Pablo y los ausentes
Nombre: Pablo Esparza Flores En huelga de hambre desde: 25 de Abril Edad: ¿? Puesto en LyFC: ¿? Un día quise contar la historia de Pablo Esparza Flores. Lo conocí una semana antes de que se lo llevaran al hospital, el mismo día que López Obrador acudió a la carpa. Me acuerdo que vino a estrecharme la mano y quiso hacerse una foto conmigo, quién sabe por qué. Le dije que gustosamente me haría la foto con él a cambio de una entrevista y él, divertido, aceptó el intercambio. Alguien me susurró entonces: ese es el hermano de Martín Esparza. Yo no sabía que el hermano del líder sindical estuviera en huelga de hambre y mucho menos que hubiese entrado con el primer grupo de huelguistas, el 25 de abril. Por motivos diversos, nunca pude hacer su entrevista. Nunca le di más ni menos prioridad a su entrevista que a la de otros huelguistas, porque desde un inicio escogí contar la historia de los trabajadores, no la de lo que los medios de comunicación, en su simplificación del mundo, llaman “sus líderes”, creando la ilusión de un falso borreguismo, de que uno manda y el resto obedece. No son sus líderes. Son tan solo sus representantes. Pero ¿quién quiere entender eso? No le di prioridad a su lazo de sangre con Martín Esparza y tal vez hoy tengo que arrepentirme de ello, porque aunque yo, en lo personal, no le dé más valor –ni menos- a la hazaña de Pablo que a la de sus cuarenta compañeros que ya han tenido que salir, sé que los medios, ansiosos de líderes, sí se la dan. ¿La historia de Pablo, hubiese cambiado algo? ¿O habría sido ignorada como todas las demás? No lo sé. Me contaron rumores, supe que en su pueblo se habían sufrido brutales represiones. Palizas. Amenazas de desapariciones. Nunca pude comprobar la veracidad de aquellas historias, porque un día llegué y Pablo Esparza Flores ya no estaba. ¿Cuántos saben, a día de hoy, que el hermano de Martín Esparza estuvo allí, muriéndose también de hambre? Nunca estuvo en los periódicos. El silencio más espeso, el más interesado, cubrió su hazaña. Soy culpable de no haberlo entrevistado a tiempo. Tenía planeada ya la entrevista. No
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iba a preguntarle nada sobre su hermano. Le preguntaría sobre su pueblo, sobre su vida. Y luego, al final de la historia, desvelaría quien era. Era un buen plan. Pero no pudo ser. Nada queda de él excepto el vacío y el recuerdo de que un día estuvo ahí. Pablo está probablemente en su casa ya, recuperándose de tanta inanición. ¿Quién fue a hacerle una entrevista? ¿Qué medio mencionó su salida de la huelga de hambre? Ninguno. Como él, decenas de huelguistas tuvieron que retirarse ya de la carpa. Nunca pude contar la historia de ninguno de ellos. Créanme que lo siento. Mientras tanto, los medios celebraban los desayunos de Martín Esparza, obviando, a propósito o por ignorancia, que entre aquellos que luchan exponiendo su vida estaba también su hermano. Fue inútil. La historia se disolvió en el olvido y yo no tuve tiempo de rescatarla. Nada puedo contar sobre Pablo, excepto que estuvo aquí. Hoy no hablaré, pues, de Pablo. Hablaré de todos ellos. Hablaré de mí. Hablaré de ustedes. Cuando empecé este proyecto –hace ya dieciséis personas- me dije que esto iba a servir de algo. Ellos (y ellas), los huelguistas de hambre, me preguntaron, desconfiados: ¿por qué haces esto? Y yo nunca supe qué responderles, cómo explicarles por qué estoy aquí. Se rindieron, sin embargo, al efecto terapéutico que representa contarle tu vida a un extraño, y se abrieron a mí para contarme sus hazañas y sus tristezas. Algunos lloraron, otros gritaron, y aún hubo quien respiró aliviado tras revelar historias que creía ya olvidadas. Yo, más tarde, en el laboratorio de mi casa, escogería qué contar y cómo hacerlo, con la esperanza de que las musas no abandonaran todavía mi cerebro cansado, casi vencido por tanta indiferencia. A veces tengo miedo de equivocarme, de no estar a la altura de sus vidas. Tengo miedo del tiempo que corre veloz en contra de los huelguistas, miedo de los días que me reciben con cada vez más y más catres vacíos. Si, confieso que tengo miedo: ¿acaso piensan que soy de piedra? Vengo aquí cada día, con las manos vacías, para contarles una pequeña historia, un cuento diminuto, mientras ellos se mueren de hambre. Recibo sus historias y luego me voy a cenar pensando en que hace ya treinta días, treinta y cinco días, treinta y ocho días que este hombre no come. Las barricadas de mis historias son como castillos de arena frente al avance de la marea de la brutal realidad. No soy imparcial. Nunca lo fui. Nadie lo es, aún cuando sé que algunos periodistas –la mayoría- van por el mundo pregonando una objetividad que no existe, ni puede, ni debe existir. Cada quién se alinea donde el corazón o el dinero le dicen que debe estar. Yo estoy, como lo estuve siempre, del lado de los más débiles, de los más golpeados, de los que sufren injusticias. Nunca oculté mi preferencia. Pongo a su servicio lo único que tengo: mis palabras. Tuve un día la firme creencia de que podía ayudarles a romper el cerco mediático y acudí en su ayuda. Sigo teniendo esa misma creencia, aunque más débil, más difuminada. El tiempo me va venciendo a mí también, me va arrastrando hacia el abismo de la desesperanza mientras yo, como los huelguistas de hambre, me resisto, me agarro de donde sea para no caer en ese maldito agujero negro. El fin está ya cerca -¿qué fin? No se: algún fin-, el miedo ronda. Cuando ellos flaquean, flaquea también mi voluntad. Sé que tienen miedo, un miedo concreto, tangible pero que no mencionarán en voz alta: miedo a ser el primero en morir. Quisiera decirles: ¡ya vete a casa! ¡piensa en tus hijos! Pero me muerdo la lengua. Sé que no quieren oír eso. Les digo, en cambio, lo que quieren oír: aguanta un día más. Ya mero rompemos el cerco. Ya mero les van a hacer caso. Aguantadme un día más, mientras ellos, como espectros, se aferran a sus férreos principios y dicen: si, un día más.
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No sabéis cómo es hablar con un muerto de hambre. Sus mentes, libres ya de las cadenas del cuerpo, trazan caminos inalcanzables para mí. Están y no están, y es un poco como hablar con alguien que casi no es de este mundo ya. Me acuerdo entonces de los cátaros, una religión extinguida a golpe de inquisición y hoguera en el sur de Francia hace ya muchos siglos. Ellos, los cátaros, cuando sentían que iban a morir, recibían el consolament (consuelo), una especie de extremaunción que les garantizaba que su espíritu ascendería al reino de los cielos, siempre y cuando a partir de ese momento dejasen de comer. Sé que los huelguistas piensan en la muerte, sé que saben que se arriesgan verdaderamente a morir. Sé que algunos de ellos piensan que es preferible morir. Sé que todos deberán enfrentar esa decisión en algún momento: ¿voy a morir, o voy a vivir? No, no sabéis como es hablar con un muerto de hambre porque no estáis aquí. ¡Cuánto quisiera que estuvieseis aquí, que vieseis con vuestros propios ojos la muerte lenta y constante de estos hombres y mujeres. Porque al fin y al cabo, la decisión de salvarlos o dejarlos morir es vuestra. Os hablo así, de vosotros -y no ya de ustedes- porque os hablo con confianza, con el corazón en la mano, como me nace desde lo más profundo. Y a vosotros, yo, española, os pregunto: ¿dejaréis morir a estos hombres y mujeres que ofrecen su vida para salvar a vuestro país, ellos y ellas, que se oponen con su cuerpo y con su vida a la venta en pedacitos de vuestro país, que no poseen más que su vida y aún así la exponen a la indiferencia de todos, que son ignorados, o en el mejor de los casos insultados y difamados? Se están muriendo. No creáis a los medios que dicen que comen tortas a escondidas. Creedme a mí, creedme porque estoy cada día allí, y os digo que se están muriendo. Están haciendo tiempo para que vengáis en su ayuda, y, rescatándolos de la injusticia en que se encuentran, os rescatéis también a vosotros mismos. Pero no aguantarán para siempre. Aguantarán tal vez una, dos semanas más. Enfrentaos a ello, tomad vuestra decisión. Si queréis que vuestro país sea vendido, id al zócalo y salvad a estos hombres y mujeres de un sacrificio inútil: decidles que no vale la pena, que el sentir del pueblo mexicano es otro, que habéis decidido que es mejor para el país poner vuestros recursos en manos extranjeras, tal vez más productivas, más modernas, y que no vale la pena que mueran por esto. Pero si no es eso lo que queréis, si sentís que los electricistas tienen razón, si sentís que su lucha va más allá del egoísmo por recuperar su trabajo, entonces decidlo ahora. Decidlo ya, porque el tiempo se acaba. Ellos tomaron su decisión. Ahora es vuestro turno; ahora es el momento en que debéis tomar vuestra decisión. En algún lugar de Ámsterdam, hay una gran piedra sobre un pedestal, con un lema debajo que reza: als ik een mens was en geen steen / wenste ik jullie om me heen. Si yo fuera un hombre, y no una piedra, querría que estuvieran a mi lado…Me acuerdo ahora, y mucho, de esa triste piedra, más humana tal vez, con todo su doloroso anhelo, que muchos humanos cuyo corazón se ha convertido en piedra sin que ellos se hayan dado cuenta. Me acuerdo también de un cuento de Hans Christian Andersen, donde el corazón de un muchacho, convertido en hielo por una esquirla diabólica, recuperaba su calor al contacto con las lágrimas de su hermana. ¿Qué lágrimas, me pregunto, harán falta para devolverle su humanidad al corazón petrificado de tantos mexicanos?
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