editado e ilustrado por
D ie go A N DR A DE BE N AV E N T E
del libro Yo, Carlina X de
M a r t Ă n H U E RTA editado e ilustrado por
D ie go A N DR A DE BE N AV E N T E
860.CH
Andrade Benavente, Diego
306.7
La Puta de Santiago. Memorias de la Carlina.
741.6
Santiago: Cola Larga, 2013. 112 p. : ilus ; 17 x 12 cm
ISBN: 1234-5678-9012-3456
La Puta de Santiago | Memorias de la Carlina
Primera edición : Agosto 2013
© de la edición e ilustraciones: Diego Andrade Benavente © de la presentación: Diego Andrade Benavente © de los textos: Martín Huerta, Pedro Lemebel
Publicado por Editorial Cola Larga
ISBN: 1234-5678-9012-3456
Impreso en Chile | Printed in Chile
Cualquier parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, no puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna o por medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin permiso previo de los editores.
presentaci ó n
CARLINA MORALES PADILLA FUE, sin duda, uno de los personajes más importantes y enigmáticos de la historia de los lupanares criollos. Fue puta y regenta, dueña de burdeles, moteles y boites; la reina indiscutida de la bohemia santiaguina durante las primeras décadas del siglo pasado. La Puta de Santiago es una forma de rendir un homenaje a la tía Carlina. Usando los textos del libro Yo, Carlina X, escrito por el periodista Martín Huerta y publicada por Ediciones Ráfaga en 1967, se busca no solo rescatar al personaje de Carlina sino que también a todo lo que a ella la rodeaba. Todo en ella está envuelto en un halo de misterio. Para comenzar a interiorizarnos con la protagonista, les presentamos el prólogo original del libro Yo, Carlina X y del cual se guarda un ejemplar fotocopiado en la Biblioteca Nacional. Es decir, en el momento en que aquella publicación se pierda, es posible que Carlina pueda desaparecer de las manos de cualquier ávido lector independiente. El escritor, cronista y artista plástico chileno Pedro Lemebel le dedicó algunas palabras en su obra Loco Afán: Crónicas de sidario, publicada en 1996. Palabras que se presentan también en este libro y que nos hablan no solo de ella, sino que también del 11
contexto social, político y sexual en donde Carlina se movía. No solo fue una buena mujer, también fue una visionaria; viendo en los travestis, sus niños como ella les llamaba, un buen negocio. He aquí, ante ustedes, un libro ilustrado que relata las memorias de la Carlina, la reina de la noche a la que le sobreviven muchos sobrinos adoptivos y un mito que no siempre se parece a la realidad.
D i e go A N DR A DE BE N AV E N T E
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YO, CA R LINA X
¡CUIDADO! QUE AL ABRIR ESTE LIBRO, los lectores no presupongan nada. Dejemos a la ficción el lugar de la ficción, y a la realidad el de la realidad. “Conocí a la protagonista de Yo, Carlina X en 1950. Entonces era una mujer casi inaccesible, custodiada por hombres duros, absolutamente importante. No me fue fácil conocerla en la intimidad. Los periodistas no siempre tenemos alfombrado el camino. Sin embargo, cuando llegué a conocerla, se empezó a escribir este libro, fruto de más de cien conversaciones en profundidad. En apariencia, podría resultar del libro el que terminemos pensando que ella está feliz de haber vivido como lo ha hecho. No obstante, es posible que el lector perspicaz descubra que no hay tanta conformidad a pesar de todo. La vida de las prostitutas es más dura que otras vidas, y sus compensaciones fluctúan entre lo excesivo y lo escaso. En el caso presente, grandes logros materiales y muy escasos los espirituales. No importa, sin embargo. 15
Abramos este documento sin prejuicios. Quien lo ha escrito - ella misma, en primer y último término - no ha tenido contemplaciones para analizarse a sí misma y a la sociedad en que le ha tocado vivir”. Es éste un libro de revelaciones sensacionales, de personajes de distintos niveles sociales desfilando a través de sus páginas y, en último término, es una novela de amor, de otro amor, por supuesto, en que no se disfruta del modo tradicional con las cuitas de la protagonista. De todos modos, serán los lectores los que tendrán a su cargo el veredicto definitivo, la condena o absolución de la protagonista. Por ahora, limitémonos a decir que Yo, Carlina X es, por cierto, un libro para mayores de edad, si cabe la expresión y la limitación.
Prologo Yo, Carlina X | 1967 M a r t í n H U E RTA
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L A S NOCHES ESCOTA DA S DE L A TÍ A CA RLINA
C omo si fuera un trapo prostibular , un pecado del ayer que se repone para calentar los pies de la modernidad y su moralina cartucha, un empresario rescató el mito dorado de la tía Carlina, montando un espectáculo cómico y un video desabrido como caricatura comercial del puterío latino. Pero este teatro de la cabrona pintarrajeada nada tiene que ver con la difunta mami, la señora Carlina Morales y sus niños, como ella les decía cariñosamente a los travestis, chícoteándoles los escotes con la huasca que sujetaba en su pulsera. Porque no había nadie tan recta como la señora, nadie tan preocupada como ella de la apariencia de los niños; revisando sus trucos, sus amarres de testículos, sus rellenos de busto, cuando no existía la silicona, sus moños de nido y esos largos vestidos de lame, arremangados en el rock de Bill Haley, porque a ella no le gustaba la minifalda. Era muy recatada en esas cosas, porque el salón siempre estaba lleno de gente fina, intelectuales y turistas. Y más de algún diputado había pagado caro por ver, un cuadro plástico, un porno real en la pieza vip, el reservado secreto donde la india Paty ensartaba locas a vista y paciencia de los políticos que empinaban el vaso de cubalibre para resistir el impacto. Entonces, el entonces tenia otro sabor para los viejos políticos que hoy recuerdan esas chimbas. Como si en la añoranza se 19
permitieran el desate que actualmente censuran. Entonces, el parlamento de calle Bandera era privilegiado en esas pistas. “Del puente a la Carlina” era un solo paso de mambo, un brindis extra con la chicha de la Piojera para seguir la farra donde la tía, que les reservaba un cómodo lugar para ver el famoso baile de la Susuki, la odalisca pehuenche, o el cascanueces de la Katty, que junto a sus compañeras de oficio formaron el Blue Ballet. Y casi se murió el club deportivo de la Universidad de Chile por el alcance de nombre. El Ballet Azul, tan popular como la revolución de Fidel. La danza coliza burlesca y festiva, haciéndole coro a los cambios sociales en el tablado del espectáculo nacional. Si parecen mujeres, decía la señora de un senador poniéndose lentes para encontrar alguna presa, algún indicio de próstata en los apretados muslos. Pero quizás ese “parecer hembras” no dejaba contento al clan marucho que después de los aplausos debía regresar al cuerpo afeitado. Por eso, chaucha a chaucha y escudo con escudo, juntaron las ganancias y volaron a París en busca de una cigüeña quirúrgica que les pariera el milagro. En Chile, la llegada de las botas apagó la brasa roja de calle Vivaceta, y doña Carlina Morales se retiró a sus cuarteles de invierno. Decían que la doña ya no tenia santos en la corte, y con los milicos no se podía tratar echando abajo la puerta, agarrando a culatazos a los niños, buscando por toda la casa a un diputado comunista, que decían, le habían dado asilo en el burdel. Eran intratables, botando los vasos, quebrando los espejos, llevándose a los niños vestidos de mujer, con ese frío, a pata pelá y sin peluca trotando en la noche negra del toque de queda.
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Al llegar la democracia, confundidas con el exilio frufrú que llegó de París, volvieron algunos vestigios del Blue Ballet luciendo su operada metamorfosis. Regresaron a lo Madam Pompadour, y con los dólares ganados en Europa se instalaron en un fino local de nombre francés donde cantan Je ne regrette rien, sin querer recordar el ayer. Como si la operación que les cortó el pirulín también les hubiera cercenado el pasado. Ahora solo hablan de sus éxitos en la discotheque La Oz, donde el cuiquerío light aplaude el acento inoperable de su ronca voz. Todo Chile pudo verlas en el Festival de Viña como una hoguera emplumada en la coreografía del grupo musical La Ley, pero casi nadie se dio cuenta. Solamente sus viejas colegas de Vivaceta, las travestis que todavía patinan la calle con la silicona a medio sujetar, las reconocieron levantando una ceja de envidia. En fin, no todas iban a ser reinas, y la modernidad neoliberal eligió las perlas más cursis del collar de la Carlina como adornos de su encorsetado destape. Y esos años dorados, son un borroso recuerdo donde la política, la cultura y el placer, zangoloteaban las cálidas noches de Vivaceta 127, donde aún existe la casa vacía, donde aún se escucha el chicote de la tía y los ecos nacarados de aquellos niños que trataban de tú.
Las noches escotadas de la tía Carlina Loco afán: crónicas de sidario | 1996 Pe d r o L E M E BE L
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la puta de santia g o
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H
e sido puta y qué. Si lo elegí es porque me conviene. Tengo cincuenta y ocho años.
No soy bonita, estoy aquí para contar las cosas como son, como las siento, como han ocurrido. No doy consejos, no doy lecciones para el presente ni para el futuro. Soy una persona producto de la casualidad y de la suerte.
“Amar al prójimo, es un cuento estúpido, al prójimo hay que desnudarle de su billetera”.
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CAPÍTULO I SANTIAGO 1911
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V
ivía en un conventillo de paredes muy sucias. Mi madre era una mujer joven, pero vencida por el
sufrimiento. Mi viejo, sargento de la policía, gustaba del trago y la zalagarda. Las únicas ocasiones de regocijo eran cuando mi padre arreglaba sus bigotes desde lo alto de un gran caballo. Los vecinos se congregaban a mirarlo como si fuera un Dios o algo así.
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Terminó borracho, una noche de farra. Desnudo e inconsciente en la vereda de enfrente, con una enorme deposición en la cabeza. Un día no volvió nunca más. Nadie lo lloró, ni siquiera mi madre.
M
i madre se iba consumiendo, y cada mañana yo la notaba más dolída, más a punto de despedirse.
Un dieciocho de septiembre, cuando la primavera se iniciaba, nos dábamos el pequeño gusto de no trabajar y mirar los cambios del cielo con cierta esperanza. Como si de allí pudiera venir el cálido soplo de un cambio de vida.
A
los once años tuve una muñeca que recogí del Mapocho. La llamé Sarita.
Una tarde, conversando con ella, pasaron dos chicos y se burlaron de mi. Se pusieron a chutear y pisar a Sarita. Comenzaron a tirar piedras, no para herirme, sino para asustarme. Muchas dieron en el blanco. Aún los veo azotar con los pies la cara triste de Sarita, como si fuera yo misma.
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Días después murió mi madre.
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M
e fui a vivir con Doña María, una sucia y mezquina gorda.
Primero me pegó porque me quedé mirándola. Al otro día porque no la miraba. Yo iba creciendo y comprendiendo que esa no era vida ni para mi ni para nadie.
U
n día Doña María se emparejó con un hombre. Debía respetarlo como si fuera ella misma.
Es tan fea y tan inútil, hazla trabajar en algo, decía el hombre. Al día siguiente comencé a trabajar vendiendo pan en las afueras de la iglesia de Santo Domingo.
“En la puerta de una iglesia se puede llegar a conocer más de la vida que viviéndola”.
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Yo querĂa progresar, ser yo misma. Mis pechos habĂan crecido y ya empezaban a llamar la atenciĂłn.
Una tarde; un viejo, alto y bien vestido, se acercó a mi canasto. No tuve miedo ni alegría. Solo la intuición de que siguiéndolo vendría algo nuevo para mi.
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M
e puso sus arrugadas manos en los pechos y comenzó a apretarlos.
Lo dejé hacer. Pronto me tuvo desnuda, pasó su boca inmunda por todo mi cuerpo; se lo merecía. Aprendí una cosa muy importante esa noche: haciendo muy poco, a una se le paga muy bien.
CAPÍTULO II SANTIAGO 1921
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Aprendí que los hombres son domesticables y bastante simples. El que quiere comer sabe donde hay comida. Simplemente nos desvestíamos y las cosas se hacían solas.
“Ser puta no es difícil, lo difícil es saber ser puta”.
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Un dĂa me presentaron a una anciana llena de pieles y joyas. Era La Mamy, una de las mĂĄs importantes cabronas de Santiago.
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I
nicié mi vida como asilada del prostíbulo de La Mamy, situada en la calle Moneda, por el número
22. La casa se sujetaba a un estricto reglamento. Quien lo infringía, era castigado. Nunca sufrí castigos ni humillaciones, no cometí errores.
“Debes obedecer como si yo fuera tu propia madre. Debes cumplir con lo que se te ordene sin chistar. La que manda soy yo, Aquí vivirás y comerás. Lo que ganes será tuyo pero deberás darme a mi la mitad de todo”.
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La Mamy comercializaba drogas con Buenos Aires. El personal se iba internacionalizando. Llegaron las francesas, ansiosas de ganar dinero por medio de tiernos arrumacos; y las polacas, especialistas en hacer el amor con los labios. Yo progresaba, pasĂŠ a ser la confidente de La Mamy, su favorita.
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L
a Mamy murió de una manera singular. Una noche, de su boca salían espumarajos y su cuerpo
se retorcía ferozmente. La vela de santo iluminó por última vez su gordo rostro. Esa noche el prostíbulo no tuvo ruido de gramófono sino letanía de oraciones, olor a flores.
Rosa, como se llamaba, descansaba en paz.
T
odas estuvieron de acuerdo en que yo debía ser la sucesora. Mi primer paso fue coger la libreta
privada, estuve aprendiendo los mejores secretos. Continué ejerciendo pero con una estricta selección de mis acompañantes, al termino de cinco años yo había envejecido más en experiencia que en edad.
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Una noche, la fiesta marchaba hermosamente. Yo estaba con dos clientes en una agradable semi penumbra, cuando un humo espeso comenz贸 a filtrarse bajo la puerta.
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L
os dos tipos corrieron hacia la puerta y abrieron. Una enorme viga ardiendo cayó desde el techo
sobre sus cuerpos desnudos. Atiné a rezar. Recordé la ventana oculta por el gran espejo de la cómoda. Al moverla, conseguí salir al patio trasero. Los vecinos me vistieron y dieron un poco de café, para lanzarme nuevamente a la calle. Cuando aparecieron los bomberos; la casa y mi dinero habían desaparecido.
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CAPÍTULO III VALPARAÍSO 1928
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“Si una ha sido puta, no puede dejar de serlo. No hay ningún trabajo, hombre o posición que pueda hacer cambiar a una puta auténtica. Moriré siendo puta”. Debes largarte a la brevedad me dijo el jefe de la policía. Valparaíso es el único lugar posible. Abrió la caja fuerte y sacó unos billetes. Hazlo ahora mismo. En una miserable habitación de hotel bebía y recordaba la escena de la casa en llamas. Fue una etapa para revisar mis actos pasados y pensar en un futuro mejor.
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E
n Valparaíso tuve que cambiar los métodos antiguos, pues ya no era la muchacha que
engatusaba viejecitos con el cuento del pan. Yo ya había sido reina, y si no podía continuar siéndolo, por lo menos debía terminar de una manera digna. Las otras putas me aconsejaban que me buscara un cafiche. Yo quería otra clase de hombre. Un hombre, simplemente.
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Mi sector estaba cerca del muelle, de seis de la tarde a cuatro de la mañana. En invierno, el frío calaba los huesos y el viento me obligaba a ocultarme en los quicios de las puertas. Tenía menos de treinta años y ya me sentía derrotada. Conocí al Rey. Un hampón. No era un modelo de buena conducta, sin embargo, cada viernes se allegaba a mi esquina; nos metíamos en la cama y nos juntábamos. Yo le inventaba historias idiotas que mezclaba con la realidad y él se divertía.
“Sea derecha conmigo, y yo seré derecho con usted”.
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n viernes El Rey llegó a mi lado. Necesitaba que yo le guardara una valija por unos días. No debía
abrirla, solo guardarla. Me abrazó después, y se puso a cabalgar sobre mi.
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En la maĂąana supe el resto de la historia. El Rey estaba en la cĂĄrcel.
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on el tiempo los golpes y el encierro acabaron con El Rey. Una mañana leí que estaba muerto. Me
acerqué al armario y saqué la valija. Lloré cuando la abrí, estaba llena de dinero. Le dije adiós a la perra vida que estaba llevando. Lo primero que decidí fue mi regreso a Santiago y determinar la manera de instalar una casa de putas. A la brevedad posible. Conocí por esos días al Rana Román. Era bastante simpático y al poco rato me hizo reír; más tarde fuimos amigos. Su primer trabajo fue encontrar, en la capital, una casa que cumpliera con mis requisitos.
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¿C
omo no recordar la primera noche de las miles de noches? Sin estar en funciones, esa casa ya
olía a diversión y pecado. Cerca de la medianoche, la casa ardía en una fiesta que parecía inagotable. Todos parecían muy alegres, y en cada habitación el champán se descolgaba sobre los veladores.
“Sí, fue una gran noche”.
CAPÍTULO IV SANTIAGO 1935
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H
ay algo en la vida que no me queda muy claro: nuestra relación con los clientes. Diría que
ellos están por encima de las distinciones de hombres y mujeres. Son otras personas. Cuando llegan a una casa de putas lo hacen de distinta manera a como actúan en su vida corriente. Más alegres o más tristes, pero nunca la misma persona que nos encontramos en la calle. La verdad es que el amor, o lo que así se llame, nunca fue mi objetivo en la vida. Y hablo de esto, porque, originalmente, Marcelo Buenaventura fue un cliente. Desde que lo ví por primera vez, algo en su cara me decía que era el hombre que siempre esperé tener a mi lado. Me enamoré de su rostro preocupado y su expresión ausente, parecía un muñeco.
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É
l se quedó de pie, frente a mi. Yo pegué mi cara a sus muslos y, por primera vez en muchos años, me
sentí excitada. Lo amé ese instante, y lo amé más tarde. Y cuando habló y cuando dijo cosas tan bonitas, lo amé mucho más. Sin que él me poseyera yo sabía que por fin había encontrado al hombre que necesitaba.
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na de esas noches animadas, al parecer, mi hombre tenía ganas de charla. Al primer tipo,
Marcelo le endilgó una cháchara. Más tarde cuando me di cuenta que él ni el cliente estaban en el salón me fui inquietando. Oí claramente la voz de Marcelo recitando su oración de placer en nuestra habitación. Abrí la puerta con sigilo. Ambos, Marcelo y el cliente, estaban desnudos sobre mi cama. No sé por qué, pero en ese instante comprendí muchas cosas. Era mi hombre y mi mujer al mismo tiempo, le gustaba mirarse y admirarse; parecía hombre y no lo era. Marcelo era maricón. No dije nada, solo tenía ganas de llorar.
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Cuando el cliente salió de mi habitación le cobré el doble. Había descubierto una nueva veta para ganar dinero. Aprendí que el amor de los maricas también tiene su precio, su mercado y su demanda.
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uería a Marcelo y lo seguí queriendo hasta que lo mataron cinco años más tarde.
Todavía hay un espacio en mí destinado a recordarlo. No lo lloré, bastaron las lágrimas que solté aquella noche de su descubrimiento. Guardé las lágrimas para la soledad. Estaba seca por dentro y no cabía llanto para un suceso semejante. El cuerpo fue enterrado en un lugar cercano a la Mamy.
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Nuestros muertos deben acompa単arse siempre
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CAPÍTULO V EUROPA 1956
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T
omé un barco en Buenos Aires con destino a Europa. Allí tuve la oportunidad de conocer a un
hombre extraordinario, el Padre Lastre, de origen suizo, qué hacía el mismo viaje también desde Santiago.
No era como todos los curas y parecía estar por encima de las veleidades de este mundo. Congeniamos desde el primer momento y durante la travesía solíamos sentarnos a conversar largas horas. Cuando supo quién era yo y a lo que me dedicaba, no se le contrajo ningún músculo. El hombre necesita de las prostitutas y la sociedad también, porque ellas son las que, en último término, permiten su estabilidad. Por cierto que la prostitución es inmoral, pero necesaria.
“Cristo perdonó a la prostituta y yo, sin pretenderme Cristo, la perdono a usted y la aprecio. ¡Quién lo creería, yo tan amigo de una emperatriz de la noche!”.
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Nunca, hasta conocerlo, hab铆a comprendido del todo la religi贸n.
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El cura, sin majaderĂa, me fue haciendo creer en mĂ misma.
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olví a ver al Padre Lastre unos meses después de mi regreso a Chile. Estuvimos juntos toda una
tarde; y a las ocho de la noche pareció decidido. Necesitaba una ayuda efectiva, real, monetaria. A los ojos de Dios, estaría colaborando con Él. Me convencían sus ojos llenos de verdad. Tanto él como yo, sabíamos que la respuesta sería afirmativa. Por primera vez en mi vida hacia algo sin saber por que lo hacía. Dar dinero a la iglesia católica nunca estuvo en mis planes.
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“Cárguelo a la cuenta de Dios y al porvenir”.
CAPÍTULO VI SANTIAGO 1961
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e sentía fatigada, mi salud se quebrantó de modo alarmante: Cáncer y dos años de vida
cómo máximo. No lloré. El año de mil novecientos sesenta y uno no merecía lágrimas de nadie y menos en Santiago de Chile. Había vivido y ahora debía cumplir mis compromisos celestiales.
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n mi testamento dispuse de todos mis háberes. Al Rana le dejé las casas. El efectivo de mis cuentas
del banco, en varios países, pasaban a poder del Padre Lastre quién, en mi nombre, lo entregaría a la iglesia. Esa tarde me encerré en un cine a sufrir en soledad. Cada capítulo de mi vida, volvía a mí con enorme intensidad.
“¿Cómo será vivir otra vida? Me pregunté”. Abandoné el cine con bastante optimismo. Veía a las mujeres contoneándose rumbo a las tiendas, todos en una comunidad de sol. Y yo, la famosísima Carla, con un pie sobre el estribo de la señora muerte.
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speré al chofer en una esquina, le pedí que me llevara a la cumbre del cerro. Con una cerveza
en la mano, que bebí como si hubiera sido el mejor champán. Hice mi brindis de despedida. En la cumbre miré la ciudad como si no la conociera. Y pensé entonces que me pertenecía. Cada hombre, cada mujer, sabía quién era yo y qué hacía. De diez hombres, tres por lo menos habían estado por cualquier motivo en una de mis casas. Y me dije que éramos nosotras, las putas, las que dábamos a las ciudades su verdadero carácter. Había escogido una maravillosa profesión.
El Padre Lastre se sorprendió al verme en su iglesia. Le conté que no estaba muy bien. No sé si procedo bien, pero no estoy arrepentida de nada de lo que he hecho. Creo que era lo único que podía hacer y lo hice bien. Cada vez más me daba cuenta que era el único amigo que había conseguido en esta vida.
“Si usted ya esta resignada es porque ha encontrado la verdadera paz”.
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ran las siete de la tarde y reci茅n en la casa se iniciaba la actividad. El Rana me mir贸 con
ansiedad e insisti贸 en que le ocultaba algo. Me voy a morir Rana - le dije - me quedan dieciocho meses de vida. Entretanto una l谩grima pugnaba por salir de los ojos del Rana.
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e fui a mi vieja habitación y me tendí en el lecho. El santo me miraba desde el velador, con sus
ojos tremendamente abiertos. Era agosto y en la calle el frío se apoderaba de la ciudad. Cerré los ojos y me puse a pensar.
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Pronto vendría el primer cliente y yo estaría en condiciones de esbozar la sonrisa de todos los días. Nada más. Nada menos. Lo importante podía ser que aún estaba viva...
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ÍNDICE
Presentación por D i e go A N DR A DE BE N AV E N T E | 11 Yo, Carlina X por M a r t í n H U E RTA | 15 Las noches escotadas de la tía Carlina por Pe d r o L E M E BE L | 19 L A P U TA DE S A N T I AG O | 23 Capítulo I, S A N T I AG O 1911 | 27 Capítulo II, S A N T I AG O 1921 | 43 Capítulo III, VA L PA R A Í S O 1928 | 57 Capítulo IV, S A N T I AG O 1935 | 71 Capítulo V, E U ROPA 1956 | 83 Capítulo VI, S A N T I AG O 1961 | 93
Este es el fin de La Puta de Santiago. De la reina de la noche capitalina. De las memorias de Carlina Padilla. Terminado en agosto de dos mil trece. Impreso en la ciudad de Santiago. Ilustrado por el autor con imĂĄgenes encontradas en distintos sitios web. Utilizando las tipografĂas Georgia en regular e italic e IM FEEL English Pro en REGULAR e ITALIC.
Carlina Morales Padilla fue, sin duda, uno de los personajes más importantes y enigmáticos de la historia de los lupanares criollos. Fue puta y regenta, dueña de burdeles, moteles y boites; la reina indiscutida de la bohemia santiaguina durante las primeras décadas del siglo pasado. La Puta de Santiago es una forma de rendir un homenaje a la tía Carlina. Usando los textos del libro Yo, Carlina X, escrito por el periodista Martín Huerta y publicado por Ediciones Ráfaga en 1967, del cual se guarda un ejemplar fotocopiado en la Biblioteca Nacional; se busca no solo rescatar al personaje de Carlina sino que también a todo lo que a ella la rodeaba. Mediante ilustraciones y la técnica del collage nos adentramos a la historia que ella misma ha escrito, en primer y último término. Y cómo diría el periodista Martín Huerta: Es éste un libro de revelaciones sensacionales, de personajes de distintos niveles sociales desfilando a través de sus páginas y, en último término, es una novela de amor, de otro amor, por supuesto, en que no se disfruta del modo tradicional con las cuitas de la protagonista. Este libro se ha transformado en una obra imprescindible que pone en valor a un personaje de nuestra historia popular. Con una base bibliográfica literarea y textos de Martín Huerta y Pedro Lemebel; no podemos pasar de largo la vida de nuestra reina criolla, nuestra
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Puta de Santiago.