulidad que no puede equipararse a la ausencia de validez de la prueba ilícita.

B) La prueba ilícita como consecuencia de la efectividad de los derechos. Su configuración como derecho autónomo.

De todo lo dicho, se infiere que, si se quiere dotar al concepto de prueba ilícita de un contenido propio, diferenciado y construirlo al margen de otras figuras jurídicas próximas en sus resultados, pero no coincidentes plenamente y a veces necesariamente y obligadamente distintas para eludir restricciones a la eficacia de los derechos, no hay otra salida que reconocerle un fundamento constitucional y localizar éste en los mismos derechos violados, en su efectividad. El mismo derecho fuera de su proclamación formal y como exigencia del sistema democrático, como expresión de su superioridad en el seno del ordenamiento jurídico. Esta autonomía y diferenciación, permiten determinar exactamente qué derechos constitucionales y de qué naturaleza producen el efecto de la ilicitud y el de su no recepción procesal, qué actos procesales, los de obtención o práctica generan la misma, cuál es la extensión de la prueba refleja que alcanzaría protección también con base en la efectividad del derecho y solo mediatamente para de evitar conductas fraudulentas por parte del Estado, sin atender a fines diferentes y moderados por intereses ajenos al derecho mismo que, teniendo importancia, no serían suficientes para eludir la obligada protección y vigencia de los derechos.

Evidentemente, esta construcción, por diferenciarse de figuras próximas, precisa de una ley de desarrollo que no se limite a enunciar la prohibición. Y, a tal efecto, no es suficiente, ni deseable recurrir a normas procesales que regulan otras garantías, como la nulidad de los actos procesales o las normas que disciplinan la admisión de la prueba o los requisitos exigi-

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dos para la práctica de los medios probatorios. El legislador, pues, está obligado a una regulación autónoma, pues acudir a otras que responden a conceptos no equivalentes, implica siempre un vacío normativo y una equiparación que produce resultados no apropiados a la individualidad de la prueba ilícita.

Y, en este punto, cabe apuntar, Perú incurre en los mismos defectos imputables a la inmensa mayoría de regulaciones procesales, esto es, la de limitarse la ley a enunciar la prohibición con términos genéricos y guardar silencio al respecto de una regulación precisa sobre su régimen jurídico. La complejidad es, pues, enorme y los problemas de futuro muy similares a los que se aprecian en la casi totalidad de los Código procesales en vigor en cualquier parte del mundo.

Ciertamente, si la ley no establece mecanismos autónomos para la prueba ilícita, podrán y deberán utilizarse los que se prevén para otras figuras afines, pero, en ese caso, el uso no debería conducir a ninguna confusión conceptual o a la asimilación de conceptos diferentes. Que la prueba ilícita se pueda denunciar por los cauces de la nulidad procesal, como sucede en España, no equivale a que se someta a sus presupuestos. Porque, sin duda alguna, si no se hace, pueden aparecer problemas que podrían evitarse estableciendo un procedimiento propio y diferenciado; que se inste su no admisión por la vía prevista para la de la prueba, esto es, la exclusión del medio que incorpora la información suministrada por un acto obtenido con violación de derechos, tampoco supone que se degrade la ilicitud a una mera cuestión probatoria sin relevancia constitucional, aunque, se insiste, tal vez el legislador debería haber concretado normas específicas al efecto. La utilización de mecanismos procesales previstos para otras alternativas, no debe implicar confusión de ambas o supeditación de la ilicitud probatoria a los requisitos previstos para la ordinariamente regulada por el concreto procedimiento utilizado.

Es decir, que utilizar mecanismos procesales para excluir la prueba ilícita cuando la ley guarda silencio solo puede ser entendido como mecanismo procesal, como instrumento para hacer valer la ilicitud, pero nunca asimilando aquella a la propia de las vulneraciones para las que tales instrumentos están diseñadas. Un mero uso procedimental que no puede servir para equiparar conceptos distintos y mucho menos para exigir la concurrencia de presupuestos no coincidentes. Por ejemplo, no se puede pedir

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COMPENDIO que no se haya producido indefensión al momento de apreciar la prueba ilícita mediante la nulidad, pues la indefensión es requisito de la nulidad, pero no de la prueba ilícita.

Con ello se evita, pues, subordinar la ilicitud probatoria a los requisitos y procedimientos establecidos para la nulidad procesal, eludiéndose sus normas sobre convalidación y subsanación y, en segundo lugar, confundir la no recepción con el derecho a la admisión de la prueba, a la prueba pertinente, con la reducción de la ilicitud a mera prohibición de valoración.

Esta complejidad se aprecia en Perú si no se interpretan adecuadamente los arts. 149 a 154 CPP que, aunque reconocen una especie de nulidad absoluta a la que contraponen otra relativa, incluyendo en la primera los actos practicados con vulneración de derechos fundamentales, luego, a partir del art. 152, reconocen la subsanabilidad de todo acto nulo a través de su renovación. Introduce, sin embargo, un precepto complejo en el art.152 al parecer afirmar que la nulidad absoluta no es con validable por el hecho de no ser denunciada, ya que, es evidente, si la sentencia alcanza firmeza no cabrá contra ella recurso alguno por este motivo, de modo que el acto nulo no podrá ser ya denunciado como tal. Esta afirmación, sin embargo, queda vacía de contenido por los preceptos posteriores y porque el propio legislador no ha previsto cauces para hacer valer la nulidad contra sentencias firmes. La firmeza, pues, convalidad la nulidad cualquiera que sea su naturaleza.

Este riesgo o ambos riesgos, los de incardinar la prueba ilícita en procedimientos inadecuados, se han verificado en España por causa de la fundamentación de la prueba ilícita en el derecho al proceso con todas las garantías o en el derecho a la presunción de inocencia, así como a una ausencia de procedimientos propios para la denuncia y apreciación de aquélla que, por tanto, han de hacerse valer por los mecanismos propios de los derechos mencionados con todos los riesgos que ello comporta.

En suma, un derecho autónomo obliga a un régimen jurídico diferenciado y propio. No desarrollarlo implica o puede comportar confusiones indeseables. La primera, considerar prueba ilícita toda prueba obtenida o practicada con violación de derechos fundamentales. Y así se puede interpretar la dicción literal del art. 159 CPP que habla de fuentes y de medios, siendo así que las fuentes se obtienen, mientras que los medios,

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se practican. Esto puede dar lugar a considerar prueba ilícita aquella que atenta al derecho a la presunción de inocencia o al proceso debido, identificar, tal vez, requisitos que no son comunes y, sobre todo, confundir vulneraciones que no son coincidentes. Y mucho de eso se aprecia en todas las regulaciones legales sobre la prueba ilícita, también en la ecuatoriana, que exigen la adopción de medidas que remedien sus efectos no positivos. C) Las leyes de desarrollo de la prueba ilícita cuando existe un fundamento constitucional autónomo.

Formulado un fundamento constitucional autónomo de la prueba ilícita, es ineludible que el legislador desarrolle normativamente la prohibición, dotándola de individualidad propia. No es conveniente decretar la ineficacia y relegar su apreciación a normas que se ocupan de conceptos no equivalentes. Como tampoco lo es dejar de regular expresamente, cual sucede en Perú –también en España-, el efecto reflejo o incluso, como elemento previo, las vulneraciones que comportan la ilicitud probatoria, que no deben coincidir con las restricciones de derechos amparadas por otros mecanismos legales, como la nulidad procesal o la presunción de inocencia.

Y no es la jurisprudencia la que debe promover este régimen, aunque, por la pasividad del legislador, en casi todos los ordenamientos jurídicos se haya encargado a los tribunales una función que escapa de sus competencias en tanto estos últimos, en esa misión ajena a su potestad, no solo declaran derechos, sino que los restringen en contra de la letra de la propia ley, como ha sucedido en España con la llamada teoría de la conexión de antijuridicidad que se opone derechamente al tenor literal del art. 11,1 LOPJ. Ese riesgo es posible que se evidencie en Perú dado el silencio de su CPP sobre aspectos trascendentales de la figura, así como de algunas lagunas apreciables en una regulación parca y dispersa.

La legalidad exige que los derechos, ejercitables en toda su amplitud una vez declarados constitucionalmente o declarados por los tribunales constitucionales como derivados del texto constitucional (art.11 CEC), sean limitados por ley. Y esa ley en caso alguno puede afectar a su contenido esencial. No hay más limitación posible a los derechos que la expresamente prevista en la ley de desarrollo, no pudiendo los órganos judiciales introducir limitaciones no establecidas explícitamente por el legislador, ni interpretar restrictivamente los derechos fundamentales reconocidos.

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COMPENDIO Una doble limitación dirigida al legislador y a los tribunales.

La jurisprudencia no tiene legitimidad para introducir restricciones a los derechos constitucionales en ningún caso; sólo la ley debe hacerlo. Es la ley la que debe regular el derecho y limitarlo hasta donde la Constitución lo permita, cuidando de no sobrepasar el contenido esencial del derecho, siempre irreductible y respetar los requisitos establecidos para la limitación de derechos fundamentales, básicamente, la jurisdiccionalidad, la legalidad y la proporcionalidad en sentido amplio. En caso alguno el legislador puede autorizar la restricción de derechos con afectación de estos presupuestos y, de hacerlo, la ley podría devenir inconstitucional. Y, de este modo, si el art. VIII CPP, al igual que sucede en España con el art. 11,1 LOPJ, declaran la ilicitud derivada directa o indirectamente, sin más concreciones, no pueden los tribunales, sin amparo en una ley de desarrollo, restringir esa dicción legal en tanto la misma es norma de consagración de una decisión ínsita en los derechos fundamentales de rango constitucional. Una vulneración flagrante del principio de legalidad que hemos asumido con cierta naturalidad, comenzando por los mismos Tribunales o Cortes constitucionales.

Siendo la prueba ilícita una prueba dotada de ineficacia, la nulidad de la misma o su no recepción procesal, también debe ser desarrollada legalmente si se quiere introducir alguna restricción al mandado constitucional, ya que, de no hacerse así, el fundamento constitucional de la ilicitud probatoria traería como consecuencia su aplicación absoluta a la prueba directa y a la derivada, sin excepción alguna. Si la ley no autoriza excepciones a la regla de la exclusión, no puede la jurisprudencia establecerlas. Ya se hablará de ello más adelante.

La base sobre la que descansa la nulidad de una prueba prohibida es la ilicitud de la misma, su obtención con infracción de los requisitos constitucionales, que no los meramente legales que importan otras consecuencias. De esa ilicitud constitucional se ha de partir en todo caso. Y esa ilicitud no puede ignorarse por la ley de desarrollo, no puede degradarse, ni para decretar la prohibición de uso cuando se trate de pruebas directamente obtenidas con violación de tales requisitos, ni cuando lo sea de las que derivan indirectamente de las primeras. Si el fundamento de la no recepción reside en la ilicitud constitucional de las pruebas, es innegable que dicha infracción de presupuestos constitucionales deberá en todo caso ser

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respetada, por su entidad constitucional, sin que sea posible en ninguna situación, aunque concurran razones de índole diversa, establecer excepciones a la no recepción que ignoren o rebajen la constatada elusión de dichos presupuestos de rango constitucional. D) La ilicitud de la prueba refleja: Las consecuencias de la consagración constitucional absoluta de la prueba ilícita.

Conectando con lo anteriormente expresado y como consecuencia inmediata, cabe plantearse cuál es el ámbito de decisión del legislador y, en su caso, y en defecto de norma habilitante o de insuficiencia de la misma, el de la jurisprudencia para establecer excepciones a la regla de la exclusión, cuando la Constitución se limita a declarar la ilicitud de toda prueba obtenida con infracción de derechos, sin diferenciar entre la directa y la indirecta o refleja o cuando lo hace una ley cuyo fundamento se establece en esa misma Constitución aunque ésta no contemple el derecho de manera autónoma. Se trata de una cuestión crucial para evaluar la misma constitucionalidad de la aceptación de excepciones, en tanto que la consagración constitucional del derecho, la jerarquía normativa y el principio de legalidad imponen restricciones que no pueden superarse y que, de hacerse, podrían ser calificadas de inconstitucionales.

Las conocidas teorías que establecen excepciones a la regla de exclusión, tienen la finalidad de servir de cauce de valoración de los efectos de las pruebas obtenidas indirectamente de otras atentatorias a los derechos fundamentales. Pretenden en realidad reducir la vigencia y efectos de los derechos fundamentales, subordinándolos a los valores de seguridad y significan una auténtica alteración del orden constitucional.

Las teorías, bien entendidas y a la vista de sus efectos, consisten en un instrumento cuya virtualidad es la de restringir o incluso hacer desaparecer los efectos anulatorios de una prueba ilícita, ya que, mediante los mecanismos que incorporan se consigue dar validez mediata y eficacia a una prueba previamente anulada. Las diversas teorías existentes, por tanto, no sólo invierten la regla general de la negación de valor a las pruebas derivadas afirmando la contraria, sino que, en realidad, limitan considerablemente los efectos de las prohibiciones valorativas de las pruebas obtenidas con vulneración de derechos. En sí mismas y en la práctica, toda admisión de una prueba ilícita refleja, significa la validación indirecta de la prueba ilícita originaria, pues la primera trae causa de la segunda

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COMPENDIO y constituye un aprovechamiento de un conocimiento indebido. Que la refleja sea aparentemente lícita, no puede entenderse, salvo incurrir en formalismo, como que sea independiente y que pueda ser valorada sin atender a la conexión con la ilícita de la que es consecuencia. Y toda construcción que se haga en este sentido esconde una posición contraria al hecho mismo de considerar prueba ilícita a la obtenida con violación de derechos, supeditando éstos a valores no constitucionales, como la seguridad.

La protección de derechos y la prueba ilícita en los sistemas de derecho continental tienen como finalidad la defensa misma del orden constitucional, la jerarquía superior del sistema de derechos. La infracción de las garantías que la propia jurisprudencia establece para la restricción de derechos, genera, en cualquier caso, la declaración de ilicitud de la prueba, su nulidad en términos probatorios, el apartamiento o exclusión física de la prueba del procedimiento. Así, las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales son inválidas y no producen, ni pueden producir efecto alguno y existe respecto de ellas una prohibición absoluta de valoración. Porque, el art. VIII CPP habla de carencia de validez y el art. 159 del mismo texto legal, prohíbe su “utilización”. Expresiones ambas que no pueden en modo alguno reconducirse a una mera prohibición de valoración, pues van mucho más allá, vedando todo uso, tanto en el juicio oral, como en las anteriores fases.

Siendo éste el fundamento constitucional inmediato de la vulneración de derechos fundamentales en la obtención de pruebas ilícitas, sólo indirectamente cumple este tipo de prueba en el modelo de derecho continental una labor de persuasión a los órganos policiales y de investigación a los fines de evitar que no se aprovechen de una prueba obtenida con infracción de derechos. La prueba es ilícita siempre que se vulneran las garantías constitucionales, al margen de la mala o buena fe de los autores de la violación. Es un efecto automático derivado de la posición de los derechos en el marco constitucional. Y, en este punto, es evidente que la violación se produce cuando se afecta a cualquiera de los presupuestos que derivan de la Constitución y la ley, especialmente la proporcionalidad en todas sus manifestaciones, sin que quepa efectuar artificialmente distinciones cuantitativas que pueden trascender o minorar la ineficacia, es decir, valorar los requisitos generales de forma diferente a la hora de cualificar

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una prueba como ilegítima originariamente y luego, cuando coincide en el caso una derivada, descalificar esa previa calificación y minusvalorar los presupuestos reduciéndolos a meras exigencias procesales que no son susceptibles de engendrar el efecto de la nulidad. O, lo que es lo mismo, negar el efecto de la nulidad de una prueba derivada que, aunque válida en apariencia, es resultante de la originaria, pero considerar su eficacia sobre la base de entender que la previa nulidad de la originaria, declarada, tiene una intensidad escasa de forma que no requiere una protección especial adecuada a su naturaleza de infracción de derechos esenciales o, sencillamente, de tenerla, no se produjo la violación con mala fe. La base de la teoría de conexión de antijuridicidad española que entra en terrenos utilitaristas que se compadecen escasamente con la posición de los derechos en el ordenamiento jurídico. Y una teoría, la de la conexión de antijuridicidad que restringe de tal modo el derecho, que solo desde la aceptación de muchas infracciones a los requisitos exigibles para la limitación de los derechos fundamentales puede aceptarse. No es explicable que el mismo Tribunal Constitucional la forjara, salvo desde planteamientos que asumen un papel muy limitado del sistema de derechos en un Estado democrático.

Los arts. VIII y 159 CPP del Perú declaran la ilicitud (carencia de efectos y prohibición de uso) de las pruebas obtenidas con violación de derechos. Y cuando la ley no distingue, tampoco el legislador o la jurisprudencia pueden distinguir, de modo que cabe entender que la nulidad se ha de extender a las pruebas derivadas, es decir, dependientes o conexas, causalmente obtenidas de las originarias. Máxime cuando el art. VIII habla expresamente de pruebas obtenidas directa o indirectamente, a un mismo nivel.

Sólo se puede exigir, cuando la Constitución y la ley no dicen lo contrario, una relación de causalidad, una conexión natural entre la prueba directamente obtenida con violación de derechos y la refleja. No otra cosa puede interpretarse a la vista de la ley y de la propia Constitución y, sobre todo, de los principios que rigen la declaración de ilicitud de las pruebas originarias, su fundamento, que es la preservación de los derechos por sí mismos, al margen de otros fines indirectos que, en todo caso, no pueden elevarse sobre el que justifica la supresión de los efectos probatorios a las pruebas prohibidas. La finalidad persuasiva en modo alguno puede elevar-

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COMPENDIO se sobre la que constituye su fundamento y menos cuando la Constitución y la ley se manifiestan en términos tan claros, sin autorizar excepciones de modo expreso. Y ello sin negar que la disuasión forma parte del mismo concepto de prueba ilícita, pues la sanción de inefectividad va dirigida, indirectamente, a evitar este tipo de conductas. Lo esencial, no obstante, es que esa función no es la que fundamenta la prohibición, sino que es secundaria de la principal. Pero, que la disuasión se consiga, no significa que ese sea el fundamento de la prueba ilícita derivada. No es la función de prevención la determinante de la sanción de la prueba ilícita, sino la posición preferente de los derechos fundamentales en un sistema democrático.

Si la prueba directa es nula porque afecta a los derechos, la derivada lo es por idéntica razón, por estar originada indirectamente y casualmente por la misma violación de los derechos. La nulidad extiende sus efectos a la prueba derivada sólo por el hecho de participar de las infracciones constitucionales, salvo en los casos en que la indirecta sea absolutamente independiente. El fundamento es el mismo: la preservación de los valores constitucionales. Por tanto, el fundamento de la prueba derivada, aunque no afecte directamente al derecho previamente vulnerado, reside en aquel derecho violado, cuya efectividad exige la ineficacia de este tipo de actuaciones. No es positivo buscar otros fundamentos diferentes del derecho originario en la prueba indirecta, ya que hacerlo significa o puede significar precisamente una apertura a su uso ilimitada o de perfiles poco nítidos y, sobre todo, excesivamente discrecional. Cuando una misma norma prohíbe el uso de pruebas porque violan derechos fundamentales es porque se entiende que el derecho vulnerado exige la ineficacia de la prueba mediata para lograr un respeto integral. No hacerlo implica negar que el derecho originariamente atacado quede afectado por la prueba derivada, que considera lícita y ajena a aquel salvo condiciones especiales. En suma, que convierte en excepción, que debe ser probada, lo que ley establece como regla que se presume. Y a todo ello suma que eleva una finalidad, la disuasoria a un rango que ni la Constitución, ni la ley prevén como tal, pues ni siquiera establecen tal función de modo expreso.

Estas teorías significan, a la vista del fundamento constitucional aludido, un artificio contrario al sistema jurídico del derecho continental, un mecanismo que acude a otros elementos de valoración que son opuestos al fundamento esencial y básico, de modo que, desconociéndolo, por vía

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indirecta, permiten el uso o aprovechamiento de los conocimientos adquiridos por medio de pruebas ilegítimas. Incurren en una grave contradicción, pues, anulando las pruebas originarias con base en el principio de protección de derechos como elemento central, subordinan este principio a la hora de valorar las indirectas, de modo y manera que introducen por esta vía artificiosa los hechos conocidos mediante una violación primaria de derechos. Se traducen, pues, estas teorías en una anulación de facto de la prohibición constitucional. Una suerte de fraude revestido de aparentes argumentos teóricos complejos que, en realidad, elevan a una categoría superior valores no constitucionales y la asignación al proceso de fines inadecuados, tales como su uso como instrumento de política criminal, cuando debe ser un método neutral de resolución de conflictos que asegure el hallazgo de la verdad.

El Tribunal Constitucional español es el paradigma de esta situación que se denuncia, lo que ha hecho a través de una jurisprudencia que creó la llamada teoría de la “conexión de antijuridicidad” por medio de su sentencia 81/1998, de 2 de abril. Sostiene el TC español en todo caso y situación, como proclama básica e irrenunciable, que todo elemento probatorio que se deduzca a partir de una vulneración de derechos fundamentales, se halla incurso en una prohibición de valoración (SsTC 151/1998, 13 julio; 171/1999, 27 septiembre), pero matiza inmediatamente esta regla afirmando que no toda prueba conectada naturalmente, es decir, derivada y no independiente (STS 26 noviembre 2003) es automáticamente ilícita (SsTC 8/2000, 17 enero; 136/2000, 29 mayo). Y, a este efecto de negar a la relación de causalidad natural el efecto de la nulidad, parte de considerar que las pruebas derivadas, aunque dependientes y aprovechadas del conocimiento adquirido en la originaria nula, son lícitas por no haberse obtenido infringiendo directamente derechos, de manera que su valoración debe justificarse en la vinculación que tengan con las primeras, las viciadas, a cuyo fin, sin embargo, no otorga supremacía al aprovechamiento del conocimiento, sino a elementos que desvirtúan la misma nulidad previamente declarada. Y, ¿cómo establece el TC español esa diferencia o ese valor de la conexión que denomina jurídica? Pues con un fundamento adicional, que superpone al constitucional, cual es que, en sus palabras, “no es otro que el propósito de alcanzar una efectiva preservación de los derechos fundamentales mediante una medida cuyo propósito sea disuadir de su lesión” (STC 239/1999, 20 diciembre).

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COMPENDIO

Aquí reside la explicación de la teoría española y de sus consecuencias y la razón por la cual quiebra el modelo al entremezclarse sistemas y principios diferentes, de modo que, aplicado uno, se modera mediante el otro hasta el punto de anularlo de hecho. El TC español, para llegar a esta conclusión, acude a otro sistema, el anglosajón, en lo tocante a establecer los cánones en que se basa la conexión de antijuridicidad, los cuales responden a otros fines y tienen su origen en situaciones no comparables. Como es sabido, en EEUU, la prueba ilícita nace con una pretensión diferente a la fundamentación de la misma en España, cual es, sin olvidar naturalmente la debida protección de los derechos, atribuir a los jueces el control sobre la policía en un sistema, como el adversarial, en el que aquéllos carecen de efectivas facultades de control sobre este órgano de persecución, pues son muy poco intervencionistas en el proceso. De esta manera, pues, la finalidad esencial del concepto era la de disuadir a la policía de conductas ilícitas, concediendo a los tribunales instrumentos de control sobre la actividad policial para evitar que pudieran ingresar en el proceso, directa o indirectamente (fruto del árbol ponzoñoso) elementos adquiridos con violación de derechos fundamentales. De tal modo, siendo esta la finalidad, no existe prueba ilícita cuando se dan ciertas condiciones que acreditan la buena fe de la policía, un hallazgo casual, se prueba que la investigación normal hubiera conducido a un mismo resultado etc…Pero, lo decisivo en EEUU es que, estos elementos se aplican a la prueba originaria en primer lugar, de modo que una prueba obtenida con violación de derechos, si no lo fue con mala fe, si no fue buscada de propósito para beneficiarse de la infracción, es plenamente válida, ya que lo esencial no es la protección de los derechos en sí mismos considerados, sino el control sobre los órganos de investigación penal y la evitación del abuso de posición.

Que esta finalidad sea loable y aceptable no se pone en duda, pero la misma debe ocupar una posición subordinada a la característica del sistema constitucional que se rige por principios no coincidentes con el modelo americano. No obstante ello, el TC español, desde la sentencia 81/98 de 2 de abril, la alteró, le otorgó una preferencia tal que ha llegado a subordinar la primaria e identificadora del modelo español. Para dicha sentencia, la problemática de las prohibiciones probatorias no es una mera cuestión procesal –ni siquiera constitucional se podría decir a mi juicio a la vista de lo sostenido-, sino que responde al núcleo central de las relaciones entre el Poder Público y los ciudadanos. ”Si los Poderes Públicos, tras violentar

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un derecho constitucional pueden explotar o aprovecharse de dicha violación en perjuicio del ciudadano por el mero hecho de que éste haya admitido....el hecho que constituye el resultado manifiesto de la infracción, se quiebra la confianza en que se sustenta el pacto constitucional”. A partir de ahí, es obvio que no se pare el análisis del efecto de la prueba originaria sobre la derivada en la sola relación casual, sino que se profundice en la intensidad de la infracción inicial, es decir, si la misma es capaz de sustentar una presunción real de uso de mecanismos ilícitos intencionados o es fruto de un error y, consecuentemente, si la derivada, por tanto, debe ser útil incluso para revivir esa infracción originaria de modo indirecto, pues ese y solo ese es el fin pretendido con la teoría de la conexión de antijuridicidad, el de subsanar las pruebas ilícitas sorteando la prohibición constitucional de su uso mediante razonamientos que la supeditan a fines de seguridad. Lo que no se hace al analizar la prueba originaria, se lleva a cabo posteriormente incorporando elementos de reflexión que superponen a los esenciales, provocando una grave crisis del modelo.

Porque, y ahí está la explicación de la teoría, una vez declarada la nulidad de la prueba originaria y aceptada la conexión natural con la derivada, la dependencia entre pruebas directas nulas e indirectas, a estas últimas les aplica criterios que no coinciden con la necesaria protección de los derechos, sino que sitúa en un lugar preeminente los dirigidos a evitar actuaciones indebidas de los órganos de persecución penal. De esta manera, relega el fundamento constitucional de la prueba ilícita a fines no dispuestos en la ley o que deberían supeditarse a ellos y lo hace con criterios que parten siempre de una prueba, la originaria, nula de pleno derecho. No cabe duda de que, al hacerlo, como reconoce la dependencia de la prueba indirecta, está aceptando la validez de los conocimientos obtenidos con la prueba nula originaria que, aunque nula, pero poco según la teoría aunque se disimule con discursos escasamente comprensibles, se aprovechan indirectamente. Y se aprovechan aunque afecten a los principios constitucionales en que se asienta la prohibición de valoración de pruebas ilegítimas, ya que este principio se supedita a otro ajeno al modelo español o, al menos, es secundario. La STC 81/1998, de 2 de abril es clara al respecto al sostener que, cuando la violación del derecho no consista en una falta de autorización judicial o ausencia de motivación, sino en una fundamentación insuficiente, habrá de considerarse excluida de la acción la intencionalidad de vulneración y la negligencia grave, entrando en el

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COMPENDIO ámbito del error, error que, por tanto, excluye las necesidades de disuasión que sitúa como elemento central, en detrimento de la vulneración en sí misma considerada, para otorgar indirectamente valor a una prueba que es nula. El TC, así, no considera, aunque lo haga a través de una prueba indirecta, que deba protegerse el derecho, que sea el mismo digno de tutela aunque se haya violado, pues, en realidad, supedita la vigencia del mismo a criterios de diferente naturaleza.

En EEUU, el análisis de la actuación del Estado opera como dato a partir del cual se anula una prueba viciada, esto es, la contemplación del abuso por parte del Estado en la obtención de fuentes de prueba sirve para la preservación de los derechos en tanto, de modo primario determina que un medio concreto sea expulsado del proceso. Cumple, pues una función de protección de los derechos.

Por el contrario, en España y en los sistemas jurídicos de derecho continental, en tanto los derechos se preservan por razones de otra índole y su violación implica la nulidad del acto por sí misma, el análisis de la actuación de los poderes públicos que se hace al valorar la infracción del derecho en la prueba originaria cuando de dar validez a la vinculada se trata, opera en un sentido radicalmente diferente. No como garantía del derecho, que ya es nulo e implica la nulidad del medio dependiente, sino como argumento para recuperar la validez de una prueba que ya es nula. Lo que en el sistema anglosajón constituye una garantía de los ciudadanos, aquí se torna en un elemento de recorte de los derechos y libertades. Lo que allí sirve para un control de los poderes públicos, se convierte aquí, a la vista además de la ligereza con la que se actúa en materia de confesión, en un acicate que puede favorecer las transgresiones. Aunque una prueba sea nula, puede subsanarse con otra posterior dependiente, siempre que la violación primaria no sea excesivamente grave y que no se pueda acreditar la mala fe inicial.

Como conclusión puede decirse que, la declaración de validez o nulidad de la prueba derivada, en la conexión de antijuridicidad, no se hace depender de ella misma, de su aprovechamiento real de la originaria, sino de la nulidad de la primera, de la valoración que se hace de esa nulidad, de la entidad que los tribunales le adjudiquen y, a la vez, de criterios ajenos a la nulidad derivada de la violación de garantías, tales como los que se refieren a la actuación de los poderes públicos a la hora de obtener la prueba originaria.

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Una ley que desarrolle las excepciones a la ilicitud probatoria debe partir, pues, de esa misma ilicitud, sin que sean admisibles excepciones que la degraden o ignoren. Esto nos lleva, por tanto, a dilucidar en qué medida la ilicitud de la prueba originaria incide en la posibilidad de aplicar excepciones a su no recepción, pero, especialmente, a analizar en qué medida pueden establecerse cuando se trata de prueba derivada, refleja o indirecta.

Si la ilicitud de la prueba es la base de la ineficacia de la misma, de su exclusión, no parece arriesgado afirmar que la nulidad de una prueba directamente obtenida con violación de un derecho fundamental deberá siempre ser expulsada del proceso, en cualquier momento en que se aprecie la vulneración constitucional, sin que sea posible aplicar excepción alguna derivada de consideraciones ajenas al atentado constitucional o retrasar la apreciación a momentos posteriores que permitan un uso indebido de la prueba o su aprovechamiento fraudulento. La propia eficacia del derecho así lo exige y sería probablemente inconstitucional excluir la nulidad con base en argumentos que, sin subsanar la violación del derecho, siempre insubsanable por otra parte, le otorgaran un valor atendiendo a objetivos que no podrían equipararse jerárquicamente a la posición preferente que ocupan dichos derechos en el sistema constitucional. La investigación de los delitos, sin olvidar que el proceso tiene como objetivos conseguir también la paz social y la resolución de conflictos de modo ordenado, debe sujetarse al cumplimiento de la ley, a reglas constitucionales y que el Estado no puede aprovecharse de sus mismas violaciones cuando se trata de normas constitucionales situadas en la cúspide del ordenamiento jurídico.

En todo caso, sin embargo, prescindiendo de este tipo de valoraciones, si el fundamento de la prueba ilícita es autónomo y reside en la necesidad de protección del propio derecho y en su no recepción basada en la violación del mismo, caería por su propio peso una norma que degradara la consecuencia de la ilicitud, que se basara en criterios no constitucionales o, mejor dicho, en valores nunca superiores a la posición preferente de los derechos fundamentales. Solo, tal vez, podría ceder esta prohibición en los casos en que la prueba ilícita favoreciera a la defensa, a la libertad del acusado, pues en este caso, en el juego de equilibrios, frente al derecho vulnerado se alzarían otros de igual entidad, como la libertad o la inocencia en su aspecto de presunción que obliga a apreciar favorablemente

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COMPENDIO todo elemento que la posibilite. En estos casos se enfrentarían dos derechos constitucionales, siendo preferente siempre aquel que favoreciera al imputado. -

Algo distinto cabe decir en relación con la prueba derivada, refleja, cuyo fundamento, aun siendo el mismo, esto es, la necesidad de proteger un derecho violado ilícitamente por medio de mecanismos interpuestos que reducirían la nulidad originaria a mera virtualidad retórica, presenta, atendiendo al fundamento constitucional, caracteres no coincidentes con la originaria.

No debe olvidarse que la prueba derivada es lícita formalmente, no atenta a derecho fundamental alguno y, por tanto, analizada independientemente, no merecería la reacción de ineficacia ínsita en el derecho a la no recepción, pero dependiente de la ilicitud de la principal.

Siendo lícita y gozando de un fundamento constitucional que atiende a la necesidad de evitar que la ilicitud de la originaria se burle mediante su elusión fraudulenta, esto es, que se transmita por medio de mecanismos indirectos, es clave en esta materia analizar si, en realidad, dicha ilicitud se ha transmitido, si existe un nexo causal entre una y otra, si, de verdad, la ilicitud de la originaria incide en la ilegalidad de la indirectamente obtenida por medio de la cual se quiere incorporar de modo artificioso.

Pero, esa valoración de la conexión debe realizarse atendiendo únicamente a la conexión misma, a la dependencia real y material, al uso espurio de la prueba indirecta, a factores que desmientan la conexión o la justifiquen. Nunca, sin embargo, y ahí reside el error de la teoría de la conexión de antijuridicidad española, valorar el grado de la lesión constitucional originaria y la necesidad de mantener la prohibición con base en esa jerarquización de las infracciones que permitiría, como así sucede, que lo nulo originariamente por afectar a un derecho, dejara de serlo y se reprodujera indirectamente mediante una nueva valoración de la afectación del mismo requisito constitucional. Lo que es nulo originariamente lo sigue siendo posteriormente, sin que pueda ser subsanado formalmente mediante razonamientos que incidan en la propia causa de nulidad, porque eso es tanto como hacer un uso arbitrario de los presupuestos constitucionales establecidos para la limitación de derechos.

En este sentido, y a modo de mera indicación, pues el asunto merece un

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tratamiento profundo, podrían aceptarse como excepciones algunas de las hoy admitidas, pero no todas las que el derecho anglosajón contempla al relegar este último el fundamento constitucional de la prueba ilícita a un mero instrumento de control sobre los órganos de persecución penal para evitar actuaciones indebidas.

Porque, este dato, la distinta finalidad perseguida en ambos modelos jurídicos, es tan evidente, al igual que el fundamento de la ilicitud probatoria, que no atender a las consecuencias que necesariamente se han de derivar de tal diferencia, significa apartarse del sistema constitucional y crear un derecho paralelo. Y ello aunque puedan parecer muy lógicas las soluciones anglosajonas. La lógica no es una referencia de la constitucionalidad, ni siquiera para el legislador, obligado por la Constitución y menos para los tribunales, que no pueden en caso alguno restringir derechos sin una ley de cobertura que, además, sea compatible con la Constitución.

Podría aceptarse como excepción a la regla de exclusión de la prueba derivada, la de ser esta última una fuente independiente. Sin duda alguna y con todos los matices que hubiera que hacer a esta conexión, si la prueba indirecta es independiente, puede ser utilizada sin merma alguna de la ilicitud originaria.

De la misma forma, podría admitirse un supuesto similar al del descubrimiento inevitable, siempre y cuando se acreditara la seguridad del hallazgo en tiempo y forma razonable y no mediante una mera hipótesis. Si la actividad de la investigación hubiera conducido con seguridad a una obtención ajena a la infracción originaria, no cabe negar el uso de la prueba derivada, máxime cuando la propia actividad de los imputados estuviera en la base, buscada dolosamente, de la aportación de datos a los solos efectos de provocar la ilicitud. Este hecho, la conducta del mismo imputado, su capacidad de provocar la ilicitud, es determinante de la posibilidad de eludir una exclusión causada por la propia voluntad fraudulenta del imputado.

Muchas prevenciones cabe anotar a la excepción de la buena fe, en tanto la misma se relaciona directamente con la finalidad persuasiva, desatendiendo o relegando el valor de los derechos fundamentales en juego. Tal vez, en casos muy determinados podría admitirse su apreciación, pero siempre que fuera probada la buena fe por quien la alegara, presumiéndose siempre lo contrario. Y solo admitirse cuando se dieran circunstancias objetivas que permitieran acreditar sin género alguno de duda no sólo la

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COMPENDIO buena fe, sino igualmente la apariencia de legalidad del acto de obtención de la prueba. Por ejemplo, una resolución judicial motivada de forma solo aparente, pero existiendo indicios evidentes en el caso en la restricción originaria utilizada como base de la derivada. Nunca, cuando se evidenciaran elementos que dejaran a los agentes de la policía grado alguno de discrecionalidad. En todo caso, se trata de una excepción compleja que convendría eliminar por afectar derechamente al fundamento constitucional de la prueba ilícita.

No parece, en fin, que deba tener una acogida favorable la teoría del vínculo atenuado si dicho vínculo, aunque menguado, existiera y mucho menos, como hace el TC español, relacionando ese vínculo con la falta de necesidad de protección del derecho originario con base en la gravedad graduada artificialmente de la misma infracción constitucional.

Todo lo dicho debe valorarse en Perú, donde ni la Constitución permite restricciones a la regla de exclusión, ni la ley, el CPP, prevé excepciones a la misma. Hacer lo contrario no parece que sea posible, ni los tribunales llegar más allá de lo que autorizan la Constitución y la ley. En todo caso, se trata de una materia muy compleja que puede engendrar graves complicaciones constitucionales si se actúa de forma contraria.

3. La prueba ilícita: Rasgos generales

La prueba ilícita, en su autonomía conceptual, tiene unos rasgos diferenciados de otras figuras, cuya individualización resulta imprescindible para su comprensión adecuada. Y estos rasgos, con matizaciones, pues la regulación es sumamente parca, cabe hallarlos en la normativa ecuatoriana. O, en todo caso, deben ser integrados por vía jurisprudencial en una labor que no dista mucho de la que en la casi totalidad de países se lleva a cabo. Como se ha dicho, la ley procesal ha descuidado este concepto, limitándose a perfilar la prohibición que comporta, pero sin establecer un régimen jurídico adecuado, lo que lleva en muchas ocasiones a confusiones indeseables y, sobre todo, a afectar la igualdad y la seguridad jurídica.

Esta integración jurisprudencial, a pesar de su necesidad ante la falta de normativa expresa, no puede sobrepasar los límites propios de todo derecho constitucionalmente previsto. Esto es, no puede ser más restrictiva que lo que la Constitución proclama, ni limitar lo poco que la ley proclama.

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No obstante estos obstáculos, cabe desarrollar este régimen jurídico, es obligado hacerlo para diferenciar el concepto de otros, evitar lagunas y errores y, sobre todo, como se ha dicho, generar la debida seguridad jurídica.

La prueba ilícita, de este modo, hace referencia a una categoría jurídica, con fundamento constitucional, que tiene su origen en la obtención de fuentes de prueba con infracción de derechos fundamentales de naturaleza material, no procesal. Los derechos procesales, debe repetirse, se tutelan a través de otros mecanismos, tales como la nulidad, con efectos similares, aunque no idénticos por tratarse de conceptos diferentes, a los de la prueba ilícita o la presunción de inocencia cuando afecta a aquellas exigencias propias de este derecho que son expresión de mandatos constitucionales.

El fundamento de la prueba ilícita no puede ser otro que la preservación del contenido esencial de cada derecho afectado por la injerencia ilegítima, pues la eficacia del derecho exige, aunque paralelamente se verifiquen otros fines accesorios y secundarios de carácter disuasorio, la ineficacia de las pruebas obtenidas mediante agresiones inconstitucionales. Y ese fundamento debe regir toda labor interpretativa, aunque en otros ordenamientos se ceda, por motivos varios, especialmente por una mal entendida eficacia, ante supuestas exigencias de preservación de la seguridad frente a la libertad.

De las conclusiones a las que se llegó en un lugar anterior, resulta palpable una neta división entre esta figura, la prueba ilícita, y otras que funcionan paralelamente y que pudieran confundirse de modo incorrecto generando consecuencias indeseables.

A) Derechos materiales, no procesales.

La prueba ilícita se concreta en la vulneración de derechos materiales, no procesales, los cuales tienen su protección por otras vías.

El art. VIII CPP, establece que prueba ilícita es la obtenida con violación del contenido esencial de los derechos. Sólo la obtenida, no la practicada, cuya nulidad, en todo caso, podrá derivarse de la regla que establece que es nulo todo lo realizado en tales casos, pero que no se identifica exactamente con la ilicitud probatoria. Aunque el art. 159 CPP hable de fuentes o medios obtenidos, es evidente que debe circunscribirse el precepto solo a

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COMPENDIO las fuentes, pues solo éstas se obtienen; los medios, se practican. Una norma, pues, confusa, pero cuya pretensión es únicamente la de sancionar la prohibición de la información que conste en la fuente y en el medio una vez incorporada a este último. Una norma, pues, que quiere evitar que se pueda eludir la prohibición mediante alusiones a la validez de los medios a pesar de que la fuente originaria sea nula. Una norma positiva si se comprende bien, pues tiende solo ý únicamente a eludir posibles fraudes derivados de asentar los medios en la presunción de inocencia y sometidos a los presupuestos de este derecho. Pero, una norma que debe quedar limitada a la mera obtención, a los requisitos establecidos para la limitación de los derechos al momento de obtener la información buscada. Los medios, al margen de que puedan ser nulos por incorporar una prueba ilícita, también lo podrán ser por afectar a la presunción de inocencia o por no contener los requisitos de los actos procesales.

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Los arts. VII y 159 CPP pretenden regular exclusivamente la prueba obtenida con vulneración de derechos de contenido material, toda vez que los procesales tienen su cauce en otros lugares. Es decir, que aunque dichos preceptos hablen de derechos en general, al referirse a la prueba ilícita, ha de entenderse que queda limitada a los de naturaleza material. Y ello es así, como se ha dicho anteriormente, porque los derechos procesales, por tratarse de vicios “in procedendo” no deben generar una nulidad radical que deje de atender a la posible subsanación o convalidación ignorando la exigencia de un real perjuicio o indefensión. Una falta de citación, por ejemplo, puede ser subsanada, siendo la nulidad una sanción excesiva. No es conveniente, pues, confundir, aunque la norma no lo haga y no discrimine, la naturaleza de los derechos que implican prueba ilícita y nulidad. Los que comportan la nulidad, los procesales, no pueden ser regulados con las mismas condiciones que la prueba ilícita, que sí es insubsanable por recaer sobre derechos materiales, esto es, vicios “in iudicando”. Y, en materia de nulidad, como es sabido, es indiferente que lo vulnerado sea un derecho procesal o una norma infraconstitucional, pues lo esencial es atender al efecto realmente producido en el proceso, en la posición de las partes, en la producción de una auténtica indefensión material. O, lo que es lo mismo, la nulidad no deriva solo de la violación de un derecho, sino, igualmente, de una norma que produzca ese efecto, por ejemplo, la incompetencia objetiva o funcional. De ahí que los preceptos citados hayan de limitarse y circunscribirse a la prueba ilícita y a la violación exclusiva de derechos de contenido material.


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El problema peruano, similar al español, que aquí presenta una seria evidencia, deriva de no establecer la ley un procedimiento específico para nulidad de la prueba ilícita y derivarlo al mismo que se prevé para la nulidad de los actos procesales, pues suele suceder que se acude a ese mecanismo cuando no existe uno propio o no se puede verificar la ilicitud en un acto procesal determinado útil al efecto. Pues, como se dirá, la nulidad constituye un remedio ineludible para excluir la prueba ilícita con anterioridad a la fase de juicio oral si ello es posible y necesario toda vez que los arts. VIII y 159 CPP no limitan la prueba ilícita a una prohibición de valoración probatoria, sino que establece su carencia de validez, de efectos jurídicos.

Aquí la jurisprudencia debe realizar una labor de discriminación que, sin modificar ni afectar a la regla constitucional, reserve la prueba ilícita a la violación de derechos materiales y la nulidad a los procesales. Una labor necesaria que hubiera sido conveniente que viniera conclusa en la ley.

B) La obtención de las fuentes de prueba.

La prueba ilícita opera en el momento de la obtención de las fuentes de prueba (arts. VIII y 159 CPP), no siendo equivalente, pues, a infracciones que se producen en el momento de admisión o práctica de los distintos medios de prueba, a las cuales les son de aplicación otros remedios. Ello, no obstante, no puede significar que los medios sean independientes de la fuente y que si declarada o conocida la ilicitud de una fuente el medio pueda ser incorporado si se practica conforme a sus exigencias constitucionales y legales. Esta posición llevaría a anular los efectos de la prueba ilícita. Si la fuente es ineficaz por infracción de derechos fundamentales, será nulo todo medio a través del cual se incorpore lo adquirido al procedimiento, por constituir materialización misma de la ilicitud. Y porque la no recepción de la prueba exige, como derecho autónomo, su carencia de efectos, entre los que se encuentra el de la inadmisibilidad de los medios a través de los que se incorporan las fuentes. En todo caso, lo que se anula o excluye es el contenido de la fuente a través de la del el medio a través del cual se ha trasladado al proceso la información ilegítima, esto es, la información. Naturalmente, pues, ello supone la anulación del acto procesal por medio del cual se incorpora dicha información, lo que deberá producirse a través de la nulidad del acto procesal si se está en fase de instrucción, en la audiencia preliminar mediante la inadmisión del me-

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COMPENDIO dio probatorio o no otorgándole valor probatorio si el mismo ha llegado a practicarse en el juicio.

La infracción del derecho material, pues, que comporta la prueba ilícita, impone estas consecuencias, de modo que los instrumentos que se utilicen para anular el acto mediante el cual se incorpora no pueden sujetarse a las normas generales que regulan tales mecanismos. La nulidad, inadmisión o no valoración derivan de la violación del derecho, no de la regularidad del acto mediante el cual se llevan al proceso. Entender lo contrario, sería tanto como relativizar la prueba ilícita, degradarla y someter su apreciación a requisitos muchas veces no adecuados a la protección de los derechos. Esto es, una confusión que llevaría, mediante una estricta interpretación jurídica, a la limitación efectiva del derecho a la no recepción de pruebas ilícitas.

Naturalmente que lo deseable sería un régimen jurídico propio. Pero, si el mismo no existe, han de utilizarse los medios legalmente oportunos, pero interpretados adecuadamente.

La prueba ilícita, por tanto, no puede degradarse a una mera prohibición probatoria, pues ello significaría confundir siempre la fuente con el medio y permitir que el conocimiento ilícitamente adquirido o el dato de prueba generen efectos a lo largo de la instrucción y la etapa intermedia. Autorizar en toda situación la materialización de la ilicitud en un medio y otorgarle un fundamento complejo y confundido con otros derechos, carece de fundamento y, sobre todo, significaría privar de sentido a la prohibición de uso, de producción de efectos, por lo que la ilicitud probatoria debe ser declarada inmediatamente que sea conocida, en cualquier fase del procedimiento y a través de mecanismos propios o extraños en su defecto, pero solo utilizados como vehículo, no para asimilar conceptos independientes. Y, es más, equiparar prueba ilícita con prohibición de valoración, en tanto toda fuente debe incorporarse al proceso a través de un medio que a la postre se valora, implica una complicación seria derivada de que, al momento de la apreciación de la prueba habría que analizar y discriminar los actos lesivos producidos en el medio como tal y los propios del derecho material vulnerado originariamente. Y, lo que es más grave, en tanto los primeros son subsanables mediante pruebas incluso derivadas, se abriría la puerta a la subsanación indebida de la prueba ilícita.

Aquellos que defienden la postura de equiparar ilicitud probatoria con

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prohibición de valoración, sin apostar argumentos de ningún tipo para ello, incurren en un grave error, pues ignorando que la prueba ilícita afecta a la obtención de las fuentes, trasladan la nulidad al medio practicado, con lo que, por una parte, confunden dos categorías jurídicas, la ilicitud probatoria y la derivada de la garantía del derecho a la presunción de inocencia. Pero, a la vez, al poner el acento de la ilicitud en el momento de práctica y valoración de la prueba, dan valor a las pruebas reflejas en un doble sentido: el primero, al permitir que las pruebas ilícitas mantengan su validez produciendo sobre su base actuaciones dependientes naturalmente de ellas, pero lícitas; el segundo, al rehabilitar indirectamente las pruebas ilícitas mediante otras cuya práctica se adecue a las exigencias del medio legalmente establecido. En definitiva, la postura que se critica constituye un ataque en profundidad a la misma prueba ilícita, la desvirtúa y pone el acento en la investigación, en el interés general, sobre la libertad y la defensa.

La prueba ilícita afecta a la información que deriva de una fuente obtenida con violación de derechos o, en su caso, del medio practicado si, en lugar de la nulidad, se acuerda su exclusión como prueba o su valoración como prueba de cargo.

La prueba ilícita se refiere a la fuente de prueba, no al medio de prueba. Las fuentes, como es sabido, son ilimitadas por tener naturaleza extraprocesal; los medios suelen constituir un “numerus clausus” (art.157 CPP) en tanto procedimientos legales que garantizan la inmediación, la contradicción, la integridad de la prueba y su fiabilidad. Son conceptos que conviene diferenciar y cuya identificación puede producir efectos no deseables, máxime en tiempos como el presente en el que los avances técnicos se desenvuelven a una velocidad que la ley no puede prever. Y esta afirmación no experimenta modificación alguna aunque la ley admita medios no previstos ante situaciones obligadas por la aparición de nuevas fuentes, que son ilimitadas siempre y sometidas a los cambios sociales.

Por tanto, al hablar de prueba ilícita hay que referirse a diversos momentos: a) Nulidad de la información que deriva de la fuente que la proporciona. No se anula la fuente, que existe como concepto extrajurídico (el documento o la persona), sino el resultado, esto es, la información obtenida. Para ello ha de anularse el acto procesal por medio se incorpora al proceso.

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COMPENDIO b) Exclusión de dicha información cuando se pide que se articule a través de medios de prueba para el juicio oral (etapa intermedia). Inadmisión de la prueba que no exige la nulidad como tal, sino el acto de inadmisión. c) No valoración de la prueba, esto es, de los resultados del medio practicado si se ha ejecutado el medio en el juicio oral y se determina que se obtuvo infringiendo derechos fundamentales de naturaleza material. C) La prueba refleja.

La prueba ilícita preserva el contenido esencial de los derechos infringidos por medio de ella, por lo que ha de extender sus efectos a toda utilización directa o indirecta de sus resultados, a cualquier medio que, directa o indirectamente, derive de la misma, ya que, en caso contrario, la eficacia de los derechos no pasaría de una mera declaración retórica.

Su apreciación, a la vez, debe realizarse de modo autónomo a la del resto de infracciones, en orden a evitar confusiones innecesarias. Y, cuando se pueda invocar un mismo derecho como fundamento de vulneraciones lesivas, habrá que tener en cuenta que en la prueba ilícita, los derechos procesales solo justifican la ilicitud de forma mediata y que, aunque se de coincidencia los efectos deben producirse de forma independiente en atención a la lesión generada.

D) Prueba ilícita, intimidad, secreto y defensa material o autodefensa.

Pero, la prueba ilícita, además de prohibición de la obtención de fuentes de prueba con infracción de derechos fundamentales, es también prohibición de uso de determinadas informaciones vedadas por los distintos grados de confidencialidad o privilegios legales y constitucionales a la misma que se reconocen en un Estado de derecho. En este caso, la fuente es la información misma, la cual está prohibida en cuanto a su uso por venir amparada por normas superiores, por la intimidad o por intereses estatales, familiares, religiosos o cualesquiera otros de rango constitucional.

Del mismo modo, sería prueba ilícita la obtención de pruebas mediante métodos que afectaran a la integridad física o moral de las personas, esto es, el uso de métodos ilícitos de interrogatorio desde la tortura a cualesquiera otros que alteren la libertad de conciencia y de determinación, incluyendo aquí los referidos a las garantías que aseguran esa libertad en un interrogatorio. Tales como el suero de la verdad o el detector de men-

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tiras. Aquellos que no garanticen que en toda declaración el interrogado mantenga su libertad tanto inicialmente, al momento de prestar su conformidad, como a lo largo del interrogatorio. Plena conciencia y control de la voluntad.

Sería prueba prohibida, por tanto, el uso de informaciones no autorizadas y revestidas por un secreto legalmente reconocido o que atentaran a la intimidad personal, tales como el de diarios íntimos, confesiones religiosas, secretos de Estado, secreto profesional o la declaración como testigos de familiares sin previo aviso de su derecho a no declarar.

De igual modo, todo interrogatorio efectuado en condiciones de privación de libertad de conciencia o autodeterminación.

No sería prueba ilícita, por el contrario, la infracción del derecho de defensa formal (la asistencia de abogado) en la práctica de un medio de prueba, que entraría a formar parte del derecho a la presunción de inocencia o del derecho a un proceso con todas las garantías si se hace valer con anterioridad al juicio o no afecta a actos de prueba. Tampoco la atribución de valor probatorio a declaraciones o conductas que no lo tienen, como el derecho al silencio o el descubrimiento de la falsedad de una coartada, en tanto tienen un mejor encaje en el derecho a la presunción de inocencia.

E) Prueba ilícita provocada por particulares.

La prueba ilícita puede derivar de un acto realizado por el Estado (Juez, Fiscal, Policía etc…) o de un particular. De nuevo aquí tiene una importancia decisiva el fundamento de la misma. Si se residencia en la finalidad de persuadir al Estado para que ajuste su actuar a la Constitución, es evidente que la prueba ilícita, cual sucede en el derecho anglosajón, se limitaría a la actuación de los órganos estatales. Por el contrario, si como sucede en nuestros modelos jurídicos, la prueba ilícita se fundamenta en el valor superior de los derechos fundamentales, siendo la persuasión una mera consecuencia indirecta, es evidente que también los particulares pueden provocarla.

En el derecho anglosajón, en tanto el fundamento de la prueba ilícita se busca en la finalidad persuasiva, solo es posible contemplarla cuando es provocada por el Estado. Por el contrario, en nuestros ordenamientos, al ser la prueba ilícita un derecho consagrado constitucionalmente, ha de ser apreciada cuando el derecho se vulnera, independientemente de

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COMPENDIO quien lo haya violado y, a su vez, del efecto persuasivo que, adicionalmente, siempre provoca.

La grabación por particulares de conversaciones telefónicas, cuando son terceros ajenos a la comunicación es siempre nula. No los que participan en ella, pues forman parte del proceso de conexión. No afecta al secreto de las comunicaciones el uso de lo hablado por quien participa directamente en la conversación. Pero sí, en todo caso, si es un tercero, sea el Estado o sea un particular.

F) Prueba ilícita: Nulidad, exclusión, no valoración

El efecto que produce la prueba ilícita se suele equiparar, en sentido escasamente técnico jurídico, a la inexistencia. Con ello lo que se quiere decir es que debe procederse de inmediato a la exclusión material del proceso de lo obtenido directa o indirectamente mediante la invasión indebida en los derechos fundamentales. Dicha inexistencia o carencia de validez alguna (art. VIII CPP) no debe entenderse como tal en sentido técnico jurídico, es decir, entendiendo inexistencia desde el rigor del concepto referido a los actos o negocios jurídicos. Lo que se quiere indicar de forma gráfica es la necesidad de exclusión física de lo obtenido ilícitamente, lo que no siempre tiene lugar cuando se acuerda la nulidad de un acto permaneciendo en autos las diligencias anuladas. Pero, especialmente, lo que se pretende es la exclusión de la información por las vías apropiadas, autónomas si existen o las propias de otras instituciones en su defecto como medio, instrumento o vehículo procedimental.

Lo esencial es excluir lo obtenido del proceso a los fines de que no produzca efecto alguno, ningún valor jurídico, material o personal, como influencia en quienes dirigen la investigación o el tribunal juzgador. Y dicha exclusión ha de materializarse, como se ha dicho, mediante los instrumentos legales que en cada fase existan al respecto.

Debe declararse este efecto y proceder a la exclusión material del resultado de lo obtenido inmediatamente que se conozca y, por tanto, no puede ser degradada a una mera cuestión de admisibilidad del medio de prueba o de prohibición de su valoración. De hacerlo así, resultaría que la ilicitud derivada de la infracción de derechos fundamentales produciría efectos menos intensos incluso que una nulidad procesal, cuya declaración puede operarse de oficio en cuanto es conocida. Se incurriría en una grave con-

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tradicción artificiosa sin base en ningún elemento objetivo, legal o jurisprudencial suficiente, pero capaz de permitir que, por ejemplo, se abriera un proceso con el solo elemento inculpatorio derivado de un acto violatorio de derechos fundamentales que se mantendría produciendo efectos y generando actos de prueba derivados del mismo. O, lo que es lo mismo, se abriría la puerta al abuso del derecho dándose lugar a situaciones tan poco objetivas y susceptibles de fraude, que ese solo hecho obliga a extremar la prudencia a la hora de formular conclusiones tal vez precipitadas y de difícil compatibilidad con los conceptos utilizados.

La prueba ilícita, pues, debe ser decretada en la fase de investigación si ya se conoce, y, en su defecto, no ser admitida como prueba; si es admitida, no ser valorada; y, si es valorada, no ser tomada en consideración para fundamentar en ella la condena. Y si se ha hecho, ser revocada la sentencia en sede por la vía de recursos ordinarios o extraordinarios.

Cuando se infringe un derecho fundamental material y se produce un supuesto de prueba ilícita, no ha de posibilitarse ningún efecto legal, no solo el de una simple prohibición de valoración. Porque, carencia de efectos, de todo efecto, significa no producir ninguno, ni directos, ni indirectos y pronunciarse inmediatamente que es conocida para, precisamente, evitar que los produzca. Afirmar que no producción de efectos equivale a mantener la validez de un acto en espera de que los produzca indirectamente o que los pueda producir, significa negar la eficacia real de la prohibición o, peor, aún, fomentar que los genere y animar indirectamente a que el Estado se aproveche de su propia conducta indebida. No otra conclusión cabe extraer de ese mantenimiento en el tiempo y en el procedimiento de lo que se conoce como ilícito. Ninguna ventaja cabe encontrar salvo buscar consecuencias derivadas de la acción lesiva.

Los arts. VIII y 159 CPP no dejan lugar a dudas. Cuando prohíben la producción de efectos y la no utilidad de lo obtenido, no hablan de interdicción de valoración, sino de toda utilización, a cualquier fin. Y donde la ley no distingue, nosotros no podemos distinguir. Otra interpretación, supone limitar la vigencia de la prueba ilícita de forma opuesta a su fundamento y abrir la puerta a intromisiones ilegítimas.

La prueba ilícita, como infracción grave del ordenamiento constitucional y por su finalidad adicional disuasoria, no es subsanable, ni se puede convalidar, de modo que nunca puede ser practicada una prueba, derivada de

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COMPENDIO ella, que sirva para remediar el defecto en el que se ha incurrido. Otra cosa es que se practique una prueba independiente, en cuyo caso, si no concurre esa conexión natural, nadie discute la validez de la condena. Y para hallar una prueba no conexa, tampoco es necesario el mantenimiento de la ilícita en las actuaciones si se quiere que sea enteramente independiente.

La ineficacia debe ser declarada sin necesidad de atender a si ha producido o no un real perjuicio a la parte o a un tercero, sin por tanto analizar si ha generado indefensión e, incluso, debe ser apreciada de oficio. A diferencia de lo que sucede con la nulidad de los actos procesales, no se vincula la ineficacia a la intensidad o existencia de efectos, sino que se atiende, simplemente, a la violación de un derecho fundamental, pues la prueba ilícita tiene como fin superior la tutela del sistema constitucional de derechos fundamentales.

4. La nulidad de los actos procesales Cuando la infracción no afecta a derechos fundamentales, por haberse obtenido correctamente la fuente de prueba, ni a las garantías propias de la prueba de cargo, a su consideración como tal, esto es, cuando la infracción de las normas tiene un mero rango infraconstitucional, no se puede hablar de existencia de prueba ilícita, ni de vulneración del derecho a la presunción de inocencia, sino de la presencia de vicios o defectos procesales que, eventualmente, pueden provocar la nulidad de aquellos actos, nulidad que no es equiparable ni supone la de la fuente, cuya validez es incuestionable por tratarse de algo independiente y previo, ni produce efectos reflejos más allá de los que derivan de una dependencia funcional, no natural, del subsiguiente acto derivado del nulo. De la misma forma, entra de lleno en el ámbito de la nulidad la afectación del derecho a un proceso con todas las garantías, excluido de éste su ámbito material, es decir, los derechos materiales que llevan a la ilicitud probatoria y aquellos derechos que forman parte del derecho a la presunción de inocencia. Así, por ejemplo, el derecho al Juez legal o natural, la afectación a la imparcialidad manifestada en una incongruencia que atentara al principio acusatorio etc…son derechos, de naturaleza procesal, que se han de hacer valer mediante el recurso a la nulidad de los actos procesales. No se está en estos casos en el marco de la prueba ilícita, sino en el de la nuli-

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dad de los actos procesales, debiendo aplicarse lo dispuesto en los arts. 149 a 154 del CPP. La confusión, de no hacerse así, comportaría graves consecuencias por las especialidades propias de la nulidad procesal a diferencia de la agresión a derechos materiales y a la presunción de inocencia. La más importante, aunque se puedan encontrar también algunas excepciones, es que los actos que producen nulidad conducen a errores “in procedendo”, lo que llevaría a que la resolución judicial ordenara la retroacción de las actuaciones sin entrar en el fondo del asunto, mientras que los atentados a la ilicitud probatoria y a la presunción de inocencia significan errores “in iudicando” que siempre exigen la emisión de una resolución de fondo impidiendo la retroacción de las actuaciones. La nulidad, por su propia esencia, además, no se declara de forma automática por el mero hecho de constatarse el vicio o defecto. La nulidad no es nunca una consecuencia formal e inmediata, sino que su estimación se sujeta a la producción de un perjuicio concreto en la parte que la alega o en el órgano judicial que la aprecia, perjuicio que suele reconducirse a la indefensión. De esta manera, un acto viciado, aunque se constate tal defecto, será válido si no genera un real perjuicio. Por ejemplo, una notificación mal hecha es válida si el sujeto llegó a adquirir conocimiento efectivo del acto al que se le convocó. Un acto nulo, además, puede validarse si se subsana el defecto o no afecta a su esencia, a su capacidad para producir los efectos naturales que le son propios. Una transcripción incompleta puede ser rehecha con base en el original o subsanada mediante su audición directa, por ejemplo, sin que la nulidad de la referida transcripción pueda engendrar la de toda la prueba en su conjunto. Otra cosa es que la grabación original se hubiera realizado defectuosamente, sin las exigencias necesarias, dado que en este caso la subsanación o convalidación sería muy compleja, incluso a través de la testifical, por extenderse el vicio a los actos posteriores y afectar a su fiabilidad. La nulidad, pues, como conclusión, limita sus efectos al propio acto, salvo que se acredite que los ha extendido a los posteriores, que estos últimos han padecido los defectos de la nulidad originaria, que existe una relación directa e inmediata. De la misma manera, para su apreciación ha de ser valorada siempre la conducta de las partes, su comportamiento, ya que no podrá alegar nulidad quien ha provocado el defecto en el acto. Si, por ejemplo, se pierden en el proceso los

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COMPENDIO originales y los conserva una parte, ésta no puede aducir nulidad de la transcripción, guardando, a su vez, el referido original. O si alguien daña los originales, tampoco puede aducir la nulidad de lo que su voluntad ha perjudicado. Los efectos indirectos, por tanto, pueden admitirse en condiciones muy diferentes de lo que sucede con la prueba ilícita. Las diferencias con la prueba ilícita son, pues, evidentes. Por ello, estimar como se hace que existe prueba ilícita cuando se afectan derechos procesales o, más concretamente, cuando se vulnera el derecho a un proceso con todas las garantías o proceso debido, aunque ambos conceptos no sean del todo coincidentes, implica trasladar la automaticidad propia de la primera a valoraciones de requisitos o presupuestos adicionales que adquieren sentido sólo cuando causan una real indefensión o un perjuicio, pues una violación de un derecho procesal o de una norma infraconstitucional de la misma naturaleza únicamente puede generar nulidad si produce efectos reales en las partes. La infracción por sí misma carece y debe carecer de entidad respecto a una nulidad que sería excesiva, especialmente porque se trata de errores o vicios “in procedendo” que siempre son subsanables.

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“LA REFORMA PROCESAL PENAL DENTRO DE LA POLÍTICA CRIMINAL DE ESTADO: FUNCIONES, EXIGENCIAS Y DESLINDE” Alfonso Zambrano Pasquel

Sumario Introducción. Una visión histórica sobre la política criminal. Hacia una visión actual de la política criminal. Algunas propuestas de política criminal. Algunas ideas del Prof. Elías Carranza. Hacia un plan de política criminal. La reforma procesal penal en América Central y en América Latina. El profesor Kai Ambos y sus sugerencias. La reforma procesal penal en Perú. Breve comentario. Situación actual del Sistema Penitenciario Nacional. El Código Procesal del Perú del 2004. Concluyendo. Criminología mediática vs. Criminología cautelar.

Introducción Se nos ha solicitado aproximarnos a la Reforma Procesal Penal dentro de la Política Criminal de un Estado, con ocasión de los diez años de vigencia de la Reforma Procesal Penal de Perú con su Código del 2004, por lo que cumpliendo con el encargo y la tarea propuesta nos parece oportuno hacer un planteamiento de lo que debemos entender por la Política Criminal.

Una visión histórica sobre la política criminal No es posible determinar quién usó por primera vez el concepto de Política Criminal: algunos autores creen que fue Feuerbach o Henke, aunque Beccaría fue el punto inicial de esta corriente en 1764 con su obra “De los delitos y de las penas”. La política criminal se extendió desde Italia con Beccaria a Inglaterra con Bentham, a Francia con Berenger y Bonneville y a Alemania con Feuerbach y Henke.

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COMPENDIO En el año 1889 Fran Von Liszt, Van Hamel y Adolfo Prins fundaron la Unión Internacional de Derecho Penal, pero fundamentalmente Fran Von Liszt fue el mentor de la Escuela de la Política Criminal o Escuela Pragmática, Sociológica y Biosociológica y con esta escuela se inició la política criminal sistemática o científica. Fran Von Liszt diferenció la Política Social de la Política Criminal. La primera tenía por objeto la supresión o restricción de las condiciones y fenómenos sociales de la criminalidad, mientras que la segunda se ocupaba de la delincuencia en particular y de que la pena se adaptase en su especie y medida al delincuente, procurando impedir la comisión de crímenes en el futuro. Von Liszt refirió el alcance de la Política Criminal a la apreciación crítica del derecho vigente y a la programación legislativa y a la programación de la acción social. El núcleo de la Política Criminal era la lucha contra el crimen, pero no debía quedar restringida al área judicial o del Derecho Penal, sino que debía extenderse a los medios preventivos y represivos del Estado. Los principales objetos de la Política Criminal según Liszt eran: •

La máxima eliminación de las penas cortas de prisión y el frecuente uso de la multa;

La aplicación de la condena condicional donde fuere practicable;

La ejecución de medidas educativas para jóvenes delincuentes;

La atención primordial a la naturaleza del criminal y de sus motivaciones;

La consideración del Estado Peligroso;

La profilaxis de la inclinación criminal en desarrollo (habitualidad y aprendizaje criminal);

Formación profesional del personal penitenciario y del de la administración del Derecho Penal;

La recepción de medidas de seguridad para aquéllos supuestos en que lo aconsejaba el estado mental o la posibilidad de readaptación o corrección del delincuente.

Los principios de Política Criminal fueron receptados por muchos códigos y anteproyectos, priorizando la naturaleza de los móviles del delincuente y los tipos de criminales: ocasionales, habituales y por predisposición con la consecuente individualización de la pena.

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Hacia una visión actual de la política criminal El profesor Eugenio Raúl Zaffaroni nos recuerda, que “La política criminal es un capítulo de la política general, que si bien tiene –como toda política sectorial- su aspecto técnico, éste no puede obviar los objetivos generales dentro de los que debe enmarcarse. Por consiguiente, cuando la política criminal se concreta en normas penales, éstas deben interpretarse conforme a la pauta política general o, al menos, no contradecirla. La ciencia jurídico-penal interpreta estas normas para proyectar su aplicación racional mediante decisiones judiciales, o sea que aspira a orientar actos de un poder del estado (sentencias) que también son actos de gobierno. Por consiguiente, todo concepto jurídico-penal es políticamente funcional, como inevitable dato de realidad e independientemente de que quien lo formula tome consciencia de ello1. La tarea de la ciencia penal de nuestra región resulta, por ende, más compleja que la alemana, pues: a) por imperio constitucional debe orientarse al restablecimiento de la paz social; b) no puede pasar por alto que los defectos y perversiones de sus sistemas penales no lo hacen el instrumento mecánicamente idóneo para ello; c) ni que el propio sistema penal suele contribuir a aumentar y agravar la conflictividad. d) Pese a ello debe paliar la selectividad extrema del poder punitivo, que retarda la incorporación a la ciudadanía real. Y, e) Debe observar con especial atención la contención del poder punitivo del estado, para preservar los espacios críticos necesarios al desarrollo social democrático. Este último aspecto debe ser particularmente subrayado, dada la larga experiencia autoritaria de abuso del poder punitivo, que llevó incluso a la comisión de crímenes de lesa humanidad. De allí que todo sistema que se construya en nuestra región requiera una particular insistencia en las garantías penales tradicionales”2.

1. Eugenio Raúl ZAFFARONI, nos había dicho en otro momento, “por política criminal, puede entenderse la política respecto del fenómeno criminal, lo que no sería más que un capítulo de la política general. En este sentido política criminal sería el arte o la ciencia del gobierno respecto del fenómeno criminal, y no podría oponerse nunca al derecho penal, puesto que el derecho penal no podría ser más que un aspecto de su materialización o instrumentación legal”. Luego agrega en su, Manual de Derecho Penal, Parte General, Ediar, Buenos Aires, 1985, p. 86, “Podemos afirmar que la política criminal es la ciencia o el arte de seleccionar los bienes que deben tutelarse jurídico-penalmente y los senderos para efectivizar dicha tutela, lo que ineludiblemente implica el sometimiento a crítica de los valores y senderos ya elegidos”. 2. Eugenio Raúl ZAFFARONI, en La ciencia penal alemana y las exigencias político-criminales de América Latina, www. alfonsozambrano.com en el link Doctrina Penal.

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COMPENDIO El Profesor Zaffaroni, nos recuerda que desde mediados del siglo pasado la ciencia penal alemana ha sido la principal nutriente de la construcción sistemática del derecho penal argentino y latinoamericano. Que en este momento operan en ella varias tendencias, de las que sobresalen y se difunden por la región: una que procura una normativización en pos de la reafirmación de la vigencia de las normas; otra la elaboración teórica que se orienta hacia objetivos político criminales preventivos, y una tercera la sobreviviente del llamado al realismo de hace algunas décadas. La pregunta que plantea el jurista argentino, es si, ¿ellas –o cuáles de ellas y en qué medida- son adecuadas o útiles para responder a las exigencias político criminales en las actuales circunstancias de nuestra región? Sostiene que, aunque sea casi una obviedad señalar que estas circunstancias son diferentes a las de Alemania, para la claridad del planteo es menester precisar previamente y con la brevedad del caso los principales rasgos diferenciales. Su propuesta con la que coincidimos, es la de una política criminal respetuosa de un Estado constitucional de derechos y garantías, en el que el más alto deber del Estado consiste en respetar los derechos humanos consagrados en la constitución3. En que nadie pueda invocar la falta de ley para no respetar los derechos fundamentales, que deben ser celosamente garantizados incluso de oficio sin mediar reclamo alguno de legítimo interesado. Preguntamos por nuestra parte, ¿cómo desarrollar una política criminal de los derechos humanos? A la manera como la colectividad reacciona organizadamente, frente a las acciones delictuosas (lato sensu) que amenazan su cohesión o su desarrollo armónico, se le denomina política criminal. Todo sistema tiene por objeto una determinada política criminal. Es tarea de esta disciplina, no sólo la descripción de la reacción social contra la delincuencia, sino también determinar los lineamientos que deberían seguirse a fin de lograr una mayor eficacia. Por esto, se ha considerado que la política criminal se presenta bajo dos aspectos: primero, como una disciplina o un método de observación de la reacción anti criminal; tal como es, efectivamente, practicada. Y, segundo, como un arte

3. Art. 11 n. 9 de la Constitución de Ecuador del 2008.

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o estrategia de lucha contra la delincuencia; elaborada a partir de los datos y enseñanzas aportados por la observación objetiva. La política criminal es, en consecuencia, una parcela de la política jurídico - penal del Estado, la que a su vez es parte de su política general. La programación y realización de una correcta y coherente lucha contra la delincuencia, depende del apoyo y fomento de los estudios tendientes a describir el sistema de reacción social y a determinar los lineamientos y los medios más eficaces. De esta manera, se evitará que la reacción sea espontánea o inorgánica, motivada únicamente por el afán de dar satisfacción a los movimientos de la “opinión pública”, originados por la comisión de ciertas infracciones (política criminal del “golpe por golpe”, del “coup par coup”); o destinada a satisfacer, mediante la multiplicación o agravación indiscriminada de la represión, a un público impresionado o temeroso ante la comisión frecuente de ciertos delitos. De allí que una racional y coherente política criminal suponga un esfuerzo de sistematización y de actualización de las instituciones que luchan contra la delincuencia; instituciones que deben, como afirmaba Marc Ancel, estar integradas en un conjunto coordinado dentro del cual se complementan, en lugar de oponerse; y que deben ser adecuadas a las condiciones sociales.

Algunas propuestas de política criminal Buscamos afirmar la propuesta de la eficacia de las normas constitucionales como marco general de la política criminal. Esta corriente ensaya la construcción de un derecho penal que, a diferencia de von Liszt, no se enfrenta como límite a la política criminal. Dadas nuestras circunstancias –y planteada la cuestión en términos más modernos- lo que el derecho penal debe enfrentar es el impulso desenfrenado de nuestros Estados defectuosos –y sus sistemas penales perversos- hacia un ejercicio desmedido del poder punitivo, que conoce terribles y no lejanos antecedentes4. En este sentido, de la Constitución se deriva la norma política a la que debe someterse toda política criminal plasmada en normas y dentro de ese marco debe construirse cualquier sistema científico de comprensión en la ciencia jurídica.

4. Cf. Eugenio Raúl ZAFFARONI, en Ob. Cit. p. 5-6.

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COMPENDIO El Prof. Raúl Zaffaroni dice, que una particular consecuencia de la construcción alemana asentada en objetivos político-criminales es el debilitamiento del concepto de culpabilidad, privado de la base antropológica de autodeterminación de la persona, sustituida parcialmente por demandas de prevención. Esto nos parece sumamente peligroso en nuestra región. En nuestras circunstancias la culpabilidad tradicional es un concepto fundamental para acotar el poder punitivo y evitar penas crueles e inhumanas, que, lejos de ser reducido, consideramos necesitado de perfeccionamiento, con adecuada apertura a datos sociales e individuales que señalen las fallas estatales y del propio sistema penal que redundan en reducción de la autodeterminación por privación de ciudadanía, en forma que permita orientar las decisiones judiciales hacia cierta compensación de la alta selectividad del poder punitivo y de la marcada estratificación social. Con estas advertencias, hay elementos de esta corriente de la doctrina alemana que pueden ser útilmente empleados en nuestras construcciones jurídico-penales. Afirma el Prof. Zaffaroni que “el realismo alemán de hace décadas y que sigue siendo sostenido por una corriente de la ciencia penal actual, ofrece interesantes aportes, a condición de alejarnos de toda ortodoxia. Bien entendido en su sentido, en nuestra ciencia jurídica cabe –igual que en la alemana- prescindir en cuanto a sus aspectos prácticos de toda pretensión de jusnaturalismo supralegal, dado que los principios básicos de la política criminal están en la misma ley positiva (Constituciones)”.

¿Cómo conseguir estas propuestas? Algunas ideas del Prof. Elías Carranza Tomamos algunas ideas del Prof. Elías Carranza, director del ILANUD de NN.UU.5, “poder judicial y legislación procesal penal son dos capítulos de la mayor importancia a considerar por la política criminal, pero también los de legislación penal material, policía, sistema penitenciario, sistema post-pe-

5. Elías CARRANZA, Política criminal y humanismo en la reforma de la justicia penal, www.alfonsozambrano.com

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nitenciario, justicia de menores y, más recientemente, formas no penales de resolución de conflictos. Todo esto, si nos referimos a la política criminal en sentido estricto, o sea a la política criminal referida al ámbito de acción del sistema de justicia penal que es el concepto de política criminal implícito en el #19 de los “Principios rectores en materia de prevención del delito y justicia penal en el contexto del desarrollo y de un nuevo orden económico internacional”. Hay que tener también en cuenta, sin embargo, otra acepción más amplia de política criminal, referida a la totalidad del sistema de control social (no sólo al sistema penal) y que intercepta con otras áreas de la política estatal, particularmente del “sector social” (salud, vivienda, educación, trabajo), con su incidencia en la prevención primaria de la criminalidad y en la mayor o menor frecuencia de ciertas formas delictivas. Es el concepto implícito en el # 21 de los “Principios rectores” arriba citados, cuando se refieren a la prevención del delito como parte de la política social, diciendo que “el sistema de justicia penal, además de ser un instrumento de control y disuasión, debe contribuir también al objetivo de mantener la paz y el orden y de reparar las desigualdades y proteger los derechos humanos con miras al logro de un desarrollo económico y social equitativo. A fin de relacionar la prevención del delito y la justicia penal con las metas del desarrollo nacional, hay que esforzarse por obtener los recursos humanos y materiales necesarios, incluida la asignación de fondos adecuados y por utilizar en la mayor medida posible todas las instituciones y recursos pertinentes de la sociedad, para garantizar así la adecuada participación de la comunidad”. Este es el concepto también implícito en el #18 de los mismos “Principios” cuando, refiriéndose a la planificación intersectorial del desarrollo, expresan que: “Las actividades de planificación intersectorial deben tender a lograr la interacción y la cooperación entre los planificadores económicos, los organismos y los sectores de la justicia penal, a fin de establecer o reforzar mecanismos de coordinación adecuados y aumentar la capacidad de respuesta a la política de prevención del delito a las necesidades del desarrollo y a las condiciones cambiantes”. Finalmente, encontramos que ambos conceptos de política criminal se desprenden del objetivo principal de ILANUD, establecido en su convenio de creación, que dice en su artículo primero, que “el objetivo principal del instituto es

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COMPENDIO colaborar con los gobiernos en el desarrollo económico y social equilibrado de los países latinoamericanos mediante la formulación e incorporación en los programas nacionales de desarrollo de políticas e instrumentos de acción adecuados en el campo de la prevención del delito y la justicia penal.”

Hacia un plan de política criminal Es conveniente desarrollar un plan de política criminal que es casi desconocido por todos los gobiernos y que no forma parte generalmente de ningún plan de gobierno. Esto explica que se busquen solamente respuestas represivas sin medidas de prevención. Debemos manifestar igualmente que no hay soluciones mágicas a un problema de suyo complejo y con un innegable componente estructural que debe ser acometido desde diferentes frentes que demandan un amplio programa de política criminal que se desarrolle en el espacio democrático del Estado de Derecho que enfrenta asimismo como propuesta de gobierno el reto de la modernización. Un plan de política penal implica un conjunto de estrategias de estructuración inmediata como la primera respuesta oficial frente al aumento de la criminalidad de contenido violento, al crimen organizado y a la delincuencia convencional. Un plan de política criminal significa un conjunto de estrategias y actividades que se desarrollen a mediano y a largo plazo como necesarias para mejorar las condiciones en algunos niveles de la sociedad ecuatoriana que hagan viables las posibilidades de ofrecer alternativas al fenómeno de la criminalidad creciente. Un programa de política criminal demanda recursos que deben ser proveídos por el Estado, a esto sumemos el establecimiento de una estrategia y un orden de acciones para llevarlos a la práctica teniendo en cuenta la realidad en cada caso. Tanto en la prevención anterior al delito como en el accionar del sistema de justicia penal deberían ocupar un lugar importante, teniendo en cuenta también las distintas categorías -que presuponen formas específicas de prevención- y la realidad social, cultural, económica y jurídica de cada país. Don Elías Carranza al referirse al tema de Política Criminal y Derechos Humanos, nos dice, que hay que “poner de relieve la necesidad de cerrar la brecha entre el estatuto de derechos humanos que se encuentra establecido en la legislación internacional y nacional y que es de la esencia de la justicia pe-

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nal, y la realidad de su funcionamiento, en la que estos derechos son sistemáticamente violados. La tarea es muy difícil, y para acometerla sin caer en el desaliento ni en la hipocresía, es importante estar claros sobre la verdadera esencia del sistema de justicia penal y sobre las limitaciones estructurales que hacen que funcione de la manera en que lo hace”6. Podemos intentar una aproximación bifronte: a) criterios de una política criminal preventiva, anterior a los hechos delictivos y a la intervención del sistema de justicia penal; y, b) criterios a aplicarse a partir de la intervención del sistema de justicia penal. a.1. Fortalecer la prevención primaria o social de la criminalidad, con acciones a nivel de la familia, la escuela, el trabajo, (en particular el trabajo de menores), la salud, la recreación, la planificación urbana. a.2. Fortalecer la prevención del delito por medio de la comunidad. La policía no debe “apropiarse” del problema delictivo. Este es un problema social, en el que deben trabajar en su solución especialmente las comunidades directamente afectadas, participando conjuntamente con la policía en la elaboración de estrategias de prevención y en el establecimiento de prioridades de acción y de movilización de recursos. a.3. Procurar reducir al máximo posible ciertas formas de prevención directa y personal del delito, tales como armas para defensa personal y policías privadas (con prohibición total de las armas de calibres de guerra), que sustituyen la acción estatal en el uso de la fuerza, multiplican la violencia social y elevan el riesgo de vida para la propia víctima. b. 1. Promover una distribución presupuestaria y de recursos humanos en el Sistema de justicia penal que eleve las actuales proporciones de los subsistemas judicial y penitenciario, para garantizar la independencia del poder judicial y la judicialidad de sus resoluciones, así como para garantizar un nivel de funcionamiento del sistema penitenciario que evite las violaciones a los derechos humanos que suceden en razón de la limitación de recursos humanos y materiales elementales.

6. Elías CARRANZA, en Ob. Cit. p. 8.

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COMPENDIO b.2. Promover, en la mayor medida posible, las formas no-penales de resolución de conflictos (Somos conscientes de que, en esta materia, un obstáculo importante es el principio de legalidad, según está establecido en nuestros sistemas jurídico penales. Este es uno de los temas importantes para trabajar en función de una política criminal innovadora, que tenga como objetivo principal la paz social a partir de la satisfacción de los miembros de la sociedad y no indispensablemente a partir de la sanción penal). b.3. Orientar la acción del ministerio público hacia la persecución de los delitos más graves y que causan mayor daño social, tales como criminalidad violenta, drogas y criminalidad económica. De esta manera se obtendrá un mejor resultado en términos de Justicia y una distribución más racional y eficiente de los recursos humanos existentes, al reducirse los esfuerzos proporcionalmente destinados a la persecución de los “delitos de bagatela”. Aquí, nuevamente habría que actuar en forma innovadora frente al principio de legalidad vigente (o frente a la interpretación que se ha hecho hasta el momento de este principio, ya que en la realidad sí se produce una selección de los casos que son perseguidos por la justicia y de los que -con frecuencia por limitaciones de capacidad de trabajo- no lo son. Hay ejemplos en los que se habría logrado con éxito compatibilizar la vigencia del principio de legalidad, con Instrucciones de política criminológica al ministerio público para priorizar la persecución de determinados delitos de mayor gravedad. b.4. Revisar la situación de la víctima en el proceso, estableciendo su participación en él. b.5. Establecer una política penológica que priorice las sanciones y medidas no privatizadas de libertad y proactivas, tales como trabajo en la comunidad, reparación a la víctima, reconocimiento del hecho y perdón del ofendido, y otras, y destine la pena de prisión sólo para los delitos de mayor gravedad, con el objeto de reducir en lo posible la violencia de respuesta del sistema penal y que ésta no sea un obstáculo para la inevitable y necesaria reinserción social de quien ha delinquido. b.6. Reformar el procedimiento penal, introduciendo la oralidad y publicidad en los países en que éstas no existen, para garantizar el principio de inmediación, así como el mayor grado de participación posible de la comunidad en las decisiones judiciales y víctimas, por medio de un proceso penal transparente, expedito, oral y público. El tránsito hacia una justicia penal

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verdaderamente justa no será sencillo, pues el dictado de la ley es sólo un paso, bien importante, por cierto, cuando va acompañado por la decisión política y por la activa participación de la sociedad en el proceso de transformación.

La reforma procesal penal en América Central y en América Latina En la década de los noventa del siglo 20 y mientras se desempeñaba como Director del ILANUD el profesor Eugenio Raúl Zaffaroni se impulsa un proceso de reforma penal en América Central y en América del Sur. En el caso de Guatemala el mismo profesor Julio B.J. Maier autor del Anteproyecto de Código Procesal Penal Modelo para Iberoamericana7 había liderado la propuesta de un nuevo Código de Procedimiento Penal que fue trabajado con dos de sus discípulos, Alberto Binder y Maximiliano Rusconi, en tanto que el proyecto de Código Penal fue estructurado con el profesor David Baigùn, en Ecuador trabajaron Binder y Rusconi en un anteproyecto de CPP en el año 1991 bajo la presidencia de Walter Guerrero Vivanco, el mismo que fue retomado por la llamada pequeña Comisión en el año 1995 conformada por Walter Guerrero Vivanco, Edmundo Durán Díaz y Alfonso Zambrano Pasquel, que dio a luz al Código de Procedimiento Penal del año 2000 que con las reformas de los años 2009 y 2010 se consolida como un modelo acusatorio y que se mantiene con algunas reformas en el Libro II del Código Orgánico Integral Penal de Ecuador del año 2014, que es el que se encuentra vigente. Como se sabe la reforma procesal penal en América Central y en América del Sur permite nuevos códigos en Guatemala, Honduras, El Salvador, Costa Rica, Venezuela, Paraguay, Colombia, Chile, Bolivia, Perú y México, sin olvidar los nuevos códigos procesales penales en Argentina que tiene un sistema de legislación federal, en que se han ido aprobando para diferentes provincias. Conviene recordar lo dicho en más de un momento por Julio B.J. Maier, un código procesal es una herramienta de trabajo, y el mejor código del mundo sin

7. Puede ser accedido en nuestra página web en www. alfonsozambrano.com

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COMPENDIO buenos operadores (policías, fiscales, jueces y abogados litigantes) sirve para muy poco. Recuerdo que en el caso chileno las grandes preguntas eran si había el recurso económico suficiente y si había la decisión política de cambiar el modelo, ambas respuestas fueron afirmativas.

El profesor Kai Ambos y sus sugerencias Kai Ambos dice8: “una verdadera reforma judicial en América Latina requiere mucho más que meras mutaciones normativas y que este “plus” debe consistir en cambios estructurales que exigen más que solamente unas décadas. Si bien las transformaciones normativas e institucionales ya pueden considerarse logros considerables, sobre todo tomando en cuenta la resistencia de los propios operadores judiciales, es claro que un approach puramente normativo resulta igualmente insuficiente, frente a los problemas históricos estructurales, que un approach “mecanista” (Domingo y Ramos Rollón 2005: 14) o mono-causal, limitado a resolver problemas específicos con medios predominantemente técnicos y sin tomar en cuenta el contexto social, nacional y cultural. Sin pretender darle una solución completa al problema planteado, quiero hacer algunas sugerencias desde una perspectiva, ciertamente limitada, académico-universitaria: En primer lugar, cada reforma requiere de un diagnóstico preliminar para identificar los déficit y defectos que ella pretende subsanar. Un tal diagnóstico es también necesario ex post para evaluar los resultados de la reforma. Para hacerlo, es necesario efectuar una investigación empírica y, si se trata de una reforma del sistema penal, esta investigación debe ser criminológica, es decir, ha de tratarse de un análisis interdisciplinario y empírico. Lamentablemente, la Criminología empírica no tiene hoy en América Latina el status y la importancia que merece y tiene en Alemania y EE.UU. En efecto, durante muchos años la llamada Criminología crítica dominó el discurso en América Latina (basta mencionar en este lugar la obra de Alessandro Baratta) y este hecho es, sin negar la importancia político criminal de esta vertiente en su momento, una de las causas de la falta de una “cultura empírica” en la Criminología en la región. Con esto no se ignora que existen investigaciones em-

8. Kai AMBOS, Breves comentarios sobre la reforma judicial en América Latina. Ver en www.alfonsozambrano.com

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píricas, incluso de “criminólogos críticos” (ver por ejemplo Bergalli 1980, Martínez Sánchez 1990, Del Olmo 1998, Tenorio 2002, Gabaldón/Birbeck/Norris 2003, Gabaldón 2004, Bergman 2005), pero sí es importante para el proceso de reforma reforzar el desarrollo de la criminología empírica en América Latina. En segundo lugar, existe consenso entre los “expertos” y los actores de la cooperación judicial nacional e internacional respecto a que la independencia real del poder judicial es un presupuesto fundamental para el éxito de una reforma. Está claro que la “ley política” tradicional, la intromisión política en los asuntos de justicia no solamente va en contra del principio constitucional de separación de poderes, sino que hace depender cualquier reforma judicial de la voluntad de los políticos. De hecho, la “ley política” convierte la reforma judicial en una contradicción en los términos, pues, se trata, justamente, de separar política y ley (en la medida de lo posible) para lograr justicia sin arbitrariedades políticas. Esto presupone, claro está, la independencia funcional de los operadores del sistema judicial (jueces, fiscales, funcionarios judiciales) del poder político. El punto de partida de esta independencia es el ingreso al poder judicial (con inclusión del Ministerio Público y/o la Fiscalía) a través de un sistema de concursos (carrera judicial profesional) y el reconocimiento, en principio, de la inamovilidad laboral de los jueces y fiscales. En tercer lugar, y en relación directa con el punto anterior, no sobra anotar que la mayor parte de los países latinoamericanos han optado por reformas judiciales en un contexto que ha sido empujado por las necesidades de mayor celeridad de la administración de justicia, y una posibilidad de resolución de los conflictos que favorece ampliamente un modelo de administración de justicia proclive a restarle al Estado tareas que tradicionalmente han sido parte de su resorte. En este sentido la influencia de ordenamientos e institutos extranjeros, principalmente provenientes del derecho anglosajón, han significado un choque cultural que a diferencia de la discusión comparada e histórica de otras tradiciones jurídicas, por ejemplo, las Europeas (España, frente al derecho Alemán, o Alemania frente a EE.UU.), no ha permitido aclimatar de manera racional las reformas judiciales. En efecto, las reformas legales le han dado importancia mayúscula a la oralidad en los procedimientos, los institutos de aceleración o culminación procesal anticipada e incluso se nota una tendencia severa a la privatización de la justicia en otros sectores por las vías de negociación de penas, conciliación extrajudicial, arbitraje judicial privado, amigable composición etc. Pero como es obvio, este tipo de medidas no se

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COMPENDIO pueden adecuar únicamente con leyes formales, sino también con estudios claves sobre su conveniencia y su compatibilidad frente a sistemas legales que tradicionalmente han operado con supuestos históricos distintos, en los que la iniciativa privada en la administración de justicia o la liberalización de los conflictos a las partes con una mínima intervención estatal puede ser observada con profunda desconfianza, por las consecuencias de desigualdad en la aplicación del derecho. Se nota que los institutos jurídicos foráneos sufren una transformación que a veces realmente corresponde a una verdadera desfiguración de los intereses estatales frente a la administración de justicia. Así, por ejemplo, se puede observar que en el campo penal la negociación de penas (plea bargaining) si bien se gana el objetivo de aceleración se pierde en lo relacionado con la formulación de una administración paritaria para casos similares. La aplicación en Colombia, por ejemplo, de la negociación de penas a narcotraficantes o guerrilleros replica las dificultades que en su tiempo tuvo Italia con el tratamiento legal del mismo fenómeno criminal (pentiti). Igualmente, en el campo privado se ha promovido la búsqueda de un modelo de juez más cercano al árbitro que se proyecta a revitalizar la institución del arbitrio judicial privado, con lo cual se gana en eficiencia por la terminación del conflicto que resulte aceptable para las partes, pero se pierde en calidad de la administración de justicia por aquello que se refiere a los patrones tradicionales de una decisión ajustada absolutamente a derecho Finalmente, la otra cara de la medalla es, sin embargo, la calidad institucional de los operadores del sistema. Si bien el sistema de concursos para ingresar al poder judicial bien puede funcionar como filtro, la demanda siempre depende de la oferta. En otras palabras: si un poder judicial estatal, nacional o federal necesita un cierto número de jueces va a tener que seleccionar entre los que se presentan y ellos son producto del sistema universitario. La calidad de los operadores depende fundamentalmente, entonces, del nivel del sistema universitario, de la formación que reciban los estudiantes de Derecho en las universidades del país. Si este sistema no es capaz de producir egresados bien formados, es decir, juristas que no solamente sepan de memoria todas las normas de sus códigos, sino que también conozcan y entiendan los conceptos teóricos que están detrás, los métodos de argumentación jurídica, algo de la Ciencia jurídica y su Dogmática, así como de la investigación científica, cualquier reforma estará condenada al fracaso por falta de actores capaces de implantar las nuevas ideas y doctrinas. Esto quiere decir que cualquier reforma judicial implica siempre, por lo menos, un cambio del sistema de formación en cuanto

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a su contenido; es también posible, sin embargo, que se necesite más, a saber, una reforma radical dirigida al método de enseñanza, a la calidad de los profesores, etc. En este contexto vale la pena señalar que el sistema del concurso también tiene que ser aplicado en las universidades y que los estudios de postgrado realizados en centros de excelencia reconocidos tanto del país, como extranjeros deben ser tomados en cuenta en el reclutamiento de los profesores. Hoy en día, en muchos países de América Latina la capacitación prestada a los jueces y fiscales en el marco de la cooperación internacional cumple, de hecho, la función de superar los déficits de la formación universitaria local”.

La reforma procesal penal en Perú El profesor y magistrado Cesar San Martín Castro suscribe el informe sobre Perú9 en la publicación sobre Las Reformas Procesales Penales en América Latina que publica Ad-Hoc en octubre del 2000, y de la que son coordinadores los profesores Julio B.J. Maier, Kai Ambos y Jean Woischnik, y para aquel momento decía lo que transcribimos: “9. En conclusión, el sistema de justicia nacional padece de deficiencias muy marcadas que están lejos de superarse en el mediano plazo. Si bien se ha potenciado el nivel administrativo de la justicia (se ha ganado en recursos financieros, humanos y tecnológicos), aun cuando falta mucho por hacer, existen sensibles problemas vinculados al respeto de las garantías y principios de la administración de justicia que el actual modelo de reforma, no ha podido o sabido enfrentar. En esta perspectiva, la promulgación de un nuevo Código Procesal Penal, ante una carrera judicial y fiscal aun no estabilizada y consolidada, dado el alto índice de jueces y fiscales provisionales y una falta de firmeza de la jerarquía judicial para afirmar los fueros de la jurisdicción y evitar la expansión ilegítima de la justicia castrense, no se presenta muy promisor, habida cuenta de una presencia excesiva, por decir lo menos, de los órganos de seguridad y fuerzas del orden y una ostensible debilidad institucional del Ministerio Público y el Poder Judicial, que preludia un control muy escaso de los excesos de la policía y una insuficiente afirmación de las garantías constitucionales del individuo sometido a proceso”10. 9. Cesar SAN MARTIN CASTRO, en Las reformas Procesales Penales en América Latina, Coordinadores Julio B.J. Maier, Kai Ambos, Jean Woischnik, Instituto Max Planck, Ad-Hoc, 2000, p. 657-718. 10. Cesar SAN MATIN CASTRO, EN OB. CIT. P. 710,711.

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COMPENDIO Para aquel momento se afirmaba en el mismo informe, que la población carcelería estaba constituida por un 69,9 % de procesados y 32,1 % de condenados (Primer Informe del Defensor del Pueblo 1996-1998) aunque otra fuente (La Comisión Andina de Juristas) señalaba que el porcentaje de presos sin condena era del 75,18 %. A enero de 1999 el total de internos era de 26.629, aunque la capacidad de los penales era de 15.000 internos. En un Informe General sobre Los Resultados de la Aplicación del Código Procesal Penal de Abril del 2010, que emite la Comisión Especial de Implementación del Código Procesal Penal del Ministerio de Justicia, en el que se afirma que: También se muestra los resultados que reflejan el incremento en el nivel de atención de los casos penales, el que, partiendo de un promedio de 43% de casos resueltos por año bajo el Código de Procedimientos Penales, se ha visto incrementado en los distintos distritos judiciales en los que el Código Procesal Penal ya se aplica hasta un rango de 60 a más de 90% de casos resueltos por año. Con respecto al precio sin sentencia el porcentaje seguía siendo alto: En el caso peruano, de acuerdo a las estadísticas del propio Instituto Nacional Penitenciario – INPE, alrededor de las dos terceras partes de la población penal se encuentra en calidad de procesada, es decir, no ha sido condenada. Con relación a ello, el Código Procesal Penal prevé un nuevo tratamiento de la prisión preventiva -que equivale a la figura de la detención del Código de Procedimientos Penales- orientando su uso de manera excepcional, tan sólo en aquéllos casos en los que verdaderamente exista peligro de fuga o de obstaculización que razonablemente pudiera afectar la realización del eventual proceso, sin perjuicio de los demás requisitos, y no como un anticipo de la pena como venía siendo empleada la detención en el antiguo proceso. La Ministra de Justicia, Rosario Fernández en publicación del 9 de octubre del 2010 de diario EL COMERCIO, aseguró que a fines de octubre sería inaugurado el nuevo penal de Piedras Gordas II. La ministra precisó que este centro penitenciario tendrá capacidad para 2.500 internos y permitirá ejercer una administración más eficiente, debido a su estructura moderna. Además, dijo que Piedras Gordas II tendrá un sistema del bloqueo de los celulares. También refirió que la población penitenciaria en el país es de 45 mil internos, de los cuales el 60 por ciento todavía es procesado. “Por eso la aplicación del nuevo Código Procesal Penal es importante, porque no prioriza el internamiento, sino el rápido procesamiento”. Fernández también ratificó la voluntad del Gobierno de poner en marcha la

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utilización de grilletes electrónicos para reos con detención domiciliaria, a efectos de reorientar el resguardo policial asignado a esa tarea a labores de seguridad ciudadana.

Breve comentario El proceso de mayor utilización de la cárcel había crecido de 26.629 presos en enero de 1999, a 45.000 en octubre del 2010. Una publicación de más reciente data confirma el crecimiento de la población presa en las cárceles peruanas, es del Consejo Nacional Penitenciario de diciembre del 2015, que publica el Informe Estadístico Penitenciario del que trascribimos: • Situación actual del Sistema Penitenciario Nacional La población del sistema penitenciario nacional está compuesta por las personas procesadas con medidas de detención y personas sentenciadas a pena privativa de libertad que se encuentran en los establecimientos penitenciarios, asimismo, personas liberadas con beneficio penitenciario de semi libertad o liberación condicional y personas sentenciadas a pena limitativa de derechos, que son atendidas en los establecimientos de medio libre. El INPE está descentralizado en ocho Oficinas Regionales, las que a su vez tienen a su cargo establecimientos penitenciarios para personas privadas de libertad y establecimientos de medio libre para personas liberadas con beneficios penitenciarios y sentenciados a penas limitativas de derechos. La población del sistema penitenciario al mes de diciembre de 2015 es de 93,112 personas. De ellos, 77,2422 se encuentran en establecimientos penitenciarios al tener mandato de detención judicial o pena privativa de libertad efectiva, mientras que 15,870 personas asisten a establecimientos de medio libre al haber sido sentenciados a penas limitativas de derechos o liberados con beneficio penitenciario de semi libertad o liberación condicional. Evolución de la Población Penitenciaria (Diciembre 2014 – Diciembre 2015) La población penitenciaria (POPE) del presente informe comprende desde el mes de diciembre del 2014 a diciembre del 2015. Se observa un incremento de

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COMPENDIO la población del sistema penitenciario en 6%, pasando de 87,794 a 93,112; es decir, se tiene un aumento de 5,318 personas en el término de un año. En el caso de la población intramuros, el incremento al mes de diciembre 2015 ha sido de 7% (5,281 internos). Si dicho crecimiento fuera sostenido, se tendría un grave problema para poder albergarlos, ya que -teóricamente-se debería construir dos establecimientos penitenciarios por año con una capacidad para 3,500 internos, similares al EP Lurigancho. • El Código Procesal del Perú del 2004 El Prof. Vicente Jimeno Sendra, Magistrado Emérito del Tribunal Constitucional de España, dice en el prólogo de la obra del Magistrado José Neyra Flores11: “El CPP peruano es un admirable Código Procesal Penal, porque, inspirado en la “gran reforma del proceso penal” alemán de 1975 a la StPO y en los Códigos Procesales Penales portugués e italiano y elaborado fundamentalmente por ese gran jurista que es el Magistrado y Profesor Dr. César San Martín Castro, ha confiado a un Ministerio Público imparcial la dirección de la fase instructora, y, con ella, ha consolidado el principio acusatorio y dotado a la justicia penal peruana de la celeridad y eficacia que la sociedad reclama, pero con absoluto respeto a los derechos fundamentales a la libertad de todo imputado, que ha de presumirse inocente, y al derecho de defensa. Sin duda esta obra legislativa ha influido decisivamente en la redacción de los Anteproyectos españoles de reforma, de 2011 y 2013, a nuestra vetusta Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, los cuales desgraciadamente no han llegado a convertirse en Ley, si bien nos ha servido de modelo en la elaboración de los recientes Proyectos de Ley Orgánica y ordinaria de 13 de marzo de 2015, que pretenden el establecimiento de plazos a la instrucción, cuya vigilancia corresponderá al Juez de instrucción mediante la celebración de una audiencia preliminar similar a la del CPP peruano”. Como bien dice el profesor Claus Roxin el proceso penal es el sismógrafo de la Constitución12 de un Estado. El profesor Manuel Miranda Estrampres, Fiscal

11. Vicente GIMENO SENDRA en prólogo del TRATADO DE DERECHO PROCESAL PENAL, Tomo I, de José Antonio NEYRA FLORES, IDEMSA, Lima, 2015. 12. Claus ROXIN, Derecho Procesal Penal, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2000, p. 10.

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ante el Tribunal Constitucional de España, dice en el prólogo de la obra de José Neyra Flores y en referencia al CPP, “En múltiples ocasiones, en eventos, conferencias y seminarios, me han preguntado si el modelo del CPP peruano de 2004 es ejemplo de un “sistema acusatorio mixto”, de un “sistema acusatorio puro”, “acusatorio con rasgos adversariales”, “adversarial”, etc. Mi respuesta siempre ha sido la misma: es un modelo garantista respetuoso del debido proceso –aunque ello no quiere decir que no exista espacio para la crítica de algunas instituciones-. Respuesta que, reconozco, ha provocado en más de una ocasión la frustración de un auditorio ansioso de “eslóganes procesales”. Vivimos inmersos en una continua fascinación por el sistema estadounidense, como el paradigma de un modelo procesal penal avanzado y moderno, propio de los tiempos de la modernidad tardía –en término utilizado por Jock Young - que nos ha tocado vivir. Estamos empeñados, como si de un juego de apuestas se tratara, de reivindicar que nuestro modelo es más “adversarial” que el de nuestros países vecinos, como si la simple utilización de este término le diera a nuestro sistema procesal penal una pátina de modernidad, alejado de los modelos propios de una Europa continental que, se afirma, aún sigue bajo la influencia del código de instrucción criminal napoleónico. Craso error. No solo los códigos europeos han experimentado profundas trasformaciones, sino que la propia realidad latinoamericana es plural y diversa, fruto de un profundo proceso de reforma nacional de sus estructuras procesales penales. Y no podemos soslayar que este proceso de reforma nace impulsado por los propios actores, organizaciones e instituciones latinoamericanas , y no obedece a una imposición de ningún modelo concreto, sino que es fruto de un crisol de factores, de una convergencia de esfuerzos y propuestas que nacieron en el seno de cada uno de los países, adaptados a sus respectivos contextos culturales, políticos, jurídicos y sociales, alentado y alimentado por contextos políticos democráticos, con el objetivo de transformar y mejorar unos sistemas procesales penales obsoletos, caducos e ineficaces, puestos al servicio, en algunos países, de la doctrina de la “seguridad nacional”13. Ello no significa negar la influencia de algunos sistemas, entre ellos el estadounidense, que se evidencia en concretas instituciones procesales. Fenómeno que, sin embargo, no nos debe llevar a una distorsión en la aplicación de las instituciones procesales propias, apelando a planteamientos meramente estéticos”.

13. Zaffaroni, E. R., Manual de Derecho Penal. Parte General, Edit. Ediar, Buenos Aires, 1998, pp. 299-300.

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COMPENDIO Pero para llegar a este nuevo modelo de proceso penal Perú experimentó duros momentos tratando de encontrar respuesta al fenómeno de la criminalidad violenta, situación que en su momento también experimentó Italia. Italia también ha vivido lo que el profesor Luigi Ferrajoli denomina el subsistema penal de excepción nacido por una cultura de la emergencia que seguramente se legitima por los embates del crimen organizado y del terrorismo, esto ha conllevado a un cambio de paradigma del sistema penal italiano durante los años setenta y ochenta y una acentuación de su discrepancia respecto del modelo de legalidad penal diseñado en la Constitución y heredado de la tradición liberal. Como dice el profesor citado, “no comprenderíamos, sin embargo, la naturaleza de este fenómeno si no identificáramos sus raíces en la legislación de excepción y en la jurisdicción no menos excepcional que en estos mismos años han alterado tanto las fuentes de legitimación política del derecho penal como sus principios inspiradores. La cultura de la emergencia y la práctica de la excepción, incluso antes de las transformaciones legislativas son responsables de una involución de nuestro ordenamiento punitivo que se ha expresado en la reedición, con ropas modernizadas, de viejos esquemas sustancialistas propios de la tradición penal premoderna, además de la recepción en la actividad judicial de técnicas inquisitivas y de métodos de intervención que son típicos de la actividad de policía”14. El recorte de garantías y beneficios de excarcelación se trasladan al propio derecho procesal penal, con la creación de institutos como la prisión preventiva no excarcelable ni sustituible frente a cierto tipo de delitos como los de criminalidad organizada, terrorismo, delincuencia macroeconómica, tráfico de drogas ilegales, tráfico de migrantes, pornografía infantil, etc., en estos casos se pretende encontrar su legitimación a partir de la necesidad de la eliminación de un peligro potencial o futuro, la punibilidad se adelanta y la pena se dirige hacia el aseguramiento frente a hechos futuros. Claro que sabemos anticipadamente que no va a disminuir la tasa de criminalidad no obstante la gigante maquinaria de demolición de garantías propias de un Estado de Derecho, pero esta es la propuesta retroalimentada a raíz de sucesos que conmovieron a la comunidad internacional como el atentado a la Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, o el perpetrado el 11 de marzo del 2004 en Madrid.

14. Luigi FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal. Editorial Trotta, España, tercera edición, 1998. p. 807.

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Concluyendo: Criminología mediática vs. Criminología cautelar Hay que estar prevenidos para no caer en las trampas que suelen provenir de los medios de comunicación que alimentan la selectividad de los procesos de criminalización, dando paso a lo que bien llama el profesor Eugenio Raúl Zaffaroni, criminología mediática frente a la que nos debe servir la criminología cautelar como mecanismo de contención15. Dice el profesor Zaffaroni en una de sus últimas obras; “Lo que sucede es que así como hay empresas de infraestructura vial, energética, etc., que requieren un trabajo que exceden uno o dos mandatos, debemos ser conscientes de que la tarea de convertir la criminología cautelar en criminología de estado también es una empresa de infraestructura social, y si en otras materias se han llevado a cabo obras de esa naturaleza, no hay razón de dudar de la posibilidad de ésta. Por eso hay que destacar que la criminología cautelar debe cuidarse y n o aconsejar suicidios políticos, pero debe tener como objetivo impulsar y demandar fuertemente de los políticos su instalación como criminología de estado”16. Para lograr este objetivo sugiere una adecuada institucionalización de un órgano técnico de la violencia social. Debe haber un órgano técnico encargado de controlar la violencia con capacidad “para monitorear el conjunto de agencias del sistema penal y de investigar y orientar a ese conjunto como también de enfrentar la criminología mediática con datos ciertos y con tácticas técnicamente planificadas conforme al saber comunicacional”17. Nadie está en condiciones de confrontar seriamente los datos de esa criminología mediática que construye la realidad según su conveniencia coyuntural y mutable. El estado y la sociedad están indefensos frente a la criminología mediática. Como nadie mide el efecto reproductor de la criminología mediática, no se sabe hasta qué punto reproduce el delito o incrementa la conflictividad social.

15. Sugerimos revisar Eugenio Raúl ZAFFARONI, LA PALABRA DE LOS MUERTOS, Conferencias de criminología cautelar, Ediar, Buenos Aires, 2011. 16. Eugenio Raúl ZAFFARONI, La cuestión criminal, Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá 2013, p. 324. 17. Eugenio Raúl ZAFFARONI, La cuestión criminal, ob. cit. p. 325.

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COMPENDIO El profesor Zaffaroni afirma que se dispone de los conocimientos técnicos para llevar a efecto diagnósticos, pronósticos, detectar las situaciones y fuentes de riesgo y llevar a cabo una labor de prevención en serio. “En ningún país pobre se invierte dinero en investigación criminológica de campo, por lo que no se dispone de datos serios sobre la violencia criminal. En estas condiciones es imposible confrontar la realidad con los distorsionados datos de la criminología mediática”18. Al referirse a la criminología cautelar y contención jurídica, expresa: “Cuando el sistema penal esta mínimamente equilibrado y se encuentra en el marco de un discreto estado de derecho, en su interior existe un poder de contención a cargo de las agencias jurídicas (jueces, fiscales, abogados, auxiliares) de cuyo entrenamiento se ocupan las agencias de reproducción ideológica (ls facultades de derecho, las universidades). La criminología mediática tiende a debilitar el estado de derecho, extorsionando a las agencias jurídicas con la publicidad calumniosa que les imputa encubrimiento de los chivos expiatorios, a lo que suele sumarse el poder político cuando en su camino a la autodestrucción, procura desviar hacia los jueces, la publicidad extorsiva. Tanto la publicidad como los políticos asustados se aprovechan de la indefensión de los operadores jurídicos, y esto se debe a su falta de medios y de entrenamiento comunicacional. La agresión mediática y política muchas veces condiciona acciones lesivas de la autonomía de los jueces y pronuncia sentencias por su cuenta”19. No hay fórmulas mágicas, pero “la criminología mediática tiene reflejos ágiles para percibir el cambio de humor social y estimularlo, quietar de su mira al juez que quiere controlar el poder punitivo (hasta entonces estigmatizado como garantista) y disparar sin piedad al condescendiente hasta convertirlo en chivo expiatorio de la atrocidad que ella mismo impulsó. Estas consideraciones – y muchas otras indican la necesidad de incorporar al horizonte de proyección de la criminología cautelar tanto el perfeccionamiento institucional del poder jurídico, así como también el análisis crítico de los discursos jurídicos para detectar los elementos inhibidores de la función contentora o que sean parte de una técnica de neutralización de valores”20. 18. Eugenio Raúl ZAFFARONI, La cuestión criminal, ob. cit. p. 325. 19. Eugenio Raúl ZAFFARONI, La cuestión criminal, ob. cit. p. 343. 20. Eugenio Raúl ZAFFARONI, La cuestión criminal, ob. cit. p. 345.

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¡Debemos evitar caer en las redes de la criminología mediática que termina por secuestrar el pleno ejercicio de una verdadera democracia en un estado de derecho, propiciando incluso el nacimiento de sistemas penales paralelos y hasta de un sistema penal subterráneo que se ocupa de los secuestros, asesinatos, torturas y desapariciones forzadas a las que hay que decirles, NUNCA MAS!

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LA PRISIÓN PREVENTIVA EN SU ENCRUCIJADA Gustavo Bruzonne

I- La prisión preventiva es la medida cautelar más problemática en su aplicación por las consecuencias que produce dentro del proceso penal para el imputado y por los efectos que su aplicación representa para la sociedad en general. Los discursos que la abordan, en uno y otro sentido, son contradictorios y, generalmente superpuestos, son informados de manera interesada por los medios de comunicación de acuerdo al interés que se quiere representar. Por eso, considero que este encuentro de juristas de diferentes países del continente, convocado por la conmemoración de los diez años de entrada en vigencia del “Nuevo” Código Procesal Penal del Perú, es una oportunidad privilegiada que nos puede servir para intercambiar ideas y reflexionar acerca de cuál puede ser la mejor manera de superar esa encrucijada que no es jurídica, sino cultural. Como se señala en un trabajo que se ocupa del movimiento contrario a las reformas que se vienen implementando en el continente, Cristián Riego explica que respecto de la prisión preventiva: “El problema es que los cuestionamientos a su vigencia no se dan en el terreno del debate legal, sino desde fuera del mismo y desde lugares donde la argumentación de principios pareciera no tener mayor efecto o tener uno bien limitado”1. La práctica totalidad de los trabajos que se han escrito en los últimos años se ocupan de esta cuestión coincidiendo con esa afirmación2. Por ese motivo proponen que los jueces que toman estas decisiones hagan docencia explicando por sí o a través de oficinas 1. “Una nueva agenda para la prisión preventiva en América Latina”, http://www.sistemasjudiciales.org/content/jud/ archivos/notaarchivo/731.pdf 2. La literatura en esta materia es muy amplia. Por todos, ver, en este sentido, el completo informe sobre Argentina, Colombia, Ecuador y Perú elaborado por la Fundación para el Debido Proceso (DPLf, por sus siglas en inglés): “Independencia judicial independiente, prisión preventiva reformada. Los casos de Argentina, Colombia, Ecuador y Perú” de 2013, donde intervienen Luis Pasara como informante general y, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) por Argentina, Carolina Bernal y Miguel La Rota por Colombia, Jaime Vintimilla y Gabriela Villacis por Ecuador y, el Instituto de Defensa Legal (IDL) por Perú. http://www.idl.org.pe/sites/default/files/publicaciones/ pdfs/Estudio%20indepedencia%20judicial%20insuficiente,%20prision%20preventiva%20deformada.pdf

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COMPENDIO de prensa, cuál es el criterio aplicado. Con ello se considera que se puede revertir o, al menos, contrarrestar el extendido criterio que hay en la opinión pública de percibir esas decisiones como supuestos de “absolución”, de impunidad, cuando en realidad se trata de decisiones de mérito interlocutorio en contra del imputado que, pese a disponer su libertad muchas veces imponiendo condiciones restrictivas gravosas y bajo fianza, suponen el avance del proceso a la etapa donde se discutirá efectivamente su responsabilidad. No obstante, y aunque se pueda lograr difundir debidamente este mensaje, que la mayoría de los periodistas comienza a utilizar, la aproximación al caso concreto siempre se hará de manera interesada, por lo que la determinación de si existen los motivos que justifican el encierro preventivo será materia de polémica y, como los trabajos aludidos mencionan, en cada país de la región ha tenido efectos similares en la crítica a los jueces por ser responsables de no tomar esas decisiones cautelares, en contra de autores imputados de cometer algún hecho que conmueve a la opinión pública. En el desarrollo que el tema ha tenido en los últimos treinta años, en lo que al discurso jurídico de la región se refiere, la cuestión se encuentra consolidada y, en el aspecto normativo, tanto constitucional como infra constitucionalmente también. Esto se vio ratificado a su vez, sin fisuras, internacionalmente a nivel convencional consolidando en la región lo que podemos denominar “discurso de los Derechos Humanos”, lo que se produjo tanto a nivel americano como europeo, con el impacto que esto tuvo en el tema del encierro preventivo, con precedentes jurisprudenciales que se emparentan con el espíritu de las reformas procesales en marcha en el sistema penal del continente3. Los motivos que justifican el encierro cautelar de una persona imputada de cometer un delito, que debe ser considerada inocente hasta tanto una sentencia de condena firme así lo declare, se vinculan en forma directa con los fines del proceso: averiguación de la verdad y cumplimiento del derecho material, en un contexto donde también se reclama que la utilización de la coerción estatal sea racional, proporcionada a sus fines y sólo se utilice como última posibilidad para la solución del conflicto que el derecho penal define como delito.

3. La jurisprudencia y bibliografía en esta materia es inabarcable; pero quisiera mencionar los fallos “Chaparro Álvarez v. Ecuador” de la Corte IDH (2007), y “Fox, Campbell and Hartley v. The United Kingdom” de la CEDH (1990), como casos relevantes de lo que digo entre muchos otros.

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Pero ese consenso desde la forma de encarar la interpretación de las normas que justifican el encierro cautelar que desarrollamos los juristas, y que en realidad se remonta a los orígenes mismos del derecho penal liberal, se encuentra en contradicción con un discurso generalizado que le otorga al derecho penal una trascendencia para la solución de los problemas sociales, con la que los expertos de diferentes disciplinas que estudian ese campo, en general, no coinciden. En la praxis político criminal, también de los últimos treinta años, se ha desarrollado un discurso que, como destaca Cancio Meliá, a partir de 2001 englobamos bajo la denominación de “Derecho penal del enemigo”4, con los efectos que su caracterización tiene tanto en el derecho penal material como en el procesal, donde advierte en el horizonte político criminal un “Derecho penal de la puesta en riesgo” de características antiliberales5. En ese contexto, la reivindicación de la presencia de la víctima en el proceso para superar el carácter binario del derecho penal, permitiendo avanzar a un modelo de composición, se encuentra extralimitado por las facultades que le reconocemos, llegando algunos a proponer reformas constitucionales para que sus derechos se equiparen con los del imputado, como es la tradición de las constituciones liberales del siglo XIX, lo que nos ubica en la necesidad de replantearnos todo el esquema de derechos y garantías pensados en favor del imputado; éste es, precisamente, el discurso que, en general, utilizan los medios de comunicación para cuestionar las reformas procesales, o el derecho penal liberal en general, y donde se utiliza la empatía que el consumidor de medios tiene con la víctima más que con el imputado. Por otro lado, es curioso que la cultura general, formada indirectamente por mensajes e imágenes que vienen del cine y la televisión que nos formatean la manera de pensar inconscientemente, nos muestran héroes con súper poderes que hacen justicia por mano propia y se reivindica a luchadores por la justicia y la libertad, que no son más que violadores seriales de derechos humanos sin discriminación. Es curioso cómo muchos de todos nosotros nos hacemos adictos a esas series que, en la fantasía

4. Cancio Meliá, Manuel, “De nuevo:¿’Derecho penal’ del enemigo?”, en: Derecho Penal de enemigo. El discurso penal de exclusión”, VVAA, Cancio Meliá y Gómez Jara Díez, coordinadores, editorial B de f/ Edisofer, 2006, t. 1, págs. 341 y sgtes., en part. 342, donde señala que esta manera de hacer el discurso se engloba en ese concepto a partir del trabajo de Günther Jakobs, “La ciencia del derecho penal ante las exigencias del presente”, ver nota 1, donde se recuerda que el concepto ya había sido utilizado por ese autor en 1985. Este trabajo que aborda el tema con espíritu crítico, es también una respuesta a las críticas dirigidas a ese autor, descartando dobles intenciones. 5. “Simplificando mucho, dice Cancio, éste es un primer punto de partida político criminal que cabría ubicar temporalmente en los años 80 del siglo XX, y que plantea lo que podría denominarse la ´crisis propia’ del estado social en materia criminal”, ob. cit. pág. 345.

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COMPENDIO nos llegan a seducir porque sentimos que “hacen justicia” contra malos muy malos, respecto de quienes el fin justifica los medios. Muchos son los discursos que se cruzan en esta dirección anti reformista, y tenemos que estar atentos señalando sus contradicciones. Si a ello le sumamos las noticias inciertas, y no tanto (Guantánamo), que también nos llegan de la forma en que se está combatiendo el terrorismo transnacional, nos tienen que hacer reflexionar acerca de que, de acuerdo al desarrollo cultural que estamos transitando, y su contexto internacional, no parece posible que en el corto plazo podamos prescindir de la pena como consecuencia por la producción de resultados no queridos en ciertos valores y cosas. En este aspecto podremos seguir denunciando que, objetivamente, el derecho penal extendiendo el uso de la pena privativa de la libertad no resuelve los problemas sociales con la fe que algunos le otorgan expandiendo sus efectos de la manera en que se lo está haciendo; pero lo cierto es que al subsistir como instrumento de control social nuestra obligación es hacerlo más racional y útil, para colaborar en poder equilibrar todos los intereses en juego a efectos de mantener la paz social. Entonces, si seguimos planteándonos los fines que debe tener la pena privativa de la libertad y criticando su uso por irracional e inoperante frente a otras alternativas, mucho más nos debemos detener en el análisis de la medida cautelar que la anticipa, especialmente por el uso abusivo con que se la sigue empleando, muchas veces, como única manera efectiva de aplacar el descontento social frente a casos que conmuevan a la sociedad y donde, las certezas de la opinión pública editada en los medios, se construye antes que la conclusión del proceso. En primer lugar, tenemos que otorgarle contexto a la forma en que se ha venido desarrollando en nuestros países el discurso que cambió la óptica para abordar el encierro cautelar y que hoy se encuentra condicionado a los fines del proceso. El origen de nuestros países reconoce una historia común, que si bien no es necesario repasar en este momento, es bueno recordar para tener conciencia que también tenemos un destino común que pasa, primordialmente, por mejorar las malas condiciones de vida en la que están inmersos muchos de sus habitantes con una adecuada distribución de premios y castigos. Obviamente que las decisiones que toman los estados en materia económica son las de mayor relevancia, pero no se trata exclusivamente de mejorar los índices del PBI de nuestros países y hacerlos más competitivos en el intercambio comercial. Se trata, en primera línea, de mejorar los servicios esenciales que

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se prestan desde el Estado para que se puedan lograr esas mejores condiciones de vida que repercuten en el desarrollo económico para el bienestar de los pueblos. En líneas generales, lo que acabo de señalar puede ser leído como un lugar común en el desarrollo del mundo occidental con posterioridad al proceso revolucionario que se inicia 1776 con la independencia de las colonias inglesas en América, pero que se ubica en la lucha por superar el sistema monárquico por el republicano equiparando a todos los hombres en igualdad de derechos, que se cristaliza con la Revolución Francesa en 1789. Ello permitió que el nuevo modelo se extendiera a todo nuestro continente a lo largo del siglo XIX; pero en el caso de América Latina la implementación de ese modelo de gobierno, que en muchos casos no fue democrática sino hasta comenzado el siglo XX, es la historia de un anhelo aún incumplido en todos sus efectos. Como sabemos, logramos la independencia política de España, pero en materia económica, pasamos a estar dominados por las potencias hegemónicas de turno. Básicamente, Inglaterra primero y los EEUU después, no solo controlaron los destinos económicos de nuestros países sino sus políticas generales, justificando golpes de estado e intervenciones militares o civiles acordes a esa finalidad. Pero por la enorme cuota de desigualdad que provocaban y lo costoso de ese apoyo en todos los sentidos, esa línea de política exterior comenzó a ser revisada en la década del ’80 del siglo pasado y como objetivo, aparte de sostener en teoría el sistema democrático de acceso al poder, se tuvo en mira reformar dos cuestiones centrales: el sistema de tributación6 y el modelo de administración de justicia. En la evaluación que hacían expertos norteamericanos distaban mucho en ser equitativos e igualitarios, lo que era mucho más evidente si lo comparaban con su propio modelo construido sobre la tradición anglosajona del juicio por jurados y la desconcentración de funciones que, en el modelo inquisitivo heredado de España se concentraban en cabeza del juez, lo que hace imposible hablar de imparcialidad, que es la contracara del principio acusatorio. Las fechas mencionadas nos tendrían que hacer reflexionar acerca de los tiempos de desarrollo, porque muchas de las cuestiones que nosotros estamos adoptando ahora –en los últimos 30 años- ya estaban presentes y se

6. Este tema, en Argentina al menos, se encuentra pendiente de una regulación para que deje ser regresivo e inequitativo.

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COMPENDIO discutieron incluso antes de 1776, que es el año, paradójicamente, en que se produce una reforma trascendente de la organización política de las colonias españolas en América con la creación del Virreinato del Río de la Plata. Por otra parte, ese es el año también en que el escocés Adam Smith publica “La riqueza de las naciones”, que puede tomarse como punto de partida teórico del modelo económico que impera en el mundo desde lo que denominamos “revolución industrial”. Esta coincidencia de fechas es, a mi criterio, algo más que anecdótica, porque independientemente de cuál es el actual discurso de la modernidad, que Giorgio Agamben describe como el paso del “Estado de derecho” al “Estado de seguridad”7, lo cierto es que nuestros actuales tiempos de desarrollo también están desfasados, porque nuestras prioridades y posibilidades financieras se encuentran distantes del resto del mundo al que nos queremos equiparar. Máximo Langer al ocuparse de las reformas procesales en materia penal en América Latina señala, puntualmente, que “la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), así como agencias y bancos internacionales estaban buscando formas de fortalecer los sistemas legales latinoamericanos para incentivar el desarrollo económico y la democracia en la región8.” En realidad, dentro del contexto de la denominada Guerra Fría, el objetivo geopolítico de la Alianza para el Progreso y la USAID fue alentar el desarrollo económico para reducir el riesgo de que grupos comunistas y de izquierda tomaran el poder en países en desarrollo, por lo que debemos estar atentos al tipo de apoyos que esos organismos le otorgan a los cambios estructurales en la región que pueden ser de su interés. Resumiendo, sus rasgos más sobresalientes “las reformas tienen muchas características en común, incluyendo la introducción de juicios orales y públicos; la introducción y/o el fortalecimiento del ministerio fiscal; y la decisión de poner al fiscal en lugar del juez a cargo de la investigación preliminar. Otros cambios incluyen dar más derechos a los imputados frente a la policía y durante la investigación preliminar; introducir el principio de discreción fiscal; permitir mecanismos de negociación y resolución alternativa de conflictos;

7. Una breve reseña de lo que está ocurriendo en Francia y el resto de Europa, y de las ideas de ese autor en: https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2016/05/26/giorgio-agamben-del-estado-de-derecho-al-estado-de-seguridad/ 8. “Revolución en el proceso penal latinoamericano: difusión de ideas legales desde la periferia”, publicación del CEJA, pág. 4. Este trabajo de Langer es, a mi criterio, el estudio más completo que se ha hecho sobre el proceso de reformas procesales en la región y de consulta necesaria para aproximarnos a su génesis y efectos.

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y expandir el rol y la protección de la víctima en el proceso penal”9, aproximándose a los estándares tradicionales mínimos de los países centrales, lo que hace suponer que esos estímulos tendrían que continuar porque la tarea todavía es enorme, incluso en el actual contexto cultural. II- En cuanto al tema que aquí nos ocupa, los que encararon la reforma tuvieron que lidiar con criterios culturales y normativos que legitimaban la prisión preventiva automática frente a la imputación de ciertos delitos, conforme la pena en expectativa. En general, lo que imperó hasta ese momento era un criterio que determinaba que una persona debía estar en prisión preventiva por la imputación que se le dirigía, cuando en la etapa de instrucción se resolvía su situación procesal. De esta forma se llegaba a la etapa principal, el plenario o juicio propiamente dicho, en detención por el monto de pena, en abstracto, que se establecía para el delito imputado, que operaba a su vez sobre la posibilidad concreta de que la pena pudiera dejarse o no, en suspenso. Así se hablaba de delitos “inexcarcelables”, porque los códigos procesales, sobre la base de las penas previstas en los códigos penales, generaban una presunción iuris et de iure de que el imputado podía frustrar los fines del proceso, por lo que debía permanecer en detención hasta la sentencia. De esta forma, por la lentitud a su vez del procedimiento y la demora en el trámite de las vías recursivas correspondientes, generaba estadísticas de presos preventivos que representaban más del 90% de la totalidad de las personas privadas de su libertad. Más que presos sin condena eran, y son, “condenados sin sentencia” (Pastor). Al establecerse que los motivos para poder aplicar esa medida cautelar debían leerse de acuerdo a los fines del proceso penal, la presunción pasó a ser iuris tantum y, al admitir prueba en contrario, las posibilidades de no permanecer en detención a lo largo del proceso se hicieron posibles, sin perjuicio de la gravedad de la pena en expectativa por el delito imputado. Lo que se debe asegurar es la sujeción del imputado al cumplimiento de ciertas reglas que permiten evaluar su conducta en el marco del proceso. Si las cumple, no habría motivos legítimos de encarcelarlo antes de la sentencia.

9. Idem.

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COMPENDIO En el desarrollo de esta evolución se ubica como antecedente el Proyecto de Código Procesal Nacional en Argentina de mediados de los ’80 (Proyecto Maier), que luego sirvió de base para el Código Procesal Modelo para Iberoamérica10. Langer lo reseña de la siguiente manera: “La (…) crítica de Maier al código inquisitivo era también una crítica a los códigos modernos, dado que Maier cuestionó la prisión preventiva automática del imputado para todos los delitos que no admitían una pena de ejecución condicional. En el Proyecto del 86 (…) se basó en parte en la StPO y propuso que sólo se pudiera dictar la prisión preventiva en contra del imputado para prevenir el peligro de fuga o de entorpecimiento de la investigación”, y ello es producto de la interpretación y alcance que Maier le dio al principio de inocencia, recalcando en la nota respectiva que: “A diferencia de la StPO § 112a, que establece como fundamento para el dictado de la prisión preventiva el peligro que el imputado cometa ciertos delitos, Maier concluyó que el principio de inocencia sólo permite la prisión preventiva del imputado cuando hay riesgo de fuga o de entorpecimiento de la investigación. Es por ello que rechazó la peligrosidad como justificación de la prisión preventiva y no incluyó la regulación de la StPO §112a en el Proyecto del 86”11. Langer, en el ejemplo citado, destaca que se estaría produciendo un giro en el intercambio del centro a la periferia, donde desde la periferia estaríamos produciendo una mejora en el servicio que presta la administración de justicia penal, lo que es acertado. Pero lo que no podemos desconocer es cuál es el discurso dominante en este momento que, en paralelo a las reformas procesales, se fue construyendo a partir del retroceso de las políticas que existían bajo administraciones que buscaban el bienestar de la población más que su control. Y en ello se encuentra la encrucijada, en hacer compatibles ambos discursos para que los ideales que se difundieron con las reformas se profundicen y no sean descalificados por su falta de consenso en la actual deriva en la que se encuentra el discurso legitimador del castigo estatal, en un contexto de leyes excepcionales y de emergencia que se dictan en EEUU y Europa, por

10. El Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal fue creado en 1957 con el fin de reunir procesalistas de América Latina, España, y Portugal. En 1988, en las XI Jornadas del Instituto en Brasil, Maier presentó el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica, que el Instituto aprobó como tal. El Código Procesal Penal Modelo tiene la misma estructura y presenta las mismas ideas que el Proyecto del 86 en Argentina. 11. Ob. cit. pág. 24.

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el accionar de grupos terroristas transnacionales que vienen superando las medidas de prevención existentes, debido a que se atiende más a los efectos que a las causas que los originan12. III- Entonces, resumiendo el proceso de reforma en este aspecto podemos señalar los siguientes rasgos del encierro preventivo: •

La prisión preventiva debe ser la excepción y no la regla; esto obliga a regularla para aquellos casos indispensables donde se no puedan asegurar los fines del proceso por otros medios, aplicando medidas menos lesivas al encarcelamiento como regla.

Siempre debe haber mérito sustantivo fundado en pruebas de convicción obtenidas legalmente: este es un presupuesto del avance de la persecución, que requiere cierto avance en el procedimiento que permita establecer la probabilidad de que el imputado puede ser responsable por la comisión de un hecho punible.

La medida sólo se justifica si responde al aseguramiento de algún fin procesal: el único fundamento de la prisión cautelar es neutralizar dos tipos de peligro procesal: el peligro de fuga y el peligro de entorpecimiento de averiguación de la verdad.

La medida debe ser proporcionada: el principio de proporcionalidad impone, en primer lugar, que el tiempo de encierro cautelar no se puede aplicar para delitos que tengan prevista otra clase de penas (multa o inhabilitación), ni puede ser de mayor duración al de la pena en expectativa13.

IV- Sin ánimo de ser exhaustivo, desde la consolidación de los presupuestos expuestos, quisiera mencionar algunos de los problemas que actualmente enfrentamos, que se deben contextualizar en el marco de una confrontación

12. Dice Agamben en este sentido: “Se ve así a los países proseguir una política extranjera que alimenta el terrorismo que se debe combatir en el interior y mantener relaciones cordiales e incluso vender armas a Estados de los que se sabe que financian las organizaciones terroristas”, ob. cit. 13. Dentro de sistemas de penas que se establecen entre mínimos y máximos, se tendía que imponer la que indica el tiempo mínimo de encierro como proporcional, pero es una cuestión polémica en casos de reiteración con vehemente entidad probatoria.

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COMPENDIO permanente con lo que se ha denominado “derecho penal del enemigo”, que hace metástasis en todo el viejo “derecho penal liberal” que es el que aún queremos alcanzar en esta región del mundo, pero al que estamos llegando tarde porque se plantea un cambio del paradigma de la actual política criminal y, nuevamente, estamos desfasados. El objetivo central del proceso penal, es concretar el derecho penal. Que la pena prevista en los tipos de la parte especial se cumpla. A ese objetivo se le opone, como peligro de que ello no ocurra, que el imputado se fugue. ¿Qué puede hacernos suponer que alguien se va a fugar? En el art. 203 del Código Procesal Modelo para Iberoamérica, entre las circunstancias que se deben considerar se encuentra la pena en expectativa, que siempre ha sido un factor importante, pero actualmente no el único determinante. De allí que el arraigo en el país, el domicilio, la residencia habitual, el asiento de la familia, el de los negocios o trabajo, como también las posibilidades para abandonar el país o permanecer oculto, se ubiquen en la enumeración antes que el monto de pena amenazado, para luego incluir, la importancia del daño resarcible y la actitud adoptada por el imputado voluntariamente luego del hecho. Y, por último, se hace referencia al comportamiento del imputado durante el procedimiento o en otro procedimiento anterior en la medida que indique cuál ha sido su conducta procesal en otros asuntos, es decir, si el imputado fue declarado rebelde o contumaz en causas anteriores y de cómo cumplió con las obligaciones que se le impusieron. Más allá de su caracterización, donde los ejemplos brindados no representan un numerus clausus, y en lo que hace al riesgo de entorpecimiento de la investigación los supuestos que se pueden construir se detectan en cada caso14, ¿quién debe probar los peligros procesales? Como en toda instancia del proceso donde se quiera imponer una medida de coerción o injerencia sobre los derechos del imputado, debe ser requerida. Cuando se trata de la detención preventiva de una persona, la fiscalía debe fundarla y hacerse cargo el Estado de certificar las informaciones correspondientes a los datos filiatorios y de residencia. Lo que ocurre es que muchas veces estos datos no se pueden corroborar por problemas logísticos o por la deficiente información brindada

14. El art. 204 del Código Modelo citado ofrece los criterios generales, que de ninguna manera puede ser exhaustivo porque se deben evaluar en cada caso.

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por el imputado. Y si bien para revertir una información deficitaria el estado debería esmerarse, lo cierto es que la colaboración de la defensa puede ser de enorme utilidad. Pero aquí, y más allá de quién aporta elementos, se encuentra el tema central, porque para la caracterización objetiva del peligro de fuga algunos la presumen en la entidad del monto de pena, lo que representa la motivación más extendida y plausible en este sentido. Es decir, se adhiere a la tesis del peligro de fuga, pero se presume que, por el monto de pena en expectativa, se fugará, razón por la cual él debe demostrar que no es así . Si el estado tuviera la carga de probar en estos casos que se va a fugar, el régimen de cauciones carecería de fundamento frente al actual estado de la discusión y la necesidad de buscar alternativas racionales a la prisión preventiva se vería afectada. Entonces, el esfuerzo que haga el imputado de demostrar que comparecerá a estar a derecho es un elemento a evaluar porque, por lo menos en Argentina, el dictado de la prisión preventiva viene impuesto normativamente para aquellos casos donde la pena puede ser objetivamente de efectivo cumplimiento16. La discusión, en el contexto del código mixto que sigue rigiendo a nivel nacional, se da en la forma en que se regula la excarcelación o exención de prisión que neutralizan los efectos de la prisión preventiva17. Entonces el pedido fundado y acompañado de todos los requisitos correspondientes para acreditar lo que se pretende para evitar el encierro preventivo, es una tarea de la defensa, pero a la que el Estado no puede negarle colaboración, porque es su responsabilidad hacerse cargo del seguimiento de las personas privadas de su libertad cautelarmente y de acreditar el lugar de residencia y demás condiciones que permitan asegurar que concurrirá a todos los llamados del tribunal.

15. La bibliografía y jurisprudencia en esta materia es inabarcable en este lugar. La discusión en Argentina, luego de la entrada en vigencia del Código Procesal Penal de la Nación (Proyecto Levene, reformado) en 1992, permitió que se llegara a la doctrina dominante en el continente por vía de interpretación, donde debe destacarse uno de los primeros trabajos elaborado sobre las reglas de la nueva ley procesal, remarcando el carácter procesal de esta medida y donde no pueden primar criterios sustantivos, de Daniel Pastor, “El encarcelamiento preventivo”, en Maier Julio. B.J., compilador, El nuevo Código Procesal Penal de la Nación. Análisis crítico, VVAA, Editores del Puerto, Bs.As., 1993, págs. 43 y sgtes. Como en el resto de los países del área, este cambio fue traumático, como lo describe el informe respectivo citado en nota 1. Pero la jurisprudencia nacional se fue consolidando y la Cámara Federal de Casación Penal, en el plenario n° 13/08, “Díaz Bessone”, del 30/10/2008, por mayoría, adhirió al criterio de los peligros procesales, sin perjuicio de que es blanco de críticas en una y otra dirección, constituye institucionalmente el precedente más importante en la materia. 16. Art. 312, CPPN: El juez ordenará la prisión preventiva del imputado al dictar el auto de procesamiento, salvo que confirmare en su caso la libertad provisional que antes se le hubiere concedido cuando: 1°) Al delito o al concurso de delitos que se le atribuye corresponda pena privativa de la libertad y el juez estime, prima facie, que no procederá condena de ejecución condicional. 2°) Aunque corresponda pena privativa de libertad que permita la condena de ejecución condicional, si no procede conceder la libertad provisoria, según lo dispuesto en el artículo 319. 17. Artículos 316 a 333 del CPPN.

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COMPENDIO V- Aquí es donde comienzan los problemas, debido a la deficiente información con la cuentan los jueces para valorar los peligros objetivamente. En Argentina la primera información de datos que se sigue incorporando a un sumario policial se denomina: “Informes del 26 y 41 CP”. Esos artículos del Código Penal argentino se refieren a los supuestos para el dictado de una condena condicional18 y a los elementos que el juez debe tener en cuenta para dictar sentencia de condena19, en todos los casos. De más está decir que saber si el imputado tiene causas pendientes o ha sido condenado con anterioridad es un elemento que la jurisdicción debe conocer para resolver sobre un pedido de libertad al comienzo del proceso, pero como venimos diciendo no es el dato más importante a considerar. Los informes que hacen al arraigo son más importantes porque permiten valorar objetivamente las posibilidades reales de que el imputado comparecerá al proceso cuando se lo convoque o cuando, pasada en autoridad de cosa juzgada, se le indique que se debe presentar para cumplir la pena. En cuanto al requisito de arraigo, sabemos de los problemas que esto acarrea para extranjeros en tránsito. En primer lugar, se debería efectuar una comunicación obligatoria con la representación diplomática del país de origen del detenido. El sentido es otorgarle resguardo en sus garantías, para que sea asistido por sus connacionales, pero no se encuentra aceitada la relación para obtener información adicional. En mi país existe una “Oficina de Extranjeros judicializados”, que funciona bajo la órbita de la Dirección Nacional de Migraciones. Esta tendría que ser una tarea de apoyo a la labor judicial a la que se le debería prestar especial atención para ser atendida en forma conjunta, por un único organismo, pero como están comprometidas áreas de diferentes ministerios del Poder Ejecutivo nacional, no se logra una buena coordinación en aportar información con la rapidez necesaria para resolver una situación de libertad para lo cual el juez cuenta con 24 horas. Aceitar el vínculo que existe entre estos organismos para brindar información sería indispensable. Se trata de un problema de gestión que se debe mejorar. Y a propósito de temas de que hacen a una adecuada gestión en cuanto a la información necesaria, recientemente, por ley 27.080 promulgada el 27 de enero

18. Art. 26, CP 19. Art. 41, CP

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de 2015, fue creada en la Argentina la Dirección de Control y Asistencia de la Ejecución Penal, donde se le asigna una competencia que abarca también momentos del proceso anteriores a la etapa de ejecución de la pena, pero que están íntimamente vinculados, como son los excarcelados. En su art. 3° se establece que la nueva DCAEP tendrá las siguientes funciones: a) El control del cumplimiento de las condiciones contenidas en el auto de soltura de toda persona que haya obtenido la libertad condicional, donde actuará en colaboración con el magistrado a cargo de la ejecución de la pena; b) El control del cumplimiento de las reglas de conducta impuestas a toda persona a la que se le haya impuesto una pena de ejecución condicional; c) El seguimiento y control de las reglas de conducta impuestas a toda persona a la que se le haya otorgado la suspensión de juicio a prueba; d) La inspección y vigilancia de toda persona que se encuentre cumpliendo detención o pena con la modalidad de alojamiento domiciliario; e) Proporcionar asistencia social eficaz para las personas que egresen de establecimientos penitenciarios por el programa de libertad asistida, libertad condicional o agotamiento de pena, generando acciones que faciliten su reinserción social, familiar y laboral; f) El seguimiento y control de la ejecución de todo sistema sustitutivo de la pena que se cumpla en libertad. Intervenir como organismo de asistencia y supervisión del procesado, con sujeción a las condiciones compromisorias fijadas por el juez en el otorgamiento de la excarcelación; g) Asistir al liberado y su grupo familiar, facilitando los medios para su traslado de regreso al domicilio y trabajo; gestionando la atención de sus necesidades en los primeros días de la vida en libertad; procurando además garantizar el acceso a la educación, salud, vivienda y empleo; h) Verificar la restitución de fondos, documentos y pertenencias personales al egreso. Para el caso que alguna de las personas ingresantes al régimen previsto en la presente ley no tuviere documentación que acredite identidad o la tuviere de modo irregular, la Dirección en coordinación con el juez a cargo de la ejecución de la pena, deberá procurar la tramitación de la misma, actuando juntamente con el Registro Nacional de las Personas.

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COMPENDIO La creación del nuevo organismo de “control y asistencia” en la etapa de ejecución para colaborar con la escasa cantidad de jueces con esa función (3 al día de hoy con sus recursos humanos y materiales y 2 sin lugar físico y empleados para atender una demanda total, que oscila entre los 4.000 y los 7.000 casos20), nació debido a que el antiguo “Patronato de Liberados y excarcelados de la Capital Federal”, fue dejado sin efecto y se enmarca en un desarrollo posterior a la modificación de los códigos, indispensable para que sus objetivos se cumplan. Ese organismo funcionó desde su creación por Jorge Frías en 1918 como una organización privada, no gubernamental, que suplía esa ausencia del estado como una actividad filantrópica de acuerdo a las ideas existentes en aquel momento y que se mantuvieron a lo largo del tiempo. Si bien fue evolucionando en su conformación incorporando trabajadores sociales, psicólogos y demás profesionales para esa tarea siempre mantuvo su rasgo voluntarista porque el estado no asumía esta función como necesaria. VI- Esta tarea, relacionada con personas que se encuentran vinculadas al sistema penal, que debía ser un complemento de la organización de los servicios penitenciarios a cargo del Poder Ejecutivo, siempre fue deficiente y la forma en que la probation funciona en Argentina –por lo menos en el ámbito nacional- es un buen ejemplo de lo necesarios que son esos organismos. Cuando a comienzos de los años 60’ Sebastián Soler propuso un proyecto de reforma al Código Penal argentino de 1921, señaló que la probation, suspensión de juicio a prueba, era una solución plausible para muchos casos donde la condena en suspenso no era necesaria21, pero planteó la imposibilidad de hacerlo porque carecíamos de una verdadera tradición en lo que al control de las medidas allí impuestas se refiere y que, para hacerlo, debíamos contar con una institución

20. No hay estadísticas respecto de la totalidad de los casos y. mucho menos, discriminadas de acuerdo al tipo de control o actividad de asistencia que se brinda. Recién el pasado 10/6/2016, se designó a su nueva directora, Dra. Ma. Virginia Barreyro, quien ya se encuentra avocada a lograr especificaciones en ese sentido y a valorar los recursos humanos con los que cuenta para llevar a cabo una tarea tan ambiciosa como la que surge de la norma transcripta. Liminarmente su diagnóstico es preocupante, por la carencia de recursos materiales, pero las diferentes instancias de poder que confluyeron en la creación del nuevo organismo se han comprometido a dar su apoyo, lo que lo convierte en un verdadero banco de pruebas para evidenciar la voluntad política para llevarlo a cabo. 21. En Argentina, en el CP de 1921, la pena en suspenso era de hasta dos años; y por ley 23057, de 1984, pronunciada al recuperarse la democracia, el monto se amplió a tres, con el impacto que produjo bajo la vigencia de las reglas iuris et de iure, sobre las posibilidades de excarcelación de delitos que, originariamente, el legislador había querido que se encontraran incluidos.

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que se encargara de ese control por fuera de la tarea que se realiza dentro de las unidades penitenciarias. Lo que se debía organizar era un cuerpo de “oficiales de probation” o similar, que permitiera que las medidas impuestas se llevarán a cabo eficientemente. Si bien esta objeción estuvo presente en la discusión de la introducción del instituto de la probation al Código Penal en 199722, no se la consideró de entidad como para no incorporarla, no habiéndose hecho previsiones en ese sentido. No se organizó una oficina que pudiera llevar a cabo ese control de manera eficiente, básicamente por su costo o para deslindar responsabilidades y se consideró, en el balance de intereses en juego, que era preferible desagotar al sistema de casos evitando, a su vez, la estigmatización que representa una primera condena. De la manera en que se aplica hoy, solo se justifica en el argumento de la no estigmatización y, también, en la descarga de audiencias de juicio, que es el recurso más escaso con el que cuentan los tribunales orales. Más pronto que tarde, los pocos jueces de ejecución vieron desbordada su capacidad de trabajo23, máxime al carecer de un cuerpo de oficiales que llevara a cabo esa tarea, y sobre información deficiente o inexistente comenzaron a resolver comprobando como único requisito objetivo, el paso del tiempo, pero muchas veces, sin poder establecer fehacientemente, si efectivamente se habían cumplido con las obligaciones impuestas. Los problemas que esto trajo aparejado son variados por el descrédito que fue tomando esta sustitución alternativa de pena, debido a ese deficiente control de las reglas de conducta, especialmente, las de residencia, estudio o trabajo. El control del estado cumple también con un deber de asistencia, al tomar conocimiento de una situación de vulnerabilidad que debe ser atendida para superarla. En este aspecto hacen falta muchos recursos humanos que tengan en claro cuál es su trabajo. Un nuevo diseño de gestión es indispensable para hacerlo ágil y útil.

22. Ley 24316, que introdujo el art. 76 bis al CP argentino. 23. Los jueces de ejecución se ven sometidos a iguales o peores críticas que los jueces a cargo de la etapa preparatoria, especialmente en lo que hace a la libertad condicional o salidas transitorias. En los últimos años se reclamó el juicio político de uno de ellos por haber dispuesto una libertad anticipada de un condenado por delitos sexuales, que volvió a cometer un delito grave –violación y homicidio de una mujer-, pero donde se habían cumplido con todos los recaudos legales y los informes eran favorables para acceder a la solicitud de libertad en el momento en que lo hizo. Si bien el pedido de destitución fue descartado, la instancia de juicio político fue traumática y sus consecuencias muy negativas por la forma en que repercutió en otros jueces. Ejemplos de esta clase hay en toda la región, donde los jueces resuelven conforme a la ley y al carecer de facultades de adivinación o medios para ver el futuro, no pueden prever lo que harán cuando se los pone en libertad. La versari in re illicita, que rechazamos desde el derecho penal, se pide que sea aplicada en estos casos.

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COMPENDIO Pero los casos más polémicos no se producen por falta de control; son los de incumplimiento de las reglas de concesión de la probation por comisión de un nuevo delito. Si la declaración de que se cometió el “nuevo delito” no adquiere firmeza, la probation no puede ser revocada porque aún no es delito. Quiero señalar que no son pocos los casos, porque idéntico problema se presenta en materia de prescripción, porque es motivo de su interrupción “la comisión de un nuevo delito”, lo que ha generado una jurisprudencia encontrada que la Corte, en materia de prescripción de la acción penal, unificó en el sentido antes mencionado, lo que la jurisprudencia de tribunales inferiores extendió, mutatis mutandi, al campo de la probation. El efecto es que, por el paso del tiempo, un delito que de acuerdo a nuestro principio de legalidad procesal debía ser perseguido hasta la condena, no se lo hace por las demoras propias del procedimiento, pero que en estos casos se aumenta porque la jurisprudencia existente de momento habilita instancias de casación e, incluso el recurso extraordinario federal ante la Corte Suprema, por equiparar estos casos a sentencia definitiva, con la sobrecarga de tareas y demoras que representa para esos órganos ya de por sí extralimitados de trabajo. Las demoras en estos casos, donde los imputados resisten ser juzgados en audiencia oral y pública, utilizando los recursos legítimos que las leyes procesales les reconocen, puede insumir entre dos y tres años. Las reglas de organización de los tribunales superiores deberían ser revisadas, especialmente en lo que se refiere a la admisibilidad de los recursos, que es donde se presenta el mayor número de casos. Mayor número de jueces sería indispensable y una reforma profunda del modelo de gestión, son indispensables. La pertinencia de vincular los problemas que representa el control del cumplimiento de las reglas impuestas en una probation, se debe a que como también se le asigna a la nueva Dirección el control de los excarcelados, la escasez de recursos humanos puede resentir el trabajo, amplificando la idea de “puerta giratoria para los delincuentes”, con la que los medios identifican al sistema penal. VII- En realidad el problema es otro. Estas reglas son necesarias porque como no se puede procesar la demanda de casos con la celeridad correspondiente, su resolución se difiere y en muchos casos las detenciones son, procesalmente innecesarias, pero la entidad probatoria, aún preliminar, es importante, lo que se detecta en un gran número de hechos cometidos en flagrancia. Si el

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caso tuviera una rápida resolución el índice de prisión preventiva bajaría, aumentando el número de condenados. El dato más importante que con el que un fiscal debe contar es cuándo tendrá concluida su investigación y cuándo considera que estará en condiciones de concretar una acusación en un juicio; esa pregunta es la que el juez le debe formular al fiscal cuando se realiza una audiencia a efectos de resolver acerca del encierro preventivo. El modelo anglosajón tiene un número inverso de reclusos condenados respecto de los procesados, por su ágil sistema de negociación. Pero también existen fuertes críticas por los abusos en los que se puede incurrir: las extorsiones encubiertas de oferta de beneficios, la presión para obtener delaciones, etc. La forma en que esto incide en la prisión preventiva es evidente, porque si los fiscales obtienen condenas prontas la necesidad de encierro se va encontrar justificada en la firmeza de una condena donde se da por probada la responsabilidad y no en la medida cautelar que se utiliza para llegar a ello. Esta dinámica es la que tienen resuelta los fiscales en EEUU, con una ubicación institucional bajo la órbita del Poder Ejecutivo, dirigiendo su trabajo de acuerdo a intereses político criminales que pueden ser generales, pero que también atienden a la coyuntura. Ponderando intereses y e incluso humores sociales, pueden dejar de perseguir cualquier clase de delitos o, por el contrario, extremar los requerimientos en otros. Por ello, la garantía de imparcialidad convierte a los jueces en verdaderos custodios de la legalidad para que la política criminal no se lleve a cabo a cualquier costo. Por ejemplo, que la política criminal del Estado no se practique criminalmente, como ocurrió en la región con los casos de terrorismo que sufrimos en un pasado no muy lejano. Los fiscales anglosajones tienen facultades mucho más amplias que las que, en general, el estamento de los jueces les quiere reconocer a los fiscales en América Latina. Ese es otro problema cultural de importancia24. VIII- Frente a la formalización de la imputación por parte de la fiscalía y ante la solicitud de transitar el proceso en libertad el régimen de fianzas se presenta como plausible, toda vez que se considera que el esfuerzo que representa para

24. Los jueces resisten las reformas procesales, primero, por una cuestión cultural y, también, por intereses de otro tipo que no es posible desarrollar en este lugar. Hay condimentos diferentes en los países del área, pero en todos los casos se relacionan con el grado de independencia real con que llevan a cabo su función y de una supuesta misión salvífica que, más allá de la jurisdiccional, muchos les reclaman para que se aparten, incluso, de las disposiciones legales.

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COMPENDIO el imputado depositar una suma de dinero o aportar un bien mueble o inmueble como garantía, que pierde en caso de no cumplir con las obligaciones contraídas, es una discusión que, en el mundo occidental, venimos teniendo desde el siglo XIII. Las formas de asegurar la comparecencia al proceso mediante el compromiso de terceras personas u organizaciones no gubernamentales es un capítulo que, al menos en mi país, no se ha desarrollado con la extensión que tendría que tener, porque la discusión acerca de la neutralización del peligro de fuga no sobrepasa la discusión previa del encierro automático frente a la imputación de ciertos delitos, cuando precisamente es en el régimen de medidas contra cautelares para afianzar la comparecencia al proceso donde se puede encontrar un paliativo al encierro preventivo. A su vez, dentro de las alternativas a la privación de libertad se encuentra la posibilidad de aplicar medidas menos invasivas como la prisión domiciliaria, la obligación de comparecencia periódica, la restricción al derecho ambulatorio a un determinado lugar, secuestro de pasaporte, etc., a lo que se agregan medios electrónicos de control, que representan una alternativa plausible, pero al ser costosos nuestros países tienen una distancia enorme con las posibilidades económicas de los más desarrollados, que destinan a estas cuestiones mayores recursos que nuestros países no tienen, lo que se ha definido como “un abismo tecnológico” (Zaffaroni). Nils Christie se ocupó de este tema a comienzos de los años 90’ en un trabajo donde describe, con detalle, el enorme negocio, a nivel mundial, que representa el control que requiere el sistema penal para ser “efectivo” de acuerdo a los objetivos político criminales del presente, lo que nos tiene que permitir anticipar sus consecuencias de acuerdo a nuestras necesidades y posibilidades25.

25. Con el inquietante título de: “La industria del control del delito. ¿La nueva forma del holocausto?”, traducción de Sara Costa, Editores del Puerto, Bs.As., 1993, Christie (1928-2015), criminólogo noruego, se ocupó de relatar el enorme negocio que gira en torno al sistema penal, no dejando tema sin abordar desde esa perspectiva. Cuando se ocupa puntualmente de lo que llama “El estímulo tecnológico”, pág. 119 y sgtes., dice lo siguiente: “El extraordinario aumento de presos en California que se produjo desde 1980 hasta 1990 es casi un misterio”; agrega que fueron años prósperos para ese estado, habiendo bajado la tasa de desempleo, pero aumentado exponencialmente la de presos. El ofrece dos razones: a) el sistema de probation corría el peligro de perder puestos de trabajo y b) que los medios tecnológicos han colaborado en detectar los incumplimientos de los probados, determinando que ingresen a prisión los beneficiados por la medida. Todo el libro puede ser leído en clave del costo/beneficio que la industria de la (in)seguridad representa, recordándonos que, al ocuparse del concepto de plusvalía, Carlos Marx menciona al delito como generador de puestos de trabajo. La organización del congreso para el que se prepara esta contribución es un ejemplo de ello, así como la actividad a la que nos dedicamos los que estamos convocados para participar en él.

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IX- Hay que hacer hincapié en que de la misma manera que el derecho procesal penal es instrumental al derecho penal, el derecho de la organización judicial cumple la misma función con el derecho procesal. Lo que los códigos procesales penales que se gestaron al calor del movimiento de reformas en América Latina requieren, es superar totalmente el tipo de organización que se tenía bajo la vigencia del procedimiento escrito y que ha moldeado las costumbres de las prácticas de concentración de funciones en cabeza de los jueces. Por ello es central el trabajo que se viene haciendo en materia de gestión y en la modificación de las leyes de organización judicial, y de los ministerios públicos, que tienen que tender a eliminar de la “competencia” de los jueces toda función que no sea jurisdiccional. Los encargados de procesar el trabajo, hasta que se requiere de esa intervención jurisdiccional, deben organizarse de manera tal que puedan cumplir con su cometido, respetando: a) el ejercicio de la defensa, que debe ser amplio y sin restricciones más allá de lo indispensable para obtener los fines del proceso, organizando el sistema de defensa oficial de manera que pueda dar respuesta eficiente. Una mejor organización, donde los fiscales sometan al control jurisdiccional aquellos casos donde imputen efectivamente a una persona y destaquen la prioridad que tiene un caso sobre otro, habrá de colaborar en reducir la duración de los procesos, que en algunos casos es excesiva por falta de recursos y defectos de organización. A su vez, la persistencia del método escrito para la resolución de las cuestiones que se plantean en las etapas previas, debe ser revisada para ganar en celeridad, publicidad y transparencia. Si bien podemos efectuar una caracterización en abstracto del tema, los problemas que presenta el encierro cautelar no pueden ser analizados en forma aislada al resto de los inconvenientes que tenemos para lograr mayor eficiencia en el servicio de administración de justicia y donde sus claves se encuentran en la forma en que se gestione el acceso y procesamiento de casos, acelerando los trámites y haciéndolos ágiles y transparentes. Con el desarrollo de oficinas de control y asistencia de las personas en conflicto con la ley penal, estamos ocupándonos de dos temas donde deberíamos encontrar coincidencias, porque se trata de mejorar modelos de organización y gestión. El cambio cultural que venimos transitando hace cerca de treinta años y que intenta otorgar racionalidad al proceso penal separando claramente las funciones de sus actores, debe seguir estando acompañado de los valores esenciales que lo

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COMPENDIO hicieron germinar, donde los límites al Estado vienen impuestos por un marco normativo que no puede ser visto como la “Carta Magna del delincuente” sino como la “Carta Magna del ciudadano”. Las consecuencias del derecho penal, como el resto de las otras ramas del derecho, están dirigidas a todas las personas por igual, porque todas las personas pueden cometer delitos. Percibir esto como un problema de “otros” es un error importante, porque olvidamos que en estos temas el “otro”, somos nosotros, y el remedio que se propone para calmar los humores sociales se puede convertir en su peor enfermedad. Con el auxilio de la dialéctica, tenemos que tratar de transitar la encrucijada de discursos en la que nos encontramos buscando pistas y coincidencias, para una síntesis superadora.

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