Zodaxa 2

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Dirigida por Ølîvër Tåd



MI ANARQUISMO INDIVIDUALISTA por Raymond Román Maugé

Había sido anarquista individualista siempre, pero no lo sabía. El término fue relativamente nuevo para mí. Desde joven influenciado por la lectura de Henry Thoreau, Max Stirner y Krishnamurti, pintaba grafitis de este último pensador en las paredes de Guayaquil hacia la década de los 80. A los 52 años he devenido hoy en un sujeto poco adaptado y más bien misántropo. Nací en un hogar entre un marxista y una católica, no me dio chance a descubrir el anarquismo tempranamente. Sin embargo, haciendo memoria veo que, aunque creía que era comunista, en verdad era un anarquista individualista. Desde niño fui algo solitario, coleccionista de monedas, estampillas, insectos, fósiles, y también pintaba. Introvertido más que extrovertido, vivía mi mundo interior, caminando por la naturaleza, husmeando las librerías o buscando OVNIS. Nunca acepté entrar a un colegio militar ni religioso, y terminé en uno público. Ateo desde niño, sin embargo me gustaban los temas esotéricos, pero si no me vinculé a organizaciones de ese tipo fue porque no me interesaban los grupos ni las jerarquías, siempre terminaba retirándome. Buscando aprender técnicas de supervivencia estudié agronomía, pensaba que ahí encontraría el conocimiento para vivir autárquicamente en los tiempos que se venían. Casi por agotamiento terminé la carrera, porque

faltando por hacer la tesis me dije hasta aquí, esto no va más, pero fue Héctor Burgos Stone, viejo sabio chileno, quien insistió en que terminara la carrera para cerrar el círculo. Lo hice, pero estaba claro que toda la enseñanza universitaria era una estrategia para crear empleados, esclavos para las empresas agrícolas de maquinarias y agroquímicos. La tesis que escribí fue la primera en ecología de la Universidad Agraria de Guayaquil, en 1990. Nadie había tenido en cuenta la ecología para una tesis desde hacía décadas. Finalmente la terminé en año y medio, versó sobre un asunto de impactos ambientales para sistemas de riego. Ahí concluí que todo estaba descompuesto. Gracias a esa tesis entré a trabajar en un organismo estatal que se dedicaba a estudios integrales de riego y drenaje en la provincia del Guayas. Pasé por algunas unidades de estudio que tenían que ver con la ecología, la exportación de productos agrícolas e informes ambientales. Pero lo que sí había percibido es que al estado lo que realmente le interesaba era cumplir con agendas y acuerdos. Algunos directivos veían ahí opciones de alcanzar un estatus, obtener su beneficio personal. Yo en verdad a los tres años de entrar a ese lugar ya quería irme, no aguantaba darme cuenta de que los informes ambientales se realizaban en función del patrón —o sea, el estado— y sus aprovechadores. No


importaba si yo encontraba que muchas de esas grandes y costosas obras de ingeniería podrían terminar en nada o en potenciales fincas vacacionales o en tierras sin producir. Tuve tropiezos con algunos compañeros, aunque había otros que, creo, me estimaban. En el trabajo me apodaban ‘El Diablo’, un apodo emblemático tratándose de una sociedad creyente e inculta como la ecuatoriana. A veces estaba tan cabreado que rotulaba unos letreros con frases irreverentes y los colgaba dentro de las oficinas como, «lo único que me consuela es que todos invariablemente se harán estiércol» o, a un jefe adventista, un día le coloqué una frase por encima de la entrada: «Cristo no te ama, mejor búscate otro padrino». Muchas veces no soportaba estar en la oficina, tantas horas era deprimente, y entendí que no envejecería ahí. Pero por las necesidades del hogar, porque estaba recién casado, me mantuve agonizante durante unos años más. Un día mi padre muere a los 62 años de un infarto; luchador popular, escritor fulminante, muere sin llegar a jubilarse, a un año de hacerlo, perdiendo además todos sus ahorros debido al corralito ecuatoriano de 1999, mucho antes que el argentino. Ese día supuso el fin de mi resignación y decidí salir a ver el mundo, no podía seguir muriendo lentamente como un burócrata y perdiéndome a mí mismo.

Podría decirse que mi anarquismo es la síntesis de muchas influencias, y así como los anteriores filósofos que mencioné también me gustaron seres como Chuang Tse, Diógenes, Osho, Paul Gauguin, Nietzsche, Cioran y Émile Armand. Pero, a la hora de la verdad, es difícil ejercer esta ideología mientras estás casado y con dos hijos. En un intento de ser insumiso ante el sistema he evitado trabajar para alguien en los últimos 3 años, sobreviviendo de ventas esporádicas de antigüedades, libros, y otras cosas. Lo ideal sería aprender sobre este anarquismo bien joven, lo que te ahorrará una importante pérdida de tiempo y te ayudará a tomar decisiones más eficientes para no desviarte del camino. El anarquista individualista es una especie rara, difícil de encontrar, pero creo honestamente que son las personas con quien es uno siente la gratificación de relacionarse, porque uno sabe que para haber llegado hasta aquí ha tenido que recorrer algunos caminos, regresado, vuelto a empezar y encontrado finalmente que no hay donde ir y que sólo se tiene uno a sí mismo, además de a unos otros pocos compañeros que están ahí para escuchar tus difíciles reflexiones y tus numerosas desventuras. El anarquismo individualista es lo único que le queda al hombre libre, al hombre que ya se ha enfrentado a la realidad y a sus máscaras. Playas de Villamil – Ecuador 17 de junio del 2014



ENCOMIO DE LA DESNUDEZ por Gabi Romano «Que cada uno pueda vivir su vida como mejor le parezca». Yang Chou

Nacemos desnudos, fenecemos desnudos. En medio de estos rotundos puntos de llegada y de final de la existencia, aprendemos a esconder debajo de diversos ropajes temporales nuestra condición de seres extensamente epidérmicos, poderosamente erógenos, intensamente frágiles, espectacularmente apolíneos, animalmente dionisíacos, mortalmente humanos. La desnudez, esa delatora silente de lo ingente y variable de las formas corpóreas, se intersecta con la belleza, con el sexo, con el placer, con los goces, con el deseo, con la vida. El desnudo es el lenguaje directo a través del cual se comunica la autenticidad de nuestros cuerpos. Un lenguaje que a su vez contiene la cualidad de poder transformarse en uno de los dialectos predilectos de Eros. Pero la desnudez posee también sus zonas de lobreguez, y desde ellas, es capaz de combinarse con las umbrosas manifestaciones de la locura, de la humillación, de lo marchito, de la enfermedad, de la muerte. Como una transparencia bifronte, la desnudez se desliza extramoralmente entre medio de casi todo lo que somos y hacemos, impasible, así se trate de nuestros bienes o males, de nuestras plenitudes o degradaciones, de nuestro alegre esplendor o de nuestras más tristes opacidades y decadencias. La desnudez es esa rotunda demasía que muestra lo que francamente somos, despertando los sentidos de quien la observa. Desnudos, nos despojamos de cualquier intermediación a través de la cual nos cubrimos usualmente. Desnudos, exponemos nuestra humana condición sin protectivas mediaciones. Desnudos, desacatamos mandatos. Y es por ello que la desnudez, en su dimensión vitalista y afirmativa, es un acto de pura libertad individual, puesto que a través de ella el sí mismo se revela sin necesidad de palabras a la vez que se rebela frente a todo signo impuesto a excepción de aquel que constituye el propio cuerpo consentidamente descubierto. La desnudez debería constituir, en principio, una experiencia que nos relacione sanamente con nuestra propia corporalidad de manera placentera, libre y gozosa. Sin embargo, la relación entre un cuerpo y su desnudo ha sido distorsionada, enturbiada, regulada por un cerco de permisos limitados y frondosas censuras. El ascetismo moral fue, en enorme medida, el responsable de instalar una antinatural repulsión hacia la práctica de desocultar la totalidad o los fragmentos de nuestra singular


encarnadura. Cuerpo y desnudez constituyeron así una suerte de “asociación ilícita” sobre la que las religiones monoteístas hicieron caer todo el peso de la contrición, la penitencia, la represión y la punición. Y no estamos aquí pensando sólo en las cuestiones relativas al pudor, al recato o la sencilla vergüenza que suele surgir al quedar revelada alguna superficie de lo íntimo. Nos estamos refiriendo a un asunto más de fondo: la penosa carga de tinieblas culpógenas que las ideas religiosas proyectaron y aún proyectan sobre la relación de cada individuo con su propio cuerpo, con sus desmarcantes deseos, con sus prácticas sexuales, con sus mapas de placeres, en suma, con el ejercicio de su libertad. En el otro extremo del asceta hay quienes ubican al libertino y también, aunque diferenciado de éste, al libertario. Pero entre medio de estas figuras polarizantes una nuance de atrevidos impugnadores de diverso grado y estilo han puesto en cuestión en distintos momentos de la historia la cerrazón de estas ideas tristemente dominantes creadas (y recreadas) por los que Nietzsche llamaba con agudísimo acierto los despreciadores del cuerpo. Desde el cínico Diógenes en adelante es posible encontrar irreverentes pensadores, filósofos y escritores que en todas las épocas han considerado al desnudo como una revuelta contra las convenciones. La arbitrariedad de las normas que prescriben qué y cómo debemos relacionarnos con nuestro cuerpo desnudo o con la desnudez del prójimo nunca fue un asunto dejado al azar para los dictadores de costumbres y códices morales. De allí que los pensadores rebeldes hayan cuestionado estos y otros arbitrios normatizantes señalando, por ejemplo, a las vestiduras como una forma de ocultamiento (por fuera de su obvia función de segunda piel que permite ampararnos frente a temperaturas cambiantes o cualquier otra inclemencia ambiental). Cubrirnos devino en “taparnos”, en “ocultarnos”. De allí que se piense en la vestimenta como un acostumbrado modo de reproducir hipocresías de diverso talante. Desde esta perspectiva, todo paramento no sería en el fondo sino mero escondite, uno tan cuestionable como acostumbradamente rutinario, donde se externalizaría visualmente el banalizado gusto masivo por la inautenticidad. Si vestirnos nos insincera, desnudarnos sería un modo radical de recuperar transitoriamente la posibilidad de comenzar a desenmascararnos, ante sí o ante la mirada de otros. Los atavíos formarían parte del siempre vetustamente renovado mapa desorientativo a través del cual “nos mostramos sin mostrarnos”, cuando no directamente servirían para mentir utilizándolos como máscara con la que crear en quien nos observa un efecto de irrealidad. En contrapartida, el cuerpo constituiría nuestro territorio material más individualmente único y verdadero cuyo medio de develación primordial sería, pues, la desnudez. Pero examinemos por un instante una de las primeras cuestiones relevantes que nos presenta entonces la desnudez, ya desde estas introductorias cuestiones que acabamos de exponer hasta aquí sucintamente. ¿Cuál ha sido la finalidad a la que hubo de servir establecer tan enfáticamente el miedo pecaminoso a exhibir el propio cuerpo? ¿Qué sentido de la obediencia fue el que llevó a aceptar, durante siglos, al ocultamiento corporal como una norma cuya transgresión resultaba entre impensada, insensata y temida? ¿Por qué nuestras formas físicas expuestas son consideradas, hasta hoy en día, objeto de inhibición, vergüenza, y censur?1 ¿Qué particular relación desnaturalizante se hubo de imponer para romper la relativamente límpida vinculación entre un cuerpo y su propia desnudez? ¿Cuál ha sido el rol jugado por la construcción y ensalzamiento de la noción de “alma” en el control, denigración y punición aplicado a los cuerpos que desobedientemente escaparon de las tenazas de la normalización, la serialización, la domesticación y la obediencia? ¿Qué es lo que finalmente peligra en el status quo cuando un individuo desata su cuerpo de las legalidades dictadas por ese dueto sempiternamente reciclado entre el poder pastoral y el poder gubernamental? El caso de las imágenes o fotografías en las que aparecen pezones de mujer en la red social Facebook y que son automáticamente removidas de las páginas de los usuarios que las han subido (muchas veces acompañándose esta censura con una advertencia por el “contenido inapropiado” de la imagen/foto en cuestión) ejemplifica el alcance que tiene, incluso hasta hoy en día, la aversión a ciertas desnudeces parciales que completamente podrían ser calificables como artísticas. 1


Más allá de las fábulas espirituales condenatorias de la corporalidad y lo sensible, con toda su catarata de prejuicios sin fundamento,2 las preguntas que acabamos de formular parecerían estar indicando que entre cuerpo y desnudez existe un nexo vinculante tan profundamente relevante como peligroso: se trata de la relación que establecemos como individuos con la verdad, con la exposición de nuestras más radicales verdades. Y el cuerpo, es nuestra primera verdad, probablemente, nuestra mayor e indiscutible verdad. Si hay algo que los colectivismos —cualquiera de ellos— han sabido instilar de modo fantásticamente eficaz en sus rebaños ha sido el triste gusto por el engaño, el odio contra sí mismo, la pasión por la falsedad, la costumbre de la mala fe, la aversión a la verdad. Dado que la verdad sin palabras que más nos atañe es nuestro propio cuerpo, pues cobra sentido que hacia la desnudez se hayan dirigido los más denodados esfuerzos de las religiones: los monopolios de la moral tienen muy mala relación con todo lo que ponga en evidencia verdades y que de ese modo delate la voluntad de imperio de sus predicamentos intransigentes y falaces. Consideramos así que la encarnadura representada en cada cuerpo es un modo de expresión de verdades que atañen exclusiva y excluyentemente a ese individuo único. Exponerse al desnudo es ofrecerse a ser leído por otro, por otros. El desnudo es una de las formas que adopta la franqueza. Cada cuerpo constituye una irrepetible obra donde se amalgama la natura y la existencia singular de ese individuo, siendo así la desnudez uno de los modos más directos de expresividad de esa aleación. Cada haz de verdades que se desnuda desde y en un cuerpo, es un cosmos que potencialmente se presenta ante los ojos, ante el tacto, ante todos los sentidos propios o de los demás. Dado que el desnudo es un percepto inexorablemente sensible, exponer nuestra desnudez resulta indiscernible de la concomitante sensibilidad veritativa que esta experiencia despierta en nosotros mismos y/o en quien nos observa. Por lo tanto, nuestra desnudez no sería otra cosa que uno de los modos que encuentra para enunciarse la histórica verdad singular de quien se es, quien se ha sido, quien se va siendo. De allí que la desnudez haya sido declarada como peligrosa, puesto que entraña una forma de relación entre un individuo y sus verdades. Es en esa mutua relación entre verdad y desnudez donde se establece el primer ligamen con el temor. Un temor que surge por una doble vía: a nivel macro desde las coerciones que derivan de eventualmente desafiar las prescripciones morales, a nivel micro desde la sobrevaloración que suele darse a los juicios/opiniones no propias. Si al desnudarse queda expuesta la intimidad que constituyen radicalmente algunas de las propias verdades, siempre existe en ese acto de revelación el miedo a ser condenado por causa de esa manifestación que pone a la vista de alguien lo que desvestidamente somos, y/o el riesgo de saberse rechazado. Cubiertos como solemos andar, debajo de una combinación incesante de confecciones, texturas y colores infinitos, logramos sustraer del ojo del prójimo la inconveniencia que constituiría vivir exponiendo esa fascinante corporalidad-mundo-biografía que finalmente somos. Pareciera que así como no podemos andar el cien por ciento del tiempo en “estado de verdad” tampoco nuestros cuerpos (ni nuestras retinas) podrían transcurrir 24/7 en constante desnudez. Pese a ello, bajo todas esas capas de telas ornamentadas, el desnudo siempre persiste: ocurre que, inescapablemente, el cuerpo habita en su desnudo. Un cuerpo es su desnudez. No nos definen nuestros atavíos del mismo modo que no nos definen los estúpidos escondrijos de microhipocresías al que a veces nos someten las escenografías sociales por las que todos transitamos. Las vestiduras no son más que la relativa elocuencia con que presentamos nuestros disfraces identitarios, la forma visible que adoptan las máscaras sociales que utilizamos a los fines de participar a diario en ciertos intercambios necesarios exigidos desde la socialización adaptativa. Quizás uno de los más fuertes contrastes con esto último lo constituya el hecho de que el cuerpo desnudado no halla refugio en casi ningún tipo de Ilógicos principios moralistas que identifican al cuerpo con la “ocasión para el pecado”, demoníaca sede de las “bajas pasiones” o epicentro de nuestros descarriantes y desordenados “apetitos concupiscentes” que deselevarían al alma de sus correctas aspiraciones metafísicas. 2


simulación3. Lo cierto es que el desnudo resulta básicamente refractario a la hipocresía. Un cuerpo es su desnudo, y en esa desnudez muda manifiesta su más abierta franqueza, sin palabras, a pura piel. El inmoralismo al desnudo Pese a la voluntad de ocultamiento que han sembrado las moralidades ascéticas —en contubernio como la metafísica platónica idealista— la desnudez de los cuerpos puede encontrarse eccum e illac. La desnudez insistió y lo sigue haciendo. De hecho, siempre ha insistido, incluso en las épocas más despiadamente inquisitoriales. Persevera, como lo hace cualquier tipo de fenomenología entremezclada con los procesos de la vida o la muerte. En efecto, la desnudez debió ceder, primeramente, ante el imperativo natural de cubrirnos frente a necesidades que surgen de ser primates sobreviviendo a un entorno ambiental con temperaturas variables e inclemencias atmosféricas. Pero más allá de esta cuestión práctica que impide andar en cueros por doquier, otra pequeña y mezquina razón antinatural hubo de imponerse por sobre la experiencia del cuerpo vivenciado en su desnudez: nos referimos a los perversamente retorcidos relatos morales —monopolizados por el pensamiento religioso— en los que todo lo que provenga del campo de los sentidos acaba desembocando en una idée fixe reprobable. Particularmente el judeocristianismo, en sus gárgaras epistémicas dentro de las fauces del platonismo, condenó a la desnudez a formar parte del espectro de asuntos denostables ligados a la apariencia, a lo sensible. Los monoteísmos, tan dualistas todos ellos, indignificaron al cuerpo, y por arrastre execraron a la desnudez. El cuerpo y las experiencias relativas a éste fueron exiliados al infierno de la culpa por considerárseles asociados al submundo de los bajos impulsos y de las irracionales pasiones lúbricas que alejaban al Ser de la pureza ideal a que debía aspirar ese artefacto invencionado por los procesos de interiorización llamado “alma”. La vía metafísico-religiosa dicotomizó severamente al cuerpo del alma, procediendo a controlar y sospechar todo lo derivado del primero mientras se enaltecía de manera idealista a la segunda. La domesticación social se encargó del resto. Habituándose al animal humano a asimilar sumisamente esquemas morales basados en dogmas emanados desde una autoridad que se le impone como no discutible, el cuerpo fue forzado a ser elidido, olvidado. El animal humano fue entrenado así contraintuitivamente para desconfiar de la información proveniente de los sentidos, sofocar las pasiones, negar los instintos, mantener a raya los deseos, y despreciarse a sí mismo al despreciar su propia condición de ser corporal. En esos pestilentes microuniversos prescriptivos empapados de falsas sacralidades (las cuales en mayor o menor medida se encuentran en todos los discursos religiosos) el cuerpo fue declarado sede infecta de la tentación y la “caída”. La carne fue sinonimizándose con la impureza, con lo contaminado, con lo que atentaba contra contra las buenas virtudes que abrirían la puerta del paraíso ultraterreno después de la muerte. El asunto, como puede apreciarse, era bien serio: se trataba de un combate contra el propio cuerpo de cuya victoria dependía, nada más y nada menos, la salvación eterna. ¡Menudo rollo! O peor aún: apartarse de ese camino virtuoso conduciría a arder entre lamentos infinitos en las llamas del infierno forever and ever. Y ya sabemos cuan supersticiosamente crédulas y aterrorizables pueden ser las mentes de los sujetos cuando se hallan cautivos de una red de acero de ignorancias y pavuras infantiles. El cuerpo, lejos de ser glorificado como fuente de gratificantes placeres vitalizantes y extraordinario obsequio de los azares evolutivos de una naturaleza ateleológica, fue por el contrario, estigmatizado como centro de una batalla constante del individuo consigo mismo.

Probablemente la pose —tan habitual en los desnudos fotográficos o en el congelado gesto del modelo vivo en base al cual trabaja el artista plástico— opere como última ficción en la que el cuerpo al descubierto intenta jugar con alguna mediación que artificialmente lo enmascare de la exposición visual que representa. 3


Si la finalidad de nuestra estancia en esta Tierra era la salvación de nuestra alma para alcanzar la vida eterna en el más allá, pues el cuerpo (recordemos que Platón lo llamaba la “cárcel del alma”) resultaba una pesada carga que sólo nos suministraría tentaciones, deleites apenas temporales y dolores que nos alejarían de la inmortalidad. La conciencia religiosa de cada quien debía librar, contra su mismísima carne, diarias contiendas ante la pérfida amenaza del deseo. El cuerpo era el lugar preciso de la maldita nascencia donde se enraizaba la condición pecadora. De ahí a la elisión e invisibilización de la corporalidad hubo apenas un paso. Un paso trágico en donde la desnudez fue consecuentemente deportada como indeseable al mismo desierto donde se intentó arrojar a todos aquellos fenómenos que atentaban contra la moral dominante. Durante siglos extensísimos la fuerza enfermiza de estos prejuicios acorraló a los cuerpos y sus apetitos, y con ellos, a sus desnudeces, hasta perimetrarlas claramente dentro de los asuntos que debían mantenerse bajo la lupa de la constante vigilancia y control de la autoridad religiosa y/o biopolítica. Junto con esta insana legitimización del cuerpo re-negado y repudiado, el imperfecto esplendor de todo desnudo natural quedó así sospechado de culpa, acusado de propiciar la tentación y denunciado por su atentado al pudor y a las buenas costumbres. Con excepción de la asexualidad irreal que representan los desnudos del angelismo4, por regla general la desnudez quedó ubicada como fenómeno censurable limítrofe a la exhibición obscena. El espíritu religioso ha sido el gran enterrador fallido de la desnudez. Sí, resaltémoslo, “fallido”, dado que no logró nunca completamente su objetivo censor, incluso a pesar de los dispositivos de poder abundosamente puestos a disposición de la sinrazón religiosa. La desnudez pervivió. Los cuerpos supieron resistir a la densa nube de penumbras que se dispuso sobre ellos, contra ellos. Abriéndose paso por entre los espinosos “ideales” de la automortificación y los resentidos discursos eclesiásticos —hostiles a cualquier forma que adoptase la carne y lo sensible— la desnudez hizo gala de su perseverante atrevimiento. Pese a ser cercada de manera fracasada durante cientos de años por la enfermedad del ascetismo, el tozudo desnudo continuó apareciendo en la pintura, la literatura, la poesía, el teatro, la escultura. Estos testimonios artísticos de la rebeldía insumisa que siempre han tenido los cuerpos desvestidos, estetizaron a través de sus múltiples lenguajes lo que la moralidad ascético-religiosa intentó vanamente eliminar. Al poder tristemente fascista de silenciar al desnudo evadiéndolo junto con la “incomodidad” que respresentaban los cuerpos voluptuosos, se opuso la vistosa galería de arte del contrapoder estético: capillas, catedrales, murales, frescos, estatuas, poemas, comedias, novelas dieron forma y/o voz a la desnudez, creándole grietas al discurso moralizador, incluso paradojalmente dentro de sus propias entrañas.

El cuerpo humano posee al menos dos instancias profundamente significativas que incluyen la rotunda belleza de lo desnudo como una simpleza trascendente. Primero, se nace en ese estado. Y significativamente también, nos entregamos al amor y a la sexualidad desnudos. Nos detendremos por un instante en la desnudez con que llegamos a este mundo, puesto que el cuerpo del recién nacido es visto bajo el aura de la inocencia, inspirando así la imagen más moralmente tolerada del desnudo: el angelismo. El angelismo es la representación del cuerpo “sin mancha”, la blancura prístina de un soma deslibidinizado, la pureza desexualizada. Para los cultores de la angelidad, el cuerpo del bebé regordete y alado casi no puede calificarse stricto sensu como “cuerpo” de tan pura alma que en él habita. Esta criatura idealizada en la angelidad se asocia a una desnudez asexual, condición por la cual, este tipo de desnudo ha sido siempre simpáticamente bien visto y explotado hasta por el cristianismo más ortodoxo. Es que, técnicamente, al tratarse de seres asexuados, el desnudo del ángel no constituye ni irreverencia ni es pasible de ser asociado a la lujuria que sí pesa sobre las geografías de la carne que adopta el cuerpo suciamente no angelado del efebo o del adulto. Por otra parte (y aquí retomamos el segundo punto con que iniciáramos esta nota) conceptualmente sólo los cuerpos desnudos de los esposos unidos en santo matrimonio serían sublimemente aceptados por la moral reproductiva en la medida en que representan inequívocamente el símbolo del amor que se dirije a cumplir con la promesa/mandato procreante. Nacer y amar, en estos términos, han sido parte de la iconografía moral del desnudo capturada por la discursividad religiosa. Desnudez aceptada, legitimada por “fines superiores”, des-escandalizada. Pareciera que la naturaleza de nuestra “misión reproductiva” purifica al desnudo y a su producto, el pequeño cachorrito humano en su etapa angelical. Fuera del ideal reproductivo, el resto de la desnudez vuelve siempre a su histórico lugar habitual: la trangresión a la dictadura de las normas y de las tradiciones demarcadas por la (i-)lógica del pecado. 4


Si las religiones monoteístas se encargaron de la confiscación de los goces de la carne hasta reducirlos al imperio penitencial del pecado, y esta postura forzosamente ubicó al desnudo como un acto impuro, la resistencia a ese esquema afín a la moral de esclavos también fue un hecho constatable. Nuestra humana encarnadura compuso durante largo tiempo un todo indistinto con el peligro del extravío lujurioso, pero el ennoblecimiento del cuerpo bellamente expuesto en la jovialidad del desnudo siguió insistiendo en los márgenes de lo permitido, sea desde las artes plásticas o narrado desde las voces libertinas de la literatura erótica cuyas páginas secretas desafiaban las imposiciones de los poderes censurantes y sus brutales puniciones. Vulnerables al desnudo La desnudez, la piel, los pliegues, las aberturas, la exposición sin mediaciones, la vulnerabilidad. Una cadena semántica que anuda a la expresión de cada cuerpo con su propia indefensión. Desnudos estamos desprovistos, desarmados, a la intemperie de nuestras habituales protecciones. El que se siente desnudo (o lo está, y no metafóricamente hablando) experimenta una sensación de ligereza, liviandad liberadora, revitalización sensible… pero nada de todo ello excluye la percepción de saberse más vulnerable. Ahora bien, vulnerable a qué? En principio a los estragos a que nos someten los censores morales por un lado, y por otro, a los improvisados jueces estéticos que nadie faculta como tales pero ejercen su sentido de la sentencia sin que nadie los haya invitado a hacerlo. Aunque asimismo debería tenerse en cuenta, en este punto, que el más implacable de los jueces suele habitar dentro de las cavernas de la propia mente (probablemente en buena medida como residuo no fácilmente removible de las internalizaciones a las que se nos expone desde la niñez por vía de la socialización, la educación, la cultura y la religiosidad). La propia psique —en tanto reservorio repujado con el cincel de idealidades, temores y mandatos a cumplir— se encarga de por sí de administrar significativas dosis de autocensura represiva, desembocando todo ello en la imposibilidad de experimentar con plenitud la propia desnudez gozosamente. Ya hemos dejado en claro que el tribunal de juicio puritanista contra la desnudez asumió un rol censor fundamental a lo largo de la historia. Hoy, las dinámicas sociales y los procesos de secularización han desentumecido la rigidez de los parámetros morales... aunque siempre atendiendo a los particulares antojos estratégicos del biopoder de turno. Bajo un formato u otro esos parámetros siguen estando, determinando lo que se puede de lo lo que no se puede, lo que se prohibe de lo que es lícito, lo punible de lo que no, lo ilegal de lo que no lo es. Desde el punto de vista político no resulta llamativo que los regímenes fascistas, los autoritarismos y totalitarismos hallan sido profundamente aversivos en materia de libertad corporal. La Alemania nazi limitó las expresiones de desnudez públicas, siendo que curiosamente allí mismo en 1906 Richard Ungewitter había sido publicado el libertario ensayo Die Nacktheit (La desnudez) en donde compilaba las investigaciones arqueológicas que evidenciaban que el nudismo bajo la forma de baños de sol era ya una práctica habitual en la antigüedad entre babilonios, asirios, griegos y romanos5. Lo desnudo escandaliza, aún hoy en día. Y es que lo desnudo tienta, sí, si es que lo que vemos nos apetece, valga la aclaración, puesto que no todo lo que se ve desnudo gatilla el deseo automáticamente. El cuestiones de gusto, el menú es tan amplio como vastas son las formas y modos en que el placer es hallado por cada individuo. El nudismo constituye una forma de desnudez mutualista, voluntaria. Como práctica que se lleva normalmente a cabo en sitios precisos pre-acordados, las playas nudistas son quizás su ejemplo más acabado. Tal vez habría que incluir también como parte de estas prácticas de desnudo social, la parcial y muy gratificante posibilidad para las féminas de quitarse el soutien (topless). E incluso deberían sumarse actualmente, en el terreno del diseño de indumentaria, las más recientes creaciones de moda transparentes que exponen a la vista los senos femeninos, los profundos escotes de espalda que juegan al límite con la exposición de la parte superior de los traseros, o los denominados “g-string”. 5


Si el cuerpo cubierto bajo más o menos capas de ropas puede ser objeto de incomodidad e insatisfacción... ¡¿qué queda entonces para el cuerpo al descubierto?! La vergüenza de ver exhibida una parte del cuerpo desnuda involuntariamente o el negarse a mostrarse parcialmente desnudo incluso delante de aquellos con quienes se comparte una fuerte intimidad en otros planos puede llegar incluso al extremo enfermizo de repudiar toda desnudez. Los conservadores han sabido instalar como un falso virtuosismo estas inhibiciones llevándolas a un paroxismo perverso: aquel de quien desea negando su deseo, y por ende, realizará ese deseo inhibido de manera retorcida. En contraposición, hallamos a quienes se muestran dispuestos a vivir sus cuerpos plenamente, aceptando la naturalidad de la desnudez propia y ajena. Pero lo cierto es que más allá de los grados variables de aceptación de la desnudez propia y ajena lo que queda claro es que para “estar desnudo” hay que estarlo cómodamente. Y para experimentar esa comodidad, la vulnerabilidad debe dejar lugar al buen amor hacia sí mismo. Sí, no hay medias tintas. En la desnudez no hay lugar para sentirse a medias. Nadie está “medio cómodo” desnudo. O se está bien. O no se lo está. O se siente uno a gusto en estado de pleno cuerpo, o no se siente a gusto. En el primero de los casos disfrutará de su sí mismo en cueros, en el segundo se aferrará a cualquiera de las debilitantes máscaras de la inseguridad racionalizando a esta última con cualquier pseudoargumento con el cual autoconvencerse de las bondades de descubrirse lo menos posible. Sucede que el cuerpo desnudo se muestra tal como es. Se exhibe. Es lo que es. Asintótico siempre de la perfección6. Sede última, primera y primaria de sí mismo. Al desnudo, queda poco y nada lugar para que el cuerpo esgrima una mentira o pretenda refugiarse en el embuste. El cuerpo es el Gran delator. Desnudos, renunciamos a los espejismos de las ficciones, puesto que vestidos de mera piel se complica el uso de artificios. Curiosamente, en la desnudez, el mito narcisista encuentra su máxima expresión y a la vez, empieza a desvanecerse. Séneca, sabiamente, sugería que si quieres formarte un juicio exacto sobre un hombre y saber cómo es verdaderamente, míralo desnudo. El cuerpo demuestra lo que es mostrándose. Pero eso que allí se manifiesta siempre posee un excedente no controlable por el individuo que se ha desnudado. Algo se le escapa de su control en el desnudo, y esa, esa es la verdadera vulnerabilidad de la desnudez. La mirada del otro parece ser aquí el rotundo punto en que anida la indefensión, puesto que no está sólo en uno sino también en los demás la facultad de aceptar o no, apreciar o no, elogiar o no, esa desnudez propia. Aceptación, aprecio o elogios podrán ser autoestablecidos por el propio individuo como asimismo por los otros. Indudablemente, a mayor comodidad y aceptación jovial del propio cuerpo desde sí mismo, menor relevancia o nula importancia tendrá ese juzgamiento de los otros. ¿Indicaría lo anterior que se encuentran los verdaderos problemas de la desnudez en la mirada del espectador de la misma? Es el interpretante del desnudo quien en última instancia arbitra lo aceptable de lo que no lo es? Es el apreciador de la desnudez quien finalmente toma control de la misma en detrimento del mismísimo desnudado? Cuál es el rol del otro (y su mirada) en tanto agente “enjuiciador” en la sensación de indefensión que crearía la desnudez? Cuando la desnudez se encuentra atrapada en una inalcanzable idealización física en su versión paralizante, ésta nos puede hacer esconder, achicar, insignificar, vulnerar, hacernos sentir blanco de cualquier descalificación. Perfeccionismo no es igual a perfectibilidad. Con respecto a la perfección, pues es bueno recordar que seremos siempre seres fallidos. El asunto es cuán lejos o cerca nos ubicamos de ese punto inalcanzable. El perfeccionismo es un ilusionismo que la desnudez debe traspasar para reponerse de la idealidad apolínea que exigen ciertos mandatos imposibles. La perfectibilidad, por otro lado, está relacionada con el cultivo de sí, con la salud, con el ansia de excelencia (física, intelectual, profesional, etc.). Donde la perfección paraliza por imposible, la perfectibilidad mueve motivadoramente. La perfectibilidad física se halla conectada con cierto gusto fino que encontramos en el arte de “construir” el cuerpo entre medio de renovados combates contra la degradación, la dejadez, el paso del tiempo, la gravedad (y en las mujeres, la gravidez también), la enfermedad, los reveses de la morbilidad. La perfectibilidad es el intento de desear superarnos por puro placer egoísta, desde el cuerpo y por el cuerpo propio, hacia una versión más amable de sí. Y esto es posible partiendo de una aceptación integral de límites y vulnerabilidades, de separar aquellas realidades de la materia que pueden ser mejoradas con esfuerzo y voluntad de aquellas otras que no. 6


Estas interrogaciones nos llevan en forma ineludible a la cuestión del pudor, o mejor dicho, de los pudores. De los pudores e impudicias En cierto sentido el pudor podría pensarse como una reacción en la que el individuo deja algo en estado de “reserva”. Después de todo, el pudor surge cuando el desnudo quiebra la barrera de lo privado y se desliza hacia un terreno aún más adherido al sí mismo: el de lo íntimo. Cuando lo íntimo asoma en lo privado (o en lo público) surgen los pudores. Hasta tanto la mirada del otro no irrumpa, el “desnudo para sí” puede resultar confortable. Quien cocina desnudo en su casa, quien lee desnudo reposando en su sillón favorito, quien mira una película desnudo en la TV del living de su casa, no experimenta pudor. El cuerpo en la desnudez casera, íntima, solitaria no está sometido al escrutinio de nadie. La potencialmente reprochante/rechazante/vulnerabilizante mirada ajena no nos examina en nuestra relajada desnudez solitaria. Por esta razón nadie muere de vergüenza dándose un baño bajo la ducha ni cambiándose de ropa en las mañanas, ni nadie se ruboriza mirándose al espejo ni siquiera en esos nefastos días en que la decrepitud parece ensañada ferozmente contra la autoestima. Un hombre desnudo, solo en su casa y caminando con una lata de cerveza en la mano rumbo a mirar a su equipo de fútbol favorito no se inhibirá ante las ganas de rascarse los sacos testiculares o los incontenibles deseos de eliminar inelegantes flatulencias. Tampoco se inhibe la joven (y no tan jóvenes) mujer que baila desnuda en su dormitorio ensayando delirantes movimientos sensuales que jamás ejecutaría en público. La desnudez que no atiende a ningún tipo de miramiento inhibitorio (para decirlo con palabras técnicas) es la que acontece en la total soledad, haciendo así que los pudores se desvanezcan a niveles menos que mínimos. Pero como contrapartida a esta desnudez solitaria desinhibida, es altamente probable que ese mismo sujeto -rascador de cápsulas seminales que eructa gases de cerveza por cualquiera de sus agujeros en la solitariez de su ermita gritando goles como si se tratara de victorias de guerra- se cuide de esas u otras similares hiperexpresiones de origen fisiológico si se encuentra seduciendo en la primera noche de sexo a una apetecible señorita. El pudor refina los modales algo “rústicos” que afloran cuando se vivencia el cuerpo de manera relajadamente desinhibida. El pudor limita la emergencia de nuestras acalladas primitiveces animales que con tanta facilidad se manifiestan en la desnudez en soledad. Sucede que el desnudo-de-sí-y-para-sí está exento de opiniones descalificantes, a excepción de las que provengan de una más o menos objetiva valoración autocrítica del estado de nuestro cuerpo. Efectivamente, puede haber autocrítica o deseos de estar dotados de otras formas corpóreas que nos plazcan más, o incluso podemos experimentar disgusto con las imperfecciones que la imagen en el espejo nos devuelve de nuestro territorio corporal. Pero, al menos para quienes poseen una relativamente sana estima de sí, lo que no es tan bello de uno mismo es aceptado como parte de lo que se es, o como parte de lo que tal vez con cierta disciplina física podamos modificar si así nos lo proponemos. Lo cierto es que en la propia desnudez no está en juego que alguien nos acepte o nos ame –excepto nosotros mismos, claro está- o nos desee. Cuando nos hallamos a solas con nuestra corporeidad completamente descubierta los pudores se evaporan. Y aún si no nos apetece lo que vemos en el espejo, siempre hay espacio para la aceptación, o en todo caso, hasta resulta benéfico darse a la búsqueda de algún cambio a través del deporte, una dieta más saludable, unos hábitos que nos desedentaricen proyectándonos hacia alguna versión de sí mismo futurísticamente más mejorada. Si las disarmonías físicas existen, éstas siempre se tamizan por los caminos angostos del ideal: con menor o mayor capacidad negociadora consigo mismo uno puede apreciar lo que se es y se tiene, y a partir de esa desnudez imperfecta trazar algún plan realista para transformar lo transformable si la voluntad acompaña a ese deseo de cambio.


La aceptación gozosa de sí es lo contrario a la des-aceptación sufrida de lo que se es bajo la tiniebla siniestra de quien se querría ser. Esa desadaptación es lo que realmente nos vuelve vulnerables. Este factor de aceptación es clave para, desnudos, sentir mayor confort ante la mirada ajena. Una afirmación benevolente del propio cuerpo es la principal base firme sobre la que se puede construir una relación amigable con la desnudez. La sincera seguridad de sí es el pilar fundamental desde el cual un individuo libre sabrá ubicar el juicio del otro en el lugar que corresponde: la indiferencia, u ocasionalmente, el desprecio. Sólo una serena autoconfianza permite mandar al diablo los imbuscados juicios valóricos de aquellos prójimos que nos importan menos que un bledo. El cuerpo que no se ama a sí mismo, cuando se halle despojado de cubiertas protectivas, sentirá una incómoda indefensión que le hará encoger su soma hasta quererlo invisibilizar bajo la primera tela que encuentre a su paso. Eso, lejos de ser llamado “pudor” debería ser más bien llamado “des-amor a sí mismo”. Sexualmente, para el cuerpo que se ama a sí mismo desde una aceptación honesta, el desear desnudarse ante otro siempre es una acción libre y soberana movida por las vitalistas cuerdas de la búsqueda de placeres. El anhelo erótico-hedonista logrará diluir el temor a quedar expuesto en las propias inseguridades, y sabrá transmutar las sensaciones desprotectivas en una vivencia donde la expectativa de goce siempre será más fuerte que la pavura a enfrentarse al otro como eventual enjuiciador estético. Incluso la inexorable caducidad de la carne siempre encontrará compensaciones que la permitan relativizar (después de todo, la caducación de las turgencias forma parte de las etapas vitales que nos ratifican físicamente no somos seres neoténicos) sí y sólo sí mantenemos en estado de incaducidad el saludable amor hacia uno mismo. La plenitud en nuestros voluntarios intercambios sexuales depende de ello. Desnudarse es así, un pequeño acto libertario, cada vez. Una ocasión para la libertad. Despejado lo anterior, podemos pensar al pudor no ya como una inhibición ligada a la inseguridad, sino más precisamente como un resto que aparece cuando un cuerpo se expone desnudamente ante otro, pero sin embargo se preserva algo de lo íntimo para sí. El pudor es signo de no-todo. El pudor nos parece querer decir “no deseo que todo quede expuesto”. Algo quiere quedar sin revelarse ante la mirada del otro. Se trata de una forma de reserva, de algo que quiere quedar íntimamente protegido. Los pudores serían así una especie de límite interno que nos sugiere hasta dónde, cuándo, cuánto y qué resolvemos mostrar. Y a quién, desde ya. Uno no muestra todo ni a todos. Ni todo el tiempo. Arte combinado de la selección y la sugerencia. Con una pizca de histeriqueo, aclarémoslo. La desnudez pudorosa llama a ser alcanzada (desde el mirar y/o desde el tocar) al tiempo que se retrae y se escabulle volviéndose inalcanzable. ¿Dilemas de diván para las Doras? Sí, también, pues el pudor roza muchas veces esa cuestión histérica tan básica del “sí..., pero no”.7 Los pudores, cuerdas sutiles sin las cuales sería imposible comprender las diferentes desnudeces, la nuance, la gradación de lo que nos permitimos exhibir y lo que no. Porque no todas las desnudeces son iguales. Existen entre ellas similaridades —el cuerpo despojado de ropas— pero conviven en ella también grados, tonos, fragmentos, superficies recortadas, translucidez. Y en parte las sutilezas del pudor son las que delimitan esas diferentes desnudeces revelando a veces, semiescondiendo otras. El pudor es selectivo: separa y distingue, privilegia y escoge. Individualiza. Pone criterio en los qués, los cómos y los quiénes. La desnudez puede ser, en efecto, pudorosa. Definitivamente el desnudo no excluye el pudor. Estar desnudo/a no es sinónimo necesario de desear mostrarlo todo ni de una sola vez. Por el contrario, el desnudo es siempre un desnudo cualitativo y cuantitativo. Una mujer puede hacer nudismo en una playa y sin embargo permanecer con las piernas en posiciones tales que no expongan “abiertamente”

Jane Austen supo retratar exquisitamente en sus ficciones románticas este lúdico (y padeciente) entrevero donde confluyen deseabilidad, pudores y emocionalidades previctorianas… juego histérico si los hay. Y bastante antes de ella, mucho podrían revelarnos sobre este mismo asunto los poetas y musicos trovadorescos, tan populares entre los siglos XII y XIV. 7


su vulva a la mirada de los otros. Ese desnudo total de cara al sol, posee, sin embargo, su recoveco de pudor. De allí que la desnudez pueda exhibirlo todo sin mostrarlo todo. ¿Es el pudor un modo de preservar el misterio en lo desnudo? Sí. O no. Desde una visión romántica del desnudo lo es. Pero tal vez el pudor se refiera más bien a la necesidad de conservar algo en el terreno de lo no visible (por lo general esos “recortes” de cuerpo que se sustraen a la mirada del otro suelen ser las partes del cuerpo en que se intensifican las significaciones sexuales). Si este planteo fuera extendible, el pudor trazaría cierta resbaladiza frontera entre la estética artística y la obscenidad. Pudor y tabú sexual constituyen una combinación semiótica más que frecuente. Como sea, lo que queda claro es que esa reserva de sí no queda eliminada completamente ni siquiera en la desnudez total. En ese “resto” finamente reubicado por fuera de lo exhibido, quedaría preservado un símbolo de lo íntimo a través del cual el individuo que se muestra termina siempre conservando para sí una reserva en la que se reserva. El pensamiento desnudo del parresiasta Pero no sólo los cuerpos son “objeto de la desnudez”: los dominios en los que se intersecta la noción de desnudez también atañen al pensamiento, al discurso, al lenguaje, a los hechos. Si todo cuerpo se manifiesta en su desnudo y todo desnudo constituye una manifestación singular de un cuerpo, este mismo planteo puede aplicarse al pensamiento y la palabra. No se nos ocurre mayor ni mejor ejemplo de palabra desnuda que aquella propia del discurso del parresiasta. Éste es quien muestra sin rodeos su coraje y revela una verdad que lo singulariza tajantemente como individuo librepensante a partir de “decir honesta y peligrosamente lo que piensa”. Decir la propia verdad es, en efecto, un osado modo de desnudarse, de decidir voluntariamente quedar revelado a través de una opinión, una idea, un argumento, un determinado pensamiento que nos compromete hondamente en el preciso instante en que lo enunciamos. El parresiasta es el nudista del discurso veritativo. En su decidido afán por denunciar la mentira y desenmascarar las farsas sociales o políticas, deja “ver” lo que piensa sin apelar al recurso del artificio ni a la excusa timorata que siempre encuentra a mano el cobardón. Quien dice su verdad, se desnuda a través de esa rotunda opinión que va a contrapelo de las convenciones. Habla sin velos que lo protejan del potencial apedreo que podrá provenir de la opinión pública. Doble relación entonces con el nudismo: el parresiasta, desnudado a través de la audacia de sus verdades igualmente desnudas, contrasta con la usual mediocridad a la que nos acostumbran las peroratas doblemoralistas del rétor hipócrita. Recordemos una vez más que fue Diógenes, desnudo y masturbándose en la plaza pública, sumiendo en el horror a los atenienses que se espantaban con su cinismo irreverente, quien constituirá un claro ejemplo primigenio de fusión de desnudeces. En aquel antiguo perro cínico se indiscierne la palabra y el acto como prácticas de la desnudez: el cuerpo y la idea quedan mutuamente expuestos, la honestidad y la crudeza recíprocamente entrelazadas. Diógenes parresiasta es el ejemplo del individuo que practica en su naturalidad más elemental la desinhibición escandalizante de “exponerse exponiendo” cuerpo y decires. Diógenes, ese arcaico anarquista-individualista fanático de la libertad, caminaba casi desnudo y practicaba el autoerotismo a la luz del día, y en esa impudicia que lo dejaba de manifiesto sin un centímetro de inautenticidad donde guarnecerse, “desnudada” una por una las farsas sociales de su época. La parresía como práctica audaz en la que salen a la luz verdades irritantes, requiere de un arrojarse sin reservas a la arena agonista, sin que nada de ello logre detener a quien en pleno ejercicio de su libertad opta por esta “inconveniente” forma discursiva de enfrentar el status quo. Tiempo en que la palabra se despoja de ropajes convencionales y suelta la lengua en dirección de la verdad. Y como lógicamente sabemos, a poca gente le placen las verdades frontales. Por lo general (a pesar de que muchos digan lo contrario de la boca para afuera) se suele dar


preferencia a los placebos reconfortantes que sustituyen con el efecto adormidera del engaño la sinceridad que estalla en la desnudez veritativa.8 El punto que complejiza a la verdad como desnudez es que ahí mismo se deja al descubierto al enunciado y al enunciador. Ambos allí, sujeto y predicado desnudos, realimentan el diseminadísimo temor que causa la auténtica libertad. El que desnuda una verdad que le concierne comprometidamente, se desnuda a sí mismo con ella y en ella. Con el consiguiente efecto de poder ser no aceptado, ser sancionado, ser repudiado, o ser denostado. Al igual que lo que sucedía con el cuerpo desnudo ante la mirada del otro, la verdad que se dice sin mediaciones ni velos también es sometida al órgano sensible juzgador del otro, del público, de los individuos que encarnan esa espesa trama de significaciones sociales legitimadas y compartidas por todos los miembros de su tribu. En uno se escandaliza el ojo, en el otro, el oído (y a través de él, corre riesgo de desmoronamiento el mapa cognitivo de falacias a las que se le rinde estúpido tributo a diario). En ambos casos queda claro que se ofende al buen hábito de la servidumbre y se pone en peligro de agrietamiento algún nauseabundo edificio de convenciones masivamente aceptadas. Si el cuerpo desnudo mostraba al ojo del otro una realidad que podía ser tanto amada-aceptada como rechazada-indeseada, el “cuerpo” de la palabra auténtica expone análogamente al oído del otro una verdad que podrá ser tomada-afirmada tanto como desmentida-desdeñada. La verdad desnuda de un cuerpo y la verdad de un parresiasta constituyen acciones individuales que desafían de manera libertaria —con una semántica diferenciada en uno u otro caso— a la maquinaria de ficciones sociales colectivizantes. La verdad discursiva no se encuentra tan lejos como pensamos de la lógica de los cuerpos, y viceversa. Una verdad desnuda, incluso siendo imperfecta, siempre es un escándalo que sacude algún pilar de la irrealidad de prejuicios circundante. Por esta razón las verdades —aunque mal le pese a Platón— no son Una ni son sinónimo de ideales formas bellas. Las verdades son configuraciones compositivas susceptibles de ser siempre contrastadas. Sin capacidad de refutabilidad siempre caeremos en el desagradable terreno del dogma. En cuestión de verdades nadie tiene la última palabra ni la primera, y nadie es quien para esencializar “su” verdad (que las más de las veces es más una fusión de opiniones personales que un razonamiento lógicoracional) hasta cristalizarla como una roca maciza y arrojársela por la cabeza a quien no piensa del mismo modo. No se trata de un vale todo, pero nadie tiene el derecho a imponer a otro su angosto mapita de puntos de vista, y encima pretender hacer pasar doxa por verdad. Hay que contar con una generosa dosis de coraje para de-mostrarse en la desnudez de lo que se piensa. Y para des-pensar. Y re-pensar. Y pensar contra sí mismo, expresando todo ello con honestidad. Pensar, poniendo en palabras ideas propias (sobre todo cuando lo que se tiene para decir son enunciados no tan bellos, no tan perfectos, no tan idealistas, no tan certeramente proféticos ni tan balsámicos como los que suelen malabar en el aire los metafísicos traficantes de sueños colectivistas) es un arte que sólo los individualistas nudistas de la verdad saben cultivar con estilo, arrojo... y cojones.

No es extraño que actualmente un cuerpo desnudo llegue a generar menos rechazo que una verdad desnuda. Los nudistas del pensar no son recibidos con la misma euforia jocosa con que se celebra el striptease de una pole dancer. La solaridad de la verdad puede llegar a ser mucho más aún insular en el campo del pensamiento y las ideas que en el de los cuerpos. Curioso prejuicio éste, muy paradojalmente extendido entre los intelectuales de la progresía, esos ciegos amantes del embuste que devienen en practicantes dogmáticos de la deshonestidad al servicio del Estado. Basta con ver la irrestricta cantidad de cuasidesnudos que superpueblan las opciones de entretenimiento televisivo (sin que a nadie le importe demasiado el asunto, excepto a los militantes del más rancio conservadurismo) y, en contraposición, el escándalo que suele montarse alrededor de los poquísimos osados que tienden a cuestionar en el terreno del debate de ideas la necesariedad del Estado, la delictividad tan permisiva de la que disfrutan impunemente esas pandillas mafiosas que son los partidos políticos, o cuestionan el rol indoctrinante de la escolarización regida por los “programas oficiales de educación”. A esos parresiastas, nudistas del pensamiento contrahegemónico, más de un progresista los lincharía con ganas… 8


La desnudez de los hechos En medio de la actual fiebre de culto a las relatividades, a las interpretaciones hermenéuticas, y a las fobias anti-racionalistas que nos hablan del poder de lo “mistérico”, de la vuelta a la “inocencia preindustrial”, o de la bondad o la maleficencia de invisibles “vibraciones” que todos tendríamos a nuestro alrededor (todos ellos nuevos ídolos paganos del infatigablemente renovable neopensamiento mágico tan bien cultivado y aprovechado por los románticos de todo espectro) pretender hablar de hechos, de facticidad, parece haber pasado de moda. En efecto, hablar de cuestiones fácticas incomoda. Nuestra “relativa” comodidad actual consiste en aceptar mansamente que, en el fondo, no habría hechos y por ende, sólo nos resta aceptar una vasta gama de interpretaciones que ocupan el lugar de aquéllos. Esto, hasta que justamente algún “hecho desnudo” le pega una bofetada a la imbecilización persistentemente inculcada en forma masiva. Entonces despertamos de la hipnosis hermenéutica con una bomba que despedaza a cientos de ciudadanos en una estación de ferrocarril en Europa, con un avión de línea alcanzado por la absurda fuerza destructiva de un misil, con una decapitación perpetrada en nombre de una de las variantes del fanatismo enturbantado, o con trescientas niñas raptadas y violadas en Africa por el simple hecho de pretender asistir a una escuela habiendo nacido bajo el estigma de pertenecer al género equivocado para disfrutar del privilegio de la alfabetización. Los hechos, despojados como a veces se nos presentan, muchas veces se encuentran ligados a eventos en que los hilos frágiles con que nos aferramos de lo vital se cortan por intervención de las certeras guadañas de la muerte. La brutal puñalada que nos asesta la facticidad, pone de manifiesto que la interpretación y sus relativas lecturas sobre lo real siempre son un a posteriori con el que tratamos de vestir con signos verbales los efectos de ciertas realidades o eventos cuyo grado de inhumanidad resulta inenarrable. Los hechos desnudos nos espantan. Como una capa que reviste a otra capa y a su vez será cubierta por otras varias capas más, el palabreo posterior a los hechos sólo intenta cubrir la desnuda perplejidad en que nos dejan sumidos. Muchas veces interpretamos sólo a fin de lograr autoadministrarmos el antídoto que tenemos más a mano contra esa tremenda desnudez que nos recuerda cuán insignificamente mortales somos. La desnudez de los hechos, sin intermediaciones discursivas edulcoradas ni narrativas falazmente envolventes, nos deja expuestos no a lo mistérico ni a lo mágico ni a lo sobrenatural. Nos exponen frente a frente ante los límites de la razón, y ante la ilimitación que puede tomar la irracionalidad. Lo fáctico, en su desnudez sin mediaciones, nos advierte sobre cuán severa puede ser la cerrada ceguera que ha enfermado al animal humano (dolencia extendida para la que aún no parecemos estar para nada inmunizados). La fáctica desnudez de la muerte, la guerra, las masacres, los atentados, las hambrunas, nos fuerza a recordar que Thánatos es un seguro efecto colateral de las ideologías colectivistas, de los dementes sueños totalitarios, de las desmesuras del autoritaritarismo, de las inconcebibles ingenierías sociales que -al decir de Popper- prometiendo el paraíso en la tierra nunca produjeron nada más que un infierno.

Eros nos requiere múltiplemente desnudos Los humanos tenemos la exclusiva capacidad de ser conscientes de los estados por los que transitamos. Y nombrarlos. Decir “desnudo” es nombrar desde una percepción consciente un estado de desarropamiento, de despojamiento, de des-cubrimiento. Cuando acudimos al llamado de Eros, cuando la sexualidad nos encanta con su lazo de prometedoras intensidades, cuando el hedonismo se amalgama con nuestra condición deseante, hay desnudez. Inevitablemente.


En los resbaladizos y fluidificados territorios de la carne viviente, allí donde la desnudez se vuelve un placentero aquí-y-ahora que acompaña la ocasión para enredar cuerpos, todo acontece. Se desatan movimientos, temperaturas, olfacciones, texturas, feromonas, química, bellas arritmias vitalizantes que nos alquimizan divinamente. Porque aún a sabiendas de que no somos dioses, Eros nos diviniza transitoriamente mientras nos mantiene bajo su influjo. La oferencia potencial de un cuerpo real (o al menos la sugerente fantasía de tal posible oferencia) es indisociable de la desnudez. La vista de un cuerpo que se nos encapricha como deseable nos captura, desde su desnudo, como una exquisita red tejida con sutiles hilos sensuales. Si aún no hemos visto a ese cuerpo sin ropajes, pues el deseo nos llama a imaginarlo voluptuosamente… desnudo. Incluso cuando ciertos intercambios sexuales pasan necesariamente al campo del recuerdo, el repaso de ciertos eventos gratificantes sobrevuela las diapositivas de la rememoración reinventando una y otra vez el cuerpo desnudo de aquellos seres con quienes más y mejor nos logramos “placerizar”. La desnudez, cuando se territorializa en el campo de la sexualidad y los placeres eróticos, es nómade, anarquista, libérrima, descentralizada, alérgica a cualquier soborno que intente monopolizarla. La desnudez, como parte indiscutible de los devenires eróticos, nunca queda asociada a un solo cuerpo, jamás se sedentariza por completo excepto que artificialmente la pretendamos ceñir a algún momificante mandato social... y aún así, siempre recupera alas y se nos echará a volar por la ventana de las fantasías. Es que la desnudez en clave erógena, al tener un ligamen con el deseo, es insoldable a un único objeto: no obedece a ningún punto central. Fluye, se desplaza, es infijable9. Esto no quita que, si se nos pidiera escoger el desnudo más apreciado, podríamos elegirlo de entre las líneas de circunvalación de nuestras memorias sensibles (tal vez escogeríamos a aquel desnudo que más intensamente hemos deseado, a aquel al que más le hemos dedicado los fervores de nuestra imaginación erótica). La memoria erótica de un individuo no puede sino moverse por entre un caleidoscopio de rememoraciones donde la desnudez jamás es una sino múltiples. Habrá, desde ya, determinados y muy precisos recuerdos más recurrentes que otros, pero la remembranza de las intensidades placenteras y el repaso de nuestras biografías eróticas nos sumerge en un muestreo de variaciones sobre la desnudez… o más bien debiéramos decir con mayor precisión, sobre las desnudeces. Un desnudo deseable es aquel que es capaz de perturbar las inserenas aguas de la lubricidad. Cuando un desnudo nos anzuela el deseo, lo hace suave o precipitadamente, con velocidades de anhelo variables. Pero sea de un modo o de otro, su tanza invisible exige que seamos capaces de hundirnos en la fantasía de presagiar al otro en los dones imaginariamente sensualistas que nos depararía darnos a ese mutuo des-cubrimiento de cuerpos. Parafraseando a Stendhal, el desnudo —ese que nos sensibiliza hasta erizarnos la piel— es promesa de felicidad. La realizabilidad, el pasaje a lo real de ese viaje de sentidos que deseosamente quisiéramos que nos lleve a deslizarnos sobre ese cuerpo desnudable que nos ha anzuelado el deseo erótico, podrá acontecer o no. Pero realizable o no, nada nos priva de agitarnos las pulsaciones detonando ese bello juego de promesas de goces en cadena. La desnudez en clave deseante posee la maravillosa cualidad de autoerotizar y/o erotizar, despertando nuestra spinoziana potencia de existir.

La visión real o imaginaria del cuerpo desnudado que quien se nos encapricha como deseable, activa nuestras “papilas” eróticas. De hecho decimos que alguien desnudo nos "gusta" o no nos gusta, nos apetece o no, utilizando los mismos verbos que usamos para señalar deleites o desagrados con sabores. A no todos nos deleitan ni nos “alimentan” los mismos perceptos. El menú es vasto en lo que atañe a las apetencias deseantes. Como todo buen plan de nutrición, deberíamos tender a seleccionar calidad y variedad a fin de alcanzar un balance sapiente que nos deje saludablemente satisfechos cuando llegue el balance en la sobremesa de la vida... 9


Un pas de deux entre la vida y la muerte Thánatos también interviene en los asuntos de la desnudez: revés de la misma moneda que pone en visibilidad los aspectos umbríos del decurso de nuestra existencia. Hemos visto que, desde un punto de vista potentemente vitalista, deseamos y amamos desnudos. Pero no menos cierto es que, como si se tratara de un contraluz de la vida misma, morimos desnudos. La franqueza del cuerpo expuesto atraviesa nuestras experiencias más lumínicas pero también la de nuestros más oscuros espantos. Desnudos nos entregamos a las vitales travesías que nos propone Eros, sí, pero también es desnudos como nos toma en brazos Thanatos cuando el último pulso se desvanece en dueto junto a nuestro existir. Sabemos que el goce y los placeres voluptuosos nos requieren definitivamente desarropados. Pero del mismo modo nos requiere la enfermedad, o la locura, o la antigua costumbre de la humillación pública, o lo imponen las condiciones de extrema pobreza. El mutuo disfrute sensual de los amantes resulta impensable sin la libérrima condición de darse por entero a las fluencias del deseo desde una correspondida desnudez. Pero en el otro extremo del placer, en el sufrimiento corporal, los cuerpos se encuentran no menos desnudos: sea que se trate del cuerpo padeciente del enfermo en manos de sus médicos, sea que pensemos en el cuerpo delirante del psicótico desplanzando su bizarría en los pasillos del hospicio, o sea que recordemos el cuerpo lacerado por la mirada social del que otrora era expuesto a las brasas inquisitoriales que lo “purificarían” de la caída en las pérfidas garras del Mal. La ausencia de indumentos y su incomodidad resulta lacerantemente inevitable cuando la enfermedad reduce al cuerpo a una masa que “debe” ser desnudada a fin de ser examinable, cuantificable, mesurable, medicalizada, científicamente objetivable. La mujer que expone sus pechos a la tecnología del aparato mamográfico, o el hombre que respira profundo dejando que su recto sea tractado por el proctólogo en busca de signos prostáticos, deben desnudar su intimidad en las antípodas de lo erótico. Estamos ante el cuerpo seccionado, en uno de los puntos más lejano a Eros. Puesto que se trata de lidiar con las precauciones o maniobras que merodean el temor a la posibilidad de la muerte, este tipo de desnudo depotencia, desvitaliza. La desnudez que deambula como una triste constante en los hospitales, clínicas, cementerios, crematorios, morgues, o mesas forenses constituye el lado opaco (y temido) de la expresividad corporal. Se trata de otra forma de revelación de las verdades del soma, sólo que en una de sus facetas más dolorosas y apesadumbrantes, como suele estarlo lo relacionado con la enfermedad y la decadencia física. En esas desnudeces el cuerpo aparece asociado no ya a la jovialidad ni al esplendor, no ya al placer ni a los disfrutes, sino a las fallas (a veces catastróficas) de la maquinaria física. Todo rictus final es también un desnudo al que se le ha sustraído el poder del latido. En efecto, los cuerpos atravesados por la muerte se desnudan. La muerte desnuda. Morir nos devuelve a la nada tal como llegamos… desnudos. La mortaja no es sino el último intento de la nurtura de desmentir que somos pura natura que viene de la nada y es destinada otra vez al nirvana de lo inerte. El cuerpo sin vida es también una verdad desnuda que no nos place de ningún modo ver. Obituario de la materia, incómoda desnudez que pone en funérea evidencia nuestra condición de seres finitos. La muerte desnuda una ratificación conmovedora que nos refuerza un saber que tratamos de evitar la mayor parte del tiempo: somos una fugacidad destinada finalmente a expirar. Otra de las facetas tanáticas es aquella que pone en relación al desnudo y el poder. Desnudarnos sintiéndonos felizmente direccionados por lo deseado es un paso hacia un potencial espacio/tiempo de placer. Pero en la historia oscura de la desnudez también se encuentra una asociación entre el despojamiento y el poder de humillar. La desnudez se ha cruzado en su historia no pocas veces con la fenomenología de la humillación, y aún hoy podemos ver recreado este mecanismo, por ejemplo, en el trato a los presos que son desnudados


con un plus de sadismo que proviene de esa vulnerabilidad del cuerpo sin ropa como sinónimo de oprobio y abyección. Junto con los presidiarios, los locos, los vagabundos, los indigentes, los moribundos, los “anormales”, y los esclavos se configuró un conjunto categorizado tácitamente como subhumano por los poderes dominantes de turno. Esos cuerpos privados de ropa han sido primeramente privados de dignidad, y constituyen otro de los negativos del desnudo, un lado que tampoco se suele revelar usualmente dentro de la fenomenología de la desnudez. En esos individuos deprivados de entidad existencial, la desnudez se muestra asociada con la tragedia, el maltrato, la inhumanidad, la pérdida de cordura, la falta de libertad, la carencia, la servidumbre, la indigencia, la marginalidad sufrida y sufriente. Estamos hablando de no pocos, sino de millones de seres sometidos a una infrahumanidad inmovilizada, padeciendo en la quieta rueda de un destino que es casi tan feroz como irreversible. Individuos reducidos a la espera de nadificarse hasta desaparecer, cuerpos que no poseen alternativas de salida del encierro injusto a que los confina la desesperanza de saberse una triste sombra humana. Es la desnudez como estigma. Verdades desnudas en las que vemos afirmarse a la voluntad de vivir, y verdades desnudas en las que la aspereza endrina de la muerte acecha por doquier. La desnudez entre las verdades que trae consigo el vigoroso mensaje de Eros, o entre las verdades que cuan prólogos funestos preanuncian los modos que adquiere nuestra inevitable cesabilidad. La desnudez transgesora es ella… y es anarquista A la desnudez se la debe tratar como lo que es: una dama que, dotada de una franqueza extramoral incondicional, es atenta guardiana de lo verdadero. Curiosamente, la desnudez, como la verdad, la belleza, la seducción, la libertad y la anarquía son, al menos en nuestra lengua, sustantivos femeninos. Arbitrio de las etimologías y filologías castellano-latinas que nada quiere decir (aunque esto disguste a las feministas partidarias de las absurdas “políticas de naming”). Pero esta irrelevante observación puede conducirnos a plantear algunas bienaventuradas relaciones entre las mujeres y la desnudez. Al respecto, primeramente, quisiera hacer mención a una anécdota personal que me resulta ilustrativa para trazar algunas de estas conexiones. Mi bisabuela —nacida bajo el reinado de Francisco José I— era una croata católica, severa y obediente... y calladamente transgresora. Vestía pesados vestidos siempre negros, tapada de pies a cabeza (usaba, incluso, ocasionales mantillas que le cubrían el cabello, el cual tenía irremediablemente sujetado en un rodete o amarrado en una larga trenza) sin que jamás pudieran verse ni los tobillos ni nada anatómico que estuviera del cuello para abajo, a excepción de la manos. Pese a todo este rigorismo en su indumentaria, su carácter y su comportamiento, en los plenilunios de verano se juntaba con sus amigas a orillas del Adriático, en las playas de Dalmacia, y secretamente en un sitio preacordado, todas ellas se quitaban sus largas ropas arratonadas nadando desnudas en las aguas balcánicas de aquel océano bajo la luz noctuna que les regalaba el cielo. Si Jean-Léon Gérôme hubiera descubierto a mi bisabuela y sus amigas en esa escena desnudamente sensualista, no dudo ni por un instante de que las habría eternizado en un provocativo cuadro. Más o menos para esta misma época en que mi bisabuela se bañaba desnuda en las noches dálmatas transgrediendo los preceptos de la educación cristiana, en el norte del continente americano Voltairine de Cleyre reclamaba: la cuestión de las almas ya es antigua: queremos nuestros cuerpos, ahora. Pero permítasenos llevar el tiempo un poco más atrás aún. Si retrocedemos unos siglos más, deberíamos traer a la memoria el recuerdo de la anglosajona esposa del conde Leofric, Señor de Coventry. Nos estamos refiriendo a la famosa Lady Godgifu o Godgyfu, más conocida como Lady Godiva, la compasiva dama que se desnudó para exigir a su propio esposo que dejara de atribular a los vasallos de su tierra con los desmesurados tributos que su marido les imponía. La imagen de la voluptuosa señora de blanquecina piel,


apenas cubierta con sus largos cabellos, montada a caballo en señal de protesta se ha hecho legendaria. Mucho tiempo antes, otra anécdota que conecta desnudez y femenidad transgresora aporta en la misma dirección. En el 347 aC. una de las más exuberantes hetairas griegas —la deslumbrante Friné10, amante de escultores y de decenas de aristócratas que anhelaban pagar por sus hedónicos servicios— fue llevada a juicio. Friné fue acusada de asebeia (la misma acusación que se le hiciera a Sócrates), falta que se castigaba con el destierro o la pena de muerte según los casos. La asebeia como delito incluía todo comportamiento contrario a lo religioso: desde faltar el respeto a los dioses de Atenas o negarlos, pasando por el desprecio hacia lo religioso, e incluso juzgando como impropia la excesiva (irrespetuosa) familiaridad con los dioses. El delito de impiedad por el que se le juzgaría a la seductora Friné habría sido por haber profanado los “Misterios Eleusinos”. La acusación era extremadamente seria y la sentencia probable hacía imaginar como castigo nada menos que la muerte. Los arcontes o areopagitas (jueces) serían feroces con ella. El proceso y juicio en el areópago fue efectivamente duro, severísimo e implacable. Éste se llevó a cabo en la famosa “colina de Ares”, al oeste de la Acrópolis, lugar sede del consejo y de los juicios. Machacando sobre las culpas que se imputaban a la acusada, rumiando sobre el mejor tipo de castigo a aplicar, dando vueltas en círculo sobre la validez de la acusación, etc., el juicio se hacía interminable. Los días pasaban y la cosa se había alargado más de la cuenta. A pesar de que casi ya se avizoraba un veredicto que parecía ser completamente desfavorable para la magnetizante hetaira, el asunto tomó un súbito giro. Se dice que Friné misma, en un momento dado del juicio, decidió repentinamente dejar caer la parte superior de su túnica y apelar a la muda evidencia de los hechos como última estrategia para salvar su pellejo: los esculturales pechos de Friné, amados por tantos hombres, quedaron así al descubierto ante los venerables vejestorios que la juzgaban. Boquiabiertos ante esa famosísima “delantera” cuya perfección deslumbraría a los mismísimos olímpicos, los areopagitas simplemente la absolvieron en el acto. Lo que nos interesa resaltar de estos distintos frescos epocales es que las mujeres, como individuos, siempre hicieron de las prácticas de resistencia una constante a través de la cual abrir fisuras al poder. No esperaron a que se les otorgara “el derecho a sus cuerpos”: los vivieron libremente, aún, entre los muros moralistas de las sociedades criminalizadoras del placer y castigadoras de la sensualidad. Las mujeres que se percibían a sí mismas como individuos decididos a no negarse el acceso a las prácticas que sus entornos socio-culturales les vedaban, no se sentaron de brazos cruzados aguardando que el otorgamiento de derechos les cayera del cielo. Simplemente se las ingeniaron para vivir ese derecho al cuerpo, creando hendiduras a los graníticos poderes de turno. Muchas no se dejaron marchitar ni por el mandato de la maternidad ni por las obligaciones conyugales ni por los tiranillos moraloides de turno. Sin ninguna trampal política de “acción afirmativa” ni “programa antidiscriminacion” se atrevieron igualmente a desnudarse, literalmente, como lo atestiguan los artistas plásticos, escultores, poetas y músicos que dejaron testimonio de las formas femeninas de todos los tiempos. Desnudas en las bisagras de resistencia que individualmente le abrían a la cerrazón del mundo de prejuicios que las circundaba, muchísimas mujeres pudieron asimismo desnudar transgresoramente sus deseos, su erotismo, su sexualidad, sus anhelos.

Su verdadero nombre fue Mnesarete, palabra que en griego antiguo significa “conmemoradora de la virtud”. Fue apodada Friné, que quiere decir “sapo”, seguramente por antífrasis (figura retórica muy común entre los griegos que consistía en denominar a algo o alguien justamente con una palabra que indicase todo lo contrario de las características o virtudes que poseía el objeto o sujeto en cuestión). Tal fue la capacidad que tuvo Friné de hacer fortuna a través de su cuerpo y de brindar servicios como hetaira con sus terrenales atractivos, que hasta se ofreció ella misma a pagar —de las arcas de su propio tesoro acumulado— la reconstrucción de la muralla de Tebas que Alejandro Magno había destruido en el año 336 aC. ¿Una cortesana aportando sus dracmas de plata ganados desde su erótico cursus honorum e interviniendo en la solución de los asuntos de la polis...? ¡¡¡Horror de horrores!!! Véase más al respecto en Las persuasivas tetas de Friné (http://gabiromano.blogspot.com/2010/08/las-persuasivas-tetas-de-frine.html#.VByS0oX8V3I) 10


No en vano, el mismísimo Émile Armand identificaba en un imaginario diálogo a la anarquía con el jovial desenfado femenino, y a ambas con la desnudez: “Odio toda cadena y toda traba, me encanta pasear desnuda dejando acariciar mis carnes por los rayos del sol voluptuoso. Y, ¡oh anciano!, me importa muy poco que vuestra sociedad se rompa en mil pedazos con tal que yo pueda vivir mi vida. —¿Quién eres tú, muchachita sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto? —Soy la anarquía.”11

El desnudo, ese plenilunio del gesto individualista y libertario... Cada cuerpo desnudo es expresión física de una combinación de verdades irreiterables. Somos un haz identitario, un fascinante orden espontáneo de acciones, hechos, marcas, decisiones, azares, desventuras, intensidades, memorias, olvidos, tiempo, velocidades, bioquímicas, electricidades, vínculos, emociones… todo enhebrado por una conciencia que trata de crear modestamente un relato lógico con el que relatarse a sí misma. Nuestra materialidad somática se trasluce a través del desnudo, dejando en evidencia trazos de quien somos o hemos sido. El desnudo es siempre un acto individualista puesto que la verdad que ese cuerpo representa al descubrirse puede interpretarse sólo y únicamente si se tiene en cuenta esa particular identidad corpórea que allí se muestra. El desnudo es diferenciación, deserialización, distinción, neológica uniquez. Y es individualista asimismo lo que acontece en la mirada de aquel que percibe ese desnudo: el ojo del otro reconstruirá siempre singularmente desde su particular percepción selectiva un mapa de representaciones asignables a ese cuerpo sin ropas (representaciones que podrán desatar el deseo de recorrerlo curiosamente, la intención sexual fantaseada de mezclarse placenteramente en él, o el impulso de huir ante el desagrado que produce). Somos cuerpo, y la desnudez es la expresividad sincericida de esta condición material-carnal hecha de bajorrelieves, formas, e historias personales. La desnudez es una geografía de perímetros curvos, juegos de zonas, planos, aberturas, paisajes, bordes, huecos, canales, pliegues, concavidades, convexidades, volúmenes, bahías. Un De "Realismo e idealismo mezclados - Reflexiones de un anarquista individualista", Émile Armand - Ed. Librería Internacional, París, 1926. Armand también deja clara su posición puntualmente respecto de la desnudez al decir “Consideramos la práctica de la desnudez como: Una afirmación. Una protesta. Una liberación. Una afirmación. Reivindicar la facultad de vivir desnudo, de desnudarse, de deambular desnudo, de asociarse entre nudistas sin tener otra preocupación al descubrir el cuerpo que la resistencia a la temperatura, es afirmar el derecho a la entera disposición de la individualidad corporal. Una protesta. Reivindicar y practicar la libertad de la desnudez es protestar, en efecto, contra todo dogma, ley o costumbre que establezca una jerarquía de partes corporales; que considere, por ejemplo, que la exhibición de la cara, las manos, los brazos, la garganta, es más decente, más moral, más respetable que poner al desnudo parte de las nalgas, los senos o el vientre. Es protestar contra la clasificación de las partes del cuerpo en nobles e innobles: la nariz, por ejemplo, considerada noble, y el miembro viril sumamente innoble. Es pro-testar, en sentido más elevado, contra toda intervención (legal o como sea) que exige que “no obliguemos a nadie” a desnudarse “si no le gusta”, y que nosotros estemos “obligados a vestirnos”, ¡si así conviene a otros! Una liberación. Liberación de la vestimenta, de la sujeción de llevar una ropa que jamás ha sido ni puede ser otra cosa que un disfraz hipócrita, puesto que la importancia se traslada a lo que cubre al individuo —por consiguiente, a “lo accesorio”— y no a su cuerpo, cuya cultura, sin embargo, constituye lo esencial. Liberación de una de las principales nociones sobre las que se basan las ideas de “permiso”, “prohibición”, “bien” y “mal”. 11


cuerpo al desnudo es la territorialidad más auténtica de un determinado mundo individual que se narra a sí mismo en sus cicatrices, sus contornos, sus marcas biográficas. La desnudez es liberación en la medida en que se trata del derecho a disponer de las diferentes partes del cuerpo —el cual es de nuestra entera propiedad— como nos venga en gana. Por extensión, este derecho implica disponer de nuestro cuerpo desnudo, si eso nos place. La desnudez constituye así una manifestación inequívoca de la libertad individual. La desnudez, desde la perspectiva individualista, contiene y a su vez excede a la mera práctica de manifestar el cuerpo a la mirada de otros. De igual modo, la desnudez no es un fenómeno necesariamente fijado en forma exclusiva a la perfección o a la salud (aunque ambas constituyan aspiraciones indudablemente deseables dentro de la construcción vitalista de sí mismo, por otra parte). El desnudo desde el punto de vista del individualismo implica, fundamentalmente, libertad. Libertad radical. Libertad que se autoafirma desde el cuerpo y a través del cuerpo, en todas sus formas y estados. La desnudez es uno de los modos que tenemos para experimentar el ser libre Amo de sí. Somos dueños de desnudar ese, nuestro cuerpo, del cual somos único soberano, cuando así lo deseemos. Esta doble máxima ético-libertaria vale tanto para los físicos bellamente estéticos de hombres y mujeres —esas esculturas apolíneas vivientes que rinden tributo a la armonía y las proporciones— como para aquellos desnudos de cuerpos cuyos atributos imperfectos resultan más cercanos a la disarmonía o la desproporción. Todo cuerpo tiene derecho a la libre desnudez. Luego, será el ojo de quien observa ese desnudo —impregnado de valoraciones sociales y sede de gustos diversificados— el que distribuirá para cada desnudo una fuerte predilección, la admiración, la erotización, la compasión, o incluso, la indiferencia y hasta el desprecio. La desnudez individualista es, ante todo, una ejercitación de la libre expresión corporal. Es el único de Stirner llevado al apogeo de la expresividad. Un ser desnudo es un signo complejo que habla, nos dice, se comunica a través de esa manifestación radical de su cuerpo. Desnudarse es ese gesto en que se resume corporalmente la voluntad de manifestación de un ser irrepetible. En el abanico de perceptos que la desnudez ofrece, nos expone frente a nuestros gustos, nuestras curiosidades, nuestra disposición hacia el descubrimiento, tanto como nos enfrenta asimismo a la fascinación, a la deseabilidad, la reprobación, la repulsión. Disponerse a reflexionar en profundidad sobre las significaciones libertarias de la desnudez exige habitar una demora. Detenerse a pensar sobre la desnudez implica entrenar la capacidad de poner en suspenso las banalizaciones decadentistas del cuerpo que atiborran los sentidos con fines meramente superficiales. Nada tenemos en contra de las modalidades de distracción y entretenimiento a las que cada quien busque entregarse. Pero la desnudez apreciada como parte indiscernible de las prácticas de la verdad y de la libertad, nos solicita que sobrepasemos el umbral de la mera estimulación fútil para desplegar sus dimensiones más autoafirmativas y las significaciones que la acercan a los delicados asuntos donde la verdad es puesta en relieve en clave de liberación. Pensar entre los mismísimos pliegues que abre la desnudez es negarse a plantearla como una “problemática” (¡cuán lejos deberían quedar los problemas/problematizaciones de la palabra “desnudez”!) sino como un caleidoscopio a explorar de manera sensiblemente inteligente y libremente sensualizada. A los fines de intentar incursionar en ese pensar sensible no queda otra que, coherentemente, atreverse a ir desnudando de manera paciente a la desnudez misma. El arte de la desnudez es, en suma, una ejercitación de la libertad en la que se combinan tres formas de saberes: saber ver, saber ser, saber estar. Y quien quiera adentrarse en el laberinto de los cuerpos como territorio libre y soberano, deberá empezar por la más desafiante de las pruebas: aprender a apreciar las desnudeces, amando —primeramente— el apogeo de inimitabilidad que constituye la plenitud de su propio desnudo.




DECLARACIONES DE

GEORGES ÉTIÉVANT por Diego Luis Sanromán

NOTA INTRODUCTORIA En julio del año 1892, un joven tipógrafo anarquista llamado Georges Étiévant1 comparecía ante el Tribunal de lo Penal de Versalles junto a otros tres simpatizantes de la Idea: Faugoux, Chévenet y Drouhet. A los cuatro se les acusaba de ser responsables del robo de la dinamita con la que Ravachol había preparado sus famosas marmitas explosivas. Albert Bataille reconoce en su crónica2 que Étiévant era “el más serio y decidido de todos” y además “frío, dueño de sí, muy inteligente, un teórico y un sectario”. Disponía además de un verbo ágil y estaba dispuesto a servirse del juicio como de una tribuna desde la que promover la filosofía libertaria. Su Étiévant había nacido en torno a 1865, aunque no se conoce con exactitud la fecha en la que vino al mundo; tampoco la de su muerte. 1

declaración, extensa y sin duda preparada con esmero, será, sin embargo, censurada por el tribunal. Finalmente, Fagoux y Chévenet son condenados, respectivamente, a veinte y doce años de trabajos forzados; Drouet, a seis de reclusión; y Étiévant, a una pena de cinco años de cárcel. Tras salir de prisión, Étiévant colabora de forma asidua en Le Libertaire de Sébastien Faure, en cuyo número 103 publica un artículo al que da el título de Le Lapin et le Chasseur (El conejo y el cazador) y que, una vez más, lo enfrenta con las instituciones judiciales; en diciembre de 1897, es condenado a una pena de privación de libertad de tres años. Las cosas se le complican aún más a comienzos del año siguiente. El 18 de Albert Bataille, Causes criminelles et mondaines (1892), E. Dentu, Paris, 1881-1898, p. 71. 2


enero, Étiévant, al que se creía exiliado en Bélgica, aparece en su antiguo domicilio, donde su viejo patrón le informa de que ha recibido un mandato del juez de instrucción en el que se reclama su comparecencia. Esa misma noche, Étiévant apuñala a un agente de policía y hiere a otro de un disparo de pistola. A pesar de que ninguno de los dos agentes sufre heridas de consideración, el agresor será condenado a una pena de muerte que, en última instancia, es conmutada por prisión a perpetuidad en un presidio de la Guayana francesa. Étiévant morirá allí en una fecha indeterminada. El texto que puede leerse a continuación es la traducción al castellano de la declaración que Étiévant había preparado para el juicio del que se hablaba al principio, y que fue publicado en forma de folleto por Les Temps Nouveaux, la revista de Jean Grave, en el año 1898. La declaración conoció traducciones al castellano muy tempranas: una publicada en Buenos Aires por el grupo La Expropiación en 1892 y otra, por la Biblioteca de la Huelga General de Barcelona, en 1904; no tengo noticia de que haya vuelto a presentarse en español de entonces para acá. La traducción que ofrecemos ahora es nueva y completamente independiente de las dos anteriores. ÉTIÉVANT ANTE EL TRIBUNAL Presidente del Tribunal, señor Faynot (F): Levántese. Georges Étiévant (E): ¿Por qué he de levantarme cuando usted sigue sentado? F: Porque yo soy magistrado y usted un acusado. ¿Su nombre? E: ¡Y a usted qué le importa!

F: Frecuentaba usted grupos anarquistas. E: ¡Siempre es mejor que ir a misa! F: Sea serio. E: ¿Por qué? No reconozco a nadie el derecho a interrogarme. Estoy decidido a no responderle nada de nada. F: Estoy aquí para interrogarle. E: Y yo, para no dejarme interrogar. F: Yo aplico la ley. E: ¡La ley es variable y no puede ser la expresión de la justicia! F: Estamos aquí para hacerla ejecutar. E: Y yo, para violarla. F: Está usted acusado de haber ocultado parte de la dinamita robada. ¡Levántese, pues, cuando le hablo! Se le entenderá mejor. E: ¿Yo? ¡Yo no digo nada! Es usted el que debería levantarse, usted, que habla todo el tiempo. ¡Se le entenderá mejor! ¿Habla usted de la ley? Si la ley es buena, ¿por qué tienen senadores y diputados que la cambian a cada rato? Si es mala, ¿por qué tienen jueces para aplicarla? F: Veamos. Usted no ha tenido siempre esas ideas. ¿No solicitó usted un puesto en la policía nacional? E: Salía del regimiento; ¡estaba completamente embrutecido! F: ¿Acaso no intentó usted ingresar en los Hermanos Blancos del cardenal Lavigerie3? E: Ciertamente, para emancipar a mis hermanos negros de África. ¡Tanto aquí como allí, combatía por la humanidad! 4 DECLARACIONES I

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Ninguna idea es innata en nosotros; todas nos vienen, con ayuda de los sentidos, del medio en el cual vivimos. Esto es tan cierto que, si nos falta un sentido, no podemos hacernos ninguna

Charles Martial Allemand Lavigerie (1825-1892). Cardenal francés fundador de los Padres Blancos y de las Hermanas Blancas, congregaciones dedicadas a la evangelización de los pueblos africanos. Más sobre Lavigerie y los Pères

blanches en François Renault, Le Cardinal Lavigerie, 18251892, Fayard, Paris, 1992. 4 Extraído de Albert Bataille, Causes criminelles et mondaines (1892), E. Dentu, Paris, 1881-1898, p. 71, 74-75.

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idea de los hechos correspondientes a tal sentido. Por ejemplo, un ciego de nacimiento nunca podrá hacerse una idea de la diversidad de los colores, pues carece de la facultad necesaria para percibir el resplandor de los objetos. Por otro lado, conforme a nuestras aptitudes, que traemos con nosotros al nacer, poseemos, sea en el orden de las ideas, sea en cualquier otro, una mayor o menor facultad de asimilación, que proviene de la mayor o menor facultad de receptividad que tenemos en dicha materia. Así, por ejemplo, unos aprenden fácilmente las matemáticas y otros tienen mayor aptitud para la lingüística. Esta facultad de asimilación, que está en nosotros, puede desarrollarse en una proporción que varía hasta el infinito de una a otra persona como consecuencia de la multiplicidad de sensaciones análogas percibidas. Pero del mismo modo que, si nos servimos casi exclusivamente de nuestros brazos, estos adquirirán una fuerza mayor a expensas de otros miembros o partes de nuestro cuerpo y se volverán más aptos para desempeñar su función, a medida que los demás lo sean menos; así también, cuanto más se ejerza nuestra facultad de asimilación como consecuencia de la multiplicidad de sensaciones análogas desarrolladas en un orden de ideas, tanto más, por relación al conjunto de nuestras facultades, presentaremos una fuerza de resistencia a la asimilación de ideas procedentes de un orden adverso. Por eso, si hemos llegado a creer que tal cosa o tal idea son verdaderas y buenas, toda idea contraria nos chocará y presentaremos frente a su asimilación una fuerza de resistencia muy grande, mientras que a otro le parecerá tan natural y justa que no podrá imaginarse que, de buena fe, se pueda pensar de manera distinta. De todos estos hechos encontramos cada día ejemplos, y no creo que pueda ponerse seriamente en duda su autenticidad. Establecido y admitido esto, y puesto que todo acto es el resultado de una o varias ideas, se hace evidente que, para juzgar a un hombre, para llegar a conocer la responsabilidad de un individuo en la

realización de una acción, hay que poder conocer cada una de las sensaciones que han determinado dicha realización, apreciar su intensidad, saber qué facultad de receptividad o qué fuerza de resistencia ha podido encontrar cada una de ellas en él, así como el lapso de tiempo durante el cual habrá estado sometido al influjo primero de cada una de ellas, después de varias y, más tarde, de todas. Ahora bien, ¿quién os dotará de la facultad de percibir y de sentir lo que los otros perciben y sienten o han percibido y sentido? ¿Cómo podréis juzgar a un individuo si no podéis conocer exactamente las causas determinantes de sus actos? ¿Y cómo podréis conocer tales causas en su totalidad, así como la relatividad entre ellas, si no podéis penetrar en los arcanos de su mentalidad e identificaros con él de modo que conozcáis su yo perfectamente? Mas para esto sería preciso conocer el temperamento del otro mejor de lo que uno conoce a menudo el suyo propio, y aún más: tener un temperamento semejante, someterse a las mismas influencias, vivir en el mismo medio durante el mismo lapso de tiempo, única forma que hay de darse cuenta del número y la fuerza de las influencias de dicho medio en comparación con la facultad de asimilación que tales influencias han podido encontrar en ese individuo. No hay, pues, posibilidad de juzgar a nuestros semejantes, lo que resulta de la imposibilidad en que nos encontramos para conocer exactamente las influencias a las cuales obedecen y la fuerza de las sensaciones determinantes de sus actos en comparación con sus facultades de asimilación o su fuerza de resistencia. Mas si dicha imposibilidad no existiese, llegaríamos como mucho a dar exacta cuenta del juego de las influencias a las que habría obedecido, de la relatividad que hay entre ellas, de la mayor o menor fuerza de resistencia que podrían oponerles, de sus mayor o menor poder de receptividad para sufrir tales influencias; pero no por eso podríamos conocer su responsabilidad en el cumplimiento de un acto, por la


simple y llana razón de que la responsabilidad no existe. Para darse cuenta de la no existencia de la responsabilidad, basta con considerar el juego de las facultades intelectuales en el hombre. Para que existiese la responsabilidad, sería necesario que la voluntad determinase las sensaciones, del mismo modo que estas últimas determinan las ideas y estas, el acto. Pero, bien al contrario, son las sensaciones las que determinan la voluntad, las que la hacen nacer en nosotros y las que la dirigen. Pues la voluntad no es más que el deseo que tenemos de ver realizada cierta cosa destinada a satisfacer nuestras necesidades, es decir, a procurarnos una sensación de placer, a alejar de nosotros una sensación de dolor y, en consecuencia, es preciso que tales sensaciones sean o hayan sido percibidas para que nazca en nosotros la voluntad. Y la voluntad, creada por las sensaciones, no puede ser cambiada más que por nuevas sensaciones, es decir, que no puede tomar otra dirección, perseguir otro fin, a menos que nuevas sensaciones generen en nosotros un nuevo orden de ideas o modifiquen en nosotros el orden de ideas preexistente. Tal cosa ha sido reconocida en todas las épocas y vosotros mismos lo reconocéis tácitamente, pues hacer que se defiendan ante vosotros los pros y los contras, ¿no es probar, en suma, que nuevas sensaciones que os llegan a través del órgano del oído pueden provocar en vosotros la voluntad de actuar de uno u otro modo o modificar vuestra voluntad preexistente? Mas, como ya dije al comenzar, si uno está habituado, como consecuencia de una larga sucesión de sensaciones análogas, a considerar tal cosa o tal idea como buena y justa, toda idea contraria nos chocará y presentaremos a su asimi-lación una muy grande fuerza de resistencia. Es por esta razón por la que las personas de edad adoptan con menos facilidad las nuevas ideas, habida cuenta de que, en el curso de su existencia, han percibido una multiplicidad de

sensaciones que emanaban del medio en el que han vivido y que se les ha llevado a considerar como buenas las ideas conformes con la concepción general de tal medio sobre lo justo y lo injusto. Es también por esta razón por la que la noción de lo justo y lo injusto ha variado sin cesar a lo largo de los siglos y por la que, aún en nuestros días, difiere extrañamente de un clima a otro, de un pueblo a otro, e incluso de un hombre a otro. Y, puesto que esas diversas concepciones no pueden ser más que relativamente justas y buenas, debemos concluir que una gran porción, sino la totalidad de la humanidad, yerra una vez más en este asunto. Esto es lo que nos sirve también para explicar igualmente que, mientras tal argumento implica la convicción del uno, deja al otro indiferente. Pero, de un modo u otro, aquel al que el argumento habrá impresionado no podrá hacer que su voluntad no esté determinada en un cierto sentido, y aquel al que el argumento habrá dejando indiferente no podrá hacer que su voluntad no siga siendo la misma; y, en consecuencia, el uno no podrá evitar actuar de tal manera y el otro de la manera contraria, a menos que nuevas sensaciones vengan a modificar su voluntad. Aunque esto presente el aspecto de una paradoja, no hacemos acto bueno o malo alguno, por mínimo que sea, que no estemos forzados a hacer, habida cuenta de que todo acto es el resultado de la relatividad que hay entre una o varias sensaciones que nos vienen del medio en el que vivimos y de la mayor o menor facultad de asimilación que pueda encontrar en nosotros. Ahora bien, como no podemos ser responsables de la mayor o menor facultad de asimilación que se encuentra en nosotros, por relación a tal orden de sensaciones o tal otro, ni de la existencia o no existencia de las influencias que provienen del medio en el que vivimos y de las sensaciones que nos llegan de él, ni de su relatividad ni de nuestra mayor o menor facultad de


receptividad o de resistencia, no podemos ser responsables, así como no podemos serlo del resultado de dicha relatividad, habida cuenta de que, no sólo es independiente de nuestra voluntad, sino que además es la que determina a esta última. Así pues, todo juicio es imposible y toda recompensa, al igual que toda punición, es injusta, por mínima que sea y por grande que pueda ser el beneficio o el perjuicio que sanciona. Uno no puede, pues, juzgar a los hombres, ni siquiera sus actos, a menos que tenga un criterio suficiente. Ahora bien, tal criterio no existe. O en todo caso, no es en las leyes donde podríamos encontrarlo, pues la verdadera justicia es inmutable y las leyes son cambiantes. Ocurre con las leyes como con todo lo demás. Pues, si tales leyes son buenas, ¿de qué sirven diputados y senadores para cambiarlas? Y si son malas, ¿de qué sirven los magistrados para aplicarlas? II Por el solo hecho de su nacimiento, cada ser tiene el derecho de vivir y de ser feliz. El derecho de ir, de venir libremente en el espacio, con el suelo bajo los pies, el cielo sobre la cabeza, el sol en los ojos, el aire en los pulmones —ese derecho primordial, anterior a todos los demás derechos, imprescriptible y natural—, se le cuestiona a millones de seres humanos. Esos millones de desheredados a los que los ricos han arrebatado la tierra —la madre nutricia de todos nosotros— no pueden dar un paso a derecha o a izquierda, comer o dormir, en una palabra, gozar de sus órganos, satisfacer sus necesidades y vivir, más que con el permiso de otros hombres; su vida es siempre precaria y está a merced de aquellos que se han convertido en sus amos. No pueden ir y venir en el gran dominio humano sin encontrar a cada paso una barrera, sin detenerse ante estas palabras: no entréis en este campo, es de tal; no vayáis a tal bosque, pertenece a

éste; no recojáis esos frutos, no pesquéis esos peces, son propiedad de aquél. Y si preguntan: pero, entonces, ¿nosotros qué es lo que tenemos? Se les responderá: nada. No tenéis nada… Y ya desde muy pequeños, por medio de la religión y de las leyes, se habrá dado forma a sus cerebros para que acepten sin murmurar esta flagrante injusticia. Las raíces de las plantas asimilan el jugo de la tierra, pero el producto no es para vosotros, se les dice. La lluvia os moja como a los demás, pero no es para vosotros para quienes hace crecer la cosecha, y el sol no brilla más que para dorar los granos y madurar los frutos que jamás probaréis. La tierra gira en torno al sol y presenta alternativamente cada una de sus caras al influjo vivificante de este astro, pero tan gran movimiento no se produce en beneficio de todas las criaturas, pues la tierra pertenece a unos y no a otros, los hombres la han comprado con su oro y su plata. Pero ¿mediante que subterfugios, habida cuenta de que el oro y la plata están contenidos en la tierra con esos mismos metales? ¿Cómo puede ser que una parte del todo pueda valer tanto como el todo? ¿Cómo puede ser que, si han comprado la tierra con su oro, posean aún todo el oro? ¡Misterio! Pero esos inmensos bosques sepultados desde hace millones de siglos por las revoluciones geológicas no pueden haberlos comprado ni haberlos heredado de sus padres, puesto que ¡entonces no había nadie sobre la tierra! Son suyos igualmente, pues, desde las entrañas de la tierra y el fondo de los océanos hasta las cumbres más elevadas de los altos montes, todo les pertenece. Estos bosques crecieron para que un tal pudiera dar la dote a su hija; las revoluciones geológicas tuvieron lugar para que tal otro pudiera poner un palacete a su amante; y para que pudieran atiborrarse de champán, los bosques se convirtieron lentamente en hulla. Mas, si los desheredados preguntan “¿Cómo nos las arreglaremos para vivir si


no tenemos derecho a nada?” Les responderán: “Tranquilizaos. Los propietarios son buena gente y, a poco prudentes que seáis, a poco que obedezcáis a todos sus deseos, os permitirán vivir, a cambio de lo cual deberéis laborar sus campos, fabricarles vestidos, construir sus casas, esquilar sus ovejas, podar sus árboles, hacer máquinas, libros; en una palabra, procurarles todos los goces físicos e intelectuales a los cuales sólo ellos tienen derecho. Si los ricos tienen la bondad de dejaros comer su pan, beber su agua, debéis agradecérselo infinitamente, pues vuestra vida les pertenece al igual que el resto”. No tenéis derecho a vivir más que por su capricho y a condición de que trabajéis para ellos. Os dirigirán; os verán trabajar, gozarán de los frutos de vuestra labor, pues tienen derecho a ellos. Todo aquello que podáis emplear en vuestra producción les pertenece igualmente. Mientras ellos, nacidos al mismo tiempo que vosotros, mandarán toda su vida, durante toda la vuestra, vosotros obedeceréis; mientras ellos podrán descansar a la sombra de los árboles, hacer versos al murmullo de los manantiales, revitalizar sus músculos bajo las olas del mar, recuperar la salud en fuentes termales, gozar del vasto horizonte desde la cumbre de las montañas, entrar en posesión del dominio intelectual de la humanidad y, de este modo, conversar con los poderosos sembradores de ideas, con los infatigables investigadores del más allá; vosotros, apenas salidos de la primera infancia, deberéis, forzados de nacimiento, comenzar a arrastrar vuestro grillete de miseria, deberéis producir para que otros consuman, trabajar para que otros vivan ociosos, morir penando para que otros disfruten de la alegría. Mientras ellos pueden recorrer en todos los sentidos el ancho mundo, gozar de todos los horizontes, vivir en comunión constante con la naturaleza y extraer de esta fuente inagotable de poesía las más delicadas y dulces sensaciones que el ser pueda experimentar; vosotros no tendréis por todo horizonte más que las cuatro

paredes de vuestras buhardillas, de vuestros talleres, del presidio o de la prisión; deberéis, máquinas humanas cuya vida se reduce siempre al mismo acto, indefinidamente repetido, recomenzar cada día la tarea de la víspera, hasta que un engranaje se rompa en vuestro interior o hasta que, desgastados y envejecidos, se os eche al arroyo por no producir un beneficio suficiente. Desgraciado aquel al que venza la enfermedad si, joven o viejo, es demasiado débil para producir al gusto de los propietarios. Desgraciado aquel que no encuentra nadie a quien prostituir su cerebro, sus brazos, su cuerpo; irá de precipicio en precipicio. Se hará de vuestros harapos un crimen, un oprobio de vuestros retortijones de estómago, la sociedad entera lanzará contra vosotros el anatema y la autoridad, interviniendo con la ley en la mano, os gritará: «Desgraciado el sin hogar, desgraciado el que no tiene un techo para proteger su cabeza, desgraciado el que no tiene una yacija para reposar sus miembros doloridos; desgraciado el que se permite tener hambre cuando los otros han comido demasiado, desgraciado el que tiene frío cuanto los otros tienen calor, ¡desgraciados los vagabundos, desgraciados los vencidos!»; Y los golpeará por haberse permitido no tener nada mientras los otros lo tienen todo. Es la justicia, dice la ley. Es un crimen, responderemos nosotros; tal cosa no debe ser, debe dejar de existir, no es justa. Durante demasiado tiempo, los hombres han tomado y aceptado como regla moral la expresión de la voluntad de los fuertes y los poderosos; durante demasiado tiempo, la maldad de unos ha encontrado cómplices en la ignorancia y la cobardía de los otros; durante demasiado tiempo, los hombres han permanecido sordos a la voz de la razón, de la justicia y de la naturaleza; durante demasiado tiempo, han tomado la mentira por la verdad. Y hete aquí cuál es la verdad: ¿Qué es la vida sino un perpetuo movimiento de asimilación y desasimilación que incorpora a los seres


moléculas de materia bajo las más diversas formas y enseguida se las arranca para combinarse de nuevo de mil distintas maneras? ¿Qué es sino un perpetuo movimiento de acción y reacción entre el individuo y su medio ambiente natural, que se compone de todo lo que no es él mismo? Tal es la vida. Mediante su acción continua, el conjunto de los seres y de las cosas tiende perpetuamente a la absorción del individuo, a la disgregación de su ser, a su muerte. La naturaleza no hace lo nuevo más que a partir de lo viejo, destruye siempre para crear, jamás hace surgir la vida si no es de la muerte, y es preciso que mate lo que es para dar nacimiento a lo que será. La vida no es, pues, posible para el individuo más que mediante una perpetua reacción frente al conjunto de los seres y de las cosas que lo rodean. No puede vivir si no es a condición de combatir la desasimilación que le hace sufrir todo lo que existe mediante la asimilación de nuevas moléculas, que debe tomar de todo lo que existe. Por eso, los seres, en cualquier grado de la escala en el que estén emplazados, desde los zoófitos hasta los hombres, están provistos de facultades que les permiten combatir la desasimilación de su organismo incorporando nuevos elementos tomados del medio en el que viven. Todos están provistos de órganos más o menos perfectos destinados a advertirles de la presencia de causas que pueden llevar a una brusca desasimilación de su ser. Todos están provistos de órganos que les permiten combatir la influencia desorganizadora de los elementos. ¿Por qué habrían de tener todos esos órganos si no pueden servirse de ellos, si no tienen derecho a hacer uso de ellos? ¿Para qué los pulmones, si no para respirar?; ¿para qué los ojos, si no para

ver?; ¿para qué un cerebro, si no para pensar?; ¿para qué un estómago, si no para digerir los alimentos? Sí, esto es así: por nuestros pulmones, tenemos derecho a respirar; por nuestro estómago, tenemos derecho a comer; por nuestro cerebro, tenemos derecho a pensar; por nuestro lenguaje, tenemos derecho a hablar; por nuestros oídos, tenemos derecho a escuchar; por nuestros ojos, tenemos derecho a ver; por nuestras piernas tenemos derecho a ir y venir. Y tenemos derecho a todo esto porque, por nuestro ser, tenemos derecho a vivir. Jamás un ser tiene órganos más poderosos de lo que debería; jamás tiene un ser una vista demasiado penetrante, un oído demasiado fino, una palabra demasiado fácil, un cerebro demasiado vasto, un estómago demasiado bueno; piernas, patas, alas o aletas demasiado fuertes. De ahí que, por nuestras piernas, tengamos derecho a todo el espacio que podamos recorrer; por nuestros pulmones, a todo el aire que podamos respirar; por nuestro estómago, a todo el alimento que podamos digerir; por nuestro cerebro, a todo lo que podamos pensar y asimilar de los pensamientos de los otros; por nuestra facultad de elocución, a todo lo que podamos decir; por nuestros oídos, a todo lo que podamos escuchar, y tenemos derecho a todo esto porque tenemos derecho a la vida, porque todo esto constituye la vida. ¡Éstos son los verdaderos derechos del hombre! No hay necesidad alguna de decretarlos: existen como existe el sol. No están escritos en ninguna constitución, en ninguna ley, pero están inscritos con caracteres imborrables en el gran libro de la naturaleza y son imprescriptibles. Desde el cirón5 hasta el elefante, desde la brizna de hierba hasta el roble, desde el

El cirón o tiroglifo de la harina (Acarus siro) es una especie de acárido de ocho patas y de 0,5 a 1 Mm. de tamaño. Antes de la puesta a punto de los primeros microscopios durante la segunda mitad del siglo XVIII, este arácnido era considerado el animal más pequeño de la creación. Tanto la

referencia al cirón como el párrafo que viene a continuación revelan la inspiración pascaliana de este pasaje; Étiévant, conscientemente o no, evoca el famoso fragmento de los Pensamientos de Pascal conocido como Desproporción del

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átomo hasta la estrella, todo lo proclama. Escuchad la gran voz de la naturaleza; os dirá que todo en ella es solidario, que el movimiento general eterno, que es la condición de la vida para el universo, se compone del movimiento general eterno de cada uno de sus átomos, que es la condición de la vida para cada una de sus criaturas. Los movimientos de lo infinitamente pequeño, como aquellos de lo infinitamente grande, repercuten y reaccionan indefinidamente los unos sobre los otros. Y, puesto que todo reacciona frente a nosotros, nosotros tenemos derecho reaccionar frente a todo, pues tenemos derecho a vivir y la vida no es posible más que bajo esta condición. Por el solo hecho de nuestro nacimiento, nos convertimos en copropietarios del universo entero y tenemos derecho a todo lo que es, a todo lo que ha sido y a todo lo que será. Cada uno de nosotros adquiere, por su nacimiento, derecho a todo, sin otros límites que los que la naturaleza misma ha establecido; es decir, los límites de sus facultades de asimilación. Ahora bien, vosotros decís: es mío este campo, es mío este bosque, es mía esta fuente, es mío este estanque, esta pradera, esta cosecha, esta casa; a los que decís tal cosa, yo os respondo: cuando hayáis hecho de tal suerte que vuestra propiedad, fracción de ese gran todo que mediante su acción constante me empuja, al igual que vosotros, hacia la tumba, cese de empujarme, entonces reconoceré que sólo vosotros tenéis derecho a gozar de él Cuando hayáis hecho de tal suerte que los influjos disgregadores de la naturaleza no ejerzan su acción más que sobre vosotros, sólo vosotros tendréis derecho a extraer de la naturaleza con qué reparar lo que la naturaleza os quita. Pero, en tanto la humedad actúe sobre mí como sobre vosotros, la fuente y el estanque serán tan míos como vuestros.

hombre (Cf. Blaise Pascal, Pensamientos, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 76 y ss. Traducción de J. Llansó).

Sabed que un hombre de veinte años no tiene en sí una sola de las moléculas que constituían su ser diez años antes; por eso, cuando hayáis hecho de tal suerte que, sea a través de la lluvia, sea a través del viento, o sea a través de cualquier otra forma, lo que fue mío no se incorpore a vuestras propiedades, tendréis derecho a impedirme que, a cambio, yo incorpore lo que procede de ellas. Mas en tanto no hayáis hecho de tal suerte que nosotros los excluidos, los parias, podamos vivir sin asimilar constantemente elementos que tomamos del gran todo, tenemos tanto derecho como vosotros a ese gran todo y cada una de sus partes, pues hemos nacido como vosotros, somos semejantes a vosotros, tenemos órganos y necesidades como vosotros y tenemos derecho a la vida y a la felicidad como vosotros. Si fuésemos de una especie animal inferior a la vuestra, comprendería tal exclusión: nuestra organización y nuestro modo de vida serían diferentes; pero, puesto que estamos organizados como vosotros, somos vuestros iguales y tenemos derechos iguales a los vuestros sobre la universalidad de los bienes. Y si me decís que tal cosa es vuestra porque la habéis heredado, os responderé que aquellos que os la han legado no tenían derecho a hacerlo. Tenían derecho a gozar de la universalidad de los bienes durante su vida, como nosotros lo tenemos a gozar de ella durante la nuestra, pero no el de disponer de tales bienes después de la muerte, pues, de igual manera que, por nuestro nacimiento, adquirimos derecho a todo, por nuestra muerte, perdemos todos nuestros derechos, ya que entonces ya no tenemos necesidad de nada. ¿Con qué derecho quienes ya han vivido podrían impedirnos vivir? ¿Con qué derecho un agregado de moléculas podría impedir a sus propias moléculas reagregarse de un modo antes que de otro? ¿Con qué derecho podría lo


que fue impedir lo que será? ¿Qué? ¿Es que, porque un hombre cuya vida no fue más que un minuto en la inmensidad del tiempo haya habitado un rincón de la tierra, podrá disponer de ella por toda la eternidad? ¿Hay algo más estúpido que esta pretensión de un ser efímero que hace donaciones perpetuas a seres, a instituciones pasajeras? No debemos respetar las pretensiones de gentes que quieren vivir cuando ya están muertas, que quieren tener derecho a todos los bienes cuando ya no tienen necesidad de ellos y que quieren disponer, después de muertas, de cosas a las que no tenían derecho a disponer más que conforme a sus necesidades cuando estaban vivas. Y si me decís que tenían derecho a disponer de ellas, pues eran una parte del producto de su trabajo que habían conseguido ahorrar, os responderé que si no han consumido todo el producto de su trabajo, es que podrían haberse pasado sin él; si no tenían necesidad, no tenían derecho y, en consecuencia, no podían disponer de tales cosas en favor vuestro y cederos derechos que no tenían. El derecho cesa donde se detiene la necesidad. Del mismo modo, si me decís que tal cosa es vuestra porque la habéis comprado, responderé que aquellos que os la han vendido no tenían derecho a hacerlo. Tenían derecho a disfrutarla conforme a sus necesidades, como nosotros tenemos derecho a disfrutarla conforme a las nuestras. Tenían derecho a alienar su parte de disfrute y de vida, pero no a alienar la nuestra; podían renunciar a la felicidad para ellos mismos, pero no para nosotros, y nosotros no tenemos por qué respetar transacciones que se han producido al margen de nuestra voluntad y contra nuestro derecho. La naturaleza nos dice “toma”, no “compra”. En toda compra, hay un estafador y un estafado; uno que saca provecho de la transacción, en tanto el otro resulta perjudicado. Mas si cada uno toma aquello de lo que tiene necesidad, nadie resulta perjudicado, habida cuenta

de que, al tener de esta manera aquello que necesita, tiene también aquello a lo que tiene derecho. La transacción comercial es ciertamente una de las principales causas de corrupción para la humanidad. No es inútil destacar a este respecto que todo lo que, en el funcionamiento social actual, es contrario a las reglas de la filosofía natural es, al mismo tiempo, una fuente de males y de crímenes, y que si todos los individuos tuviesen a su disposición la universalidad de los bienes, si tuvieran asegurado, mañana y pasado mañana, lo que les hace falta para vivir y ser felices, puesto que tienen derecho a ello, las nueve décimas partes de los crímenes quedarían suprimidos, pues estos tienen como móvil eso que llamáis robo Es necesario que nos dejemos penetrar por esta verdad: que, desde el momento en el que un hombre vende alguna cosa, es que no tiene necesidad de ella; que, por consiguiente, no tiene derecho a disponer de ella e impedir que aquellos que la necesitan se la apropien, habida cuenta de que, por el solo hecho de que la necesitan, tienen derecho a ella. Al igual que el robo, también la prostitución desaparecería mediante la aplicación de nuestras teorías filosóficas. ¿Por qué habría de prostituirse una mujer si tuviera a su disposición todo lo que puede garantizar su existencia y su felicidad? ¿Y cómo podría comprarla un hombre si éste no puede darle más que aquello a lo que ella tiene derecho? Y así con todos los crímenes, con todos los vicios, que desaparecerían al desaparecer sus causas. El ser humano no es sano y completo más que gracias al libre ejercicio de su plena voluntad. ¿De dónde vienen la mentira, la doblez, la astucia, sino de la obligación impuesta a los unos por los otros? Son las armas de los débiles, y los débiles no recurren a ellas más que porque los fuertes les obligan. La mentira no es el vicio del mentiroso, sino más bien el de aquel que le obliga a


mentir. Quitad la obligación, la coerción, el castigo y ya veremos si el mentiroso no dice la verdad. Que dejen los unos de cuestionar el derecho a la vida y a la felicidad de los otros, y la prostitución y el asesinato desaparecerán, pues los hombres nacen todos igualmente libres y buenos6. Son las leyes sociales las que los hacen malos e injustos, esclavos o amos, expoliados o expoliadores, verdugos o víctimas. Cada hombre es un ser autónomo, independiente; por esta razón, la independencia de cada uno debe ser respetada. Todo ataque a nuestra libertad natural, toda obligación impuesta es un crimen que llama a la rebelión. Sé bien que mi razonamiento no se parece en nada a la economía política que enseña el señor Leroy-Beaulieu 7 , ni a la moral de Malthus, ni al socialismo cristiano de León XIII 8 , que predica la renuncia a las riquezas en medio de montones de oro y la humildad mientras se proclama el primero de todos. Sé bien que la filosofía natural choca de frente con todas las ideas recibidas, ya sean religiosas, ya morales o políticas. Pero su triunfo está asegurado, pues es superior a toda teoría filosófica, a cualquier otra concepción moral, porque no reivindica ningún derecho para los unos que no reivindique para los otros y porque, siendo absoluta igualdad, es también absoluta justicia. No se pliega a las circunstancias del tiempo y del medio, y no proclama alternativamente bueno o malo el mismo acto. No tiene nada en común con esa moral de doble faz que circula entre los hombres de nuestra época y que hace que una cosa

sea buena o mala dependiendo de las latitudes y las longitudes. No proclama, por ejemplo, que el hecho de apropiarse de una cosa y no dejar en su lugar más que el cadáver de su antiguo posesor sea tan pronto terrible, tan pronto sublime. Terrible si el acontecimiento se produce en los alrededores de París, sublime si tiene lugar en los alrededores de Hué o de Berlín. Y como no admite ni punición ni recompensa, no reclama, en el primer caso, la guillotina para unos, la apoteosis para los otros. Sustituye todas las innumerables y cambiantes reglas morales inventadas por los unos para someter a los otros —lo que prueba, por su propio número y movilidad, su fragilidad— por la justicia natural, regla inmutable del bien y del mal, que no es obra de nadie, sino que resulta del organismo íntimo de cada uno. El bien es lo que nos resulta bueno, lo que nos procura sensaciones de placer, y como son las sensaciones las que determinan la voluntad, el bien es lo que queremos y el mal, lo que nos resulta malo, aquello que nos produce sensaciones de dolor, es lo que no queremos. “Haz lo que quieras”, tal es la única ley que nuestra justicia reconoce, pues proclama la libertad de cada uno en igualdad con todos. Aquellos que piensan que nadie querría trabajar de no estar obligado a ello, olvidan que la inmovilidad es la muerte; que tenemos fuerzas que gastar para renovarlas sin cesar y que la salud y la felicidad no se conservan más que al precio de la actividad; que, no habiendo nadie que quiera ser desgraciado ni estar enfermo, todos deberán ocupar todos sus órganos para gozar de todas sus

Tal vez sería más justo decir que el hombre no nace ni bueno ni malo y que solo llega a ser aquello que hacen de él el medio y las circunstancias (Nota del editor francés). 7 Paul Leroy-Beaulieu (1843-1916). Economista y ensayista francés. Se licenció en derecho en París y amplió estudios en Bonn y Berlín. De vuelta a su país, se consagra al estudio de las ciencias económicas y sociales. Fiel a los principios liberales, aunque interesado por la llamada cuestión social, pronto se convierte en el principal representante de una nueva generación de economistas. En 1874 publica De la

colonisation chez les peuples modernes, en la que defiende la expansión colonial del Imperio francés. 8 Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci (1810-1903), Papa de la Iglesia Católica entre 1878 y 1903. En 1891 publica la encíclica Rerum novarum (Sobre las nuevas cosas), en la que se condenaban las diferencias de clase y se abogaba por la justa remuneración a los asalariados y por el derecho a organizar sindicatos (preferentemente, de orientación cristiana), aunque al mismo tiempo se rechazaba el socialismo y se mostraba una tibia aceptación del sistema democrático.

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facultades, pues una facultad de la que no se hace uso no existe y es una porción de felicidad menos en la vida del individuo. Mañana, como hoy y como ayer, los hombres querrán ser felices, seguirán empleándose en su actividad, seguirán trabajando, mas al ser el trabajo de todos productor de riqueza social, la felicidad de todos y cada uno habrá aumentado y cada uno podrá disfrutar así del lujo al que tiene derecho, pues lo superfluo no existe y todo lo que puede existir es necesario. El hombre no es sólo un estómago, es también un cerebro: necesita libros, cuadros, estatuas, música, poesía, del mismo modo que tiene necesidad de pan, aire y sol; mas al igual que su consumo no debe estar limitado más que por sus facultades de consumo, en la producción, no debe estar limitado más que por su facultad de producción y, si consume según sus necesidades, no debe producir más que según sus fuerzas. Ahora bien, ¿quién podría conocer sus necesidades mejor que él mismo? ¿Quién podría conocer sus fuerzas mejor que él mismo? Nadie. En consecuencia, el hombre no debe producir ni consumir si no es conforme a su voluntad. La humanidad siempre ha tenido la conciencia latente de que no sería feliz y de que todas las bellas cualidades de la naturaleza humana no podrían eclosionar más que en el comunismo. También la edad de oro de los antiguos se basaba en la propiedad común, y jamás se les ocurrió a aquellas naturalezas superiores que, entre sus filas, le daban forma poética al pasado que la felicidad de los hombres fuese compatible con la propiedad individual. Sabían, por intuición o por experiencia, que todos los males y todos los vicios de la humanidad derivan del antagonismo de intereses creados por una apropiación individual no limitada a las necesidades, y jamás soñaron con una sociedad sin guerras, sin

asesinatos, sin prostitución, sin crímenes y sin vicios, que no fuese igualmente una sociedad sin propietarios. Es precisamente porque no queremos más guerras, ni asesinatos, ni prostitución, ni vicios, ni crímenes por lo que luchamos por la libertad y la dignidad humanas. A pesar de todas las mordazas, la voz de la verdad resonará sobre la tierra y los hombres se estremecerán al escucharla; se alzarán al grito de libertad para ser los artesanos de su felicidad. Por eso somos fuertes en nuestra misma debilidad, porque, sea lo que sea de nosotros, ¡venceremos! Nuestra esclavitud enseña a los hombres que tienen derecho a la rebelión, nuestro encarcelamiento que tienen derecho a la libertad y, con nuestra muerte, aprenderán que tienen derecho a la vida. Cuando dentro de un momento volvamos a la prisión y vosotros volváis con vuestras familias, los espíritus superficiales pensarán que nosotros somos los derrotados. ¡Error! Nosotros somos los hombres del porvenir y vosotros sois los hombres del pasado. Nosotros somos el mañana y vosotros sois el ayer. Y no está en poder de nadie impedir que el minuto que discurre nos acerque al mañana y nos aleje del ayer. El ayer ha querido siempre cerrar el paso al mañana y siempre ha resultado vencido, incluso en su victoria, pues el tiempo empleado en vencer lo ha aproximado a su derrota. Él fue el que hizo beber la cicuta a Sócrates, el que hizo abjurar a Galileo bajo tortura, el que quemó a Jean Huss 9 , Étienne Dolet 10 , Guillermo de Praga, Giordano Bruno, el que guillotinó a

O Jan Hus (1370-1415). Teólogo, filósofo y predicador checo; fue un pionero del protestantismo. 10 Étienne Dolet (1509-1546). Escritor, filólogo y editor humanista francés (1509-1546). Fue condenado en varias

ocasiones a penas de prisión acusado de materialista y ateo, y finalmente torturado, estrangulado y quemado junto a sus libros en la plaza Maubert de París el día 3 de agosto del año 1546.

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Hébert 11 , Babeuf 12 , el que encarceló a Blanqui 13 , el que fusiló a Flourens 14 y a Ferré. ¿Cómo se llamaban los jueces de Sócrates, de Galileo, de Jean Huss, de Guillermo de Praga, de Giordano Bruno, de Étienne Dolet, de Hébert, de Babeuf, de Blanqui, de Flourens, de Ferré? Nadie lo sabe; son el pasado, estaban ya muertos cuando vivían. Ni siquiera alcanzaron la gloria de Eróstrato 15 , mientras que Sócrates es eterno, mientras que Galileo todavía se mantiene en pie, mientras que Jean Huss existe, mientras que Guillermo de Praga, Giordano Bruno, Étienne Dolet, Hébert, Babeuf, Blanqui, Flourens, Ferré viven. Por eso seremos felices en nuestra desgracia, triunfantes en nuestra miseria, vencedores en nuestra derrota. Seremos felices no importa lo que nos ocurra, pues estamos ciertos de que, con el aliento de la idea renovadora, otros seres alcanzarán la verdad, de que otros hombres retomarán nuestra tarea interrumpida y la llevarán a término; en fin, que llegará un día en el que el astro que dora los granos brillará sobre una humanidad sin ejércitos, sin cañones, sin fronteras, sin barreras, sin prisiones, sin magistratura, sin policía,

sin leyes y sin dioses, libre al fin intelectual y físicamente, y en el que los hombres, reconciliados con la naturaleza y con ellos mismos, podrán, en universal armonía, saciar su sed de justicia. ¡Qué importa si la aurora de ese gran día despunta enrojecida por los fulgores del incendio! ¡Qué importa si en la mañana de ese día el rocío resulta sangriento! También la tempestad es útil para purificar la atmósfera. El sol es más brillante después de la tormenta. Y brillará, resplandecerá, el hermoso sol de la libertad, y la humanidad será feliz. Entonces, al proteger cada uno su felicidad en la felicidad de todos, nadie hará ya el mal, pues nadie tendrá interés en hacerlo. El hombre libre en la sociedad liberada podrá marchar sin trabas de conquista en conquista, en provecho de todos, hacia el infinito sin límites de la intelectualidad. El enigma moderno “Libertad, Igualdad, Fraternidad” planteado por la Esfinge de la Revolución habrá sido resuelto al fin: será la Anarquía.

Jacques René Hébert (1757-1794). Revolu-cionario y publicista francés. Fue editor del periódico Le Père Duchesne durante la Revolución francesa y miembro del Club des Cordeliers. De ideología anticlerical, antinobiliaria y antimonárquica, se radicalizaría aún más tras la muerte de Marat. Sus desencuentros con Robespierre lo llevaron a la guillotina el 14 de marzo de 1794. 12 François Babeuf (1760-1797). Representante del ala más radical del movimiento revolucionario francés. Desde su periódico Le Tribun du Peuple arremetió tanto contra los jacobinos como contra aquellos que ocupaban posiciones más templadas. Defendía la necesidad de completar la revolución política burguesa con una revolución social y económica, de ahí que sea considerado un predecesor del comunismo y del anarquismo. Tras el fracaso de una conspiración contra el Directorio, en la que Babeuf estaba

implicado, fue condenado a muerte y ejecutado el 27 de mayo de 1797. 13 Louis Auguste Blanqui (1805-1881). Revolucionario y escritor francés. Fue parte activa en los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848, pero no en el de 1871, por encontrarse en prisión. Sin embargo, la inspiración blanquista de algunos de los sectores más influyentes de la Comuna es evidente. Murió a causa de una apoplejía durante un intenso mitin revolucionario en la ciudad de París el primer día de 1881. 14 Gustave Flourens (1838-1871). Universitario y político republicano. Fue asesinado por soldados versalleses por su implicación en la Comuna de París. 15 Eróstrato. Pastor griego que, dispuesto a alcanzar notoriedad a cualquier precio, decidió incendiar el templo de Artemisa, considerado una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

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LDF ENTREVISTA

A FONDO por Oliverio

Tu nuevo libro en Innisfree es otra compilación de ensayos, pero esta vez sobre libertarismo y contracultura. ¿Cuáles son las ideas centrales? Son textos que parten de un eje que comencé a trabajar hace unos cuatro o cinco años. Estos ensayos que fui escribiendo son el producto de esa búsqueda personal pero también de experiencia de vida, particularmente del último tiempo en el que cambié, muté, maduré o bien refiné mis ideas producto de estudiar dos tradiciones: la anarcoindividualista y el libertarismo de Estados

Unidos. En Ensayos californianos estarán mis lecturas de filósofos libertarios norteamericanos, por un lado, y mi recepción de expresiones contraculturales (rock, pornografía, drogas, música electrónica, cierta literatura, moda), por el otro. Todo eso en el marco de ese espacio real e imaginario que es California, siempre para mí muy nutritivo, iniciático, algo así como un personaje conceptual.


¿Cómo se da esa conexión entre contracultura y libertarismo? Esa relación no es nueva, fue Sam Konkin quien dijo que la contracultura era enteramente libertaria. Yo también lo creo. El libertarismo es la contracultura liberal, el aire fresco que oxigenó en los setentas a la derecha conservadora con dosis de anarquismo. Lo mismo pasó con la New Left que le dio apertura y deseó a la izquierda autoritaria y represora. Los libertarios en ese aspecto son los punks liberales, las anomalías del mercado libre o bien los hippies de derecha, como injuriaban a los lectores de Ayn Rand. Es sano hacerse cargo de las injurias. ¿Cuáles son esas expresiones contraculturales sobre las que piensas en el libro? Básicamente, las tres industrias culturales que estudio vienen del embrión contracultural de los sesentas: el rock, la pornografía y las drogas. Industrias del deseo que nunca fueron anti-mercado libre, todo lo opuesto. Su enemigo en todo caso era la moralidad conservadora. Mientras no encontraban cauce mainstream permanecían ilegales, vinculadas a la mafia o de modo caótico, pulsional. Cuando la moralidad puritana cede y algunas se legalizan, se reconvierten en grandes industrias que sin embargo no dejan de ser extrañas o comandadas por outsiders, aunque generen mucho dinero. Críticos de rock como Claude Chastagner o Diedrich Diederichsen lo ven muy bien: la contracultura nunca fue anti-capitalista. Su crítica era hacia la moral reaccionaria, puritana. En ese sentido, fue muy similar al movimiento de mayo del 68. Los pensadores libertarios más lúcidos lo vieron con nitidez. Mi libro habla de ellos: Karl Hess, Sam Konkin, Robert Nozick, Ayn Rand, el libertarismo de izquierda, los anarco-individualistas del siglo XIX pero también pornógrafos como John Stagliano, Princess Donna, Sasha Grey,

psiquiatras pro legalización de las drogas como Thomas Szasz o pop-stars como Miley Cyrus. En el fondo libertarismo y contracultura es lo que define mis temas de trabajo: la libertad y el placer, la emancipación y el deseo. El libro anterior que saqué con Innisfree [Hedonismo Libertario] ponía el acento en el hedonismo, este nuevo en lo libertario. ¿De la filosofía de mayo del 68 en la que te formaste, de Foucault, Deleuze y Onfray al libertarismo de Estados Unidos, cómo fue ese tránsito? Fue el tránsito de muchos, es lo más lógico y sano que suceda. Yo no pienso igual que a los veinte años, ni que a los treinta. En un año y medio cumpliré cuarenta, estoy procurando cierta regularidad en mis búsquedas. Intelectuales libertarios como Robert Nozick o Ayn Rand venían de la izquierda o del nietzscheísmo en su juventud y luego en su madurez intelectual adscriben las ideas de la libertad. A mí me resulta de lo más natural y hasta evidente esa evolución por algo muy simple: ninguno de los filósofos del deseo que me formaron eran marxistas ni conservadores. El tema es que no tenían un proyecto a gran escala, recalaban solo en la micropolítica. Eran todos anarcos posmodernos. Yo nunca fui marxista. Formado en el cauce posmoderno, pivoteaba entre el anarquismo y el liberalismo, sin una definición clara. El culpable de mi definición fue Michel Foucault, filósofo capital para mí, que en el año 1979 da un curso sobre liberalismo y libertarismo en el Collége de France que recién se editó en 2004. Ese texto cambió mucho la recepción foucaultiana y mi pensamiento sobre Foucault. Hoy día te diría que la lectura más moderna de Foucault es la liberal. En ese curso Foucault estudia a Mises, Hayek, Gary Becker, Milton Friedman, el ordoliberalismo alemán, etc. Yo estudié ese texto en detalle y dicté un seminario en la Universidad ESEADE en 2011 que ordenó


todo ese material. Ese fue el punto de quiebre para mí y a su vez el trampolín para zambullirme de lleno en toda la tradición del pensamiento anti-estatista de Estados Unidos: liberal, libertario y anarquista. Durante estos 11 años de kirchernismo me encerré como un monje a estudiar esas filosofías a contrapelo total del momento estatista del país. Recién ahora se verán los frutos de ese trabajo que venía macerando hace tiempo. La filosofía francesa contemporánea en la que me formé fue grande en el pasado —sigo y seguiré enseñando a Foucault, Deleuze y Guattari— pero hoy está estéril, es un páramo, o bien sus caminos ya no me interesan en absoluto. Fue fuerte hasta los ochentas, noventas a lo sumo, a partir de ahí dejó de interpelarme. Por eso busqué la salida norteamericana. La veía más racional, más adulta, más sólida. El palabrerío francés me empezó a parecer sin sentido. Hoy ya me resulta insoportable. ¿Y hoy cómo te definirías políticamente? Hoy puedo asumirme sin complejos como un libertarian (anarco-liberal). Adscribo completamente al libertarismo como filosofía política. Si tuviese que ser específico te diría que técnicamente soy un left libertarian (libertario de izquierda) como Karl Hess, el Murray Rothbard de los 70, Sam Konkin, Sheldon Richman, Gary Chartier, Roderick Long o Kevin Carson. Es casi natural en mí porque veo allí también un diálogo con mi procedencia, con las filosofías del deseo y la New Left, con mayor sensibilidad estética y social, con críticas al poder corporativo, al militarismo, el imperialismo, la homofobia, el sexismo, el racismo, etc. Creo que la libertad individual es una y no es negociable: libertad individual y libertad económica van de la mano. Aunque me interesa mucho, lo estudio y lo enseño, no soy partidario del anarquismo, me parece inviable, un sueño juvenil, totalmente

ingenuo, con una antropología de la santidad y un exceso de voluntarismo que no existe en la realidad. Creo en un Estado mínimo, eficiente y eficaz, o bien lo más limitado posible, reducido a funciones básicas. Un Estado que sea el marco de las utopías personales de cada uno, sean socialistas, religiosas, libertinas, hippies, etc. Un Estado marco que propicie la búsqueda de la felicidad personal de los individuos sin coacciones. Mi modelo es el de Anarquía, Estado y Utopía de Robert Nozick, un texto extraordinario. ¿Es compleja esa visión en la Argentina, no? ¿Cómo te posicionas en su mapa político? Efectivamente, no es fácil, pero creo que actualmente está mucho más permeable a estas ideas que antes. Tampoco es casual ese derrotero mío. En estos tiempos me encuentro pensando y escribiendo algunos textos sobre el menemismo (el peronismo de la década del noventa que tomó algunas ideas liberales) y estoy reivindicando aspectos del Gobierno de Menem, que fue demonizado por el kirchnerismo. Yo siempre voté presidentes lo más afines a la expresión liberal de la oferta electoral que tenía. Aún son liberales que proceden de un tronco más conservador, poco o nada libertarios, pero creo que avanzamos hacia ello y habrá un recambio generacional que se verá en la década del veinte. Cada vez soy menos anti-peronista, hay vetas liberales en el peronismo, en sectores de partidos nuevos consolidados como PRO de Mauricio Macri o bien en expresiones partidarias aún muy pequeñas. Yo soy consciente de que apelo a ideas radicalizadas de la libertad que en Argentina —y en general en el mundo hispanoamericano— tienen poca audibilidad y son para minorías.


¿Cuáles son los temas en los que trabajarás de cara al futuro? La idea es seguir profundizando estas líneas que mencioné antes. Y particularmente, la pata local para germinar posibilidades concretas en mi país. Me interesa sobre todo pensar el mercado libre que en la Argentina suele ser objeto de fobia y crítica irracional, más aún desde el mundo intelectual y cultural del que provengo. Por lo general el discurso sobre el mercado es coptado por economistas o bien es demonizado desde la ignorancia. Creo que el mercado es portador de metáforas muy potentes. Me interesa, por ejemplo, el concepto de ‘destrucción creativa’ de J. Schumpeter. Intelectuales como Jean Francois Revel, Guy Sorman, Robert Nozick o Murray Rothbard teorizaron sobre ese odio de la mayoría de los intelectuales hacia el mercado libre. En países de ascendencia estatista como Argentina, así como en América Latina y España, este discurso tiene potencias subversivas aún poco analizadas fuera de los ámbitos económicos. Me interesa ir hacia allí.




EL ÁNGEL NEGRO DE P ATERSON por Pedro Arturo Aguirre

La taberna Tivola y Zucca, de la Central Avenue en West Horbroken (Nueva Jersey), estaba repleta aquella tarde otoñal de 1899. La señora Zucca (Mama Bertha, como le decían los habituales del lugar) se mantenía ocupada repartiendo entre los parroquianos tarros de cerveza, mientras que don Remigio, su marido, ordenaba ayudado por sus dos empleados las filas de espectadores para que se pudiera ver mejor el estrado el cual, para esa exclusiva ocasión, había sido colocado al fondo del local. La totalidad de los presentes eran originarios de Piamonte y la Toscana, miembros de la cada vez más numerosa colonia de anarquistas italianos que habitaba en Nueva Jersey. En el piano, ubicado a un costado del improvisado palco que en unos pocos minutos sería ocupado por los oradores, un músico interpretaba tonadillas libertarias importadas de Italia. Todo el lugar estaba adornado con banderas rojinegras, símbolo del anarquismo internacional, y lo presidía un retrato de Mijaíl Bakunin con una leyenda que decía: «¡Viva la anarquía!» Los eventos anarquistas siempre representaban para Tivola y Zucca jugosas ganancias, pero esta ocasión prometía ser particularmente lucrativa. Se presentaba Errico Malatesta, el anarquista más famoso del mundo, que llegaba desde la ciudad vecina de Paterson para enfrentar en debate de ideas a su adversario Giuseppe Ciancabilla, el

exponente más lúcido del anarquismo individualista. Una lid intelectual que se anunciaba intensa y apasionante. Pese a ello, la policía no consideró necesario tomar especiales medidas de seguridad. A diferencia de lo que a la sazón sucedía en Europa, donde ya varios estatistas habían sido asesinados por el terrorismo anarquista, en Estados Unidos los anarquistas aún no estaban criminalizados y eran considerados ciudadanos comunes, siempre y cuando sus actividades no desembocaran en alteraciones al orden público. Esta situación no duraría mucho. Tras el asesinato del presidente McKinley en 1901 a manos de un anarquista, estos grupos comenzarían a ser severamente reprimidos. Las discusiones entre los partidarios de Ciancabilla y los anarquistas seguidores de Malatesta cada vez eran más acaloradas. El tema de las disputas versaba sobre la necesidad, o no, de organizar al informe movimiento anarquista en una estructura. Malatesta proponía que, sin caer en la burocratización de los partidos tradicionales, los anarquistas se organizaran en una especie de “partido laxo”. Era imposible, decía, seguir trabajando sin un mínimo de orden. Pensaba en alguna forma de agrupamiento si bien carente de andamiaje jerárquico, sí dueña de un mínimo de orden para darle un


determinado peso político al anarquismo. Esta propuesta fue de inmediato aceptada por la mayor parte de los anarcocomunistas y los anarco-sindicalistas, pero provocó una airada reacción de los anarco-individualistas, cuyo exponente más representativo era Ciancabilla, hombre originario de una familia burguesa de Perugia, quien antes de ser anarquista había sido socialista, de hecho uno de los más destacados dirigentes nacionales del PSI, y redactor en jefe de Avanti, el periódico oficial del partido, mismo que años más tarde dirigiría un tal Benito Mussolini. Ciancabilla, paulatinamente, derivó al anarquismo, en buena medida influido por el pensamiento de Malatesta, y tras sufrir persecuciones en Europa arribó a Estados Unidos para unirse a la activa comunidad anarquista italo-norteamericana, en donde propagó la idea de que sólo mediante el acto individual era posible abatir al enemigo. Por su parte, Malatesta se adhirió a la ideología anarquista tras conocer a Bakunin y pronto se convirtió en uno de los dirigentes de la I Internacional. Intervino en la revuelta de 1874 en Bolonia y en la de Benevento en 1877, por la que fue encarcelado. En 1878 fue liberado y partió hacia su primer exilio. Diez años más tarde regresó a Italia y fundó el periódico la Questione Soziale, después se trasladó a Buenos Aires en 1885 y se marchó a Londres en 1889. Vivió durante breve tiempo en España, para regresar a Italia en 1897 y ser nuevamente detenido y confinado a la isla de Lampedusa. En 1899 escapó de su cautiverio hacia una breve estancia en Estados Unidos, donde sus numerosos paisanos anarcos lo acogieron con entusiasmo. Para ese entonces su fama ya era mundial. Las policías europeas lo consideraban una de las principales cabezas de una supuesta gran conspiración anarco-masónica internacional, financiada por el capital judío, para asesinar a los más importantes jefes de Estado y de gobierno europeos.

Había sido el jefe de la policía parisina, Louis Andrieux, el primero en asegurar que sus investigaciones perfilaban la existencia de una “gran conspiración anarquista internacional para acabar con los principales dirigentes políticos del mundo, incluido su santidad el Papa”, la cual estaba inspirada y financiada por “oscuros intereses internacionales”, y que el “grupo ejecutor” era conocido en los medios clandestinos anarquistas como “Los Ángeles Negros”. En Italia, la paranoia antianarquista había llevado al gobierno de Francesco Crispi a aprobar severas leyes represivas. El debate en la taberna de Tivola y Zucca estaba en su clímax cuando, de repente, un individuo (de apellido Passaglia, como se supo después) disparó contra Malatesta, hiriéndole en una pierna. Había desviado a tiempo el arma homicida un tal Gaetano Bresci, anarquista, partidario de la "propaganda por la vía de los hechos". Era un toscano de Prato que desde muy joven fue catalogado como "subversivo peligroso" y, de acuerdo a las leyes especiales que había aprobado el Gobierno de Francesco Crispi, confinado junto con otros 52 anarquistas más en Lampedusa entre 1893 y 1895. En mayo de 1896 fue amnistiado. Llegó en enero de 1898 a Nueva York y se estableció en Paterson para, de inmediato, frecuentar las sociedades de los emigrantes anarquistas italianos. Se unió a la Società per il Dirito all'Esistenza (Sociedad para el Derecho a la Existencia). Fue uno de los fundadores, con Errico Malatesta, de La Questione Sociale, pero poco a poco se fue convenciendo por los argumentos de los anarco-individualistas, sobre todo los de partidarios de la denominada "propaganda por la vía de los hechos", idea que postulaba que un solo acto individual era más útil para la emancipación de los hombres que la publicación de un millón de panfletos. Muy intensa era a finales la actividad anarquista de los italianos en Estados Unidos. Los primeros grupos aparecieron en la década de 1880, paralelamente a los


inicios del gran éxodo italiano a la Unión Americana. Desde Nueva York y Chicago el movimiento comenzó a extenderse a todo el país de costa a costa. Años más tarde llegaron a Italia una serie de distinguidos escritores anarquistas. A partir de la década de 1890, prácticamente todo ilustre anarquista italiano visitó Estados Unidos. Uno de los primeros fue Francesco Saverio Merlino, formidable orador que tenía una hermosa voz de tenor y era invencible en los debates. Abogado de formación, fundó una de las primeras revistas de anarquistas italianos en América, Il Grido degli Oppressi (El grito de los oprimidos) y un periódico en inglés llamado Solidarity. Merlino viajó por todo Estados Unidos impartiendo clases y conferencias. Otra estrella de la pléyade ítalo anarquista fue Pietro Gori, quien llegó a Nueva York en 1895 y pasó un año entero en los Estados Unidos. Como Merlino, también era abogado de profesión y orador magnético, además de poeta y dramaturgo. Sus poemas eran a menudo recitados en las reuniones anarquistas italianos en Norte y Sudamérica, así como en Europa. La llegada a Estados Unidos en 1898 y la residencia en Paterson de Giuseppe Ciancabilla fue otro de los grandes acontecimientos anarquistas. Paterson para entonces era ya considerada uno de los faros del anarquismo mundial. Ciancabilla eventualmente se convirtió en el director de La Questione Sociale. Tras años de trabajar y vivir en Paterson decidió mudarse al Medio Oeste, instalándose entre los mineros italianos de Spring Valley, Illinois. Como apuntamos líneas arriba, tras el asesinato del presidente McKinley en 1901, los grupos anarquistas fueron allanados por la policía, y Ciancabilla sufrió todo tipo de ultrajes. Malatesta llegó a Estados Unidos en 1899 para fundar y dirigir por un breve período La Questione Sociale. Impartió decenas de conferencias en todo el Este del país y ayudó como nadie a aumentar el tamaño del movimiento anarquista en

Estados Unidos. Pero su estadía fue efímera. Ya al principiar el siglo XX, Luigi Galleani se convirtió en la más figura importante en el movimiento anarquista italiano en Estados Unidos. Piamontés nacido cerca de Torino (como Bruno Arpinati), al igual que Merlino y Gori se formó como abogado, pero nunca ejerció la profesión. Invirtió todos sus talentos y energías a la causa anarquista. Poco después de llegar a América, en 1902, concretamente a Paterson, Galleani se involucró en una huelga. Pronunció encendidos y elocuentes discursos de en favor de los trabajadores. Fundó la célebre Cronaca Sovversiva (Crónica Subversiva), una de las mejores revistas anarquistas de la historia. Mantuvo contacto constante con las principales figuras del anarquismo norteamericano y mundial, gente como Johann Most, Emma Goldman, y Sébastien Faure. Hablaba frente a los auditorios con espontánea facilidad y fuerza. Fue venerado como patriarca del movimiento. Tuvo como alumno y seguidor al malhadado Bartolomeo Vanzetti, quien con su compañero Nicola Sacco se haría tristemente célebre años más tarde. La mayoría de los dirigentes anarquistas Italo-norteamericanos eran de filiación anarco-comunista, lo que significaba que no sólo rechazaban al Estado, sino también la propiedad privada de bienes en favor de la propiedad comunal. También había una rama anarco-sindicalista, en la que destacaba Carlo Tresca. La organización sindical era algo que los anarquistas-comunistas generalmente rechazaban porque temían que un padrone (un jefe) surgiera inevitablemente, adquiriendo privilegios y autoridad. Pero además de estas dos escuelas también era activo y numeroso el sector individualista, desconfiado tanto de las ideas comunitarias de los anarquistascomunistas como de las organizaciones de trabajadores, y que abogaban, en cambio, por las acciones de autónomas de los individuos. Varias revistas fueron publicadas por los individualistas, como


Nihil y Cogito, Ergo Sum ("I think, therefore I am”, con énfasis siempre en la "I", yo en inglés). Ambas publicaciones aparecen en San Francisco a principios de siglo. Eresia (Herejía) ve la luz en Nueva York unos veinte años más tarde. Los anarco-individualistas tenían como profeta al filósofo alemán Max Stirner, cuyo libro El Único y Su Propiedad había dado una nueva dimensión poderosa y original al pensamiento anarquista. También recibieron la influencia de importantes pensadores locales como Josiah Warren, Lysander Spooner, Henry David Thoureau y Benjamin Tucker, teóricos de la ‘La Soberanía del Individuo’, término bastante autodescriptivo y más frecuentemente expresado por la palabra “autopropiedad” o “propiedad sobre uno mismo”, y que se refiere al derecho inalienable que cada individuo tiene sobre su propio cuerpo y destino. Tal como Warren expresó en su libro Practical Details: «La sociedad debe transformarse para preservar intacta la soberanía de todo individuo sobre sí mismo. Debe evitar todas las combinaciones o conexiones de personas e intereses y todos los arreglos que no dejen al individuo libre en todo momento de disponer de su persona, su tiempo o sus propiedades de la manera en que sus sentimientos o sus juicios le puedan dictar, sin involucrar al resto de las personas.» El propio Malatesta reconocía que “Todo Anarquista es en cierta medida un individualista”. Todos los anarquistas tienen en común negarse a someterse a proceso histórico alguno, no aceptaban inclinarse ni ante la historia ni ante el tiempo, su individualidad no puede verse encorsetada por teorías abstractas, menos aún cuando sus corazones palpitan más que nunca y por sus venas empezaba a correr fuego. Lo cierto es que independientemente del grupo al que pertenecieran, los anarquistas italianos estaban creando una especie de sociedad alternativa que

difería marcadamente de la sociedad capitalista y estatista que tanto deploraban. Tenían sus propios clubes, sus propias creencias, su propia cultura y actividades. Pretendían edificar su propio mundo. Trataron de vivir la vida anarquista sobre una base cotidiana. Formaban pequeños enclaves, núcleos de la libertad, que esperaban difundir y multiplicar. En los clubes anarquistas se organizaban círculos de lecturas, cursos de todo tipo (idiomas, filosofía, ciencias, manualidades), torneos de ajedrez, competiciones deportivas. Las conferencias fueron una de las actividades favoritas de los anarquistas italonorteamericanos. Se celebraban en salones alquilados y en las casas club como el Gruppo Autonomo de East Boston, o el ya citado Gruppo Dirittoall'Esistenza de Paterson. Pero aparte del redescubrimiento de pensadores como Stirner o la influencia de Spooner y Tucker, queda claro que factores más profundos y arraigados influyeron en el anarco-individualismo italo-norteamericano y mundial. Los ambientes sociales y económicos importaban. Muchos anarcoindividualistas pertenecían a esta corriente sin ni siquiera saberlo. Eran hombres ansiosos de emprender una gran acción individual redentora. Varios de los famosos “ángeles negros” perpetradores de los atentados de finales del siglo XIX y principios del XX eran individuos de esta especie. Y uno más de entre éstos fue Gaetano Bresci, quien un día de 1898 se enteró en su residencia de Paterson de la brutal represión con la que había sido sometida en Milán la llamada “Protesta del Estómago”, insurrección popular provocada por una alza en el precio del pan. La masacre dejó ciento tres muertos y centenares de heridos. Este hecho conmocionó Bresci, quien juró venganza. Poco tiempo después de haberle salvado la vida a Malatesta en el Tivola y Zucca decidió volver a Italia para vengar estos asesinatos. En mayo de 1900 pasó por París, donde visitó la feria mundial, y el 4 de junio arribó a su natal Prato; donde


compró un revolver. Después visitó a su hermana, que vivía en Castel San Pietro (Bolonia), quedándose con ella un par de semanas. Bresci se afanó durante esos días en afinar su puntería. El 8 de junio participó en Bolonia en la inauguración del monumento a Garibaldi, y a continuación pasó unos días en Parma. Sabía que el rey de Italia, Humberto I de Saboya, se encontraba de vacaciones estivales en la Villa Real de Monza. Hacia allá se dirigió y el domingo 29 de julio de 1900 asesinó al monarca con tres disparos ante cientos de personas que lo saludaban y vitoreaban. Humberto regresaba viajando en una carroza descubierta a su residencia de Monza después de asistir a una competición de gimnasia en la sociedad atlética. El regicida, que no opuso ninguna resistencia, fue detenido por el mariscal de carabineros Andrea Braggio, que le salvó la vida cuando estaba a punto de ser linchado por la chusma enfurecida. Aún humeaba su arma cuando ya se empezó a hablar, otra vez, del gran complot anarquista internacional. La policía diría más tarde tener pruebas de que en Paterson se había echado a suertes entre varios anarquistas “ángeles negros” quien debería ser el asesino y la fortuna había “sonreído” a Bresci. Incluso se intentaría implicar al pobre Malatesta. Los anarquistas italo-americanos lo negaron. También varios periódicos franceses afirmaron que, durante su paso por París, Bresci se entrevistó con varios importantes cabecillas de la conspiración anarquista, siendo Arpinati uno de ellos. Durante su proceso, el regicida fue defendido por Mario Martelli (avalado por el diputado socialista Filippo Turati) y por Francesco Saverio Merlino. El 29 de agosto de 1900 fue condenado a cadena perpetua por la Audiencia de Milán. Fue encerrado bajo el número de matrícula 515 en una celda especial de tres por tres metros, sin ningún equipamiento, en la penitenciaría de la islote de Santo Stefano. La condena especificaba que los siete primeros años los tenía que pasar en una celda de aislamiento. El comportamiento

del preso fue pacífico y normal, hasta que un día de 1901 apareció ahorcado con una toalla en su celda. La versión oficial dictaminó “suicidio”, cosa que no fue creída por los círculos anarquistas. Lo cierto que el primer Humberto era un monarca sumamente impopular que era despreciado por la mayoría de sus gobernados a causa de su frivolidad, estupidez y falta de carácter. Millones de italianos se alegraron al conocer la noticia de su asesinato. Bresci es recordado por círculos anarquistas y hasta varios no anarquistas como un paladín. De hecho, aún puede verse en la ciudad de Carrara un curioso monumento erigido en honor al regicida. El 6 de septiembre de 1901, el presidente de los Estados Unidos William McKinley sería asesinado por los disparos del anarquista de origen polaco León Czolgosz. A partir de entonces se desencadenaría una brutal represión contra los clubes italo-anárquicos de Paterson y del resto de Nueva Jersey y se establecería una ley que reza: «Ningún anarquista podrá entrar en los Estados Unidos de Norteamérica», la cual aún tiene vigencia en pleno siglo XXI.


EL MANIFIESTO DE LA

ANARQUÍA por Anselme Bellegarrigue

La anarquía es el orden Si me preocupara el sentido atribuido comúnmente a ciertas palabras y dado que un error vulgar ha hecho de "anarquía" el sinónimo de "guerra civil", tendría horror del título con que he encabezado esta publicación, porque tengo horror a la guerra civil. Al mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte nunca de un grupo de conspiradores ni de un batallón revolucionario; me honra y me complace porque esto me sirve para establecer, por una parte, que he sido bastante honesto para no engañar al pueblo, y, por la otra, que he sido bastante hábil para no dejarme engañar por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin emoción, pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes, sintiendo piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después de esas luchas sanguinarias —habiendo constreñido mi entusiasmo a no moverse sino en el estrecho marco de un silogismo—, he querido hacer cuenta del bienestar que había traído cada cadáver,

he encontrado cero en el total; y cero es nada. Me horroriza la nada; también me horroriza la guerra civil. Por eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este diario, no puede ser para adjudicar a esta palabra el significado que le han dado —muy equivocadamente, como explicaré en breve— las sectas gubernamentalistas, sino por el contrario, para restituirle el derecho etimológico que le conceden las democracias. La anarquía es la negación de los gobiernos. Los gobiernos, de los que somos pupilos, naturalmente no han encontrado nada mejor que hacer que educarnos en el temor y el horror a su destrucción. Pero como, a su vez, los gobiernos son la negación de los individuos o del pueblo, es racional que éste, despertando a las verdades esenciales, paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia anulación que por la de sus maestros. Anarquía es una vieja palabra, pero esta palabra expresa para nosotros una idea moderna, o más bien un interés moderno, porque la idea es hija del interés. La historia ha calificado de "anárquico" el


estado de un pueblo en cuyo seno se encuentran varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado de un pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente porque tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto, antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque ella expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos, la competición, la lucha de clases gubernamentales. El concepto moderno de verdad social absoluta o de democracia pura ha abierto toda una serie de conocimientos que invierten radicalmente los términos de la ecuación tradicional. Así, la anarquía, que, confrontada con el término monarquía significa guerra civil, desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es nada menos que la expresión verdadera del orden social. En efecto: quien dice anarquía dice negación del gobierno; quien dice negación del gobierno, dice afirmación del pueblo; quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual; quien dice libertad individual, dice soberanía de cada uno; quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad; quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad; quien dice fraternidad, dice orden social. Al contrario: quien dice gobierno, dice negación del pueblo; quien dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política; quien dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual; quien dice dependencia individual, dice supremacía de clase; quien dice supremacía de clase, dice desigualdad; quien dice desigualdad, dice antagonismo;

quien dice antagonismo, dice guerra civil; por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil. No sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico, o espantoso. No lo sé ni me preocupo por saberlo. Lo que sé es que puedo audazmente poner en juego mis argumentos contra toda la prosa gubernamentalista blanca y roja del pasado, presente y futuro. La verdad es que yo, en este terreno —que es el de un hombre libre, extraño a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando, rebelde a la sumisión—, desafío a todo argumento del funcionarismo, a todos los lógicos de la marginación y a todos los defensores del impuesto —monárquico o republicano—, ya se llame progresivo, proporcional, territorial, capitalista, sobre la posesión o sobre el consumo. Sí, la anarquía es el orden, mientras que el gobierno es la guerra civil. Cuando mi inteligencia penetra más allá de los miserables detalles en los que se apoya la dialéctica cotidiana, encuentro que las guerras intestinas que, en todos los tiempos, han diezmado a la humanidad, están ligadas a esta única causa, exactamente: la destrucción o la conservación del gobierno. En el campo político, sacrificarse por la conservación o el advenimiento de un gobierno siempre ha significado destriparse y degollarse. Mostradme un lugar donde el hombre se asesina en masa abiertamente, os haré ver un gobierno a la cabeza de la carnicería. Si buscáis explicaros la guerra civil de otra forma que como un gobierno que quiere llegar o un gobierno que no quiere irse, perdéis vuestro tiempo; no encontraréis nada. La razón es simple. Un gobierno es creado. En el mismo instante en que el gobierno es creado tiene sus criaturas, y, en consecuencia, sus partidarios; y en el mismo momento en que tiene sus partidarios, tiene también sus adversarios. Y este solo hecho fecunda el germen de la guerra civil, porque es imposible que el gobierno, investido de


todo su poder, obre del mismo modo respecto a sus adversarios que a sus partidarios. Es imposible que aquéllos no se vean favorecidos y que éstos no sean perseguidos. Por lo tanto, también es imposible que de esta desigualdad no surja pronto o tarde un conflicto entre el partido de los privilegiados y el partido de los oprimidos. En otras palabras, una vez que el gobierno se ha constituido, es inevitable el favoritismo que funda el privilegio, que provoca la división, que crea el antagonismo, que determina la guerra civil. Por lo tanto, gobierno es guerra civil. Si es suficiente ser, por un lado el partidario y por el otro el adversario del gobierno para determinar un conflicto entre ciudadanos; si está demostrado que fuera del amor o del odio que se siente por el gobierno, la guerra civil no tiene ninguna razón de existir, esto quiere decir que para establecer la paz es suficiente que los ciudadanos renuncien, por una parte, a ser partidarios, y por otra, a ser adversarios del gobierno. Pero dejar de atacar o de defender al gobierno para hacer imposible la guerra civil, no es nada menos que no tenerlo en cuenta, ponerlo entre los desperdicios, suprimirlo a fin de fundar el orden social. Ahora, si suprimir el gobierno es, de un lado, establecer el orden, y del otro, fundar la anarquía; entonces, el orden y la anarquía son paralelos. Antes de seguir adelante, ruego al lector que se prevenga contra la mala impresión que pueda causarle la forma personal que he adoptado con la finalidad de facilitar el razonamiento y de precisar el pensamiento. En esta exposición, YO significa mucho menos el escritor que el lector y el oyente: YO es el hombre. La razón colectiva tradicional es una ficción Puesta en estos términos, la cuestión estriba en tener —por encima del socialismo y del inextricable caos en que lo han sumergido los capitostes de las

diversas tendencias— el mérito de la claridad y de la precisión. Yo soy anárquico, hugonote político y social; lo niego todo, no me afirmo sino a mí mismo; porque la única verdad que me es demostrada material y moralmente, con pruebas sensibles, comprensibles e inteligibles; la sola verdad verdadera, sorprendente, no arbitraria y no sujeta a interpretaciones, soy yo. Yo soy. He aquí un hecho positivo. Todo el resto es abstracto y cae dentro de la X matemática, en lo desconocido: no tengo que ocuparme de ello. La sociedad consiste esencialmente en una vasta combinación de intereses materiales y personales. El interés colectivo o de Estado —en virtud del cual el dogma, la filosofía y la política reunidas han reclamado hasta hoy la abnegación integral o parcial de los individuos y de sus bienes—, es una pura ficción, que en su vestidura teocrática ha servido de base a la fortuna de todos los cleros, desde Aaron hasta el señor Bonaparte. Este interés imaginario sólo existe en la legislación. No ha sido cierto nunca ni nunca será cierto, no puede ser cierto que haya sobre la tierra un interés superior al mío, un interés al cual yo deba el sacrificio, siquiera parcial, de mi interés. Si sobre la tierra sólo hay hombres y yo soy un hombre, mi interés es igual al de cualquier otro. Yo no puedo deber más de lo que me es debido; no se me puede dar más que en proporción a lo que doy. Pero no debo nada a quien no me da nada; entonces, no deba nada a esa razón colectiva (o bien al gobierno) porque el gobierno no me da nada y no podría nunca darme tanto cuanto me toma (de aquello que por otra parte no tiene). En todos los casos el mejor juez de la oportunidad de un elección y quien debe decidir acerca de la conveniencia de repetirla soy yo; respecto a esto, no tengo consejos, ni lecciones, ni, sobre todo, órdenes que recibir de nadie. Es deber de cada cual, y no solamente su derecho, aplicar este razonamiento a sí mismo y no olvidarlo. He aquí el fundamento verdadero, intuitivo,


incontestable, indestructible del único interés humano que se debería tener en cuenta: el interés personal, la prerrogativa individual. ¿Significa esto que quiero negar absolutamente el interés colectivo? Ciertamente, no. Sólo que, al no gustarme hablar en vano, no hablo. Después de haber puesto las bases del interés personal, obro respecto al interés colectivo como debo obrar respecto a la sociedad cuando he introducido al individuo. La sociedad es la consecuencia inevitable de la agregación de individuos; el interés colectivo es, a igual título, una consecuencia providencial y fatal de la agregación de los intereses personales. El interés colectivo sólo se realizará plenamente en la medida en que quede intacto el interés personal; porque, si se entiende por interés colectivo el interés de todos, basta que, en la sociedad, sea dañado el interés de un solo individuo para que inmediatamente el interés colectivo ya no sea más el interés de todos y, en consecuencia, haya dejado de existir. En el orden fatal de las cosas, el interés colectivo es una consecuencia natural del interés del individuo. Esto es tan cierto que la comunidad no tomará mi campo para trazar una calle o no me pedirá la conservación de mis bosques para mejorar el aire sin indemnizarme. En este caso mi interés es el que se impone. Es el derecho individual el que pesa sobre el derecho colectivo. Yo tengo el mismo interés que la comunidad en tener una calle y en respirar aire sano; sin embargo, cortaría mi bosque y guardaría mi campo si la comunidad no me indemnizara; pero así como su interés es indemnizarme, el mío es ceder. Tal es el interés colectivo que resulta de la naturaleza de las cosas. Hay otro que es accidental y anormal: la guerra. Ésta escapa a tal ley. Ésta crea otra ley y lo hace siempre bien. No es preciso ocuparse sino de lo que es constante. Pero cuando se llama interés colectivo a aquel en virtud del cual cierran mi laboratorio, me impiden el ejercicio de tal o cual actividad, secuestran mi diario o mi

libro, violan mi libertad, me prohíben ser abogado o médico en virtud de mis estudios personales y de mi clientela, me intiman la orden de no vender esto, de no comprar aquello; cuando, en fin, llaman interés colectivo a aquél que invocan para impedir que me gane la vida a la luz del sol, del modo que más me gusta y bajo el control de todos, declaro que no lo entiendo o mejor, que lo entiendo demasiado. Para salvaguardar el interés colectivo, se condena a un hombre que ha curado a su semejante ilegalmente —es un mal hacer el bien ilegalmente—, con el pretexto de que no tiene el título; se impide a un hombre defender la causa de un ciudadano (libre) que le ha dado su confianza; se arresta a un escritor; se arruina a un editor; se encarcela a un propagandista; se envía al juzgado de lo criminal a un hombre que ha lanzado un grito o que se ha comportado de cierto modo. ¿Qué gano yo con estas desgracias? ¿Qué ganáis vosotros? Yo corro de los Pirineos al Canal de la Mancha, del Océano a los Alpes, y pregunto a cada uno de los treinta y seis millones de franceses qué provecho han obtenido de estas crueldades estúpidas ejercitadas en su nombre sobre infelices cuyas familias gimen, cuyos acreedores se inquietan, cuyos asuntos van a la ruina y que, cuando logren sustraerse a los rigores de que han sido víctimas, quizá se suiciden por disgusto o se conviertan en criminales por odio. Y frente a esta cuestión nadie sabe qué he querido decir, cada uno declina su responsabilidad en aquello que ha sucedido, la desgracia no ha hecho surgir nada en nadie. Se han derramado lágrimas, los intereses han sido dañados en vano. Pero ¡es a esta monstruosidad salvaje a lo que se llama interés colectivo! En cuanto a mí afirmo que si este interés colectivo no es un torpe error, yo lo llamaría la más vil de las bribonadas. Pero dejemos esta furiosa y sangrienta ficción y digamos que, dado que el único


modo de llegar a obtener el interés colectivo consiste en salvaguardar los intereses personales, queda demostrado y suficientemente probado que lo más importante, en materia de sociabilidad y economía, es favorecer, ante todo, el interés personal. Por lo tanto, tengo razón al decir que la única verdad social es la verdad natural, es el individuo, soy yo. El dogma individualista es el único dogma fraterno No quiero ni oír hablar de la revelación, de la tradición, de las filosofías china, fenicia, egipcia, hebraica, griega, romana, tedesca o francesa; fuera de mi fe o de mi religión, de las que no debo rendir cuentas a nadie, no sé qué hacer con las divagaciones de los antepasados; yo no tengo antepasados. Para mí, la creación del mundo data del día de mi nacimiento; para mí, el fin del mundo debe cumplirse el da en que devuelva a la tierra mi cuerpo y el aliento que constituyen mi individualidad. Yo soy el primer hombre, yo seré el último. Mi historia es el resumen de la historia de la humanidad; yo no conozco, no quiero conocer otra cosa. Cuando sufro ¿qué satisfacción me proporciona la alegría ajena? Cuando gozo ¿qué ganan de mis placeres aquellos que sufren? ¿Qué me importa lo que se ha hecho antes de mí? ¿En qué me afecta aquello que se hará después de mí? No tengo que servir de holocausto al respeto de las generaciones extintas, ni de ejemplo a la posteridad. Yo me encierro en el ciclo de mi existencia y el único problema que tengo que resolver es el de mi bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene sino una fórmula, esta fórmula no tiene más que una palabra: GOZAR. Honesto quien la reconoce; impostor quien la niega. Es la del individualismo crudo, del egoísmo innato: no lo niego en absoluto, lo confieso, lo constato, me glorifico de ello. Traedme para que lo interrogue a aquel que podría sentirse herido y reprocharme. ¿Os causa algún daño mi egoísmo? Si

decís que no, no tenéis nada que objetar, porque soy libre en todo aquello que no puede dañaros. Si decís que sí, sois unos fulleros, porque mi egoísmo no es más que la simple apropiación de mí por mí mismo, un llamado a mi identidad, una protesta contra todas las supremacías. Si os sentís heridos por la realización de este acto de toma de posesión, por la conservación que llevo a cabo de mi persona —es decir, de la menos discutible de mis propiedades—, vosotros reconocéis que os pertenezco o como mínimo que tenéis miras sobre mí. Sois unos explotadores (u os estáis convirtiendo en tales), unos acaparadores, unos codiciosos de los bienes ajenos, unos ladrones. No hay camino intermedio. Es el egoísmo el que es de derecho o lo es el robo; es necesario que yo me pertenezca o es necesario que caiga en posesión de algún otro. Es inadmisible pedir que yo reniegue de mí mismo en provecho de todos, porque si todos deben renegar de sí como yo, nadie ganará en este estúpido juego más de lo que ya habrá perdido y, en consecuencia, quedará igual, es decir, sin provecho. Evidentemente, esto haría absurda la renuncia inicial. Y si la abnegación de todos no puede beneficiar a todos, necesariamente beneficiará a algunos en particular. Entonces, estos últimos serán los dueños de todo y también, probablemente, los que se dolerán de mi egoísmo. Pues bien, que se fastidien. Cada hombre es un egoísta; quien deja de serlo se convierte en un objeto. El que pretende que no necesita serlo, es un ladrón. ¡Ah!, sí, comprendo. La palabra suena mal: hasta ahora la habéis aplicado a aquéllos que no se contentan con sus propios bienes, a aquéllos que acaparan los bienes ajenos; pero aquellas personas pertenecen al orden humano, vosotros no. Al lamentaros de su rapacidad, ¿sabéis qué hacéis? Constatar vuestra imbecilidad. Hasta ahora habéis creído que existen tiranos. Y bien, os habéis


engañado, no hay sino esclavos: allí donde nadie obedece, nadie manda. Escuchad bien esto: el dogma de la resignación, de la abnegación, de la renuncia de sí mismo ha sido siempre predicado a los pueblos. ¿Qué resultó de ello? El papado y la soberanía por la gracia de Dios. ¡Oh! el pueblo se ha resignado, se ha anulado, durante mucho tiempo ha renegado de sí mismo. ¿Qué os parece? ¿Está bien eso? Por cierto, el mayor placer que pueda darse a los obispos un poco confundidos, a las asambleas que han sustituido al rey, a los ministros que han sustituido a los príncipes, a los gobernadores civiles que han sustituido a los duques —grandes vasallos—, a los subgobernadores que han sustituido a los barones —pequeños vasallos—, y a toda la secuela de funcionarios subalternos que hacen las veces de caballeros y nobiluchos del feudalismo; el mayor placer, digo, que pueda darse a toda esta nobleza de las finanzas, es volver a entrar cuanto antes en el dogma tradicional de la resignación, de la abnegación y del reniego de uno mismo. Encontraréis todavía entre ellos protectores que os aconsejarán el desprecio de las riquezas —y correréis el riesgo de que os despojen de ellas—, encontraréis entre ellos devotos que, por salvar vuestra alma, os predicarán la continencia —reservándose el derecho de consolar a vuestras mujeres, vuestras hijas o vuestras hermanas—. No está mal. Gracias a Dios, no carecemos de amigos devotos dispuestos a condenarse en nuestro lugar mientras nosotros seguimos el viejo camino de la beatitud, del cual ellos se mantienen cortésmente alejados, sin duda para no entorpecernos el camino. ¿Por qué todos estos continuadores de la antigua hipocresía ya no se sienten tan en equilibrio sobre los escaños creados por sus predecesores? ¿Por qué? Porque la abnegación se va y el individualismo arremete; porque el hombre se encuentra lo bastante hermoso como para osar tirar la máscara y mostrarse al fin tal cual es.

La abnegación es la esclavitud, la vileza, la abyección; es el rey, es el gobierno, es la tiranía, es el luto, es la guerra. El individualismo, al contrario, es la redención, la grandeza, la hidalguía; es el hombre, es el pueblo, es la libertad, es la fraternidad, es el orden.

El contrato monstruosidad

social

es

una

Que cada uno en la sociedad se afiance personalmente y sólo se confirme a sí mismo y la soberanía individual está fundada, el gobierno ya no tiene razón de ser, toda supremacía queda desvirtuada, el hombre es igual al hombre. Hecho esto, ¿qué queda? Queda todo lo que los gobiernos vanamente han tratado de destruir; queda la base esencial e imperecedera de la nacionalidad; queda la comunidad que todos los poderes perturban y desorganizan para hacerse con ella; queda la municipalidad, organización fundamental, existencia primordial que resiste a todas las desorganizaciones y a todas las destrucciones. La comunidad tiene su administración, sus jurados, sus órganos judiciales; y si no los tiene los improvisará. Por lo tanto, estando Francia municipalmente organizada por sí misma, también está democráticamente organizada de por sí. No hay, en cuanto al organismo interno, nada que hacer, todo está hecho; el individuo es libre y soberano en la nación. Ahora ¿debe la nación o la comunidad tener un órgano sintético y central para solventar ciertos intereses comunes, materiales y concretos, y para servir de interlocutor entre la comunidad y el exterior? Esto no es problema para nadie; y no veo que haya que inquietarse demasiado por aquello que todos admiten como racional y necesario. Lo que está en cuestión es el gobierno; pero un mecanismo funcional, una cancillería, debidos a la iniciativa de las comunidades autorreguladas, pueden constituir, si es


necesario, una comisión administrativa, no un gobierno. ¿Saben qué es lo que hace que un alcalde sea agresivo en una comunidad? La existencia del gobernador civil. Si se suprime a éste, y aquél se apoya únicamente sobre los individuos que lo han nombrado, la libertad de cada uno está garantizada. Una institución que depende de la comunidad no es un gobierno; un gobierno es una institución a la cual la comunidad obedece. No se puede llamar gobierno aquello sobre lo cual pesa la influencia individual; se llama gobierno a aquellos que aplasta a los individuos bajo el peso de su influencia. En una palabra, lo que está en cuestión no es el acto civil —del cual expondré próximamente la naturaleza y el carácter—, sino el contrato social. No hay, no puede haber, un contrato social, en primer término porque la sociedad no es un artificio, ni un hecho científico, ni una combinación de la mecánica; la sociedad es un hecho providencial e indestructible. Los hombres, como todos los animales de costumbres sociales, vive en sociedad por naturaleza. El estado natural del hombre es en sí el estado de sociedad; por lo tanto, es absurdo, cuando no infame, querer constituir con un contrato lo que está constituido de por sí y a título fatal. En segundo lugar, porque mi modo de ser social, mis actividades, mi fe, mis sentimientos, mis afectos, mis gustos, mis intereses, mis hábitos, cambian cada año, o cada mes, o cada día, o a veces varias veces al día, y no me complace comprometerme frente a nadie, ni de palabra, ni por escrito, a no cambiar de actividad, ni de convicción, ni de sentimiento, ni de afecto, ni de interés, ni de hábito; y declaro que si yo hubiera tomado un compromiso semejante no habría sido más que para romperlo. Y afirmo que si me lo hubieran hecho tomar por la fuerza, habría sido la más bárbara y al mismo tiempo la más odiosa de las tiranías.

A pesar de ello, la vida social de todos nosotros ha comenzado por contrato. Rosseau inventó esta cuestión, y desde hace sesenta años el genio de Rosseau se arrastra en nuestra legislación. Es en virtud de un contrato, redactado por nuestros padres y renovado últimamente por los grandes ciudadanos de la Constituyente, que el gobierno nos prohibe ver, oír, hablar, escribir o hacer nada fuera de aquello que nos permite. Tales son las prerrogativas populares cuya alienación da lugar a la constitución del gobierno. En lo que me atañe, yo pongo en discusión a éste y por otra parte dejo a los otros la facultad de servirlo, de pagarlo, de amarlo y finalmente de morir por él. Pero aún cuando el pueblo francés en pleno consintiera en ser gobernado en materia de educación, culto, finanzas, industria, arte, trabajo, afectos, gustos, hábitos, movimientos y hasta en su alimentación, yo declaro con todo derecho que su voluntaria esclavitud en nada empeña mi responsabilidad, así como su estupidez no compromete mi inteligencia. Y sin embargo, de hecho, su servidumbre se extiende sobre mí sin que me sea posible sustraerme a ella. No hay duda de ello, es notorio que la sumisión de seis, siete u ocho millones de individuos a uno o más hombres comporta mi propia sumisión a éste o a estos mismos hombres. Yo desafío a cualquiera a encontrar en este acto otra cosa que una insidia, y afirmo que en ningún período la barbarie de un pueblo ha ejercitado sobre la tierra un bandolerismo mejor caracterizado. En efecto, ver una coalición moral de ocho millones de siervos contra un hombre libre es un espectáculo de bellaquería, contra cuya barbarie no se podría invocar a la civilización sin ridiculizarla o convertirla en odiosa a los ojos del mundo. Pero yo no puedo creer que todos mis compatriotas sientan deliberadamente la necesidad de servir. Lo que yo siento todos deberían sentirlo; lo que yo pienso, todos deberían pensarlo; porque yo no soy ni más ni menos que un hombre; yo estoy en las mismas condiciones simples y


laboriosas de cualquier trabajador. Me sorprende y asusta encontrar a cada paso que doy en el camino, a cada pensamiento que acojo en mi mente, a cada empresa que quiero comenzar, a cada moneda que tengo necesidad de ganar, una ley o reglamento que me dice: no pasar de aquí; no pensar esto; no emprender aquello; aquí se deja la mitad de esa moneda. Frente a los múltiples obstáculos que se levantan por todas partes, mi espíritu intimidado se hunde en el embrutecimiento: no sé hacia dónde volverme; no sé qué hacer; no sé en qué convertirme. ¿Quién ha agregado al flagelo de los desastres atmosféricos, a la polución del aire, a la insalubridad del clima, al rayo que la ciencia ha sabido domar, esta potencia oculta y salvaje, este genio malvado que espera a la humanidad desde la cuna para que sea devorada por la misma humanidad? ¿Quién? Los mismos hombres que, no teniendo bastante con la hostilidad de los elementos, además se han dado a los hombres por enemigos. Las masas, todavía demasiado dóciles, son inocentes de todas las brutalidades que se cometen en su nombre y en su perjuicio. Son inocentes, pero no ignorantes; creo que, como yo, las sienten y se indignan; creo que, como yo, se apurarían a suprimirlas; sólo que, no distinguiendo bien las causas, no saben cómo actuar. Yo estoy intentando esclarecerlas sobre uno u otro punto. Comencemos por señalar a los culpables. De la actitud de los partidos y de sus periódicos La soberanía popular no tiene órganos en la prensa francesa. Diarios burgueses o nobles, sacerdotales, republicanos, socialistas: ¡Servidumbre! Domesticidad pura; lustran, friegan, desempolvan los arreos de algún caballo político a la espera de un torneo del cual el poder es el premio —del cual, en consecuencia, mi servidumbre, la servidumbre del pueblo, son el premio—.

Exceptuada La Presse que, a veces, cuando sus redactores olvidan su orgullo para permanecer altivos, sabe encontrar alguna elevación de sentimientos; exceptuada La Voix du Peuple que, de tanto en tanto, sale de la vieja rutina para arrojar alguna luz sobre los intereses generales, no puedo leer un diario francés sin sentir por quien lo ha escrito una gran piedad o un profundo desprecio. Por una parte, veo venir al periodismo gubernativo, al periodismo poderoso gracias al oro del impuesto y al hierro del ejército, aquel que tiene la cabeza ceñida por la investidura de la autoridad suprema y que tiene en sus manos el cetro que esta investidura consagra. Lo veo venir con la llama en el ojo, la espuma en los labios, los puños cerrados como un rey del foro, como un héroe del boxeo, que acusa a su gusto y con una perversidad brutal a un adversario desarmado contra el cual lo puede todo y del cual no tiene nada, absolutamente nada que temer; tratándolo de ladrón, de asesino, de incendiario. Lo cerca como a una bestia feroz, negándole la comida, arrojándolo en las prisiones sin decirle por qué y aplaudiéndose por lo que hace, alabándose de la gloria que obtiene, como si luchando contra gente desarmada arriesgase algo y corriese algún peligro. Esta cobardía me rebela. Por la otra parte, se presenta el periodismo de la oposición, esclavo grotesco y mal educado; que gasta su tiempo en quejarse, en lloriquear y en pedir gracia; que a cada escupida que recibe, a cada bofetada que le propinan, dice: vosotros os comportáis mal conmigo, no sois justos, no he hecho nada para ofenderos. Y replica estúpidamente a las acusaciones que le dirigen como si se tratara de cosas legítimas. No soy un ladrón, no soy un asesino, tampoco soy un incendiario; venero la religión, amo la familia, respeto la propiedad; sois más bien vosotros quienes despreciáis todas estas cosas. Yo soy mejor que vosotros y sin embargo me oprimís. No sois justos. ¡Esta bajeza me indigna!


Contra polemistas semejantes a estos que encuentro en la oposición, comprendo la brutalidad del poder; la comprendo porque, después de todo, cuando el débil es abyecto, se puede olvidar su debilidad para no recordar sino su abyección. Ésta es una cosa irritante, algo que se tira y se tritura bajo el pie como se aplasta a un gusano de tierra. Y la abyección es algo que no comprendo en un grupo de hombres que se llaman democráticos y que hablan en nombre del pueblo, principio de toda grandeza y de toda dignidad. Aquel que habla en nombre del pueblo, habla en nombre del derecho; ahora, yo no comprendo que el derecho se irrite, no comprendo que se digne a discutir con la injusticia y menos aún puedo comprender que descienda hasta el lamento y la súplica. Se sufre la opresión, pero no se discute con ella cuando se quiere que muera; porque discutir es transigir. El poder es instituido; vosotros os habéis puesto (todo el país se ha puesto, gracias a vuestro adorables consejos e iniciativas) a disposición de algunos hombres. Estos hombres usan de la fuerza que les habéis dado; la usan contra vosotros ¿Y vosotros os compadecéis? ¿Qué pensabais? ¿Que se servirían de ella contra sí mismos? No pudisteis pensar esto; por tanto, ¿de qué os quejáis? El poder debe necesariamente ejercitarse en provecho de aquellos que lo tienen y en perjuicio de los que carecen de él; no es posible ponerlo en movimiento sin dañar a una parte y favorecer a la otra. ¿Qué haríais vosotros si fueseis investidos de él? O no lo usaríais para nada (lo cual equivaldría pura y simplemente a renunciar a la investidura), o lo usaríais en vuestro beneficio y en detrimento de aquellos que lo tienen ahora y que no lo tendrían más. Entonces cesaríais de lamentaros, de lloriquear y de pedir clemencia para asumir el rol de aquellos que os insultan y para pasarles a ellos el vuestro. Pero, ¿qué me importa a mí que la cosa se dé vuelta? A mí, que nunca tengo el poder y que sin embargo lo hago; a mí, que pago dinero al opresor,

cualquiera que sea y de dondequiera que venga; que, de alguna manera, soy siempre el oprimido. ¿Qué me importa a mí este columpio que alternativamente abate y exalta la cobardía y la abyección? ¿Qué tengo que decir del gobierno y de la oposición, sino que ésta es una tiranía en formación y aquél una tiranía de hecho? ¿Por qué despreciaré más a este campeón que al otro, cuando ambos no se ocupan sino de edificar sus placeres y sus fortunas sobre mis dolores y mi ruina? El poder es el enemigo No hay periódico en Francia que no sostenga a un partido, no hay partido que no aspire al poder, no hay poder que no sea enemigo del pueblo. No hay periódico que no sostenga a un partido, porque no hay periódico que se eleve a aquel nivel de dignidad popular donde impera el tranquilo y supremo desprecio de la soberanía. El pueblo es impasible como el derecho, altivo como la fuerza, noble como la libertad; los partidos son turbulentos como el error, iracundos como la impotencia, viles como el servilismo. No hay partido que no aspire al poder, porque un partido es esencialmente político y se forma, en consecuencia, de la esencia misma del poder, origen de toda política. Ya que si un partido cesara de ser político, cesaría de ser un partido y entraría de nuevo en el pueblo, es decir, en el orden de los intereses, de la producción, de la actividad industrial y de los intercambios. No hay poder que no sea enemigo del pueblo, porque cualesquiera que sean las condiciones en las cuales se pone, cualquiera que sea el hombre que esté investido de él, de cualquier modo como se lo llame, el poder es siempre el poder, es decir, el signo irrefutable de la abdicación de la soberanía del pueblo y la consagración de un dominio supremo. La Fontaine lo ha dicho antes que yo: el patrón es el enemigo.


El poder es el enemigo en el orden social y en el orden político. En el orden social: Porque la industria agrícola, sustento de todas las industrias nacionales, es aplastada por los impuestos con que la grava el poder y devorada por la usura (desembocadura fatal del monopolio financiero), cuyo ejercicio es garantizado por el poder a sus discípulos o agentes. Porque el trabajo, es decir la inteligencia, es expropiado por el poder, ayudado de sus bayonetas, en provecho del capital (elemento tosco y estúpido en sí), que sería lógicamente la palanca de la industria si el poder no impidiera la asociación directa entre capital y trabajo. Y que de palanca se convierte en féretro debido al poder que lo separa de éste, poder que no paga sino la mitad de lo que debe y que, cuando no paga en absoluto, tiene —por su uso de las leyes y los tribunales—, alguna institución gubernativa dispuesta a aplazar por muchos años la satisfacción del apetito del trabajador perjudicado. Porque el comercio está amordazado por el monopolio de los bancos —del cual el poder tiene la llave— y estrechamente atado por el nudo corredizo de una reglamentación entorpecedora —producto también del poder—. Y este comercio debe enriquecerse indirectamente, en forma fraudulenta, sobre la cabeza de mujeres y niños, mientras le está prohibido arruinarse bajo pena de infamia (contradicción ésta que sería un certificado de idiotismo si no fuera porque existe en el pueblo más espiritual de la tierra). Porque la enseñanza está cincelada, recortada y reducida a las restringidas dimensiones del modelo confeccionado por el poder, de tal forma que toda inteligencia que no lleva su marca es como si no existiese. Porque quien no va al templo, ni a la iglesia, ni a la sinagoga, debido a la interferencia del poder paga el templo, la iglesia y la sinagoga. Porque —para decirlo todo en pocas palabras—, es criminal quien no oye, ve, habla, escribe, piensa ni actúa tal como el

poder le impone oír, ver, hablar, escribir, pensar, actuar. En el orden político: Porque los partidos sólo existen y desangran al país con y por el poder. No es el jacobinismo lo que temen los legitimistas, los orleanistas, los bonapartistas, los moderados: es el poder de los jacobinos. No es al legitimismo a quien combaten los jacobinos, los orleanistas, los bonapartistas, los moderados: es el poder de los legitimistas. Asimismo, todos aquellos partidos a los que veis moverse sobre la superficie del país como flota la espuma sobre un líquido en ebullición, no se han declarado la guerra a causa de sus disidencias doctrinales, sino justamente a causa de su común aspiración al poder. Si cada uno de estos partidos supiera con certeza que sobre él no caerá el peso del poder de alguno de sus enemigos, el antagonismo cesaría instantáneamente, como cesó el 24 de febrero de 1848, en la época en que el pueblo, habiendo destruido el poder, desbordó a los partidos. De ello se deduce que un partido, sea cual sea, sólo existe y es temido porque aspira al poder. Y si quien carece del poder no constituye un peligro, en consecuencia es verdad que cualquiera que tenga el poder es automáticamente peligroso; de donde queda abundantemente demostrado que no existe otro enemigo público que el poder. Por lo tanto, social y políticamente hablando, el poder es el enemigo. Y, como más adelante demostraré que todos los partidos aspiran al poder, resulta que cada partido es premeditadamente un enemigo del pueblo. El pueblo no hace más que perder su tiempo y prolongar sus sufrimientos haciendo suyas las luchas de gobiernos y partidos Es así como se explica la ausencia de todas las virtudes populares en el seno de los gobiernos y de los partidos; es así como, en estos grupos nutridos de pequeños odios, de miserables rencores,


de mezquinas ambiciones, el ataque ha caído en la bellaquería y la defensa en abyección. Es necesario matar al periodismo corrompido. Es necesario destituir a estos amos sin nobleza que tienen miedo de convertirse en siervos y expulsar a estos siervos sin audacia que esperan llegar a ser amos. Para comprender la urgencia de desembarazarse del periodismo, el pueblo debe ver claramente dos cosas: En primer término, que al intervenir en las luchas entre gobiernos y entre partidos, dirigiendo su actividad hacia la política en vez de aplicarse a sus intereses materiales, lo único que consigue es descuidar sus asuntos y prolongar sus sufrimientos. En segundo lugar, que no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún partido. En efecto —tal como luego demostraré de modo más preciso—, se puede afirmar que un partido, despojado de esta apariencia y de ese prestigio patrióticos de los cuales se circunda para enredar a los tontos, no es sino un hatajo de ambiciosos a la caza de cargos. Esto es tan cierto que a los monárquicos sólo les ha parecido soportable la República a partir del momento en que ellos ocuparon las funciones públicas, y estoy segurísimo que no pedirán jamás el restablecimiento de la Monarquía si se les deja ocupar en paz todos los cargos de dicha República. Esto es tan cierto que los republicanos únicamente han encontrado soportable la Monarquía a partir del momento en que, bajo el nombre de República, ellos la gestionaron y administraron. En fin, es tan cierto que el partido burgués ha hecho la guerra a los nobles desde 1815 a 1830 porque los burgueses eran mantenidos a distancia de los cargos importantes; que los nobles y republicanos han hecho la guerra a los burgueses desde 1830 hasta 1848 porque a unos y a otros les estaba vedado el acceso a esos mismos cargos y que, después del advenimiento al poder de los

monárquicos, el mayor reproche que les han formulado los republicanos es el haber destituido funcionarios de esta escuela, reconociendo así, de una manera conmovedora, que para ellos la República es una cuestión marginal. Por la misma razón por la cual un partido se mueve para apropiarse de los cargos o del poder, el gobierno, que está provisto de éstos, se activa para conservarlos. Pero un gobierno se encuentra circundado de un aparato de fuerzas que le permite acosar, perseguir, oprimir a aquellos que quieren despojarlo. Y el pueblo, que de rebote sufre las medidas opresivas provocadas por la agitación de los ambiciosos —y cuya alma generosa se abre a las tribulaciones de los oprimidos—, suspende sus asuntos, marca un alto en el camino progresivo que recorre, se informa de lo que se dice, de lo que se hace, se calienta, se irrita y finalmente presta su fuerza para contribuir a la caída del opresor. Pero el pueblo, al no haber peleado por sus propios intereses, ha vencido sin provecho —amén que, como explicaré más adelante, el pueblo no tiene necesidad de combatir para triunfar—. Puesto al servicio de los ambiciosos, su brazo ha empujado al poder a una nueva pandilla en lugar de la anterior. Poco después, al convertirse a su vez los antiguos opresores en oprimidos, el pueblo —que, como antes, vuelve a recibir el contragolpe de las medidas provocadas por la agitación del partido vencido, y cuya gran alma, como siempre, se abre a las tribulaciones de las víctimas—, suspende de nuevo sus asuntos y termina por prestar su fuerza a los ambiciosos una vez más. En definitiva, en este juego brutal y cruel, el pueblo no hace más que perder su tiempo y agravar su situación; se empobrece y sufre. No avanza un solo paso. Admitiré sin repugnancia que las fracciones populares (que son todo sentimiento y pasión) difícilmente se contienen cuando el aguijón de la tiranía las hiere demasiado intensamente; pero está demostrado que dejarse arrastrar por


la codiciosa impaciencia de los partidos sólo empeora las cosas. Está probado, además, que el mal del cual tiene que lamentarse el pueblo le es causado por los grupos que, sólo por el hecho de no obrar como él, obran contra él. Los partidos deben cesar en su inquinidad en nombre de ese mismo pueblo al que oprimen, empobrecen, embrutecen y habitúan a no hacer otra cosa más que lamentarse. No hay que contar con los partidos. El pueblo no debe contar más que consigo mismo. Sin retroceder demasiado en nuestra historia, tomando solamente las páginas de los dos últimos años transcurridos, es fácil ver que la turbulencia de los partidos ha sido la primera causa de todas la leyes represivas que se han sancionado. Sería largo y fastidioso hacer aquí la lista, pero para respetar la exactitud de los hechos históricos debo decir que, desde 1848, sólo puede citarse una medida tiránica que no se apoyó sobre provocaciones de partido, sino que fue debida a la sola voluntad del poder: es aquella cuya ejecución M. Ledru-Rollin impuso a sus prefectos. Desde esa época las prerrogativas populares han ido desapareciendo una a una, debido al abuso que de ellas hizo la impaciencia de los ambiciosos, expresada a través de maniobras agitativas. No pudiendo el poder discriminar, la ley inflige a la totalidad golpes que sólo deberían sufrir los provocadores: el pueblo es oprimido y la culpa no es sino de los partidos. Si por lo menos los partidos no sintieran que el pueblo los respalda; si éste, ocupado en sus intereses materiales, de sus actividades industriales, de su comercio, de sus negocios, ahogara con su indiferencia e inclusive con su desprecio esa baja estrategia que se llama política; si tomara, con respecto a esta agitación psicológica, la actitud que tomó el 13 de junio frente a la agitación material, los partidos, aislados de improviso, cesarían de agitarse; se extinguirían inmediatamente, se disolverían poco a poco en el seno del pueblo y, en fin,

desaparecerían. Y el gobierno —que no existe sino por la oposición, que no se alimenta sino de los problemas que los partidos suscitan, que no tiene razón de ser más que por los partidos, que, en una palabra, desde hace cincuenta años no hace más que defenderse y que, si no se defendiera más, cesaría de existir— el gobierno, digo, se pudriría como un cuerpo muerto; se disolvería por sí mismo y la libertad estaría fundada. El pueblo no tiene nada que esperar de ningún partido Pero la desaparición del gobierno, el aniquilamiento de la institución gubernativa, el triunfo de la libertad de la cual todos los partidos hablan, en verdad no satisfaría el interés de éstos. Ya he probado abundantemente que todo partido, por su propia naturaleza, es esencialmente gubernativo (característica ésta que se procura ocultar al pueblo con el mayor cuidado). En efecto, en su cotidiano polemizar se da a entender que el gobierno obra mal, que su política es mala, pero que podría obrar mejor, que su política podría ser mejor. Al fin de cuentas, cada periodista transluce en sus artículos este pensamiento: ¡Si yo estuviera allí, ya veríais cómo se gobierna! ¡Y bien! Veamos si verdaderamente hay un modo ecuánime de gobernar; veamos si es posible crear un gobierno dirigente y de iniciativa propia, un poder, una autoridad, sobre las bases democráticas del respeto al individuo. Me interesa examinar a fondo esta cuestión, porque hace poco he dicho que el pueblo no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún partido y por lo tanto me apresuro a demostrarlo. Henos aquí en 1852; el poder que esperáis obtener, vosotros montañeses, socialistas, moderados —me da lo mismo—, lo tenéis. Me complace ver que la mayoría está orientada hacia las izquierdas. ¡Sed bienvenidos! Por favor, ¿queréis explicarme cómo concebís vosotros lo que se ha de hacer?


Deseo ignorar vuestras divisiones internas; me abstengo de ver entre vosotros a Girardin, Proudhon, Louis Blanc, Pierre Leroux, Considerant, Cabet, Raspail o sus discípulos; supongo que reina entre vosotros una perfecta unión (si supongo lo imposible, es porque quiero, ante todo, simplificar el razonamiento). De modo que aquí os tenemos, todos de acuerdo. ¿Qué haréis? Liberación de todos los prisioneros políticos; amnistía general. Bien. Sin duda no haréis una excepción con los príncipes... Así demostraréis temer la fuerza de sus partidarios —y este temor traicionará un defecto vuestro, el de reconocer que bien se los podría preferir en lugar vuestro, reconocimiento que implicaría vuestra incertidumbre acerca del hecho de cumplir con el bien general— . Las injusticias, una vez reparadas en el orden político, siguen deteriorando la economía y la vida social. Vosotros no presentaréis bancarrota, por supuesto. El honor nacional, que entendéis a la manera de Garlier, 45 centésimos, os impondrá respetar la Bolsa en detrimento de 35 millones de contribuyentes, ya que el débito creado por las monarquías tiene un carácter demasiado noble como para que el pueblo francés no deba desangrarse 450 millones anuales en provecho de un puñado de especuladores. Por lo tanto, comenzaréis por salvar el débito: pobres, pero honrados. Estas dos calificaciones no concuerdan en particular con los tiempos que corren; pero, en fin, vosotros actuáis todavía como en los viejos tiempos y que el pueblo, endeudado como antes, piense lo que quiera. Pero, ahora que lo pienso, vosotros debéis ante todo privilegiar a los pobres, a los trabajadores, a los proletarios; llegáis con una ley de contribución sobre los ricos. ¿Proclamáis la libertad ilimitada de prensa? Esto os está prohibido. Si cambiáis la base de los impuestos, si tocáis la fortuna pública, os expondréis a

una discusión de la cual no saldréis bien parados. Personalmente, me siento dispuesto a probar con toda claridad vuestra impericia acerca de este punto, así como la necesidad de vuestra conservación os obligará imperiosamente a hacerme callar (con lo cual haréis muy bien). Por lo tanto, a causa de las finanzas, la prensa no será libre. Ningún gobierno que se inmiscuya con los grandes intereses puede proclamar la libertad de prensa; eso le está expresamente prohibido. Las promesas no os faltarán; pero prometer no es cumplir y si no preguntad al señor Bonaparte. Evidentemente, vosotros conservaréis el ministerio de educación y el monopolio universitario; sólo que dirigiréis la enseñanza exclusivamente en el sentido filosófico, declarando una guerra feroz al clero y a los jesuitas —lo cual me convertirá en jesuita contra vosotros, como me hago filósofo contra el señor Montalembert, en nombre de mi libertad, que consiste en ser lo que me place sin que vosotros ni los jesuitas tengáis nada que ver en ello—. ¿Y el culto? ¿Aboliréis el ministerio de culto? Lo dudo. Me imagino que, en el interés de los gobernómanos, crearéis ministerios más que suprimirlos. Habrá un ministerio de culto como hoy y yo pagaré el cura, el ministro y el rabino, a pesar de que no voy a misa, ni a la prédica ni a la cena. Conservaréis el ministerio de comercio, el de agricultura, el de obras públicas. Y sobre todo el de interior, porque tendréis prefectos, subprefectos, una policía del Estado, etc. Y mientras conserváis y dirigís todos estos ministerios —que constituyen precisamente la tiranía de hoy—, continuaréis diciendo todavía que la prensa, la instrucción, el culto, el comercio, las obras públicas, la agricultura son libres. ¿Qué haréis entonces que no hagáis hoy? Yo os lo diré: en vez de atacar, os defenderéis. No veo para vosotros más recurso que cambiar todo el personal de las


administraciones y de las oficinas y obrar con respecto a los reaccionarios como los reaccionarios obran respecto a vosotros. Pero esto, ¿no se llama gobernar? Este sistema de represalias, ¿no constituye el gobierno? Si debo juzgar por lo que sucede desde hace casi sesenta años, me doy clara cuenta de lo único que haréis convirtiéndoos en gobernantes... Afirmo que gobernar no es otra cosa que luchar, vengarse, castigar. Ahora, si vosotros no os dais cuenta que es sobre nuestras espaldas que sois azotados y que azotáis a vuestros adversarios, nosotros, por nuestra parte, no sabemos disimularlo, y creemos que el espectáculo debe llegar a su fin. Para resumir toda la impotencia de un gobierno, cualquiera que sea, en cuanto a lograr el bien público, diré que ningún bien puede surgir sin reformas. Pero cada reforma constituye necesariamente una libertad, cada libertad, una fuerza adquirida por el pueblo y, a su vez, un atentado a la integridad del poder. De ello se sigue que el camino de las reformas — que para el pueblo es el de la libertad— para el poder es fatalmente el de la decadencia. Por lo tanto, si vosotros decís que queréis el poder para hacer reformas, admitid al mismo tiempo que queréis alcanzarlo con la finalidad premeditada de abdicar de él... Y como no soy tan estúpido de creeros tan poco ingeniosos, advierto que sería contrario a todas las leyes naturales y sociales —y principalmente la de la propia conservación, que ningún ser puede dejar de lado— que hombres investidos de la fuerza pública se despojaran por su propia voluntad de la investidura y del derecho principesco que les permite vivir en el lujo sin producirlo. ¡Id a contar vuestras patrañas a otra parte! Vuestro gobierno no puede tener más que un objetivo: vengarse del anterior; exactamente como el que os siga no podrá tener sino una finalidad: vengarse de vosotros. La industria, la producción, el comercio, los asuntos del pueblo, los intereses de la multitud no pueden

florecer en medio de estas luchas. Yo propongo que se os deje solos para que os rompáis bien la cara, de modo que nosotros podamos dedicarnos a nuestros asuntos. Si la prensa francesa quiere ser digna del pueblo al cual se dirige, debe cesar de hacer sofismas en torno a los asuntos deplorables de la política. Dejad que sean los retóricos quienes fabriquen a su gusto leyes que los intereses y las costumbres desbordarán. Por favor, no interrumpáis con vuestros cacareos inútiles el libre desarrollo de los intereses y la manifestación de las costumbres. La política no ha enseñado nunca a nadie el medio de ganarse honradamente su pan; sus preceptos no han servido más que para estimular la poltronería y dar coraje al vicio. Por lo tanto, no nos habléis más de política. Llenad vuestras columnas con estudios económicos y comerciales; decidnos qué se ha inventado de útil; qué se ha descubierto en cualquier país que sea material o moralmente provechoso para el acrecentamiento de la producción y el aumento del bienestar; tenednos al corriente de los progresos de la industria, de modo que encontremos, a través de estas informaciones, el modo de ganarnos la vida y de vivirla en un ambiente confortable. Todo esto nos importa mucho más que vuestras estúpidas disertaciones acerca del equilibrio de los poderes y sobre la violación de una Constitución que — hablando francamente— ni aún virgen me parece muy digna de mi respeto. Del electorado universal

político

o

sufragio

Lo que acabo de decir me lleva naturalmente al examen de las causas que originan todos estos vicios. Estas causas, para mí, deben buscarse en las elecciones. Desde hace dos años y por sórdidas razones de las que —quiero creer— los partidos no se dan cuenta, se mantiene al pueblo en la convicción de que no llegará a la soberanía y al bienestar sino con la


ayuda y la intervención de representantes regularmente elegidos. El voto —tesis municipal aparte— puede conducir al pueblo a la libertad, a la soberanía, al bienestar, tanto como la entrega de todo lo que posee puede conducir a un hombre a la fortuna. Quiero decir con esto que el ejercicio del sufragio universal, lejos de garantizarla, no es sino la cesión pura y simple de la soberanía. Las elecciones, de las cuales los sofistas de la última revolución han hablado tanto y tan seriamente; las elecciones, si se las antepone a la libertad, son como el fruto antes que la flor; como la consecuencia antes que el principio; como el derecho antes que el hecho: la más solemne estupidez que se haya podido imaginar en cualquier tiempo y país. Aquellos que se han permitido, aquellos que han tenido la audacia de llamar al pueblo a votar antes de permitirle consolidarse en su libertad, no sólo han abusado groseramente de la inexperiencia de éste y de la docilidad temerosa que una larga dependencia ha impreso en su carácter; sino también, dándole órdenes y declarándose, por este solo hecho, superiores a él, han desconocido las reglas elementales de la lógica —ignorancia que debía conducirlos a caer víctimas de su infernal artilugio, impeliéndolos a errar tristemente en el exilio empujados por el resultado del sufragio universal—. Un hecho extraño —y sobre el cual debo reclamar la atención del lector, sobre todo en interés de la demostración que seguirá— es que el sufragio universal se ha volcado en ventaja de sus enemigos declarados, esto es, en provecho de los servidores las monarquías. El pueblo ha dado las gracias a aquellos que lo habían esclavizado; les ha otorgado, con su voto, el derecho a darle caza con red y señuelo, al acecho o persiguiéndole, al tiro libre o con trampa, con la ley por arma y con sus semejantes por perros de presa. Creo que me está permitido no aceptar sin examen esta pretendida "panacea" de la democracia a la que se llama electorado o sufragio universal, cuando observo que

ésta destruye a aquellos que le han dado existencia y que vuelve omnipotentes a quienes la han torturado desde su nacimiento. Asimismo, declaro que la combato como se combate a una cosa maléfica, a una monstruosidad sin proporciones. El lector ya habrá comprendido que aquí no se trata de contestar un derecho popular, sino de corregir un error fatal. El pueblo tiene todos los derechos imaginables. Yo me atribuyo por mi parte todos los derechos, inclusive el de quemarme el cerebro o el de tirarme al río. Sin embargo —aparte de que el derecho a mi destrucción, al salirse de la ley natural, deja de llamarse un derecho para convertirse en una anomalía del derecho, en una forma de desesperación—, ni aún esta exaltación de la norma (que llamaré también un derecho a fin de facilitar el razonamiento) en caso alguno podría darme la facultad de hacer sufrir a mis semejantes la suerte que me toca sufrir personalmente. ¿Es así también en cuanto al derecho a votar? No. En este caso, el votante arrastra en su mismo suerte también al que se abstiene. Yo me obstino en creer que los electores no saben que se suicidan civil y socialmente yendo a votar: un viejo prejuicio los enajena de sí mismos y el hábito que tienen de aceptar el gobierno les impide ver lo que les conviene mirar por sí mismos. Pero suponiendo, por el método del absurdo, que los electores que abandonan sus asuntos, que descuidan sus intereses más urgentes para ir a votar, sean conscientes de esta verdad, vale decir que, con el voto, se despojan de su libertad, de su soberanía, de su fortuna, en favor de sus elegidos que, en adelante, dispondrán de las mismas; suponiendo que acepten esto y consientan libre pero locamente ponerse a disposición de sus mandatarios, no veo por qué su alienación deba comportar la de sus semejantes. No veo, por ejemplo, cómo ni por qué los tres millones de franceses que no votan jamás son objeto de la opresión legal o arbitraria que hace pesar sobre el país un gobierno


constituido por los siete millones de electores votantes. No veo, en una palabra, por qué debe suceder que un gobierno que yo no he hecho, ni he querido hacer, ni consentiría jamás en hacer, venga a pedirme obediencia y dinero, bajo el pretexto de que está autorizado por sus artífices. Hay aquí, evidentemente, un engaño sobre el objeto, acerca del cual es importante explicarse, y es lo que estoy por hacer. Pero primero haré la reflexión siguiente, que me sugirió el advenimiento electoral del 28 del corriente mes. Cuando se me ocurrió publicar este diario, no elegí el día adecuado, ni pensé en las elecciones que se preparaban; por otra parte mis ideas son demasiado elevadas para que puedan nunca adecuarse a las circunstancias y las eventualidades. Además, suponiendo dañoso para algún partido el efecto de la presente exposición —suposición bien gratuita por cierto—, una voz de más o de menos a derecha o a izquierda no cambiará la situación parlamentaria. Y, después de todo, que no se alarmen si bajo el golpe de mis argumentos el sistema parlamentario se derrumba entero. Dado que es precisamente dicho sistema el que combato, esto me impedirá al menos ir más lejos. Por otra parte, mucho más importante que saber si estoy inquietando a los fanáticos del sufragio universal o a los que lo aprovechan, es asegurarme de que mis doctrinas se apoyan en la razón universal; y, por lo que se refiere a este último punto, estoy absolutamente tranquilo. Oso decir que, si no tuviera la garantía absoluta de la oscuridad de mi nombre contra el ataque de los que se nutren del electorado, en la solidez de mis deducciones encontraría todavía un refugio donde la prudencia les impediría venirme a buscar. Los partidos acogerán este diario con desprecio; según mi opinión, es la cosa más sabia que pueden hacer. Se verían obligados a tenerle demasiado respeto si no lo desdeñaran. Este diario no es el diario de un hombre, es el diario del HOMBRE o no es nada.

Las elecciones no son y no pueden ser actualmente más que un fraude y una expoliación Dicho esto, afrontaré la situación sin preocuparme de los sentimientos de miedo o de los sueños de esperanza que podrán empujar de vez en cuando a mi favor o en mi contra a los evocadores de la monarquía y los profetas de la dictadura. Usando de la inalienable facultad que me dan mi título de ciudadano y de mi interés de hombre, y razonando sin pasión así como sin debilidad; austero como mi derecho, calmo como mis pensamientos, diré: Cada individuo que, en el presente estado de las cosas, pone en la urna electoral una papeleta para la elección de un poder legislativo o de un poder ejecutivo es —si no voluntariamente, al menos por desconocimiento, si no directamente, al menos indirectamente—, un mal ciudadano. Ratifico lo dicho sin quitarle ni una sílaba. Al presentar la cuestión de este modo, me desembarazo de una sola vez de los monárquicos, que persiguen la realización del monopolio electoral, y de los gubernamentalistas republicanos, que hacen de la formación de los poderes políticos un producto del derecho común; en realidad caigo, no en el aislamiento — que, por otra parte, me preocuparía poco—, sino en medio del vasto núcleo democrático —más de un tercio de los electores inscritos— que protesta, con una abstención continua, contra la indigna y miserable suerte que le hacen sufrir, desde hace más de dos años, la hedionda ambición, y la no menos hedionda rapiña de los partidos y de los vividores. Sobre 353.000 electores inscritos en el departamento del Sena, solamente 260.000 han tomado parte en la votación del 10 de marzo pasado, a pesar de que el número de las abstenciones esta vez ha sido menos elevado que en las elecciones precedentes. Y siendo París un centro político más activo que los demás y


conteniendo, en consecuencia, menos indiferentes que la provincia, es exacto decir que los poderes políticos se forman sin la participación de más de un tercio de los ciudadanos del país. Es a ese tercio al que me dirijo. Porque allí, se convendrá en ello, no existen el miedo que vota bajo el pretexto de conservar, ni la ignorancia servil que vota por votar; allí existe la serenidad filosófica que fundamenta en una conciencia apacible el trabajo útil, la producción no interrumpida, el mérito oscuro, el coraje modesto. Los partidos han calificado de malos ciudadanos a estos sabios y serios filósofos de los intereses materiales, que se mezclan a las saturnales de la intriga. Los partidos tienen horror a la indiferencia política, metal sin poros que ninguna dominación puede corroer. Es tiempo de prestar atención a estos legionarios de la abstención, porque es entre ellos que se encuentra la democracia; es entre ellos que reside la libertad, tan exclusivamente, tan absolutamente, que esta libertad no será alcanzada por la nación sino el día en que el pueblo entero imite su ejemplo. Para aclarar la demostración que estoy haciendo, debo examinar dos cosas: primero, ¿cuál es el objetivo del voto político? Segundo, ¿cuál debe ser inevitablemente su resultado? El voto político tiene un doble objetivo, directo e indirecto. El primero es constituir un poder; el segundo es —una vez constituido éste— liberar a los ciudadanos y reducir las cargas que pesan sobre ellos; y además, hacerles justicia. Éste es, si no me equivoco, el objetivo reconocido del voto político, en cuanto al interior. Aquí no está en cuestión lo que atañe al exterior. Por tanto, yendo a votar y por el solo hecho del voto, el elector reconoce que no es libre y atribuye a aquel a quien vota la facultad de liberarlo; confiesa que está oprimido y admite que el poder tiene la fuerza de volverlo a levantar; declara querer la institución de la justicia y concede a sus delegados toda autoridad para juzgarlo.

Muy bien. Pero reconocer a uno o más hombres estas capacidades, ¿no es poner mi libertad, mi fortuna y mi derecho fuera de mí? ¿No es admitir formalmente que éste o estos hombres —que pueden liberarme, volver a levantarme, juzgarme—, son capaces asimismo de oprimirme, arruinarme, juzgarme mal? E inclusive les es imposible hacer otra cosa, considerando que, al haberles sido transferidos todos mis derechos, yo ya no tengo ninguno y que protegiendo el derecho, no hacen sino protegerse a sí mismos. Si yo pido a algo a alguien, admito que éste tiene lo que yo le pido; sería absurdo que hiciese una petición para obtener lo que ya está en mi poder. Si tuviera el uso de mi libertad, de mi fortuna, de mi derecho, no iría a pedírselos a nadie. Si se los pido, probablemente es porque éste los posee y, si es así, no veo del todo claro qué lecciones mías tenga que recibir acerca del uso que considera oportuno darles. Pero, ¿cómo es que el poder se encuentra en posesión de lo que me pertenece? ¿Cómo lo ha conseguido? El poder, tomando por ejemplo aquello que tenemos delante, está constituido por el señor Bonaparte que, todavía ayer, era un pobre proscrito sin demasiada libertad y sin más dinero que libertad; por setecientos cincuenta Júpiteres tonantes que — vestidos como todos y no más bellos ciertamente—, hace unos meses hablaban con nosotros —y no mejor que nosotros, oso decirlo—; por siete u ocho ministros y sus acólitos, la mayor parte de los cuales, antes de tirar de las cuerdas de las finanzas, tiraban de la cola del diablo con tanta obstinación como un amanuense cualquiera. ¿Cómo ha sucedido que estos pobres desgraciados de ayer sean mis patrones de hoy? ¿Cómo es que estos señores detentan el poder al cual han sido enajenadas toda libertad, toda riqueza, toda justicia? ¿A quién hay que responsabilizar por las persecuciones, las imposiciones, las inquinidades que sufrimos todos nosotros? A los votantes, evidentemente.


La Asamblea Constituyente, que fue la que empezó a meternos en el baile; el señor Luis Bonaparte, que ha continuado la instrumentación; y la Asamblea Legislativa, que ha venido a reforzar la orquesta, todo esto no se ha hecho solo. No, todo esto es el producto del voto. A todos aquellos que han votado les corresponde la responsabilidad de lo que ha sucedido y de lo que seguirá. Nosotros, demócratas del trabajo y de la abstención, no aceptamos esta responsabilidad. No busquéis entre nosotros la solidaridad con las leyes opresivas, los reglamentos inquisitoriales, los asesinatos, las ejecuciones militares, los encarcelamientos, los traslados, las deportaciones... la crisis inmensa que aplasta al país. ¡Id a golpear vuestro pecho y a prepararos para el juicio de la Historia, maníacos del gobierno! Nuestra conciencia está tranquila. Ya es bastante que, por un fenómeno que repugna a toda lógica, suframos un yugo que sólo vosotros habéis fabricado; ya es bastante que hayáis empeñado, junto con lo que os pertenecía, lo que no os pertenecía —lo que debería ser inviolable y sagrado—: la libertad y la fortuna de los demás. El derecho de primogenitura y las lentejas del pueblo francés Y no os creáis, burgueses engañados, gentilhombres arruinados, proletarios sacrificados, no creáis que lo que sucedió pudo no haber sucedido si vosotros hubieseis nombrado a Pedro en lugar de Pablo, si vuestros votos hubiesen sido para Juan y no para Francisco. De cualquier modo que votéis os entregáis y quienquiera que sea el vencedor, su victoria os perjudica. A uno y a otro tendréis que pedírselo todo; por lo tanto, jamás volveréis a tener nada. Por otra parte, comprended bien que —y no es ciencia en absoluto, sino la pura y simple verdad—, si el mal hubiera venido únicamente de los reaccionarios, si los revolucionarios hubieran podido hacer vuestra fortuna, seríais riquísimos.

Porque todos los gobiernos, de Robespierre a Marat —sus almas ante Dios estén—, fueron revolucionarios; esta Asamblea que tenéis aquí, ante vuestros ojos, también se compone totalmente de revolucionarios. Nadie ha sido más revolucionario que el señor Thiers, el administrador de Nuestra Señora de Loreto. El señor Montalembert ha pronunciado discursos tales sobre la libertad absoluta que nadie podría hacerlos mejor. El señor Brryer ha conspirado desde 1830 hasta 1848. El señor Bonaparte ha hecho revoluciones por escrito, con las palabras y con las acciones; y no hablo de la Convención de la Montaña, cenáculo que por muchos meses ha tenido en sus manos los medios de gobierno para cubriros de un manto de opulencia. Todos los hombres han sido revolucionarios hasta que han formado parte del gobierno; pero también todos, cuando han formado parte del mismo, han sofocado la revolución. Yo mismo, si un día se os ocurriera entregarme el gobierno y si, en un momento de olvido o de vértigo, en vez de sentir piedad y desprecio por vuestra estupidez, aceptase el título de amparador del robo que habéis perpetrado contra vosotros mismos, ¡os juro por Dios que os las haría ver negras! ¿No os bastan las experiencias que habéis tenido? Sois bien duros de mollera. Justamente hace poco que habéis erigido un gobierno blanco cuyo único objetivo — y no podríais reprochárselo— es desembarazarse de los rojos. Si mañana hacéis un gobierno rojo, su único objetivo —¡y estaría bueno que lo encontraseis incorrecto!— será desembarazarse de los blancos. Pero los blancos no se vengan de los rojos ni los rojos de los blancos más que a golpes de leyes prohibitivas y opresivas. ¿Y sobre quién pesan estas leyes? Sobre aquellos que no son ni rojos ni blancos, o que son, a sus expensas, tanto rojos como blancos; sobre la multitud que no tiene ninguna culpa; así es que el pueblo está totalmente magullado por los golpes de maza que los partidos se propinan mutuamente.


Yo no critico al gobierno. Éste ha sido creado para gobernar y gobierna. Usa de su derecho y, haga lo que haga, opino que cumple con su deber. El voto, al darle el poder, implícitamente le ha manifestado: el pueblo es perverso, vuestra es la rectitud; aquél es pasional, a vos corresponde la moderación; aquél es estúpido, vos inteligente. El voto, que ha dicho esto a la mayoría actual, al presidente en funciones, volvería a decirlo —porque no puede decir otra cosa— a una mayoría cualquiera y a cualquier presidente. Por tanto, gracias al voto y a lo que consigo trae, el pueblo se pone en cuerpo y bienes a merced de sus elegidos para que éstos usen y abusen de la libertad y la fortuna que se les otorgan; entregada sin reservas, la autoridad no tiene límites. Diréis: ¡Pero la probidad! ¡Pero la discreción! ¡Pero el honor! ... Humo. Vosotros hacéis sentimentalismos cuando es necesario hacer números. Si invertís vuestros intereses sobre conciencias, invertís a fondo perdido: la conciencia es un utensilio a válvula. Reflexionad un instante sobre lo que hacéis. Vosotros os amontonáis en torno a un hombre como alrededor de una reliquia; besáis el borde de su manto; lo aclamáis hasta la sordera; lo cubrís de regalos; repletáis sus bolsillos de oro; os despojáis, en su provecho, de todas vuestras riquezas; le decís: Sed libre por encima de los libres, opulento por encima de los opulentos, fuerte por encima de los fuertes, justo por encima de los justos. ¿Y os imagináis que a continuación podréis controlar el uso que hace de vuestros regalos? ¿Os permitís criticar esto, desaprobar aquello, calcular sus gastos y pedirle cuentas? ¿Qué cuentas queréis que os rinda? ¿Habéis extendido la factura de lo que le habéis dado? ¿Vuestra contabilidad está en déficit? Y bien: no tenéis títulos contra él, la cuenta que queréis presentar no tiene base, no se os debe nada.

¡Ahora gritáis, hacéis ruido, amenazáis! Es un afán inútil. Vuestro deudor es vuestro dueño: inclinaos y pasad. En los cuentos bíblicos se dice que Esaú vendió su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. Los franceses lo hacen aún mejor: regalan su derecho de primogenitura y junto con él las lentejas. Lo que hace nacer a los gobiernos no es lo que los hace vivir Repetiré que no discuto el derecho; lo que discuto, como cosa inoportuna, es el uso actual del derecho. Antes de hacer uso de mi derecho de nombrar delegados, es importante que comience por hacer acto de soberanía, por ejercerla materialmente en los hechos, para darme cuenta de aquello que tengo que hacer personalmente y de lo que debe entrar en las atribuciones de mis delegados. Debo, en una palabra, consolidarme a mí mismo antes de fundar cualquier otra cosa. Las instituciones no deben ser creadas por medio de leyes, sino que, al contrario, deben promulgarlas. Primero me instituyo, después legislaré. No hay que perder de vista que la teoría del derecho divino, a la que estamos directamente ligados, se basa sobre una pretendida prioridad que tendría el gobierno sobre el pueblo. Toda nuestra historia, toda nuestra legislación, están fundadas sobre este monumental absurdo: que el gobierno es una cosa que precede al pueblo, que el pueblo es una derivación del gobierno; que ha habido o que ha podido haber un gobierno anteriormente a la existencia de ningún pueblo. Esto es lo aceptado, los anales del mundo están esculpidos sobre esta aberración de la inteligencia humana. Por lo tanto, mientras dure el gobierno, el principio de su autoridad quedará intacto, el derecho divino se perpetuará entre nosotros y el pueblo —cuyo sufragio equivale a la antigua consagración— nunca será, tome el nombre que tome, más que un súbdito.


El paso de la teocracia a la democracia no puede advenir en ningún caso a través del ejercicio del derecho electoral, porque este ejercicio tiene como objetivo específico el de impedir la muerte del gobierno, es decir, mantener y reavivar el principio de la autoridad gubernativa. Para pasar de un régimen al otro es necesario romper el mecanismo de delegación, que empuja fatalmente hacia el respeto de la tradición teocrática. Es necesario interrumpir su uso y no retomarlo sino después de haber introducido en los hechos sociales el ejercicio estable del gobierno de sí mismos: el autogobierno. Racionalmente, puedo poner a cargo de otro la gestión de algunos aspectos de mi futuro solamente después de hacer acto de posesión; si lo nombro antes de haber mostrado mis títulos, luego se negará a reconocerme y tendrá razón. Pero he aquí lo que quiero decir: en cualquier país, la unanimidad acerca de cualquier cuestión es irrealizable. Sin embargo, dada la forma en que todo gobierno deriva del voto, para impedir el nacimiento de un gobierno se necesitaría nada menos que la abstención unánime. Porque, suponiendo que nueve sobre diez millones de electores se abstuvieran, quedaría siempre un millón de votantes para instituir un gobierno al cual la nación entera se vería obligada a obedecer. Y en Francia siempre habrá al menos un millón de individuos que tendrán interés en crear un gobierno; por lo tanto, la propuesta es absurda. Y lo que es más: no se necesita encontrar un millón de hombres para crear un gobierno; cien mil, diez mil, quinientos, cien, cinco individuos pueden hacerlo, un ciudadano solo puede constituirlo. Lafayette solo, en 1830, hizo rey a Luis Felipe; y durante los dieciocho años que siguieron a este advenimiento, el poder parlamentario lo ha formado, en un país de 35 millones de almas, con el único concurso de 200 mil contribuyentes. No importa lo restringido que sea el número de ciudadanos que concurren a hacer un

gobierno, su autoridad no sufre mengua. Pero lo que me importa demostrar aquí es que ningún gobierno podría vivir sin el beneplácito de la mayoría nacional. La filosofía y, después de ésta, una escuela mucho más segura —la de la experiencia y los hechos—, han demostrado de una manera irrefutable que la verdadera razón de la permanencia de los gobiernos está, no ya en el concurso material o electoral de los ciudadanos de un país, sino en la fe pública o en el interés, porque la fe y el interés son una sola y única cosa. El gobierno que tenemos en este momento lo debemos a los juegos electorales de siete u ocho millones de ciudadanos muy obedientes, cada uno de los cuales ha perdido, con la mejor gracia del mundo, dos o tres días de trabajo para aprovechar la oportunidad de entregarse en cuerpo y alma a personajes que no conocían, pero a los cuales han asegurado cinco monedas de cinco francos a fin de hacer amistad. ¿Os parece que la Asamblea Legislativa y el señor Bonaparte están más sólidamente asentados de lo que lo estuvieron la Cámara de Diputados de 1847, creada por doscientos mil contribuyentes solamente, o que Luis Felipe, creado por un solo hombre? Decidme: ¿Pensáis que un gobierno creado por un millón de individuos podría haber sido más mezquino, más impopular, más confuso que aquel al cual ocho millones de individuos han dado vida? Evidentemente, no lo pensáis. Aquí no hay hombre —y cuando digo hombre, quiero decir lo contrario de funcionario— que no haya visto profundamente heridos sus intereses o su fe por los regímenes que han sido instaurados sucesivamente desde 1848; en consecuencia, no hay hombre que deba felicitarse del resultado de su voto y que pueda creer que su abstención habría dado lugar a algo peor que lo existente. Estáis, pues, constreñidos a admitir que habéis perdido vuestro tiempo con el más mísero de los resultados. Y, salvo que tengáis la intención de perder siempre vuestro tiempo —cosa que dudo—


, me parece que debéis estar muy próximos a sacrificar el voto a realidades más sustanciosas. Para el poder ya es una apuesta muy mala vuestro descontento; pero si le faltara vuestra papeleta para darse coraje, sería muy débil, y dudo que pudiera conservar las riendas. Por lo tanto no es la unanimidad en la abstención lo que importa obtener, así como no es necesaria la unanimidad del voto para formar gobierno. La unanimidad en la inercia no podría ser condición esencial para el advenimiento del orden anárquico que está en el interés y, en consecuencia, en el honor de todos los franceses realizar. Siempre habrá suficientes funcionarios, advenedizos, aspirantes, rentistas del Estado y pensionistas del Tesoro para constituir el electorado. Pero el número de chinos que a toda costa quieren mantener a estos mandarines del poder se reduce día a día, y si de aquí a dos años todavía quedan diecinueve, declaro que la culpa no será mía. Por otra parte —ya que es necesario decirlo todo—, ¿a qué llamáis vosotros sufragio universal? Un diario dice: hay que elegir al ciudadano Gouvernard. Otro objeta: no, hay que elegir al ciudadano Guidane. "No escuchéis a mi antagonista — responde el primer diario—. ¡El ciudadano Gouvernard es el candidato necesario! He aquí los motivos", etc. "Guardaos de prestar fe a aquello que os dice mi adversario —replica el segundo diario—, nada es posible sin el ciudadano Guidane: he aquí la razón", etc. Para ese entonces y después de haberse mantenido hasta aquí encerrado en una reserva olímpica, desciende a la liza un tercer diario (el más gordo de la especie) que pronuncia doctoralmente esta sentencia: es necesario elegir al señor Gouvernard. Y se elige al señor Gouvernard. ¿Y vosotros decís que es el pueblo quien ha hecho la elección?

Esta decisión ha tenido tan poco que ver con la voluntad popular como si la adjudicación del poder se hubiera jugado a los dados o a la lotería. Dicho sea esto para arreglar mis cuentas con la forma, sin comprometer mis reservas en cuanto a la sustancia. Pero yo conozco republicanos, o quienes se las dan de tales, que tienen mucho miedo a que el pueblo, con su abstención, favorezca el renacimiento de la soberanía real. En lengua vulgar —lengua que es la mía—, podemos decir que el miedo que sienten estos republicanos expresa la aflicción que les causaría la imposibilidad de su elección personal, ya que si, según se dice, los republicanos han prestado importantes servicios, yo afirmo que ni vosotros ni yo hemos visto ni la sombra de estos servicios en moneda, en libertad, en dignidad o en honor. Puede ser que yo desmitifique un poco el patriotismo, pero, ¿qué queréis? No he nacido poeta y en la matemática de la historia he encontrado que sin estos republicanos la monarquía estaría muerta y enterrada desde hace sesenta años; que sin estos republicanos que han prestado a la monarquía el ya citado servicio de restablecer la autoridad cada vez que el pueblo ha querido darle un empujón, haría ya mucho tiempo que los franceses —incluido yo— seríamos libres. Los monárquicos, creedlo, no irán muy lejos el día en que estos republicanos tengan la extrema cortesía de no hacer más monarquismo. Los monárquicos, os lo aseguro, detendrán su carrera bien pronto cuando les abandonemos el campo electoral entero en vez de dejarles simplemente la mayoría. Lo que he dicho parecerá extraño, ¿verdad? Lo es, en efecto; pero también la situación es extraña, y yo no soy de los que solucionan las situaciones nuevas con viejas fórmulas como las que empapelan desde hace medio siglo las barracas del periodismo revolucionario. Desenmascarar la política es destruirla


A riesgo de repetirme, expondré ahora esta cuestión: ¿Qué expresa el elector cuando depone su papeleta en la urna? Por medio de este acto, el elector dice al candidato: os doy mi libertad sin restricciones ni reservas; pongo a vuestra disposición mi inteligencia, mis medios de acción, mis haberes, mis réditos, mi actividad, toda mi fortuna; os cedo mis derechos de soberanía. Asimismo y por extensión, también os cedo los derechos y la soberanía de mis hijos, parientes y conciudadanos —tanto activos como inertes—. Todo esto se os entrega para que lo uséis como os parezca oportuno. Vuestro humor es mi única garantía. Esto es el control electoral. Argumentad, oponeos, discutid, poetizad, sentimentalizad, no cambiaréis nada. Así es por contrato. Y da igual que el candidato sea uno u otro: republicano o monárquico, el hombre que se hace elegir es mi amo y yo soy una cosa suya; todos los franceses somos una cosa suya. Queda entonces demostrado que el electorado, conjuntamente con la alienación de lo suyo, consagra la de lo ajeno. Por lo tanto, resulta evidente que el voto es, por un lado, una estafa, y por el otro, una maldad, o, para decirlo claramente, una expoliación. Si todos los ciudadanos electores votaran, el voto sólo sería una estafa universal, ya que, en este caso, tanto unos como otros, debido a la acción de cada uno, habrían perdido por igual. Pero que un solo elector se abstenga o sea impedido de hacerlo y la expoliación comienza. Cuando sobre nueve o diez millones se abstienen más de tres —como viene sucediendo—, los expoliados ya forman una minoría demasiado importante para que se la pueda dejar de lado. El antiguo principio de la honestidad del poder está mellado y la decadencia del poder es directamente proporcional a la ruina de este principio. Suponed que la mitad de los electores inscritos se abstenga. La situación se vuelve grave para los votantes y para el gobierno que han constituido.

Indudablemente, el escepticismo político de toda una mitad del cuerpo social pondrá en crisis las no confrontadas convicciones de la otra mitad. Y si se considera que dicho escepticismo provendrá de una indiferencia calculada, motivada, meditada; y que será fruto de la inteligencia o de la libertad —términos equivalentes—, mientras que entre los votantes sólo se encontrará el instinto borreguesco y el apego a la tradición, la ignorancia o la abnegación —que también son la misma cosa—, fácilmente os haréis cargo de la derrota que tal estado de las cosas infligirá al gubernamentalismo. Hoy en día ya es posible tener por válida esta suposición, ya que si cuatro millones de electores no se han abstenido todavía no es precisamente porque deban felicitarse de haber votado. Y todo arrepentimiento implica el reconocimiento de un error. Insistimos sobre la hipótesis: supongamos que todos los adversarios de la monarquía, convertidos al principio moderno de que el poder no puede ser honesto, se abstengan de votar y fundamenten su actitud en esta incontestable verdad: que el voto es al mismo tiempo una estafa y una expoliación. Automáticamente la abolición del sufragio universal, convertido en un delito por la iluminación del espíritu público, hará decaer inmediatamente y en bloque a los monárquicos, ya que no tendrán más cómplices. Dado que fuera de ellos sólo encontraréis hombres perjudicados —cuya no intervención estará racionalmente fundamentada—, los ladrones quedarán desenmascarados. O más bien, en homenaje al sentido común, digamos que ya no habrá ladrones. Porque si la cuestión es reducida a estos términos duros —pero simples y sobre todo verídicos—; si la política, descendida de sus antiguas y charlatanescas alturas, es restituida al nivel de los delitos comunes —de los cuales siempre ha sido el genio escondido pero real—, la ficción gubernativa desaparece y la humanidad se libera de todos los malentendidos que hasta hoy han sido el origen de todas las


luchas y los deplorables advenimientos que las han seguido. He aquí la Revolución. ¡He aquí la tranquila, sabia y racional transformación del principio tradicional! He aquí la supremacía democrática del individuo sobre el Estado, de los intereses sobre la idea. Ninguna perturbación, ninguna conmoción podrá producirse en este majestuoso desvanecerse de los nubarrones históricos; el sol de la libertad brilla sin tormentas y, tomando su parte de los generosos rayos, cada uno actúa a plena luz y se preocupa de encontrar en la sociedad el puesto que debe ocupar por sus aptitudes o su genio. Ved: para ser libre, no hay más que quererlo. La libertad, que estúpidamente hemos aprendido a esperar como un don de los hombres, está en nosotros, nosotros somos la libertad. Para obtenerla, no son necesarios ni las barricadas o la agitación, los afanes, las facciones, los votos, ya que todo esto no es más que desenfreno. Y como la libertad es honesta, sólo se la alcanza con la reserva, la serenidad y la decencia. Cuando pedís la libertad al gobierno, la estupidez de vuestro pedido demuestra inmediatamente a éste que no tenéis ningún concepto de vuestro derecho. Vuestra petición es el acto de un subalterno, os declaráis inferiores. Al constatar su supremacía, el gobierno se aprovecha de vuestra ignorancia y se comporta respecto a vosotros como debe comportarse respecto a unos ciegos, porque vosotros estáis ciegos. Los que cada día, en sus periódicos, piden inmunidades al gobierno y tratan de hacer creer que lo arruinan y lo debilitan, en realidad sustentan la fuerza y la fortuna de éste, fuerza y fortuna que les interesa conservar, porque aspiran a alcanzarla un día con el apoyo del pueblo, de un pueblo embrollado, engañado, burlado, robado, escarnecido, estafado, subyugado, oprimido, fustigado por intrigantes y cretinos que le hacen enarcar el lomo adulándole, cortejándole como a una potencia, recubriéndole de títulos

pomposos como a un rey de opereta y presentándole, para burla del mundo, como el príncipe de los tugurios, monarca de la fatiga y soberano de la miseria. Yo no tengo, por mi parte, que adularle; porque nada quiero coger, ni siquiera la parte que me espera de sus miserias y vergüenzas. Pero tengo que pediros —a vosotros, entendedme bien, y no al gobierno, al que no conozco ni quiero conocer—, tengo que pediros mi libertad, la que habéis empaquetado junto con la vuestra para luego regalarla. No os la pido como un compromiso que debéis asumir por mí; en realidad, para que yo sea libre, es necesario que lo seáis también vosotros. Sabed serlo. Para esto es suficiente que no ensalcéis a ninguno por encima de vosotros. Alejaos de la política que devora los pueblos y aplicad vuestras actividades a los quehaceres que los nutren y los enriquecen. Recordad que la riqueza y la libertad están juntas como están juntas la servidumbre y la indigencia. Volved las espaldas al gobierno y a los partidos que son sólo lacayos de aquél. El desprecio mata a los gobiernos, porque sólo la lucha los hace vivir. Deponed por fin a este soberano que no consulta a su gente y reíos de las astucias del monarquismo blanco y del gubernamentalismo rojo. Ningún obstáculo podrá resistirse ante la tranquila manifestación de vuestras necesidades e intereses. Dice una leyenda gazcona que mientras el rey de Tillac ignoró quién era, el intendente lo maltrató duramente; pero cuando la dama Juana, su nodriza, les hizo conocer sus títulos y calidad, las gentes del castillo, con el intendente a la cabeza, vinieron a humillarse ante él. Que el pueblo muestre a sus intendentes que ya no reniega más de sí mismo; que cesa de mezclarse en las polémicas de antecámara, y sus intendentes callarán, tomando frente a él una actitud de respeto. La libertad es una deuda que tiene para consigo mismo, para con el mundo que todavía espera de él, para con los niños que nacerán.


La nueva política está, por una parte, en la negativa, en la abstención, en la no colaboración cívica y, por la otra, en la actividad industrial. En otros términos, es la negación misma de la política. Ya desarrollaré más ampliamente este argumento. Por ahora me basta decir que si los republicanos no hubieran votado en las últimas elecciones generales, no habría habido oposición a la asamblea. Sólo hubiera habido el caos entre los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas, los cuales se habrían arruinado mutuamente con grave escándalo y, a la hora presente, ya habrían caído todos juntos bajo los silbidos divertidos de la libertad. Conclusiones De todo lo que he dicho —y acerca de lo cual volveré a insistir en otra ocasión, ya sea sobre lo que he olvidado, ya para ampliar lo que no he podido desarrollar enteramente en esta exposición—, resulta que el objetivo del voto político es la formación de un gobierno. He demostrado que la formación de un gobierno —y de la oposición que sirve a éste como garantía esencial—, implica la consagración de una tiranía inevitable, cuyo orden debe buscarse en la entrega espontánea que los votantes hacen de sus personas y de sus bienes —así como de las personas y de los bienes de los no votantes— en favor de sus elegidos. De todo ello se deduce que la alienación de la propia soberanía podría no ser una estupidez, sino todo un derecho, cuando el que la regala por medio del voto dispusiera solamente de su parte. Sin embargo, este acto cesa de ser una estupidez o un derecho y se convierte en una expoliación cuando, valiéndose de la brutal razón del número, el votante impone a la soberanía de las minorías su propia soberanía. Y agrego que siendo todo gobierno necesariamente una causa de antagonismo, de discordia, de asesinato y de ruina, aquel que, con su voto, concurre a la formación de un gobierno, es un

provocador de guerra civil, un promotor de crisis y, en consecuencia, un mal ciudadano. Ya estoy oyendo gritar a los republicanos del funcionarismo: ¡Traición! No me emocionan, porque los conozco mejor de lo que se conocen ellos mismos. Tengo que arreglar con ellos una vieja cuenta de sesenta años y su quiebra, de la que me hago curador, no será de las más divertidas. Oigo también a los monárquicos e imperialistas preguntarse si no habría alguna cosa que espigar de entre la cosecha que muestro; no me turban, porque he calculado el valor de sus antiguallas de la manera más justa. El porvenir no pertenece ni a éstos ni a aquéllos. ¡Gracias a Dios! Y la monarquía, para hincar su último diente, sólo espera ver caer la última uña de la dictadura. Yo me propongo arrancarles a estas señoras la uña y la raíz. ¡En guardia!



EL FALSO P RINCIPIO DE NUESTRA EDUCACIÓN por Max Stirner

Nuestra época pugna por encontrar la palabra que defina a su Espíritu; se suceden los nombres que pretenden ser el verdadero verbo. Por doquier reina en nuestro tiempo el más alegre desconcierto entre los diferentes partidos. Los aguiluchos del presente se agolpan en torno a la herencia descompuesta del pasado. Los cadáveres políticos, sociales, religiosos, artísticos y morales se amontonan ya por todas partes. Y si nadie los elimina de una vez para siempre seguirán infestando el aire y sofocando el aliento de los vivientes. La época no hallará su justa palabra sin nuestro empeño, y todos debemos participar en ello. Pero, si tanto nos concierne, debemos preguntarnos, y con razón, qué se ha hecho y se piensa hacer de nosotros; debemos preguntarnos por esa educación con la que se nos pretende hacer capaces de crear aquella palabra. ¿Se educan a propósito nuestras disposiciones para que seamos creadores, o se nos trata puramente como criaturas cuya naturaleza no admite más que la doma? Es una cuestión tan crucial como sólo puedan serlo cualquiera de las

cuestiones sociales y, más aún, es la más vital de todas ellas por cuanto las cuestiones sociales se asientan sobre aquella premisa. Sed algo más capaces y vuestras obras serán también más capaces; sed «cada uno de vosotros más pleno en sí mismo» y vuestra sociedad, vuestra vida comunitaria, será también más plena. De ahí que, por encima de todas las cosas, nos preocupe aquello que se hace de nosotros en la época de nuestra educación. De ahí que el problema de la educación sea una cuestión vital. Es algo que en nuestros días salta suficientemente a la vista, tanto más cuanto que desde hace años ese tema se debate con un ardor y una franqueza que sobrepasan con mucho —si más no, porque no se las tiene que ver con los obstáculos de un poder arbitrario— el de las controversias políticas. Un honorable veterano que, como el difunto profesor Krug, supo conservar su vigor y su ambición hasta una avanzada edad, el profesor Theodor Heinsius, ha tratado recientemente de avivar una vez más el interés por esta cuestión con un pequeño libelo. Lo titula «Concordato entre la escuela y la vida o la


mediación entre el Humanismo y el Realismo, considerado desde un punto de vista nacional. Berlín 1842». Dos son los partidos que pugnan por la victoria, recomendándonos cada uno sus respectivos principios educativos como el mejor y más adaptado a nuestras necesidades: los Humanistas y los Realistas. Sin que pretenda desavenirse con unos o con otros, Heinsius discurre tan suave como conciliadoramente, creyendo mostrar lo justo de ambos principios y cometiendo, en realidad, la mayor injusticia al problema mismo al tratarlo con tal cortante perentoriedad. Ese escarnio contra el espíritu de la cuestión sigue siendo la irremediable herencia de todos los mediadores pusilánimes. Los “concordatos” no son más que recursos equívocos: ¡O el pro o el contra! ¡Franco como un hombre! Y sobre el estandarte: ¡Ser esclavo o ser libre! También los dioses descendieron del Olimpo, para luchar desde los bastiones de su partido. Antes de llegar a sus propias propuestas, Heinsius expone una visión sucinta del desarrollo histórico desde la Reforma. El período comprendido entre la Reforma y la Revolución —lo que sin más fundamentos deseo suscribir, pues pienso desarrollarlo más detalladamente en otro lugar— se caracteriza por la relación entre quienes detentan la mayoría de edad y los que no la tienen, entre los dominantes y los servidores, entre los poderosos y los dominados y es, en suma, una época de servidumbre. Dejando al margen otras razones que pudieran justificar una superioridad, erigió la educación como la potestad de quien detentaba el poder sobre los débiles y desposeídos, convirtiéndose el sabio, fuera grande o mediocre, en el poderoso, fuerte e impositor: en una autoridad. No todos podían estar llamados a este poder y esta

autoridad, y por ello tampoco la educación estaba destinada a todos, pues una educación general se contrapone a aquel principio. La educación proporciona la superioridad y convierte en señor: por eso en aquella época de señoría constituía un instrumento para el desempeño del poder. Tan solo la revolución fue capaz de echar a pique la economía de señores y siervos, instaurando el principio vital: «¡Que cada cual sea su propio señor!» A ello iba ligada la necesaria consecuencia de que la educación, la cual, ciertamente, proporciona el señorío, se convirtiera a partir de entonces en una educación universal, planteándose así la tarea de buscar una educación verdaderamente universal. La aspiración a esa formación universal que fuera accesible para todos tuvo que desembocar en una lucha contra la educación exclusivista tan tenazmente mantenida y, en este sentido, la Revolución también tuvo que desenfundar sus armas contra la aristocracia de la época de la Reforma. La idea de una educación universal chocó con el principio de la formación exclusivista, desencadenándose una guerra y unas luchas que se han venido sucediendo, a lo largo de diferentes etapas y bajo las más diversas banderas, hasta nuestros días. Heinsius ha designado los campos litigiosos de este combate con los nombres de Realismo y Humanismo, nombres que conservaremos como los más idóneos por poco acertados que sean. Hasta el siglo XVIII, en que la Ilustración comenzó a difundir sus luces, la llamada educación superior se encontraba, sin el menor veto, en manos de los humanistas y se basaba exclusivamente en la interpretación de los clásicos de la Antigüedad. Junto a ella existía otra educación que, aún apoyándose en el modelo de la Antigüedad, se basaba fundamentalmente en el estudio minucioso de la Biblia. Que en ambos casos se eligiera la mejor formación del mundo antiguo como única materia de enseñanza muestra cuán poco


valor concedía a la vida, y cuán lejos nos hallábamos de crear las formas de la belleza a partir de nuestra propia originalidad y el contenido de la verdad a partir de nuestra propia razón. Forma y materia era algo que debíamos aprender, y no éramos, por consiguiente, más que aprendices. Y así como el mundo antiguo señoreaba sobre nosotros a través de los clásicos y de la Biblia —lo que puede verificarse históricamente—, así también el señorío o la servidumbre se convirtieron en la esencia de toda nuestra actividad. Esas características propias de la época nos explican así por qué se aspiraba tan ingenuamente a la “educación superior” y se ponía tanto empeño en distinguirse mediante ella del pueblo común. Aquel que tenía formación se convertía por eso mismo en señor del inculto. Y una educación popular se consideraba impropia pues el pueblo debía permanecer, frente al señor culto, en la casta de los laicos, admirando y venerando el señorío ajeno. Fue así como el saber evolucionó, sobre la base del latín y el griego, al romanismo. Sin embargo, no pudo evitarse que esta educación cayese con el tiempo en lo puramente formal, ya fuera porque únicamente era capaz de conservar las puras formas, el simple esqueleto del arte y la literatura de una Antigüedad muerta y enterrada desde tiempos remotos, o, sobre todo, porque el dominio sobre los demás hombres no podía conseguirse ni mantenerse más que a través de lo formal: sólo se requiere un cierto grado de habilidad espiritual para desempeñar la hegemonía sobre los inhábiles. La llamada educación superior era, por ese mismo motivo, una formación elegante, una sensus omnis elegantiae, una formación del gusto y del sentido de las formas que, a fortiori, amenazaba con convertirse en una simple educación gramatical —la cual llegó a perfumar hasta tal punto la lengua alemana con las esencias del latium que incluso en nuestros días podemos admirar las más exquisitas construcciones sintácticas latinas en obras como la

reciente Historia del Estado prusobrandenburgués. Un libro para todos, de Zimmermann—. Fue a partir de la Ilustración cuando el espíritu de la oposición se alzó contra ese formalismo. Y fue entonces cuando la reivindicación de una formación humana accesible a todos se añadió al reconocimiento de los derechos inalienables y generales del hombre. La educación de los Humanistas mostraba claramente la ausencia de una formación real capaz de llegar a la propia vida, planteando así la necesidad de una educación práctica. Si se llegaba a introducir las materias de la vida en la escuela y ofrecer a través de ella algo que todos pudieran utilizar, si se conseguía atraer a todos a esta preparación para la vida y destinar la escuela a ella, también se volverían superfluos los señores sabios y su saber exclusivo, y el pueblo pondría fin a su condición de laico. Acabar con la casta de sacerdotes del saber y la del pueblo laico es el objetivo al que aspira el Realismo y la razón por la que éste deja a sus espaldas al Humanismo. La apropiación de las formas clásicas de la Antigüedad comenzó a dejarse de lado y, con ello, el señorío de la autoridad perdió su nimbo. La época se insurgió contra el tradicional respeto por la sabiduría, como se rebeló contra todo tipo de veneración. El privilegio fundamental de los sabios, la formación general se convirtió en un beneficio de todos. Y sin embargo, se preguntaban: ¿qué otra cosa es la formación general sino la facultad, por decirlo trivialmente, de «hablar sobre todas las cosas» o, por expresarlo más seriamente, de señorear sobre todas las materias? Se constató que la escuela no sólo estaba rezagada respecto de la vida por sustraerse al pueblo, sino también por haber omitido una formación universal en beneficio de la educación exclusiva, dejándose de fomentar en las escuelas el aprendizaje de toda una serie de materias que la vida misma nos imponía. Y en realidad, se pensaba, la escuela debe establecer las directrices de nuestra


conciliación con todo lo que la vida nos depara, procurando que ninguno de los objetos con los que tengamos que encontrarnos en el futuro resulten completamente extraños y ajenos al ámbito de nuestro dominio. Por eso se trató con la mayor urgencia de llegar a una familiarización con las cosas y contextos del presente, adaptándose una pedagogía susceptible de aplicarse a todos, pues tenía que satisfacer la necesidad común a todos de reconocerse en el mundo y en la época. Y fue así cómo los fundamentos de los derechos humanos adquirieron vida y realidad en el campo de la pedagogía: la igualdad, en la medida en que aquella formación comprendía a todos, y la libertad, toda vez que el aprendizaje de materias útiles llevaba a la independencia y la autonomía. Comprender lo pretérito, como enseña el Humanismo, y aprehender lo presente, como aspira el Realismo, no conduce conjuntamente sino al poder sobre lo temporal. Pero eterno, sólo lo es el Espíritu que se comprende a sí mismo. Por esa razón, la igualdad y la libertad no adquieren en aquellos más que una existencia subordinada. Por supuesto que sería posible la igualdad respecto del otro y la emancipación de su autoridad. Pero de la igualdad consigo mismo, de la igualación y conciliación de nuestro hombre temporal y eterno, de la elevación de nuestra naturalidad y espiritualidad, en suma, de la unidad y omnipotencia de nuestro Yo que se basta a sí mismo en la medida en que nada extraño deja fuera de sí, de todo eso apenas puede percibirse la menor alusión en aquel principio. Y si la libertad aparece en él, ciertamente, como la independencia frente a la autoridad, seguía vacía en cuanto a su autodeterminación y no suscitaba los actos de un hombre libre en sí ni la autorrevelación de un Espíritu irreverente rescatado de las fluctuaciones de la reflexión. El hombre formalmente cultivado ya no sobresaldría por encima de la superficie llana de la formación general como un ser «elevadamente civilizado» y

un hombre «unilateralmente cultivado» (el cual, por supuesto, obtenía en calidad de tal, una incontestable dignidad, puesto que toda formación está destinada a florecer en las más diversas unilateralidades de la formación especializada); el que había sido formado de acuerdo con el principio del Realismo tampoco sobrepasaba la igualdad respecto de otros y la libertad respecto de otros no había superado, en fin, al llamado «hombre práctico». Es cierto que la vacua elegancia del humanista, del dandy, no podía evitar su fracaso; sólo el vencedor podía sacarle brillo al verdete de la materialidad, sin ser por ello más elevado que un insípido industrial. El dandismo y el industrialismo pugnan, en consecuencia, por conseguir el botín de encantadores muchachos y muchachas y truecan seductoramente sus aprestos: el dandy hace gala de su descarado cinismo, al tiempo que el industrial hace acto de presencia con su ropa inmaculada. En vano: la madera joven de la maza de armas del industrial acabará resquebrajando el reseco bastón del dandy. Mas, ¡ah! reseca o fresca, la madera seguirá siendo madera y la viva llama del Espíritu acaba consumiéndola en su fuego. ¿Y por qué tiene que sucumbir también el Realismo si, a fin de cuentas —para que iríamos a negarle esta cualidad—, ha adoptado precisamente todo lo que el Humanismo tenía de bueno? Pues no cabe duda de que es capaz de asimilar aquellos aspectos inalienables y verdaderos del Humanismo, de la formación formal, lo que viene facilitado por la ya posible cientificidad y consideración racional de todas las materias de enseñanza (podemos recordar, a modo de ilustración, las contribuciones de Becker en el terreno de la gramática alemana); y es gracias a esa significación que el Realismo puede aplastar a sus enemigos desde una sólida posición. En la medida en que el Realismo, lo mismo que el Humanismo, parten de que el objetivo de toda educación es la habilidad del hombre, coincidiendo


ambos, por ejemplo, en que debe lograrse la familiaridad lingüística con todos los giros del lenguaje, la familiaridad matemática con todos los giros de las demostraciones, etc., es decir en conseguir la maestría en el manejo de las cosas, un dominio, en fin, sobre ellas, no está descartado, ciertamente, que el Realismo se proponga como su último objetivo la formación del gusto y la actividad formadora, como de hecho sucede ya en parte. En efecto, todas las materias de la educación adquieren una dignidad solamente cuando los muchachos aprenden a hacer algo con ellas, a utilizarlas. Sólo debe enseñarse, en consecuencia, lo que es útil y provechoso, como desean los Realistas. Y en la formación, la generalización, la exposición, no debe buscarse más que el provecho, sin que nadie pueda eximirse de esta exigencia humanista. Los Humanistas tienen razón al decir que lo fundamental es la educación formal, pero no la tienen al considerar que esta educación no tiene lugar en el dominio de todas y cada una de las materias. Los Realistas, por su parte, aciertan al considerar que en la escuela pueden tratarse todas las materias, pero yerran cuando no quieren comprender que la educación formal constituye el objetivo fundamental. Por esa razón, desmintiéndose a sí mismo y no entregándose a las seducciones materialistas, el Realismo podría superar a su contrincante, al tiempo que reconciliarse con él. ¿Por qué entonces nos seguimos enfrentando al Realismo? ¿Realmente ha desechado la corteza del viejo principio y se encuentra a la altura de nuestro tiempo? Es en virtud de esta pregunta que debemos emitir nuestro juicio: ¿Se adhiere el Realismo a la idea que nuestra época ha conquistado como su bien más dorado, o bien se mantiene estacionario en un lugar rezagado? Mas debe hacernos reflexionar ese inextirpable temor con que los Realistas se amedrentan ante la abstracción y la especulación, razón por la que mencionaré aquí algunos

pasajes de Hensius que en este aspecto no transige con los inflexibles Realistas y me eximen de algunas acotaciones que resultarían baladíes. Así, en la página 9 escribe: «En las instituciones de enseñanza superior se oía hablar de los sistemas filosóficos de los griegos, de Aristóteles y Platón, así como de los modernos, de Kant, quien había señalado la indemostrabilidad de las ideas de Dios, de la libertad y la inmortalidad, de Fichte, quien había substituido la idea de Dios por la de un orden moral universal, de Schelling, Hegel, Herbart y Krause, y de todos los nombres de descubridores y reveladores de saberes supraterrenales. ¿Pero qué vamos a hacer, qué va a hacer la nación alemana —se decía— con esa cháchara idealista que ni pertenece a las ciencias empíricas y positivas, ni a la vida práctica, y ni siquiera es provechosa para el Estado? ¿De qué nos sirve ese oscuro saber que confunde el Espíritu de la época y sólo conduce al escepticismo, que sólo divide las almas y aleja a los discípulos de las cátedras de sus apóstoles, que no hace sino llenar de tinieblas nuestra lengua nacional al convertir los conceptos más transparentes del sano juicio humano en enigmas místicos? ¿Acaso es ésta la sabiduría que convertirá nuestra juventud en hombres virtuosos, en reflexivos seres racionales, en responsables ciudadanos, en trabajadores útiles y diligentes en sus respectivas profesiones, en esposos amantes y padres celosos del bienestar hogareño?». Y en la página 45 se dice: «Echemos una mirada a la filosofía y la teología, ensalzadas como las ciencias del pensamiento y la fe que proporcionan el bienestar del mundo. ¿Qué se ha hecho de ellas después de tantas disputas, desde que Leibniz y Lutero abrieran sus derroteros? El dualismo, el materialismo, el espiritualismo, el naturalismo, el panteísmo, el realismo, el idealismo, el supernaturalismo, el racionalismo, el misticismo, y tantos y tantos ismos


abstrusos de especulaciones y sentimientos extravagantes, ¿qué bendición han aportado al Estado, la Iglesia, las artes y la cultura del pueblo? Es cierto que el pensamiento y el saber han ampliado sus límites. ¿Pero, acaso se ha vuelto más claro el primero, más firme el segundo? La religión, en tanto que dogma, es más pura, pero la fe subjetiva es más confusa y débil, y sus fundamentos se han desmoronado, han crujido a los embates de la crítica y la hermeneútica, cuando no han sido degradados por la charlatanería y una farisea santidad falsa. ¿Y la Iglesia? ¡Ah! ¡De su existencia no queda ya más que la división y la decrepitud! ¿No es eso cierto?» ¿Y por qué motivo se muestran los Realistas tan adversos hacia la filosofía? Porque desconocen su oficio y porque, en lugar de ensanchar sus límites, ponen todo su empeño en empequeñecerse. ¿Y a qué ese odio a la abstracción? Porque ellos mismos son abstractos, porque abstraen su propia plenitud, el impulso hacia la verdad redentora. ¿Es que queremos poner la pedagogía en manos de los filósofos? ¡Nada de eso! Se mostrarían lo suficientemente torpes en estas lides. Se la debe confiar solamente a quienes son más que filósofos y, por eso mismo, infinitamente más que los Humanistas y los Realistas. Estos últimos han intuido acertadamente que también los filósofos se precipitan a su fin, pero ni siquiera han sospechado que a su fin le seguirá un nuevo nacimiento: ellos hacen abstracción de la filosofía para buscar sus objetivos en el firmamento, saltan por encima de ella —para desplomarse en el abismo de su propia vacuidad—. Ellos son, como el eterno judío, inmortales, mas no eternos. Sólo los filósofos pueden morir para hallar en la muerte su propia identidad; con ellos muere también el período de la Reforma, la época del saber. «Sí, efectivamente, el saber mismo tiene que perecer para nacer de nuevo como voluntad». La libertad de pensamiento, de fe y de conciencia, esa

deliciosa flor de tres siglos, regresará al regazo de la madre tierra para que la nueva libertad de la voluntad pueda nutrirse de sus más nobles savias. El saber y su libertad fueron el ideal de aquella época que culminó definitivamente en los cielos de la filosofía: en su cumbre, el héroe se construirá su propia pira para entregarse en holocausto a su lugar eterno del Olimpo. Con la filosofía se cierra el período de nuestro pasado. Y los filósofos son los Rafaeles del período del pensamiento en los que el viejo principio llegó a la plenitud de su reluciente y ostentoso colorido, cuyo rejuvenecimiento lo convierte de un principio temporal en un principio eterno. Quien a partir de ahora pretenda conservar el saber, éste lo perderá; y quien, al contrario, renuncie a él, éste lo obtendrá. Sólo los filósofos están llamados a esa renuncia y ese beneficio: son ellos quienes se encuentran ante el fuego ardiente, ellos quienes deben poner fuego a la corteza terrenal, lo mismo que el héroe desfallecido, para liberar el Espíritu imperecedero. Debe hablarse de manera comprensible en la medida de lo posible. En ello reside precisamente el error de nuestros días: en que el saber no llega a su plenitud, ni alcanza la transparencia, y sigue siendo un saber material, formal, positivo, sin elevarse al saber absoluto, un saber, en fin, que nos lastra como un fardo. Del mismo modo debe abandonarse al olvido aquel pasado, debe sorberse el embriagador licor. De lo contrario no se llegará a sí mismo. Todo lo grande debe saber llegar a la muerte y elevarse con su propio fin; Tan solo el miserable acumula, cual un esclerótico funcionario imperial, actas sobre más actas, para presentarse a lo largo de siglos bajo la figura de delicadas porcelanas, como las imperecederas bagatelas chinas. El auténtico saber llega a su plenitud en el instante en que deja de ser saber para convertirse de nuevo en un instinto humano simple —la voluntad—. Así, aquel que durante años haya reflexionado sobre


su «oficio de ser hombre», sumergirá en un mismo instante todas las cuitas y peregrinaciones de su indagación en un puro sentimiento, en un impulso progresivamente directriz en el que descubre aquél. El «oficio de ser hombre» que había buscado por los mil senderos y atajos de la reflexión se transforma, tan pronto se ha reconocido, en la llama de la voluntad moral, alumbrando el pecho de un hombre que ha recobrado la juventud y la ingenuidad, y no se devanea ya en la búsqueda. Levántate alumno y baña sin descanso el pecho de la tierra en los rayos de la aurora. Ése es el fin, al tiempo que la perennidad, la eternidad del saber, un saber que, convertido nuevamente en algo simple e inmediato, brota y se revela de nuevo en cada acto y bajo una nueva forma como voluntad. La voluntad no es auténtica, por así decirlo, al salir de su casa, como quisieran hacernos creer los prácticos, y no basta con saltar por encima del querersaber para hallarnos súbitamente en el medio de la voluntad. Es el saber mismo el que se consuma en la voluntad en el momento en que se desensorializa y se engendra a sí mismo en tanto Espíritu «que crea su propio cuerpo». Por eso toda educación que no parta de esa muerte y este vuelo celeste del saber adolecerá de la temporalidad, formalidad y materialidad del dandismo y el industrialismo. Un saber que no se clarifique y se concentre, prolongándose en el querer, en otras palabras, un saber que se contente con el puro tener y la propiedad, en lugar de conjugarse plenamente consigo mismo, de tal manera que el Yo, en su libre despliegue, no se vea obstaculizado por ningún fardo de haberes expandiéndose por el mundo con la frescura de sus sentidos, un saber, en fin, que no llega a ser personal, no proporciona más que un bagaje insuficiente para la vida. No se quiere llevarlo a la abstracción que, sin embargo, confiere la auténtica bendición a todo concreto saber: pues sólo por medio de ella se da muerte realmente a la materia

transformándola en Espíritu, y sólo en virtud de ella el hombre alcanza su propia y última liberación. Sólo en la abstracción es posible la libertad. El hombre libre es aquel que supera lo dado e integra nuevamente todo lo que se ha extrañado de él en la unidad de su Yo. Si el impulso que guía nuestro tiempo, una vez conquistada la libertad del pensamiento, es su consecución hasta aquella plenitud en la que ella se convierte en libertad de la voluntad, el objetivo último de nuestra educación ya no puede ser, para cumplir esta libre voluntad, el simple saber, sino el querer que se engendra del saber; y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el hombre libre. La verdad no consiste en otra cosa que en la revelación de sí mismo y a ello le corresponde, precisamente, la búsqueda de sí mismo, la liberación de todo lo ajeno, la más radical abstracción o descargo de toda autoridad, el renacer de la ingenuidad. Y este tipo de hombre auténtico no es el que proporciona la escuela; si en algún lugar existen hombres semejantes, será a pesar de la escuela. Ésta nos convierte, eso sí, en dueños de las cosas, y en cualquiera de los casos, en dueños de nuestra propia naturaleza — pero no hace de nosotros naturalezas libres—. Ningún saber por fundamental y extendido que sea, ninguna agudeza o ironía, ni ninguna astucia dialéctica nos ponen a salvo de la vulgaridad del pensar y el querer. No es realmente un mérito de la escuela el que no compartamos con ella el afán egoísta. Todos los tipos de envidia, todas las clases de usura, la avidez de puestos, la servidumbre mecánica el espíritu mediador, todo ello se remonta tanto al saber difundido cuanto a la elegante formación clásica, y si todas estas enseñanzas no llegan a ejercer la menor influencia en nuestra actuación moral, se debe a menudo al azar de haberlo dejado todo a la merced del olvido al no usarlo: uno se sacude así el polvo de las aulas. Y ello por la sola razón de que la educación se lleva a cabo únicamente en lo formal o


lo material, cuando no en ambos a la vez, en lugar de buscarse en la verdad, en la educación del hombre verdadero. El Realismo supone ciertamente un avance, puesto que sólo pide a sus alumnos que comprendan y descubran aquello que aprenden; Diesterweg, por ejemplo, no se cansa de hablar sobre el “principio vivencial”; desde esta perspectiva, las materias de enseñanza por sí mismas no constituyen la verdad, sino algo positivo (entre lo que también se incluye la religión) que el alumno puede conjugar y sintetizar con la suma de sus restantes saberes positivos. Sin embargo, no existe ahí ninguna elevación por encima de la vivencia y la contemplación groseras, ni ningún estímulo para proseguir el desarrollo del Espíritu, adquirido precisamente a través de esta contemplación, y producir a partir de él o, en otras palabras, ser especulativo, lo cual significa prácticamente tanto como ser y actuar moralmente. Se conforman con educar personas racionales, pero no se proponen formar personas sensibles. Quedan satisfechos con comprender las cosas y lo dado, pero no parece importarle entenderse a sí mismo. Este sentido, se promueve positivamente, ya sea en su aspecto formal o, a su vez, en el material, y se enseña el adaptarse a lo positivo. Lo mismo que en otros terrenos, en la pedagogía tampoco se deja que la libertad llegue a irrumpir, que la fuerza de oposición tome la palabra; lo que se desea, por el contrario, es la subordinación. Tan solo se tiende a un adiestramiento formal y material; sólo son sabios los que salen de las huestes de los Humanistas; sólo son «ciudadanos útiles» los que salen de los aposentos de los Realistas; y tanto unos como otros no son más que hombres subordinados. Se sofoca violentamente nuestro buen fondo de rebeldía y, con él, el desarrollo del saber hacia la libre voluntad. El resultado al que lleva la vida escolar no es entonces otra cosa que el filisteismo. Así como de niños nos habituamos a las cosas que se nos presentan, así también nos

familiarizamos y adaptamos posteriormente a la vida positiva y a la época, convirtiéndonos en sus esclavos y en lo que se ha dado en llamar ciudadanos honrados. ¿Dónde se fortalece el espíritu de la oposición, en lugar de la servidumbre que se ha ido alimentando hasta nuestros días? ¿Dónde se educa al hombre creador, en lugar del hombre estudioso? ¿Dónde el maestro se convierte en colaborador? ¿Y dónde se asume el saber en el momento en que se transforma en voluntad? ¿Dónde se erige como objetivo al hombre libre, en lugar de hacerlo con el hombre educado? Desgraciadamente eso sólo sucede en contados lugares. Y no obstante, debe generalizarse la idea de que la tarea más elevada de la humanidad no consiste en la formación, no consiste en civilizar sino en la autorrealización. ¿Se perjudicará con ello la formación? Todo lo contrario: de la misma manera que tampoco renunciamos al libre pensamiento por incorporarlo a la libre voluntad. Cuando el hombre funda su dignidad en el sentimiento, el conocimiento y la realización de sí mismo, es decir en su sentimiento de sí, en su autoconsciencia y su libertad, entonces tiende por sí mismo a proscribir la ignorancia que convierte al objeto extraño y desconocido en un obstáculo y un límite de su autoconocimiento. Si, por el contrario, se lo forma, podrá adaptarse siempre y de la manera más sutil y formada a las circunstancias, pero sólo para convertirse en almas serviles. ¿Qué son en su mayor parte nuestros espirituales y educados sujetos? Nada más que ridículos propietarios de esclavos, cuando no simples esclavos. Los Realistas pueden presumir de una superioridad, la de no formar simples sabios sino ciudadanos razonables y provechosos. Sí, su contraseña «Educar a todos en función de la vida práctica» podría ser el lema de toda nuestra época, de no concebirse esa praxis en el sentido más vulgar de la palabra. Pues la verdadera praxis no es la de abrirse paso por las sendas de la vida, y el saber tiene suficiente dignidad para que no sea


simplemente utilizado a fin de conseguir los objetivos prácticos de la vida. Antes al contrario, la más elevada praxis es aquella por la que el hombre libre se revela a sí mismo, y el saber que asume su propia muerte es la libertad vivificadora. ¡La vida práctica! Se cree haberlo dicho todo con esas palabras y, sin embargo, los mismos animales llevan una vida práctica desde el momento en que, llegado su destete teórico, corretean por los bosques y praderas en busca del placer que proporciona el alimento o son unidos al yugo de cualquier negocio. Un docto en el alma animal como Scheitling llevaría la semejanza más lejos todavía, extendiéndola hasta el terreno de la religión, como puede verse en su «Teoría del alma animal», una obra sumamente instructiva por esa misma razón, pues llega a acercar hasta el máximo el animal al hombre civilizado, y el hombre civilizado al animal. La «educación para la vida práctica» no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan solo forja Espíritus legales, pero no libres. ¡Que distintos son aquellos hombres en los que la totalidad de su pensamiento y de su acción se mece en un constante movimiento y rejuvenecimiento! ¡Que diferentes de aquellos que se mantienen fieles a sus convicciones! Pues las convicciones son inalterables, no pulsan más que la misma sangre renovada a través del corazón, acaban petrificándose en cuerpos rígidos y tienen algo, por mucho que hayan sido adquiridos y no meramente aprendidos, de positividad y dignidad sagradas. De ahí que la educación realista sea capaz de formar caracteres firmes, aplicados y saludables, hombres inamovibles, fieles corazones, cosa que para nuestra degenerada raza no deja de ser un bien inapreciable. Pero caracteres eternos, aquellos cuya firmeza no reside más que en el incesante raudal de su autocreación y sólo son eternos porque a cada instante se crean nuevamente a sí mismos,

haciendo brotar sus manifestaciones temporales a partir de la fuerza, perennemente fresca y joven, de su eterno Espíritu, esos caracteres no los formará nunca semejante educación. Lo que se suele llamar un carácter sano no es, en el mejor de los casos, más que una personalidad petrificada para llegar a su plenitud de sí misma, tiene que llegar a ser, a su vez, sufriente, tiene que contracturarse y estremecerse en la radiante pasión de un incesante rejuvenecer y renacer. Es así como las líneas radiales de toda educación convergen en un punto central que recibe el nombre de personalidad. El saber, por muy erudito o profundo, amplio y fundamental que pueda ser, sigue perseverando en su carácter de posesión, de propiedad, hasta que no llega a disolverse en el punto imperceptible del Yo, emanando omnipotentemente a partir de él como voluntad, como Espíritu suprasensible e ilimitado. Y el saber experimenta esta transformación cuando deja de depender de los objetos, cuando aparece como un saber de sí, o bien, si eso parece más inteligible, cuando se convierte en un saber de la Idea, en una autoconsciencia del Espíritu. Entonces se trueca, por así decirlo, en impulso, en instinto del Espíritu, en un saber subconciente del que todos podemos hacernos al menos una imagen comparándolo con tantas y tan amplias experiencias que se subliman en uno mismo en un sentimiento simple que llamamos tacto: todo el amplio saber que se ha desprendido de aquellas experiencias se concentra en un saber instantáneo que decide nuestros actos en un abrir y cerrar de ojos. Y es justamente a esa inmaterialidad a la que debe tender el saber, sacrificando sus partes mortales y convirtiéndose en inmortal voluntad. En esa cuestión, en el hecho de que el saber no se purifique en la voluntad, en la afirmación de sí, en la pura praxis, reside gran parte de la miseria de nuestra educación. Los Realistas intuyeron este


vacío, pero tan solo para llenarlo de manera mezquina con la formación de «hombres prácticos» carentes de ideas y de libertad. La mayor parte de los seminaristas son la corroboración viviente de esta desdichada orientación. La educación debe ser exactamente lo contrario, debe convertirse en personas y, aun partiendo del saber, debe tener siempre presente su esencia, es decir, que el saber nunca ha de ser una propiedad, un tener, sino el Yo mismo. En una palabra, no es el saber el que debe constituir el centro de la educación, sino la persona que alcanza el despliegue de sí misma; la pedagogía no ha de pretender civilizar a los hombres, sino formar personas libres, caracteres soberanos, y la voluntad, tan duramente oprimida hasta ahora, no debe debilitarse más. ¿Si no se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la misma razón debe estimularse éste. La arbitrariedad y la indisciplina del niño tienen los mismos derechos que su afán de saber. A éste se lo alimenta esmeradamente. ¡También debe fomentarse la fuerza natural de la voluntad, la oposición! Que el niño no aprenda a sentirse a sí mismo, significa que no aprende lo más esencial. ¡Que no se sofoque su orgullo, su libertad! Frente a su insolencia, ni su propia libertad queda siempre a salvo. Pues si su orgullo se trueca en terquedad, si el niño pretende doblegarme, yo, que soy tan libre como pueda serlo el niño, tampoco tengo por qué tolerarlo. ¿Pero significa eso que deberé defenderme utilizando el fácil instrumento de la autoridad? ¡De ningún modo! Pero le opondré la fuerza de mi libertad hasta que la terquedad del niño se rinda por sí misma. Un hombre entero no necesita ser una autoridad. Y cuando la libertad se convierte en descaro pierde precisamente esa fuerza que caracteriza, por ejemplo, el dulce poder de una auténtica mujer, de su maternidad, o de un hombre firme. Se ha de ser muy débil para acudir en auxilio de la autoridad, y

muy perverso para creer que el descaro puede corregirse por convertirlo en temor. Exigir el temor y el respeto son cosas que pertenecen a la época pasada del Rococó. ¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar? De que nuestras escuelas se asienten todavía sobre el viejo principio del saber sin voluntad. El nuevo principio, por el contrario, es el de la voluntad en tanto que purificación del saber. Por eso rechazamos todo tipo de «concordato entre la escuela y la vida», pues la escuela misma es la vida, y la autorrevelación de la persona su tarea, tanto dentro como fuera de ella. La educación universal de la escuela debe ser una formación para la libertad, y no para la servidumbre. ¡Ser libres, esa es la verdadera vida! La constatación de la ausencia de vida que aquejaba al Humanismo hubiera debido de conducir el Realismo a esta conclusión. Sin embargo, sólo se tuvo en cuenta que la formación humanista no capacitaba para la llamada vida práctica (burguesa, mas no personal) y, oponiéndose a la educación puramente formal, se orientó hacia una formación material, en la esperanza de que si daba a conocer las materias útiles para el intercambio social no sólo superaba el formalismo, sino que daba satisfacción a las más elevadas necesidades. Con todo, la educación práctica está muy por detrás de la formación personal y libre, y si aquella proporciona la habilidad para abrirse paso en la vida, ésta confiere la fuerza, los fogosos destellos de una vida que se abre a partir de sí misma; si aquella prepara para que nos encontremos en el mundo de lo dado como en nuestra propia casa, ésta enseña a encontrarse consigo mismo como en su morada. No somos Todo cuando nos desplegamos como miembros útiles de la sociedad, pues únicamente podemos alcanzar esta plenitud cuando somos hombres libres, personas autocreadoras. Si la idea y el impulso de nuestro tiempo es la libre voluntad, la pedagogía debe acoger la formación de la personalidad


libre como su primer y último objetivo. Humanistas como Realistas se limitan al saber y, a lo sumo, se preocupan por la libertad del pensamiento, convirtiéndose en librepensadores a través de la libertad teórica. Con el saber, sin embargo, sólo somos libres interiormente (una libertad a la que por nada debemos renunciar), mientras que exteriormente podemos seguir siendo, con toda nuestra libertad de conciencia y de pensamiento, esclavos en la servidumbre. Y sin embargo, precisamente aquella libertad exterior para el saber constituye, para la voluntad, la libertad interior y verdadera, la libertad moral. Y sólo en esta educación universal, en la que lo más bajo se conjuga con lo más elevado, hallamos la verdadera igualdad de Todos, la igualdad de las personas libres, sólo en la libertad es posible la igualdad. Frente al Humanismo y el Realismo podemos llamarnos, si es un nombre lo que se desea, moralistas, pues nuestro objetivo es la formación moral. Con ello se objetará inmediatamente que no aspiramos a otra cosa que a una formación guiada por leyes morales positivas, cosa que, de hecho, ya se ha venido haciendo hasta nuestros días. Pero precisamente porque es lo que ha sucedido hasta ahora, son esas leyes las que descarto, y el hecho de que sólo deseo ver el despertar de la fuerza de oposición, y no la subyugación de la voluntad, sino su glorificación, debiera bastar para esclarecer esta diferencia. Y para distinguir todavía más los requisitos que hemos expuesto de las mejores aspiraciones de los Realistas, tal como aparecen, por ejemplo, en el recién aparecido programa de Dieterweg, en la página 36: «La insuficiencia de nuestras escuelas y de nuestra educación en general reside en el defecto de una formación del carácter. No educamos ningún tipo de carácter», para distinguirlo claramente de esta perspectiva diré que aquello que necesitamos es una formación personal (no la acuñación de un carácter).

Y si una vez más se desea agregar un ismo a quienes siguen este principio, éste podría ser, en mi opinión, el de Personalismo. Por esa razón, y para volver nuevamente a Heinsius, «el vívido deseo de la nación de que la escuela se aproxime a la vida» no podrá cumplirse sino cuando se encuentre la auténtica vida en la personalidad, la independencia y la libertad, pues quien aspire a estos objetivos no renunciará por ello a todo lo bueno que existe tanto en el Humanismo como en el Realismo, sino que ennoblecerá a ambos, elevándolos a una altura infinitamente mayor. Tampoco puede ponderarse el punto de vista nacional que detenta Heinsius como el justo, pues más bien lo es el punto de vista personal. Sólo el hombre libre y personal es un buen ciudadano (Realistas), e incluso careciendo de una cultura especial y erudita (filosófica, artística, etc.), será un juez de delicado gusto (Humanistas). Si, finalmente, tuviera que expresar en pocas palabras el objetivo que nuestra época debe alcanzar, formularía el necesario fin de la ciencia exenta de voluntad y el auge de la voluntad autoconsciente que se consuma en el esplendor de la persona libre de la siguiente manera: ¡El saber tiene que perecer para que pueda renacer como voluntad que se engendra cada día en una nueva persona libre!



Oneida por Émile Armand

Oneida es el nombre de un lugar del Estado de Nueva York, donde ha vivido y prosperado, de 1849 a 1879, un Centro muy curioso, que era, al principio, comunista, pero más tarde apeló a la mano de obra remunerada. Entonces, cuando los otros ensayistas de las Comunidades de los Estados Unidos provenían, en su mayor parte, del extranjero, los componentes de la Colonia de Oneida eran casi todos americanos. Eran, en efecto, granjeros de los Estados del Este —de Nueva Inglaterra— y artesanos; entre ellos se encontraban numerosas personas que ejercían profesiones liberales, sabios, juristas, eclesiásticos, pedagogos, etcétera; el grado medio de cultura y educación estaba muy por encima del nivel general de aquellos tiempos. En 1849, Oneida contaba 87 miembros; en 1851, 205; en 1875, 298; en 1879, 306. La Comunidad o Colonia de Oneida fue creada por John Humphrey Noyes, el primer historiador de las Comunidades o Colonias socialistas o comunistas de los Estados Unidos. Noyes nació en Brattleboro (Vermont), en 1811; cursó sus estudios en el colegio de Dartmouth y terminó la carrera de Derecho; pero bien pronto se sintió atraído por la teología, siguió estudiándola en Andover y Yale, y, mientras proseguía sus estudios teológicos, desarrolló doctrinas religiosas, la última de las cuales se denominó El «perfeccionismo».

Puede que haya de mirarse el «perfeccionismo» como un retoño postrero de la herejía albingense; el caso es que Noyes vio retirada su licencia oficial de pastor de la iglesia, considerado como hereje. En 1834 volvió a Putney (Vernon), residencia de sus padres, y, poco a poco, reunió cierto número de adeptos. Los primeros fueron su madre, dos hermanas y un hermano suyos; después vinieron su esposa, su cuñada, los maridos de sus hermanas y muchos otros. Todas las cosas se pusieron en un fondo común, a la disposición de todos, y el pequeño Centro llegó a publicar un periódico. En 1874, Noyes había reunido cuarenta adheridos. Desde el principio, el movimiento fue puramente religioso, pero la evolución de sus ideas, unida a la influencia de la lectura del precursor y otras publicaciones furieristas, le condujeron gradualmente al comunismo; aunque defendiéndose de ser mirada como furierista, Noyes siempre ha reconocido que debía mucho a los realizadores americanos del furierismo. La reducida Colonia de Putney estaba administrada por un presidente, un secretario y tres directivos; para que un acuerdo pudiera ser llevado a la práctica, era necesario que fuera adoptado por tres miembros de los cinco, y si esto no era posible, se sometía la cuestión a la asamblea general. No se aceptaban nuevos adheridos sin el consentimiento unánime de esta Asamblea, y esta costumbre, igualmente en vigor en Oneida, explica la progresión insignificante —por decirlo así— (ocho por


año) de los socios de la Colonia. Si bien podía retirarse cualquiera de los socios, notificando su decisión a los administradores, un colono sólo podía ser expulsado del Centro por mayoría de votos, en Asamblea general. Todo lo que un socio poseía, en el momento de firmar las bases de la Colonia, y cuanta propiedad se le atribuyera en el transcurso de su permanencia en la Comunidad, pertenecía al Centro, bajo el control de los administradores. Inmediatamente se creó una escuela, donde, además de los conocimientos generales, se enseñaba griego, latín y hebreo; la Colonia llegó a poseer 500 acres —más de 200 hectáreas— de tierras laborables, siete viviendas, un almacén, un taller de imprenta y aun otros edificios. Las características más notables de los perfeccionistas eran sus doctrinas religiosas, sus ideas sobre el matrimonio, su literatura y la institución de la «crítica mutua». Creían que el segundo advenimiento de Cristo había tenido lugar cuando la destrucción de Jerusalén y que, en aquel momento, tuvo lugar una primera resurrección general y un juicio en el mundo espiritual; que el reino final de Dios comenzó entonces en los cielos y que la manifestación de su reinado en el mundo visible está próxima; que se constituye una iglesia sobre la tierra para reunirse con el próximo reino de los cielos; que el elemento necesario para la unión de estas dos iglesias es la inspiración o la comunicación con Dios, que conduce a la perfección, a la remisión completa de todos los pecados; de donde proviene su nombre de perfeccionistas. No hay que decir que estas ideas nada tienen de originales y que se les encuentra, en una u otra forma, en determinadas sectas antiguas o actuales. La siguiente definición del perfeccionamiento le fue dada a Nordhoff — otro de los historiadores de las Colonias o Comunidades americanas— por uno de los creyentes: «Así como la doctrina del antialcoholismo es la abstinencia total de las bebidas alcohólicas, como la doctrina antiesclavista es la abolición inmediata de la servidumbre, igualmente la doctrina del “perfeccionamiento” es el cese radical e inmediato del pecado». Los colonos de Putney creían en las curas milagrosas por la imposición de manos;

mientras se contentaron con curarse mutuamente no se les buscó ruidos, pero ocurrió que ejercieron sus talentos sobre una aldeana del país, agotada por toda clase de enfermedades, casi ciega, de quien esperaban en todo momento que torciera el cuello. Pero no solamente curó la desgraciada impedida, sino que, el mismo esposo, de incrédulo se convirtió en creyente y la opinión pública, ya excitada por la práctica del «matrimonio complejo», se inflamó contra Noyes y sus discípulos, que hubieron de abandonar Putney. Se establecieron en Oneida. Durante los primeros años, tuvieron que lidiar con grandes dificultades — inexperiencia, incendio del almacén, naufragio de un barco suyo en el Hudson, déficit causado por la publicación de un periódico— y no obtuvieron más que un éxito mediocre; Noyes y sus compañeros, que en su mayor parte tenían fortuna, habían comprometido más de 107.000 dólares en la empresa. El primer inventario, hecho el primero de enero de 1857, no arrojó más que un haber de 67.000 dólares, o sea una pérdida neta de 40.000. Sin embargo, habían adquirido experiencia y organizaron sus trabajos sobre bases prácticas y efectivas; fabricaban cepos de acero y maletas, preparaban conservas de frutas y se dedicaban a la fabricación de sedas. Elaboraban cuidadosamente y de una forma irreprochable todo lo que emprendían y sus productos adquirieron bien pronto un gran renombre en el comercio. El inventario del año 1857 demostró la obtención de un pequeño beneficio, pero los años siguientes el importe del total superaba los 180.000 dólares. En 1870, poseían aproximadamente 900 acres —unas 360 hectáreas— de tierras, de las que más de dos tercios estaban en la misma Oneida y sus alrededores; el resto se encontraba en Wallingford, en el Estado del Connecticut. 202 socios de la colonia residían en Oneida, 35 en Willow Place —en el término de Oneida— y 40 en Wallingford; habitaban bajo un techo común y comían en una misma mesa.


Poseían 93 cabezas de ganado vacuno y 25 caballos. Su producción en 1868 había sido la siguiente: 278.000 cepos de acero; 458 botes de conserva; 4.664 libras —una libra equivale a 0,45 kilogramos— de seda manufacturada; 227.000 libras de hierro fundido en sus talleres; 305.000 pies cúbicos de madera trabajada en su serrería; 31.143 galones —el galón corresponde a casi 4 litros— de leche; 300 toneladas de heno; 800 boisseaux —20 toneladas— de patatas, 740 boisseaux de fresas, 1.450 de manzanas y 9.631 libras de uva. Para obtener esta producción, cuidar y atender el ganado y los caballos, habían tenido que trabajar: 80 hombres válidos 7 horas diarias 84 mujeres válidas 6’40 horas diarias 6 hombres de edad y achacosos 3’40 horas diarias 4 muchachos achacosos 3’40 horas diarias 9 mujeres de edad y achacosas 1’20 horas diarias 2 muchachas 1’20 horas diarias Hay que añadir que tuvieron que recurrir a la mano de obra suplementaria, que se elevaba ya en 1.868 a 34.000 dólares, y a todo esto demostrando una marcada repugnancia por el trabajo asalariado. Tomando jornaleros del exterior, pretendían no tener otra intención que ayudar a personas simpáticas, pero incapaces de practicar su comunismo, y todos están de acuerdo en afirmar que los trataban de una manera fraternal. Los negocios estaban administrados por 21 Comités permanentes y tenían 48 encargados para las diferentes clases de trabajo, prueba de que el furierismo les había influenciado más de lo que ellos querían admitir y, a pesar de la complejidad evidente de este sistema, se afirma que su gobierno funcionaba a maravilla. La tabla que ofrecemos con anterioridad demuestra que no querían extenuarse en el trabajo; no se mostraban exigentes con las horas para levantarse y en las que ponerse a trabajar, etcétera; desconocían el toque de

campana y tuvieron pocos «emboscados» y perezosos profesionales. La biblioteca de Oneida contenía 6.000 volúmenes y se recibían en ella toda clase de revistas. Aunque los perfeccionistas no creyeran que el comunismo fuera posible sin una base religiosa, no eran sectarios. Su religión era más práctica que teórica; así que Huxley, Tyndall, Darwin y Spencer estaban ampliamente representados en su hemeroteca. Los recreos se tenían en alta estima en Oneida; en un momento dado, tuvieron fincas de recreo sobre el lago de Oneida y en Long Island Sound. Concedían suma importancia a la higiene, se alimentaban sencillamente y se mostraban sobrios en todos los aspectos; su longevidad era proverbial; gran número de ellos murieron más que octogenarios y 22 fallecieron entre los ochenta y cinco y los noventa y seis años, porcentaje enorme en relación a la población de la Colonia. Las enfermedades venéreas eran desconocidas entre ellos, lo que se atribuye a que no tenían relaciones sexuales con personas que no pertenecieran a su Centro; no fumaban ni bebían; sólo comían carne dos veces por semana; no se cuidaban de las modas, y las mujeres de Oneida llevaron siempre los cabellos cortos. La prosperidad de Oneida llamó la atención pública; en los días festivos no era raro que pasaran la jornada con ellos 1.000 o 1.500 visitantes. Todos se preguntaban cómo podía subsistir este pequeño mundo aparte, en el que no se veía a nadie perseguir judicialmente a otro, donde nada tenía que hacer la policía y donde no había pobres; los perfeccionistas hacían por sí mismos toda la propaganda que podían. Publicaron cierto número de libros y periódicos, de los cuales fue el más popular Oneida Circular, que era una revista semanal bien editada y bien impresa, publicada en estas singulares condiciones: La revista se enviaba a todos, pagaran o no; su precio era de dos dólares; los lectores se dividían en tres clases: Primera, los que no podían pagar dos dólares; segunda, los que sólo podían dar esta cantidad, y tercera, los que podían pagar aún más dinero. Los primeros la tenían gratuitamente; los


segundos, se la pagaban, y los últimos habían de dar más; era el dinero necesario para cubrir el déficit causado por los primeros. Ésta es la ley del comunismo. Los perfeccionistas siempre han atribuido a tres causas, o mejor dicho, a tres prácticas, sus éxitos; prácticas que han hecho célebre a Oneida y le han otorgado un lugar especial en la historia de los Centros de vida comunitaria: la primera es el matrimonio complejo; la segunda, la crítica mutua; y la tercera, las reuniones cotidianas que se materializaban todas las noches. Ante todo, el matrimonio complejo. El comunismo de los cristianos primitivos se extendía lo mismo a los seres que a las cosas, según ellos; no veían ninguna diferencia intrínseca entre la propiedad de los objetos y la de las personas; el exclusivismo, con respecto a las mujeres y los niños, no era más concebible que el exclusivismo en el dinero o los bienes muebles. El apóstol San Pablo (1. Cor. 7: 29-31) ha puesto sobre un mismo pie la posesión de las mujeres y la de las mercancías, posesión que debía ser abolida a breve plazo por el advenimiento del «reino de los cielos»; la abolición del exclusivismo, en las relaciones amorosas, está implicada en el nuevo mandamiento de Cristo que prescribe amarse los unos a los otros, lo que no significa por parejas, sino en masa. Las dos palabras subrayadas se encuentran así en la página 626 del libro de John Humphrey Noyes, History of American Socialisms, con el que mantengo contacto visual al redactar este estudio. «La historia secreta del corazón humano demuestra que es capaz de amar a gran número de personas y numerosas veces, y que cuanto más ama, más puede amar». Partiendo de este principio, y quedando entendido que su sistema no servía más que para las personas santificadas, o seleccionadas, los perfeccionistas establecían una diferencia entre la facultad de amar y la reproducción; hacían observar que Dios, antes de considerar a Eva como reproductora, la había creado para hacer compañía a Adán, con un objeto social. «Dios creó a la mujer, porque vio que no era bueno para el hombre estar solo». (Gén. II: 18). En el Edén, la facultad de amar representó el primer papel y no la reproducción. El pudor sexual es la

consecuencia de la caída, ficticia e irracional. Adán y Eva, en el estado de inocencia, ignoraban el pudor, como lo ignoran los niños y «los otros animales». Los celos son la consecuencia del exclusivismo en el amor y engendra querellas y divisiones. Toda asociación de vida en común que mantenga el principio de la unión exclusiva, lleva en sí los gérmenes de su disolución, tanto más cuanto que la vida en común desarrolla poderosamente la facultad de amar. Los perfeccionistas de Oneida hubieran querido que, en su Comunismo, cada hombre hubiera sido el marido de todas las mujeres y cada mujer la esposa de todos los hombres, siendo la progenitura «racional» criada por el Centro; esto es lo que les hacía comparar su concepción del amor libre, basada en un comunismo amoroso duradero —un matrimonio en sociedad— y el «amor libre» como lo entendían, según ellos, los socialistas de entonces, consistente en galanteos temporales y desentendiéndose de la progenitura. Los perfeccionistas reprochaban, entre otras cosas, al «acto propagador» el agotar al hombre y ponerlo enfermo, si se repite con demasiada frecuencia; para la mujer, el embarazo y lo que éste exige de las reservas vitales, mina su constitución; los dolores del parto son una verdadera agonía y la fatigan de un modo extraordinario, lo mismo que la lactancia y los cuidados de la primer infancia. Hasta que esté en estado de no necesitar la constante atención de los suyos, el niño resulta una pesada carga para sus padres, aun en las mejores circunstancias; el trabajo del hombre se acrecienta enormemente por la necesidad de subvenir a las necesidades de la familia y, por lo tanto, al ordenar el Creador al hombre que creciera y se multiplicara, le lanzaba una terrible maldición. Vueltos al estado de inocencia primitiva, los perfeccionistas se liberaban de aquella maldición, y San Pablo ha incluido al matrimonio entre las ordenanzas abolidas de la antigua Alianza; partiendo, pues, de que la facultad de amar representa el principal papel y la propagación de la especie el segundo, el hombre, llamado a la perfección, ejercerá una severa vigilancia sobre sus aptitudes procreadoras. En este


aspecto los perfeccionistas se aproximaban a Malthus. Oneida había erigido el coito reservado prolongado1 en principio. La iniciación sexual se hacía poco después de la pubertad en los muchachos y un poco más tarde en las jóvenes, por una persona de más edad. En ocasión del coito, el hombre introducía el pene en la vagina y lo dejaba allí durante más de una hora, sin emisión, y siendo la mujer la que llegaba al espasmo. De ordinario no llegaba a eyacular el hombre, ni siquiera después de la retirada, sin que sintiera la necesidad de ello. Todo el mundo encontraba esta práctica excelente; los hombres descuidados o torpes eran evitados por las mujeres y, por otra parte, el sentimiento de afección de los hombres por todas las mujeres constituía una fuerza social. La masturbación era desconocida y nadie tenía relaciones sexuales fuera de la Comunidad. En su Arte del amor, Haverlock Ellis repite la afirmación de Noyes referente a que una comparación escrupulosa de las estadísticas de la Comunidad ha demostrado que la tasa de las enfermedades nerviosas era considerablemente menor de la media y que no se habían presentado más que dos casos de desorden nervioso debidos al uso del coito reservado. Esto ha sido confirmado por Van de Warker, que examinó a 42 mujeres de la Comunidad sin encontrar enfermedades de los órganos de la reproducción, ni enfermedad alguna que pudiera ser atribuida a las costumbres sexuales de la Colonia.2 En la práctica, todo componente masculino de la Colonia podía tener relaciones sexuales con cualquiera de los individuos femeninos, a condición de tener un tercero por intermediario; preferían las relaciones de los socios jóvenes, de uno u otro sexo, con los de más edad, quedando entendido que nadie venía obligado a aceptar las atenciones de aquel que no le gustara, lo que se evitaba con la intervención precipitada, y, en cuanto a la procreación, estaba sometida al control de la Comunidad, que 1

Lo cual se llamaba en la Colonia continencia masculina.

velaba por que el número de niños no sobrepasará las posibilidades financieras y educativas. En una población de 280 personas, el número de las que aún no contaban veintiún años no pasaba de 64, y los socios elegidos para la procreación seleccionada, entre los que mejor se habían asimilado su teoría social, eran 24 hombres y 20 mujeres; toda reconstitución de la pareja estaba rigurosamente proscrita. En consecuencia con estas ideas, los niños estaban considerados como hijos del Centro y educados juntos en una casa destinada a este efecto; disponían de toda clase de facilidades para juegos y recreos y, según el testimonio general, gozaban de una perfecta salud; celadoras, pertenecientes a la Colonia, consagraban sus cuidados a educarlos, y cada una de ellas pasaba medio día dedicada a esta tarea. Se destetaba a los niños a los nueve meses y, a partir de esta edad, desde las ocho de la mañana se les llevaba al parvulado, de donde los recogían sus madres a las cinco de la tarde; no se trataba, pues, de separar a la madre de su prole, sino de procurarle una relativa libertad y ayuda que le permitiera tomar parte en la producción general. La crítica mutua fue instituida por Noyes, según se dice, y se convirtió en la institución más importante de la Comunidad, desde el principio de su existencia; esta práctica reemplazó a todas las sanciones; era una verdadera cura moral, y presenta una acentuada analogía con el tratamiento psicoanalítico freudiano. La crítica se aplicaba en algunos casos sin que la solicitara el sujeto, pero lo más a menudo, a su propio requerimiento. Unas veces, el socio quería ser criticado por la Colonia entera, y otras, por un Comité elegido entre los que lo conocían mejor y le eran más simpáticos; cada cual presentaba sus apreciaciones, de la manera más extensa posible, y el efecto saludable de la crítica mutua se podía apreciar en cómo se efectuaba por sí mismo, haciendo sentir la fealdad de la falta cometida. Obsérvese su C. Reed: Text-book of Gynecology, 1901, p. q. citado por Havelock Ellis, L’Art de l’amour, p. 109 (Ed. Del Mercurio de Francia). 2


analogía con la confesión pública y compárese con la autocrítica bolchevista, pues una y otra pueden ser catalogadas en el tratamiento psicoanalítico. Nordhoff, que tuvo la suerte de asistir a una de estas sesiones de crítica, da la siguiente relación: «Un domingo por la tarde, un joven, llamado Carlos, se ofreció voluntariamente a una crítica; una Comisión de quince miembros, entre los que estaba el mismo Noyes, se reunió en una sala y comenzó la sesión. Noyes se informó de lo que Carlos tenía que reprocharse, y éste le expuso que recientemente había estado conturbado por la duda, que su fe vacilaba y que luchaba contra el demonio interior, que le visitaba con frecuencia. Entonces cada cual, a su turno, tomó la palabra. Uno de los socios hizo observar que Carlos había sido perjudicado por su buena suerte, que algunas veces se mostraba vanidoso; otro añadió que no miraba con respeto alguno la propiedad común, que le había oído recientemente hablar de un biftek demasiado duro y que tomaba la costumbre de hablar en caló. Las mujeres tomaron parte en la crítica: una dijo que Carlos era altanero y demasiado galante; se criticó su comportamiento en la mesa y se le acusó de mostrar demasiada simpatía por determinadas personas, llamándolas por su nombre propio en público. Según la sesión iba avanzando las faltas se acumulaban más y más: se le acusaba de irreligioso y aficionado a la mentira, y se expresaba el deseo general de que se diera cuenta de sus errores y de que se corrigiera de ellos. Durante esta requisitoria, que duró más de hora y media, Carlos permaneció mudo, pero a medida que se amontonaban las acusaciones, palidecía y gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Las críticas de sus camaradas habían, evidentemente, producido una gran impresión sobre él». Estas francas —si no indiscretas— explicaciones no parecen haber provocado malos sentimientos entre los miembros de la Comunidad. Las reuniones de crítica mutua hacían las veces de tribunal, consejo, regulación y estimulante para rectificar la línea de conducta individual y colectiva. La

historia de Oneida no refiere ninguna discordia y la más perfecta armonía reinó allí en todo tiempo: solamente un socio fue expulsado durante los treinta años que duró la Colonia. Las reuniones cotidianas de la noche no duraban más que una hora, pero se verificaban con toda regularidad; se discutían los negocios, administración, noticias del día y, en suma, todo lo que era de un interés general. ——— ¿Cómo puede explicarse la caída de una Colonia tan próspera cuyo activo, en 1881 — dos años después de su disolución como Colonia comunista—, podía estar tasado en 600.000 dólares? En principio estuvo motivada por una violenta campaña emprendida por la opinión pública, atizada por el clero y los órganos puritanos, contra el «matrimonio complejo»; los puritanos pretendían que, a despecho de todas las manifestaciones en contra, Oneida era el asilo del vicio y la concentración del orgullo; los periodistas se mezclaron en el asunto. Por otra parte, los niños nacidos en la Colonia, ya adultos, no tenían la fe ni el entusiasmo de sus padres, los veteranos de la Colonia, y, como los mormones, los perfeccionistas hubieron de ceder, abandonando el matrimonio complejo el 26 de agosto de 1879; hasta el 31 de diciembre de tal año se verificaron veinte matrimonios y quedaron apenas media docena de solteros. Esto fue la señal de la disolución de Oneida en el aspecto de sociedad comunista. El mismo Noyes, acompañado de algunos fervientes adeptos, partió para Canadá, donde murió en 1866, y el resto de la Comunidad se organizó en Sociedad con un capital limitado, con el título de Oneida Community Limited, en 1880. Se le reconoció a cada socio de la Comunidad sin distinción de sexo ni edad ni servicios prestados, cuatro acciones que importaban tantas veces 100 dólares como años había pasado el asociado en la Colonia; se reembolsó en acciones la mitad del capital aportado por los colonos a su ingreso en aquel


Centro, y garantizaron a los niños, que se encontraban a cargo de la Colonia, de 80 a 100 dólares por año —según lo permitieran los beneficios— y ocho meses de escuela hasta la edad de dieciséis años. La empresa se hizo muy próspera, y el 80% de sus intereses quedaron en manos de los descendientes de los fundadores y de los auxiliares empleados por la Colonia durante largos años. Según una carta firmada por el secretario J. M. Noyes, perteneciente probablemente a la familia del fundador de Oneida, el 31 de enero de 1924, se elevaba a cerca de ocho millones de dólares el activo de la Sociedad que había sucedido a la Comunidad de Oneida; en 1913, el dividendo de las acciones había ascendido al 56,25%, y en 1924 fue su importe del 12,5%. Como es natural, se han conservado las industrias, y durante mucho tiempo, una biblioteca común, una sala de lectura, un lavadero y los paseos fueron los únicos recuerdos del antiguo régimen comunista. Según Mr. Ch. Gide, en 1917, los restos de Oneida habían sido trasladados a Sherrill, unos 400 kilómetros al Este; la mencionada carta de J. M. Noyes no indica dirección alguna.



Desafío cinematográfico:

el cine libertario, producción durante la guerra civil. por Reme M. Gisbert

Grandeza en los años 30 del cine español, con la llegada del sonoro y la II República. Como se detecta que el cine es un instrumento potentísimo de propaganda, sucede que estos años serán muy prolíficos, tanto que para entonces España era la séptima potencia en número de salas y la duodécima en producción cinematográfica a nivel mundial. La pregunta sería: ¿Qué pasó cuando estalló la cruenta Guerra civil? ¿Hubo un cine netamente anarquista? Sentíos libres de seguir leyendo para descubrirlo… «Todas las películas se han hecho con mucho esfuerzo, en todas se ve el cariño y el amor que pusimos en hacerlas y es un verdadero milagro que se hayan salvado estas joyas de nuestro cine», dice uno de los trabajadores de la época, Juan Mariné, director de fotografía y restaurador. En todas estas películas hay un motor, un impulsador que nos permite decir que sí hay un cine anarquista. Con la creación de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) en 1910, conociendo mejor que nadie el poder transgresor del medio, su expresión artística novedosa y su poderosa fuerza como arma de

propaganda, serán ellos los que mayor producción tengan. El anarquismo está mucho más abierto a las vanguardias, le gusta explorar con los nuevos medios. La CNT tiene cada vez más afiliados en el mundo del espectáculo y así crea el SUEP (Sindicato Único de Espectáculos Públicos) en 1930. Según el historiador cinematográfico Román Gubern, «el cine anarquista es un cine atípico, singular… como el movimiento es contrario al canon, es extremadamente libre…». Según avanzaron los años 30, con la mencionada llegada del sonoro y la instauración de la II República, el cine se convierte en verdadero fenómeno de masas e instrumento importante de propaganda; por primera vez se produce una sintonía temática, estilística y estética entre la cultura de masas y el cine español. La gente de la calle canta las canciones que escucha en las películas como Nobleza baturra, Morena clara o La verbena de la paloma. Es el momento de madurez del cine, cuando se crea un auténtico star system entre los que destacan Imperio Argentina, Antonieta Colomer, Antonio Núñez...; comienzan a nacer productoras con proyecto de continuidad.


En cuanto a nuestro cine anarquista empezamos con un polémico director que se hacía llamar Armand Guerra (un valenciano que usaba este seudónimo que significa “armando guerra”). Su verdadero nombre fue José Estívalis. Este provocador nato y trotamundos ya había organizado antes de la I Guerra Mundial una cooperativa de cine proletario, con la que rueda varios cortometrajes, entre ellos un docudrama sobre la Comuna de París en 1871 que mezcla documental y ficción. Lo relevante de la carrera de Armand Guerra empieza en el verano de 1936 con el rodaje de Carne de fieras, donde aparecen Pablo Álvarez Rubio y la actriz francesa Marlène Grey, que en aquel momento representaba un número de circo en la capital. En la película ella es una bailarina que se contonea desnuda en una jaula de leones, lo cual era completamente transgresor para la época. El filme narra la historia de Pablo —un boxeador— y Marlène —una artista de circo—, quienes acaban adoptando a un golfillo de la calle; vamos, todo un desafío al arquetipo de familia tradicional burguesa. Todas las películas anarquistas versan sobre temas y situaciones que hasta ahora no habían sido tratados. En Carne de fieras vemos como dos personas que tienen poco o nada adoptan a un niño con menos, y es en eso en lo que se basa en la solidaridad, principio siempre defendido por los anarquistas. La soleada mañana del 17 de julio de 1936, cuando se iba a rodar en El Retiro, suenan las alarmas merced a unos insurrectos en Melilla; aunque será el 18 de julio el nefasto día del alzamiento militar y la puesta en marcha de una guerra que acarrearía mucha muerte, pérdida de derechos y libertades, así como una nueva etapa para este cine beligerante grabado durante la guerra que ahora pasamos a llamar cine libertario; lo hubo de todos los bandos: republicano, con capital cinematográfica en Barcelona, dejando Madrid y Valencia en un segundo plano; anarquista, el más experimental de todos y en cuyos valores profundizaremos; comunista, con un matiz más didáctico; y

también producción gubernamental, con el semanario de la productora Laya Films, “Espanya al día”, a partir de Enero de 1937. Y como contrapropaganda pero con una producción mucho menor (32 documentales frente a los 220 de propaganda) estaba el bando franquista, que ya en su etapa de mandato utilizó el medio a su antojo, pero eso ya merece otro reportaje. El director Armand Guerra en un primer momento toma la decisión de parar la producción de Carne de fieras, pero en un arrebato de insumisión decide continuar con el rodaje para terminarlo cuanto antes y dar apariencia de normalidad, aunque ya en la segunda mitad del filme se puedan ver indicios de este alzamiento militar, pues hay escenas en que de fondo aparecen milicianos. Es un documento único, signo de normalidad para la CNT y muestra del alzamiento en segundo plano. Ésta fue la primera película terminada en la Guerra Civil, pero su estreno no se produciría hasta 56 años después. Finalizado el rodaje Armand Guerra, junto a otros cineastas, partieron al frente para rodar escenas de la guerra en primera persona. Al estallar la guerra la primera respuesta viene de Barcelona, se crea una oficina de información y propaganda que dirigía Jacinto Torio, periodista; producen la primera película ya en época de guerra. Será el Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona, que realiza Mateo Santos, periodista que ya había dirigido la revista Popular Films y filmado documentales. Se rueda entre el 19 y el 23 de julio con un plan de producción sostenido económicamente por la CNT, con cámaras del SUEP. Este mismo reportaje es un documento excepcional que capta la agitación de los primeros momentos de convulsión revolucionaria, que la voz del narrador acuña en estos inflamados términos: «El pueblo, magnífico en su furor, hizo fracasar el propósito de unos cobardes militares sin honor, en sorda alianza con la alta burguesía y los negros cuervos de la iglesia que inspira el Vaticano», señalando claramente a sus culpables, aunque no


muy acertado en su expectativa triunfal sobre el pueblo, como se vio cuatro años después con el fin de la contienda. El Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona es un filme rodado en un momento de intensidad emocional muy fuerte, viven una exaltación del espíritu revolucionario que el propio locutor siente y transmite: «Hombres del pueblo levantaron barricadas contra la reacción en los puntos estratégicos de las barriadas obreras. Camiones, autos, transeúntes han de detenerse a la voz de ALTO para que detrás de ellos no se deslice un fascista, un espía de la bestia reaccionaria». Barcelona está en manos de los obreros, el estado tradicional se ha venido abajo, se ha hundido, es una revolución social en una ciudad de gran tamaño. Y eso mismo muestra el reportaje, con imágenes muy fuertes y duras que causaron un gran impacto. El historiador Román Gubern analiza el filme: «La película es profundamente anticlerical, blasfema y muy incendiaria, el momento más fuerte es cuando se exponen las momias de los frailes y monjas ante los conventos e iglesias. Da una imagen tenebrista, medievalesca, atormentada de un mundo oscurantista clerical. El documental se convirtió en un boomerang para la República, porque un distribuidor catalán que se llama José Arqué hizo llegar una copia a Berlín y regaló a Franco esta película, que se convirtió en un arma de contrapropaganda eficacísima: los rojos que van a iglesias a profanar tumbas de curas y monjas exponiéndolos al populacho…». La segunda parte del documental mostraba las columnas de milicianos saliendo hacia Zaragoza, columnas montadas en días con armas sacadas de cuarteles y tanques de chapa, con autobuses llenos, camiones y todos van a Zaragoza con la seguridad de que conseguirán su propósito, sabiendo que ésta es una ciudad suya. La revolución se extendió, los anarquistas declararon la huelga, se colectivizaron numerosas

empresas. Por primera vez los obreros se sienten dueños de su destino. Realmente por primera vez son dueños de las fábricas o las tierras. En cuanto al cine, el 6 de agosto de 1936 se socializa la industria del cine en Barcelona; se quedaron bajo poder obrero 112 cines y 12 salas de teatro. El sindicato asumía el control de las salas y equipos, lo que significa que decidían a quién conceder las producciones. Una de las medidas que toma es suprimir las propinas, que era una manera de depender de la caridad del cliente; en este caso lo que quieren es establecer salarios dignos y no depender de la buena voluntad de nadie. La CNT encarga a Mateo Santos una película documental menos revolúcionaria, titulada Barcelona trabaja para el frente, donde se ven las fábricas, personas en la retaguardia, su organización, y en ella Juan Mariné desempeña las labores de cámara. Él mismo recuerda las diferentes imágenes que componen este documental: señoras cosiendo ropa para el frente y los pobres... Todo lo que se grababa lo preparaba dirección y producción. Era muy complicado trabajar con esos equipos pero resultó una película muy bien rodada, que explica cómo se organiza el Comité de Abastos, cómo se vuelve a poner en marcha una fábrica de pastas, cómo llega la comida del matadero al pequeño comercio y, como guinda, muestra el Hotel Ritz reconvertido en comedor público para los obreros…; lo que quiere, en definitiva, es mostrar cómo los obreros han invadido los espacios reservados para la burguesía: su poder ha caído. Los grandes edificios son sustituidos, los trabajadores han entrado en esos lugares, han ocupado los signos más evidentes de su poder. En Madrid, a diferencia de Barcelona, no existía una fuerza hegemónica única. Había cines controlados por la JSU, la CNT, el PC o la UGT. Los anarquistas crean la productora Spartacus Films e inician el noticiario “Momentos de España”, y los boletines de noticias viven un gran momento de expansión; además, siguió emitiéndose el informativo Laya de


la Generalitat de Cataluña hasta 1939. “Momentos de España” fue un informativo que, con sus diferentes secciones, tales como tranviario y dinamiteros, resulta muy curioso visto a día de hoy. Y llega el nacimiento del cine social. El 15 de octubre de 1936 se creó el primer Comité de producción cinematográfica, que contaba con una oficina literaria que seleccionaba guiones de cine. Los anarquistas contrarios al modelo americano de cine de masas creen en hacer un cine proletario, un cine social que tenía su tradición en el cine alemán de la UFA —previo a Hitler— y en el de la Unión Soviética. No podían traer filmes anarquistas, a diferencia de los comunistas, que los importaban. Tenían que hacer su propio cine y así lo hicieron. Al elegir un guión se decantaron por el de Antonio Sau, un aragonés que escribió Aurora de esperanza, filme que sería protagonizado por el marqués Félix de Pomés, un popular actor que, según recuerda Juan Mariné, expresaba su ironía ante el hecho de que fuesen a buscar a un tipo tan elegante como él para interpretar a un pobre obrero en paro, miserable y muerto de hambre. El título del filme buscaba evocar una noche en la que gobernaba la burguesía y donde los proletarios, a pesar de los años de la gran depresión y el alto desempleo, aún tenían la esperanza de un nuevo día, una nueva aurora. Román Gubern dice que «es una película peculiar por muchos motivos», y expresa que «a pesar de no estar ambientada en ningún lugar concreto, los barceloneses de la época reconocemos la ciudad». El protagonista es un hombre que, consciente de la situación en la que viven los obreros, se rebela contra la tiranía de los poderosos. Es sin duda una película propagandística, presenta la idea de revolución como posible. Lo fundamental que resalta el filme del anarquismo es el principio de la dignidad, los obreros están orgullosos de serlo. Aurora de esperanza está considerada como el claro precedente del neorrealismo europeo y es una de las películas más

importantes de los cien años de cine español. Otro de los noticiarios del comité tenía como cabecera un guiño hacia lo moldeador de conciencias que es el cine, y era también, en realidad, un homenaje a Buenaventura Durruti, que fue metalúrgico. Este hombre fue un claro líder para el movimiento, la cabeza visible que necesitaba el anarquismo. Apareció en un buen número de películas de la CNT, una de ellas al frente de la columna que llevaba su nombre de Barcelona a Zaragoza. Se hicieron noticiarios de Los Aguiluchos de la FAI, por tierras de Aragón, filmados por Adrián Prochet, que siguió todos los viajes y quien tenía mucha experiencia en este campo. Estos noticiarios tuvieron mucho éxito, pues iban mostrando los avances de esta columna que iba colectivizando a su paso. Llegan en noviembre de 1936 a Madrid, donde graban Madrid, tumba del fascio, una serie documental que constituyó la primera experiencia de cine bélico; esta guerra marca un antes y un después a la hora de hacer cine, ya inmersos en la II Guerra Mundial. Cuando el 19 de noviembre de 1936 Durruti fue herido de muerte mientras defendía la capital, las cámaras filmaron su entierro, noticiarios de todo el mundo cubrían la historia de un hombre que venía de muy lejos a jugarse la vida por defender unos ideales. En 1937 deciden innovar, a raíz de la llegada del cine de Shirley Temple, y producen Nosotros somos así, un musical donde los actores son niños, alumnos de una escuela musical de Barcelona; lo insólito es que bailan claqué y cuentan una historia que nos presenta a un espía de guerra, un hombre rico que será salvado por unos niños pobres. La lucha de clases se presenta en un discurso musical de cierre en el que el niño convierte al espía en un obrero más, con la intención de mostrar una exaltación de la solidaridad. El 2 de agosto de 1937 se crea el segundo Comité de producción cinematográfica y aparecen las películas Criminales y Alas negras, que ilustran los


daños sufridos en la población civil por los bombardeos aéreos en Aragón y Barcelona, imágenes que deben ser mostradas y llegan fuera de España, causando un buen revuelo. En Hollywood la causa republicana era apoyada por parte de un amplio sector de actores, directores y guionistas, pero la cúpula de los estudios se posicionaba del lado de Franco para no perder un mercado futuro, ya que por aquellas fechas se sabía que ganaría la guerra, vistos los apoyos con los que contaba y que otros países no dieron a la República. En cualquier casoFilmote, el hecho de no denunciar la dictadura es un tema que daría para otro reportaje. Según Alfonso del Amo, de la Filmoteca Española, la gente en tiempos de guerra seguía yendo al cine: «De hecho, en esos momentos, teóricamente debían de tener más ganas de ir que nunca; era elegir entre el espectáculo de ver un estreno para entretenerse antes que los socavones hechos por las bombas de la calle». Es en esos momentos cuando se rueda el filme Barrios bajos de Pedro Puché, un drama social que es un folletín de ambiente barriobajero. Su leitmotiv es el tango que da nombre al filme y resulta, en definitiva, una película muy acertada para describir la situación que se vivía a través de los diferentes estereotipos sociales, además de un alegato contra la prostitución, contra lo que tanto habían luchado los anarquistas que saben que quien se dedica a esto es por necesidad y quieren ayudar. Es la primera vez que se trata la prostitución y las drogas, sólo el personaje del obrero es capaz de sublevarse contra la situación de la mujer que va a ser sometida a la trata de blancas. Cambiando de tercio, la comedia llega a la gran pantalla a finales de 1937, cuando la CNT encargó al director Ignacio Farrés Iquino la película cómica Paquete, el fotógrafo número uno, con dos actores desconocidos hasta la época, Paco Martínez Soria y Mary Santpere, de los cuales se esperaba poco o nada, e incluso querían echar al director por esta elección. La película no se conserva, tan solo unos

fotogramas, ya que se quemó en un incendio, pero los dos actores bien es sabido que sí alcanzaron la fama. Otra de las comedias de la época fue Nuestro culpable, esta vez con Ricardo Núñez y Charito Leonis, dos estrellas de la época, como protagonistas; él interpreta a un ladrón y ella a la amante de un banquero, es un musical —la banda sonora es música de cabaret reivindicativa— de presidiarios, dentro de la cárcel el ladrón es conocido como “El Randa” y será presionado para ofrecer información sobre dónde está el dinero robado. Esta película está considerada como una comedia de entretenimiento basada en el cine americano, porque lo que busca es llegar al gran público; aun así es un filme de gran factura técnica. Partiendo de casi una anécdota, consigue transcender y hacer crítica del sistema bancario, del judicial, de la sociedad en general. Nuestro culpable fue una de las últimas películas anarquistas —estrenada en 1938— antes del triunfo del franquismo. Ahora llega el momento más cruel para los trabajadores del cine y otros defensores de la República, el exilio, desde el cual trascienden algunos nombres como el que fue proscrito, Angelillo, la gran actriz Margarita Xirgu o Alberto Closas. También otros autores se marcharon, como fue el caso de Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, que había escrito a medias el guión de El gran calavera junto a Buñuel, Max Aub o Alejandro Casona. No sólo fue un acontecimiento muy dramático por sí mismo sino que, de hecho, tuvo consecuencias muy negativas para la creatividad del cine español. De todos los directores que cabe destacar nos quedamos con Buñuel, la figura más excepcional, y quien se instaló en México, desde donde dirigió un gran número de sus obras maestras. Será ya a partir de 1963 cuando Buñuel, junto a JeanClaude Carrière, ruede algunas de sus películas en Francia. También hubo directores que abiertamente habían tomado partido por la República y acabaron trabajando para


el régimen, como es el caso de Benito Perojo, Edgar Neville, Froilán Rey, José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil, Juan de Orduña, Luis Lucia o Antonio del Amo. Las películas anarquistas se conservan en la Filmoteca Española, ya que son un precedente tanto del cine negro como del cine social, o del primer neorrealismo, entre otros. Es un cine, además, que no se redescubre hasta la Bienal de Venecia de 1977, cuando se proyecta una retrospectiva del cine español de la guerra. Fue insólito; con tan pocos medios se hizo tanto que cabe preguntarse qué se podría haber hecho de durar más el fenómeno. Nunca más se ha vuelto a producir esto en el cine español. Como en la canción anarquista vista en El lápiz del carpintero, diré que «fue todo como un sueño de cerezas y rosas… fue como un sueño, que nunca existió… fui tan poco en tu vida, una nube de paso…». El cine anarquista duró unos pocos años, fue como un sueño, pero tenemos constancia de que sí existió. Y yo ahora me pregunto... ¿Podría volver a darse, teniendo en cuenta la madurez del cine y la realidad del movimiento anarquista?


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