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algaida

hist贸rica


Título original: Ventitré colpi di pugnale Este libro ha sido negociado a través de la agencia literaria Ute Körner

Primera edición: 2010

Autor: Luca Canali, 2008 Autora del apéndice: Maria Pellegrini, 2008 © de la edición italiana por Edizioni Piemme Spa, Milano, 2008 © de la traducción: M.P.V., 2010 © Algaida Editores, 2010 Avda. San Francisco Javier 22 41018 Sevilla Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54 e-mail: algaida@algaida.es Composición: Grupo Anaya ISBN: 978-84-9877-473-3 Depósito legal: M-35.636-2010 Impresión: Huertas, I. G. Impreso en España-Printed in Spain

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.


A la querida memoria de Ettore Paratore, Santo Mazzarino, Augusto Fraschetti



6 de febrero, año 710 de la fundación de Roma (noche)

E

Curia, la que he hecho construir en el Foro sustituyendo a la Curia de Pompeyo del Campo de Marte. Desde mi mesa de trabajo, a través de una enorme ventana, diviso la tribuna de los Rostra iluminada por las antorchas. Sobre ellos no hay ningún orador que arengue a la multitud. Todo está en silencio. Y silencioso también y desierto se hallán el Foro y el interior de la Curia. Dos soldados de la cohorte vigilan apoyados contra el marco de la puerta cerrada. Mi casa está en la vía Sacra, a una milla de aquí. Puedo llegar en media hora, caminando a buen ritmo, como es recomendable durante estas frías tardes de febrero. stoy en mi despacho de la nueva

Me he encerrado aquí después de una áspera sesión en el Senado. Los notables de algunos municipios itálicos, e incluso alguno de estirpe gala —que fueron por mí incorporados como nuevos miembros de la Asamblea— se han aliado con el ala conservadora en contra de mi pro-


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puesta de aumentar hasta seiscientos el número de senadores. Me he visto entonces obligado a imponer a esos paletos mi decisión sirviéndome de los poderes extraordinarios previstos por la dictadura perpetua que me fue otorgada hace algunos días. Los recién nombrados senadores galos y municipales, al terminar la sesión, se han alejado con miradas llenas de descontento, alguno incluso con una cierta sombra de hostilidad en el rostro. No amo las adulaciones, la obsequiosidad me da asco. Pero desprecio la ingratitud y la falta de sentido del Estado. Por puro egoísmo todos eran contrarios a mi propuesta, que limitaría los privilegios y el poder de los que son ya senadores. En mi vida, de todos modos, no me he dejado nunca condicionar por la amargura. A solas reflexiono sobre los problemas, los discierno, encuentro posibles caminos que parecen cerrados, mi pensamiento se desata, la fantasía —su sierva necesaria— se libera de la árida realidad que amenaza con aplastarlo. Todo esto es para mí la soledad física, es decir, la ausencia de compañía molesta. Lo que ahora me irrita en cambio es la soledad moral, mi sospecha, o la constatación, de tener solo amigos condicionados por las relaciones de poder y por un interés personal. He permanecido durante mucho tiempo en silencio, con la mirada perdida, alejada de la imagen de la tribuna rostal, símbolo de la lucha política, ahora que me concedo, durante algún que otro instante, el lujo de despreciarlos y considerarlos incluso nauseabundos.


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Encima de la mesa hay algunas tablillas de cera y un estilo bien afilado. He sentido la necesidad de dialogar conmigo mismo como hacen a menudo los poetas. Por qué no me habré dedicado a la literatura en vez de a la política, o a su brazo armado, la guerra. Quizás no poseía cualidades como poeta, pero sí como historiador, o quizás también como autor de tragedias… ¿Quién sabe? Mejor como autor de memorias. ¿Qué son mis Comentarios sino obras inspiradas por la memoria de acontecimientos bélicos de los que he sido el protagonista victorioso y, con frecuencia, promotor despiadado? Y ahora aquí estoy escribiendo. El estilo corre veloz por la cera. Las ideas, y sobre todo los recuerdos, fluyen veloces en la mente. Es raro: cuanto más avanza uno con los años hacia adelante, más empuja la memoria hacia atrás en el tiempo, la madurez y la vejez terminan por unirse con la infancia y la adolescencia. Lo he decidido. Cada uno de los pocos días en los que tenga a mi disposición una mínima fracción de tiempo, me concederé el placer de grabar recuerdos, dudas, problemas ya resueltos o por resolver, encuentros y desencuentros. Un diario, por lo tanto, pero solo de mí mismo, con la ilusión de reproducir de esa forma mi vida y mis pensamientos. El sentimiento que siempre he privilegiado sobre todos los demás es la amistad. El amor familiar se basa en relaciones de sangre. El amor-pasión tiene su raíz en los sentidos. La amistad se funda en cambio sobre una pura concordancia, o discordancia armónica, de almas y caracteres.


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Quizás esta parte de mi naturaleza no ha sido comprendida plenamente por quienes han estado junto a mí. Mis actos de amistad han sido casi siempre tenidos por generosidad o caballerosidad en los modos. Cuando he cedido el único lecho de mi tienda a quien viajaba conmigo porque estaba enfermo, y he pasado la noche tumbado sobre el suelo, o cuando he juzgado gustoso, pidiendo todavía más sobre mi comida, un aceite que disgustaba a los otros comensales, decían: «¡Ahí está el generoso César! ¡Qué maneras tan exquisitas tiene!» No era ni generosidad ni urbanidad, sino algo más, la necesidad de amistad, lo que me llevaba a ello, ante un amigo enfermo o un anfitrión poco previsor. Cuando Casio me salvó de las aguas turbias del Tíber, en las que imprudentemente me estaba bañando, habría deseado que llegáramos a ser amigos. Y en cambio Casio fue por ahí alardeando, y narrando cómo «César, el gran César, el supremo César» se había debatido desesperado entre las olas, invocando ayuda. Si hago memoria, en mi vida quizás solamente he tenido un amigo de verdad, Eutimio, un joven turbulento, hijo de Teófilo, liberto y hombre de confianza de mi familia. Tenía dos años menos que él, pero éramos inseparables. Mi padre, lleno de buen sentido y raciocinio, me exhortaba a estar atento, a no fiarme de él. Mi madre, intuitiva, era más indulgente en lo tocante a nuestra amistad. Eutimio era temido por su prepotente exuberancia física y sexual. Tenía relaciones íntimas con sus coetáneos de los dos sexos, a veces consentidas, otras con el consen-


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timiento inducido por la violencia. Muchas jovencitas lo temían, algunas lo provocaban, otras le hacían la corte. Los varones se rebelaban, luchaban con él, cedían finalmente, y algunos gozaban con ello. Los ultrajados se lo contaban a sus progenitores. Entonces Eutimio era golpeado por su padre sin piedad. Conmigo él siempre fue correcto y educado. Me llevaba pequeños regalos, fruta robada, estatuillas de barro cocido de dudoso origen, pequeños polluelos capturados en sus nidos, que mi madre criaba y una vez que crecían los dejaba libres. Nunca un rasguño, nunca groserías en mi presencia. Así como un respeto sin servilismo hacia mis padres. Una vez quiso iniciarme en los placeres de la virilidad. Llevó consigo, detrás de un arbusto apartado de nuestro jardín, a una jovencita de su edad, y la invitó a tumbarse sobre la hierba, la desnudó —mientras ella sonreía con malicia y provocación—, y por último me invitó a gozar de aquel coito tan fácil. Noté sobre el cuerpo tierno, allá donde los labios del sexo se unían en el imberbe delta de Venus, una marquita escarlata con forma de trébol, una pequeña broma de la naturaleza, el sello de una virginidad quizás perdida. Un escalofrío me recorrió la espalda. Excitado, pero extrañamente contrariado por aquella oferta rufianesca, me fui corriendo hacia casa. Tras de mí las risas divertidas y los gritos de Eutimio y su jovencísima amante me llamaban. Seguramente ella era cómplice en aquella especie de asalto a mi inexistente candor. Con Eutimio iba a todas partes; él me enseñaba a construir pequeñas escaleras y torres de asedio, trincheras


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de madera y puentes en miniatura. Competíamos en la carrera, y él fingía que se tropezaba para permitir que yo llegara en primer lugar. Pero se caía de verdad, haciéndose heridas en las rodillas y riéndose luego de los rasguños que se curaba restregándolos con saliva. Llegábamos a la frontera de la Villa Pública en el Campo de Marte, y presenciábamos entusiastas las maniobras militares, el galope desenfrenado de los caballos; luego formábamos bandas con los niños que por allí había y con las espadas de juguete escenificábamos también nosotros falsas pero igualmente arriesgadas batallas. Entonces me convertía yo en el jefe, Eutimio reconocía mi superioridad en la táctica y en la estrategia, y obedecía fielmente mis órdenes. Quizás fue en aquellos días cuando se decidió mi destino como guerrero. El placer mental de las geometrías de las batallas y el gusto turbio por la victoria fueron las primeras emociones genuinas de mi vida. Nuestra fuerte unión se quebró con la muerte de Eutimio. Le gustaba agarrarse a la barra posterior de los carros que pasaban corriendo por la calle. Un día, un cochero lo vio al darse la vuelta y lo azotó. Eutimio cayó sobre el suelo, intentó rodar hasta fuera de la carretera pero otro carro que venía por detrás lo alcanzó. No lloré, pero durante años fui incapaz de tener otras amistades. Conocí en cambio, con catorce años, la aturdida alegría del primer coito. Fue una agraciada muchacha de dieciséis años, quien me condujo hasta su casa patricia momentáneamente desierta. La había conocido en un grupo de jóvenes de nuestra edad. Quizás le llamó la atención mi


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rechazo a entrar en aquella pandilla de estúpidos holgazanes. Por entonces yo estudiaba todo el día, y seguía a mi padre hasta el Campo de Marte donde me enseñaba el uso de las verdaderas armas. Me engañé a mí mismo; no había sido mi actitud renuente y orgullosa lo que la había conquistado, simplemente me había reconocido, y quería saldar cuentas conmigo. Se desnudó y se tumbó boca arriba en la cama. Sobre el monte de Venus, ahora púber, el trébol escarlata. Y esta vez no escapé. Eutimio, el despreocupado díscolo hijo de liberto, no seducía por lo tanto solo a jóvenes esclavas y jovencitas de su clase social, sino también a las hijas de las familias más nobles de Roma: Clelia —nombre de la joven del trébol escarlata— era de la familia de los Cotta, la misma que la de mi madre Aurelia, y quizás también consanguínea lejana mía. Es hora de volver. Quién sabe si los dos guardias de ahí afuera se han dormido. Me ha parecido escucharles roncar. P.S. Hay amistades que se sienten y se desean, y quizás se convertirían en duraderas e intensas, si circunstancias adversas de lugar y de tiempo no las hiciesen irrealizables. Si puedo, escribiré sobre ello muy pronto, por ejemplo narrando mis encuentros al atardecer, cenando en mi casa con ese extraño, neurótico pero genial poeta que es Lucrecio (de quien paradójicamente yo, caudillo de cien batallas y Pontífice Máximo, solo por estima de sus extraordinarias dotes intelectuales me convertí en asesor de algunas partes de su poema Sobre la naturaleza de las


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cosas, dedicado a la polémica contra la guerra y contra la superstición religiosa); o desde un punto de vista político, sobre las conversaciones en mi despacho con Celio Rufo, un joven de extraordinaria belleza —amante de la fascinante Clodia—, con la mente muy fina, pero partidario, en sentido opuesto, de Cicerón. Por lo tanto amigo de todos y de ninguno, cínico y aventurero que, a mi pesar, he tenido que suprimir enviando un escuadrón de caballería contra él y su pequeño ejército de vagabundos, como consecuencia de su extremismo anárquico en abierto contraste con mi política económica moderada.










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