Manual de comportamiento para gente formidable 3

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manual.


Manual de Comportamiento para Gente Formidable Volumen 3

Cómo encontrar tu doble Mónica Sánchez Lázaro

Cómo comprobar que estás vivo Norman García

Cómo agitar el agua bajo tu falda Macky Chuca

Cómo enmendar un corazón roto Danilo Guio

Cómo perder la fe Luis Noriega

Cómo fingir un orgasmo masculino Pedro Poitevin

Cómo querer de vez en cuando Ana María Mesa

Cómo vivir infeliz por el resto de tu vida Javier Avilés

Cómo comer chocolate Marta Peirano

Cómo limpiar la conciencia en 21 días María Camila Vera

Cómo combatir al enemigo Javier Cozzolino

Cómo crear un silencio entre los dos Gloria Esquivel

Cómo atardecer en Suburbia Maximiliano Vega

Cómo quedarse solo en el intento Oscar Rodríguez


CómoMónica encontrar tu doble Sánchez Lázaro

Mi hermano mellizo se llamaba Felipe y vivió veintiocho días. Mi madre mantenía viva la llama de su existencia mediante alusiones esporádicas que casi siempre eran meramente descriptivas, pero esas descripciones poseían un elemento perturbador. Me llegaban bajo la condición del enigma, me comunicaban una insatisfacción que más tarde identifiqué como una forma sutilísima del dolor. Habíamos nacido con cinco semanas de antelación. Eráis tan flaquitos los dos… él tenía los ojos más grandes. Después un silencio intergaláctico se posaba en su rostro y yo me olvidaba de Felipe

por algún tiempo. Pero reaparecía siempre entre los susurros de los mayores y por el tono irritado de mamá yo a veces pensaba que papá era el responsable de que Felipe no se hubiera quedado con nosotros. Luego fue papá quien no se quedó con nosotros. Comprendí que se había celebrado un juicio en el que yo era testigo mudo y falso culpable. Pero fue papá quien expió esa culpa. Nunca les perdoné que me dejaran sola con mamá, indefensa bajo el sempiterno tsunami de su histeria. Por aquella época sucedió algo que lo cambió todo de pronto. Un episodio sonámbulo (el único

verdadero, aunque los trances se repitieron de manera sistemática durante algún tiempo por la vía de la simulación) me dio acceso a una zona antes oculta de la Realidad y me reunió de nuevo con Felipe. Me levanté de la cama a medianoche y fui hasta el cuarto de baño. Me quedé quieta frente al haz de luz de la puerta entreabierta como esperando una señal, dormida. Mamá ya se había desmaquillado y orinaba muerta de sueño con la mirada perdida sobre los azulejos del suelo, la mano apoyada en la barbilla, camisón de raso blanco, las bragas en los tobillos. Entonces empujé un poco la


puerta y ella me vio. No dijo nada. No dije nada. El cuarto de baño era grande y tenía una luz poderosa. Estuvimos así , una frente a la otra, a cuatro o cinco pasos de distancia, sin decirnos nada durante un lapso que me pareció de horas. Recuerdo el instante como una transmutación por la impresión de tiempo dilatado. Digo que no sé cuántas horas cupieron en aquel medio minuto que debió tardar mamá en romper el encantamiento. Demudada, preguntó si tenía pis y yo asentí. Asentí para no contradecirla, supongo. Y porque no había coartada mejor para mi aparición intempestiva. El temor o la sorpresa le obligaron a deponer el tono tiránico y ahora, todavía sentada en la taza, me preguntaba dulcemente si yo tenía pis. (Mamá, mi amor por ti era amargo. Mi pobre vida entera no alcanzaba para darte una pizca de alegría. Yo no era lo bastante buena para ti y no supiste cómo ocultármelo). Me cedió el asiento y esperó la materialización de alguna cosa. Paralizaba su semblante algo que yo no sabía y que comprendí luego, al regresar del semisueño. Tuve al día siguiente una impresión bastante nítida de lo que había sucedido. Prueba de ello es que nunca lo olvidé. Sentada en la taza me esforcé por hacer pis pero no logré que cayese ni una gota. Después regresé a la cama tranquilamente. Mamá jamás mencionó el incidente. Jamás contó a nadie que una noche, justo antes de irse a dormir, Felipe había regresado y la había mirado sin decir nada con sus ojos grandes. Se había sentado, el pobre, en la taza como una niña, sin saber cómo hacer pis. Hubo arrebatos de amor materno. Nunca mamá fue tan amable como en

los días que siguieron a mi sonambulismo debutante. En vista del resultado decidí repetir los episodios. El mismo silencio, forzando una expresión alucinada. El armario donde mamá guardaba cosméticos, neceseres, lavativas y pastillas estaba revestido de espejo por tres de sus caras. Felipe vivía allí pero yo nunca lo miraba. Mamá seguía cualquier movimiento mío con el respeto que se profesa a un ídolo. Pobre mamá. Se la llevaron un día. Todo el mundo menos nosotros tres sabía que estaba loca. Papá volvió. Ya nunca más miré mis ojos en un espejo. Eludía mi imagen para que Felipe no se fuera, para que supiera que yo podía renunciar a mí misma con tal de que él estuviera siempre ahí. Saber que Felipe estaba ahí me permitió tener una infancia normal. Yo le ubicaba en un cuartito blanco a un lado del pasillo detrás del espejo y venía siempre que lo llamaba. Dicen que tuve una adolescencia complicada pero yo me las ingeniaba para parecerme más a Felipe. El psicólogo no pudo disimular su alegría cuando un día papá le habló de él, de "mi hermano mellizo muerto con casi un mes". El psicólogo y papá opinaban que eso podía explicarlo todo. Admirable optimismo. Yo he odiado siempre las explicaciones. Y entonces yo respondía que sí, que claro, que recordaba a Felipe. Me obligaban a verlo como a un recién nacido escuchimizado que murió por precoz y por selección natural, con ojos grandes. Me obligaban a colocar su recuerdo junto al olor crudo de la placenta, junto a la leche agria que todos hemos vomitado sin aspavientos, como si nada. Pobres hijos de puta. Esquizofrenia

paranoide, dicen. Pero las palabras son solamente cosas. Voy a morir antes de cumplir los treinta. Algo en mi interior ha empezado a pudrirse, dicen. Lo dicen de otra manera. Mis células se han dividido en bandos. Habrá una invasión espectacular. Les ahorro cómo sucedió todo. Ahí están mis diarios y mis novelas. Pueden hojearlas cuando quieran. Lo cuentan todo las novelas: lo que ocurrió y lo que se me ocurrió. No hay diferencia. Tengo que morir para que Felipe viva de este lado y mamá me quiera a mí. Me despido. Termino con el mensaje de otro paranoico, de otro Phillip que sobrevivió a su melliza. Más tarde hablamos de él si lo desean. No me queda mucho tiempo. Disculpen la traducción, que es mía: "Yo creo que en el instante posterior a la muerte, la Realidad aparecerá por fin frente a nosotros. Las cartas quedarán boca arriba, la partida estará terminada, veremos claramente lo que sólo habíamos sospechado o entrevisto borrosamente en un espejo. Lo dice San Pablo. Lo dice el Bardo Thodol. Lo dice Winnie the Pooh: volveremos a encontrarnos todos, en otro rincón del bosque, siempre habrá un niño jugando con su oso. En eso creo. En realidad no creo en nada más. Yaunque me equivoque y Lucrecio tenga razón ("no sentiremos nada porque no estaremos") no importa, porque ya no estaréaquí para sufrir esa desilusión y habréganado a pesar de todo. No se trata de una apuesta; no tengo otra opción y ustedes tampoco".


Cómo comprobar que estás vivo Norman García Acá.

Estar pendiente de la respiración es darse el crédito de saberse vivo, que uno tiene pulmones. Que uno no es eso, pero que todo eso hace parte de uno. Cuando piense en respirar va a ser testigo de esa incómoda certeza de tener que lidiar con un montón de cosas que uno encierra. Sentir el corazón. Escuchar la barriga con sus mareas, ver el pecho inflarse, rendirse ante el temblor de los labios, o cuando se encharcan los ojos, todos los sentidos dándose cuenta de los síntomas que hay cuando uno es ese otro, el desorden de las cosas y el sentir la urgencia de repararlas. Respirar es algo que hacemos automáticamente porque hay algo allá arriba que maneja eso y no deja que lo hagamos a voluntad. Conscientemente nos ahogamos, administramos mal el espacio en el pecho, la profundidad de la exhalación, los movimientos que hacemos a diario sin pensarlo. A veces el proceso es asistido por el dolor y el resultado es un suspiro amargo que nos desinfla por completo, sin que este sea prolongado, o fuerte. Como si respiráramos ya no con los órganos que cumplen esa función, sino con algo que vicia todo el conjunto. Lo más triste es pensar que ese elemento extraño sea justamente uno mismo. A veces despertar es saber que se está vivo. Sin importar los abusos de la noche anterior, o de los meses que han pasado. El dolor de cabeza producido por el alcohol no será nunca igual a la resaca de haber anhelado que no se volvería a despertar jamás y darse cuenta de lo contrario. Esta mañana desperté en medio de la conmoción de la alarma. El perro ladraba acompañando ese sonido, manifestando también su descontento ante la interrupción del sueño. El perro solo sabe ladrar. Ladra cuando tiene hambre. Ladra cuando quiere salir. Ladra cuando quiere jugar. Ladra cuando saluda. En su boca todo suena a denuncia, a pesar de que quiera expresar un rango de emociones tan variado y complejo como el nuestro. Esta mañana el perro trataba de apagar la alarma ladrando. Y nunca tuvo que detenerse para recuperar el aliento.

Allá.

En un lugar fuera del cielo y de los límites imaginables hay una nave flotando en el espacio y a veces apunta a nosotros para tomarnos fotos, a más de mil millones de kilómetros de distancia. Nos vemos como un punto azul en lo oscuro de la nada. Fotografiamos el coloso en el que viajamos desde una distancia suficiente como para que nos conmovamos con su insignificancia. Carl Sagan habló de los billones y billones de galaxias que hay en el universo, y los billones y billones de estrellas que lo conforman. Tal vez a Sagan le gustaba la exageración de lo infinito, pero quería recalcar lo inocente que es pensar que solamente en el remoto acá hay vida. La curiosidad, disfrazada de vanidad, llevó a que enviáramos máquinas a lo desconocido, para no volverlas a ver nunca más. Se despidieron con una misión simple: saber si éramos los únicos, si eso nos hacía especiales. Aún hoy, treinta años después, transmiten lo que han encontrado. Las señales atraviesan pacientemente en minutos, en horas, lo que a estas naves les ha tomado décadas. Cuando llegan a casa, en esa exageración de lo que conocemos como comunicación a distancia, los datos siguen revelando cosas que sorprenden a los expertos, prueban teorías con lo vivido a las orillas de la galaxia, pero persisten en la tristeza de su encargo: no han encontrado nada. Afuera.

A veces las mañanas llegan en algo parecido a una emboscada. El sol está allí cuando se abre los ojos, y el mundo no se ha detenido, ni acabado, pese a las muchas advertencias. El mundo sigue girando para que uno duerma detenido en un punto, para despertar sin poder admirar el traslado del cual se ha sido viajero pero no testigo. Siempre el resultado es el mismo. Si se quiere cambiar el paisaje visible hay que hacer un recorrido por sí mismo, confiando en los inventos de otras épocas, o de las que no acaban de llegar. Cambiar los paisajes naturales por los artificiales, ya no levantando la mirada para encontrar en el cielo algo maravilloso sino bajarla mendigando una sorpresa cualquiera en una pantalla que siempre podemos cargar. A veces para ver allí la imagen del lugar en el que vivimos.


Adentro.

Antes de que llegue la mañana, acostado en la cama, en la oscuridad de la noche, se siente el peso del universo en todo el cuerpo. Los ojos fijos en el techo, la inmovilidad que no corresponde al desgaste físico. Las sombras se van acentuando y los tonos se diferencian de otros por su intensidad. En la silenciosa oscuridad son bienvenidos los susurros del mundo. El auto que pasa por la avenida, los animales nocturnos que salen de caza, o de conquista. Los vecinos que discuten a tres muros de distancia, o menos frecuentemente los que se aman sin pudor. Los rugidos de algunos vuelos, o de las vigas de madera que se acomodan luego de estar todo el día sin hacer nada. La luz de la luna que se cuela por la ventana, que trae consigo restos de todo lo que hay allí afuera, cosas que a la larga no importan. Acostado en la cama, con el mundo y todo lo demás palpitando y haciendo lo posible para ser reconocido, lo único que llama la atención son los sonidos de la máquina que está en el pecho, algo que no va nunca a ningún lado.


Cómo agitar el agua bajo tu falda Macky Chuca

Considera la pelvis. Es un cubo, un balde. Contiene aquello que llevas en el cuerpo que se parece más al mar. Considera moverla. Si la basculas hacia adelante o hacia atrás, el contenido de tu pelvis puede derramarse. Es conveniente mantener cierta movilidad, pero en la postura de pie, esa que los terapeutas corporales dicen que es la posición de descanso absoluto, tu pelvis debe contener el mar entero sin que se vuelque ni una gota. Así debes ir, mujer, con la pelvis en perfecto equilibrio dentro de tu cuerpo. Por no hablar del corazón. El corazón también debe colgar como una manzana, mordida, comenzando a ennegrecer por la oxidación, a punto de pudrirse tal vez, pero en perfecto equilibrio dentro de tu cuerpo. Considera tu corazón. Dicen que tiene el tamaño de tu puño. Dicen que los testículos de un hombre tienen el tamaño de su puño. Todo mentira. Mira de cerca puños y huevos, mira atentamente cómo se cierra el puño mientras los huevos son amados y elevados por el placer. El tamaño no siempre es análogo. No podemos saber ahora mismo si la analogía tamaño de corazón-tamaño de puño es verdad o mentira, no lo sabremos hasta que te abran el pecho, linda, con

una y griega de esas que sirven para unir pero también para separar. Las y griegas mantienen una distinción entre las dos individualidades. Se comportan como bisturíes que separan tejido y músculo, mí y tú, mi mí de tu tú, yo y tú y tuyo y mío de nosotros y lo nuestro. Así pueden venir después los hombres sabios, los ingenieros y cirujanos de esta vida, a hurgar dentro de tu pecho y comprobar, de una vez por todas, el tamaño de tu corazón con respecto al de tu puño. Considera el corazón de una vaca. No lo dudes: la vaca también tiene corazón. Mira a la vaca a los ojos. Los ojos de una vaca son amor. Las chicas que ostentan pestañas sedosas y miradas lánguidas han trabajado mucho por obtener esos ojos de vaca fantástica. Los ojos lánguidos, las pestañas mojadas se obtienen lamiendo mucho, lamiendo fuerte, como vacas con corazón de león. Considera el corazón, entonces, de una vaca. Para ello tendrás que palparle el pecho, si se deja. De lo contrario, te aconsejo que vayas a una carnicería y compres un corazón de vaca. Siempre podrás dárselo de comer luego a tus gatos. Los gatos aprecian la textura gomosa, sus mandíbulas agradecen el ejercicio. Eso si no son unos gatos modernos y

blandengues, alimentados con piedritas desaboridas. Verás que el corazón viene con una coraza de grasa protectora. Piensa en ello. Corta en cubos el corazón de la vaca para dárselo a los gatos. Mira qué resistente es el tejido, qué compacto. Que no te extrañe: debe bombear sin parar para mantener en movimiento a una mole de dos toneladas. Debe mantener irrigados sus siete estómaagos mientras ella rumia kilos y kilos de pasto verde para que su carne sepa bien para ti (eso si no es una vaca moderna y sometida a comer pienso hecho a base de los huesos pulverizados de sus hermanas, vacacaníbal). Vuelve a admirar el tejido oscuro y elástico del corazón de la vaca. Es así de fuerte porque debe mantener irrigadas sus siete ubres, para que tú tomes yogur griego con bífidus y cagues bien, para que puedas bañar con yogur griego la profundidad de tu vagina en caso de cándidas. Aprecia nuevamente la capa de grasa que cubre el corazón. Hace falta mucho calor para fundir esa armadura. Piensa en ello. Aprecia el hecho de que ese corazón perteneció a una vaca fantástica. Guarda un minuto de silencio por todas aquellas rumiantes de ojos lánguidos y pestañas mojadas que lamen y luego ofrecen el corazón para que lo envuelvan en papel y se lo coman los gatos y tú aprendas algo. Considera estar embarazada. Imagínalo. Si no puedes imaginarlo considera llevar un alien que crece


dentro de tu útero, que también es elástico, una criatura que te redondea, que estira la piel de tu vientre, que hace que tus costillas se abran, que empuja todos tus órganos hacia afuera y arriba, que logra incluso que tu corazón se mueva dentro de tu cuerpo. Que ya no cuelgue, manzana mordida, oxidada, podrida, en perfecto equilibrio dentro de tu cuerpo. Los hijos, los hombres de huevos como puños temblorosos, las chicas con ojos de vaca fantástica, todos ellos tienen la particularidad de poder mover corazones dentro de los cuerpos. Demos gracias al Señor por la elasticidad de los materiales. Considera tu pelvis. Tu pelvis y todos los órganos que alberga son elásticos, para poder contener aquello que llevas dentro del cuerpo que más se parece al mar. Considera cómo quieres mover tu pelvis, y los recipientes rosados que contiene. Considera cuánto mar estás dispuesta a mover en cada oleada. ¿Tienes el corazón lo suficientemente compacto como para mover el mar? ¿Es la corteza de tu corazón lo suficientemente gruesa como para conservar el calor de tu tierra? ¿Conoces a algún cirujano que pueda hablarte sobre ello con palabras dulces a través de la mesa de un café? Considera tu falda. Es ropa, que al fin y al cabo es sólo harapo taparrabos. Es eso que nos ponemos para disfrazarnos de personas, porque una

no puede ir por la vida con el culo enhiesto y bamboleante y desnudo, moviendo mares propios y ajenos. O eso dicen. Dicen que una no puede, y una no lo hace. Y así vamos, mirándonos con ojos de rayos equis y adivinando los mares debajo de las faldas, los culos debajo de la ropa, los puños debajo de la carne.

Considera cuatro dedos. Dos dentro, uno fuera, y atrás.

Considera lo que hay debajo de tu falda. Tu pelvis, y los puños de carne rosada que guardas dentro, aquello que eliges abrir cada tanto, para dar y recibir. Abres los recipientes rosados para dar agua, para dar mar. La falda es el límite. La falda es la frontera. Más allá de la falda, los otros. Más acá, tú, la dueña de la fuente, y aquellos a quienes invitas a beber de esa agua.

No. No descanses ni te aquietes. Considera algo más grueso que un dedo, o que tres. Hazlo tuyo y juega con él. Paséalo junto al mar. Tiene gracia.

¿Cómo agitar el agua debajo de tu falda?

Después de todo este tiempo, venimos a enterarnos de que el verdadero fruto prohibido es el propio corazón, y el diablo nos lo da a morder pero con capa de grasa, como el corazón de las vacas. Las mujeres sabemos morder igual, a través de la coraza, y perdemos el equilibrio. Después vamos ofreciéndolo por ahí. A veces confundimos corazón con los otros recipientes. No. La capa de grasa resiste los embates y el embat, el viento térmico provocado por la diferencia de temperatura entre el mar y la tierra.

Considera un dedo. Puede ser el dedo del cirujano, o el tuyo propio. Considera un dedo en el recipiente rosado. Fuera, arriba, el interruptor del mar. Se abrirá aquello que llevas dentro de la pelvis y se agitarán las aguas. Considera dos dedos. Dentro y dentro atrás. Allí, donde el yogur amansa el bolo fecal, allí también hay interruptores agitadores de aguas. Tal vez tengas que contar con dedos prestados. Uno de ellos, o ambos. Puedes pedírselo prestado al cirujano, si aún no te has cansado de esos cortes prolijitos que aplica a tu raíz con insistencia de maestro del bonsai. Considera tres dedos. Dos dentro y atrás.

Considera toda la mano. Dentro. Y fuera. Cerrándose sobre lo rosado, lo ya muy rozado, lo muy acuático. Que se cierre y apriete y aguante. Descansa. Que se aquieten las aguas bajo tu falda.

¿Y el corazón? El corazón viene con capa de grasa, como el antiguo patefuá. Como el jamón del diablo. Después de todo es una manzana que cuelga, mordida, oxidada, podre.

Es un problema cuando los termómetros marcan temperaturas diferentes. Cuando tu sensación térmica sea más alta que la de la vida, cuando los bisturíes abran y griegas en tu esternón, cuando se te sequen los ojos y no recuerdes cómo besar con las pestañas, considera agitar el agua debajo de tu falda. Ya sabes cómo.


Cómo enmendar un corazón roto Danilo Guio

Estás sentado en el bar, Martín, en medio de tus amigos. Levantas la botella de cerveza y tomas otro sorbo. Escuchas, como si hablara a través de una pared, al Mono que cuenta de cuando hizo un viaje en moto por una carretera gringa. Bajas la mirada y notas que el Mono no suelta la mano de su novia mientras habla. Obligas a tu mente a dar un rodeo, esquivar la trampa, evitar caer en lo mismo. Lo logras. Por un momento. Piensas en esa mano que tan bien llegaste a conocer. Recuerdas ese movimiento tan particular que hacía cuando caminaban de la mano. Tomas otro sorbo de cerveza y miras a tu alrededor, eres el que hace impar el número de personas de tu mesa. Ves parejas felices en todas partes. Las ves en el autobús, pegan las piernas y miran por la ventana, en la biblioteca se sientan en la mesa escondida, la que queda casi debajo de las escaleras que unen el segundo y el tercer piso; en la calle caminan de la mano pisando las hojas secas, despacio como si hubieran olvidado al tiempo; a diferencia de ellos sabes que el tiempo es su enemigo, espera con paciencia en la oscuridad de las noches de domingo. Eres el doctor Jekyll y Mr. Hyde, los miras de reojo, con disimulo, con nostalgia y con rabia asesina. Das el último sorbo a tu segunda botella de cerveza. Miras por encima de las cabezas de la gente, buscas a la mesera, le haces una seña, le coqueteas mientras le pides otra botella, sonríes y levantas una ceja porque alguien, no quieres pensar su nombre, te dijo que ese gesto le gustaba mucho, sabes que la belleza de los gestos, y de todo en realidad, radica en quien mira; y la mesera no aprecia tu ceja levantada. Llevas tres semanas sonriéndole a todas las mujeres solas que te cruzas, sabes


que estás buscando en el tiempo incorrecto; cuando te sonríen de vuelta te sientes culpable, como si estuvieras haciendo algo malo, como si estuvieras a otra sonrisa y un par de frases ingeniosas de decepcionar a un fantasma. Quisieras contar tu historia Martín, pero no puedes, se te queda agarrada a las paredes de la garganta, es una historia tan normal, tan llena de clichés y de lugares comunes que te emputas. No puedes creer que te tiemble la voz al hablar de una historia que es igual a las otras, es tan igual a las demás historias que conoces, Martín, que todas las canciones que suenan en la radio te salen. Y sin embargo es, fue, diferente, la mejor de todas. Nadie vivió lo que tú, lo que ustedes. Aun no puedes sacar las palabras, ni siquiera le has contado todo al Mono. Todavía, por las noches, te acuestas con ganas de morirte un poquito, no mucho, lo suficiente para que ella, no vas a pensar su nombre, te llore un ratico. ¿Te estás escuchando Martín? ¿Alguna vez has sido tan patético? Sueltas la carcajada, te ríes porque todos en la mesa ríen, no tienes ni idea de qué, no vas a preguntar, no vas a darle la oportunidad de que te pregunten por qué tan callado Martín, no te van a preguntar por ella, al menos, algo es algo, tus amigos saben que se te nublan los ojos y que te haces el fuerte. Das otro sorbo largo a tu cerveza, inclinas la cabeza para escuchar lo que dicen, no lo consigues, la música está muy fuerte, sonríes de medio lado porque suenan los Stones, ¿adivina quién se muere por los Stones, Martín? Miras hacia el techo y hablas con un ser superior en el que crees cuando te conviene, le dices que no te joda más, que te deje en paz, que tiene un sentido del humor tan negro, tan cruel, que lo mejor es reír para no llorar. Se te paraliza el brazo en la mitad del movimiento, la botella queda a medio camino de la mesa y tu boca. La acabas de ver entrar. Con otro. No lo viste bien pero estás seguro de que es más pinta, más chévere y con más plata que tú. Martín, sabes que no es ella, no puede ser, sabes que entre sus muchas cualidades, que exageras e idealizas, no está el don de la ubicuidad. Sueltas el aire que retienes en tus pulmones y pones tus manos sobre las piernas, donde nadie vea el temblor que las ataca en este momento. La novia de Jota te pone la mano en el hombro, te dice que ella también se espantó, que así de lejos y de lado era idéntica al fantasma que no te deja dormir y que ves en todas partes. Has intentado pensar en sus defectos, quieres magnificarlos, asociar todo lo que te molestaba de ella al

recuerdo de su cara; tu cerebro, al parecer, no está de acuerdo con los reflejos condicionados, no esta vez; en cambio estuvo feliz de asociar el endurecimiento instantáneo de tu verga al sonido de su voz. O con el tacto de la piel suave de su espalda, o con ese lunar tan bien ubicado, la última parada antes del paraíso. Pero qué bien se te da, Martín, esto de salir para despejarte. La novia de Jota te compra otra cerveza, estás a dos de empezar a ver el celular con tentación, lleno de buenas y novedosas ideas. Un mensaje de texto no le hace daño a nadie. Lo apagas, evitas pisotear una vez más tu orgullo, ya lo hiciste, ya enviaste mensajes de texto inofensivos y te quedaste hasta las cinco de la mañana esperando una respuesta. Dices que vas al baño, te levantas de la mesa y pides la cuenta de lo que consumiste. Quieres salir de ahí, necesitas salir de ahí, el calor del bar no es bueno para tu memoria, la estimula. El frío de la madrugada te va a ayudar a olvidar. Sales con las manos en los bolsillos, no te importa que sean las tres de la mañana y que pueden matarte por robarte el celular apagado que llevas en el bolsillo delantero de tu chaqueta. No te importa nada, Martín, lo único que deseas es olvidar. Lo único que deseas es mandar a la mierda esa incomodidad que tienes en medio del pecho, es tan real el dolor que a regañadientes le das la razón a los poetas que nunca leerás. Tienes el corazón roto, Martín. No eres el primero, ni el último, mucho menos el único. Veo como te alejas del bar en dirección a la avenida y lo único que puedo decirte es que con los días vas a encontrar las palabras, vas a empezar a dudar de ciertos detalles que en este momento recuerdas como si los acabaras de vivir, vas a sentarte en ese mismo bar y vas a contar toda la historia de principio a fin, sin temblores en la voz, sin ojos nublados. Cuando acabes de contarla, podrás brindar. Es, fue, una buena historia.


C贸mo perder la fe Luis Noriega

La que habl贸 fue mi suegra.


Pensando en que María y yo no salíamos de vacaciones desde que nació el chiquitín, dijo, se les había ocurrido regalarnos un fin de semana romántico en San Andrés, a cambio de que nosotros les regaláramos la oportunidad de quedarse con ese encanto de nieto, a saber, el mejor nieto del mundo mundial. Y en ese punto yo, encantado de tener los suegros que tenía y echado ya mentalmente en las playas de la isla, debí desconectar porque diez días después, cuando de camino a nuestro primer fin de semana romántico en más de cuatro años nos detuvimos en su casa, no solo el mejor nieto del mundo mundial no se bajó del taxi sino que su orgullosa abuela se subió. La película se llamaba La isla de la pasión II: Mi mamá también viene, y aunque intenté decir que nos habíamos equivocado de sala, María me miró con cara de «nos están invitando, ni se te ocurra quejarte de las palomitas». En otra época, hace muchos años, yo era un espectador bastante exigente, pero para entonces eso era el pasado pasadísimo y llevaba un buen tiempo convertido en el crítico pusilánime del ciclo que los demás tuvieran a bien programarle. Mi encantadora suegra ocupaba un lugar destacado entre los demás. He aquí lo que me había perdido cuando desconecté, según la versión de María. Mi suegra, su madre, efectivamente dijo que, pensando en que no salíamos de vacaciones desde que nació el chiquitín, se les había ocurrido regalarnos un fin de semana romántico en San Andrés, etc. Pero luego agregó que entonces se habían acordado de que el mejor nieto del mundo mundial todavía no conocía el mar y habían decidido que qué mejor que conocer el mar con su abuelita

Úrsula, la ídem de ídem. Conclusión: nuestro primer fin de semana romántico en más de cuatro años se había convertido en un nuevo fin de semana de soltero de mi suegro. Los problemas empezaron en el avión. Como mi suegra estaba empeñada en que su presencia y la de Lucas no debían alterar la naturaleza romántica de nuestro fin de semana, nos sentamos separados, pero sin perder el contacto visual, porque los fines de semana románticos no empiezan con polvo en el avión, se entiende. Y entonces descubrí que el programa de a bordo incluía La amenaza fantasma, el infame Episodio I de Star Wars. Eso era casi peor que La isla de la pasión II. O, para explicarlo brevemente, si Lucas hubiera nacido después y no antes de La amenaza fantasma, se llamaría Bruno o Jacobo o Tomás, pero no, definitivamente, Lucas. Pese a ese cisma, para los ateos de mi generación, Star Wars seguía siendo lo más parecido a una religión y yo tenía muy calculados los pasos que había de seguir mi primogénito para acceder al misterio. Para empezar, a los cinco años veríamos juntos el Episodio IV, como yo lo había hecho con su abuelo, y le regalaría su primer sable láser. El resto seguiría el curso natural. Primero se identificaría con Luke, el héroe integro; luego la vida se encargaría de enseñarle de que no todo es blanco o negro y entonces se identificaría con Han Solo, que viene a ser algo así como el lado gris claro de la fuerza, un héroe más al alcance de los simples mortales y, lo más importante, el que se queda con la chica (porque afortunadamente en el

universo según George Lucas el héroe íntegro resiste igual de bien la tentación del lado oscuro y la tentación del incesto). La catequesis, sobre todo, no incluiría la aberración que era el Episodio I. Ya lo vería él por su cuenta, en la adolescencia, para que tuviera algo de qué quejarse. Esas eran cosas que yo había hablado con María, o de las que ella me había dejado hablar a mí, así que no pensé estar pidiendo nada del otro mundo cuando dije: —Dile a tu mamá que no le deje ver la película. —¿Cómo así? —Es La amenaza fantasma. Solo tiene cuatro años. —No te preocupes. —No quiero que la vea. Sabes lo importante que es eso para mí. No lo sabía. De hecho, la frase «sabes lo importante que es eso para mí» era una de sus frases de uso privativo y, por tanto, funcionaba en una sola dirección. Yo tenía que saber lo importante que era para ella que me aguantara los soporíferos monólogos de su padre sobre política internacional, de la que no tenía ni idea, o numismática, de la que tenía conocimientos enciclopédicos, pero ella no tenía por qué saber quién sabe qué trauma raro tenía yo con, en su opinión, una película de benedictinos espaciales armados con chispitas mariposa. Sin embargo, en vista de mi insistencia y mi amenaza nada fantasma de que los fanáticos de Star Wars podemos montar escándalos a la altura de los fanáticos del El profeta de las huríes, accedió a decirle a su madre: —Mamá, no le dejes ver la película. —¿No es para niños? —Son cosas de Luis.


«Son cosas de Luis» era otra frase de uso privativo de María. Según las circunstancias podía significar «es una estupidez, pero puede arruinarnos las vacaciones», que es lo que yo esperaba que significara en ese momento, o «es una estupidez, no le hagas caso», que fue lo que mi suegra entendió. Tan pronto anunciaron la película, le ayudó a Lucas a ponerse los audífonos y siguió leyendo su absorbente catálogo de ollas freidoras. —Por favor —supliqué, pero ya era demasiado tarde. Una vez más la política de hechos consumados que regía nuestra economía doméstica había triunfado, y a cualquier escándalo que yo pudiera ofrecer, Lucas sin duda opondría uno mejor si intentaba hacerle despegar los ojos de la pantalla. —Al menos dile a tu madre que me cambie de puesto: así lo distraigo durante la escena de los midiclorianos. No hubo forma. Con suerte, me consolé, para cuando se estrenara el Episodio III, mi hijo estaría camino de querer ser Darth Vader, lo que no estaba del todo mal. Y, sin duda, le garantizaría algunas noches de Halloween inolvidables. Fue peor que lo peor que hubiera podido imaginar, una demostración de que, como diría mi sabio intergaláctico de cabecera, empeorará todo lo que empeorar pueda. La película le había encantado. Y, ¿qué era lo que más le había gustado? —¡Jar Jar! Jar Jar Binks, la prueba definitiva de que nuestro líder espiritual, el otrora infalible George Lucas no solo era tan falible como cualquier papa vulgar sino también tan insidioso, corrupto y cruel como Rodrigo Borgia.

—¡Jar Jar! Una prueba de cuánto queremos a nuestros hijos es que no dudamos de que sean nuestros ni siquiera en momentos como esos. Estaba tan contrariado que después de registrarnos en el hotel y repartirnos las habitaciones acepté la invitación de mi suegra a acompañarla a buscar una freidora con tal de alejarme media hora del impío. La media hora se transformó en hora y media y una conclusión irrefutable: —El contrabando ya no es lo que era. El mar por suerte sí. Y ver a Lucas sobrecogido ante el espectáculo del agua cristalina y la brisa y el horizonte alivió mi ánimo para, era obvio, prepararlo para la tormenta. La tormenta estalló en nuestra habitación. Salía de la ducha, listo para mandar a Lucas a dormir con la abuela y empezar la primera de las dos noches románticas a las que todavía teníamos derecho, cuando oí la frase que lo cambió todo: —¡Te dije que aquí no, Lucas! —dijo María. Y entonces lo vi. Mientras yo perseguía a doña Úrsula por los comercios de la isla en busca de una freidora que hiciera honor a sus, yo mismo reconocía, deliciosas empanadas, María le había comprado a Lucas un sable láser. —¿Qué has hecho? —pregunté incrédulo. La cara de María me dijo que al menos estaba al tanto de algunas de las cosas que eran importantes para mí. —Era eso o una figurita del bagre parlante —se defendió. Todavía con nuestra noche romántica en mente me dije que quizá

pensaba que estaba eligiendo el menor de dos males, e incluso concedí que «el bagre parlante» era una buena descripción del odiado Jar Jar Binks. Pero al instante recapacité. Lo que acababa de decirle a Lucas era «te dije que aquí no». María era consciente de lo que estaba haciendo, tan consciente que había querido ocultármelo. No solo le había comprado a mi hijo su primer sable láser sin consultar mi opinión sino que le había dicho que jugara con él a escondidas, en la habitación que compartía con su abuela. Eso, en mi ridículo mundo de crítico pusilánime (y padre y esposo y yerno pusilánime) era una traición con mayúsculas, a saber, la TRAICIÓN. —Nunca pensé que serías capaz de hacerme algo así —dije y salí de la habitación con la moral tan arrasada que ni siquiera atiné a dar el obligatorio portazo. Dos caipiriñas en el bar del hotel me convencieron de que arruinado el lazo paterno filial a tan temprana edad lo único que me esperaba eran años de decepciones antes de la patada final de la adolescencia, cuando Lucas me reclamaría que incluso su primer sable láser se lo había comprado su madre. Una caipiriña más intentó convencerme de que en realidad no era tan grave. Otra, de que incluso podía discutir el tema de forma constructiva con la divorciada tetona que me miraba sugerente desde el otro extremo de la barra. La última, cortesía de la divorciada tetona, de que el lado gris de la fuerza conducía a una habitación bastante más romántica y menos traicionera que la que había dejado antes de bajar al bar. El lado gris de la fuerza, por desgracia, está hecho para espectadores exigentes y decididos, y


recordando mi papel en La isla de la pasión II agradecí la invitación y regresé a mi punto de partida, donde no una sino dos Marías me recibieron con un: —Perdóname. Recuerdo que ambas me parecieron sinceras, no recuerdo a cuál de las dos abracé ni cuál me metió en la cama. En piyama. Al día siguiente hubo tregua, a saber, un pacto tácito para no mencionar el «tema». Doña Úrsula desistió de buscar su olla freidora, Lucas fingió que el sable láser no existía, las dos Marías volvieron a ser una y los cuatro pasamos un romántico día en la playa nadando, haciendo castillos de arena y jugando al tiburón. A juzgar por la foto que la divorciada tetona nos hizo el favor de sacarnos, cualquiera diría que éramos una familia feliz, y en la noche María me acompañó al bar para que el milagro de la multiplicación de las caipiriñas no volviera a mandarme a la cama, al menos no en piyama. El «tema» volvió a nuestras vidas poco antes de salir hacia el aeropuerto. Ya con las maletas en el vestíbulo del hotel, descubrí que Lucas había estado llorando, pero cuando le pregunté qué le pasaba lo único que conseguí fue que se alejara de mí con un gruñido. —¿Qué le pasa? —le pregunté a María —¿Y tienes el descaro de preguntar? —me contestó ella. Pues claro que tenía el descaro. Preguntar es el derecho inalienable del hombre traicionado. Por desgracia, responder con preguntas es el derecho inalienable de las esposas con alma de jesuita. —¿Qué hiciste con la espadita? ¿La espadita? ¡El sable láser! Un arma noble para tiempos más

civilizados. María ni siquiera sabía qué le había comprado. Sin embargo, lo que me indignó no fue tanto su ignorancia como el que creyera que yo había hecho desaparecer la «espadita» y, lo que era todavía más ruin, que le dijera a Lucas que su padre no quería que jugara con juguetes violentos (traducción: que su padre era un cretino de revista de psicología barata). —El traidor juzga por su condición —dije—. Lo habrá perdido. Como castigo tuve que hacer el vuelo de regreso con doña Úrsula, una oportunidad inmejorable para que me contara, catálogo en mano, las vicisitudes de Los cazadores de la freidora perdida. Y la condena se prolongó durante varios días. Me enteré de que se me había concedido un indulto cuando una noche, al regresar a casa, María me recibió armada con una caipiriña para cada uno. En la sala me esperaba una caja envuelta en papel regalo. El regalo, sin embargo, no era para mí. —¿Qué es? —El sable láser de Lucas. —¿Le has comprado uno nuevo? —No. Lo tenía mi mamá. Perdóname. Es que estabas tan enajenado con eso que estaba segura de que se lo habías escondido tú. —¿Tu mamá? ¿Y por qué lo tenía tu mamá? —Pensó que era un vibrador. Mi vibrador. Se lo quitó sin que se diera cuenta para no tener que explicarle por qué no se jugaba con las cosas de la mamá. La tentación de cobrarme la semana de ostracismo fue irresistible: —¿Y lo probó? María encajó la pulla con un gruñido y alzó la caipiriña de la paz para que brindáramos. Ambos nos

reímos. —¿Vamos a decirle que es nuevo? —dije. —Bueno, pensé que te gustaría entregárselo y recitarle alguna cosa. ¿Alguna cosa como: «Usa la Fuerza, mi joven padawan»? Ni pensarlo. Diez minutos después, viendo a Lucas blandir el vibrador de su abuela por toda la sala, oyendo zumbar el vibrador de mi suegra a cada salto, pensé en las consecuencias que esa escena tendría sobre mi precaria fe en la secta de los benedictinos intergalácticos y la encontré en franca decadencia.


Cómo fingir un orgasmo masculino Pedro Poitevin

Los mejores orgasmos fingidos son el resultado de un minucioso proceso cuya finalidad es el meollo estratégico desde el principio. No es lo mismo fingir un orgasmo con una amiga pasada de copas que fingirlo con un prospecto de compañera de vida, y si uno utiliza la técnica errónea, puede terminar con una amiga creyéndose prospecto de compañera de vida, o bien con una mujer codiciada convertida en triste prospecto de compañera de copas. Así que lo primero, querido lector, es preguntarse si toca fingir un orgasmo atmosférico o bien uno cósmico. Si se trata de un orgasmo atmosférico, asegúrese de llevar al menos unos diez minutos fornicando, porque los orgasmos antes de tiempo son muy mal vistos universalmente. Luego inhale como si necesitara todo el oxígeno del mundo en sus pulmones, acerque la nariz a la oreja de su compañera, y tras sostener la respiración unos diez o quince segundos, exhale por la nariz no muy rápido ni muy lento, a manera de que la pequeña corriente de aire acaricie la superficie de la oreja. Deje pasar unos diez segundos, y sin decir una palabra, muerda con los labios la nuca un par de veces, y suspire un simple “¡vaya!” en el oído de la víctima. Si, a pesar del plan inicial, usted ha eyaculado, no se preocupe: los orgasmos atmosféricos fingidos son indistinguibles de los orgasmos atmosféricos verídicos toda vez que haya condón de por medio. Y si no lo hubiera, haga discreta alusión a su problema de eyaculación retrógrada y sanseacabó. Ahora bien, si se trata de un orgasmo cósmico, todo es mucho más complejo, comenzando por la duración. Si bien un orgasmo atmosférico puede ocurrir diez minutos después de comenzar el coito, para lograr uno cósmico es necesario prolongar la ficción por lo menos una hora.

Antes del hecho en el lecho, practique frente a un espejo algunos de los signos cruciales: abra la boca en forma de o y exhale; sonrójese; y consiga que sus pupilas se dilaten al menos unos quince segundos. Estas son las señales físicas que comunicarán, en el momento adecuado, que usted está teniendo un orgasmo cósmico y no uno atmosférico. Lo crucial, sin embargo, es saber cuándo exactamente simular el orgasmo. De nuevo, dése más de una hora fornicando antes de simular un orgasmo cósmico, pero asegúrese de que su pareja esté teniendo (o al menos simulando) un orgasmo antes de que usted comience a terminar. Cuando todo esté listo, siga las instrucciones del orgasmo atmosférico, pero también sonrójese, dilate sus pupilas, abra la boca en forma de o, y exhale por la boca, no por la nariz. También cuídese de no decir “¡vaya!” al final. En lugar de ello, transgreda alguna mínima frontera: dé un mordisco feroz o una nalgada, arañe un hombro, inserte un dedo errante en algún sitio. Contrario a lo que ocurre con los orgasmos atmosféricos, es muy importante que en un orgasmo cósmico no haya eyaculación: recuerde que no hay gozo más esplendoroso que el que nos da la ficción. Por otro lado, si bien los orgasmos auténticos (y también los atmosféricos) suelen ocurrir en la posición de carretilla o una de sus variantes, los orgasmos cósmicos tienen que ser frente a frente: no hay ficción más verosímil que la que se hace de frente. Por último, nada mata un orgasmo cósmico más rápido que la dulzura: si usted de verdad quiere impresionar, tiene que simular total abandono en los momentos previos y posteriores al orgasmo cósmico. Y recuerde, deléitese: un orgasmo cósmico masculino fingido bien logrado es lo máximo.


Cómo querer de vez en cuando Ana María Mesa

Arránquese el corazón. Deposítelo en un plato a un lado. No lo vuelva a determinar y déjelo irse arrugando. Examine semanalmente que sigue latiendo constante. Sin mucho cariño ni atención revise que todavía salte. No se quite la sonrisa. No pierda la sonrisa. La necesitará para enamorarse. Entienda que para estirar unos músculos faciales solo se necesita la voluntad de que permanezcan de esa manera, rígidos hacia los lados. Ríase con la cara completa, no olvide los ojos y las cejas. Si no lo logra imite a alguien. Si después de eso sigue sin saber cómo ejecutar una sonrisa honesta hágalo con el hígado, nadie notará la diferencia. Y quiera. Desee. Déjese llevar por esa emoción que se llama enamoramiento. Pero no ame. Llénese de emociones que no encuentren dónde situarse. Sáquelas también desde cualquier parte. El corazón no es el único lugar de su cuerpo con la capacidad para sentir y eso Usted lo sabe. Cuando haga falta tome el corazón del plato. Póngalo en su lugar y déjelo que haga su parte. Por fortuna el corazón actúa rápido. No lo deje más de media hora. Retírelo cuanto antes. De manera simultánea apiádese de Usted mismo y evádase. Déjese ir. Esto no dura lo suficiente como para que el desamor lo mate. Antes llegará un buen cáncer. Y no llore, es receta para corazones débiles que no frágiles. Si ya entendió la mecánica lea nuevamente. Cámbielo todo, haga exactamente lo contrario. Deje de cuidarse con cinismo el corazón y ame.


Frené bruscamente en el cruce y me quedé mirando fijamente la señal de tráfico. El mío era el único vehículo que circulaba en un festivo por el polígono industrial. De todas formas, la advertencia bajo la anodina señal de Ceda el paso se cernía siniestra como una tormenta en el horizonte. USTED NO TIENE LA PREFERENCIA, decía el cartel. Era eso… esa era la historia de mi vida revelada como una epifanía sórdida sobre el asfalto. Todo se había ido al traste. Llevaba unos días intentando escribir sobre la infelicidad para una nueva entrega del "Manual de Comportamiento para Gente Formidable". Estas eran las notas que había recopilado:

“Cómo vivir infeliz por el resto de tu vida” por Javier Avilés.

Ese instante que te asalta desde el mundo real y que se clava en tu pecho haciendo que tus ojos lagrimeen de pura envidia debes atesorarlo. En él se encuentra el motor de la humanidad, aquello que nos ha impelido siglo tras siglo a avanzar, el deseo de poseer lo que otros poseen, el deseo de no ser ya más uno mismo para ser otro, El Otro, al menos esa imagen ideal y

perfecta que la visión de los otros nos transmite en algunos momentos y que nos hacen querer ser en lugar de ser. No pierdas ese momento. Recuérdalo y reprímelo. Aquí no se trata de avanzar, de “ser en lugar de ser”. Se trata de vivir infeliz por el resto de tu vida. No intentes conseguir esa fugaz, fantasmagóricamente ideal, sombra

de felicidad. Se trata de saber que está ahí y que nunca la alcanzarás. Renuncia. Inciso: La felicidad está sobrevalorada. Antropológicamente es similar al triunfo del más fuerte. ¿Es el Macho Alfa feliz? Te dirán que no, que vive acuciado por el stress de permanecer en lo más alto de la pirámide jerárquica. El resto vivimos


igualmente en un estado de permanente tensión queriendo ser alfa en lugar de Alfa, dejar de ser iota, theta o alguna letra peor del escalafón. Desarrollar: La ansiedad del status; La vida líquida. Lema: No hagas nada. Que todo sea un proyecto en ciernes condenado al fracaso. Consejo: Ni se te ocurra escuchar a bandas de dixieland con esa impostada felicidad que trasciende la tristeza y la fatalidad. ¡Olvídalas! ¿Por dónde íbamos? Renuncia, decía. No actúes. Laméntate. Laméntate por lamentarte. Inciso 2: Ante El ángel exterminador de Luis Buñuel el espectador de segundo orden se interroga sobre el significado de la película. Eso es lo mismo que hacen los personajes, preguntarse unos a otros y a sí mismos sobre el sentido de su encierro. La felicidad es un grupo de corderos que chospan por la mansión. Para ser infeliz no hay más que preguntarse constantemente sobre el sentido de esta absurda vida. Renuncia, decía. Pero que tu renuncia sea también insatisfactoria. Nota para un relato: Un narrador en primera persona cuya infelicidad desprende tal negatividad que el relato no avanza hacia ningún lado. Sólo yo, yo, yo y yo y llanto y autocompasión. Mejor una colección de páginas en blanco. Seguro que ya

se ha hecho antes. Ni siquiera renuncies. ¿Qué sentido tiene? Comprobar: ¿Aparece un oso que persigue a los corderos en la película de Buñuel? Entonces, la felicidadlibertad que postula la imagen pastoril-gregaria es una nueva impostura condenada al fracaso. Me pregunto si no seré demasiado desgraciado como para terminar un decálogo sobre la infelicidad. Ni siquiera intentarlo. El éxito social es un absoluto que jamás alcanzarás. Olvida canciones reivindicativas que intentan ironizar sobre ello. (“Usted puede preguntarse, ¿Cómo funciona esto?; puede preguntarse, ¿dónde está ese gran automóvil?; puede decirse a sí mismo, esta no es mi hermosa casa; puede decirse a sí mismo, esta no es mi bella esposa; puede preguntarse, ¿de quién es esta hermosa casa?; puede preguntarse, ¿a dónde conduce esa carretera?; puede preguntarse, ¿tengo razón, ¿me equivoco?”) Y nunca, nunca dejes que pasen los días, ni siquiera por una vez en la vida. No olvides lo material, no olvides la posesión. No olvides nunca que hay demasiados bienes materiales por poseer de los que careces. Llora por no tenerlos. Que el agua no fluya. Ego in Arcadia not sum Busca un trabajo que no te satisfaga. Nunca lo abandones. Recuerda que el talento siempre pertenece a los demás. Aprópiate del

talento de los otros, pero laméntate siempre de hacerlo. Nota sobre el Inciso 2: Respecto a las ovejas de El ángel exterminador algunos argumentarán que representan la libertad y felicidad de aquellos que carecen de raciocinio. La capacidad de pensar, entonces, no te hace feliz, es más, pensar, aunque en el reparto de la inteligencia humana no hayas sido demasiado afortunado, te condena a la infelicidad. Piensa y desprecia tus pensamientos. (…) Y ahora estaba allí, apoyado en el volante con el coche en marcha, mirando hipnótico la señal, repitiéndome una y otra vez que YO no tenía la preferencia, que YO nunca he tenido la preferencia. Entonces empecé a llorar.


Cómo comer chocolate Marta Peirano

Aquellas navidades Julian fue a por un libro y volvió tres horas más tarde con un taladro, como es natural. Y no uno de esos taladros de Fisherprice que son como destornilladores pero van a pilas y son tan monos de colorines sino un taladro de albañil tatuado de la pedrera. Al volver a casa me enseñó el taladro, yo asentí levantando el mentón y abriendo mucho los ojos para indicar interés y sorpresa y hasta ahí bien con el taladro. Después dijo que tenía que "domar el potro" (posiblemente una expresión neozelandesa que demuestra experiencia manipulando dispositivos de alto voltaje y código rojo de peligrosidad) y se encerró en su cuarto a hacer agujeros. Como no había forma de trabajar mientras se domaba el potro, decidí hacer la compra. Antes de salir, me asomé a su cuarto y una nube de polvo macilento me gritó: ¡trae chocolate! Lo bueno de hacer la compra con premeditación en lugar de hambre es que acabas comprando comida. La tradición en mi casa es bajar a comprar cuando a) tenemos un antojo mariano o b) llevamos más de ocho horas sin comer y uno de los dos empieza a sentir convulsiones. En cualquiera de los dos casos, invariablemente volvemos a casa con dos pizzas, medio kilo de mozarella en tiritas, cuatro bolsas de nachos con chipotle y siete Paulaners y el resto de la semana comemos falafel delante del ordenador. Ese día, sin embargo, entré en el súper con el estómago libre de angustia y, al llegar a la caja,

mi cesta era la de un monje budista metrosexual. De haberle sacado una foto hoy seríamos trending en Twitter. Había espinacas, zanahorias, patatas, zumo de arándanos, agua mineral, leche de avena, pasta fresca y cuatro variedades de fruta de familias no relacionadas entre sí. Los feligreses miraban mi trozo de cinta deslizante con admiración salpimentada de envidia. ¡Ahíva una mujer que se sabe la tabla de las vitaminas! -pensaban. ¡Seguro que prepara su propio turrón!, etc. Al

llegar a casa y sacar el último objeto de la caja, Julian sólo dijo: se te ha olvidado el chocolate. Y cuando le expliqué que había comprado mandarinas me respondió: con más razón. En la vida hay cosas que llaman al chocolate. La regla, por ejemplo. Los viajes largos en tren, las noches sin sexo, los porros, los motocines. En el caso de Julian, domar el potro; en el mío, un Ribera del Duero que podría ser mi padre. Yo me tomo una copa y a los diez minutos estoy aporreando la puerta de algún chino (que es como llamamos en Madrid al noble establecimiento regentado por una familia asiática numerosa que lo mismo te vende el periódico que un catamarán a las dos de la mañana un Miércoles de Ceniza) para que me de lo que tenga, aunque sean M&Ms. Después hay licores que nacieron para vivir su corta vida dentro de un bombón relleno, como el licor de cereza, el brandy o el licor de yema de huevo, un brebaje muy popular en la Deutsche patria que por su cuenta causa quemaduras intestinales de segundo y tercer grado (no tanto por el alcohol como por los jugos

calcinantes que produce nuestro estómago intentando deshacerlo) pero que, con chocolate, reduce su peligrosidad y aumenta (de 0 a 40%) su delicioso sabor navideño. Yo no soy fan de la galleta con chocolate pero entiendo que tiene su público y me parece muy razonable el Nougat. Pero hay cosas que no se toleran, diga lo que diga la reina de Inglaterra. El chocolate y la menta no deberían estar juntos ni en la misma habitación. Los After Eight fueron diseñados para la clase de gente que guarda los vinos buenos para cuando hay una ocasión, que tiene vajilla de invitados (que son gente que no es ni familia ni amigos) y que compra tarros de fruta confitada y jarras de aceite con pimientos rojos para que hagan bonito en la encimera de la cocina. Los After Eight son apuesta segura porque el envoltorio es mono y nadie en plena posesión del sentido del olfato se comería uno después de romper el precinto. Es como comer chocolate y lavarse los dientes al mismo tiempo. Simplemente repugnante. El lugar de la menta está con los mojitos, las lentejas rojas y el cuscus libanés. En el largo pasillo que separa a esa mala hierba del resto de disparates que se encuentra uno en el cacao están también las pasas, la fruta de la pasión y el romero, el chile serrano, las trufas y el azafrán. Según mi Biblia de los sabores, el chocolate caliente es feliz con la pimienta negra, bañando peras verdes y crujientes o cerezas de temporada. Los chefs dicen de emparejarlo con crema y pistachos, lavanda y vainilla, guindilla y semillas o nueces de Macadamia y plátano. Hay uno en Tucson que lo


sirve con jalapeños y el de Le Bernardin hace su tarta de chocolate con aceite de oliva y sal. Yo en mi humilde cocina practico un truco que me enseñó mi amiga Adrienne para convertir el helado del Lidl en un Häagen-Dazs: lluvia de cacahuetes picados y sal de Maldon. Una vez probé con pretzels y les anticipo que no es igual.

condición, seres un poco mágicos y estimulantes como las fresas o las cerezas. Mañana por la mañana despierten a su amante con una taza de fresas cortadas en zumo de mandarina y verán lo que les digo. Si no hay efectos inmediatos, el error está entre las sábanas: reemplacen al amante y vuelvan a probar. Me deberán dos favores.

Incluir el chocolate con naranja en la misma categoría que el chocolate con menta sería una imperdonable: nada supera en maldad al chocolate con menta. Y reconozco que hay ciertas clases de chocolate -negro y amargo tipo cola de rata- que agradecen un toque sutil -sutil como en "no lo encuentro"- de corteza de naranja caramelizada para exfoliar suavemente nuestras encías del manto de musgo alquitranado que te deja el 80% puro, si eres de los que te gustan esas cosas. ¡Pero la mandarina! ¡La fresca, pura, aromática y virginal mandarina!

El chocolate con mandarina es como una guerrera de ébano sobreoccidentalizada, filosofa Julian esa

La mandarina es la golosina ofrecida sin malicia por la madre naturaleza para que nos sintamos limpios, purgados y nuestro aliento sea eternamente fresco como una tarde haciendo largos en una piscina de agua mineral suiza. Más manejable que la naranja, carente de la pretensión de la piña y sin la arrogancia ferrosa del mango, una buena mandarina combina todas las cualidades y vitaminas de las reinas de las frutas y ninguno de sus defectos. Es fácil de pelar, no se espachurra en el bolso, deja olor rico en las manos y se puede compartir en el patio y la oficina sin que estalle la mononucleosis. La mandarina debería alternar con frutas de su

misma tarde tarde alternando gajos y cuadrados de Ritter Sport. Y después de pensarlo un rato, añade: como Naomi Campbell. Asegura que la mandarina y el chocolate no es un matrimonio de conveniencia para las fiestas del embajador porque hay que entrenar al paladar para apreciar sus complejidades. Y culmina: como el disco ese tuyo del arpa. Y se refiere al disco

triple de Joanna Newsom pero lo que quiere decir es que todos somos pijos hasta el ridículo de una manera u otra y no por eso deberían pegarnos con una piedra en el ojo. Mientras pienso en cómo responder con algo que le procure una úlcera instantánea, una sección del hipotálamo se me revela de pronto diciendo: la violencia sólo engendra violencia. No seamos mezquinos, concedo graciosamente, y acepto que quizá su caprichosa elección sea un poco como la típica modelo afroamericana sobreoccidentalizada, probablemente bulímica, decididamente diabólica y completamente desequilibrada que todo el mundo debería probar al menos una vez en la vida para que esa noche sean los gatos los que duermen en el sofá. Además, desde

que llegó a casa el taladro, Julian siempre tiene razón.


Cómo limpiarMaría la conciencia en 21 días Camila Vera Día uno:

Mi psicóloga me ha mandado a escribir mucho. Debo responder unas preguntas que ella me hizo, preguntarles otras a mis papás y hermanas y también puedo escribir lo que se me ocurra. Se supone que la tarea servirá para entender qué pasa y solucionarlo. También debo seguir al pie de la letra las instrucciones del psiquiatra. Tomarme las cinco pastillas que necesito. Mi mamá se para todos los días al lado de mi cama y me da las tres de la mañana. Luego, a las ocho, vuelve con las dos que faltan. Ella insiste en que me pare de la cama los días en que no quiero pararme de la cama, pero el psiquiatra le dijo que me podía dejar en paz. Que eventualmente me pararía.

Día dos:

Por qué no te paras de la cama es la primera pregunta que debo responderle a mi psicóloga. Primero le dije que era porque no quería y me devolvió el papel en el que eso estaba escrito y pidió que le dedicara más tiempo y renglones a la respuesta. Tienes que dejarte ayudar. Yo no necesito que me ayuden. Yo me tomo las pastillas que me mandan porque no me dejan pensar. Yo me ayudo sola. Siempre en la televisión muestran que la gente no se toma las pastillas que le mandan y las esconden debajo de la lengua y después las botan pero yo no lo hago porque yo no quiero pensar y esas pastillas no dejan pensar. Creo que por eso es que

muchas veces no quiero salir de mi cama. En mi cama pienso menos porque solo veo el techo y la mesa que tengo al lado y las cobijas que tengo encima. Si me paro de la cama veo el closet, veo la televisión, veo a mi mamá, veo a mi hermana, veo a mi otra hermana, veo las fotos que están en la casa, los empleados de mi mamá, el carro de mi papá, a veces a mi papá, los libros, los juegos, los tapetes y todo es pensar, pensar, pensar y a mí no me gusta pensar porque pensar me hace sentir y lo que menos me gusta en el mundo es sentir que estoy sintiendo. Hoy quise pararme pero apenas me paré pensé más de lo que me gusta pensar y eso siempre es malo porque eso es sentir y a mí no me gusta sentir y me acosté de nuevo. Mi mamá lloró y amenazó con que me iba a mandar a un hospital. Uno de sus empleados vino y me lavó la cara.

Día tres:

Hoy vino mi psicóloga. Yo no quería hablar con nadie entonces no me quité las cobijas de encima. Ella habló, hizo varias preguntas, leyó unas cosas y luego cogió la agenda en la que tenía anotado esto. Creo que mi mamá me vio escribir en la noche y le contó y como yo no quise salir de las cobijas, mi psicóloga me dijo que ella iba a leer lo que yo había escrito y que no importaba si yo no le daba permiso. Yo tenía mucha rabia pero no dije nada porque me propuse dejar de pensar entonces lo primero para dejar de pensar y no tener conciencia

–que es lo que hace que uno sepa que existe y esto y lo otro– es no hablar porque cuando uno habla tiene que pensar qué responder, incluso cuando uno no está poniendo atención tiene que pensar en una respuesta para que la gente no crea que uno no está poniendo atención.

Día cuatro:

Hoy tuve que hablar porque vino él. No dije mucho. Solo le dije que había decidido que lo mejor era dejar de pensar para así dejar de sentir y que para eso había decidido empezar por no hablar, que era lo más básico y simple pero que él lo debía saber para que no se preocupara. Que solo a él le quería explicar. Él dijo que eso no iba a solucionar nada y que más bien valía morirme y yo lo miré y en ese momento pensé –para saber qué hacer para dejar de pensar y sentir, me doy permiso de pensar– que es una buena idea. Él se fue muy bravo pero me dio un beso en la frente antes de irse. Me dijo que lo perdonara si era por él que yo no quería sentir o pensar y yo le dije que no, que no era por él, que yo solo ya no quería porque no es lógico estar obligado a hacer cosas que a uno no le gustan y si uno hace cosas está obligado a sentir y pensar.

Día cinco:

Él llamó y habló con mi mamá. Creo que le dijo que no iba a volver porque oí que mi mamá le dijo que entendía y que no había problema, y eso es lo que dice la gente en las


películas y en la televisión y en los libros cuando otra persona le dice que no va a volver a hacer algo. Luego de que mi mamá me dio las pastillas, vino Nancy, la empleada de mi mamá que más me gusta, con sopa y yo decidí comérmela porque cuando a uno le da hambre se pone a pensar en el hambre y del hambre pasa a los niños en África que se mueren de hambre y ya después piensa en que sería bueno ir a África y eso sería un plan y hacer un plan es pensar y desviarme de mi plan inicial que es no tener conciencia, ni pensar ni sentir, entonces me comí la sopa y dejé que Nancy me lavara el pelo.

Día seis:

Hoy volvió la psicóloga y decidí hablarle para que no leyera esto y no construyera teorías extrañas con mi mamá. Ellas quieren que yo esté en un hospital pero mi papá no las deja y mi mamá no hace nada sin que mi papá la deje. Es un trato que hicieron hace mucho tiempo en el que mi papá le dijo a mi mamá que le daba toda la plata que quisiera y todos los empleados que quisiera y todos los collares que quisiera si ella le pedía permiso para las cosas importantes que la gente pueda ver. Mi papá no quiere que nadie nos vea mal porque nadie puede saber que hay problemas. Y yo ya decidí que para dejar de sentir, tengo que dejar de pensar y para dejar de pensar, tengo que dejar de existir y sé que si mi psicóloga lee esto como ya lo leyó la otra vez va a hacer que alguien esté conmigo todo el día y no quiero que nadie esté conmigo todo el día, ni él. Así que decidí responder sus preguntas de hoy. ¿Por quéno quieres sentir? Porque me estorba. Me acuerda de cuando mi hermana me tiró un balón en el estómago y yo no pude

caminar porque eso es lo que siento y no tiene lógica sentir para sentir algo mal porque ya no siento nada que no esté mal. ¿Ni con él? Ni con él.

Día siete:

Hoy me paré y vi televisión con mi mamá. Ella se sorprendió pero no dijo nada. Luego comí con mis hermanas, me tomé las pastillas y acepté que mi mamá pidiera una cita con el médico para ir en dos días. Me preguntó que si podíamos pasar antes a sacarme sangre y yo le dije que sí. También que si quería ir por un libro nuevo pero le dije que no porque no quiero leer porque leer es como pensar y sentir. Vi televisión pero todo el tiempo estuve tratando de no pensar o tratando de pensar en qué voy a hacer para dejar de pensar.

Día nueve:

Ayer no escribí porque para escribir debo pensar, a veces más que para hablar, entonces decidí que el día que hable no escribo y el día que escribo no hablo y así ni mi mamá, ni la psicóloga, ni mis hermanas, ni él –que ayer volvió–, se dan cuenta de que tengo un plan para dejar de pensar y de sentir. Ayer él me pidió perdón por haber dicho que prefería que estuviese muerta y yo le sonreí pero no para perdonarlo sino para darle las gracias. Claro que no le pude decir que en realidad le estaba dando las gracias. Ya después comimos juntos y esta vez me dio dos besos en la frente antes de irse y dijo que le alegraba ver que ya hablaba de nuevo porque extrañaba que yo le hablara. Antes de que finalice mi plan, voy a escribir una nota en la que le diga a mi mamá que le entregue este libro a él para que él sepa que no se tiene que sentir mal después de que yo ya no sienta, ni

piense, ni esté.

Día once:

Como mi papá no dejó que me llevaran al hospital he decidido que no voy a morirme en un lugar donde haya gente que vea que soy la hija de mi papá. No puedo ni tirarme de un puente, ni tirármele al metro, ni tirarme por el balcón. Aunque vivo en una casa que está sola, sin vecinos, el balcón no es muy alto y es muy probable que el golpe no sea el que necesito. Puede que quede en coma y en coma uno no piensa y tampoco siente pero uno nunca sabe cuánto tiempo quede en coma y eso es algo que no me puedo permitir. Ayer volvió mi psicóloga y para que no sospechara nada le dije que probablemente en unos días volvería a la universidad porque me hacía falta ir a la fuente y tirarle comida a los peces, aunque yo sé que está prohibido pero no me gusta que a los peces les den la misma comida siempre porque no es justo con ellos y entonces yo les echo pan que me da Nancy.

Día trece:

Ayer le dije a mi mamá que yo me podía bañar sola y decidí seguir bañándome sola todos los días para que ella un día me deje sola del todo y yo pueda llevar a cabo mi plan. Escogí que me voy a morir en el baño pero todavía no sé cómo. Intentaré muchas formas de una vez pero no cortarme las venas porque eso no funciona. Hoy intenté un rato pero no pude porque el único cuchillo que alcancé a coger cuando estuve sola en la cocina fue un cuchillo sin filo y solo me corté un poco y me demoré mucho para alcanzar ese poco y después intenté con una cuchilla de afeitar pero solo hice que se me alzaran unos cueritos


entonces supe que cortarme se demorará mucho y si me demoro mucho en el baño mi mamá entrará y se dará cuenta y me llevará al hospital. Como la única forma de no pensar y no sentir es no estar, he decidido que no vale la pena tratar de no hablar tanto ni escribir tanto en estos días que faltan. Lo único que tengo que hacer es actuar como si ya todo estuviera bien para que me dejen sola cuando lo necesite. Hoy la psicóloga no vino pero me llamó y me hizo prometer que leería algo y después conversaría con mis hermanas. Pero yo me hice la dormida cuando mis hermanas vinieron a conversar y creo que ellas lo agradecieron.

necesita los días que pasa acá y la abuela necesita para dormir y para sus nervios Rivotril y Zolpidem porque la abuela un día me dijo que a ella tampoco le gustaba estar pensando siempre y que eso la ayudaba a no pensar siempre.

Día veinte

No me morí porque decidí que mejor me moría en la cama y no en el baño porque si sonaba mucho tiempo la ducha se darían cuenta pero eso lo decidí cuando ya me había tomado las gotas de Rivotril entonces pensé que era mejor bañarme y después irme a mi cama y tomarme las pastillas y eso hice pero cuando ya estaba por la tercera pastilla tenía mucho sueño Día quince: entonces me quedé dormida y Nancy Como ayer vino él y yo lo hice reír llegó con el almuerzo y llamó a mi mi mamá ha estado muy tranquila. Le mamá y mi mamá llamó a mi papá y pedí un libro y creo que con eso mi papá dijo que ya estaba bien y que bastará para que yo pueda bañarme debía llevarme al hospital, aunque eso sola hoy. El otro día ensayé morirme es solo lo que yo creo que pasó porque ahorcándome pero resulté un fracaso estaba dormida y solo me desperté en para colgarme y ya después intenté el hospital al otro día con un tubo en amarrarme una correa en el cuello y la nariz que me sacaron antes de apretar muy fuerte pero no conseguí traerme acá. Eso fue hace cinco días. morirme porque me cansé de apretar y Estuve un día con el tubo y ahora lo único que logré fue una marca roja estoy en una casa de reposo que en en el cuello que ahora está azul. Mi realidad es un manicomio. Aunque ya mamá no la ha visto porque me he llevo dos días acá solo puede escribir puesto bufandas y he tosido para que hasta hoy porque solo hasta hoy mi piense que estoy enferma. Como ya no mamá pudo venir, él me mandó unos hay un empleado de mi mamá afuera dulces y una nota que decía que de mi cuarto todo el tiempo pude ir al también vendría cuando pudiera cuarto de mi abuela a sacar unas entrar. Mi mamá me trajo la agenda pastillas y unas gotas que ella siempre porque fui muy calmada con el señor guarda acá. Ella no vive acá pero tiene que cuida el teléfono y él me dio un cuarto en la casa para los días de permiso de llamarla aunque yo no vacaciones y mi mamá no sabe nada de podía llamar hasta cumplir más de 48 ella porque es la mamá de mi papá y horas acá y pude pedirle a mi mamá la no le gusta saber nada de ella pero yo agenda. Mientras yo llamaba, un niño sí sé que a la abuela no le gusta que está acá y que mi compañera de empacar entonces ella solo empaca los cuarto me dijo que estaba acá porque regalos y tiene en el cuarto todo lo que había atacado a otro niño con unas

tijeras en el colegio, tumbó el televisor en el que todos los otros estaban viendo Amanda y yo tuve tiempo de esconder un lapicero para poder escribir por la noche porque acá no nos dejan tener lapiceros en el cuarto porque nos podemos hacer daño con estos pero yo sé que con un lapicero no me mataría entonces no lo intentaré. Ahora tengo otro plan que debo perfeccionar y así seguro dejaré de pensar y de sentir, ya no me importa si quedo en coma porque seguro si revivo, revivo enferma y me muero fácil. Mi compañera de cuarto se llama Jessica y parece de esas niñas que uno en el colegio nunca se imaginaría encontrar acá. Hemos conversado esta noche. ¿Por quéestás acá? Porque me quiero morir, ¿tú? Porque quiero matar.


Cómo combatir al enemigo (O cómo seguir viviendo sin tu amor) A P. ¿Existe el enemigo? ¿Quién es mi enemigo? ¿Cómo combatir a mi enemigo? A la primera pregunta, ok, sí, existe. A la segunda pregunta, ok, es el demonio que llevo adentro. A la tercera pregunta, la respuesta se torna un tanto difícil. Es preciso primero identificar con mayor claridad al enemigo, a ese demonio interno. Exponerlo, que es lo que menos le agrada. Se trata de un ser desanimado, doctor, no digo sin forma, sino deprimido, un ser que no puede consigo mismo, que tiene una ansiedad y una angustia muy parecidas a las que padecen los ancianos abandonados en un geriátrico todas las navidades y que solo disfruta cuando logra contagiarme su estado. Mi cerebro es un insecto al que tolero porque me habla, dice Luis Alberto Spinetta, que en paz descanse, en una canción; en mi caso es muy distinto, mi cerebro es un vampiro al que le metería un balazo en medio de la frente. Hay psicotrópicos de última generación, pero no son todo lo efectivos que juran ser, discúlpeme la sinceridad; algo amainan el centrifugado anímico, pero no logran combatir decididamente al enemigo. Hay putas también, doctor, pero yo no estoy con la explotación sexual, soy católico, doctor, pero podría ser mormón, que es lo mismo, o ateo o budista, y además no hay puta, estoy persuadido de ello, doctor, que pueda combatir al enemigo, al enemigo no se lo combate con sexo, doctor, no se lo vence con la expulsión seminal, porque no hay en el semen angustia ni ansiedad ni desánimo que se lancen, sino la misma especie, con algunas modificaciones genéticas, que lanzan los caballos, los gatos, los toros, las tortugas macho, protoseres. ¿Qué hay, entonces, doctor, de efectivo para combatir al enemigo? ¿Psicoterapias? Está bien, son un alivio, el licenciado H. es un buen licenciado. Hola, me llamo Javier, licenciado H., estoy deprimido, quiero ser feliz y no puedo, he perdido todo, no tiene sentido mi vida, ¿qué me dice a todo esto, licenciado H.?, ¿cómo puede usted combatir todo esto?, ¿no se da usted cuenta de que usted no es un exorcista y que en mi adentro se encuentra el mismísimo Satán o un primo de Satán?, ¿cree que su ciencia y esa fotografía de Freud ahí en su biblioteca podrán contra todo este enorme enemigo que albergo? ¿Queda entonces

la religión, doctor, oh, la vieja, la milenaria religión, doctor? No me responda, ya sé que usted piensa más bien que no, pero podría ser, por qué no pensarlo. Aunque, por supuesto, comparto ciertas objeciones, incluso tengo mis propias objeciones, cosas de las que usted adolece por no estar ni un poquito así interesado en el plano espiritual, para usted, doctor, perdóneme otra vez, somos simples poleas y engranajes químicos, y yo doctor lo que siento no es solo químico, ¡no lo es, no lo es, no lo es! ¡Silencio! ¡Deseo brindarle mis objeciones a la religión! ¡Estoy aquí para hablar, para hablar y hablar y hablar! No estoy enojado con usted, doctor, sepa comprenderme, mi enojo es conmigo mismo, y con el demonio que me habita. La religión, doctor, más que hablar de combatir al enemigo, al menos mi religión, doctor, que puede ser la católica o la de los mormones o incluso la no-religión de los pobres tipos que vagabundean por ahí en buscade consuelo llenándose de vino, es una religión resignada, de cargar la cruz, de aguantarselá, y el problema es que así no se combate al enemigo, se lo tiene que uno cargar al hombro hasta encontrar el desfiladero de la muerte y recién ahí arrojarlo al abismo a cambio de la santidad. Y está bien, doctor, quiero ser santo, un buen santo, un ejemplo para la humanidad que alguna vez padezca lo que yo padezco, tener una estatua, quiero, que diga “Santo Anónimo”, no me interesa la gloria de los nombres y los bronces, o varias estatuas, quiero, en miles de iglesias, quiero, donde esté vestido de franciscano o de jesuita, ¿sabe?, y que como San Roque a mis pies haya un perro, me encantaría que así me recuerden, que así recuerden a San Anónimo, con un perro a sus pies, manso y fiel, pero en lugar de cargar al niño Jesús o de llevar una cruz, que San Anónimo tenga en sus brazos a un demonio al que está a punto de arrojar al abismo mientras le lanza un escupitajo, sería una gran estatua, los fieles escupirían en la calle cada vez que me rezaran, se realizarían ceremonias el día de mi muerte donde hombres y mujeres cargados de muñecos horrendos irían en busca de un desfiladero o de una barranca para arrojar esos muñecos y escupirlos y luego quemarlos con saña, sería una fiesta muy bonita, doctor, ya la estoy imaginando, y una justificación a todo lo que hoy me sucede, esto de cómo combatir al enemigo; sería una forma de vencer al enemigo al fin de cuentas, y de que la posteridad recuerde que al final de mi vida logré vencer a mi enemigo realizando ese ritual con un enorme escupitajo y una tremenda puteada. ¿Pero y mientras tanto, doctor? Porque así no me puedo andar, ¿comprende?


Usted me ve, usted no necesita comprender, a usted lo que le sucede es que no sabe cómo combatir al enemigo, usted mismo me dijo la primera vez “Yo no curo, son los pacientes los que se curan”. Genial. Una genialidad. Uno viene cargado de expectativas y resulta ser que la responsabilidad es de uno. Al fin y al cabo usted es como el psicoterapeuta H., el licenciado, que no entiende que preciso de un exorcismo de aquellos; usted no comprende que con su ciencia y sus psicotrópicos de última generación no alcanza para vencer al enemigo, que necesito una buena dosis de purgantes y también otra enorme dosis de amor, necesito mucho amor, el amor sí que todo lo cura, ¿pero dónde conseguirlo, doctor, si estoy solo, si mi vida es una profunda y helada soledad?, la soledad siempre es helada, de hecho se siente muchísimo frío. Oh, doctor, dígame ya, hace tanto tiempo escucho voces, hace tanto yaaa. Eso canta Luis Alberto Spinetta, que en paz descanse, eso me pasa a mí. Y eso otro de no queda más que viento, no queda más que viento, que es cuando él va en busca del amor no correspondido y por eso ese amor no correspondido es eso, viento, solo viento, y entonces se plantea cómo va a seguir viviendo sin el amor no correspondido, que es lo que me pasa en el fondo a mí, doctor, qué le voy a andar explicando, tuve un amor, lo perdí, no lo puedo recuperar, no puedo encontrarlo, no

queda más que viento, doctor, no queda más que viento y el demonio que albergo se me ríe a las carcajadas y me hace oscilar hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, o me endurece las nalgas, una primero, otra después, las dos juntas, y las piernas, bajé ya diez kilos, doctor, en dos meses, ¿no le parece que el enemigo me está consumiendo? ¡Respuestas, respuestas a cómo vencer al enemigo! ¿Están, existen? ¿Dónde, doctor? ¿En el yoga? ¿En la meditación? ¿Se da usted debida cuenta de que debo ser San Anónimo, que ese es mi único camino, a menos que el suicidio me sea convidado por mi demonio primo hermano de Satán? ¿Se da cuenta de que la única forma de combatir al enemigo es la santidad, y que ser santo no es un asunto de estúpidos chupacirios sino de gente con pelotas, de gente con enormes pelotas capaces de cargar monstruos hasta antes de ser echados en la tumba? Porque seamos claros, doctor, es mi enemigo o soy yo, y este combate es a muerte. O me vence y me mata o lo venzo y antes de morir lo arrojo al vacío. Alabado sea Jesucristo, por siempre sea alabado. ¿Tiene un té? ¿Me podría ofrecer un té? Estoy exhausto. Y más medicación, súmeme más medicación, por el amor de Dios.

Javier G. Cozzolino


Como crear un silencio entre los dos Gloria Esquivel 1. El silencio pequeño, o silencio ínfimo, puede ser el más indicado para quienes se inician en el arte de la jardinería de la afasia, pues es un silencio de cultivo rápido que no necesita de mayores cuidados. Al no ser tan intrincado y oscuro como otros tipos de silencio, no interrumpe la concentración de las tareas diarias y no requiere mayores habilidades para su mantenimiento. Para cultivarlo de manera eficiente se debe plantar con alguien que sea lo suficientemente conocido como para que reconozca nuestra cara, pero con quien no se haya tenido ningún tipo de intimidad. El amigo del amigo del amigo con el que se compartieron un par de chistes en una fiesta, la amable secretaria que recibe las cuentas de cobro de artículos bimensuales sobre observación de pájaros o el profesor de un curso de extensión sobre cultura francesa que se toma después de la oficina pueden oficiar como suelos perfectos para el desarrollo óptimo de este silencio. Primero se debe causar una buena impresión. Sonría constantemente en cada interacción que tenga con el sujeto con el que plantará el silencio y sea decididamente amable. Luego debe ser paciente y esperar a que suceda un encuentro en algún lugar fuera del nicho en donde generalmente se da la interacción con esta persona. Una bolera, una clase de Pilates o un supermercado antes del comienzo de la temporada escolar pueden ser terrenos muy fértiles para este tipo de mutismo. Identifique al sujeto y vaya a su encuentro. Es muy importante que en su mirada haya un atisbo de reconocimiento, pero este atisbo debe ser pequeño, pues si se excede podría sofocar al silencio y terminar cosechando una conversación torpe llena de preguntas cortas. Haga contacto visual y, justo en el momento en el que el sujeto esté listo para hacer un gesto que inicie el saludo y lleve a la interacción, desplace la mirada hacia el fondo del salón ignorando completamente su presencia. Déjese revestir por la amnesia. Camine con la cabeza en alto, tenga un paso firme y siga su marcha como si se encontrara frente a cualquier otro extraño. Sienta como las pequeñas gotas tibias que conforman este silencio se pegan a sus pestañas, justo en el momento en el que la otra persona también se entrega a la desmemoria y congela el saludo que estaba

preparando. Allí, sobre sus ojos, este pequeño silencio, cotidiano e incómodo, se asentará y lo acompañará mientras termina de hacer sus compras. ¿No era ese acaso mi profesor de inglés? ¿Acabo de verlo en sudadera? ¿Estuvo mal no saludarlo? y otras letanías similares serán los susurros con los que este silencio lo acompañarán en la caminata de vuelta a casa. 2. El silencio medio tiene un periodo de vida entre seis meses y dos años. Es doloroso, puede germinar rabia o planes de venganza pero, por lo general, este tipo de mutismo florece como una indiferencia tranquila y una sensación de nostalgia que se revela ante nosotros cuando se escucha un disco entero de boleros. Para este tipo de silencio lo más recomendable es conseguir una persona con la que se pueda establecer un lazo muy fuerte y procurar tener experiencias únicas que se conviertan en recuerdos-fósil. La niña de zapatos bien lustrados que vivía en un edificio cercano y con quien pasamos tardes eternas de ocio planeando coreografías de baile al ritmo del merengue house noventero; el chico con un leve parecido a Anthony Perkins que le tenía tanta fobia a los poetas beat como al compromiso y a quien le entregamos el corazón neciamente; la prima que contrabandeó los primeros cigarrillos que fumamos en la adolescencia al ritmo de rock argentino y que ahora es una madre de familia entregada al cristianismo que manifiesta su visión política de derecha en sus estados de Facebook: todos lugares llenos del sustrato y del abono propicios para esta empresa. El silencio medio es viscoso. Como un pantano ámbar en donde un barco navega sin mayor sorpresa, comienza a cosecharse cuando cada una de las partes se da cuenta de que la vida es mucho más tolerable cuando se está con el otro. Ahí. Justo detrás de las rodillas de nuestra compañera de juegos. Dentro del molar izquierdo del chico. En esa zona sobre la nuca llena de una pelusa negra delgada que la prima dejaba al descubierto cuando se recogía todo el pelo: ahí es donde comienza a crecer este mutismo. Libélulas miniatura sobrevuelan el pantano. Cada una cargada con un gesto mal entendido. Una sonrisa no correspondida. Un plan de escape que jamás se llevará a cabo. El capitán del barco las espanta con estoicismo sin darse cuenta de que la superficie sobre la que navega se está solidificando, pues ha comenzado a germinar una muralla gelatinosa que atrapará a su barco.


Inmóvil. Congelado. Sepultado dentro de un magma quieto de correos electrónicos cortos que desean un feliz cumpleaños o un sentido pésame. Con la certeza de que detrás de cada uno de esos holaesperoquetodoestébienqueríadesearteunfelizcumpleañ ossaludoscordiales se esconden, agazapados y asustados, los recuerdos de esa vez en la que miramos arriba de la falda de la niña y sentimos que la piel de sus muslos debía de ser la carne más tierna con la que alguna vez podríamos saciarnos, o el día en el que en medio de un polvo rápido y anodino descubrimos que nuestro mentón encajaba perfectamente en la clavícula del chico y que su pecho sería un gran refugio, o cuando besamos a nuestra prima hasta casi romperle la boca una tarde lluviosa mientras escuchábamos en loop un disco de Enanitos Verdes. 3. El silencio largo no es la selva. Es los bordes de la selva. Tampoco es los muertos de mi padre. El silencio largo se parece mucho más a los sueños de mitad de agosto en los que me despierta un dolor amarillo que golpea el cuerpo y me que clava las extremidades al colchón dejándome inmóvil por un rato. El silencio largo jamás fue la escultura

de Richard Serra en la que nos perdimos. Fue mas bien el mapa de Manhattan al que Cy Twombly le arrancó un pedazo que va desde Union Square hasta la mitad de Central Park y que tomó la forma de un rectángulo níveo e hipnótico que representa nuestro abismo. No es la sombra de las manos dobladas para simular la forma de un cocodrilo, proyectada sobre una pared al caer la tarde. Este tipo de mutismo no es nada más que la frontera que delinea la sombra china y su oscuridad de brea sobre la blancura tibia de la pared. El silencio largo no permite grises. No será jamás una edición subrayada de Los detectives salvajes que prestamos a un gran amor y que devoró con interés hasta que decidió irse. Tampoco una lectura compartida de 2666, ni el viaje a México que hizo intentando escapar del sabor a cobre que le dejaban sus errores. El silencio largo se asemeja más a la lectura de aquel cuento de Bolaño sobre Acapulco y los balnearios y el padre y lo jamás dicho, una tarde de calor en diciembre en la que la culpa se sintió como una boa reptando en círculos sobre la rodilla derecha. El silencio largo es también el filo hostil que se encuentra bordeando cada palabra aquí impresa.


Cómo atardecer en Suburbia El vecino de acá de al lado distrae sus horas de retiro en el garaje construyendo cosas para otra gente. El otro día lo vimos armando un camarote para sus nietos mayores. También lo vimos armar una silla, para que una de sus hijas se sentara a amamantar al primogénito que ya venía para sorpresa de todos porque francamente aquí nadie pensaba que la doña fuera una de esas mujeres que quieren ser mamá pero vea cómo la vida lo va sorprendiendo a uno. En otra ocasión lo vimos construir un escritorio enorme de esos que ya no se ven y que ya no caben en ninguna parte y que aún si cupieran no dejan de ser un problema si uno digamos decide mudarse porque el alquiler está muy caro que para moverlo necesitas de todos tus amigos que de por sí no tienes muchos y los que tienes en realidad no están, que las ocupaciones nunca faltan, los hijos y el trabajo y el ocasional viaje a conocer las ruinas griegas, y al final te toca contratar a una compañía de mudanza que te cobra la cuota extra porque es que mire que es un escritorio muy pesado y muy inconveniente y que por eso es que estos escritorios así ya no se ven pero no se preocupe que de todas maneras le hacemos esa mudanza que esto es América, la tierra de los que pueden. De vez en cuando la esposa del vecino aparecía en el garaje con té helado en los días de calor, o chocolate caliente en el invierno a ver si de pronto el frío éste del valle no le hace tanto daño con esa mala costumbre que tiene de hacerlo todo con la puerta abierta. Luego ella desaparecía con su cantaleta a hacer lo que sea que hacen las señoras en retiro. Siempre en la tardecita, la veíamos sentada en una mecedora en la acera leyendo novelas de misterio. “El romance no es lo mío” comentó una vez en un tono apropiado para una disculpa. Y durante todo ese tiempo ninguno de nosotros sospechó que con esa rutina inofensiva en pleno apogeo sirviendo de música de fondo, la señora se estaba muriendo a toda prisa de un cáncer en quién sabe dónde. Nadie lo sospechó. Incrédulos seguimos incluso cuando llegamos de trabajar y vimos la caravana de carros ocupando todos los parqueaderos de la calle, que aquí nadie parquea en el garaje porque el garaje es para el reblujo o para distraer las horas del retiro cuando el retiro nos llegue, raro para ser un jueves que éste desorden tan de tercermundo solo se ve el sábado cuando se juega el campeonato infantil femenino de fútbol en el parque del barrio y llega la colección de padres suburbanos con sus sillas de playa y sus termos enormes de limonada y sus ansias de validación a destruirnos la paz. Incrédulos seguimos, incluso después de que Slava preguntó con su vozarrón uzbeko que por qué tanta gente que si quién se murió, éste Slava tan ocurrente, y hasta él se tardó un poquito más de lo promedio en reconocer la respuesta en el silencio y la mirada baja y la indignación y los ojos cansados de llorar de los otros. La cosa es que uno se muere y deja de hacer las cosas que uno hacía, y querer a la gente que uno quería, y llevarle té helado a la gente con la que uno vivía. Y todo duele por un rato y después la gente se acostumbra al dolor porque la vida continúa qué le vamos a hacer, resignación, fuerza y fortaleza. Primero todo deja de ser y luego todo es como si nada.

Maximiliano Vega


Cómo quedarse solo en el intento Oscar Rodríguez

Elena dice que no puede ir conmigo a tomar café y a después quién sabe porque justo ese fin de semana se va a la Florida y luego a escalar una montaña. Ella dice que no es el Monte Elena, ¿no hubiera sido fantástico si lo es? Yo sonrío neutralmente: nunca me gustaron las mujeres literales. Son dos semanas en una comunidad de Jacksonville ajenos al bullicio social. Luego un día en un vuelo trasatlántico, luego un tren, luego un bote, luego otro bote y luego la montaña. ¿Tú no tienes novia? Esa pelirroja de pelo en descontrol, los he visto sonrientes. Hay muchas maneras de perder la cabeza, me dice, tal vez haya un paisaje bonito, que me inspire, que me devuelva la ilusión, tal vez incluso exista la posibilidad de una epifanía, pero la única razón que uno tiene para subir montañas es para tenerlas que bajar.

Estábamos viendo “Sueños” de Akira Kurosawa y estábamos, la ironía, todos dormidos. Ileana toma un cuaderno y escribe, despacio, que nunca se ha reído como cuando se ríe conmigo. No estoy segura del todo porque cómo se puede estar segura de estas cosas pero sospecho, pienso, que ésta risa es lo más cerca que he estado de la felicidad. Qué tanto más se puede acercar, se pregunta. Yo leo la nota, pienso en Kurosawa, vuelvo a leer la nota y decido que la leeré más tarde en un ambiente más reposado. Ya en la casa, y por algún misterio que nunca aclaró mi memoria, decido guardar el papel debajo del colchón en el que duermo. Minutos antes de partir a Medellín en lo que resultó ser un viaje de una sola vía, y un año después del drama, mi hermana descubre el papel. Desde ese momento lo llevo siempre conmigo, le digo a Ileana mientras espera por el novio que acaba de llamar y que ya viene por ella.

Diana lee el periódico mural que en secreto hice para ella. Hay una historia del recién presentado logo de Pepsi y su parecido a las niñas morenas de ojos negros grandes. Hay una crónica de la formación y clausura de la Sociedad de Espías Amorosos Anónimos. Hay una crónica de un final feliz. Hay una historia sobre el grupo Roxette que concluye con la letra de su éxito “Listen to your heart” en el inglés original y acompañado de una traducción libre por este servidor en carácter anónimo. Sobre la frase “The scent ofmagic” escrita en negrilla y además subrayada, se podía leer garabateado en lápiz, con pulso subversivo para evitar la condena de los editores, la aclaración de que ese olor es el olor de fresa de tu champú de todos los días. Diana que leyó su periódico mural sin leerlo me encuentra una década después en la red social. Tanto tiempo, cómo te va la vida, la mía va bien, gracias. Adjunta una foto, sonríe como siempre, sostiene una niña que por fortuna se parece más a ella que al papá, en un jardín de Londres, con su esposo inglés.

Beatriz del barrio Novalito escribe en mi cuaderno de apuntes que no ve con malos ojos que yo sea su tom cruise. Yo me río sin entender el chiste. Estamos en Medellín pero ambos nos tenemos que ir, tal vez regresemos, tal vez no. Me escribe su dirección, me escribe su teléfono. Yo le escribo muchas cartas, ella me responde algunas. Ella prefiere los hologramas. Yo le digo que para tanto no me alcanza. En una cajita empaco un libro de Jairo Anibal Niño y un casete con canciones de Franco de Vita y Miguel Mateos. La carta que los acompaña termina en plan de aventura. Sabes quien te quiere. Ella me pregunta después, mientras comemos alfajor en la cafetería de la universidad a la que vamos si a la frase le faltaba el signo de interrogación, y se ríe, convencida de que no voy a responder.


Manual de Comportamiento para Gente Formidable, Volumen 3 Una colección de textos de educación y cultura general para el ciudadano moderno. Una idea de Santa Maradona, hecha posible por gente formidable de La Internet. Cuéntale a tus amigos. Si quieres participar en el Volúmen 4, envía un correo a vega@blogactivo.com http://santamaradona.org/manual/3 Octubre, 2013


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