ENCUENTRO 1 ¿Qué es la espiritualidad? ¿Hay una o varias espiritualidades? Espíritu y praxis. Espiritualidad cristiano-misionera. Los empujones del Espíritu: exterior e interior. ¿Qué es la espiritualidad? Comencemos haciendo una aclaración: la palabra “espiritualidad” deriva de la palabra espíritu. Conviene registrar que en la mentalidad griega, el espíritu se opone a la materia. En este sentido, lo espiritual es antagonista a lo material. Así, se diría que la persona fuera muy espiritual cuando vive sin preocuparse para nada de lo material o en cierto modo desvirtúa completamente todo lo que tiene que ver con las realidades materiales, tratando de vivir únicamente de realidades espirituales. Es preciso esclarecer que esta manera de percibir la espiritualidad como realidad opuesta a lo palpable emanó de la mentalidad griega, de la cual luego se hizo la mentalidad occidental. Sin embargo, este concepto griego es totalmente diferente de la percepción de la misma de parte de otros pueblos. Por ejemplo, según la cosmovisión hebrea, el espíritu (ruah) no se opone, de ningún modo, a lo material sino a la maldad, a la destrucción, a la muerte. Por ende, el espíritu cuando habita en la materia le hace ser lo que es, le da fuerza, la mueve y la impulsa. Derivando del contexto semítico de la espiritualidad, se puede definir la espiritualidad como la motivación, la pasión, el impulso, la causa por la que se vive y lucha. Además, es la motivación de la vida, inspiración de las actividades, de utopías y causas. Ésta no es una fortuna para algunos especiales, sino, es patrimonio de todos los seres humanos y es una realidad comunitaria, quiere decir, la conciencia y la motivación de un grupo, de un pueblo, de una congregación religiosa, de una tribu, etc. Viéndola desde otra perspectiva, la espiritualidad es parte de la teología que estudia el dinamismo que produce el Espíritu en la vida del alma: cómo nace, crece, se desarrolla, hasta alcanzar la santidad a la que Dios nos llama desde toda la eternidad, y transmitirla a los demás con la palabra, el testimonio de vida y con el apostolado eficaz. Hay varios peligros y errores en la búsqueda de una auténtica espiritualidad. a) Por una parte, la ignorancia en los temas espirituales es grande y a veces lleva a que cada quien se forje su propia espiritualidad, su propio criterio. Se suele dar por supuesto que la conciencia y la mente están siempre bien formadas, y se sabe muy bien discernir lo bueno y lo malo. Pero, a decir verdad, no siempre es así. b) Por otra parte, están también los que ofrecen doctrinas falsas o mediocres en temas espirituales. No es raro en temas de espiritualidad un subjetivismo arbitrario, que no se interesa por la Revelación, el Magisterio, la teología o enseñanza de los santos. Se contentan con seguir sus propios gustos y opiniones. Serán falsas todas aquellas espiritualidades que no conducen a la perfecta santidad y al compromiso apostólico, produciendo cristianos cómodos, sabihondos, soberbios intelectuales, o con ideas confusas, extravagantes y etéreas. Ya lo decía san Pablo: “No soportan la doctrina sana; sino que, según sus caprichos, se rodean de maestros que les halagan el oído” (2 Tm 4, 3). ¡Qué bueno es tener buenos guías espirituales! San Juan de la Cruz recomienda mucho “mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo” (Llama de amor viva, 3, 30-31). Y santa Teresa confiesa que “siempre fui amiga de letras... gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan buenas letras, como yo quisiera... Buen letrado nunca me engañó” (Vida 5, 3). ¿Hay una o varias espiritualidades? a) La espiritualidad cristiana es una sola si consideramos su substancia, la santidad, la participación en la vida divina trinitaria, así como los medios fundamentales para crecer en ella: oración, liturgia, sacramentos, abnegación, ejercicio de las virtudes todas bajo el imperio de la caridad. En este sentido, como dice el concilio Vaticano II, “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios” (Lumen Gentium 41a)....”Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (40b).
b) Las modalidades de la santidad son múltiples, y por tanto las espiritualidades diversas. Podemos distinguir espiritualidades de época (primitiva, patrística, medieval, moderna); de estados de vida (laical, sacerdotal, religiosa); según las dedicaciones principales (contemplativa, misionera, familiar, asistencial, etc); o según características de escuela (benedictina, franciscana, ignaciana, salesiana, etc). La infinita riqueza del Creador se manifiesta en la variedad inmensa de criaturas: miles y miles de especies de plantas, animales, peces, minerales. También las infinitas riquezas del Redentor se expresan en esas innumerables modalidades de vida evangélica. El cristiano, sin una espiritualidad concreta, podría encontrarse dentro del ámbito inmenso de la espiritualidad católica como a la intemperie. Cuando por don de Dios encuentra una espiritualidad que le es adecuada, halla una casa espiritual donde vivir, halla un camino por el que andar con más facilidad, seguridad y rapidez; halla, en fin, la compañía estimulante de aquellos hermanos que han sido llamados por Dios a esa misma casa y a ese mismo camino. Dice el Papa Francisco: “Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de una espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad del trabajo. Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida familiar” (GE 28). Hoy se da en la Iglesia un doble movimiento: por un lado, una tendencia unitaria hace converger las diversas espiritualidades en sus fuentes comunes: Biblia, liturgia, grandes maestros. Por otro, una tendencia diversificadora acentúa los caracteres peculiares de la espiritualidad propia a los distintos estados de vida, o a tales movimientos y asociaciones. La primera ha logrado aproximar espiritualidades antes quizá demasiado distantes, centrándolas en lo principal. La segunda ha estimulado el carisma propio de cada vocación, evitando mimetismos inconvenientes. Ciertos radicalismos deben ser indicados en este punto: Un exceso unificador: lleva en ocasiones a difuminar las espiritualidades, ignorando los diversos carismas, rompiendo tradiciones valiosas, desvirtuando la fisonomía propia de las diversas familias, regiones, escuelas. Así se llega a una espiritualidad única para adolescentes, cartujos, madres de familia, párrocos o jesuitas. Es un empobrecimiento. Un exceso diversificador: radicaliza hasta la caricatura los perfiles peculiares de una espiritualidad concreta; se apega demasiado a sus propios métodos, lenguajes, modos y maneras; absolutiza lo accidental y relativiza quizá lo esencial; pierde armonía evangélica y plenitud de valores. Así se produce un ambiente espiritual cerrado, aislado. Los integrantes de círculo tan cerrado se mostrarán incapaces de colaborar con otros fieles o grupos cristianos. Es también un empobrecimiento. Espíritu y praxis Una espiritualidad es una manera específica, peculiar, original de vivir el evangelio. Se trata, pues, de una vida. En ésta podemos identificar diversos elementos que se han de agrupar en dos dimensiones distintas pero inseparables. Por un lado está la motivación, la mística, la inspiración de la entrega, el compromiso con un amor total. Todo esto podría llamarse un espíritu. Por otro lado, está la praxis, la expresión concreta de fe, la celebración visible, el ejercicio concreto de la caridad, en una palabra, una acción practica de fe. Las dos dimensiones son esenciales en la espiritualidad. Práctica sin espíritu es como planta sin savia; espíritu sin práctica es fe sin cuerpo, sin encarnación en la realidad. Espíritu y práctica se refuerzan mutuamente. Aquel no puede tener larga vida sin ésta, y viceversa.
El espíritu es siempre espíritu de algo, está siempre acompañado de algo más. Por eso se habla de espíritu de… (fe, oración, pobreza, verdad, etc.). Se trata de una realidad (una motivación llevada a su máxima expresión de amor y de entrega) que penetra en otra realidad, que la sostiene y la ennoblece evangélicamente. Es algo que actúa desde dentro, como la fuerza de un resorte que lo hace saltar; como una tensión (hacia la santidad) presente en todo acto. Es semejante al calor que penetra en el acero y lo invade todo; o como ese elemento, personal al máximo, que el ejecutante de un trozo musical da a la interpretación y que no está, ni puede estar, escrito en la partitura. El espíritu, en nuestro caso, es un ensimismarse totalmente con algo, o mejor, con alguien, con el espíritu de Cristo. “No vivo yo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). Al hablar de espiritualidad misionera nos referimos a este espíritu o mística y a su praxis concreta, como realidades inseparables en el dinamismo de la fe cristiana. Espiritualidad cristiano-misionera Si por lo general la espiritualidad es el impulso y fuerza por los cuales se luchan, entonces ¿De qué se trata la espiritualidad cristiano-misionera, patrimonio propio de los cristianos? Antes de responder a este interrogante, conviene recordar que la espiritualidad cristiana no es la única en el mundo, sino, es una entre distintas espiritualidades. No obstante, ella tiene su especificidad muy peculiar, esto es, el seguimiento de Jesús. Ésta es la definición y la especificidad de esta espiritualidad. Dicho de otro modo, la espiritualidad cristiana se ancla en el seguimiento de Jesucristo, fuerza que da consistencia y durabilidad a la identidad de quien es seguidor de Jesucristo con la ayuda imprescindible del Espíritu Santo. Por lo tanto, toda espiritualidad cristiana es al mismo tiempo misionera. Así pues, la espiritualidad cristiano-misionera no es otra cosa que vivir la contemplación compasiva de Jesús. Es decir, se trata de vivir la contemplación como Jesús la vivió hasta que tengamos los mismos sentimientos de Jesús con respecto al Padre y a toda la humanidad. Por ello, la contemplación misionera conlleva mirar, oír, sentir, y gustar todo a manera de Dios en Cristo. En esta contemplación misionera, lo que les interesa a los discípulos y discípulas de Jesús son las actitudes fundamentales que caracterizan el corazón misionero de Cristo. Bajo este respecto, Jesús se mueve en una doble tensión. Por una parte, Él contempla lo que es y hace el Padre: “el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre. Todo lo que haga éste, lo hace también el Hijo,” (Jn 5,19), y por otra parte, lo que la humanidad siente y vive: “vio a la muchedumbre y sintió compasión” (Mt 14,14). Todo eso a fin de lograr el objetivo de su misión, esto es, revelar y comunicar la incalculable misericordia y compasión del Padre hacia todas las personas de todo el mundo. Así que, en todas las acciones misioneras de Jesús que constituyen su ministerio salvador, sobresale su actitud de contemplación compasiva que le identifica como el enviado por excelencia del Padre. Siendo Jesús el prototipo de todos los evangelizadores y evangelizadoras, la misma actitud de contemplación misericordiosa ha de ser el cuño que identifica a éstos, enviados por el mundo en nombre de Él. Asimismo, la misma actitud debería inspirar todos los proyectos, actividades y planes pastorales de todos los que dedican su vida a la misión de Él. ¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran «distracciones» en el camino de la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es misión» (GE 27). Los empujones del Espíritu Necesitamos el empuje del Espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros. Recordemos que lo que está cerrado termina
oliendo a humedad y enfermándonos. Cuando los Apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4,29). Y la respuesta fue que «al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (Hch 4,31). (GE 133). Los dos empujones: A nadie le gusta que lo empujen. Queda uno como sin equilibrio y como de mal genio. Y si el empujón es muy fuerte, hasta se puede caer al suelo. Seguro que te han empujado muchas veces. Cualquiera se da cuenta cuando lo empujan. Pero hay empujones de los cuales uno no siempre se da perfectamente cuenta; aun mas, no sabe de dónde diablos llega el empujón. Lo bueno es que ese empujón no llega de ningún diablo. Todo lo contrario, llega del Espíritu Santo. Y el empujón que llega del Espíritu es doble: un empujón interior y otro exterior. Lucas, el evangelista se especializó en hacer conocer el empujón exterior. Pablo, en cambio se especializó en poner de manifiesto en sus cartas el empujón interior. El empujón exterior Eso del empujón exterior lo presenta Lucas en forma admirable en su Evangelio y sobre todo en los Hechos de los apóstoles. Es un empujón exterior porque mueve a las personas hacia la misión, las saca del lugar en que están y las pone a caminar, las pone en acción misionera más allá de las fronteras de fe, de cultura y hasta de país y continente. Por eso, la misión es un movimiento de amor, no de turismo, no de poder, no de placer. El Espíritu Santo –para ponerte unos casos- empujó a Isabel a decir cosas muy bellas sobre María (Lc 1, 41-42); y lo mismo hizo con Zacarías, padre de Juan el Bautista. A Simeón lo empujó hacia el templo (Lc 2, 27) para que se encontrara con Jesús y sus padres. El Espíritu se hace presente en el momento en que Jesús es bautizado y esa presencia es como un empujón para que empiece su misión. Luego Lucas habla de Jesús empujado por el Espíritu al desierto (Lc 4, 1) y llevado por la fuerza del Espíritu a Galilea (Lc 4, 14) y enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos (Lc 4, 18). También a Jesús le da un empujón para que hable al Padre y Jesús exclamó: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (Lc 10, 21-22). Y lo mismo hace con los discípulos en esos momentos en que quedan mudos por tantas acusaciones: “El Espíritu Santo les dará un empujoncito para que hablen lo que tienen que decir” (Lc 12, 12). Pero los empujones más violentos aparecen en el libro de los Hechos de los apóstoles. Allí Lucas hace ver la acción fuerte del Espíritu que lleva a mover a las personas hacia todos los puntos cardinales. El gran empujón lo cuenta Lucas (Hch 1, 8) cuando presenta al Espíritu Santo moviendo a los apóstoles hacia Judea, Samaría y hasta los confines de la tierra. Es un gran empujón misionero, más allá de las fronteras de Jerusalén. Aparece el Espíritu también empujando a la gente a hablar en las más diversas lenguas (Hch 2,4), pero sobre todo a profetizar y ello sin ninguna distinción ni de pueblo, ni de raza, ni de edad, ni de sexo (Hch 2,17). De manera especial aparece el Espíritu empujando a Pedro para que proclame el Kerigma (Hch 4,812) y cuando los cristianos se sienten perseguidos y amenazados porque hablan de Cristo, oran al Espíritu y éste les da un gran empujón que les impide dejarse acobardar y los saca de las casas a anunciar con valentía la Buena Noticia de Cristo resucitado (Hch 4,31). Igualmente, empuja a Esteban a hablar, a dar testimonio de Cristo aunque esto suscite las iras de muchos y termine siendo el protomártir (Hch 6,10).
A Felipe lo empujó para que se acercara al carro del etíope y pudiese explicarle las Sagradas Escrituras (Hch 8,28). Pero lo más bello, es cuando el Espíritu empuja a los apóstoles para que evangelicen a los paganos. Así empujó a Pedro a ir a la casa del pagano Cornelio para que se diese cuenta de cuánto hacía también entre los paganos (Hch 10,19). E igualmente empujó a Pablo y Bernabé hacia los gentiles: “Dijo el Espíritu Santo: Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron. Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y desde allí navegaron hasta Chipre” (Hch 13, 2-4). Era el comienzo de una formidable etapa de evangelización en la que sucedieron muchas otras cosas. Por ejemplo, el Espíritu Santo empujó a Pablo a que le diera un tremendo regaño y castigo a Elimas, el mago que les impedía evangelizar a los gentiles (Hch 13, 8-11). Ahora, no todos los empujones son para adelante, hay algunos también de para atrás. Así le aconteció a Pablo que pensaba ir hasta Asia y el Espíritu Santo lo frenó para que vaya a Macedonia. Uno de los últimos empujones fue el que recibió Pablo para ir a Jerusalén sin saber qué le sucedería allí pero no era nada bueno (Hch 20,22). En efecto, los empujones exteriores del Espíritu son empujones hacia la misión universal y por tanto implican sacrificios, persecuciones, pruebas de todo tipo pero también la alegría de estar en movimiento de amor, sirviendo al Señor y a su Palabra salvadora. El empujón interior Y ahora pasemos al empujón interior. El primero, el exterior, mueve casi físicamente a las personas, las pone en movimiento evangelizador hacia los otros pueblos. El segundo, mueve el interior de las personas para que sean cada vez más llenas de Dios, para que se parezcan cada vez más a Jesucristo, para que estén cada vez más llenas de fe, esperanza y caridad; en pocas palabras, cada vez más santas y menos pecadoras, o, en los términos de Pablo, más espirituales y menos carnales. En efecto, el Espíritu Santo se llama Espíritu de Santidad (Rom 1,4) que es un espíritu que no viene del mundo sino que viene de Dios (1 Cor 2,12) y que nos convierte en algo muy especial: ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3,16). En síntesis, dice Pablo: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor 6,11). Esta santidad que el Espíritu genera en nosotros lleva a un crecimiento de la fe, en la esperanza y en el amor, esto es, en las virtudes que se refieren a Dios de manera especial. “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría, a otro palabra de ciencia, según el mismo Espíritu, a otro fe” (1 Cor 12,7-9). También la esperanza es otorgada por el Espíritu: “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe; hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rom 15,13). Y dado que el Espíritu Santo es el Espíritu del amor, pues es a través de él que el corazón se llena de amor: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Gracias a esa presencia, la vida del cristiano –la tuya y la mía- es una vida en el Espíritu. Lo dice Pablo en forma muy precisa contraponiendo la vida en la carne y la vida en el espíritu: “Los que viven según la carne, desean lo carnal, mas los que viven según el Espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte, mas las del Espíritu vida y paz. Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rom 8,5-6.9). El empujón del Espíritu es interior y tiene la finalidad de que dejemos de vivir según la carne para vivir según el Espíritu, puesto que “el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu” (Rom 14,17).
El asunto no es tan fácil pero “el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza” (Rom 8,26). No te digo más sobre este empujón interior. Simplemente, te hago ver que se necesita que vaya unido al empujón exterior. El crecimiento interior favorece y acompaña la misión. Si Jesús antes de empezar su misión fue llenado de Espíritu y si los apóstoles antes de empezar su misión tuvieron que esperar a que recibieran el Espíritu, es obvio que no hay misión sin Espíritu Santo. La misión brota de la santidad y sólo de ella. Sin santidad no hay misión pero también sin misión no hay santidad.
“La espiritualidad cristiana se parece a la humedad y al agua que mantiene empapada la hierba para que éste esté siempre verde y en crecimiento. El agua y la humedad del pasto no se ven, pero sin ella la hierba se seca. Lo que se ve es el pasto, su verdor y belleza, y es el pasto lo que queremos cultivar, pero para ello sabemos que debemos regarlo y mantenerlo húmedo”.
Fuentes: 1- P. Simbwa Lawrence, I.M.C., La espiritualidad misionera como una forma de vivir la contemplación compasiva de Jesús 2- P. Antonio Rivero, L.C., Catholic.net 3- Mons. Luis Augusto Castro Quiroga, I.M.C., Diálogos misioneros y otros alegatos 4- Papa Francisco, Gaudete et exsultatem