Voces 17

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Cada vez que me acuerdo del ciclón se me enferma el corazón. Trío Matamoros.

M i r t a

S u q u e t

Era un murmullo coral lejano, lleno de estridencias apagadas y de clamores mudos, como si desde la grisácea bóveda celeste cayeran, con desgarrados alaridos, los ángeles condenados. O aún más cerca: como si mataran niños debajo de una ceiba. Cocuyo, Severo Sarduy. Pero lo que más me interesa es el parte meteorológico. Oh, sí. No me pierdo ni uno. Como Penélope a su Odiseo, yo espero un huracán. Huracán, Ena Lucía Portela.

I EN UNO DE LOS CAPÍTULOS memorables de Cocuyo, de Severo Sarduy, el niño se queda petrificado ante la imagen de una plancha de zinc cercenándole el cuello a un transeúnte (un negro que corría con un baúl en la mano), mientras las ráfagas de viento anunciaban el paso de un huracán y obligaban a refugiarse en las casas y a rezar para que regresara la calma con un saldo de ventanas rotas y nervios desquiciados. Tras la desmesura de la imagen, el niño reparte tazas de tilo con matarratas a la familia, para que nadie sepa que tiene miedo.

días de ciclones

Durante los ciclones yo tenía miedo. Un miedo a que se abriera una ventana y se colara el torbellino dentro de la casa. Un miedo literario, cinematográfico, quizás. Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas, a desear que la ciudad permaneciera en su sitio al otro día.

II El ritmo de los movimientos cambiaba a medida que el viento se hacía más fuerte. Había que correr a la tienda más cercana en busca de pan y velas; había que sellar las ventanas con tablones o precintas de papel colocadas en forma de cruz, y que nadie se molestaría después en quitar; apuntalar los techos, asegurar las tapas de los tanques que volarían como hojas secas y degollarían como afilados cuchillos; las tejas sueltas, las sillas del patio...

Con la adolescencia descubrí otras formas de desafiar los ciclones. Nada más aterrador y a la vez más seductor que caminar contra el viento, que sospechar que las alambradas se vendrían abajo, los gajos, los frutos de los árboles, el tendido eléctrico. Nada más perverso, desde luego, que saberse con vida entre tanta amenaza. En una esquina, varios hombres jugaban dominó y bebían cerveza, mientras escuchaban a cada hora el parte de la radio. Las horas previas a un ciclón eran las últimas horas de confianza. Después, todo podía suceder a pesar de precauciones y predicciones.

Había que tapar con bolsas plásticas todo lo que se atesoraba: el ventilador del 50, la lavadora rusa, el televisor recién ganado en el trabajo. Había que, incluso, construir muros improvisados en las entradas de las casas —el vecino robaba ladrillos y argamasa de una obra cercana— para detener el torrente de agua que las alcantarillas, ahogadas y obsoletas, no podían asimilar. En mitad del diluvio, los muros se venían abajo, o debían romperse desesperadamente para sacar el agua que había entrado por cuanta rendija hallaba a su paso y que ahora no tenía por donde salir.


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