Colecci贸n de Cuentos
Mi encuentro con el hombre
Tiempo de café
Anteriores Como huellas en la arena
El cambio o dos páginas del diario de Isabel
Los alebrijes no pueden volar
Los instintos Callarlos Cargar al vacío
rector Dr. Arturo Fernández Pérez vicerrector Dr. Alejandro Hernández Delgado directora escolar M.D.I. Patricia Medina Dickinson opción. Revista del alumnado director Francisco Osorio consejo editorial Comisión de redacción Alejandro Campos Benjamín Castro Bernardo J. Sandoval Andrea Reed Eric M. Tomasini Comisión de material gráfico Fernando López Martínez Mariana Mejía Daniela Philipson María Zilli González difusión cultural y relaciones públicas Karla Ileana Almazán comité consultivo Dra. Claudia Albarrán Lic. Aldo Aldama Lic. César Guerrero Dr. Mauricio López Noriega Dra. Lucía Melgar Dr. Pedro Salmerón diseño editorial alexbrije + kpruzza cuidado de la edición Sandra Luna impresión Producciones Editoriales Nueva Visión México d.r. © opción revista del alumnado del itam Río Hondo 1, Tizapán, San Ángel, 01000 México, D.F., Tel./fax 5628-4000, ext. 4669 opcionitam@yahoo.com.mx http://opcion.itam.mx ISSN: 1665-4161 reserva de derechos al uso exclusivo: 04-2002090918011100-102 • Certificado de licitud de contenido: 8812 opción es una revista universitaria sin fines de lucro. Todos los derechos reservados. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación, en cualquier forma o medio, sea de la naturaleza que sea, sin el permiso previo, expreso y por escrito del titular de los derechos. Los artículos son responsabilidad del autor y no reflejan necesariamente el sentir de la revista. Revista indizada por Citas Latinoamericanas en Ciencias Sociales (clase). Integrada al Sistema de Información Bibliográfica sobre las publicaciones científicas seriadas y periódicas, producidas en América Latina, el Caribe, España y Portugal (latindex).
Tiraje: 1,000 ejemplares
Colección de Cuentos
año xxxiii • agosto 2013
Contenido
5 presentación 7 daniel gaviño uriarte Mi encuentro con el hombre 27 mariano martínez Tiempo de café 45 diego cid ortiz Anteriores 51 bernardo magnani blanco Como huellas en la arena 63 paul g. earle El cambio o dos páginas del diario de Isabel 69 alejandro villalba béistegui Los alebrijes no pueden volar 75 juan carlos salamanca Los instintos 79 fausto friedrich Callarlos 83 salvador villalpando Cargar al vacío 87 sobre los autores
Presentación No sé cuál de los dos escribe esta página. jorge luis borges, borges y yo
Si la creación literaria, como afirma Borges, aparece en forma de “revelación”; si el autor no es más que una extensión del soplo misterioso de las musas, la aparición de un cuento es el espasmo eterno del universo. Es el llamado fugaz e inexplicable de las posibilidades. A diferencia del poema, que juega infinitamente a comprenderse, el cuento se contorsiona entre la finitud de la historia –los nombres, lugares y situaciones– y la inagotable posibilidad de engañarse a sí mismo. Julio Cortázar, en su “zoológica” excursión al mundo del Axolotl, es ejemplar en este punto: el personaje, enclaustrado en la resolución de una realidad (habitante de París, con algún nombre, y amante de los acuarios) entra en tensión con la interminable pregunta ¿quién es el axolotl?, ¿quién es quién? El cuento se erige como lugar privilegiado de este campo de fuerzas (finito-infinito) por su propia naturaleza indeterminada: necesita fronteras pero está hecho para desvanecerlas al instante. Si el cuento es la oportunidad para fugarnos del duro edificio de concreto, es también el momento de lucidez creativa, la ruptura infinita que –justamente porque confunde– muestra fisuras y reinterpretaciones. El cuento, la ficción como explosión inventiva, es comienzo crítico y mutación existencial. Es abrir los ojos mientras están cerrados o cerrarlos mientras están abiertos, disposición contemplativamente inquisitiva. De ahí que la creación literaria en un entorno universitario no solamente deberá ser vista como “complemento”, sino como absolutamente decisiva. El cuento –literatura y artes– representa la interrupción primordial al torrente aparentemente imparable de la lógica cientifizante, de la absoluta contención del caos y lo infinito; una respuesta, una intermitencia al sometimiento de las posibilidades. Opción presenta la Colección de Cuentos de los estudiantes del itam, resultado de una selección del Concurso de Cuento 2013, como un esfuerzo por acercarnos al fantástico universo de los gestos, al lugar privilegiado del desorden, al rebatimiento de nosotros mismos. 5
daniel gaviño uriarte segundo lugar del concurso de cuento 2013
Mi encuentro con el hombre
1. preludio Una suave penumbra lo envuelve todo, como si el ambiente simplemente decidiera tornarse más oscuro, más frío, pero también más confortable, invitándome a salir de casa en busca de alimento. Hoy el mar está calmado. Las algas se mueven con etérea lentitud y no percibo peces ni cangrejos merodeando por las cercanías, así que decido salir y dar comienzo al paseo de todas las noches. Estiro mis antenas cuidadosamente, en busca de algún aroma interesante, mientras salgo a tientas de la dulce y cómoda guarida rocosa y parcialmente escondida a la que llamo mi hogar. Al salir, miro alrededor y decido hacer una pausa… Algo dentro de mí súbitamente me motiva a permanecer quieto unos segundos y dejar que mis sentidos se inunden del universo que me rodea: las puntas de mis pies se hunden un poco en el suelo arenoso, suave, constituido de muchas partículas pequeñas que bailan traviesas y ágiles cuando camino sobre ellas, como si fueran diminutos organismos blanquecinos que pretenden simular la naturaleza fluida del agua que se asienta sobre ellos. La corriente del mar acaricia mi caparazón y mi rostro con una dulzura y una delicadeza de las que no siempre me percato, pero que siempre están ahí, sólo para mí. Un dialecto secreto entre el mar y yo que carece de palabras; el gran océano, con toda su inmensidad, se detiene a escuchar mis inquietudes, motivaciones y sentimientos, siendo mi compañero de triunfos y pérdidas a la vez que un sabio consejero. Veo el entorno más próximo a mí con la limitada pero suficiente vista que tengo y me descubro rodeado de formas, texturas y colores en tal variedad que la impresión de apreciarlo todo con detalle podría abrumar hasta a la más fisgona de las rémoras, o el más curioso de los langostinos: un pequeño trozo de coral muerto por aquí, algunas viejas algas verduzcas por allá, más allá un pedazo de caracol de un naranja brillante, a mi derecha varias piedrecillas rozadas y grisáceas, a mi izquierda trozos calcáreos de mi última cena (un par de deliciosos mejillones), cerca de mí un pedazo de la vieja piel que mudé hace ya algunos meses, y frente a mí, a lo lejos, la silueta plateada de algún pez vagabundo que se pierde entre las turbias intrigas de la distancia. 7
Pero el más nítido retrato de mi circundante realidad no proviene de mis ojos ni de mis pies ni de mi poderosa coraza, sino del impresionante abanico de aromas que llega hasta mis antenas desde todas direcciones, brindándome boletines olfativos del ir y venir del vecindario. Puedo oler al coral, las algas verduzcas, el fragmento de caracol, las conchas de mejillón que están a mi izquierda, el viejo cascarón que antes me envolvía, e incluso la fragancia de las piedrecillas a mi derecha… Huelo al mar mismo (con su sazón ligeramente salada) cada vez que abro la boca, y un hondo suspiro es todo lo que necesito para apreciar la belleza de mi hogar en todo su esplendor. El mundo me conoce a mí, y yo conozco al mundo con sólo darle una buena olfateada. Es así que analizo mi entorno por un instante y luego recuerdo cómo me sentí aquella funesta noche, hace ya tanto tiempo, cuando en un encuentro con un bacalao perdí parte de una antena y tres de mis piernas. Tardé mucho en regenerar mi cuerpo, lapso durante el cual estuve lisiado física y sensorialmente; pero esa experiencia me enseñó a apreciar mis sentidos una vez que sané del todo. El mar me había dado otra lección y gracias a eso hoy puedo detenerme unos segundos y admirar la grandeza inherente que hay en todo lo trivial y cotidiano.
2. la ley del océano Luego de aquella breve reflexión, mi mente retorna a cuestiones más inmediatas e importantes, como la sensación de hambre que inicialmente me impulsó a salir de casa. Primero inspecciono una vez más el panorama para cerciorarme de que no hay algún depredador acechándome, pues en el mar siempre hay peligros latentes… Observo con recelo las tres piedras que franquean mi casa, a un metro o metro y medio de donde estoy. Investigo de lejos la que está más a la derecha, básicamente una gran roca común y corriente con algas y musgos multicolores cubriendo enteramente la base, y alguna que otra hoja rebasando su pétrea corpulencia. La piedra parece relativamente segura, lo único inusual es que hoy los delgados tentáculos urticantes del par de pólipos enraizados en su cima parecen estar más frenéticos que de costumbre. Dirijo mi atención y mis antenas a la piedra que está más al centro, un tanto más pequeña, pero todo lo que percibo es el ya familiar aroma de la vida vegetal que la cubre en su totalidad (a menudo utilizo sus agradables cualidades ergonómicas para reposar las piernas, o para recargarme mientras fracturo con mi pinza derecha las conchas de mejillones o almejas que encuentro cerca). Entonces decido caminar hasta lo que considero la principal entrada de mi santuario personal, un espacio entre la cómoda roca central y la tercera: esta última da la impresión de estar 8
hueca y es de un gris casi plateado con grandes agujeros. No me detengo mucho a examinarla pues, desde que tengo memoria, puedo recordar cómo los curiosos no deseados y los carnívoros salvajes se ven sobrenaturalmente repelidos por alguna misteriosa cualidad sensorial que nunca he podido comprender pero que de algún modo emana de la piedra, y que aparentemente no percibo. Una vez que mi seguridad personal ha quedado suficientemente garantizada, salgo por el hueco entre las piedras y comienza mi breve viaje para encontrar sustento. Avanzo con cierta cautela por el terreno que rodea mis aposentos, olfateando todo en las cercanías y palpando con mis antenas la planicie de roca y arena. El panorama es un tanto solitario, pero así me gusta. Conforme avanzo encuentro ocasionales esqueletos de corales arcaicos aquí y allá, aunque sé por experiencia que a lo lejos comienzan a proliferar corales vivos de todas formas y olores. A medida que continúo mi caminata por el suelo empedrado se vuelve más evidente la ausencia de peces grandes flotando fantasmalmente sobre mí o de otras langostas buscando problemas en las cercanías, así que decido que puedo pasear a mis anchas con confianza y concentrarme en buscar algún sabroso manjar o dos. Giro hacia mi izquierda y, tras marchar en línea recta un tramo más o menos largo y lidiar con algunas algas que entorpecían mi camino, llego a una zona de transición, una suerte de risco o despeñadero en miniatura, como si en ese lugar el fondo marino se hubiera quebrado. Avanzo cuidadosamente hasta el borde, pues ya he estado antes en este lugar y sé que unos centímetros después el suelo desciende casi un metro. Afortunadamente hay algunas hendiduras en el camino de bajada donde puedo más o menos recargarme con mi cola, e incluso sujetarme con las pequeñas pinzas de mis cuatro piernas delanteras. Logro bajar, si bien con algo de torpeza, hasta tocar el suelo una vez más (ahora más arenoso y con una menor cantidad de rocas, pero con muchas más algas que antes). Sin embargo, cuando estoy cerca de bajar por completo sufro un pequeño tropiezo que me hace hundir parte del rostro en la arena, así que antes de continuar me veo inmerso en la meticulosa tarea de limpiarme las antenas secundarias, que se ven blancas y polvorosas y no me dejan oler bien, aunque pareciera que donde estoy no hay nada interesante que oler excepto vida vegetal. Algo molesto por el percance, termino de asearme con mis múltiples apéndices bucales, pero luego doy un profundo suspiro, dejando que el agua filtre los pesares y me llene con ánimos renovados y energía revitalizante, inundando mi ser de optimismo con una sola bocanada de vida; el océano entero entra por mis agallas y se mezcla con mi propia esencia. 9
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Y de pronto me doy cuenta. En ese suspiro había más que sólo la fragancia del mar y de las plantas acuáticas. Llega a mis antenas un olor del que no me había percatado, un olor familiar, apetitoso… Me incorporo lentamente, con todos mis sentidos en alerta y a la expectativa de lo que aparentemente se halla a mi derecha, moviéndose en la superficie arenosa. Doy la vuelta con suavidad, y lo veo: ¡¡¡es un gusano!!! El inesperado acontecimiento me lleva a concluir que soy la langosta más afortunada de los alrededores, pues el escurridizo anélido postrado ante mí parece ser casi tan largo como yo, si bien un poco más delgado de lo que yo hubiera deseado. Camino lentamente hasta mi suculento vecino con el sigilo propio de quien pretende no ser visto, mientras siento cómo se tensan los músculos que abren y cierran mis tenazas… pero mi resbaladizo entremés parece haber decidido que tiene asuntos más importantes que atender en algún otro lugar, así que comienza a alejarse contoneándose sobre la arena, lo que nos envuelve a ambos en una pequeña persecución silenciosa. Persigo a mi rosada presa en línea recta por tal vez un metro de distancia, hasta que casi puedo palparlo con mis antenas; entonces evalúo mis posibilidades e intento dar fin a la persecución sujetándolo con mi pinza izquierda: estoy muy cerca de él, ya casi es mío… solo un poco más… ¡vamos! ¡No puedo apresarte si te retuerces tanto! Cierro mi pinza con brutal velocidad pero fallo por unos milímetros, alertando al necio invertebrado del peligro inminente. Ahora el cuerpo del bocadillo se convulsiona con tal fuerza que sus movimientos levantan una pequeña nube de partículas arenosas del suelo, obnubilando mis sentidos momentáneamente, pero mi convicción de salir victorioso en la cacería es tal que me abalanzo sobre la nube con las pinzas abiertas al máximo, agitándolas e impulsándome un poco más con un ágil movimiento de la cola para caer imponente sobre la alimaña indefensa. Para mi pesar, he subestimado su agilidad, y con cada centelleante chasquido de mi pinza (derecha) para quebrar, y cada ráfaga de mi letal pinza (izquierda) cortadora, me encuentro con que el gusano baila con suficiente destreza para humillar mis intentos por alimentarme. El forcejeo se prolonga quizás por unos diez segundos, hasta que asesto un golpe con precisión aplastante que abate las fuerzas del delicado animal. Las sacudidas violentas de su intento por escapar de mis pinzas dentadas se ven reemplazadas por giros lentos y silenciosos de dolor, de sufrimiento, de tejidos rotos y vísceras laceradas. El gusano sabe que va a morir. No es algo de lo que me enorgullezca. Sé perfectamente cómo se siente ser perseguido por un depredador, ver con impotencia cómo desgarran tu cuerpo, y la sangre color azul brotando de tus heridas. Es horrible. Y las vivencias que tengo en el asunto me hacen ser consciente de lo que está 11
experimentando el moribundo ser que se tambalea entre mis tenazas, así que termino rápidamente con su sufrimiento. Esa es la ley: si tienes que matar algo más pequeño que tú para sobrevivir, no lo tortures: mátalo y ya. Cualquiera que haya vivido más de tres días en el mar probablemente está familiarizado con el terror de ser cazado, o el dolor de ser mordido, pinchado o mutilado. Y ni el carnívoro más descerebrado ataca con la intención de lastimar, sino sólo porque debe hacerlo. El sufrimiento no se le desea a nadie, ni siquiera a tu propia presa.
3. Encuentros Por mucho pesar que me cause la muerte del inocente, no puedo negar la sensación de triunfo por haber atrapado exitosamente mi sustento del día. Después de todo, encontrar carroña fresca es algo más bien poco común, así que el hecho de que pueda sobrevivir hoy es resultado directo de mi esfuerzo, convicción y experiencia. Me relajo, estiro las piernas, y empiezo a comer. La adrenalina de la caza me había hecho olvidar por un momento cuán hambriento estaba, así que tras degustar un poco de alimento comienzo a sentir cómo mi cuerpo se embelesa, agradecido por recibir un poco de la dichosa proteína. Camino hasta una pequeña piedrecilla cercana a mí para recargarme parcialmente mientras deleito mi paladar con el bocadillo acuático. Mientras mastico me olvido del resto del mundo, poniendo atención una vez más en cómo la corriente marina pasa suavemente alrededor de mí, entre mis piernas, mis antenas, mis brazos, mis pinzas, mi vientre y mi espalda acorazada. El entorno continúa oscureciéndose cada vez más a medida que avanza la noche, por lo que mi alcance visual va perdiendo importancia, simultáneamente voy dependiendo más del tacto y de mi agudo olfato para reconocer lo más próximo. Hasta ahora no he olido gran cosa de fauna en mi recorrido, salvo tal vez alguno que otro diminuto pez sin importancia, de modo que puedo comer tranquilo y en paz, y a eso me dedico hasta que casi he consumido un tercio del gusano. De pronto algo llama mi atención: una silueta se acerca con lentitud, aparentemente sin percatarse de mi presencia. Aunque no la distingo bien, la escasa luz del ambiente me revela que el desconocido no flota fantasmalmente sobre la superficie, a la manera de los peces, pero tampoco repta por el suelo como lo haría un pepino de mar; el enigmático ser camina y tiene numerosos apéndices movedizos que se agitan a medida que avanza. Mi primer pensamiento es que se trata de un pulpo pequeño, y ante tal posibilidad agito las antenas nerviosamente. La tremenda fuerza física y la legendaria persistencia de estos cazadores de cuerpo blando son algo bien sabido por todos los crustáceos, y aunque el individuo no parece ser 12
más grande que yo, pronostico que, de darse un enfrentamiento con el siniestro cefalópodo, uno de los dos podría regresar a su escondrijo con menos extremidades que antes… Pero luego percibo que las prolongaciones de su cuerpo no son precisamente flexibles y ondulantes, sino rígidas, especialmente las dos de más al frente. ¿Acaso son las espinas de un pez escorpión? La intriga se apodera de mí, al punto que casi suelto el trozo de gusano; pero entonces ocurre una fluctuación en la corriente marina y la nueva dirección del agua trae flotando hasta mis antenas el aroma del misterioso personaje. Conozco muy bien ese olor. Sujeto mi alimento con fuerza y alzo ambas tenazas en un gesto amenazador, sin dejar de mirar a la figura de piernas segmentadas y caparazón oscuro que continúa marchando hacia mí. Este gusano es mío, yo le di caza y muerte, y ningún oportunista me lo va a quitar, mucho menos si es de mi propia especie. Antes de atacar, decido lanzarle a mi adversario un mensaje olfativo como advertencia: “Soy una langosta de Maine adulta, sana y fuerte, y si quieres este gusano vas a tener que pelear”. Luego de recibir el aviso, la otra langosta se detiene y yo analizo fríamente sus movimientos, a la expectativa de su respuesta. Considerando mi tamaño, lo más prudente para el otro desdichado crustáceo sería darse la media vuelta y largarse de mi vista, pero para mi sorpresa no hay tal retirada: el sujeto simplemente comienza a mover las antenas con peculiar suavidad. Desconcertado por la aparente inactividad del vecino, cierro la pinza que tenía abierta y doy un par de pasos hacia él con el cuerpo rígido para mostrarle lo grande que soy, pero él súbitamente da unos pasos hacia su derecha, como arremedando el caminar lateral de los cangrejos, de modo que no puedo asegurar si sus intenciones son retarme o alejarse de mí… No me agrada esta situación, así que le envío otra señal química: “Soy un macho fuerte y rudo, así que más vale que te vayas de aquí, si es que sabes lo que te conviene”. Entonces el desconocido se acerca aún más, y envía su aromática contestación. Comienzo a olfatear el agua con ademán agresivo, pero de inmediato me quedo pasmado; mis antenas no pueden creer lo que están oliendo, y la sorpresa es tan grande que suelto el trozo de alimento que momentos antes defendía con enojo. El mensaje recibido dice: “Soy una hembra joven, me siento sola y me gustaría un poco de compañía”. Estoy confundido y apenado a la vez. Mis músculos se relajan por completo, y puedo sentir un cosquilleo que recorre mi cuerpo, empezando por los extremos de mis antenas y recorriendo todo mi exoesqueleto hasta llegar a la punta de mi cola. Me acerco tímidamente a la joven langosta hasta que puedo distinguir sus rasgos con claridad, y descubro que es hermosa: sus antenas son delgadas y suaves, su rostro es tierno, con ojos grandes y llenos 13
de vida; sus tenazas son lisas por fuera, aunque marcadamente dentadas por dentro. Su coraza es ligeramente más oscura que la mía, y no tiene tantas protuberancias puntiagudas en el dorso como yo. Es de aspecto delicado, suave, perfecto… su cola es larga (casi como la mía) y el extremo final es un abanico rosa uniforme con algunas líneas carmesí. Hay un corte triangular en su cola, tal vez causado por algún depredador, pero de algún modo resalta su belleza general. Sus piernas son largas, segmentadas, y la dura quitina que las recubre brilla con una belleza sobrenatural que refleja la escasa luz que hay en el ambiente. En su mirada puedo ver el océano entero, sus ojos son las olas que rompen indomables contra las rocas de la costa, sus ojos son vastos como los siete mares, profundos como las inescrutables trincheras del fondo marino, e imponentes como las tormentas que rugen implacables en la superficie. Creo que es la langosta más bella que jamás haya sido concebida por las ancestrales corrientes del Atlántico, y su sola presencia es testimonio de la grandeza y sabiduría del mar. Ambos nos acercamos lentamente hasta que casi podemos cruzar antenas. Entonces comenzamos a charlar alternando señales en el agua, conociéndonos, intercambiando puntos de vista, opiniones, perspectivas, sentimientos, y así damos comienzo a la danza de cortejo. Esa noche hicimos el amor. Es extraño, pero siento que conocernos no fue una mera casualidad: quizá nuestro encuentro ya había sido cuidadosamente planeado desde años atrás por la voluntad del océano, tal vez incluso desde antes que naciéramos. No puedo explicar de dónde viene esta idea, simplemente lo percibo en mis alrededores: en el agua que filtran mis agallas, en las partículas de arena suave bajo mi vientre, pero también lo pude sentir en su cuerpo, en sus caricias, en su afecto… en esos momentos me habría gustado decirle que permaneciéramos juntos el resto de nuestras vidas, que nunca más se alejara de mi lado; pero las cosas no funcionan así. La vida de una langosta suele ser solitaria, y lo más que puedo hacer es preguntarme si volveré a verla algún día, mientras observo cómo se marcha caminando lentamente por la arena, hasta que su silueta pasa a ser parte de las sombras nocturnas que se pierden en el horizonte.
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4. el ascenso En el mar el tiempo transcurre con la fugacidad de un parpadeo. Las estaciones pasan, y cada una de ellas trae cambios sutiles, en el aroma o la temperatura del agua, que me permiten sentir el paso de los días, las semanas, los meses… Ha comenzado la época más agradable del mar. En los días que vienen, las corrientes alcanzarán la temperatura perfecta, no muy fría ni muy caliente (aunque para algunos es suficientemente fría), y los paseos nocturnos serán aún más gratos que de costumbre. Todo esto lo sé por el sabor que está adquiriendo el agua: en cada inhalación se percibe una gran variedad de matices, evocando el arribo de los múltiples seres que buscan aguas más confortables y menos profundas. Pero ante los cambios en el agua, comienzo a cuestionarme con un leve dejo de esperanza si en alguna de esas bocanadas de vida llegaré a identificar la esencia de aquella bella langosta de cola cortada que iluminó mi alma y encendió mi corazón. A decir verdad, la extraño y aún suspiro cuando pienso en ella. Salgo de mi guarida un tanto adormilado y estiro todas mis extremidades mientras el océano acaricia mi caparazón, como cada tarde. De pronto, mi estómago se contrae, urgiéndome a salir en busca de la primera comida del día, así que camino hasta las ya familiares tres piedras que bordean mi hogar y, una vez que me cercioro de que no hay peligro, salgo al vasto mundo que hay afuera, anticipando la próxima cacería. Los moluscos con concha suelen ser especialmente agradables a mi paladar, sin embargo, no he podido encontrarlos en las últimas dos semanas y comienzo a extrañar su sabor, así que hoy me sentiría particularmente afortunado si mi expedición por el sustrato oceánico culminara de manera magistral con un erizo de mar como puntiagudo trofeo. La empresa, no obstante, demanda que ascienda caminando por la empinada colina rocosa en cuya base se asienta mi amada guarida, hasta llegar al santuario de esos equinodermos: un lugar amplio en el que abundan los corales y prolifera la vida tanto animal como vegetal, tanto amiga como depredadora. Esta idea no me intimida, pues un apetitoso erizo bien vale el viaje, pero la experiencia me dice que el camino es duro, así que respiro hondo y comienzo la silenciosa marcha vertical. Escalo la ladera cuidadosamente pero con determinación, mientras agito mis antenas en busca de alguna señal sospechosa. A medida que avanzo, los primeros peces comienzan a hacer acto de presencia, y algunos incluso se acercan con curiosidad, pero rápidamente pierden el interés y continúan su camino en paz. De vez en cuando, las algas o alguna roca obstaculizan mi travesía, pero conozco bien el camino y sé que mientras siga subiendo en línea recta no debo tener problemas, al menos hasta llegar a los últimos metros, en los cuales deberé ser más cuidadoso. 15
Después de algunos minutos, la colina deja de ser un muro pronunciado y empieza a inclinarse, permitiéndome subir con menor esfuerzo. A los pequeños cangrejos ermitaños que viven en la roca no parece agradarles que una langosta de Maine adulta pase por encima de sus tranquilos recovecos, pero sus ánimos territoriales rápidamente se ven sofocados al descubrir que el intruso tiene tenazas más grandes que ellos mismos, así que corren a esconderse y yo sigo adelante. Luego de rebasar algunos peldaños más, rodear anémonas en el camino y ahuyentar a un cangrejo necio, hago una pausa para olfatear el mar; en efecto, confirmo mis sospechas: estoy en el tramo final de mi escalada. Puedo percibir que un poco más adelante surgen corales de todas formas y exóticos aromas, pero me preocupa más lo que se esconde entre las aberturas de piedra que yacen tras los corales. Una de esas cuevas es la morada de una ominosa bestia de grandes colmillos afilados y cuerpo largo y oscuro. La criatura es un pez lobo, un carnívoro insaciable con mandíbulas especializadas en destrozar la coraza de invertebrados como yo. Reina el silencio. El paisaje está quieto, inerte. Mis sentidos se agudizan. Oigo mi propio corazón latir. Camino tan lentamente como me es posible, y con cada paso que doy puedo distinguir con más claridad los corales delante de mí. Sé que el monstruo está ahí, en algún lugar; le pido al mar que me permita pasar a salvo. Avanzo hasta que puedo rozar los corales con la punta de mis antenas, y comienzo a distinguir el negro de las fosas cavernosas que se alzan funestas más adelante. Me detengo un instante. Aquí la subida se interrumpe para presentar un escalón amplio y plano. Subo al peldaño coralino, quedando a la vista de quien pueda estar acechando: a unos treinta centímetros de mí comienza la boca negra de la primera cueva. No es buena idea permanecer estático, así que volteo suavemente a la derecha y me alejo de la entrada de la cueva, pendiente de algún lugar en la pared por donde se puede subir hasta la seguridad de la cima. Mientras comienzo a rodear la colina, imagino la clase de seres que clavan sus miradas en mi espalda cuando paso frente a los huecos en la piedra. El silencio y una aparente calma se prolongan por cerca de cinco minutos, hasta que percibo un vago movimiento a unos cincuenta centímetros frente a mí. Mi corazón da un brinco. Me detengo a olfatear nerviosamente, pero descubro que se trata de un alga marina danzando con el agua. Entonces una corriente agita la planta con más brusquedad, revelando que detrás de ella se encuentra el espacio para ascender al santuario de los erizos. Camino despacio hasta las hojas verduzcas de mi salvación, y noto que una caracola de tamaño mediano se desliza gentilmente para subir a la zona de las cuevas, quedando justo entre las 16
algas y yo. La relativa tranquilidad con la que el molusco se desplaza me brinda cierto alivio, así que camino con decisión a mi destino. Con cada paso que doy mi convicción y mi seguridad aumentan. Estoy a unos cuantos centímetros de la caracola. El animal se ve apetitoso, pero no tengo intenciones de molestarlo. Sólo quiero pasar junto a él y salir de este lugar. Mis antenas chocan contra las fauces abiertas de la bestia. Ni siquiera la vi venir. Un monstruoso pez lobo de casi dos metros sale de la nada y arremete como un rayo contra la caracola. El engendro de piel gris embate tan cerca de mí que por un instante puedo ver con total nitidez sus enormes dientes blancos y puntiagudos apresando a la indefensa criatura. Sacudo la cola para escapar en reversa, pero todo pasa muy rápido, y pronto el escenario queda envuelto en una nube de arena levantada por las aletas redondas del voraz cazador. Eso es todo. Cuando las partículas de arena se asientan, descubro que el pez lobo se aleja contoneando su poderoso cuerpo como si fuera una anguila. Aguardo unos segundos paralizado, mientras mi mente trata de digerir lo que acaba de ocurrir. Entonces salgo de mi ensimismamiento y avanzo rápidamente. Una vez más me siento la langosta más afortunada, y humildemente agradezco al océano por las maneras misteriosas en las que trabaja. Escalo por el hueco escondido hasta dejar atrás la sombría ladera empedrada y finalmente llego a la cima.
5. el último viaje He llegado a la parte más elevada de por aquí, y ni la vida vegetal ni los seres anclados a las rocas vacilan en hacer notar su presencia. Ahora camino por un interminable bosque violeta, con distintas especies de corales y esponjas alzándose por todos lados; mis pequeñas antenas secundarias se saturan con el olor de las distintas cosas vivas que brotan de todas direcciones. Sin embargo, pronto me percato de la ausencia de erizos en los alrededores. ¿A dónde se habrán ido? Atravieso el tupido bosque de algas en busca del cotizado equinodermo, prestando atención a todo lo que se cruza en mi camino, pero no hay señas del animal. Continúo caminando por el fondo marino, buscando en vano. Salgo del campo de algas púrpuras y anémonas variadas, y llego a una zona cubierta de arena, casi como mi hogar, excepto que ahora estoy varios metros más cerca del extraño mundo de la superficie. Olfateo e inspecciono el suelo de manera meticulosa, pero los minutos pasan y al cabo de media hora de infructuosa búsqueda siento cómo comienzan a flaquear mis expectativas de triunfo. Incluso las otras formas de vida lentamente van desapareciendo, y en su lugar sólo veo rocas y conchas vacías. En el camino me tropiezo con algún pez plano enterrado que se marcha molesto 17
por haber sido descubierto; luego del percance me alejo cada vez más del fértil ecosistema anterior hasta que no vuelvo a oler peces, anémonas, ni corales. El día sigue avanzando, pero aún no encuentro nada; estoy cansado, mis pies duelen y el hambre lentamente consume mis fuerzas. Empiezo a considerar la opción de volver a casa y atenuar mi desventurada derrota engullendo alguna planta en el camino. Pero justo cuando el pesimismo parece haber mallugado mi exoesqueleto y mi voluntad, mi rostro es golpeado por un aroma inconfundible y encantador: claramente no es un erizo, pero tampoco es un gusano ni un caracol, ni un mejillón. Esta esencia cautivadora no pertenece a invertebrado alguno. Es el olor de carne fresca de pescado, es comida gratis que no requiere de cacerías ni persecuciones. Y a juzgar por la intensidad con que llega a mis antenas, hay suficiente alimento para saciar mi apetito. Probablemente algo grande acaba de morir y, para mi suerte, está cerca. Ahora sólo tengo que encontrar el premio guiándome por la dirección de la que viene el olor. Reanimado, me incorporo una vez más y avanzo por la arena, débil de hambre pero fuerte de espíritu, olfateando el agua meticulosamente. El punto de donde proviene el aroma parece estar cada vez más cerca, lo que me incentiva a apresurar el paso. Pronto una silueta regular empieza a dibujarse en la cercanía, y camino hacia la misteriosa figura, convencido de que se trata de la fuente de alimento. Lo que a continuación aparece ante mí es difícil de describir, pero tiene un misterioso encanto: a la distancia parece que se trata de una gran roca, pero de cerca puedo ver que es una estructura perfectamente regular, y no es maciza, sino hueca, con paredes formadas por muchas cuerdas rígidas y plateadas que se cruzan y enlazan para crear una figura rectangular. Sé que es hueca porque sus paredes están repletas de agujeros por donde fácilmente puedo ver el agua que pasa a través de la estructura, y alcanzo a oler que dentro de esta cosa de aspecto extraño se encuentra un gran trozo de pescado fresco. Tengo la extraña sensación de que este objeto no pertenece al mar, pues no es como nada que yo haya visto… ¿o sí? Repentinamente me viene a la mente la imagen de mi adorada casa, esa linda cueva protegida por tres piedras, una grande con pólipos moviéndose, otra pequeña, cómoda y con musgo, y… la realidad me asalta por sorpresa: ¡La misteriosa piedra de mi hogar que repele a los animales no es una piedra, sino una de estas cosas! Aunque la que ahora contemplo es bastante más grande que la de mi guarida y, ahora que lo pienso, aquella se ve aplastada en comparación con esta. 18
Estoy repleto de curiosidad pero vacío de alimento, y avanzo impulsado por ambas motivaciones hasta que puedo tocar la formación con mis pinzas. Comienzo a caminar alrededor de la gran cosa desconocida, palpándola de cuando en cuando hasta que me topo con lo que parece ser una vía de acceso al interior, en la forma de un hueco tubular. Al principio dudo en entrar, pero la fragancia del alimento es irresistible; avanzo despacio por la entrada, caminando con dificultad sobre las tiras plateadas que conforman al objeto rectangular, y cuando ya tengo medio cuerpo adentro corroboro, para mi gran deleite, que el interior de la estructura es completamente hueco, y a unos cuantos centímetros de mí yace una gran porción intacta del cuerpo de algún pez voluminoso. La dicha me invade, y mis apéndices bucales se estremecen con emoción: ¡¡a comer!! Entro por completo y me abalanzo sobre el pescado… ¡Por el gran Mar Atlántico, es la mejor cosa que he probado! O quizá estoy tan hambriento que encuentro en el habitual sabor de la carne de pez una exquisitez maravillosa. De cualquier manera, doy gracias al mar por mi fortuna y degusto el bocado con ávida dedicación. Han pasado quizás unos veinte minutos desde que empecé a comer, cuando el olor de un congénere crustáceo llama mi atención. Giro para mirar el túnel por el que entré, y veo a una langosta verdosa de tamaño mediano entrando ágilmente y con deseos de arrebatarme la comida. “Suelta ese pescado, o sentirás mi ira”, es el mensaje que huelo cuando el intruso se aproxima, así que le contesto con otra señal química: “Mírame bien, soy el doble de grande que tú. Vete ya”. Pero el bribón clava sus pinzas en mi almuerzo, y los dos comenzamos a forcejear fieramente por la comida. Mi fortaleza física superior se impone, y arrojo al frente a mi adversario con un empujón de mi pinza derecha, pero entonces piso algo suave que me hace perder el equilibrio y caer de lado. Me incorporo rápidamente, y descubro que el motivo de mi tropiezo es un cangrejo ermitaño que se roba un pedazo de carne. “¿Y tú en qué momento entraste?”, le pregunto al ladronzuelo mediante símbolos olfativos, pero no tengo tiempo de escuchar su respuesta, porque la langosta verdosa me embate con decisión; esto ha dejado de ser un placentero festín para tornarse en un duelo de pinzas. Volteo a tiempo para ver entrar a un tercer inquilino de mi especie. Estoy comenzando a molestarme. Corro hacia la nueva langosta para sacarla de aquí; la sujeto con firmeza entre ambas pinzas, pero al mirarla de frente choco con unas antenas delgadas y suaves, un rostro tierno y unos ojos grandes y llenos de vida, vastos como todo el mar. Mi corazón se estruja con violencia, dejándome sin aliento. Es la joven langosta de cola cortada. La que amé con cada fibra de mi segmentado cuerpo. “¡Eres tú, amor, eres tú!” 20
Todo ocurre en una fracción de segundo: ella y yo nos miramos a los ojos y entrelazamos nuestras antenas. La langosta verde corre hacia mí, lista para atacar. El cangrejo ermitaño rasga con sus tenazas el trozo de pescado. Una cuerda en el centro de la jaula se tensa. Ella y yo nos besamos. La jaula se levanta del suelo con tanta fuerza que todos los que estamos adentro chocamos contra las paredes enrejadas. Mi tórax golpea el fondo de la jaula, causándome gran dolor. Ella se estrella contra el extremo opuesto de la jaula. El agua fluye a gran velocidad alrededor de todos nosotros. La langosta verde agita su cola, intentando escapar. Mi amada está boca arriba. El cangrejo ermitaño se aferra con todas sus extremidades al alambre de la jaula. El ambiente se torna insoportablemente brillante. Veo sangre azul, pero no sé de quién proviene. Me cuesta un gran esfuerzo respirar. Y de pronto descubro, con horror, que todos estamos fuera del agua.
6. oferta y demanda Son los humanos. Los reconozco porque ya los he visto antes; uno de ellos alguna vez me siguió por varios metros nadando encima de mí con un objeto negro entre las manos. En aquella ocasión parecían seres amables, pero ahora la imagen de sus inmensos cuerpos me llena de pánico. Casi no puedo distinguir lo que ocurre, no puedo oler nada fuera del agua y la luz es tan intensa que sólo distingo las siluetas de los humanos y los agitados cuerpos de los otros tres crustáceos que me acompañan. Además, siento que me asfixio, estoy boca arriba, y el dolor de los golpes propinados por la sacudida de la jaula sólo empeora mi condición. Volteo a mi derecha y noto que el individuo de caparazón verde es el animal más cercano a mí, así que trato desesperadamente de comunicarme con él, pero al no estar sumergidos veo cómo mi mensaje olfativo se convierte en un chorro líquido que se derrama en el suelo en vez de difuminarse y alcanzar a mi compañero. Entonces una mano humana entra en la jaula y se lo lleva con brusquedad. Agito mi cola con todas mis fuerzas, pero por más que trato no logro impulsarme, ni siquiera consigo desplazarme un poco en ninguna dirección. Y la mano vuelve a entrar, esta vez para tomar al cangrejo ermitaño, que sangra profusamente. El pequeño individuo lucha con absoluta locura para no soltarse de las rejas de la jaula, pero es inútil: ni siquiera todos juntos podríamos igualar la fuerza de un ser humano. Mis ojos empiezan a acostumbrarse (con mucho dolor) a ver entre tanta luz, y de algún modo logro darme cuenta de que el mar está cerca de nosotros, y que la jaula en la que me retuerzo está siendo sujetada por otros humanos para no caer de vuelta a las profundidades oceánicas. 21
Entonces, de manera casi milagrosa, distingo cómo un brazo humano arroja al cangrejo ermitaño al mar, perdiéndose una vez más en las turbias aguas. Mi mente se sumerge en un manto de confusión: ¿Qué está pasando? ¿Van a liberarnos a todos o los humanos no comen cangrejos ermitaños? Antes de poder pensar algo más, la jaula se sacude violentamente, haciéndome rodar hasta el extremo contrario y causándome más dolor, pero el movimiento me hace encontrar a mi amada. Una de sus antenas está rota. Nos miramos a los ojos, y veo que está tan asustada como yo. Quisiera decirle que no tenga miedo, que todo va a estar bien y que saldremos vivos de esta, pero no sé cuánto de cierto haya en esa afirmación, y aunque tratara de comunicárselo no podría entenderme, porque mis palabras literalmente se escurren por los bordes de la jaula, incapaces de flotar en este ambiente sin agua. Una mano entra y me sujeta, pero mi querido amor salta y arremete contra el agresor, apresando la delicada piel del humano con una de sus pinzas. La mano se retuerce en un claro gesto de dolor y me suelta, mientras brota sangre color rojo de uno de sus dedos. El acto de mi compañera provoca que la agarren a ella antes que a mí. Antes de ser alzada, la langosta me dispara un débil chorrito, y algunas gotas de su mensaje químico empapan mis antenas, permitiéndome entender sus últimas palabras: “Te amo”. Trato de gritar a viva voz que no la lastimen, pero mis súplicas son chorros que caen al piso formando un charco frente a mi rostro. Entonces noto que el humano que la está sosteniendo inspecciona el abanico rosa de su cola con sumo cuidado, casi como si ya supiera que tiene un pequeño corte… y súbitamente me doy cuenta que todo este tiempo la herida en la cola de mi amada no era la mordida de un depredador, sino una marca intencional infligida por seres humanos para comunicarse algo entre ellos. Sollozo amargamente al pensar que de todos nosotros la eligieron a ella para devorarla primero por el corte en su cola, pero en vez de ponerle fin a su vida, el humano la arroja al mar. Estoy estupefacto, pero luego lloro con más fuerza, esta vez de agradecimiento por saber que el amor de mi vida vivirá, y podrá pasear feliz una vez más entre las rocas y los corales… Finalmente un humano me saca de la jaula. El gigante saca un objeto largo y plateado con el que toca mi espalda, como verificando que tengo cierto tamaño; luego me pasa a otro humano, quien coloca una especie de anillo flexible en cada una de mis pinzas, y observo con desesperación que ya no puedo abrirlas. Una vez que terminan de humillarme, me arrojan como si ya no les importara, pero en vez de sentir el mar caigo dolorosamente sobre un ejército de pinzas, antenas y piernas segmentadas, todas ellas sacudiéndose de manera histérica. Somos docenas de langostas 23
apiladas en un mismo lugar, atadas, mareadas y golpeadas. Y deduzco que, al igual que yo, todas tienen problemas para respirar en este ambiente hostil. Mi cuerpo sigue mojado pero sospecho que no pasará mucho tiempo antes de que mis agallas se sequen por completo y muera de asfixia… suponiendo que los humanos no decidan comerme antes. Las dos langostas que quedaron bajo mi cuerpo agitan sus piernas, golpeando duramente mi vientre de vez en cuando, y mis delicadas antenas están aplastadas debajo del cuerpo de otras tres de mi especie. La lacerante situación lentamente pierde importancia pues mis sentidos fallan y el mundo se torna difuso: creo que la falta de oxígeno va a hacer que me desmaye… Cuando recupero el conocimiento, ya no estoy rodeado de crustáceos, y todo está muy oscuro. No sé donde estoy. Pero empiezo a sentir frío. A medida que mis sentidos despiertan, el frío aumenta. Frío. Mucho frío… ¡¿Qué es esto?! Recupero enteramente mis sentidos y un segundo después desearía no haberlo hecho, porque ahora percibo que estoy sobre la superficie más helada que jamás haya sentido en mi vida, como si el corazón mismo del invierno hundiera sus gélidas garras despiadadas en mi vientre, mi cola y cada punto articulado de mis piernas. El frío es tal que no puedo mover mi cuerpo, ni siquiera puedo temblar, pero a pesar de mi rígido estado no puedo evitar percatarme de que respiro un poco mejor que antes, lo que me lleva a concluir que estoy posado sobre agua; pero es agua tan fría que se ha vuelto sólida, ¡y su simple contacto no me mata, pero me quema! Quiero gritar por el dolor de mis frías quemaduras, pero la temperatura de mi cuerpo es tan baja que los órganos que producen mi aromático vocabulario químico están congelados, y temo haber quedado permanentemente mudo. Lo único que puedo hacer es sollozar completamente inmóvil. En este estado de impotencia comienzo a preguntarme si acaso soy merecedor de mi actual sufrimiento por matar a otras criaturas para vivir; sin embargo, el océano sabe bien que yo nunca torturé a mis presas, ni concebí distintas maneras perversas de llevarlas a sufrimientos indescriptibles, sólo hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir. Eso es lo que hacemos todos en el mar. Entonces, ¿qué clase de criaturas son los humanos? ¿Cuál es el propósito de hacerme pasar por tan abominables sensaciones? Estoy tan agotado física y emocionalmente que apenas percibo cuando una mano me levanta de mi helado infierno y me coloca con suavidad en el agua con otras langostas atadas y exhaustas, respirando el agua cristalina y salada en busca de consuelo.
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7. réquiem Eventualmente me repongo un poco y veo que una de las figuras que me acompaña en este injustificado destino es la langosta de coraza verdosa que antes pelease conmigo. Él no quedó mudo por el hielo, y me pone al día sobre mi circunstancia actual: los humanos vienen periódicamente a sacar a las langostas del agua, una por una. Ya sólo quedaban él y otras dos desafortunadas criaturas, cuando me trajeron a mí. Sabiendo que pronto terminará mi desdicha, intento desconectarme del mundo por última vez y recordar todas las cosas bellas que iluminaban cada día de mi vida en el océano: el fluir de la brisa marina por todo mi cuerpo… la sensación del suelo arenoso… el aroma de los corales… las piedrecillas rosadas en mi hogar… el sabor de los mejillones… la calidez de mi bella cueva… la piedra en la que me recargaba para comer frente a mi casa… y luego recuerdo la noche en que conocí a la langosta de la cola cortada. Pienso en sus ojos. Pienso en su cuerpo. Pienso en sus caricias cuando hicimos el amor. Recuerdo que quería decirle que se quedara conmigo para siempre. Recuerdo cómo intentó salvarme de los humanos. Quisiera poder verte una última vez y decirte lo mucho que significabas para mí. Quisiera poder decirte cuánto te amo. No opongo resistencia cuando una mano me toma por la espalda y me saca del tanque. El humano me lleva en sus brazos a una superficie blanca y lisa, donde me deja reposar con suavidad. Junto a mí hay un recipiente transparente que emana tal cantidad de calor que se puede sentir a la distancia el cambio en la temperatura. El humano me levanta una vez más, y al entender cuál es mi destino, comprendo que no existen palabras en la lengua de ninguna criatura, vertebrada o invertebrada, para describir lo que estoy a punto de experimentar. ¡¡¡¡¡AAAAAAHHH!!!!! ¡¡¡¡¡¡AUXILIOOOOOO!!!!!! ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡AAAA AAAAAAAAAHHHHH!!!!!!!!!! El humano voltea en otra dirección para no ver cómo se retuerce mi cuerpo en el agua hirviendo… Pero después de unos segundos que duran una eternidad, dejo de sentir dolor. Y el sufrimiento lentamente es reemplazado por una sensación de calma. Ahora todo es paz. Poco a poco recobro mis sentidos, y el control sobre mi cuerpo. Al fin he vuelto a casa, a esta preciosa región del mar, y doy gracias humildemente al océano por brindarme una vida llena de dicha como ninguna, rodeado de tanta belleza que espero algún día poder apreciarla en toda su magnitud. Pero ahora comienza a caer la noche, y me doy cuenta que una suave penumbra lo envuelve todo, como si el ambiente simplemente decidiera tornarse más oscuro, más frío, pero también más confortable, invitándome a salir de casa en busca de alimento. Hoy el mar está calmado. Las algas se mueven con etérea lentitud, 25
y no percibo peces ni cangrejos merodeando por las cercanías, así que decido salir y dar comienzo al habitual paseo de todas las noches. Estiro mis antenas cuidadosamente, en busca de algún aroma interesante, mientras salgo a tientas de la dulce y cómoda guarida rocosa y parcialmente escondida a la que llamo mi hogar… Este verídico relato, fue el injusto acontecer de un crustáceo, sincero y grato, que no debía perecer. Buenos eran sus motivos, como justas sus acciones; respetando seres vivos y encarando convicciones. Mas el hombre, tan ignorante, maltrata la fauna y flora con ambición vil y arrogante que al planeta desmorona. Y la inocente langosta sin estar a nadie hiriendo, fue pescada en una costa, y acabó en el agua hirviendo.
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mariano martínez mención especial del concurso de cuento 2013
Tiempo de café
1 Rosalía y yo fuimos el viernes a la vivienda gitana de una vieja adivinadora. Eran las siete y tantas de la tarde; mi amiga me había convencido de ir a consultar a la vidente, recomendada por su esotérica tía de Guadalajara. Nos encontrábamos en una angosta calle algo alejada del centro de San Pedro, Cholula. Llegamos precisamente al pie de la escalera una hora después de salir de la ciudad de Puebla. Sabiendo ahora nuestra ubicación, no más de 25 minutos nos separaban de nuestro punto de partida. —Tu tía es muy extraña –le dije mientras bajaba del Jetta azul de Rosalía. —Menos que tu hermano el biólogo que diseca animales y tantito más que las profecías apocalípticas de mi abuela –se volvió sonriendo–, además, es una buena oportunidad para conocer nuestro futuro. Yo no dije nada, pues ella conocía de antemano mi punto de vista, el cual consideraba cerrado. No es que sea cerrado. Son los mil santos que ha comprado mi mamá para rezarles con la vana esperanza de un milagro; o las tantas adivinadoras a las que ha ofrecido habitación, comida e incluso una que otra joya de la abuela; o los monjes, curanderos, astrólogos y demás gente que le han tomado el pelo, lo que me ha hecho ver el lado más materialista de este mundo. No importa mientras no se les siga el juego por mucho tiempo. El misticismo más peligroso es el que se hace en pos de la “la buena voluntad” o, en otras palabras, “gratis”. Pero luego ese servicio de buena fe lleva a otro mayor, a una misa privada, a una invitación a un seminario o, en todo caso, a una sesión más especializada en la cual se aceptan donaciones o se tiene ya establecido su precio…
llegada Al subir las escaleras que conducían al departamento/casa del segundo nivel de esa construcción extraña (me referí a ella como un departamento, pero lo cierto es que parecía más bien una casa grande dividida en tres segmentos conectados por una escalera de caracol), me topé con la cola de una criatura negra que desapareció con un chillido en el paisaje mitad 27
urbano, mitad terracería de San Pedro. Mi corazón empezó a latir muy fuerte a causa de este encuentro; en ese momento, la puerta se abrió. Las dos nos quedamos estupefactas ante la puerta hasta que una voz tranquila pero implacable, cargada de la sabiduría que sólo dan los años, nos invitó a entrar. El cuarto estaba en penumbras, apenas iluminado por la luz que se colaba por las ventanas abiertas que daban al oeste, por unas cuantas velas sobre un escritorio lleno de objetos extraños y por una luz tenue que venía de la cocina. Nos atrevimos a pasar del todo cuando la misma voz sonó por segunda vez. La impresión de estar frente a una verdadera adivina tomó fuerza en mi mente, pero luego de un segundo se desvaneció, cuando el recuerdo de la charlatanería regresó a mí. La casa era humilde y contaba con cuatro habitaciones: el dormitorio, la cocina, el baño y la sala a donde acabábamos de pasar. A nuestra izquierda se encontraban el baño y el atardecer, enfrente y separada por una cortina con incrustaciones de colores estaba la cocina. Adivinaba la alcoba de la señora junto a una maceta con una planta de sombra que estaba a nuestra derecha al momento de entrar. —Ustedes deben ser Rosalía y Montserrat –dijo una figura oculta por las sombras y el humo de una pipa larga. —Te lo dije, es una adivina –me susurró Rosalía. —No se necesita ser adivina para recibir una llamada telefónica –dijo la sombra con voz grave, luego se incorporó y la luz del crepúsculo dejó ver su rostro. Era morena clara, con ojos profundos y negros, de iris color olivo; su cabello era negro aunque presentaba mechones plateados de chinos cerrados. Tenía la mirada arabesca: unas ojeras profundas y una nariz grande delataban su origen libanés. Algunas manchas conocían su piel, pero una en especial me llamó la atención: apenas perceptible bajo el resplandor naranja del atardecer, se veía en plena frente una ligera mancha en forma de ojo. Por lo demás, era más alta y vigorosa de lo que esperaba, vestida con un atuendo morado que le daba un aire sobrenatural. Tras contemplarla unos segundos sin atrevernos a mover un solo músculo, ella nos miró divertida para empezar a reír: había logrado el efecto deseado en sus huéspedes. Su risa se vio interrumpida por un leve ataque de tos, que a su vez fue interrumpido por un trago de agua de un vaso de barro que estaba sobre el escritorio. —Siéntense, niñas, por favor. Me pareció incorrecto obligarla a repetir la invitación, así que tomé a Rosalía del brazo y prácticamente la arrastré a la silla. Sabía que ahora había empezado un juego de intelectos durante el cual la fulana trataría de hacernos creer, a través de nuestros gestos, que 28
sabía leer el futuro. Estaba frente a una partida de ajedrez y ella ya tenía la ventaja de estar esperándonos. No le faltaban métodos de persuasión, eso me quedaba claro, ya que se sentía confiada y hasta le reveló a mi ingenua amiga cómo fue que supo de nuestra llegada. —Por cierto, me llamo Julieta –nos dijo con una mirada inteligente–, pero una vez que se sientan en confianza díganme July. Tragué saliva mientras ella llenaba su pipa con hierbas de una cajita de madera. —Antes de empezar, ¿por qué no me cuentan un poco de ustedes? Eso sólo confirmó lo que pensaba: nos estaba conociendo antes de empezar con todo el teatro. —Yo me llamo Rosalía, como ya sabe, estoy en mi último año de preparatoria y soy un poco despistada. —También eres muy bonita. ¿Qué vas a estudiar? Sé que los adultos preguntan a los jóvenes qué van a estudiar para hacer tema de conversación, y que los jóvenes normalmente responden nerviosos, buscando la aprobación del adulto (que seguro tendrá o fingirá tener) al mencionar una de las tantas carreras que existen hoy en día. Mas Rosalía es diferente, ella supo su propósito en la vida a partir de la prematura muerte de su madre, cuando ella tenía diez años. —Médico cardiólogo en la unam, si es que paso el examen. —No creo que tengas muchos problemas. Entre tanto, yo tomé mi bolso y saqué un cigarro de mi cajetilla medio vacía. —¿Está bien si fumo? Ella asintió y me di cuenta de la estupidez de mi pregunta, como si fuese una simple y usual cortesía preguntarle a un extraño si se puede fumar en su casa. Esto atrajo su atención hacia mí y antes de que me dijera algo, yo le pregunté: —¿Cómo es que adivinas?
2 Abrió un cajón del escritorio y sacó unas cartas que empezó a barajar y luego a acomodar de forma extraña. Volteé a ver a mi amiga, que ya tenía un cigarro en la boca; pese a la ventana abierta, la casa se llenaba rápidamente de humo. Para cuando puso la última carta, que era una media luna, sobre un círculo de naipes volteados hacia abajo, el sol se ocultó completamente, dando la impresión de que ella había movido un interruptor secreto para conjurar la noche. Sus ojos negros se perdieron en las sombras y lo único que permanecía encendido eran sus iris y su mancha casi imperceptible a la luz del crepúsculo. 29
cartomancia. tarot —¿Cuántos años tienes, Montse? ¿Te puedo decir Montse? —Sí, claro –respondí– tengo diecinueve. —¿Desde cuándo fumas, querida? —Empecé a los catorce pero de vez en cuando. Fue hasta los dieciséis que lo empecé a hacer con regularidad. Tenía la misma voz tranquila, pero imperiosa que, sumada a lo conmovedor de aquel ambiente repleto de humo apenas iluminado por varias velas y por un resplandor amarillo rojizo de la cocina, me hipnotizó. Embobada, yo respondía a todas las preguntas que me proponía aquella mentalista, apenas recordando mi decisión hasta unos minutos antes de no revelar mucha información. Julieta jugaba con las cartas, las acomodaba y desacomodaba, llevando de vez en cuando a la luz de las velas alguna de ellas, oculta por la oscuridad. Durante toda nuestra conversación, no dejó de manipular los naipes. Ya por mi boca o por la de Rosalía, se enteró en poco tiempo de que yo tenía un hermano, de que Rosa tenía dos hermanas, de nuestro desempeño escolar, de nuestros viajes por el mundo, de los lugares que frecuentábamos los viernes (“no muchas casas de adivinas”, le dije riendo) y quién sabe qué tantas cosas más. Por parte de ella, pude saber que su atuendo morado era en realidad una bata de fin de semana (ya que no supo que veníamos hasta la llamada de Verónica, la tía de Rosalía, a las siete de la tarde, y no tuvo tiempo de arreglarse para la ocasión), que tenía 48 años y que su juventud rebelde se vio aumentada por un año de estudio en Inglaterra. Tras un rato de plática, finalmente recordé a qué habíamos venido. —¿Qué ves en mi futuro, July? –me atreví a preguntar. —Nada –respondió dejando la carta que tenía en la mano sobre el escritorio. —¿Cómo que nada? ¡Has estado viendo esas cartas por más de media hora! —¿Esto? Ay, mi niña, no. Esto es un juego de cartas que aprendí en Marruecos hace algunos años, muy parecido al solitario. Me sonrojé un poco y Rosalía comenzó a reírse como tonta a pesar de que, apuesto lo que sea, ella también creyó que hacía brujería con esa baraja. —Eso me recuerda que no he puesto a hervir el agua, en un momento regreso. Siéntanse como en su casa. Guardó las cartas en el cajón y se dirigió a la cocina. Aproveché esa pausa para mirar a mi alrededor. La oscuridad había tornado más lúgubre la curiosa sala de estar. Cobré conciencia de los cuadros en la pared por 31
la penumbra que producía el resplandor de las velas. La figura en blanco y negro de Janis Joplin aferrada a un micrófono brillaba con un aura irregular y juguetona al lado de la puerta del cuarto de Julieta, así como un calendario lunar a mi izquierda entre las ventanas; junto a la entrada de la cocina estaba la portada surrealista de una edición reciente de La divina comedia, enmarcada en negro. Tras de mí, una rosa de los vientos estaba colgada con cuatro clavos y sin molduras. Me paré para ir al baño, lo que dificultó una mesita al estrellarse contra mi muslo justo donde más duele. Rosa se rio de mí, le pinté dedo y entré al baño. Aseado y oscuro, éste estaba iluminado únicamente por la luna llena. Tanteé el switch vanamente, no lo encontré jamás. La luz venía de la ventana ubicada atrás de una tina con regadera. Al sentame a orinar descubrí frente a mí un alfabeto griego a la altura de mi cabeza. “Alfa, beta, gama… Qué ilógica toda esta situación. Si el viernes pasado me hubieran preguntado qué iba a hacer el próximo fin de semana, no creo que hubiese contemplado el encontrarme en este lugar mientras leía el alfabeto griego… ji, psi, omega.” Me levanté, me lavé las manos, cinco pasos después me volví a encontrar con la misma –puta– mesita, ahora con la otra pierna. Rosalía estaba parada junto a la ventana viendo las pocas estrellas que las luces y el esmog permiten ver en estos tiempos modernos. Sostenía un cigarro prendido en su mano izquierda y una mirada soñadora en su rostro.
3 Las dos nos sentamos para ver aparecer a Julieta con un par de velas más en la mano. —Perdón por no prender la luz, pero es que tuve un problema con los de la Comisión… En fin, vamos a tener que conformarnos con esto. No sólo colocó las velas en la mesa; las acomodó, estoy segura.
Piromancia Todo se transformó. Las siete velas que trajo Julieta, sumadas a las cuatro que ya había, volvieron a pintar todo nuestro cuadro: de un centro incandescente brotaba el alma de las cosas. Podía distinguir el calendario lunar y los muebles color olivo envueltos en llamas a distancia. La ventana era completamente negra a causa de la ceguera que nos provocaba el fuego; en las incrustaciones de la cortina de hilos, a la entrada a la cocina, se veía una especie de runas. Janis Joplin parecía estarse quemando, ahora que las sombras eran sustituidas por las lenguas del fuego. ¿De dónde venía todo eso? “Tranquila, las trajo de la cocina, viene de la cocina.” 32
Una vez recuperada de la impresión (“debes de dejar de exaltarte tanto”), me di cuenta de que las flamas frente a mí no opacaban para nada el brillo que venía de la cocina; por el contrario, pareciese que este fuego le rindiera cuentas a aquél, a uno más profundo y antiguo. Rosa se soltó a toser. Julieta, con la pipa otra vez humeando, le preguntó si le molestaba que ella fumara. No era pesado el humo, ni tosco tampoco, solamente desprendía un olor extraño, pero sutil. —No, no te preocupes –enseguida se abotonó los primeros tres espacios de su abrigo. —¿Y a ti, Montse? Levanté mi cajetilla a la altura de mi cuello para darle a entender que privar de un vicio al anfitrión de la casa y ostentar otro uno mismo sería tan incorrecto como que a ellas se les hubiera recibido con insultos. Continuamos la plática donde la habíamos dejado; sin embargo, este nuevo ambiente era más cautivador y escandaloso. El lugar estaba casi en silencio a excepción de la lejana música de San Andrés y el ocasional ruido de los coches. Entonces… ¿por qué siento esa otra música tan viva? Murmullos reflejados en la pared, cientos de ellos llenaban el aire color rojo, a la vez que se dirigían por un tambor sin voz. Entendí esa música, mi mente la bailaba, mi cuerpo la sentía. No sé si Rosalía podía sentir lo que yo, pero no dejaba de hablar y su voz me parecía más y más distante a partir del momento en que fijé mi mirada en una llama muy peculiar. Su base en un principio me pareció levemente azul… —¿Qué ves? –me preguntó Julieta, dejando de lado la conversación con Rosalía, a quien dejó que siguiera hablando mientras su atención se volcaba sobre mí. —¿Qué ves? —Qué extraño, ¿por qué…? Una fiesta, dentro de la Tierra. ¿Una caverna? Tal vez más profundo. Mujeres y hombres vestidos elegantemente con pieles, gemas y oro. Mucho oro y rubíes. Pero también deseo. Las personas tienen descubiertos sus pechos a pesar de sus ropas. También sus sexos son visibles al calor de la fogata. Dejan de bailar. Cuatro jóvenes se acercan para servir a los participantes del ritual. Cada una de ellas trae una jarra, todas de oro y piedras rojas. Cada copa servida con un tercio de sangre y dos de vino se pierde en una mano, al igual que un cuerpo con el otro. La orgía tiene lugar frente al sacrificio para el dios del fuego: en la hoguera se encuentran los restos de los bueyes más sanos, doce de las pieles más exquisitas, arcos de madera noble y mucha de la misma sangre que ahora cubría tanto las copas de oro como los labios, senos y brazos de quienes se encontraban ahí. 33
Luego todo se vuelve más raro, muchas explosiones inmensurables (¿o será una sola?) y millones de años en una milésima de segundo, y luego una voz que dice: —Todo viene de mí. Después una roca incandescente se va enfriando. Al fin y al cabo, ese es nuestro planeta. Descubrí a Rosalía que seguía hablando y a Julieta viéndome a través de la llama.
4 Dos gotas de sudor frío cayeron, una a cada lado de mis sienes: la derecha rodó por mi mejilla hasta la barbilla, mientras que la izquierda cayó sobre mi muñeca, cerca de una delgada pulsera de oro que me dio mi padre cuando era niña.
ante el pozo de urd —¿Estás bien, Montse? –me preguntó Rosalía–, estás pálida. Julieta, sin dejar de verme (o a la llama), le dijo a mi amiga: —Rosa, hazme un favor… —¿Sí, July? —¿Me puedes pasar una almohadita azul que está en mi cuarto? Por fa. —Claro que sí, July –dijo al levantarse. —Está sobre mi cama, la vas a ver luego, luego. —Ok –dijo una vez de pie, y de paso se refirió a mí–. Ya deja las drogas, Montserrat, te ves terrible –y se alejó burlona. Cuando hubo entrado al cuarto, le dije muy seria a Julieta: —¿Qué vi? —¿Cómo voy a saber lo que ves? —Sí, yo vi algo y quiero que me digas qué fue. —No sé lo que te haya mostrado el fuego, pero creo que deberías reflexionar sobre eso y no contárselo a cualquiera. En cualquier caso, no pude responderle nada porque un silbido de la cocina nos anunció que el agua ya hervía. En un momento me quedé sola. Ni Julieta ni Rosalía, y para darle un toque más desolado al asunto, un soplo frío de aire entró, ahuyentando el fuego de las dos velas más próximas a la ventana. Este acontecimiento me dejó ver la falta de la luna en el horizonte. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo habíamos estado ahí? Algo de la falta del astro hizo que la casa se tornase más gris, más triste. Parte del alma que otorgaba el brillo blancuzco de la luna aún resonaba, pero era evidente su ausencia. 34
Las dos regresaron al mismo tiempo. Primero Rosalía, quien regresó callada a su lugar. Después fue Julieta, haciendo malabares con tres tazas de café árabe. De Rosalía, dos cosas me parecieron curiosas. La primera fue que tardara tanto en el cuarto, siendo que iba por un objeto a la vista. Lo segundo fueron sus ojos vidriosos al cerrar la puerta a su espalda. De Julieta… Bueno, de Julieta casi todo me parecía peculiar, sobre todo su agilidad de gato a su edad, demostrada al traer, sin salpicar una sola gota, tres tazas con líquido hirviendo a punto de derramarse a cada segundo. Encontró entre los objetos que había tres lugares con la circunferencia exacta y colocó los cafés. Su olor era exquisito y pronto invadió la atmósfera. Cautivador era mecerse entre los encantos penetrantes de la fragancia. Extasiante su vapor y su calor. Profundo su color y contenido. Tan sagrado y desconocido que me imaginé frente a un pequeño pozo de Urd.
5 Aspiré muy hondamente los hilos que todo hacían blanco para que su esencia me llenara toda; el humo jugaba conmigo desde tiempo atrás. Al principio con roces delicados, como lo haría un amante atrevido; después, ya en su poder, me manipulaba a su antojo. Abrí los ojos a la vez que una sed me consumía y un vacío antagónico a esa sustancia me desgarraba…
sueño primero Una mañana, la luz se colaba por una de las ventanas del cuarto. Sobre la mesita lateral se encontraba un tazón aún humeando y un té ya frío. Los pájaros apenas cantaban a causa de la lluvia. Tras la puerta, mi mamá reprendía a Joaquín por haberme dejado solita en pleno bosque. A él y a su amigo –que conoció justo ahí, en Chignahuapan– se les antojó muy chistoso adelantarse en nuestra excursión. No es que le haya parecido grato a Joaquín desde un principio que yo los acompañara, pero de todas formas no tenían derecho… —¿Y si le hubiera pasado algo feo a tu hermanita? ¿Y si se hubiera perdido, qué harías tú, Joaquín? —Perdón. —¡Perdón! Pareces tonto –gritaba–, ya te he dicho mil veces que la tienes que cuidar. Tú eres el grande. —Perdón, mamá. La refriega duraría todavía otro rato, pero yo no estaba enojada. Es más, me sentía muy torpe por haberle fallado a mi hermano y no haber 35
encontrado el camino de regreso a la cabaña que alquilamos, incluso si su intención hubiera sido que no volviera pronto. La verdad es que el día anterior yo estaba en el bosque, sola, y de repente la luz bajó y empezó a llover. Es por eso que estaba acurrucada en un árbol y empapada cuando me encontraron. Más tarde contraería la gripa que ahora me tenía en cama. —Ya tienes dieciséis, le llevas siete años ¿Que no piensas? Quería explicarle a mi mamá que estaba bien, que en realidad fue mi culpa por tonta pero la fiebre me aletargó un poquito. Me enderecé y tosí para llamar su atención. Ella entró al cuarto y Joaquín aprovechó la oportunidad para desaparecer. —¿Cómo te sientes, chiquita? —Bien. —¿Cómo bien? Ese cabrón de tu hermano me las va a pagar. —Pero estoy bien. Ya me siento mejor. —Todavía tienes fiebre. Qué bueno que no está tu papá aquí, porque… —Mamá. Jaco siempre me ha defendido y no creo que lo haya hecho a propósito. —Pues no, pero, ¿qué tal si te hubiera pasado algo? ¿Yo qué hago? —Pues sí, pero estoy bien. Un momento de reflexión cubrió a mi madre. Tal vez se sentía muy afortunada de haberme encontrado. Se levantó de la cama para pararse a mi lado, luego posó su mano sobre mi frente. —Ya estás mejor, eso sí, pero no creas que tu hermano se ha salvado. Le voy a contar a tu papá si sigue haciendo travesuras –una mueca de esas que dicen “ya valió” pasó por mi cara–. Ya veremos. Se disponía a salir del cuarto cuando se le ocurrió: —¿Quieres algo de desayunar? Están haciendo huevos con arroz o chilaquiles, o te pueden preparar algo en el restorán.—No, estoy bien, no tengo hambre. —Bueno, pero acábate tu sopa y tu té. —Está bien, mamá, gracias. Te quiero. —Yo te quiero más –y con esto se despidió. Me detuve un momento a sentir mi cuerpo. Me quedé callada para adivinar lo que pasaba en mí. Tenía frío, eso sí, pero sabía que estaba muy caliente por un hálito de calor que desprendía. Mi mente se sentía como envarada. Mi pecho, algo inflamado, dificultaba la respiración. Un malestar general me alteraba tanto el humor como mi energía vital; tenía ganas de llorar a causa de esta sensación. Tomé el té y le di un traguito que se hizo acompañar de un escalofrío. 36
No quise ya probar el caldo, me dio asco. Me acurruqué en mi cama tapándome hasta las orejas, me sentía mal, quería que todo eso acabara. De pronto oí que la ventana se abrió y que entró alguien; no me importó. Ese alguien me sacudió un par de veces para que reaccionara. Levanté la vista a través de mi hombro para encontrarme con Joaquín. Estaba un poco mojado a causa de la lluvia y su respiración era agitada. —Fui al bosque y me encontré unas flores… –decía, con la mirada fija en el piso. —En el bosque no hay flores, yo no las vi –respondí algo irritada a causa de mi estado. —Bueno, pues, las agarré de una maceta del restorán –esta vez me miró a los ojos–. Perdóname, Montse; perdón, hermanita. Nos abrazamos y él salió, tal como entró, al cruel clima lluvioso de Chignahuapan. ¿Fue por ello que él también terminó enfermo? Bonitas vacaciones las nuestras en las cabañas boscosas de Chignahuapan: dos hijos enfermos y una madre encubriendo la falta de un esposo que tardaría mucho tiempo en volver.
6 En un momento todo se cubre de blanco, un blanco proveniente de un destello. Y ese destello yace en una pupila dilatada que mira una habitación rojiza y a su amiga junto a ella. —¿Estás bien, Montse? –me oigo decir–. Estás pálida. No contesta, sigue con la mirada fija en una vela. Parece muy impresionada y distante. Tomo fuerzas para preguntarle de nuevo, pero se interpone una voz: —Rosa, hazme un favor… La extraña sensación de haber vivido ya esto antes se apodera de Rosa, no de mí, que tenía la certeza de haber vivido esa escena desde otro ángulo. No obstante, yo sentí lo que Rosalía, yo era ella o quizás sólo una espectadora. —¿Sí, July? –atiné a decir. —¿Me puedes pasar una almohadita azul que está en mi cuarto? Por fa. ¡La almohada! La había olvidado. Me pareció raro que mi amiga se hubiera tardado mucho en el cuarto siendo que iba por un objeto a plena vista, según la descripción de Julieta, pero nunca me extrañé de que volviera con las manos vacías. —Claro que sí, July. —Está sobre mi cama, la vas a ver luego, luego. —Ok –dije, pero mis ojos se volvieron hacia la niña de junto que seguía perdida en el fuego–. Ya deja las drogas, Montserrat, te ves terrible. 37
Había algo de preocupación en ese tono, pero era principalmente de burla, y así me alejé, burlona y feliz. Me topé con la imagen de Joplin, le sonreí. También acaricié la planta junto a la puerta antes de abrirla.
rosalía Cerré los ojos un instante y al abrirlos la luz no había regresado a mis pupilas. Me sorprendió entonces la abundante luminosidad de las velas a las que me había acostumbrado. Inmóvil por unos segundos, tal vez un minuto o dos, para no errar y que mi visión terminara de entrar en la cámara. Poco a poco el cuadro se iba revelando. Lo que primero percibí, aún a tientas, fue el ropero a mi izquierda, al alcance de mi mano; en primera instancia, pensé que era la pared. Justo después seguí con la mirada el origen de la luz que me aclaraba aquella imagen. A mi derecha y a unos cuatro pasos estaba la ventana siendo atravesada por el brillo de un farol. El farol que vigilaba mi Jetta. La luz entraba limpia, o más bien, de ese color amarillo blanquecino que emanan las luminarias en los postes. Sólo hasta dos pasos después de la ventana la claridad se descomponía en un azul marino, que se iba degradando, de derecha a izquierda, hasta llegar al negro. La decoración era simple por no decir casi nula, con pocas excepciones, como la cenefa de flores blancas y rosas. Mis ojos dieron otro paso para descubrir un tocador color crema visiblemente maltratado, corroído por el tiempo y el uso. El tocador estaba pegado a una esquina, entre la pared de la ventana y la pared de la puerta; en él se adivinaban cremas, perfumes y otras siluetas. Descubrí la cama frente a mí, pegada a la pared contraria de la que yo venía. Sus sábanas menguaban entre el azul y el verde; a cada lado un buró, pero sin lámparas, sólo unas dos velas del lado del clóset. El respaldo de la cama presentaba el mismo diseño de flores, sólo que en un café profundo y sólido. En el techo encontré un ventilador, moviéndose, sin espacio para focos… Más lejos de mí, arriba del respaldo de la cama, en posición vertical, vi una polilla grande, de esas a las que se les dice mariposas negras. La mariposa, a manera de crucifijo, estaba entre el borde superior del respaldo y el techo: justo a la mitad. Di un paso, mis ojos se encontraron con los pintados en las alas de la polilla. Cerré los ojos, sentí que me faltó el aire. Esperé el mareo que suele venir a continuación. Al no sentir nada, los abrí de nuevo. Ante mí, el mundo había cambiado de ritmo: azul era ya todo el cuarto, 38
la iluminación ya no era propia de la ventana ni del farol, sino del entorno. Se alzaron, dirigidas por corrientes imperceptibles, partículas de polvo que flotaron en cámara lenta. Todo fue más estático, como bajo el agua, lo que instintivamente me hubiera privado de respirar. Me hubiera privado de respirar si no me hubiera partido un rayo el corazón y una pesadez arraigada en mis recuerdos no me hubiera arrancado un gemido sin voz. Frente a mí la frágil deidad de mi niñez, con cabellos suaves y abundantes, se recostaba sobre el colchón. Su cuerpo se cubría con las cobijas verdeazuladas. Su cabeza y parte de su espalda se recargaban en las almohadas bordadas de dorado. Su cabellera castaña salpicaba toda la cama. Aún era fuerte, aún no tenía canas. Tenía la vida por delante, al igual que una familia. ¿Por qué su corazón se había detenido? ¿Acaso no era fortaleza sino tiempo extra esos once años conmigo? Lo cierto es que estaba frente a mí, pálida y muy flaca, y sin embargo vigorosa. Me saludó con una sonrisa franca a lo que yo respondí con un mar de lágrimas que brotaban casi sin intervalos de unos ojos bien abiertos. Ni siquiera pensé en eso, tampoco en el calor que se estancaba en mis ojeras medio segundo antes de rodar por sus mejillas. El espacio entre nosotras se desvaneció para dar lugar a un abrazo cariñoso que derrumbaría nueve años de sentirla tan distante, tan ajenos su calor y sus palabras. Mi llanto no pasó de los sollozos a causa del ambiente estático aunque deseé lamentarme tan fuerte como me permitiera mi garganta, tal era mi dolor de haberla perdido y mi regocijo de tenerla de nuevo y, sin embargo, estarla extrañando. Casi se rompe el silencio; este universo no lo permitía. —Te extraño. Lo sentí muy adentro de mí: fue algo que dije y que me dijeron cuando alcé mi rostro hacia el suyo para intentar romper aquel silencio. Nos dijimos muchas cosas, más bien Rosalía y su madre, y yo no pude ¿escuchar? más de ese encuentro porque yo sólo era una espectadora y esa plática no me correspondía. Despertar sollozando sobre la cama, de rodillas al piso, con la cabeza encima de una de mis muñecas no fue extraño para mí. Tampoco fue muy ajeno el peso que sobre mí faltaba. A decir verdad, me sentí relevada de una gran responsabilidad que hacía mucho me oprimía. Al levantar la cara vi a unos centímetros una almohada azul. Cuando la tomé pude leer, bordada en dorado, la frase “Sigue tus sueños, no tus culpas”, y del otro lado mi nombre: Rosalía. Cuán ligera era, aunque también estaba cansada, y por primera vez en muchos años (desde que tengo memoria) no quería ser más un médico. 39
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En torno a mí, la habitación tenía su iluminación usual. A mi izquierda, el buró con las dos velas apagadas; más arriba, sobre el respaldo de la cama, ya no estaba la mariposa. Me apoyé con los brazos sobre la cama, mojándome así las mangas, para levantarme. Tomé la almohada, que era un regalo, para meterla en una de las bolsas de mi abrigo, luego respiré profundamente, libre, llenándome toda de tranquilidad. Una vez de pie, caminé a la puerta que al abrir dejó caer sobre mí un resplandor rojo algo viciado.
7 El rojo se vuelve naranja y pierde su tinte sofocante conforme va cambiando. El anaranjado deja de serlo a los ojos humanos y las cosas se perciben diferente. Los colores ya no importan porque los matices son distintos. Se encuentran otras cosas que relevan la visión a un puesto menos significativo: el sonido es preciso y me da mayor periferia; el olfato me muestra miles de cosas ocultas. El sentido se confunde con el pensamiento y éste a su vez con los instintos. Todo forma ya una misma cosa.
una criatura negra Me despabilo de mi lugar por lo incómodo de la luz que da directo en mi cara. Estoy cansada. Busco algo que me llama la atención abajo del sillón. Es una canica que rueda y rueda. No puedo evitar jugar con ella un poco. La esfera gira hasta el escritorio. Yo subo de un ágil brinco y me encuentro con Julieta divagando con las cartas y el humo. Ella sigue ahí un rato, absorta en su “solitario africano”. En un segundo me lanza la mirada al tiempo que sus manos. Me carga por encima de su cabeza y luego me abraza. —Pobre Circe, pobre –me acaricia con suavidad–. Pobrecita mi niña. Esto lo dice mientras trata de aliviar un dolor inexistente en mi cola. Y ese “mi niña” lo dice casi junto, con una ñ distorsionadamente débil. Ya concluida su escena, me baja al piso y sigue con su asunto. Me siento cansada. En unas dos horas la noche empezará y yo podría salir pero ahora me invadía la pereza. Salí por la ventana con brincos tan seguros como gráciles. Me acurruqué debajo de un coche. Estaba acomodándome cuando un ruido muy cercano me advirtió que el auto se encendía. Busqué otro rato en el calor de la tarde. Fue entonces que encontré reposo en uno de los escalones de la escalera de caracol que estaba protegido del sol. Ahí caí muerta de fatiga para que un sueño fácil me tomara entre sus brazos. Un sueño compuesto de diferentes experiencias a las humanas y vivido bajo otra luz, otra forma de pensamiento. Todo tan tranquilo y bello hasta que un dolor punzante 41
me atravesó como un escalofrío; viniendo de la punta trasera de mi columna, recorre cada una de mis vértebras hasta llegar al cerebro. El dolor me devolvió a esa estancia rodeada por una noche sin luna, envuelta en humo de seda, purificada por el vapor blanco del pozo adivinatorio del café.
8 Me sorprendió la naturalidad con la que habló Julieta, como si las visiones fueran indiferentes a ese lugar y tiempo, y volviéramos en un segundo al mundo material.
una adivina cualquiera —Ya debe de ser algo tarde. ¿No estarán preocupados en sus casas? Nos quedamos perplejas Rosalía y yo. No atinamos a decir ni a hacer nada por unos segundos, descifrando el significado de una frase tan común pero tan distante e irreal en aquel momento. A Rosalía se le ocurrió sacar de su bolsa su celular y hacerme cómplice con tres palabras. Sin dejar de ver la pantalla me dijo: “Ya es tarde”. Mi atención se centró en el mundo de afuera y en mi mamá. No importa llegar tarde o no llegar por dormir en casa de Rosa u otra amiga, pero sí es importante llamar horas antes para no dejar a una madre preocupada, tragada por el insomnio y el miedo, esperándome a las diez de la mañana con ojos de fuego y en su garganta la sentencia de un castigo perpetuo que no durará más de dos semanas… Saqué mi celular por la gracia de la luz de esta iluminación. Fueron las siete llamadas perdidas, más que la hora, lo que confirmó: en efecto, ya era tarde.
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Nos levantamos para despedirnos de Julieta. Le agradecimos todas sus cortesías, a lo que ella respondió con más amabilidades. Ella también se paró de la silla y nos acompañó hasta la salida. En el umbral de la puerta empezó a hablar de nuevo con un aire inocente, pero con una astucia que apenas se mostraba en sus amistosas palabras. —Es una lástima que no nos haya dado tiempo de una verdadera sesión de adivinación, aun así qué buen rato hemos pasado juntas –a Julieta se le escapó una sonrisa irónica–. De todos modos me gustaría que nos reuniéramos otra vez. Yo leo el café, Montse, quería mostrártelo en lugar de decírtelo, pero ya no hubo tiempo… La discreta sonrisa irónica y el tono taimado de su voz se hicieron perfectamente perceptibles y dijo, refiriéndose a las dos: —No sé si te haya comentado tu tía, pero yo cobro cien pesos por sesión –y, pese a que dijo antes no haber podido realizar su actuación mística, supe que no se refería a un encuentro futuro sino a esa misma noche–, aunque también se aceptan donaciones. Me sentí un poco apenada por casi irme sin dar nada a cambio. Tomé mi cartera de mi bolso para extenderle 200 pesos. Rosalía le dio otro tanto. Ya cuando mi mano regresaba a su lugar, Julieta la tomó rápidamente para examinarla un segundo. —No tomen la recta de regreso, es peligrosa a esta hora. Prometimos ponernos en contacto luego de desearle buenas noches. Al bajar las escaleras, me cuidé de no toparme con ninguna cola en el camino. Ya estando en el Jetta azul de Rosalía y, aunque fuese más largo el camino, nos encaminamos a Puebla por el lado de Camino Real.
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diego cid ortiz
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—Hay una estructura que tienes que seguir y nos gustaría que te apegaras a ella. Bostecé un poco. No quería escribir nada. Quizá el jueves.
Aquí es donde él tiene que mostrar todo lo que tiene. Despacio, puede tirar la utilería. Da media vuelta. No, no aún. Ahora, que voltee. Perfecto. Aquí es donde revela lo que siente. —Necesito algo. No, no, no. Demasiado emotivo. No tiene sentido. Que se apoye sobre una pierna. La otra le tambalea. Las dos le tambalean, pero sobre una se sentiría más cómodo. Que se acerque. Lentamente. Aquí le responde. —¿Qué necesitas? Lo asustó. Debe detenerse. Debe acercarse, retroceder y sentir la incomodidad en sus brazos. No, no, no. Parece un imbécil. No es lo que necesitamos.
—Creo que deberíamos escaparnos. —¿Sí? —Sí. Ahora que podemos. —¿A dónde quieres ir? —Da igual. —Es martes, las carreteras están vacías. —Lo digo en serio. —No creo que digas nada en serio.
¿Hacia dónde quieres ir? No hay adónde ir. ¿Quieres ir a la plaza? ¿Quieres ir al café? ¿Quieres ir al centro? ¿A algún bar? ¿El mismo bar? A todos hemos ido mil veces. Ya me cansé de ir. Vamos a otro lugar. Quiero respirar aire fresco. No hay dónde respirar aire fresco aquí. Pero no quiero que 45
haga mucho sol. Ah, no; no mucho sol. El sol es demasiado para mí. Me voy a quedar calvo y me quema la cabeza el sol. A la playa no, vamos al bosque. ¿No hay bosques aquí? Tiene que haber, tiene que haber cabañas en el bosque. Tiene que haber soledad y silencio, algo que no me ajetree, algo que me deje descansar. No voy a llevar mi computadora, no voy a llevar ni siquiera mi celular. Todos creerán que no tengo señal, no hay problema. ¿Adónde quieres ir? Yo pago todas las casetas, no hay problema. En serio, no hay problema. Sólo me quiero largar. No voy a terminar la obra a tiempo, pero no me importa. Alguien más la terminará. El idiota de Carlos o alguien por el estilo. Cree que es su guión. Escogió el nombre de dos personajes y cree que es su guión. Su pinche chiste de sentarse en mi silla y decir que él es el director ya me tiene hasta la madre. Que dirija su propia obra. Sólo vayámonos, tres días. Dos días. Necesito ideas frescas, todo parece un cliché. Si la obra acaba con él besándola, con ellos separados, con ellos volteándose a ver o diciendo una frase anticlimática, me voy a dar un tiro. Creo que necesito escribir sobre músculos. El teatro de verdad debería explicar cómo se deben tensar los músculos de todos los personajes. Al menos de los principales. Son actores. Que actúen de verdad. Le pido que se alegre y sonríe. Le pido que se deprima e intenta cristalizar sus ojos. Es un imbécil. No me dice nada. No le dice nada a nadie. Le debería escribir cómo se debe tensar su garganta en cada sílaba, cómo lamer su muela mientras tiene la boca cerrada, en qué rodilla siente un cosquilleo incómodo. Trabajo con un montón de imbéciles. Parece que todos actúan en mi contra, o al menos en la del sentido común. No, actúan demasiado con el sentido común. Son actores, no un cualquiera contestando teléfonos. Si le pido a Adrián que describa la sonrisa de Marla sin hablar, no quiero que se ponga de rodillas y señale al aire mientras levanta sus cejas. Parece un mendigo. Eso no es amor. Es rogar por no ser ignorado.
El estreno de la obra es el próximo viernes, el segundo viernes del mes. Como ya debes saber, tenemos que entregar recibos, facturas y todos los gastos al contador este viernes, el primer viernes del mes. Ya lo sabes, Noé. Ya lo sabes. No podemos tener problemas con los productores antes del estreno. Ya lo sabes. Eres un desmadre, Noé, ¿lo sabes? Claro que lo sabes. Camina a casa hoy, te ayudará. Que ese sea tu dichoso viaje. Ojalá llueva. No quiero lidiar contigo hoy.
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—It has been a great pleasure to have you aboard Japan Airlines. We hope you have enjoyed the flight, and that we will have another opportunity to serve you in the very near future. Please make sure you leave nothing behind when you deplane. Thank you very much and for now, sayonara. Debe levantarse, dudar de su decisión, jugar con el cinturón de seguridad y voltear ansiosamente hacia el equipaje que tiene sobre su cabeza. Está pensando, no en su contenido, sino en su color. Un verde horrible. Odia el color verde de su maleta. Su color favorito es el verde y odia el color de su maleta. Sí, tiene que estar pensando en eso. — Ummm, sorry, yes, sorry, can I have another Dr. Pepper? Yes, thank you. No tiene que decir tanto. Está nervioso, no está hablando con una supermodelo. Sólo: “Aeromoza. Dr. Pepper. Frío”. No tiene que ser tan expresivo. Nadie habla así.
La obra se estrena en tres días y nadie está listo. Sólo quiero largarme de aquí, ¿sabes? Me basta con que me digan que fue estrenada. No quiero leer reseñas. Es una porquería, yo te lo puedo decir. Le pedí a Adrián un millón de veces que la voltee a ver de reojo y vuelva a su café. Está jugando con su café. No debe pensar en nada más que en su café. Eso quiere él, quiere jugar con su café. Tenemos una obra en la que el actor principal sube la mirada y se queda viendo a la protagonista mientras baja el telón. No es un maldito musical de baja calidad. La gente recordará que sólo al final no hubo música. Puedo escucharlos, a los ancianos y ancianas que agotan las funciones: “Oh sí, un final seco, silencio absoluto, oh, fue tan bello, tan conmovedor, él no paraba de mirarla a los ojos, en verdad la amaba”. Imbéciles. Pero todo es culpa de Adrián, él es el imbécil mayor. Despidámoslo hoy y consigamos a un poste para que actúe en su lugar. “Claro que hay diálogo, deben interpretar al poste.” Un puto éxito. Se sentirán movidos por el significado del poste y su rol protagónico. Cuando me pregunten por qué el actor principal es un poste contestaré inmediatamente: “Porque el imbécil que era el actor principal era peor que el poste tres días antes del estreno”.
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—Quiero que vuelvas a México conmigo. —No lo voy a hacer. —Entonces ¿a dónde quieres ir? —Me quiero quedar, no quiero volver a ningún lado. Me movía incómodamente en mi asiento. Habían logrado todo lo que les había pedido hasta la escena del automóvil. De ahí en fuera, todo iba bien. Si logré aterrarlos como director, me daré por satisfecho. No puedo volver a escribir para esta compañía. Ninguno trabaja como se debe. Como deben. Como lo deben. Lo menos que podrían hacer es actuar. Actuar como si quisieran actuar. Son actores. Creo. —Eres la única razón por la que vine. —Y ¿de qué te sirve decir eso? —Espero que al menos me invites el café. —Bebe todo el café que quieras. —No conozco la ciudad. —…
Siempre me he preguntado, ¿de qué están hechos los artistas? ¿Hay algo que los distingue de los demás? ¿Los esculpen con un mejor cincel? ¿Salen de una mejor cantera? ¿Son mejores? ¿Son mejores? Avanzan por encima de la ley, de la decencia, del perdón de su público. No necesitan el perdón de nadie. No necesitan dinero, no necesitan razones. Siempre me pregunté, ¿qué los mueve a actuar así? ¿Es una parte más desarrollada de su cerebro? ¿Una parte menos desarrollada? El universo, como el progreso, tiende a la entropía y así la mayoría de nosotros. Yo no soy un artista. Soy un director de teatro. En la antigua Grecia me considerarían un trabajador más. Me siento un trabajador más. Lo único que pido de mis obras es respeto. Cuando digo que el universo –junto con todos nosotros– tiende a la entropía, todo lo que estoy diciendo es que deberíamos saber predecir a las personas. Sabemos cómo se comportan. Deberíamos saber cómo se comportan. ¿Los artistas siguen estas reglas? ¿Son libres de ellas? Deberían ser títeres. Títeres de una gran obra, que
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es actuada para ser disfrutada por ellos mismos. No le deben a la sonrisa de nadie ni al placer del que sigue. Es su obra. Su acto. ¡Actuación! Todo lo que pedía era una decente actuación. Nadie quiere ir a ver una obra que termina en entropía. La obra perdió su interés y, con ello, a los espectadores. Ya todos conocemos los clichés, ¿por qué no actuar fuera de ellos? Todo lo que pedí fue una obra que no fuera un maldito cliché. Todo lo que necesitaba eran actores que supieran actuar. ¿Pedí mucho? No creo haber pedido mucho, sólo lo necesario para sacar adelante mi producción. Es mi producción. Mi creación. De mi puño y letra. Yo escribí cada palabra, cada línea y cada descripción. Mi obra abarca más que el papel y llega a los actores, en sus sencillas instrucciones. Actuar. Como yo les ordene. Como sea necesario. Entonces, claro, con Adrián, muere la obra. Pero no muere como él, esclavo de la atención de los demás, dueño de sí mismo, asalariado de su propia imagen y mendigo de sus propios deseos. Mi obra muere libre y completa, irremplazable, imposible de alterar, una puesta en escena única donde el director asesina al actor principal al final. Es dueña de su propio destino y nadie más lo pudo haber sido. Usted y yo servimos a un fin. Lo quiera creer o no. Ateo, judío o cristiano, me da igual. Todos servimos a un fin. Mi fin era mi obra, mi propia tragedia, mi propio destino. ¡Pero el orgullo de sus protagonistas! Hubris le llamaban los antiguos griegos, no que a usted le importe. La belleza de saber que nadie me puede quitar mi obra, es mía, así como yo seré de usted. Ahora yo soy su obra. Pero yo ya estoy completo. Mi obra es libre ahora que nadie la puede actuar. No le sirve a usted, no me sirve a mí; es, para sí y por sí, y sólo mía. En su cadáver vive su más grande logro, que es haber existido y haberlo hecho bajo la dirección de su creador. Nadie puede pedir más. Yo no puedo pedir más. Me gustaría saber qué pensará usted, cuando me deje aquí y vaya a su casa, se lave los dientes frente a su pequeño espejo y recuerde que me dejó a la merced de los demás. Que alguien más me llevará a juicio, que alguien más me declarará culpable y que alguien más me verá morir en mi celda. Pero, ahora, vivo y moriré amando, amando lo que creé. Usted me deja a mi suerte, actor que no conoce sus líneas. Nunca tendrá nada que pueda amar. Yo hoy duermo al fin bajo las estrellas.
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bernardo magnani blanco
Como huellas en la arena
Ramón sentía los pulmones colapsados al interior de su cuerpo frágil y tenía el ánimo resquebrajado. No podía creer lo que acababa de suceder. Con el frío sudor recorriéndole las sienes, su mano trémula puso el teléfono sobre la base negra. Una sola lágrima recorrió su mejilla, pero lo hizo cual lápida, mientras él caminaba cabizbajo hacia la salida del café. Felipe era el nombre de su único hijo; Felipe, el nombre a ser llorado. Ramón dejó el lugar sin decir palabra. No hubo necesidad. Todos supimos, al ver sus ojos, lo que había sucedido y, tras su partida, cruzamos incómodamente nuestras miradas impotentes. Ramón era un gran compañero, buen amigo. Callado y tímido, sí, pero con un corazón gigantesco. Recuerdo aquella vez que se enfermó gravemente Luis, el hijo de Beto. El niño necesitaba una operación urgente y Beto, desesperado, no podía hacerse del dinero para el médico. Un día, por aquellos tiempos ahora nublados en el recuerdo, Ramón llegó al café La Luna Hueca, como de costumbre, con su característico semblante torpe, su bigote amarillento y desalineado y su barriga abotagada. Lo rodeaba un aura atípica, casi imperceptible, que discrepaba con la aparente cotidianeidad de la escena. Beto bebía, hace once años, una cerveza oscura en la misma mesa que hoy, con los ojos cristalinos y desesperados dentro de su frágil comisura. Mordiéndose los labios, compartía con Silvio, Ernesto y conmigo cómo su pequeño de seis años empeoraba con el pasar de los días. —Dijo el médico que es cuestión de tiempo; si no lo operamos –nos decía Beto con la voz hecha añicos–, el niño se me muere. No sabíamos qué decir. Aunque sentíamos la necesidad de decir algo, lo que fuera. Confortarlo. —Todo estará bien –decía Silvio–, ya verás. Siempre lo está. Asentimos sin preocuparnos por saber si estábamos de acuerdo. Simplemente parecía lo correcto para decir en ese momento. Tomándose las manos por detrás de la espalda y mirándose los zapatos, se acercó Ramón a la mesa de la esquina donde estábamos. Sin producir 51
sonido alguno y levantando la mirada apenas lo suficiente para identificar la ubicación de nuestros cuerpos, le alcanzó a Beto con su cotidiana timidez una bolsa de papel café. La bolsa tenía dinero que ese amigo distante había recolectado, sin decir a nadie, para el moribundo Luisito. Después de aquel noble gesto, Ramón se retiró en silencio y se dispuso, como siempre, a beber solo una cerveza en la barra, al otro lado del café. El dinero no era suficiente, pero sirvió como adelanto al médico, quien aceptó realizar la operación un par de semanas después. Y así fue. Operaron al pobre niño, pero falleció pese a todo, dejándole al padre una feroz deuda y una profunda tristeza. Al final nada estuvo bien, nunca lo estuvo. Ramón no pudo no sentirse culpable. Si hubiera recolectado ese dinero con mayor rapidez, el niño seguiría con vida, nos decía abrumado por la culpa que sentía de forma injustificada. Alma noble y discreta, solitaria y nostálgica, esa era la de Ramón.
El siguiente lunes fue el servicio a las cinco en punto en la colonia del Valle. Asistimos todos, condolecidos. Incluso estaba ahí Raúl, a quien frecuentábamos ya muy poco a causa de aquel incidente de muchos años atrás. Traiciones como esa pueden perdonarse, tal vez, pero no se olvidan. Mira que eso de acostarse con la esposa de Ernesto, quien fuera su mejor amigo, no era una cosa del todo digerible. La asistencia no fue muy buena, éramos pocos los ahí presentes. Sólo seis, si queremos contar al cuerpo velado. En mi piel podía sentir una áspera sensación de incomodidad. Me parecía que invadíamos la intimidad de aquel duelo, desnudando el patetismo de la soledad que se apoderaba, ahora de manera absoluta, del alma de Ramón. Era desgarrador verlo, postrado ante el féretro de su hijo, empapado en densas lágrimas que caían como un torrente intragable. Nunca antes había llorado así en su vida. No lloró así cuando perdió a Sara, su esposa. Con ella había perdido, es cierto, la compañía del amor que creyó alguna vez inagotable, pero con Felipe veía cómo se derramaba su propia sangre y toda posibilidad de trascendencia. —Me lo mataron los cabrones –decía entre sollozos sordos–, me lo mataron. Las circunstancias se presentaban desfavorecedoras y sus lágrimas caían sobre el suelo como clavos sobre el ataúd de la esperanza agotada. Entonces me invadió el deseo de justicia y una pregunta se apoderó de mi pensamiento: ¿es justo morir como víctima de voluntades que no entendemos? Tal vez sí. En verdad no lo sabía. No podía dejar de pensar, sin embargo, que la justicia es quizás un precepto inalcanzable. 52
En aquel instante se avivó en mi mente la memoria de Sara. Enternecidos, mis ojos se empaparon con un brillo nostálgico conforme recordaba, como ahora lo hago, el día que marcó todo. Quisiera poder olvidarlo, no creo que pueda. La memoria de aquel momento vive y se aferrará a mis pensamientos hasta que éstos desaparezcan, cuando se me pudra el cuerpo. Lo de Sara no había sido trago fácil. En el esbozo que iba creándose en mi cabeza veía cómo el día pálido y deprimido se establecía. El cielo, desplegado en esta imagen, hubiese impactado a cualquiera con su gama incuantificable de grises matizados entre la lluvia que se negaba a ceder. Atrapado, el vaivén de las gotas diminutas estaba en su mirada. Ramón la observaba anonadado. Los ojos, estrechos y desalineados entre la piel grasienta y lacerada, no dejaban posibilidad alguna para una concepción objetiva de belleza. Ramón creía firmemente lo contrario. Su Sara era ante él auténticamente hermosa. Se hacía ya tarde. No llegarían. Poco importaba. Alcanzarían la función de la próxima semana, tal vez. En una complicidad muda atrapaban las miradas y se quedaban inmóviles en la mesa del restaurante durante lo que podrían haber sido varias horas, atesorando la finitud de aquel instante. Para Ramón y Sara, aquella tarde el tiempo pasaba sigiloso pero inmisericorde. Necesitaban llegar a atender al pequeño Felipe. El niño por seguro estaría desesperado. Lo habían dejado encargado desde hacía mucho tiempo con Lucinda, la vecina del veintidós. Conscientes de que un niño de dos años no puede pasar tanto tiempo sin su madre, finalmente se dispusieron a salir de aquel paraje donde habían pasado toda la tarde y parte de la noche y partieron hacia su pequeño, pero digno, departamento en el número treintaitrés de la calle Orizaba, en la colonia Roma. Habrían sido las ocho y cuarto, imagino, por la hora del accidente. Recibí la llamada a las nueve en punto. Estaba cerca. Llegué en no más de veinte minutos al lugar. No tuve el tiempo mínimo para asimilarlo. Ambos atrapados, inmóviles e inconscientes, dentro del auto incrustado de pleno en un poste de luz. El rostro de Sara descansaba de manera atroz sobre el volante ensangrentado. Su cuerpo atrapado por el tablero comprimido. Ramón desmayado de espaldas sobre el asiento con un corte prominente en el brazo izquierdo, ocasionado probablemente por las esquirlas desprendidas del parabrisas tras el impacto; las costillas colapsadas. Abrumado, los creí a los dos muertos. Tristemente, no estaba lo suficientemente equivocado. La muerte sólo había esquivado a uno. Vida desperdiciada, sin logros ni ambiciones, dejaba una esperanza ahora reminiscente. Cómo duelen los recuerdos, cómo avivan las realidades. 54
Ante el peso del dolor revivido en mi pecho, la atmósfera reventó como un globo picado por un alfiler a la llegada de una errante y joven figura cubierta de rojo que se entrometió ante todos de improviso. Cabello negro luminoso, pecho definido e irritante, embellecido por una cara de sublime devastación. Facciones delgadas, elegantes, ocultaban la obviedad del deseo que sentimos todos al verla por vez primera. Boca apetecible, perfectamente delineada por lágrimas de un dolor para nosotros aún distante. Las miradas se voltearon todas en sincronía para admirar la temeridad del espectáculo. El sentimiento de pena se esfumó en pleno al acercarse Ramón con un paso zigzagueante y cansado, pero decidido, a la mujer que recién entraba por la puerta de la habitación –incorrecta– de la casa funeraria. Se detuvo a un par de pasos de quien intermitía la ceremonia. El cuerpo del hijo fallecido quedaba desatendido. Entretanto, Ramón acercaba su boca pausadamente a la oreja derecha de la bella dama, mientras removía con su mano diestra el pelo terso que ahí descansaba. Con el brazo que le quedaba libre rodeaba con gentileza, casi compadecido, el hombro izquierdo de la mujer. —¿Está todo bien? ¿Necesitas algo? –preguntó como abstenido de su propia infortunio. Inesperadamente para mí, ella lo miró directamente a los ojos y le regaló, entre lágrimas, una sonrisa de sinceridad plena. Se fundió en sus brazos con una respiración notablemente más tranquila y ahí se quedó por unos instantes breves, recargando la cabeza en su pecho fofo. Ramón sintió cómo el aire, taimado, escaseaba; cómo las venas furiosas se alebrestaban, cómo la imagen de la periferia se hacía cada vez más nebulosa; no había tenido este sentimiento desde aquella tarde lluviosa con Sara. —¿Cuál es tu nombre? –preguntó al fin Ramón, después de un lapso que, si bien breve, me pareció interminable. —Anabel. Anabel Ruelas –dijo ella apaciblemente. —Soy Ramón Fierro y ése de allá es… era mi hijo Felipe. Anabel contó a Ramón finalmente la historia de su tragedia. Tragedia que aparentaba ser ahora para ella de una trascendencia, si no nula, por lo menos cuestionable. Aquel día había sido el cumpleaños ochentaitrés de su padre y, siendo hija única, decidió prepararle una sorpresa. Le cocinaría el gazpacho que tanto adoraba y unas chuletas de puerco. Se las llevaría por la tarde y comería con él para pasar un bello día a su lado. Llegó a casa de su padre entre cuatro y cuatro y media, según decía. Cuando entró encontró el cuerpo del anciano como arrojado, sin pulso, en el piso. Un paro cardíaco fulminante, dijo después el médico. No quiso despegarse del cuerpo hasta que fuera el velatorio, ni siquiera para tomar un baño 55
o cambiarse la ropa. Eso explicaba la llamativa vestimenta, sin duda atípica para la ocasión. —En tacones y vestido rojo al funeral de mi padre, es gracioso, ¿no? –dijo, escondiendo las lágrimas en la risa. Conversaron por horas, olvidando sus penas, desinteresados por sus muertos. Fueron perdiéndose irremediablemente en una espiral que los absorbía cada vez con más fuerza, atrayéndolos mutuamente, haciéndoles desear cada vez más el uno al otro. Habían encontrado la belleza en sus desgracias, alguna vez ajenas. Nunca supe lo que estaba pensando Ramón al decidir acercarse a Anabel, pero vaya que le cambió la vida.
Tiempo después llegó la merecida calma para la tormenta en la que Ramón, por tanto tiempo, había estado inmerso. Rodeado del romance pleno, largo y sostenido, el zumbido del mar acariciaba impiadoso los oídos dormidos de la pareja que yacía suspendida en el velo de la noche suave. Las lágrimas caídas eran ya el pasado y se borraban ante la embriaguez del presente excitante. La brisa cálida y el vaho marino envolvían con ternura esos cuerpos que se devoraban desesperados. Los días transitaban inadvertidos y las noches se ahogaban en torrencial clamor. Esta escena marcaba así la culminación de un hito trascendental en la vida de Ramón. Todo el dolor parecía ser eliminado, se diluía con sutileza y constancia. Él estaba fielmente convencido de que estaba abierta la posibilidad de tomar un nuevo sendero en su largo camino. La vida parecía ofrecerle una segunda oportunidad: la de existir y de poder, al fin, ser. Ahí, en la oscuridad plena, acurrucados por la brisa salina, ahogados en el canto seductor de las olas rompiendo sobre el arena que se proyectaba en la invisibilidad de la imaginación, Ramón y Anabel descansaban, lejos del monstruo urbano, ante la bahía de Acapulco. Este era el primer viaje que Ramón hacía en veintitrés años. Había dejado muchas cosas desde que perdió a su esposa. Viajar era una de ellas. Murió Sara y se esfumó el subterfugio de la vida, la máscara de la felicidad. Con el último resuello, Sara destruyó el significado que Ramón creía tan sólidamente haber establecido para su vida. Dejó de frecuentarnos como antes y se convirtió en un ente cada vez más enigmático y alejado, más callado y solitario. La comida pasó de serle un placer a una necesidad, el sueño pasó a ser un escape y no ya el deseo de vivir, el aire se convirtió en veneno y sufrimiento, la vida en muerte por no haber fallecido con ella. Alguna vez quiso dejarlo todo. Se hubiera quitado la vida, pero era demasiado cobarde. Me lo confesó entre lágrimas pocos 56
años después de lo de Sara. Estábamos pasando un tarde de domingo en mi departamento. Salimos al balcón a fumar unos Delicados, como se había hecho la norma desde que nos conocimos en la facultad. A la orilla del balcón, mirando fijamente el asfalto de la avenida Cuauhtémoc, desde el décimo piso, Ramón hizo su confesión con un tono que me hacía pensar que se arrepentía de decirme todo aquello recién hubo empezado. — A veces sueño que vengo aquí contigo, como siempre, ¿sabes? Hablamos un rato y salimos como ahora a fumar un cigarro. Me paro donde estoy justo ahora, mirando al suelo. Respiro profundo, llenando mis pulmones. El sonido se interrumpe y el miedo desaparece. Cruzo el barandal del balcón y me siento libre con el viento que sopla en mi cara. Y entonces se apodera de mí la necesidad de desprenderme del mundo y brinco urgido. La caída dura poco y voy sintiendo cómo el cuerpo se irriga lentamente de una profunda tranquilidad. Después termina todo el sinsentido; todo el dolor con el que ya no puedo… Quisiera no sentir este miedo y así poder al fin terminar con esto… El brillo en sus ojos delataba la proximidad de las lágrimas. Se le pasó la idea loca después de un rato. Encontró esperanza en su hijo, aunque nunca volvió a ser el de antes. Se le llenaba el pecho de orgullo e ilusión cada vez que nos hablaba de él. Aprendió a hacer de su único hijo su gran ilusión. Después, eso también se lo quitaron. Pensó haber perdido todo. Pero ahora las cosas eran distintas. Los viejos miedos y pesares parecían estar superados y el significado alguna vez perdido ahora lo reencontraba, con más fuerza que nunca, en la mirada de la dulce morena de nombre cálido: Anabel. Ramón parecía estar auténticamente renovado. Se le veía feliz, inquieto por explorar el mundo y por salir de la monotonía solemne que siempre lo había caracterizado. Su apatía se había esfumado casi en su totalidad. Pasó de ser un ser solitario, inseguro, retraído y francamente soso y aburrido, a ser un tipo con auténtico carisma. Ahora le gustaba estar rodeado de gente. Nunca lo había visto así. Supongo que inconscientemente deseaba que la gente apreciara su envidiable compañía y su afortunado devenir. El tipo se convirtió en un verdadero mago de la simpatía y adquirió una sorprendente destreza para hacer reír a carcajadas a cualquiera. Antes de aquel viaje Ramón había olvidado cómo se escuchaba el romper de las olas sobre las piedras; cómo se sentía el cosquilleo de los granos de arena juguetear entre sus pies descalzos y humedecidos por el agua yodada y salina; lo placentera que podía ser una tersa caricia sobre la piel por el sol ardida o el entrecruzar dedos propios y ajenos empapados por el sudor. Ahora lo recordaba. Volvía a sentir. Reencontraba la belleza en la discreción de los detalles diminutos. Deseaba apoderarse eternamente 57
de aquel sentimiento tan onírico y desgarrarse dentro para no tener que salir jamás de sí. Sentado sobre la arena ligeramente mojada, con Anabel entre sus piernas, abrazándola por la espalda, ante el mar nocturno casi irreconocible por las luces de los barcos pasantes que se perdían en su interior como luciérnagas multicolor que le adornaban, Ramón cerró con fuerza los ojos deseando que ese momento nunca se le escapara. Apretó el abrazo. Le besó la línea delicada del cuello. Los tres días se esfumaron galopantes. El domingo por la noche regresaron a la capital. El camino fue abrumador; el tráfico demencial. Tardaron más de hora y media en salir de la Costera Miguel Alemán. La carretera no les dio mejor trato. Tuvieron mucho tiempo para hablar. Discutir su futuro. Fantasear e imaginar cómo podían desenvolverse esas vidas accidentalmente cruzadas. Ramón pensaba e imaginaba. En la imagen que se proyectaba en su cabeza se veía viejo y enfermo, cansado, pero no de la vida sino de haberla, durante tanto tiempo, desperdiciado. Pero eso poco o nada le importaba porque ante él encontraba aún la misma luz y el mismo brillo en la mirada de Anabel, de cuyo rostro la belleza había totalmente sido diluida por el pasar de los días inmisericordes. Encontraba allí la esperanza viva y persistente, la tranquilidad de poder morir cobijado bajo el pulso suave de la mujer de quien se hubo enamorado en el pasado profundo. Se prospectaba realizado y triunfante ante la persistente crueldad de la vida. La imagen era viva y penetrante, casi real. El tráfico se detuvo por completo. Cruzaron miradas. Se besaron con ternura, fundiendo los alientos desesperados y coordinando las pulsaciones de sus corazones expectantes. El embotellamiento cedió, no así sus labios ante el creciente impulso de sus latidos.
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El flujo de la vida de Ramón iría como el viento caprichoso a las primeras horas de la mañana, que pierde y encuentra caminos y se desvía para encontrar su esencialidad auténtica. Habían pasado cerca de tres años desde que divisó por vez primera a la mujer que ahora ocupaba posición tan central en su vida y el lado izquierdo de una cama que tanto tiempo tuvo que compartir con el vacío vertiginoso. Tres años de comenzar a contar una historia compartida con la mujer del tercer aliento en su vida, del tercer amor, de la tercera esperanza, del tercer azar. Vivían ahora juntos desde hacía dieciocho meses en una casa a las orillas de la Ciudad de México. La casa era pequeña y rústica. Tenían poco más de lo necesario. Una cocina con un refrigerador que jugaba a ser de juguete, un microondas viejísimo y amarillento por el desgaste y una tarja de un horrible color beige. Un patiecillo con mármol carmesí que les servía más como tendedero que como espacio de esparcimiento. Una habitación con un baño minúsculo; desnuda y fría, caja de pasiones, de ojos atrapados, de alientos destapados, de vaho libidinal, de cortina. Una mañana Ramón salió muy temprano, como le era costumbre desde muchos años atrás, para ir al trabajo. Tomaría el autobús a las 5:50 y cogería el metro cerca de las 6:30 para llegar a la fábrica hacia las 6:55 a cumplir su labor de supervisión. Eso le daría alrededor de una hora para pensar. La revelación le inquietó. Ese día se había levantado con una fuerte intranquilidad y temía lo que su mente caprichosa pudiese imaginar. Siempre imaginamos lo peor, pensaba. No quería hacerlo. Necesitaba ocuparse y hacerlo rápido. Tuvo una sensación de colapso sobre el esternón; estaba aterrado y no sabía por qué. ¿Sería la forma en la que Anabel, aparentemente perturbada, respiraba cuando Ramón despertó? ¿La mirada como angustiada que le había dirigido? Le alivió ver en la esquina donde tomaría el camión un estante atiborrado de periódicos amarillistas y de nota roja, eso lo distraería por un rato. Dejó de pensar de lleno. Compró El Metro y El Gráfico. “Pierde la cabeza por una mujer”, la imagen ridiculizaba de manera brutal el título de la nota. “Ladrón que mata a ladrón”, rezaba el titular del segundo periódico. Estaba convencido de que encarnar en su piel un sufrimiento y un dolor que no le correspondían le ayudaría a aliviar sus extrañas preocupaciones. Subió al camión y se sentó en la primera fila, justo detrás del conductor gordo y pestilente. Ojeó los periódicos un rato. Se quedó dormido.
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Tras las primeras horas de la mañana, el día transcurrió de manera aparentemente normal. Los pensamientos inquietantes desaparecieron completamente de su mente, que iba sosegándose con el pasar de los minutos. La jornada había sido ordinaria. Un par de fallas en la sección dos y una violación a las normas de seguridad establecidas por la compañía por parte de un empleados recién ingresado. Nada desequilibrante ni mucho menos imprevisto. Cuando las labores hubieron cesado, escribió su reporte con una velocidad sorprendente y un pulso firme. Anotó la fecha y la hora en la esquina superior derecha de la planilla y firmó la hoja al reverso bajo su nombre, que estaba ya impreso en el formato. Posteriormente recogió sus cosas y el reporte que dejaría a la entrada con el encargado de piso. Así lo hizo. Salió de la fábrica al cuarto para las ocho. Estaba hambriento. Llegaría perfectamente a la hora de cenar. Ramón salió por la puerta principal y esperó un par de minutos en la parada de camión antes de que el suyo arribara. Cuando llegó finalmente, lo abordó con una notable fatiga, concentrándose de manera excesiva en levantar un pie tras el otro mientras subía los escalones. El trayecto fue largo y pesado. El flujo del tránsito imbebible creaba la ilusión de que el recorrido no terminaría jamás. Las ganas de llegar a los brazos de su mujer, saciar su hambre, beber una cerveza y dormir ligeramente embriagado no aligeraron la sensación de pesadez. Tras una travesía que se prolongó por alrededor de hora y media, Ramón finalmente llegó a su casa. Entró a la tranquilidad sepulcral a la que ya estaba acostumbrado y continuó sin detenerse hacia la habitación cuya puerta estaba abierta de par en par. Reconoció de inmediato en el aire el aroma de Anabel. La piel se le erizó y lo invadieron las ganas de juntar su cuerpo con el de ella, acariciarla y dormir a su lado, tranquilo. Se fue acercando a la puerta mientras desabrochaba de arriba abajo los botones de la camisa blanca y se quitaba los zapatos pisándose los talones con un movimiento casi circular. Dejó el cinturón negro sobre la manija de la puerta y cruzó el umbral hacia la recámara para encontrar lo que no esperaba. Pies de equilibrada simetría, piernas delgadas que dejaban entre sí un espacio perfectamente recto por debajo del pubis poblado, abdomen plano enmarcado por los huesos sobresalientes de la cadera, pechos ligera y preciosamente asimétricos y bien torneados, brazos firmes delicadamente definidos, metal empuñado hacia el paladar. Todavía me pregunto qué habrá pensado antes de tirar del gatillo.
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paul g. earle
El cambio o dos páginas del diario de Isabel
El calendario marcaba el 7 de julio de 1999 y el cambio estaba por ocurrir. Isabel, de cinco años de edad, lo podía sentir de manera inefable. No se trataba de una confusión, mas de una inexplicación. Su madre, Marta, incesantemente la cuestionaba al respecto y, aun sin recibir una respuesta certera o racional, entendía (o respetaba) que Isabel se postrara como la muchacha en la ventana de Dalí, sólo que en lugar de contemplar el Mediterráneo, el cielo grisáceo o el velero lejano, atendía a un punto más distante. Cabe mencionar que la muchacha del surrealista puede que ni siquiera tenga cara, que esté observando algo remotamente más lejano que la ablación acuosa o que sencillamente cuente con una morfología distinta, en la que sus ojos se encuentren bajo su pelo y en la alta cerviz. Todo esto podría parecer imperceptible en un primer vistazo, pero Isabel lo simplificaba de tal forma que cualquier inspección, por muy exigua que fuese, hubiera podido percatarse de que mientras ella se convertía en estatua suspirante podía tasar el cambio desde el borde de la ventana. La espera de Isabel se mantendría abatida en el cuadro del ventanal por una docena de años más.
11 de agosto de 2009 Tantos años y no se me ocurre una forma adecuada para explicárselo a mamá. Tal vez sea que no lo quiero explicar, que soy egoísta, que lo más natural cuando uno sabe que algo extraordinario está por ocurrir sea guardárselo, evitar mencionar lo que mejor define los días, al menos mis días. Encuentro en la ventana la mejor puerta para el cambio; estoy segura de que cuando ocurra se deslizará suavemente por la ventana y todo se apreciará en un color distinto y ligeramente más brillante. El reflejo del sol en el mar siempre genera en mí el deseo por el cambio; si mis compañeros pudieran sentir (no quiero decir que no se pueda dar el caso; invariablemente el cambio es algo que uno esconde, que se apila fuertemente en un punto proteico del pecho y se siente al exhalar mientras forma parte de una conversación sostenida con los reflejos del sol en el mar) el contento producido por la esperanza, curiosa esperanza pues antecede a una confianza plena, se morirían de la envidia. No quiero decir
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que Karen no tenga acontecimientos que definan su vida, que le den alguna especie de sentido, o que no pueda conseguir el bienestar, pero las voces me reiteran el cambio de una manera tan verosímil que no las siento como voces; no se parecen en nada a las voces que rebotan en la calle o en una clase o en una reunión. Estoy segura de que éstas no mienten, y si no mienten es porque no usan palabras, porque se evitan esa capacidad de engaño propia a cualquier lenguaje, porque el mar es incapaz de mentir. La sencilla suficiencia que tiene cada persona para manipular los vocablos… Todo está en la definición de manipular y no encuentro algo más fácil de manipular que las palabras. Al menos no se me ocurre nada más. Pobre Karen, siempre preguntándome por lo que estoy esperando desde la ventana, se preocupa tanto por mí que he terminado por acostumbrarme a su preocupación. De todas maneras, así es ella; se alarma por cualquier nonada. Recuerdo una vez. Ella desesperadamente quería asistir a la fiesta de Renata, una celebración de quince años que prometía reunir a todos los de tercero. Karen disimulaba sus ganas pero se le desbordaban en la cantidad de atuendos que me pidió que juzgara para ella (acabé por sugerirle el negro sin siquiera verlo bien) y la tozudez de sus súplicas para que la acompañara. Esa noche me puse el único vestido que tenía –negro con una franja blanca que cercaba mi cintura– y con toda la desgana de mi juventud llegué a casa de Karen temprano para que su mamá, Evelia, nos llevara a la fiesta. Cuando entré a su cuarto, Karen me miró e instantáneamente comenzó a…
El cambio había llegado. Isabel, profética, se levantó antes de tiempo. Fuera de que no exista un tiempo estrictamente correcto para desencamar el cuerpo, Isabel corrió descalza y en camisón a la habitación de Marta. Antes de punir repetidamente la puerta con el puño, incluso antes de llegar a la puerta misma, comenzó a gritar reiteradamente: “¡Mamá, el cambio, es el cambio!”. Antes de abrir la puerta, Marta se aseguró de estar despierta, expulsó un suspiro naranja que lentamente se convirtió en los primeros tintes de albor y, completamente despeinada, extendió las cortinas manuales de su habitación. Al abrir su cuarto se encontró con los nudillos exangües de su hija, dispuestos a seguir golpeteando el recto pedazo de madera. Marta tomó delicadamente la muñeca levantada de su hija que ahora callaba y mientras le bajaba el puño, preguntó: —¿Qué haces despierta a esta hora? —¡Es el cambio, mamá! —¿El cambio? —¡Sí, al fin ha llegado! Sin más, Isabel se abalanzó en un efusivo brinco sobre el pecho de su madre, abrazándola fuertemente. Marta, desconcertada, recorrió la espalda de su oriunda con las manos y la sostuvo estrechamente. 64
Tal vez la confianza sólo sea un efecto más de la esperanza. Después de tantas horas en la ventana me queda un hilo dentro de la cabeza, alrededor de ese hilo corren unas hormigas tan rápido que no puedo verlas, pero cada una lleva un papel muy pequeño (lo suficientemente pequeño como para que una hormiga lo pueda cargar con libertad mientras equilibra el hilo-cabeza) y cada pedazo de hoja (esto es sólo una conjetura) lleva escrito un párrafo ininteligible. Es entonces cuando entra en juego la conexión neuronal. Las células cerebrales descifran el código en una elisión que logran perpetuar sobre la velocidad de las hormigas (aun así es una velocidad increíble, un segundo es más que tu vida o la mía o la de Karen en comparación con…). A veces extraño a Karen, a ella le hubiera gustado este pensamiento. A mí me gustó tanto que lo escribí antes de la fecha de hoy: no cabe duda que estoy hecha un desastre. Hoy es ocho de septiembre de 2011; llevo esperando el cambio desde hace varios años y aunque podría aseverar que hay señal de que ocurrirá, ya no haría lo propio respecto a su infalibilidad. Aun así me quedo varias horas en la ventana. La esperanza que alguna vez me produjo la ventana se ha convertido lentamente (no tan lentamente como el cambio: las dichosas muestras de que algo venidero y asombroso está por ocurrir se han vuelto algo cotidiano y no lo soporto, quizá lo que no soporto es la idea de que ya no me importe tanto el suceso que estoy condenada a profetizar) en un cuadro de pensamientos que se bifurcan en una cadena interminable y a veces pausable de tristezas y recuerdos. La ventana me hace pensar en Karen, en las formas en que ha cambiado su mundo (absurdo, en realidad, porque no hay forma de que yo conozca su mundo o atisbe un ápice del mismo). Reiteradamente me pregunto si pensará en mí, me pregunto lo que implica el que yo piense en ella obstinadamente. La ventana también me hace pensar en mamá, en la vida que llevará a sus 46 años, en las tardes de cocinar pasta y la enorme capacidad que tiene para incumplir su gran gusto por sentarse en el jardín. No creo que pueda llevar una vida como la de Marta (claramente, no puedo llevar la vida de nadie sino la mía, pero en un contraste necesario por tratarse de mi madre, de mi tipo de sangre, de un genoma y una educadora), estática y té de limón con suspiros después de cada comida. La ventana también me hace pensar en…
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Sin borrar la sonrisa del rostro, Isabel se ofreció a preparar el desayuno a modo de celebración. Después de claudicar ante la propuesta culinaria, Marta se sentó en el desayunador y observó a Isabel, quien no dejaba de agitar sartenes al ritmo de una improvisación vocalizada en “el cambio, es el cambio, lalalala, el cam…”. Entre bostezo y espiración, Marta se mostró repentinamente suspicaz. Absolutamente todo parecía normal: las sillas, la sala, la mañana templada, el color del cielo, el mantel, el hálito matutino de los vidrios, Isabel misma… Todo, con excepción del cuantioso y elegante almuerzo que su hija estaba preparando. —Isa, ¿estás segura del cambio? –preguntó Marta, rompiendo el gorjeo de su hija, que parecía no haber escuchado e intentaba prender un hornillo de la estufa. —¿Cómo no estarlo? –respondió con otra pregunta mientras bailaba suavemente. —No sé, todo se ve igual. —¿Todo se ve igual? ¿Cómo puedes decir eso? —Lo único que digo es que para mí todo está igual que ayer, ¿dónde está el cambio? —¿Dónde está el cambio? –fue la última pregunta-respuesta que dio Isabel antes de aullar fuertemente y romper en llanto–. ¡Está en el ambiente, en las sillas, en la sala, en la mañana, en los colores, en el cielo, en el mantel, en los vidrios, en mí, en ti! ¡Aaargh! Después de una pausa, remató entre sollozos: —¡¿Cómo no lo puedes sentir?! —No sé qué decirte, no te pongas así. —Ya no puedes decir nada, mucho menos cómo me debo poner. —Isa… Sin responder, Isabel se dio la vuelta, apagó las cocciones y subió a su cuarto. Salió diez u once minutos después cargando un fardo en el hombro, pasó de largo por el desayunador, se detuvo un instante para ver fijamente a Marta, levantó su mano derecha y extendió los dedos en señal de despedida, movimiento que aprovechó para secar las lágrimas que le corrían por ambos ojos. Luego caminó hacia la puerta principal, escenario donde finalizó el acto. Escenario que nunca más mostraría a Marta y a su hija juntas, por no decir que nunca más mostraría a Isabel. El calendario marcaba el 9 de septiembre de 2011 y esa mañana había ocurrido el cambio.
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alejandro villalba béistegui
Los alebrijes no pueden volar
Te recuerdo, Amanda. Como en la canción de Víctor Jara, la calle estaba mojada, y de ese estupor característico de las tardes de lluvia emanaste, sin que te lo pidiera. Llegaste así, como en un sueño: las cosas parecían brillar con una intensidad inusitada, relucir ante la perspectiva de tu aparición. Como si estuvieran preparándose para tu llegada. Qué maravilla, Amanda. “Qué maravilla es la vida cuando tu ser la vuelve vida otra vez”, fue lo primero que me dijiste en serio esa tarde. Te recuerdo entonces, bajándote de un taxi en plena avenida Insurgentes, caminando hacia el pequeño café de la Roma al que me había acostumbrado después de tantos años. Era un lugar discreto y sencillo; muchos cafés, pan dulce, poca gente, extranjeros casi siempre; entre las mesas, meseros en camisa de manga corta, sin gran pompa ni circunstancia; detrás de un gran mostrador, cajas y cajas de té de sabores exóticos, moños de colores, platitos chinos, cucharitas de plata. Llegaste a este edén y no me miraste; yo, de pie ante las perspectivas, no me fijé tampoco en tu presencia, no advertí tu llegada y quizás por eso nuestro encuentro fue posible. El elemento que lo detonó todo se presentó como deben pasar estas cosas, en el diminuto lapso que se abre, de par en par, y posibilita la panoplia de alternativas que hacen de un evento, una situación. Así fue como, entre la gente arremolinada, la estrechez de las mesas y mi propia concentración, nos rozamos, tocándonos silenciosamente, abatiendo nuestro cuerpos, chocando uno con otro. Y, al contacto de nuestras pieles, el tiempo se cerró. No me di cuenta de que intentabas cruzar; no te diste cuenta de que estaba inmóvil ante tu flujo. Nuestro choque me hizo voltear a mirarte, y tú me miraste a tu modo, con una sonrisa que se planteaba ser otra cosa. Nuestras voluntades se enlazaron en ese instante, y de ahí en adelante la vida fue otra cosa. Vida otra vez. Recuerdo entonces que al paso de las horas salimos del café, sabiendo más el uno del otro de lo que podíamos esperar a tan poco tiempo de habernos conocido. Desde el principio me cautivaron tus ojos, dos óvalos color de aguamarina que contenían en su mar toda la Historia. Todavía más me sedujo tu arreglo, notadamente original, personal, único. No conocía 69
entonces lo que se escondía detrás de las telas negras, debajo de las botas rojas, más allá de las pulseras del mismo tono, a veces turquesa, a veces lapislázuli. Nada más dejabas suelto tu cabello, largo, indomable; tu cabello todo que era una voluntad, y se manifestaba con sus propios criterios de libertad. Yo me propuse tomarte de la mano y no me rechazaste. Sólo decías muy claramente que no querías que te atara con una cuerda porque el amor no es eso; no querías espinas, ni frascos con etiquetas en donde, con pluma muy fina, un gran señor hubiera escrito unas palabras en latín que luego alguien hubiese recogido en un diccionario. No, era todo lo contrario: tú querías total y completa vida. Vida otra vez. Así fue como caminamos hasta el metro; me propusiste ir a tu casa y yo, que no me las daba de Linneo, acepté sin decir que sí: solamente te seguí. Afuera la ciudad se derrumbaba, las rocas se desplomaban a ritmo de una por siglo, y la gente sólo veía tranquilidad, porque no podían ver nada que fuese más rápido que ellos. Cada vez nos acercábamos más al fin de la línea y, a veces, entre risas, nos deteníamos; entonces había un silencio ofrecido por algún dios para probar que las palabras no se derramaban hacia ninguna parte, sino que abrazaban al silencio como la vida abraza a la muerte. No recuerdo cuánto tiempo pasamos recorriendo en una línea recta la ciudad hasta sus límites: sólo veíamos que la gente entraba y salía por montones, cargando bolsas negras de plástico que contenían el fruto de su labor. Al fin de cuentas, ninguno de nosotros importaba realmente; íbamos todos, soldados cada cual en su propia guerra, en un mismo canasto con un destino incierto. Formábamos un batallón disparejo, y se podía ver sin duda quiénes libraban batallas más duras: se les veía en la cara, en sus manchas, en los sombreros de paja de los señores que a los treinta años aparentaban el doble; en la tristeza de las mujeres con rebozos de colores, hechos para esconder la miseria; en la risa de los niños descalzos que jugaban a ser otros que no eran, y en eso eran como todos nosotros, pero más auténticos: nosotros no reconocíamos nunca que se trataba de un juego. Nos bajamos por fin en un paraje desolado, más allá de Xochimilco; recordé que no muy lejos vivía mi amigo Eduardo, pero no me atreví a buscarlo. Estaba contigo, Amanda, y contigo todo lo demás era irrelevante. Me sentía en los límites de la ciudad, y sólo me quedaban abismos por contemplar desde esa llanura en la que otra gente con otra lengua, otra Historia, compartía su espacio con nosotros. Me explicaste entonces de ti, de lo que hacías, de tu cuarto que rentabas porque venías de fuera, pero que no te importaba cambiar de casa: decías que sólo los caracoles eran libres. Y entonces me llevaste a una placita en donde se encontraba un gran quiosco, y las palomas revoloteaban sobre el piso de piedra volcánica. 70
Atrás estaban los volcanes, los monumentos al deseo y a la pasión amorosa, pero tú no querías saber nada de ello; las palabras te eran indiferentes. Preferías que nos enlazáramos con quietud desde las alturas de nuestro pequeño quiosco blanco, y así lo hicimos. No sabíamos ni a dónde iríamos ni de dónde veníamos. Éramos el instante. La tarde ya se destrozaba cuando salimos de la placita tranquila. A nuestro alrededor la música era festiva, pero en nuestros espíritus habían otras mociones, otros colores: se adecuaban menos a los fuegos del baile y más a los humos del volcán, fundidos con la tristeza del ocaso. Allá, al fondo, el sol goteaba en tonos de rosa y de ocre, y nosotros deseábamos por dentro alcanzar su solemnidad pero no podíamos, o al menos yo no podía. Tú vivías tu propio ocaso, eternamente lejano para mí. Es así como arribamos, después de una pequeña caminata sin palabras, hasta tu casa, un pequeño edificio colonial con grandes balcones repletos de macetas, y me dejaste pasar en la obscuridad de la noche ya instalada. Las dos noches se conjugaban con magia pero sin perfección: una era más profunda que la otra. Yo te tomaba a veces la mano, a veces me detenía para sostenerte en mis brazos y besarte profundamente, pero como detesto las historias de besos sin sentido, recuerdo que preferí callar sobre el asunto, guardármelo para mí: lo dejé quemándose en mi fuego interno, exhalar sus propios humos y luego reducirse a cenizas. Abriste la puerta y mi memoria hizo un recuento de lo inmediato: todavía no te conocía. Éramos dos aún, pero tú decías que nunca seríamos uno, sino tres, cuatro, o mil al mismo tiempo, y era cierto, porque en las multitudes capturadas entre tu frente y tus pies vivían más de uno. A veces entre dos sombras creía confundirte con mi madre, como quien no quiere la cosa, y te rechazaba con un gesto; otras veces, a media luz, veía en ti a una anciana que, cansada de ver cómo el mundo le exige desaparecer, se duerme esperando que la noche se lleve las penas a otra parte… Tú también veías en mí, con tus ojos color de circón, otras cosas con las cuales yo jamás hubiera soñado, y que me eran desconocidas, pero ahí estaban. Vimos las horas pasar ante un reloj con personalidad propia, postrado en la pared entre todas las bellas cosas de tu casa. Nunca se adivinaba con certeza qué hora era; a veces, cuando creía que habían pasado siglos, el reloj demostraba la eternidad que puede vivir en un segundo. Y tu eternidad estaba ahí, en ese cabello, en esos ojos que miraban, hablando por todas las frases que no decías. Me ofreciste café en una taza preciosa, no porque fuera muy cara sino porque era tuya; me diste de comer con las manos sin siquiera tocarme, y me sentaba apaciguadamente en los sillones de bejuco donde nos volvíamos a recorrer, sin grandes consideraciones. Del tocadiscos junto a la mesa se escapaban las verdades 71
más profundas, cantadas por alguna Violeta Parra que nos recordaba lo que significaba volver a los diecisiete. La ventana estaba abierta, y la lluvia se infiltraba con la melancolía de una balada de marzo; la cerramos y el calor se volvió sofocante. Salimos al jardín a refrescarnos junto al gran árbol de amate que dominaba la casa. Fue entonces cuando sucedió. Primero un movimiento, después un batir de alas, y ahí estaba: el gigantesco animal, mitad arácnido, mitad insecto, levantándose hacia prodigiosas alturas. Tu grito lo atrajo hacia nosotros. Era tan grande como un ratón de los más chicos, pero volaba con rapidez y sabíamos lo peligroso que podía ser: lo traicionaba el colorido de su cuerpo, impregnado de rayas y puntos de todas las formas. No tenía nombre, ni nunca había visto en mi vida algo semejante: deforme, poseía un número impar de alas, todas de colores distintos, lo que no le impedía volar con eficacia. A pesar de la negritud que nos envolvía, sabíamos que el animal estaba ahí, pues desprendía un brillo propio, y era en verdad como un anuncio de neón, delatado por el flúor de sus colores y el zumbido terrorífico de sus alas. De su boca escapaba un enorme aguijón que poseía su propia paleta de tonos. La bestia se acercaba peligrosamente a ti, a tu cabello, y luego se iba hacia el gran amate para regresar instantes después, sin que pudiésemos movernos más de unos centímetros. Yo había leído ya historias de animales míticos que rondaban la ciudad, y sabía de los ajolotes de Xochimilco, pero no era algo así. Este era diferente, único; era capaz de matar. Empezaste a gemir y a gritar palabras incoherentes que no entendía porque no tenía por qué hacerlo. Decías, con gran firmeza, que había que correr, escapar de la bestia; que el animal era tu perdición, que si te picaba con su aguijón yo iba a desaparecer. No sabía qué querías, porque no podías correr: estabas inmóvil, temiendo el fin. El tiempo se dilataba con gran rapidez, y estábamos estáticos, atemorizados por el animal que parecía observarnos con sus feos ojos gordos y dispares. Con gran sigilo, intentamos rodear el amate pero se acercó más a ti, y yo me interpuse entre la bestia y tú; si alguien tenía que morir, prefería ser yo
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que tú, porque alguien como Amanda no puede morir, porque su nombre ya es canción y ya es madera quemada; yo sólo tenía esta vida que, de todas formas, no me era concedida infinitamente. Me gritaste para decirme que no lo dejara acercarse, que todo se iba a acabar, que te ibas a morir, que la vida era sólo eso: no entendía por qué, pero me sentía condenado ya de inicio. No había gran cosa más que hacer, mis pies estaban atados a la tierra, te rodeaba con mi cuerpo, te hacías chiquita debajo de mí. Desde donde estaba podía oir el estremecedor sonido que producía al batir sus alas; cerré mis brazos para cuidarte del alebrije que, idéntico al que tenías sobre la mesa junto a la ventana, nos atacaba con un furor inédito. Mis ojos sólo capturaron el momento último cuando, elevándose en un último intento por matar, tomó gran vuelo y apuntó su afilado aguijón hacia mí; después todo fue oscuridad. El clamor cesó, el ruido desapareció. Me perdí de todo, sostuve tus cabellos de arena que poco a poco se derretían entre mis manos, caí por fin al abismo que había contemplado años atrás, y no supe nada más. Horas más tarde desperté, cansado pero vivo. No era otra vida, era la vida otra vez. Prendí la luz de mi habitación y te busqué; grité por todas partes: “Amanda, Amanda”, pero nadie te recordaba. Era muy temprano en la madrugada, y no podía ver con claridad. No sentía en ningún lado la herida del alebrije. Me metí a la cama de nuevo, y ahí estaba, de pronto, otra vez, en la mesita de noche. Entré en pánico por un segundo, pero no había motivos. El alebrije estaba muerto. Lo toqué; de hecho, no estaba ni vivo ni muerto. Era un juguete de cartón. Lo sostuve entre mis manos, lo observé, y lo regresé a su lugar. Supe de inmediato que no había quiosco ni reloj ni metro ni café, ni mucho menos la querida Amanda. Amanda, existes como existen los muertos: en mi recuerdo nada más. Intentaste avisarme, quisiste decirme que esto iba a terminar así, yo despertando, tú desapareciendo. Y es que nunca exististe, al menos no en este plano; sólo fuiste un sueño. Lo supe porque, es claro, los alebrijes no pueden volar.
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juan carlos salamanca
Los instintos
El agente judicial respondió, finalmente, a las inquietantes quejas de los vecinos de una pequeña y olvidada vecindad en la ciudad. Primero habían sido gritos. Después silencio. Finalmente, un balazo. El martes siguiente, los periódicos locales publicarían en su primera plana la alarmante fotografía de la escena que el agente estaba a punto de presenciar: una mujer muerta, descuartizada, al lado del cuerpo inerte del presunto homicida, que tenía una bala en la cabeza. La escena del crimen era horrible, escandalosamente roja. El hombre tenía en una mano la pistola con la que se había disparado y, en la otra, tres páginas arrugadas y manchadas de sangre. Habían sido arrancadas de una pequeña libreta negra (el diario del sujeto, como revelaría la investigación posteriormente) y tenían tres escritos fechados, que servirían para desarrollar diversas conjeturas de lo que había ocurrido en el lugar del delito.
I
3 de noviembre [del 54] He olvidado cómo ver a los ojos a los demás. Es algo más o menos reciente, pues hace unos meses no tenía problemas en hacerlo, y en hacerlo muy bien. Pero algo pasó este último año que me ha vuelto incapaz, inepto, inútil, cuando se trata de ver a los ojos de otra persona. Por ver a los ojos no me refiero a dirigir la mirada hacia las pupilas del otro, a cruzar la vista con quien sea. Me refiero a ese verdadero reconocimiento del prójimo, a esa genuina conexión con el alma del de enfrente en la que –incluso sin entenderla, incluso sin descifrarla– se le descubre y se le contempla como pareja, como igual. Me he vuelto [me gusta pensar que] involuntariamente en un hombre solitario; y no porque viva solo, o porque ya no conviva con nadie, sino porque ya no puedo estar con alguien, ser con alguien. Solo estoy, solo soy. Sólo estoy, sólo soy.
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II
25 de noviembre [del 54] Me deberían tener prohibido pensar. Si me mantuvieran todo el tiempo ocupado, no tendría tiempo para analizar y sobreanalizar las cosas. Para interpretarlas, y luego sobreinterpretarlas. Para pensar y repensar, y repensar lo repensado. Es su culpa. Es culpa de ellos, de los que no me mantienen ocupado. Estúpidos, todos, pues no se dan cuenta del daño que me hacen dejándome libre, dejándome usar mi imaginación, mi creatividad, mi originalidad. Dejándome soñar. Porque al dejarme hacer eso, inevitablemente te sueño. Sí, sueño contigo, todas las noches y todos los momentos del día en los que no estoy ocupado. Incluso en mi soñar, estoy soñando que te sueño, que te tengo enfrente, pero solamente en mis sueños, porque es el único lugar en el que existes. Es inevitablemente odioso, inevitablemente terrible, abominable, detestable. Verte ahí y saber que es el único lugar en el que existes. Creada por mi pasado, presente y futuro. De lo que tuve alguna vez y nunca volveré a tener. De lo que nunca he tenido y quizás nunca tendré. Mujer fatal, te amo. Mujer ideal, te detesto, te desprecio, te odio.
III La tercera entrada del diario estaba dirigida a alguien, pero sólo alcanzaban a verse claramente las últimas dos letras: “-ía”, y parecía verse la primera letra, una “M”. ¿Mujer mía, María, Mi Sofía, Mi Lucía? El cuerpo de la mujer había quedado inidentificable, y no hubo otra forma de saber quién era. Al parecer, los vecinos nunca la habían visto. En ese cuarto sólo vivía un hombre. Nunca sabrían que la “M” era una “H”, y la palabra en verdad era “Harpía”.
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7 de diciembre [del 54] M……..ía, Es gracias a ti que me he reconciliado con mis instintos y, finalmente, hoy, he desechado de una vez por todas mis pretensiones de pensar. Porque aquellas intuiciones animales son siempre fieles a lo que mi cuerpo necesita. Y cuando las he traicionado, regresando a mi mente, es ahí cuando me siento mal. ¡Pero qué estúpido! ¿Por qué debo sentirme culpable de desearte, por qué debo sentirme culpable de tomarte, devorarte, acabarte? ¿Qué no es lo que quiero? Soy estúpido de pensar esas cosas; es más, soy estúpido tan siquiera por pensar. Finalmente he llegado a la única conclusión lógica: es de tontos pensar[te]. Finalmente salen mis garras, salen mis colmillos, que había lijado por tantos años con pretensiones inútiles de ocultarlos. Finalmente me obedezco y lo ignoro –grillito rastrero– para abalanzarme sobre ti, como la bestia que soy, y morderte, engullirte, tragarte; y todo tras haberte ama…
El último escrito terminaba de manera abrupta, aunque los peritos rápidamente concluyeron que la última palabra que había sido cortada era “amarrado”, pues encontraron pedazos de cuerda en los restos de la mujer, que daban a suponer que había sido atada. Ninguno de los cuerpos fue reclamado en el ministerio público, por lo que el caso sólo recibió atención por el interés que despertó en la sociedad tan atroz crimen. La corte declaró –para quitarse pronto el problema de encima, como había sido instruida por el alto mando– que estos textos eran una tácita confesión del homicidio y una carta suicida. Pero el muerto no habría estado de acuerdo con dicha descripción. De hecho, no hay nada más lejano a la verdad que lo dicho por la corte en su corta y mal redactada sentencia… Pero supongo que sería difícil hacer entender a los jueces –que sólo comprendían la culpa en un sentido abogadil– que la verdadera responsable de las muertes había sido ella.
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fausto friedrich
Callarlos
Ordenó a los niños que terminaran la lectura y salió del salón. La migraña era insoportable. Su nombre era Margarita, por necesidad maestra. En sus clases mantenía un silencio sepulcral; el terror que infundaba, y del cual se enorgullecía, se debía a su instinto de saber quién estaba pegando un chicle en el banco, quién había copiado, quién susurraba. Nada escapaba a su visión omnipresente. Fue directo al baño. Se refrescó la cara –la respiración jadeante– y, con ésta todavía mojada, levantó la vista para mirarse en el espejo. No negaba el peso de los años, sabía que irremediablemente llega el momento de caer, pero ahora que sólo le faltaban unos meses para jubilarse no reconoció ese rostro. No. Esa no podía ser ella: la del espejo era otra mujer rendida. —¡Haga silencio! Los gritos de Daniel permeaban punzantes hasta lo profundo de su cabeza, hervían sus sesos, licuaban su cerebro como hierro fundido. Lo mandó a la dirección. Al otro día aparecieron los padres del niño pidiendo una cita con la directora, estaban ofendidos por el “regaño excesivo” a su hijo. Margarita sentía la cabeza partirse en mil pedazos. “Ustedes no conocen el dolor de la náusea que carcome hasta el aturdimiento.” Los días siguientes podrían haber transcurrido con normalidad, si no fuera por ese zumbido que la atravesaba cada vez que entraba a clase. No había forma de callar a los niños, de a ratos emergían sus gritos como punzadas agudas y luego cesaban. El psiquiatra la había subestimado, no quería reforzar la medicación porque no sabía tratarla. “¿Qué caso tiene creer en alguien que no te puede curar?” “Daniel no se callaba.” Tuvo una tregua de tres semanas, creyó que la extraña conexión entre Daniel y sus migrañas había cesado, hasta que ese martes, justo antes del timbre de las cinco, las voces surgieron desde todos los rincones de la escuela. Le gritaban desde adentro… ¿o desde afuera? La migraña se 79
expandió desde la frente hasta la nuca. Su visión empezó a nublarse y las piernas cedieron al peso de su cuerpo, se apoyó en la pared con la mano derecha. No iba a desmayarse por una migraña. Intentó hurgar en su bolso: “¿Dónde carajos las dejé?” Las pastillas no estaban. Enfrente, tres niñas la miraban con indiferencia. Alicia, la directora, sabía que, antes de que ella asumiera el mando de la escuela, Margarita se había ausentado unos años de la docencia por problemas psiquiátricos. Nunca quiso preguntarle detalles; además, en una escuela pública, ¿a quién le importa? Margarita no fue a clases por unos días. Alicia le propuso tomarse la licencia que fuese necesaria. “No te preocupes, lo más importante es tu salud, Margarita.” Fue insoportable. Los días que se tomó la sumieron en una depresión insalvable: dejó de ir al psiquiatra, perdió días enteros en la cama, contempló la trayectoria de las ramas de los árboles dentro del marco de la ventana y reforzó su medicación con antidepresivos. Los gritos de Daniel emergían, diariamente, en la cocina, en el baño, en la sala. “No puedo más…” A tres días de volver a clases, y luego de una semana de noches intranquilas, lo entendió: “Ellos querían enloquecerla. La clase entera…” Iba a terminar con esto. La directora se alegró al verla de regreso. Una mujer tan sola como Margarita, con sus problemas depresivos y los achaques de la edad, se
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merecía una licencia generosa. Ese día comió con los otros maestros, algo raro tratándose de Margarita. Se saludaron amablemente, la directora la vio serena. No cabía duda que se había recuperado. —Hoy haremos un examen –anunció la maestra Margarita–. Me acompañarán hasta la sala audiovisual, los llamaré de a uno. —Daniel, vos vas primero. La maestra tomó su bolso y ambos salieron de la clase, atravesaron el largo pasillo hasta la sala audiovisual. Cuando estuvieron adentro, trancó la puerta. —Nadie nos puede escuchar ahora –dijo con tranquilidad mientras sacaba el revólver del bolso. Le apuntó a la cabeza. Regresó a la clase por el siguiente alumno y dejó las llaves sobre el escritorio. Cuando la directora entró a la sala audiovisual por la grabadora, abrió la boca de par en par y se llevó la mano a los labios. No pudo gritar. Ahí estaba la maestra Margarita y, en la esquina de la sala, yacían los cuerpos inmóviles, amontonados, de trece niños. Sus uniformes blancos, salpicados de sangre, sobre un entrevero de brazos y piernas, los hacía verse patéticos. Los hubiese matado a todos si la directora no hubiera entrado. Margarita se acercó y le puso la mano en el hombro. —Tenía que callarlos, Alicia. Pero siguen gritando…
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salvador villalpando
Cargar al vacío
La luz de las velas no alcanzaba a iluminar la estancia. Era una casa vieja, abandonada, con una mesa y una silla por todo mobiliario. Habían llegado dos noches atrás. Corría el año de 1812 y Rusia se desangraba aguantando el embate de Napoleón. Pavel tiritaba de frío en un rincón de la estancia, el invierno había sido cruel y llevaban varios días sin conseguir leña para calentarse. Yelena, su hija, se encontraba a su lado, ya sin ninguna manta que la cubriera. La había abrazado con desesperación toda la noche, tratando infructuosamente de transmitirle algo de calor. Calor que él tampoco sentía. Entre violentos estertores, Yelena había expirado pasada la medianoche. Había querido llorar, pero Anton, su hermano, que aún se encontraba sentado a un extremo de la mesa, tratando de asir el tímido calor que desprendían las velas, lo había detenido. Él también había sufrido las tragedias del invierno, él también había querido llorar muchas veces, pero bien sabía que no valía la pena; al fin de cuentas, ambos seguían vivos. Juntos, como lo habían estado desde que nacieron, y eso era lo único que importaba. El invierno y la guerra los habían llevado a encerrarse en esa vieja casa. Ambos habían preferido el frío a las balas y ahora era muy tarde para arrepentirse. “Aquí seguimos”, se dijo Pavel tratando de no mirar el cuerpo inerte de su hija. Tenía los ojos inyectados de sangre, pero no lloró. Huir, mantenerse con sus familias, tratar de sobrevivir juntos. Todo con tal de no pelear en las estepas congeladas de donde los hombres no volvían nunca, donde los soldados eran arrojados a fosas comunes sin ninguna insignia que permitiera reconocerlos, sin haber recibido nunca un kopek, comiendo lodo con lombrices, cuando había algo que comer. Lo sabían bien. Cuántas veces había ido Anton al ministerio de Guerra a pedir informes sobre el paradero de su padre, recibiendo sólo miradas hoscas y agresiones. Trece largos años habían pasado desde la última vez que lo habían visto, y el coraje todavía regresaba a Anton cuando se acordaba del conflicto. 83
“Sólo los muertos ganan algo”, pensó, volteando a ver el cuerpo de su sobrina, su carne consumida por el hambre. No quedaba rastro de su belleza. Pero ahora todo se había acabado. Ya no había más cadáveres que enterrar. Seguirían adelante. “Somos jóvenes todavía”, se dijo Anton, mintiéndose, para no colapsar, buscando fuerzas en lo profundo. Anton ayudó a su hermano con todo el ritual, como él lo había auxiliado en el pasado. Podía palpar su dolor, pero no había palabras que lo disminuyeran, así que prefirió callar. Sabía muy bien que el tiempo no servía; uno sólo se acostumbra a los huecos en el alma, a cargar un peso extra en el cuerpo. Unos hombres llegaron por ellos al día siguiente, en la tarde. Los sacaron sin explicación y los transportaron al cuartel. Ninguno de los hermanos opuso resistencia. Cuando el comandante de la sexta coalición asignó su división al frente, ambos sabían que todo estaba perdido. Pavel avanzaba sin darse cuenta, sumido en una niebla que no lo dejaba ver; él ya estaba muerto. Anton, a su vez, se movía ligero; tantos sufrimientos, tantos dolores reprimidos, cosas que ya no valía la pena expresar. Se sentía ligero por primera vez. Sólo esperaba morir pronto. Los dos sabían que los novatos eran asignados al frente de los batallones, siempre en el centro del campo; como tenían poco adiestramiento, no se esperaba mucho de ellos. Dos disparos les había pedido el general Dokhturov, y después podían morir con una sonrisa. Las banderas francesas cubrían todo lo que ellos podían ver, advertían cómo la artillería hacía extraños movimientos en el campo. El general les había dicho que no se preocuparan, ¿qué más podía decirles?, ¿que cavaran sus tumbas acaso? Sus miradas se encontraron y se infundieron valor pensando que un cañón en movimiento es un cañón que no dispara, pero era una falsa esperanza. Ambos sabían que ese pequeño hombre que lideraba a los miles de soldados que tenían enfrente ganaba batallas con técnicas que nadie podía imitar, que ningún general sabía contener. Avanzaron a paso lento por la estepa congelada hasta que el sonido del tambor cesó. Podían ver la cara de los franceses que, a diferencia de ellos, no tenían miedo en la mirada; ya habían triunfado muchas veces, ¿a qué le temían entonces? La orden de disparar les llegó casi de imprevisto, como venida de otro mundo. Anton la obedeció sin ver que había pasado por todo el humo que se levantó de los miles de fusiles que hicieron lo mismo. Se inclinó para recargar el rifle y sintió cómo las manos le temblaban; se había orinado, tenía miedo. 85
Al apuntar hacia la cortina de humo que veía enfrente, sintió cómo se rompía el último lazo que lo asía al mundo; disparó al vacío y, cuando se agachó con prontitud a recargar, se percató de que Pavel yacía a su lado, tinto en sangre. Su misma cara destrozada, su misma sangre esparcida en un campo de batalla del que habían tratado de huir. Sin esperar orden alguna, empujó al hombre que se encontraba enfrente y cargó contra el enemigo, se sintió liberado cuando la primera lágrima resbaló por su mejilla sin afeitar; quiso regresar y huir, pero era muy tarde. El tiempo pareció detenerse. Cada acción era ahora un conjunto de millones de movimientos, cada sonido duraba una eternidad; sentía que no avanzaba, que el enemigo se alejaba a cada paso que intentaba dar. De pronto no sintió más, caía sin detenerse, viéndose a sí mismo a la distancia, cada vez más lejos. Antes de desaparecer, una voz familiar lo regresó en sí. —Padre, padre, despierte; unos señores con uniforme vienen a buscarlo. Anton tomó a sus hijas de la mano y, sin miedo por lo que sucedería, corrió a casa de su hermano. Empezaba su huida.
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Daniel Gaviño Uriarte. Apasionado por
Paul G. Earle. Nace el 12 de octubre de
la ciencia y el arte, desde los seis años ha participado en eventos de poesía, declamación, canto, artes plásticas y pintura al óleo. Ha sido solista y tecladista en coros, estudiantinas y bandas de pop y rock. Actualmente estudia Ingeniería Industrial en el itam, y es tenor en el coro de la misma institución.
1991, desde muy pequeño odia el mundo. Estudia Ciencia Política en el itam.
Alejandro Villalba Béistegui. Estudiante de la vida, desearía ser una persona formal y estar inscrito en alguna H. institución pero no va con su personalidad. Disfruta de las buenas conversaciones y tiene un doctorado en emociones diversas. No acostumbra reemplazar los recuerdos borrosos por fechas exactas, ni los paisajes hermosos por direcciones. Su único vicio es la complejidad; pero regálenle el mundo con las manos vacías, y el silencio será la única historia que valga la pena ser contada.
Mariano Martínez. Se encuentra a punto de cursar su segundo semestre de Economía en el itam. Nació en Puebla el 4 de enero de 1993 y su estancia en la ciudad de México es la primera ocasión que ha vivido fuera de su ciudad natal.
Diego Cid Ortiz. Hijo de abogados, estudia Actuaría y Economía mientras piensa en otras cosas. Le gustan las playeras con círculos y aún escucha música en formato análogo.
Bernardo Magnani Blanco. Nació el 15 de agosto de 1991. Creció en la Ciudad de México, lugar en que realizó sus estudios preuniversitarios para posteriormente ingresar al Instituto Tecnológico Autónomo de México, donde estudia la licenciatura en Economía. Encontró desde edad muy temprana un fuerte interés por las artes y la literatura. Durante los primeros años de su adolescencia apareció una profunda curiosidad por el boom latinoamericano y por la obra de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Esta inquietud terminaría generando la necesidad de escribir y dar a conocer sus ideas a través de su propia pluma.
Juan Carlos Salamanca. Estudia la carrera de Derecho en el itam. Miembro del Supuesto y amante del cine.
Fausto Friedrich. Estudiante de Economía en el itam.
Salvador Villalpando. Nació en 1986 en la Ciudad de México. A los 6 años se mudó a Villahermosa, donde vivió una infancia alegre y sin preocupaciones, mientras sudaba todo el tiempo. Regresó a la Ciudad de México para estudiar la preparatoria y terminando, después de meditaciones intensas con ambos lados de la almohada, decidió inscribirse en la carrera de Actuaría. Actualmente estudia la Maestría en Administración de Riesgos en el itam y trabaja en un banco.
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Dibujos de Antonia Isaacson
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