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Gestos literarios
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Contenido 8 Presentación 11 Escriba
antonio ortuño
17 Santa Teresa visita el Beth Israel
carmen boullosa
27 El sí de Yoko Ono
cristina rivera garza
31 Cuaderno africano
lauri garcía dueñas
43 4 poemas de Diario de fatigas 51 Cabeza de perro
julián herbert
57 Sobre este más frágil espesor 65 La uña de Richards 71 Tardes con mamá 77 Poemas
francisco serrano
maría baranda
mónica lavín mónica lavín
paula abramo
91 Guácala, me gusta un itamita
juana inés dehesa
101 Eso que se diluye en los espejos 107 Manos (fragmentos)
jorge f. hernández
sandra lorenzano
115 De fronteras, migraciones y lluvias
sandra lorenzano
118 Sobre los autores
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Presentación
Dijo algún mago porteño que dijo alguien que Mallarmé dijo que “nombrar un objeto es suprimir las tres cuartas partes del goce del poema, que reside en la felicidad de ir adivinando”. El poeta (el mago o Mallarmé) enunciaba algunas de las claves más bellas para escuchar los gestos que la escritura nos regala. Opone al mundo del Nombre con el del desconcierto: la aspiración mesurada por conocer unívocamente y el incesante impulso por cuestionarse. Más aún: la auténtica experiencia de goce se accede solamente por la adivinación, por la magia que destruye a pedazos toda captura de “lo real”. El mago es un alquimista. Su poción secreta no existe y sólo así es efectiva. Sabe que la tiene cuando no lo sabe, se acerca a ella sin poseerla, sólo gesticulando: su errante búsqueda infinita (sin grandes esperanzas) lo acerca al universo del gozo, al mágico caos que solamente puede ser llamado “felicidad”. Si la escritura se entiende como el ejercicio alquímico por excelencia, nos encontramos por lo tanto con uno de los experimentos más sensatos. La “ficción”, el poema o el cuento, en persistente tarea adivinatoria, son los lugares privilegiados para abolir el Nombre. Si la escritura es una búsqueda que ya no dice, sino que muestra, es entonces el sitio extraordinario de los gestos: el momento en el que el escriba se engaña con un guiño y hace gozar a quien lo descifra.
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El alquimista se encuentra en una búsqueda. La búsqueda del “elixir mágico” que detone toda nominación absoluta: un nombre que es un mueca y que explota absolutamente –vertiginosamente– los significados del mundo. Dijo algún filósofo mediterráneo que decía la tradición mística que “la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto: trastorno y desencantamiento del nombre”, y por tanto el más feliz encantamiento. En un intento por trastocar los Nombres, Opción toca la puerta del país de los magos de hoy, de los alquimistas que sólo hablan con gestos. Puerta que desaparece cuando se toca, se tiene enfrente cuando se ha fugado, se apropia con parpadeos y sin fórmulas definidas… sólo mágicas.
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Antonio Ortuño
Escriba
Buenas noches. La noticia de hoy es que el Señor ordenó carne para la cena. Carne prohibida por la religión de sus abuelos, pero que habrá que ponerle en el plato porque él no cree lo que ellos o lo hace de un modo menos enfático (tampoco ha respetado el lecho de la Señora como sus dogmas mandan, pero no entraré en habladurías). Los hijos del Señor, al ver el menú, nos mostrarán las lenguas, lo sabemos, porque la carne no es de su agrado. Suaves y lánguidos, embarnecidos a fuerza de potajes y gimnasia, dicen que no mancharán sus bocas y tripas con carroña de animal. Me contentaré con los trozos que desechen. Tienen, esos despojos, un sabor sumamente delicado y me complace deglutirlos, queridos amigos. Me enloquece. Debo aceptar que he escrito casi todo el párrafo precedente al dictado de uno de los hijos del Señor. El mayor de ellos. Porque heredará su posición y propiedades y se encuentra particularmente interesado en que no se le relacione con la monda bestialidad de su padre. Él, me señala, ha estudiado, no consume carne de animal, no ha profanado el lecho de su propia mujer (insiste) ni aceptará, siquiera, ser reconocido como Señor cuando su padre falte y volteemos hacia él en busca de orden. La parte final del párrafo, esa en la que me complazco en destacar mi gula por la carne rechazada, me fue sugerida (y, por tanto, ordenada) por el hijo menor, quien considera a su propio hermano demasiado blando en las medidas de distanciamiento con el patriarca y quien aspira, más que nada en el mundo, a ser considerado un insolente, un insubordinado. Tampoco es afecto a la carne, el
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menor, y no puede serle desleal a una mujer puesto que no ha contraído matrimonio con ninguna. Sus amigos son artistas, cortesanos, prostitutas, y él, establece, se esfuerza en ser considerado un tipo común. El Señor me pide que agregue aquí una nota en la que explique que no le resultará sencillo, al menor de sus vástagos, ser confundido con un cualquiera dado su apego a los ropajes ostentosos, las joyas extravagantes y la sostenida compañía de miserables que tan sólo toleran a ese gusano aristócrata malnacido porque les paga el vino y la hierba para las pipas y debo transcribirlo tal cual porque temo que se me golpee y se me envíe a una celda si no lo hago. Por lo tanto, este es un buen momento también para señalar que, a diferencia de lo que sucede con el menor, en quien no ha depositado esperanza alguna para la salvaguarda de su heredad, el Señor declara una rotunda decepción por los dichos de su primogénito, de quien espera un proceder distinto si es que aspira a obtener la herencia a la que está llamado. El Señor parece una fiera huida de un jardín zoológico cuando sus hijos lo hacen disgustar. Esto lo he escrito a petición del mayor quien, pese al disgusto que le provocan las reconvenciones de su padre, me ha traído unas manzanas todavía comestibles y un poco de jabón. Deseoso de ser igualmente obedecido, el menor me ha proporcionado una botella de vino y algo de hierba. Mi posición en la casa no me permite hacer uso de tales obsequios, pero me las arreglaré para que me sean comprados a buen precio por alguno de los servidores de rango bajo. A cambio de esa ganancia inesperada debo asentar que el Señor es un cerdo vil, que hace años que tiene a la Señora en el abandono pero se entretiene sodomizando cabras, puercos, reclutas de la armada y servidores de rango menor. Yo mismo he sido víctima de sus soeces e indebidos apetitos. Me ha sido prometida una botella adicional por escribir la frase anterior. Tiene gracia, dice el Señor, que venga a acusarlo de acciones tan reprensibles un entregado cultor de las visitas forzosas a traseros ajenos. He de ser más claro aún, a riesgo de que se me
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golpeé o se me violente con un jarrón de porcelana: el Señor piensa que su hijo es un sodomita rastrero y añade a sus acusaciones, incluso, la posibilidad de que en sus escarceos la parte pasiva sea la suya. (Salva sea la parte.) En cuanto al hijo mayor, no ve la necesidad de responder sus insultos ni entrar en polémicas. Es claro que lo único que consigue al negar su ansia por el Señorío es demostrar lo inconmensurable de su anhelo. Así que el viejo cree, realmente, que soy un perro, que soy él, repone el primogénito, quien acude a monitorear el estado que guarda el escrito y me obsequia, al paso, una mano de plátanos. No tengo necesidad de sentarme en su silla, contar sus monedas o explotar sus tierras. No discutiré más. Que no soy como él lo sabrá la gente cuando mi padre falte y se voltee hacia mí en espera de orden (que sabré imponer). El hermano menor me ha traído una prostituta y pide, a cambio de que la mujer acceda a cometer conmigo un listado de suciedades planeadas por su contratista (y ante su atenta mirada), que exprese aquí que el Señor no es más que un impotente y que haría bien en meterse por el culo la mano de plátanos que el hermano mayor me ha obsequiado ( y que, temeroso yo de que se vea involucrada en el disenso, oculto bajo mi camastro). El Señor se ha reído, agitándose como una montaña aquejada por una avalancha, al verme junto al cuerpo retorcido de la ramera y no ha perdido el humor ante las frases del más joven de sus retoños. Echa a la mujer de una patada y me levanta tirándome de los pelos, con unos modos que habrían hecho quejarse a más de un escriba pretérito (cuya fugacidad en el cargo y la misma existencia física, quizá, se habrá debido a tan aventurados reparos). A cenar, puerco, me berrea el Señor en la oreja y debo seguirlo pasillo arriba, vistiéndome por el camino. Nos encontramos con el primogénito a la entrada del salón comedor. Se saludan, inclinan las cabezas y se estrechan en un abrazo que el heredero extiende hacia mí al emplear su mano derecha para hacerme una vaga caricia en el mentón. Me siento bendecido. Eso me ha sido dictado.
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La carne se sirve en grandes platones. El Señor se inclina a devorarla y ordena a la Señora, silenciosa y pálida a su lado, que lo acompañe. Se arrebatan ambos los huesos y los roen y chupetean con deleite. Hay placer allí. El heredero, con un mohín minúsculo, murmura que por evitarle espectáculos así es que no invita a su esposa a las cenas familiares. Hace que le sea retirado el plato de carne y en su lugar ingiere un tazón de huevos de codorniz y una ensalada confeccionada con los vegetales que nuestra más reciente incursión a las granjas vecinas ha logrado enajenar. Los músicos y el generoso escanciado de vino consiguen que se instale en el salón una atmósfera expansiva, generosa. Cuando el menor aparece, las ropas brillantes pero manchadas, la sonrisa torva pero amplísima, su padre se levanta y rodea todo el perímetro de la mesa para dar un abrazo y un coscorrón admonitorio al pequeño. Hay que traer a toda prisa otra ración de huevos de codorniz y vegetales (y me veo obligado a anotar en el libro de las cuentas la necesidad de ejecutar una incursión que resurta lo que ha sido cocinado y servido esta noche). Antes de retirarme observo al menor: mira el abierto escote de la Señora y arriesga hacia ella gestos que incluyen el uso de la lengua, los dedos cordiales y una recia cantidad de saliva. No, no hay motivo de escándalo: pese a que el protocolo establece que sea llamada por ellos Madre, la Señora no parió a ninguno de los dos. Es una chica robada de una granja y entregada como tributo al Señor para su regocijo. El cadáver de la madre auténtica fue devorada por los perros hace años, junto con el escriba que accedió a consignar sus envenenadas palabras contra el Señor (ay de aquel que ose desafiarlo).
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A punto de perderme por el pasillo, un grito me hace volver sobre mis pasos. El Señor me indica que tome algunos trozos de la carne despreciada por sus hijos, que me apresuro a esconder en mi camisa y que lameré más tarde con fruición de perra. Me ha sido indicado que lo escriba así. Mientras salgo otra vez, el menor se pone de pie y pide un brindis a mi salud. Tu honradez es motivo de festejo y tu ecuanimidad está a salvo de toda duda; me demanda que lo escriba así y yo, naturalmente, lo hago. Ha sido este, sin duda, un día extraordinario, que quedará en los anales de la. Me ha sido ordenado que lo exponga así.
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Carmen Boullosa
Santa Teresa visita el Beth Israel*
Mi marido forma piedras en el riñón. Es en cuanto emprende muy constante y empecinado, esto no podría escapar a la regla. Desde que cumplió veinte hasta el día de hoy, las hace con lenta paciencia; cada tres o cuatro años las arroja con espantosos dolores y ahí acaba ese ciclo, a empezar la siguiente camada de corpúsculos. Hace unos días traía cargando una que había alcanzado dimensiones estratosféricas, si así puede decírsele a un centímetro y medio, era imposible se deshiciera de ésta por vía natural. No era la primera vez que le practicarían el procedimiento que desmorona las formaciones calcáreas con ondas de sonido, algo casi rutinario, pero en menos de doce horas estábamos en problemas. La piedra había quedado deshecha a punto de arena y ésta le tapó los conductos. El hombre quedó en un hilo continuo de dolor, un cólico nefrítico tras otro. La cura se había convertido en un castigo. Por mi parte, imposible dormir, mi sueño es ligero y difícil y la situación era más que un pretexto de insomne. Tomé mi ejemplar de santa Teresa, que no sé por qué había sacado del librero hacía unos días con la intención de leerlo de pe a pa y no a brincos, encendí mi lámpara de noche y comencé a marcar con lápiz en los márgenes sus descripciones de enfermedades propias y ajenas, cayendo otra vez en el vicio de leerla salteado, preciso lo que esta vez dizque iba a evitar: “Diome un mal del corazón tan grandísimo * Este cuento forma parte de la recopilación El fantasma y el poeta, que publicó la
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que ponía espanto en quien lo veía, y otros muchos males juntos… harto mala salud… Y como era el mal tan grave que casi me privaba del sentido siempre”. En lugar de leerla y de buscarle los pasajes que aludieran a las enfermedades propias o ajenas, debí invocarla y pedirle que nos amparara, para algo es santa, ¿o no?, porque a la tres y media de la mañana corrimos a la sala de urgencias del hospital donde atiende su nefrólogo, el Beth Israel, porque el dolor era ya insoportable y sospechamos alguna complicación. No fue mala movida, ahí fue donde supimos lo de la arena y que estaban tapados todos los conductos; un rato más y váyase a saber qué le hubiera pasado al riñón y al señor que lo trae puesto. De inmediato hicieron pasar al paciente, tuvimos suerte. Me senté en la sala de espera, seguí mi lectura del Libro de la vida, “estaba una monja enferma de grandísima enfermedad y muy penosa, porque era una boca en el vientre… opilaciones… Echaba lo que comía… moría presto de ello”. Me pareció que tardaban horas en llamarme y cuando por fin lo hicieron para permitirme entrar y darme informes, ya estaba yo muy en otro mundo, entre dormida y concentrada en la lectura, en un estado de semiconciencia o sobreconciencia que no me ayudaba en lo mínimo a lidiar con las cosas de la vida real. Dejé el libro abierto en el asiento de al lado, tomé el abrigo, la bufanda, el gorro, los guantes; se me cayó la bufanda; pesqué quién sabe cómo el chamarrón de invierno de mi marido, su mochila azul y su bufanda; recogí la mía; se me fueron de las manos los guantes y la bufanda, se enredó mi abrigo con la de Mike, traté de separarlos, se me cayeron; pesqué prenda por prenda lo que estaba en el piso; como Diosito me dio a entender, sujeté todo medio hecho bola, supe apretarlo compacto contra mí con mi izquierda, tomé mi bolsa, me la eché al hombro, levanté del asiento donde lo había dejado boca abajo el libro, y eché a andar llevándolo abierto en la mano derecha, bien de par en par en la página que iba. Fue así como hice ingresar conmigo a Teresa de Ávila a la sala de urgencias del Beth Israel. En cuanto la vi a mi lado, la di como un hecho, qué iba yo a hacer si apenas podía con
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la carga de mis triques, no estaba como para andar peleando con apariciones, y menos sacratísimas. Lo primero con lo que topamos la santa y yo fueron los letreros escritos en varias lenguas y alfabetos en los que el hospital jura atención al enfermo, tenga o no seguro médico, tenga o no dinero. A Teresa el cirílico le llamó menos la atención que el inglés, el diseño usado para estampar la lengua mayoritaria es aparatoso. Apenas trasponer una segunda puerta, topamos con la primera de las muchas camas alineadas a todo lo ancho y largo del salón, algunas de las pocas que estaban ocupadas (era el 24 de diciembre, no quería decirlo para no invocar innecesarios sentimentalismos) tenían corrida a su alrededor su respectiva cortina. Teresa señaló la camita, le pareció en extremo delgada, apuntó a los dos barandales de tubo y al sinnúmero de tripas que iban del enfermo a la complicada maquinaria que estaba en la mesa rodante adjunta, los sensores para encéfalo y cardiogramas, el termómetro digital, la pantalla donde se movían líneas de diferentes colores, el largo tripié del que colgaban bolsas de líquidos, el suero, los antibióticos. Teresa no acertaba a preguntar qué es porque no encontraba palabras para formularlo, así que sólo comenzaba frases que dejaba incompletas y a las que en la ofuscación tampoco daba un principio. Hablaba, digamos, con pésima prosa. A mí, lo que me llamó la atención fue que el hombre tendido en la primera camita que nos quedó visible tuviera un tamaño tan diminuto. Arrugado y ojón, parecía que lo hubieran enchufado para extraerle masa, para drenarlo, para convertirlo en minúsculo. Traía puesto el camisón azul cielo de los otros pacientes, impreso con pequeñas florecitas amarillas y mal anudado a la espalda. Si alguno se echaba a andar, enseñaría el culo, por suerte de Teresa (y mía) ninguno nos hacía el show. Teresa no quería moverse, se había puesto en jarras, estaba como clavada al piso. Yo apenas podía conmigo misma bajo esa montaña de abrigos y bolsas, y además llevaba el libro en la mano derecha, pero lo puse un momento entre las prendas de vestir y mi pecho, deslicé mi brazo entre el torso y el izquierdo de Teresa,
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apergollándola, regresé el libro a mi mano y, más empujándola que guiándola, conseguí moverla, literalmente la remolqué frente a varias camas vacías antes de llegar a la de mi marido, también enfundado ya en la dicha camita. Lo habían conectado a una bolsa transparente colgada de un alto tripié de donde goteaba suero con morfina. A su lado, sin cortina divisoria corrida, un negro voluminoso parecía derramarse hacia sendos lados de su camita, remoloneaba para un lado y el otro y maldecía y bendecía usando alternativamente el inglés (para imprecar) y el español (para bendecir). Apenas ver al negro, Teresa gritó: —¡Santos cielos! ¡Tráiganme agua bendita! Intenté calmarla. —¡Es el diablo que es negrillo! ¡Agua bendita! ¡Agua bendita! Gritaba como una descosida y yo con mi montaña de abrigos y el libro y el marido a un paso y sin saber qué hacer. Armó tal alharaca que dos enfermeras corrieron hacia nosotras. Las enfermeras de la sala de emergencias del Beth Israel son filipinas, se hablan entre ellas en tagalo y con el mundo se entienden en inglés. No es la primera vez que oigo este tipo de gimnasia lingüística. Creo que la primera vez fue cuando niña, vivíamos en Huejutla, en Hidalgo, en México, y los días de mercado las Marías bajaban de la sierra a vender. Extendían sus productos en el piso, y cuando las güeritas (mi hermana Lolis y yo) se acercaban a comprarles algo, éramos motivo de comentarios burlones cruzados entre ellas en su lengua. Eso pasó hace cuatro decenas de años, no recuerdo detalles, sólo la risa socarrona de una mujer que llevaba en la cabeza el rebozo vuelto un cordel compacto, como un moño-turbante, también me acuerdo de que tenía los dientes cafés y carcomidos, debía de estar enferma, su voz era vivaz y festiva, la tengo grabada al detalle. A las que he podido observar con mucho detenimiento y cuya memoria tengo bien fresca, son a las despachadoras de la oficina de correos de mi barrio aquí en Brooklyn, siempre atestada y siempre exasperantemente lenta. Hay dos cajeras chinas que se
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hablan entre sí en su lengua mientras lidian en su inglés lleno de acento con los peticionarios de un buti de lenguas, los más árabes, francófonos o hispanohablantes, aunque en este barrio hay de todo. Va de ejemplo esta escena: un caribeño ya entrado en años pide insistentemente que le den “guancrismás”. La primera sílaba, el «guan», pienso, puede querer decir uno, “one”, fácil de entender, y además el hombre hace señas con la mano derecha o con la izquierda, agita un dedo u otro, pero sólo uno a la vez. Sí, pues, uno, pero uno de qué, si es que es uno lo que pide. Las chinas alegan en su lengua, intercalan entre ellas comentarios, mientras que la que está despachando al Mr. Guan le dice en su cargado inglés: “I down’t ondershtand iueu”, y siguen entre ellas con su alegato, imagino que recitándose una a la otra una serie de “qué carajos quiere este güey”, lo mismo que estamos pensando muchos en la lenta fila, vuelta todavía más aturdida por el malentendido lingüístico. Alguien delante de mí, un árabe de barba espesa y bien rizada, ojotes negros, la cabeza cubierta con esas gorrillas tejidas que acostumbro encasquetarme en el otoño porque protegen magníficamente el cabello, vestido con su camisola gris larga de la que sobresale el borde de los jeans que rematan en un par de espléndidos Nike, dice con voz alta y muy clara, acento como de ex alumno de Oxford: “This honorable man wants to buy from you a Christmas stamp; please be kind enough to provide it to him”. ¡Ah!, quiere un timbre con imagen navideña, arbolito y demás, antes lo comprende el árabe políglota que la mensa mexicana. Me avergüenzo de mi torpeza. Las chinas regresan a su conversación privada, según el traductor se dicen “¡otro puertorriqueño que pide su nieve!”, “¡dásela de limón!”, y se ríen, primera –y única– vez que he visto reírse a las amarguetas. Se han ido poniendo más gorditas, viven cansadas, son gruñonas, se las ve de a tiro enojadas con la vida. No todo es negativo, cada día son más cercanas la una a la otra. Aunque la administración las ha ido separando, colocándolas en ventanillas cada vez más distantes (empezaron en la 1 y 2, ahora están en la 1 y la 5), se hablan a gritos de lado a lado del edificio en su lengua oriental. Ya no
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pueden acomodarlas más lejanas pero ni para qué intentarlo, la distancia no les hace mella, su nexo es indestructible. En el Beth Israel, las filipinas enfermeras no tenían un ápice de amarguetas. Teresa de Ávila seguía con su denme “¡agua bendita!”, en franco rapto de iluminada. Más enfermeras –todas filipinas– se reunían a nuestro alrededor, alarmadas por los gritos de la santa. El negro encamado les tradujo la petición de Teresa, a estas alturas emitido en desgañite. Las enfermeras alegaban entre sí, según el traductor decían: —Otra que viene por ración gratis de morfina. —Es una fresca, ni siquiera fingió dolor, se lanzó directo a pedirla. El negro pescó la palabra “morfina” de su plática, y les dijo muy dulzonamente: —No, girls –las dos regordetas parecieron halagadas con su girls–, lo que pide es agua del baptisterio, agua de iglesia. ¿No ven que tiene miedo? Tiene miedo, es todo. Miren, es su primera visita al hospital, les pasa a todos… —Cambió de lengua, al español, también sin acento, y se dirigió a Teresa—: Ahorita te traen tu agua bendita, mamita. Llamó a una de las enfermeras con un gesto y le dijo muy quedo al oído, también en inglés impecable: —Tráigale un poquito de agua, yo le digo que es de iglesia, ande, no sea usted así, téngale compasión a la monja. Deberían tenérsela. Todo es extraño para Teresa, no sólo la multitud de lenguas a lo Babel, el material de que están cubiertos el piso o las paredes, de pe a pa los teléfonos, las pantallas, los timbres de alarma que suenan continuo, las agujas metálicas perforando la piel y entrando a las venas, los tripiés cargados con bolsas de sangre, suero, medicamentos, las ropas de tirios y troyanos, los zapatos de las enfermeras (los de la más bajita tenían focos colorados en los talones), los relojes, un teléfono celular que repica y que algún pariente ha colado al área restringida, por no hablar de la cabeza rota que vimos pasar, era de un pobre infeliz que se había caído de un sexto piso confundiendo la terraza con el
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vacío. Cuando lo vi deslizándose hacia los rayos X, pensé que era un viejecito, pero cuando lo traían de vuelta, sereno bajo los efectos de los matapenas, sospeché que el distraído, güey o borrachales –dependiendo lo que lo hubiera llevado a perder el piso a tan peligrosa altura– tendría cuando mucho mi edad. Pensé por un momento en que nuestra situación no era tan mala, o por lo menos mucho menos mala que enfrentar a Teresa de lleno con las calles del siglo veintiuno, qué tal que se hubiera apersonado en Bryant Park, a unos pasos de Times Square, rodeada de rascacielos, automóviles, multitudes, las bocas humeando gente del subway. En comparación, el Beth Israel parece un convento. Tranquila, pensé, tranquila, Teresiña, no sabes lo que te espera, mejor serénate y vete acostumbrando porque esto se va a poner de aúpa. Y yo le apretaba el brazo con el mío para infundirle alguna tranquilidad. Las enfermeras alegaban en tagalo: —¿Un ataque de ansiedad? —Cuál, mírale la mirada. —Calmadita, ¿no?, ojitos de vaca. —Súper serena, le veo ojitos de pescado. —Es morfina lo que pide, no me cabe duda. —Ya dijo el loco que no, qué le insistes. —Yo digo que hagamos lo que dice el negro, le damos aguacualquiera… —De ninguna manera –dijo la jefa–, aquí no engañamosa los pacientes. —No es paciente, es visita. —Es paciente. —Es visita. —Es paciente. —No es paciente, ¿quién la recibió?, ¿dónde está el fólder con su caso? —El negro no es loco, tiene piedras en el riñón. —No, el de las piedras del riñón es el judío de al lado. —Las piedras del riñón no le quitan lo loco al loco. —Que no, que las piedras son del judío.
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—¿Cuál judío? —¡El de la tele!, ¿cuál otro? La respuesta para identificar a mi marido es porque en este pueblo hasta las enfermeras han visto el documental de Burns sobre la historia de la ciudad donde él aparece, en mucho mejor estado que el que lo tiene ahora postrado, aunque también con camisa azul, pero no del mismo tono, la de ahora es azul cielo, y además la de la tele no va anudada atrás, sino con botones al frente, como Dios manda. —¿Es judío el barbón? ¿Con ese apellido? —Yo digo que no. —¿Estás ciega? El dicho, mi marido, muy bajo el efecto de la mentada morfina, no puso ninguna atención a este alboroto; todo le parecía bien, el dolor se evaporaba, los párpados parecían pesarle un número incontable de kilos. ¿Teresa de Ávila? ¿Tagalo? Para él de plano era como que ni ocurría la escena. Teresa comenzó a gritar a todo pulmón. Las filipinas le tomaron las dos manos, seguramente con la intención de tranquilizarla, me la arrebataron del brazo con pericia de cirujanos, destrenzándonos sin que me dieran tiempo de reaccionar. La separaron unos centímetros de mí, lo suficiente para que yo pudiera verle la expresión de terror en su cara. Paró de gritar. Fue hasta este momento que salí de mi aturdimiento, supe que debía ganarme otra vez su brazo. Di dos pasos al frente para dejar mis cosas al pie de la cama de mi marido, empecé a desembarazarme del bulto. Creo que tardé demasiado en liberarme de mi éste. Sólo me faltaba, para tener las manos completamente libres, deshacerme del libro que todavía cargaba abierto de par en par, cuando Teresa musitó empalideciendo: —Esto será peor que mi estancia con la curandera en Beceda… ¡ay!… el tormento en las curas que me hicieron tan recias… Comprendí su horror ante la inminencia de la repetición del tratamiento de caballo de aquella curandera. Cerré el libro. Teresa se desvaneció. Literalmente, conforme se iba desplomando, también
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se iba desbaratando a ojos vistas, se nos desdibujaba, no de una manera brutal o abrupta, sino con una delicadeza digna de su persona. Así como había llegado a estar con nosotros en carne y hueso, se retiró. Se esfumó en nuestras narices. Fue en un tris. Las enfermeras volvieron presurosas a atender a otros pacientes, el negro grandísimo tornó a maldecir y a bendecir alternativamente en sus dos idiomas, yo me apoyé sobre la pila de abrigos, bolsa y bufandas, aplastándole los pies a mi marido –sin ninguna mala intención–, esperando apareciera el doctor y cuidándome muy bien de no volver a abrir el volumen de Teresa de Ávila, mientras que él, los ojos vidriosos por el efecto de la morfina, miraba no sé qué extrañas visiones.
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cristina Rivera Garza
El sí de Yoko Ono
Hay varias cosas que colocaré aquí: Una alberca luminosa, por ejemplo. Mira. Es una alberca azul de grandes dimensiones que está dentro de un balneario que se construyó en 1930 cerca de una costa. Poseo el cartel que lo comprueba. Esta es una escalera de caracol hecha de hierro, sinuosa y angosta, sí. Desvencijada. Ruidosa. Su último escalón da a una ventana. Del otro lado de la ventana está Yoko Ono sobre una escalera de caracol sosteniendo la palabra Sí en la mano derecha, y una lupa en la mano izquierda. Es para que veas mejor, dice la lupa sin que nadie le pregunte nada. Así es como nos damos cuenta de que no es una lupa sino un lobo. En algún lado de esta escena hay una enredadera. No la vemos, eso es cierto, pero podemos aspirar su aroma. La clorofila es a veces así. Abajo de la escalera de caracol hay otra escalera, pero ésta es de piedra. Viejas rocas. Grafito o malaquita, da lo mismo. Abajo de las piedras se yergue un teatro diminuto. Dentro del teatro, justo sobre el escenario, colocaré a un hombre de tirantes y sombrero panamá (estoy segura de que tiene dos rodillas) y a una pequeña bailarina con un vestido de tul y una diadema de insectos. Este es el momento en que se encienden las luces. Hay murmullos. Alguien tose. Habitantes de la casa del verano (esto lo dice una voz). Ex-habitantes de la intemperie del otoño y de la intemperie del
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invierno y de la intemperie de la primavera (continúa la misma voz: grave, limpia, masculina). Ex-intempéricos (pareciera que lo repite aunque en realidad lo dice por primera vez). Las luces han cambiado de color y de intensidad ahora mismo. Los murmullos se expanden por la platea. Alguien tose todavía. A esto en otros lugares se le conoce como silencio. Habitantes del siglo xix y del siglo xxi (continúa el eco a través de varios altavoces). Hombres y mujeres capaces de hablar en oraciones completas y cláusulas dependientes y vagones repletos de acentos. Queridos astronautas atados a objetos flotantes que miran sin cesar una libélula mientras imaginan una cueva. Todos los que se llaman Cuerpo de Té de Regaliz y de Menta. Es hora de que sepan esto: Estamos a un lado de la alberca luminosa, bajo una escalera de caracol que da a una ventana por la que es posible ver el sí de Yoko Ono, y bajo una escalera de piedra sobre la que, según cálculos, se han posado algunos cientos de millones de zapatos muy viejos, para presenciar, que es otra manera de decir comulgar, con una pequeña obra de teatro. Habitantes del verano (y aquí la voz alza la voz) toda conversación es un drama, eso se sabe. O una comedia. Ex-intempéricos, habitantes del siglo xix con dos rodillas y una escafandra, miren: (y justo aquí haré aparecer el sonido de un remo o de varios remos sobre las aguas tranquilas de algo que todavía no decido si es un río o una laguna o uno de los cuatro océanos) Este es el momento en que la bailarina avanza por el escenario dando de vueltas, una y otra vez, y otra vez y otra vez con su corto vestido de tul y su diadema. Los brazos en alto. Las piernas más resueltas. La actividad continúa sin cambio alguno hasta que, exhausta, sudorosa (el ambiente, de hecho, ha
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dejado de oler a clorofila para oler a sudor, un olor punzante que entra por las fosas nasales y se clava luego en los huesos), recargada ya contra los talones de los zapatos de charol del hombre de tirantes que ha puesto atención a toda la escena, sudando también, acaso exhausto de antemano, toma conciencia de lo que ha escrito con las piernas a lo largo de la pista: DEJEN QUE TODO MUNDO EN LA CIUDAD PIENSE EN LA PALABRA SÍ POR AL MENOS 30 MINUTOS AL MISMO TIEMPO. HÁGANLO CON FRECUENCIA.* Este es el momento en que los hago levantar los brazos y flexionar los codos y golpear una palma de la mano contra la otra. Ahora se miran, embelesados. Ahora dicen, aunque en realidad murmuran: El verano nunca había sido tan largo. La voz, masculina y clara, regresa por los altavoces del teatro: Habitantes de las escaleras y de las piscinas luminosas (incluso aquellos disfrazados de agentes ultrasecretos o de campesinos rusos o de mujeres con trece meses de embarazo), astronautas que miran el paisaje terrestre con esa larga, oh tan dúctil, con esa atroz melancolía, todos los que se llaman Cuerpo de Vapor de Agua que Hierve, esto ha sido, en efecto, una instrucción. Y aquí es cuando se apagan las luces y una cortina de terciopelo rojo cae con un pesado ruido sobre el escenario. Ahora un helicóptero arroja papeletas de cartón sobre una ciudad de grafito que ha estado desierta por al menos 121 años. Las papeletas contienen la palabra: Respira. Las palabras: Esto es un abrazo. ¿Es eso un bosque de taiga? Está bien, aquello es un bosque de taiga. ¿Hay alguien sobre el borde del trampolín más alto que, inmóvil, observa las aguas que brillan allá abajo? Sí, en efecto, hay alguien allá arriba, estático. Justo en este instante haré que los relojes digan la verdad. Ahora es cuando sonrío. Y, sí, alguien tose. * Yoko Ono, fragmento de Let´s Piece I, Spring 1960.
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Lauri García Dueñas
Cuaderno africano
Lunes 29 de julio de 2013, Ciudad de México-Ámsterdam. 0 Para no desentonar, lloré en el aeropuerto. Viernes 2 de agosto de 2013, Kisii, Kenya. I Mamas nos reciben en el camino de tierra el amarillo de sus vestidos parpadea algo conecta con el centro de mi cuerpo quizás esta es la primera bienvenida de mi vida y tengo una nueva abuela que me repetirá palabras ininteligibles para sanarme. Bailo y no pienso soy el danzante del fuego que alguien imaginó en otro [territorio. Me integro a lo desconocido. Me vuelvo el largo instrumento para beber del conjuro de mis [muertos. He venido hasta aquí para esto. Bailo y no pienso.
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Domingo 4 de agosto de 2013, Lago Victoria, Kenya. II Tal vez alguien toma la imagen para otro que no la puede ver tal vez vine hasta aquí para mirar el largo lago negro y sentir que una mujer blandía un pez muerto cerca de mí y que dos niños se acercaban para evitar mi maldición. Alguien me ha dado la luz pero todavía no sé para qué. II Leo: Loukoumas, Ahora puedo confesarte algunas cosas porque somos una sola carne, sino: nada. IV Martes 6 de agosto de 2013, Nairobi, Kenya. Cuando se hubo cerrado la puerta lloró como si su cara fuera un puño “buenas noches” dijo el filósofo griego cuando se despidió el [poeta incólume en el dintel la mujer en el pequeño reducto ya no puede decir. Al otro lado de la reja la ciudad espesó sus insultos la mujer recogió los restos plásticos puso en orden el aire de la habitación
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decidió que leer cierto libro convertiría de nuevo su cara en un [puño cambió de opinión y creyó en la posibilidad de que Hamlet espesara lo que ella no pudo decir esa noche. V Martes 6 de agosto de 2013, Nairobi, Kenya. Todavía está dentro de mí el hombre. Estas horas lánguidas en las que esperaré serán recreaciones de huesos de luz que todavía esplenden en los resquicios de un tiempo lejos. Miércoles 7 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda. VI Me toca aceptar que a diario vivo en medio de una avalancha [de información personal inútil innecesaria endogámica culposa y que cuando no la tengo o falla me desespero. Por lo que me entrego hoy a la posibilidad de estar a media luz sobre telas hermosas en una cama a 14.156 kilómetros de mi cama repasando mi cuerpo mi pensamiento
mi [soledad
No soy ese montón de dígitos ni palabras de otros.
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Miércoles 7 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda. El aeropuerto de Nairobi se quemó ayer. Un día después de mi [viaje a Kigali. VII El retorno siempre es un signo de interrogación. Sin cerradura. Viernes 9 de agosto de 2013, Akagera National Park, Rwanda frontera con Tanzania. VIII De este lado del planeta pienso en vos. Sentí haberte visto [felino ayer. IX Aquí hace 19 años los vecinos salieron con machetes a hacer pedazos a sus [vecinos ahora la gente habla de eso cuando me voy a dormir o susurra al respecto durante la cena. Un millón de vecinos asesinados por sus vecinos durante cien días por la gente que un día se tomó un trago con ellos en el bar por aquellos que se decían ‘buenos días, que te vaya bien’. Durante el genocidio este hotel se quedó vacío y los búfalos y los monos babuinos vacacionaron a sus anchas luego de que las personas mataran a miles de personas.
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Ahora una paz a medias tensa y meditabunda pero el rostro de ira de algunos vivos me hace pensar que en cualquier momento en cualquier lugar los vecinos pueden matar a sus vecinos así los edificios se quedarán vacíos y los animales vacacionarán a sus anchas sobre nuestros escombros. X Dicen que hay un elefante que se volvió loco durante los enfrentamientos porque algunos hombres mataron a toda su familia para comérsela dicen que hay que tener cuidado con el elefante solitario porque ataca a las personas. Y con razón, pienso. XI El mantel azul está bailando en la sobremesa de un desayuno continental al otro lado de la Tierra. Un hombre me cuida con un palo de los traviesos monos babuinos y me sobreviene la culpa histórica de que para escribir estas [manchas azules
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haya un hombre parado a mi derecha cuidándome con un palo de unos monos que creen que esta es [su casa y quizás lo sea. XII Ver a los monos comer flores rojas se siente bien. XIII De este lado, quisiera recordar toda la música me quito el obstáculo del sentido conservo la sensación del baile. Tarareo. XIV Cebras jirafas topis antílopes gacelas hipopótamos monos [pájaros. XV Almuerzo con Margot y nueve jirafas Masai en la cima de una [pequeña colina. Viernes 9 de agosto de 2013, Kigali, Rwanda. XVI Lost in traslation Cierta belleza desconocida en las fiestas de desconocidos me pone triste.
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XVII Sueño: Veo un caballo negro, negrísimo, su pelo flota en el viento, el caballo me muerde la mano derecha, me come la piel y en su lugar aparece una mancha de jirafa Masai. Sábado 10 de agosto de 2013, aeropuerto de Kigali, Rwanda. XVIII Mujeres musulmanas con su vestido como casa sonríen. Sábado 10 de agosto de 2013, aeropuerto de Nairobi, Kenya. “Está sujeto a su linaje: no le es dado, como a personas sin valor, darse gusto a sí mismo”, Hamlet, William Shakespeare. XIX Linaje-Estirpe Imágenes entrecortadas de diferente natura largas horas de espera en la autopista del territorio que no cesa trazos de un hombre jirones en una habitación pequeña más horas cuántas horas son necesarias para decir linaje estirpe y que el ideal de una belleza primitiva/repentina se resquebraje hasta que un caballo negro muerda mi mano [derecha y me dibuje una herida con la forma de una mancha que coincide con las de las jirafas Masai ayer.
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Un cúmulo de aguas acumulándose en el cuerpo sin conexión sin analogía un atrincherarse a la Tierra porque era necesario un temblor de aire un temblor continuo de esa sustancia blanda que algunos llaman alma charco en medio del esternón enfermedades de otros no es mía la enfermedad accidentes de otros no deseo mi propio accidente los miles de kilómetros hicieron crecer el pozo provocaron el terror de que alguien remueva la prótesis del [alfabeto. Confirmo que la excesiva búsqueda de sentido ocasiona una [irrupción insalvable en la traducción no es mi enfermedad, repito loading lost in traslation solo mi estirpe que se conectó telúricamente con el canto el baile los siglos el rechazo el tiempo se distorsionó y las niñas que escucharon palabras en otra lengua confesaron –sin cabellos– el arrebato ante el código olor a engrudo siglos de no oler (eso) que ya no nos pertenece ese-diferente-sudor ácido invade todo alrededor estirpe linaje susurro quedamente imposibilidad/ cierta tristeza por las fiestas de los [desconocidos el dorado de los pastizales la sabana la montaña las piedras las moscas [taladraron la paciencia y las curvas
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a la vista del felino arde el estómago de esos-siglos todo desaparece se desvía el lenguaje ante ese-felino a secas en la hojarasca [prodigando manchas ver un animal salvaje es saber que todo saber anterior fue a [medias pensamiento empapado en ese olor incomprensible en ese tiempo y abandono al que fuimos sometidos pero los niños dijeron adiós con la mano a la orilla de las carreteras las mujeres crecieron del asfalto en fotogramas de colores las bicicletas pidieron perdón por la falta de agua el pozo fue la alegría de los poblados rumbo a la ciudad el cielo se desplomó en su tibieza deslucida bailé con ese fuego antiguo que me devino rastrojo (palmas que se zurcen) ¿el zurcido del sexo? la oscuridad desde dentro con la distancia y el anonimato zumbando en el Dados Hotel subrayó la fortuna y si alguien me dio la luz y si no sé para qué tal vez he de apretar mandíbulas y sobre las cenizas de una terminal intercontinental clavaré a la tierra el flujo sanguíneo que palpita aún frente al lago ennegrecido a pesar de las maldiciones y peces muertos porque la sangre del linaje y la estirpe quedará intacta aun cuando termine este doloroso desplazamiento al que me entregué con la vehemencia que una se entrega a lo [desconocido.
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Domingo 11 de agosto de 2013, París. XX No sé cuántas veces tuve que quitarme los zapatos para los controles migratorios. Viajar es andar descalzo. XXI Hamlet me cuida. Jueves 22 de agosto 2013, Ciudad de México. XX Latitud Gran parte del viaje es volver repito mientras agito la copa para llevármela a la boca y marco números de teléfono para que me digan que no [pueden o no me contesten la lluvia desaparece en la liviandad y el oprobio de saberse [realmente solo en el mundo y el mundo una imagen totalmente equivocada de uno mismo. Conclusión: Tomar una cerveza en la barra de un bar es mejor en el exotismo de la compañía por ser remota.
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De este lado he despertado ya sin saberme recuperado mis células tercas que me persiguieron hasta aquí aceptado la dispersión del cuaderno africano afinado la latitud de mi propio folclor temblado mis dientes movido el dorso de la mano para saber que no hay nadie a mi lado en la cama y que el rumor el vértigo se mantiene intacto desde el Hotel Dados donde dije que no todos los amigos son amigos y reconocí la maldición de las sombras que juegan a [abrazarme.
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Francisco Serrano
4 Poemas de Diario de fatigas
Insonmio Subí las escaleras Subí las escaleras a trancos tropezándome No había nadie pero el ruido No dejaba dormir Deambulé de un lado al otro Nadie la bóveda nocturna Destilaba un vaho azuloso Te había dicho que no me siguieras Un murmullo tenaz estaba ahí Seguí subiendo sólo Para saber qué se sentía Cuando pude llegar a la terraza Supe que no importaba lo que hicieras Teníamos que cruzar el umbral Las cosas ya se habían puesto color de hormiga Con todo te fui fiel Y no cejé seguí subiendo Aunque el aire dijera lo contrario Al fin amaneció nos repartimos La noche cada quien
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Intrincación Les dije claramente les rogué Que no lo divulgaran Les pedí discreción Para el caso no bien me di la vuelta No hablaban de otra cosa Cada quien externó su parecer Que si ayer que si un énfasis que lo otro La cosa es que alguien sí la vio ¿Dónde? pregunté ansiosamente ¿Están seguros? Me dolió La crudeza lo insólito Del hecho el horror de la insidia Finalmente me decidí Estuve hurgando en sus papeles Con la vaga esperanza De encontrar un indicio Alguna señal algo Debajo de aquel cúmulo de notas Auténticas en apariencia Rigurosas precisas sistemáticas Un nombre alguna dirección Llamadas cualquier cosa pero nada No había dejado rastro Imposible saber cuándo tomó la decisión
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El desengaño es torvo Constatar que hemos sido Si no ingenuos sí crédulos cala hondo Y no hay nada que hacer Erré completamente en blanco Muchos días semanas poco a poco El estupor al fin cedió Pero no la congoja La niebla desde entonces no me deja
Rompimiento Que te quede bien claro Es inútil que llames Ya no hay nada que hacer Me dice con cierto énfasis Y un dejo de impaciencia Perdiste la oportunidad Para la próxima querido Vas a tener que ser más cauto Lo más probable es que no vuelvas A verme ni en pintura Convéncete no habrá próxima vez Y colgó abruptamente Aunque no me intimido No consigo librarme del desánimo Debo reconocer Que el reconcomio duele Y que la perspectiva de perderla De haberla ya perdido Es para-decirlo-alto insoportable
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El huevo azul 1 Yo tuve un huevo azul Un huevo bien plantado grande liso Y turgente de fárfara hialina Orbicular orondo encascarado De vivo azul turquesa ¡Ah qué elegante era mi huevo azul! Facundo y desenvuelto como pocos Sensible competente Dispuesto todo el tiempo a dar de sí Lo mejor a los otros Era un huevo ejemplar No le importaba el riesgo Factible ciertamente siempre De romperse la crisma ¡Qué huevo tan azul! decía la gente Viéndolo prodigarse Ante cualquier apuro No prestaba atención a la maledicencia Ni daba pábulo a murmuraciones Era para decirlo pronto Un dechado de garbo y de buenas maneras
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Yo le cuidaba la figura ¿Y por qué no decirlo? La reputación lo mimaba Lo guardaba en un sitio fresco y seco A veces por las tardes lo sacaba a pasear Le daba su maicito lo arreglaba Le acicalaba el pelo El huevo y yo compartimos muchas cosas Si cualquier panegírico era nimio Parangonado con su gallardía No era menos verdad que él no le daba La menor importancia Pero un mal día el huevo se paró Perdió de pronto el pulso no latía Y aunque no escatimé los medios de alentarlo Ya no hubo modo de que caminara No obstante todos mis esfuerzos No volvió a dar un paso Se pasmó simplemente Lo arropé lo curtí Le inyecté vitaminas pero nada Desde entonces no puedo tratar con ningún huevo De la forma o color que sean Desde luego los arduos blanquillos de avestruz O los pardos de pato o los de pez Simplemente no puedo No los tolero más Ni uno –íngrimo– de codorniz
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2 Mi huevo azul no toleraba el agua En los días de lluvia se recluía Ceñudo enfurruñado No le gustaba ni mirar la calle Se quedaba detrás de la ventana Ensimismado y triste receloso De quién sabe qué líquidos amagos Algún temor a hundirse a endurecerse A perder su color nunca lo supe Diagonal vertical finita o a raudales Fuera como cayera La lluvia le hacía mal Le ponía escamado insoportable Quería incluso sacarme mis trapitos Lo único era esperar a que escampara Entonces le volvía la clara yema al cuerpo
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3 Luminoso farol En la calle tinieblas en su casa Muchas veces el huevo y yo Discutimos nos enfrascábamos En discusiones más que bizantinas Era prolijo necio hasta ampuloso Lo que tenía de azul lo tenía De soberbio no soportaba Que le llevaran la contraria Pagado de sí mismo huevo huero Alardeaba de su galladura Y solipsista al fin Acababa mirándose el ombligo Le obsesionaba su perfil (Yo sospechaba que algo Lo estaba jorobando Pero nunca lo dije) Incubaba odios súbitos Y entusiasmos no menos sorpresivos Y cacareaba quizá Evocando su origen sinrazones Insostenibles (como él mismo Que no sabía estarse en pie) Frangible albuminado Nada veía más allá de sí Con todo he de decir que me hace falta Y que lo echo de menos Y hubiera preferido incorporármelo A tener que tirarlo a la basura ya inservible
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Julián Herbert
Cabeza de perro
Conseguí un fugaz empleo de estibador en almacenes de la Wilhelm-Kabus-Straße. Por más de 15 días tomé, en hora pico, el S2 en SüdKreuz, ese impersonal bastión de Schöneberg en cuyo interior (ballena transmoderna) media humanidad habla eslovaco y hay un montón de cámaras con letreros que dicen “Te Estamos Filmando” y existe un platillo típico llamado Burger King. Cada tarde, al salir del trabajo, tenía que viajar de contrabando desde ahí hasta el extremo norte de la Hundekopf, a Pankow, donde estaba montada mi tienda de campaña. Una pareja gay me había hospedado en su patio luego de que les enseñé, en una fiesta, a prender el carbón al viejo estilo coahuilense: usando solo una servilleta, un puñito de azúcar, un chorrito de aceite y un cerillo. A veces, si me tocaba hacer transbordo de plataforma, salía de los andenes hasta un estanquillo y compraba una cerveza de a euro. Si no, nomás aguantaba. Al menos desde Potsdamerplatz a Nordbahnhof, el trayecto era un asco: trenes llenos. El día de mi último recorrido (todavía no me enteraba de que los gays me habían echado tras un pleito de celos), gané asiento en el mero rincón de uno de los vagones, junto a una señora que hablaba por celular en una lengua marciana; o tal vez era húngaro. Frente a nosotros quedaban dos sitios vacíos. O casi: justo en la colindancia de ambos yacía, muy modoso y muy propio y muy bonito, un croissant mordisqueado. Parecía, visto de golpe, un espléndido mojón de caca rubia. Lo chistoso empezó en Anhalter Bahnhof. Cada nuevo pasajero ponía cara de alegría al notar, desde atrás del respaldo,
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junto a la puerta rinconera, dos butacas vacías entre tanto cristiano de pie. Pero luego, al venir hasta acá para sentarse frente a mí y frente a la voz de celular con guardabajos de la húngara, se topaban con el cacho de masa babeada y, evidenciando su asco, giraban la cabeza hacia otra parte o se quedaban ahí de pie, mirando fijamente el croissant, haciendo muecas medio estúpidas y sujetándose fuertemente al tubo. Luego de unos instantes de vacío referencial, se trasladaban hacia otra área del carro. El S2 terminó de colmarse en Potsdamerplatz. La indignación también. Algunos viajeros intercambiaban monosílabos (lo cual en alemán es muy difícil) y mutuas miradas reprobatorias: ¿cómo era posible que alguien, en este perfecto mundo luterano, se atreviera a dejar su bolo alimenticio sobre la silla de El Otro?… ¿Qué acaso no se enteran de que La Gran Pesadilla es el contacto sin control con fluidos y huellas digitales ajenos (a menos, claro, que se trate de románticos y ecológicos meados de zorro invisible dejados mansamente sobre el césped de Tiergarten, o de un tierno y silvestre erizo herido al que es necesario enviar al veterinario en un taxi)?… Mientras el tren agarraba una curva cerrada para ingresar a la estación de Friedrichstraße, sonreí para nadie imaginando el destino de ese incómodo croissant en el caso de que su domicilio hubiera sido el metro de la ciudad de México. El 70 por ciento de los pasajeros lo habría botado al piso del vagón sin pensárselo siquiera con tal de adueñarse del asiento. Y, de paso, habría derribado a tres o cuatro pasajeros que intentaban hacer lo propio. El 30 por ciento restante se las habría ingeniado para, además, echarse el pan al bolsillo. Con tal de aislarme emocionalmente de la cabina, acudí a un truco que nunca falla: entrecerrar los ojos como quien dormita y aferrarme a la botella de Berliner Kindl a medio consumir. Una pareja de jóvenes entró al vagón. Él era guapo y atlético. La chica tenía unas facciones extraordinariamente bellas pero era un poco gorda. Ambos vestían ropa deportiva y llevaban sendos iPods en la mano. Ella no paraba de hablar en voz bajita. Él nunca
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respondió. Imaginé que el mal humor de la mujer se debía a que su novio la estaba obligando a bajar algunos kilos a punta de dieta, discursos de autoestima y jogging por el Mitte en hora pico. Pasó lo mismo que antes: los chicos estaban a punto de sentarse cuando el croissant mordido (que a estas alturas se había vuelto ya una pieza de arte conceptual) les obligó a frenar en seco. La bella gorda soltó un par de grititos dirigidos a su compañero, como si él hubiera puesto el pan ahí. Mas luego, cuando ya casi llegábamos a la Oranienburgerstraße, con una valentía que dejaba en ridículo a decadentes hombretones herederos de inhóspitas cuanto extintas tribus bárbaras, la muchacha se inclinó y, con una delicadeza que la hizo bajar automáticamente al menos dos tallas a mis ojos, empujó tantito el pan con la punta de su iPod hasta incrustarlo en la rendija que se forma entre el asiento acojinado y la pared del vagón. Luego ordenó a su hombre instalarse junto a la ventanilla mientras ella, como si nada, se dejaba caer en la butaca del pasillo. Pensé: pendejo novio. Yo en su lugar me le hubiera echado encima a la novia en ese instante. Luego, de golpe, la carga de pasajeros se aligeró: los últimos parados descendieron en Nordbahnhof, y con ellos la húngara –pegada todavía al celular. El chavo atlético miraba cada tanto, de reojo, el cuernito clavado a la derecha de su asiento (supuse que temería que el pan resucitara de no sé muy bien qué clase de muerte) mientras la gorda seguía quejándose de algo invisible para mí. Lo hacía otra vez en voz muy baja –aunque ahora con menos mal humor. Así salimos del túnel e ingresamos a una zona arbolada mientras la voz automática anunciaba: Nächste Station… Para mi sorpresa, la chava choby se paró, besó a la carrera los labios de su acompañante y se bajó del S-Bahn en Humboldthain: una estación con pinta engañosamente suburbana, rodeada de abedules. Cuando cruzó la puerta del coche la seguí con la mirada y volví a pensar: pendejo novio. Yo en su lugar la dejaba caminar un poquito y luego la acechaba: la-trip-cochinita-y-ellobo-feroz. Entonces noté que el atlético joven me miraba fijamente mientras yo hacía lo propio con su chica. Me dio pena.
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Entrecerré otra vez los ojos y sujeté con firmeza mi botella de Berliner (vacía ya, para entonces). En Gesundbrunnen, el vagón terminó de vaciarse. Al otro extremo quedaban una pareja de viejitos, un ciclista malencarado y una señora pelirroja. Pero acá, de este lado, solamente el (ex) novio de la gorda y yo. Él seguía mirándome fijo. Yo aún pretendía dormitar mientras lo espiaba desde una rendija entre los párpados. El convoy volvió a ponerse en marcha. Entonces, como si se tratase de la cosa más normal del mundo, el chavo agarró el croissant mordido y, sin quitarme los ojos de encima, abrió mucho la boca, sacó toda la lengua imitando a Gene Simmons y comenzó a darle largos y lentos lengüetazos al pedazo de pan hasta empaparlo de saliva. Dejó de verme un momento para comprobar que ninguno de los pasajeros al otro lado del vagón había notado lo que él estaba haciendo. Luego fijó su vista nuevamente en mí mientras, metiendo la mano dentro de sus pants, se limpiaba con los restos de croissant el sudor y las bacterias del culo, los huevos y las ingles. Terminada esta labor se levantó, reacomodó el croissant entre los dos asientos con una diligencia digna de un museógrafo y, haciéndome un guiño (que yo fingí no ver), descendió del S-Bahn en la estación Bornholmer Straße. Yo continué hacia el norte, a Pankow, hasta la casa de los gays. Ahí encontré mi ropa y mi tienda de campaña tiradas sobre la banqueta. Toqué y toqué la puerta y nadie abrió. Acabé durmiendo junto a las escaleras del U-Bahn. Al menos era primavera.
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María Baranda
Sobre este más frágil espesor
El salitre chorreando de los ojos el salitre descascarado como un sonoro clavecín de la cabeza esa cabeza la cabeza que cuelga de ese puente el puente que está aquí delante. La cabeza es la boca de las sílabas y las sílabas deambulan por la noche. La noche es la silueta afilada de esa cabeza semejante a otra noche perdida en una noche. La cabeza, esa cabeza lleva su nombre tatuado en las pestañas dice: olvídame/ güey/ déjame como si fueran palabras nuevas y propias manoseadas por todos los voceros de la calle. La cabeza es algo así como el silencio que se ramifica en las esquinas de la palabra cable, es suyo ese temblor heráldico del cuervo, el denso caminar de la muchacha con tacones.
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La cabeza es más que tiempo, no toca tierra ni aire ni infierno, se desmaraña polvorienta en el idioma y se pronuncia seca en luz directa. La cabeza es exterior como una piedra individual si habla de ella un chulo metafísico en la acera, sufrida en máculas vacías, en cuencas, es ambigua como un niño que limpia río abajo la tristeza. La cabeza, esta cabeza, está colgada de este puente como si fuera un pedazo de basura que brillara empírica en el ritual de los salones planos, simples, acomodados en diversas geometrías del pensamiento. A veces, la cabeza oye palabras necesarias aunque sus oídos estén cerrados por enormes grapas. Habla del mal tiempo entre la escama, dice del mal chorro de la sed, hace muecas si en sus párpados brotan lentos los relámpagos como si fueran peces en el agua de un soneto. Alguien puede decir entonces, alguien puede callar primero, alguien puede juzgar el blanco cuello de gallo volado por la calle como ojo de vidrio o como voz y linaje de vecino en su herida de boca para el rintintín del viento el viento que aúuuuuuuuuuuuulla fanático y pendenciero.
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La cabeza yace tranquila, trasquilada totalmente abisal en el puente solitario, ese puente donde alguna vez oímos a los remeros hablar de ella como si fuera la tribu de todos los postigos como si resbalara por la sirga y fuera el áncora de la tripulación, el hipocampo visto en lontananza, la proa amanecida gimiendo en la otra orilla mientras los pájaros picotean su hervidero de voces tibias deslumbradas. La cabeza es un simple bebedero donde un señuelo es humo y el humo el canto corriente hasta los mismos ojos de un navío destruido en el sueño del sueño de los hierros y yunques trepidantes que forjaron el puente en el vacío. Quizás un día atrás, más atrás, muy atrás, en la gracia del aire concebido, como una moneda de tiempo alguien dijo: “suerte, que tengas un buen día” y la cabeza entonces tuvo un día de gozo y de buenaventura en el amor y como un cirio palpitante vio, porque alguna vez hubieron ojos en sus cuencas, caballos pardos trotando alados en el chillido del templo en el amor, un amor, ese amor, aquel amor primero en la burbuja del sol.
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Y la cabeza, como una reina de hambre en el vacío ahora cuelga expectante del zopilote y sus trabajos bulliciosos, se mira deshecha suavemente en el manto del mosco y la ciega ala renacida de un insecto cuando un carro de familia pasa zumbando su furia en el asfalto con la voz de madre, la voz diciendo en la caverna severamente condenando los ojos, la mirada en el grito “¡agáchense y no vean!” y los niños, los niños mirando, mirando, mirando, las veces necesarias para forrar sus párpados de fuego y sal en la fina ladera de la infancia. Esta cabeza ahora es un medusario en el ojo del pájaro, una Venus radiante y suscitada como sexo primario en las gallinas blancas. Y dile Irina ensabanada, Magdalena rugiente como instrumento de risa vigorosa, cazadora en el aire bajo tierra flotando, ¿y si fuera hombre en la tumba? Se llamaría Caronte, Heráclito, Poncio, Teófilo, Demónico. La cabeza sin sexo repica en remolino de rama alta y ruidosa y desplomada en el huerto de limones y naranjas o en el grito más hondo, más hondo, tan hondo “¡apriétame el pecho y bésame, bésame para morir bien pronto!”
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La cabeza cascada de salitre chorreando su pródiga suerte, su casa flotante, su sol y su bote desplumado con su tum-tum de sordera y su pardo estropajo abovedado en el pueblo, junto al Motel de paso para ícaros del camino y garzas de un álbum de finas heridas al borde de la carretera, mientras el auto sisea junto al arroyo y las flores revientan una última vez, una más, una más en las bridas de los álamos. Calabrote, cálamo, calavera, calaverita, bruja viva asustada, uva de mar podrecida bajo tierra flotando, en el aire desvaneciéndote, desvaneciéndote, miembro de qué familia ahogada sin alfabeto sin huerto sin bote posible y sin depósito, en la puerta de qué casa acurrucada, en un roce de hierba, un ahora casucha pestilente y análoga como el agua verde de los verdes peces en las ruinas verdes, ancha pala espantada, contradictoria y demótica plena de majaderías, cabeza, cabezota, hija de la chingada como un anzuelo que pende en el tribunal del vacío shh shhhh shhhhhhhhh ¿Quién pronunció alguna vez tu cara?
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Cabeza, cabeza moteada de espanto como una frágil ramita, un despertar anónimo y silencioso en nuestras camas abullonadas, nuestros lechos de sol y paraíso moderados por el rostro de dios, un dios, ese dios cualquiera como sonido de monedita y la cabeza, esta cabeza en el crin de la mañana, ¿Quién desplomará por ella su grito en la mañana? Ahora es un apenas sonido que pronto se acallará y se irá galopando en el lomo de la noche tuerta, se irá trotando hostigada por el óxido de la penumbra donde nadie renuncia a este país palabrero, este país sucedido al otro lado siempre del otro río, en el otro llano del otro instante justificado en el otro monte plano, se irá, se irá con su toque de plomo y su cristal de sibilina decorada indescifrablemente/ indistintamente/ indiscutiblemente en la horda hinchada de una tumba, otra tumba mejor y se quedará la voz flotante de los peces enlutados que susurran en el tablero de un taxi:
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México México
México
México
México
sonando como pistola herida: méxicoméxicoméxicoméxicoméxicoméxico sonando como cohete que revienta a la altura de un Imperio: Rá- Rá- Rá
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Mónica Lavín
La uña de Richards
No a cualquiera le llueve la plumilla de Keith Richards a sus pies. No cualquiera siente que la danza de esa cuña plástica por los aires, entre los rasgueos del requinto, contraviene al azar y la elige a una para doblar el cuerpo y atrapar ese aleteo fortuito. No cualquiera es herido de júbilo ante la vista de la lengua rollingstonera justo al borde del zapato (¿tenis?, ¿bota?). La memoria no retiene mas que el rojo de la lengua en la uña que ofreció Richards y que para envidia de los circundantes cayó a mis pies. La tomé como quien recoge una mariposa frágil, la prensé con fuerza y la elevé como un trofeo inusitado. Plástica, insignificante, efímera no sospechaba que sería mi salvoconducto para pasar trasbambalinas, cuando al final del concierto, Jagger me señalara y los vigilantes me escoltaran. Yo, entre los diez mil espectadores, había sido lamida por la venia de sus majestades. Me colocaron en un sillón blanco entre sacos y cajas con botellas de agua. Los técnicos estaban a la suyo y nadie parecía advertir mi presencia. Me puse a jugar con la plumilla y a sentirme incómoda por no mirarlos mientras tocaban la canción de cierre: Out of time. Entonces, entre tarareos y sumida en aquella blancura, noté una extraña estructura. Parecía una enorme jaula cubierta por una tela que dejaba ver el extremo inferior de los barrotes. La tela que la cubría llevaba impresa la lengua enorme, lasciva y roja. Quise espiar tras la tela, pero no me moví del sillón. Desde allí, buscaba sombras que se proyectaran en la esquina descubierta de la jaula. Algo que delatara al bicho que allí guardaban. De pronto vi
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la punta de un zapato rojo. Quise salir del sillón blanco, pero se escucharon aplausos. Los Rolling cantaban de nuevo: Lady Jane. Me estremecí (en verdad me gusta su melancolía), pero descubrir lo que habitaba esa jaula arrebataba mis sentidos. El zapato desapareció de la esquina visible. Dejé la vista quieta como si esperara a mi presa, al rato vi el zapato de nuevo atado a un pie que revelaba un trozo de pantorrilla pálida. En ese momento estuvo claro, muy claro. Comprendí que no era producto del azar tener la plumilla de Richards en mis manos ni estar atrás del foro a la espera de las piedras rodantes. Con zapatos rojos, metida en aquella jaula, estaba Ruby Tuesday. El tiempo debe haberse colocado de mi lado pues las notas y las voces se reblandecieron y estiraron y la baqueta de Watts ascendía y descendía con la lentitud precisa para que yo, desde el sillón blanco, entendiera aquella presencia enjaulada. La misma que al final del concierto estibaban en el camión de carga hasta el Four Seasons y pedían fuese colocada, cubierta, en el cuarto de Jagger o en el de Richards. Y que allí, los dos, con un whisky en la mano, descubrían para mirarla entre los barrotes; vestida de rojo con el pelo rubio canoso enmarañado indiferente a los rockeros cansados, lacios por el concierto, satisfechos y dispuestos a brindar con su musa. Jaggers le acercaba su whisky entre los barrotes pero ella lanzaba un zarpazo. —¿Qué te pasa, Ruby? ¿No te gustó el público de hoy? —Déjala, Mick, no está de humor. —Nunca está de humor. —Lo estarías dentro de una jaula. —Es diferente. A mí no me inventó nadie. —La inventamos hace mucho –dijo Richards mirándola cansado– Y no nos quedó mal. Sigue viéndose bien, en verdad, Ruby. —Le dimos el don de la mudanza. —¿Le dimos?, ni que fuéramos dioses. —Ruby es nuestra criatura –dijo Mick preparándose otra copa–. Y me fastidia discutir lo mismo concierto tras concierto. —Un día te voy a sacar, nena- la miró Richards.
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Ruby sentada en un rincón se lamía las manos ajena a la conversación. —Buen título de canción. —Para blues a la Richards. —Ves como la nena inspira todavía. —Al rato va a inspirar lástima. —No lo creo, anda persiguiendo sueños. —¿Allí encerrada? —No, en la canción. Ella es una canción. —¿Y qué tenemos a la vista? ¿Y qué cargamos con tanto sigilo de ciudad en ciudad? Te advierto que como canción es bastante estorbosa para documentar en los aviones. —No te quejes, que al rato disfrutarás que repose entre nosotros– metió Mick un brazo por los barrotes e intentó acariciarle la melena. Ruby quiso morderlo. —Se ha vuelto una leona. —Otra canción: Nena, te has vuelto una leona. Si te acaricio me muerdes… Salud, Ruby. —Sólo porque ese martes conocí a la pelirroja, lo siento Ruby– miró Richards su vaso afligido. —Y porque me lo contaste. Y porque la pelirroja no te dio su nombre ni su mano ni un beso y te enloqueció. —Eso no pasó, es la canción. —La canción es lo único que pasó. Lo demás no importa. Mira, aquí está la canción tras los barrotes. —Me hartas. —Pero te gusta tocar Ruby Tuesday– dijo Mick con soberbia. —Me encanta comenzarla. —A mí decirla. —Pregúntale a ella qué piensa. Debe estar fastidiada. —¿Te gusta, muñeca? A nosotros nos ha dado millones de dólares… —¿Y a ella? —Tú tienes la culpa por meterte tanta porquería.
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—Tú por meterte con ella. —Nunca me la he cogido. (Volteando hacia la jaula) Perdona, mi lenguaje, nena. —No estoy seguro de que no lo hayas hecho. —No. Ruby no es mía. —La tenemos en una jaula. —Es de los dos. —Pues yo la quiero soltar– dijo Richards decidido. —Sólo por las noches para dormir con ella. Aunque me gustaba más cuando dormíamos con ella una vez tú otra yo. No ahora que debe dormir entre los dos para que no le dé por escaparse como cuando tuvimos que recogerla en recepción. —She just can´t be chained… —Está encadenada a nuestras cabezas, de allí salió. —A mí me salió del corazón– dijo Richards simulando una voz dulzona. —A mí de los güevos. —Ya decía yo. —¿Y si le preguntamos a ella qué piensa? —Ella sólo piensa mientras cantamos. Ella sólo es rebelde e inquieta mientras su canción se oye. Ella vive tres minutos doce segundos cada vez, lo demás es esto. Y yo no pienso dejar de cantarla –insistió Mick. —¿No me digas que piensas que es necesaria su presencia para cantarla? —Ella es la canción. —¿Y si la soltamos? —Se va la canción. Es todo lo que tenemos. —Y dólares. —El dinero no compra musas. —Pregúntale a otros. Keith da un trago largo a su copa–. Dormir con la musa vaya perversión. —Vaya privilegio –se relame Mick–. Salud, Keith. Entonces Jagger toma la llave que cuelga de su cuello y la mete en el cerrojo. Ruby no se mueve de su rincón.
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—Ven, nena, es hora de dormir. Keith empieza a tararear la canción. Ruby se levanta lentamente, se sacude el polvo de su vestido rojo ceñido al cuerpo, sonríe y le extiende la mano a Mick. Mick le acaricia el pelo y la lleva hacia la cama. Quita las mantas y la acuesta suavemente en el centro de la cama. Keith no deja de tararear mientras se coloca en el costado opuesto. Los dos enlazan sus brazos a la cintura de Ruby y cada uno por su lado le dice Good bye, Ruby Tuesday, ciertos de seguirla cantando. Keith apaga la luz. No sé cuánto tiempo sostuve la plumilla ostentosamente contra el cielo oscuro y el escenario iluminado, contra los ojos de los que me rodeaban. Fue la canción la que me hizo reaccionar. Who could hang a name on you, when you change with every new day… No podía saber si Ruby estaba enjaulada tras bamabalinas, pero estaba segura que no había muerto. Y que no era sólo una canción.
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Mónica Lavín
Tardes con mamá
No es fácil tener una mamá que actúa como una abuela y una adolescente. Se conmueve con los bebés que ve por las calles; se detiene frente a las carreolas y cuando ve pies desnudos agitarse en el aire, usa frases como la libertad despreocupada de los bebés y dice que siempre nos traía descalzas, que los bebés con zapatos son ridículos. Y se le nublan los ojos. Enseguida dice que ya quiere tener un nieto entre sus brazos, que es la única posibilidad de oler la piel de un bebé. Luego se ríe y dice que no tan pronto, que nos falta mucho. La verdad es que a mi hermana y a mí nos gustan los bebés también y queremos que pronto haya uno en la familia aunque mamá diga que cuando tengamos pareja pues ella no va a mantener y cuidar a otro aparte de nosotras. Cuando vemos revistas o visitamos tiendas fantaseamos con la ropa que tendrán los bebés nuestros, sus nietos y ella insiste en que nos regalará la cómoda forrada de tela en que se guardó nuestra ropa. Eso sí, a la primera que tenga un bebé. Nos reímos pues la cómoda aunque tiene un valor sentimental para las tres, es un mastodonte que ninguna queremos tener en nuestra casa ni como refugio del vestuario del futuro hijo nieto que ingresará a la familia, a las tardes nostálgicas de mamá, a sus propósitos de coser de nuevo o de hacer galletas que esta vez no se le quemarán. Tardes así nos gustan a las tres y no es fácil tenerlas, mamá trabaja y luego tiene muchos compromisos y difícilmente se niega a una reunión o evento, pues le parece un desaire para con los otros. Mi hermana y yo estudiamos y vamos a clases de idiomas y baile por la tarde. Así es que es fortuito cuando hay una tarde
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sin prisa, para nosotras, para reírnos y platicar y sacar álbumes de foto y escuchar las mismas descripciones que si una nació con el pelo oscuro y alborotado, que la otra una pelona sin cejas, que una comía y dormía de maravilla, que la otra no rellenaba, dormía a pedazos, berreaba y se privaba. Como a la fecha, dice cuando se enoja. Sabe, como todas las mamás pues he visto lo mismo en casa de mi amiga Rafaela, cuando se sirve más, la madre dice te haría bien cuidarte un poco, y entonces Rafaela sube a su cuarto llorando porque le ha devuelto el retrato de su gordura frente a aquel plato de lentejas irresistible, dar donde duele. Y, para su desgracia, lo hemos aprendido. Ella lo reconoce cuando murmura Cría cuervos… y mi hermana y yo divertidas, como si le hubiéramos ganado la batalla, concluimos “y te sacarán los ojos”. En tardes como esas donde nadie tiene prisa ni pendientes ni el ceño fruncido y mamá no está pendiente de lo luido del sillón, de la taza que nadie recogió o del cuaderno que lleva una semana abandonado en el estante, nos da por ver revistas o mirar la tele. Entonces cuando aparece algún hombre guapo –que en los programas de televisión se dan en ramillete– las tres suspiramos y cada quien anuncia su preferencia. Mamá y yo coincidimos a veces, que si el mentón, que si qué bonita mirada, que si los labios; mi hermana normalmente se cuece aparte y ella se apunta por los más exóticos pero hay veces que mamá la secunda. Es interesante, me gusta su rostro cacarizo. Esos güeritos tan perfectos aburren. Mamá nos cuenta de algún chico que le gustó cuando joven, antes de casarse con papá, siempre añade prudentemente. Mi hermana y yo le recitamos las resobadas facciones del galán juvenil: sus manos largas, sus ojos azules, la barba partida. Acabamos riendo y contándole qué chico nos gusta y por qué. Y sacamos comida del refrigerador porque esas conversaciones nos dan hambre. Y cada quien prepara platillos por turno: salami con maggi y limón, pan con paté, tacos con salsa rematamos con un helado al que las tres metemos la cuchara. Esas veces mamá se divierte, le brillan los ojos y creo que, aunque la piel del cuello está arrugada y se le asoman las canas cuando
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le hace falta ir a la peluquería, parece joven. Casi la podemos ver con el novio de los ojos azules aunque mi hermana diga que los ojos claros son muy insípidos y que ella nunca se casaría con uno así de desabrido. Yo le digo que qué bueno que se encontró a nuestro papá porque somos unas hijas muy guapas. Y mamá nos mira orgullosas porque le he recordado el pasado de golpe y la edad, y la posibilidad de que sea abuela. Por eso hoy que es una de esas tardes en que las tres estamos en casa nos parece raro que mamá se haya subido a recostar y no baje para tomar el té de la tarde. Mi hermana dice que es por lo que pasó ayer, cuando llegó aquel muchacho con el que trabaja en algún proyecto. Yo le abrí y pasó a esperarla, mi hermana salía a su clase y lo saludó, mamá llegó apurada y yo me subí al cuarto. O sea que aparte de mamá las dos tuvimos ocasión de verlo. ¿A poco no es guapo?, preguntó mamá esa noche. Le confesé que al abrir la puerta creí que era un modelo, y me pareció raro que trabajara con mamá. Que hasta pensé que mamá haría anuncios y que ahora sí tendríamos dinero, o por lo menos no sólo actuaríamos como si lo tuviéramos sino que estaría allí para que no escucháramos más: esto está muy caro, ya me rebotaron el cheque, cómo pago las tarjetas… Y mi hermana dijo que era muy varonil, que ella se casaría con uno así. Y de pronto las tres nos sentamos en la sala, calladas como si fuéramos actrices en una obra de teatro. Después de un rato, mamá rompió el silencio y dijo pausada: por una vez tenemos los mismos gustos. Pero aquel momento no podía perjudicar nuestras tardes. Mi hermana que veía más allá de lo que resaltaba dijo que a mamá le gustaba ese muchacho. Estás loca, le contesté. Si es mucho más chico que ella y me dio vergüenza imaginar que mi madre lo miraba con los mismos ojos que los míos cuando le abrí la puerta: nerviosa, torpe, por aquella manera que tenía de sonreír, por su andar hasta el borde del sillón mirando como si no mirara. Fotografiando la casa. Ve por ella, le dije cansada de hacer bocetos. Ve tú, me contestó y nos quedamos inmóviles mientras la tarde se ponía parda.
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Mamá, le grité. Mi hermana encendió el televisor. Después de un rato nos miramos las dos y resueltas subimos a su recámara. Tocamos y no respondió. La creímos dormida y abrimos la puerta con sigilo. Pero mamá miraba al frente tensa, como si explorara la composición del acabado en el muro, y ni siquiera nos miró. Mamá, vamos a la tele. Tenemos hambre. Y mamá sólo movió la cabeza para arriba y para abajo, asintiendo. Cuánto tiempo ha pasado, dijo, y señaló las fotos de la cómoda: cuando me llevaba en brazos, cuando salimos de vacaciones a la playa, cuando terminé la primaria, en otro viaje, mi hermana y yo disfrazadas. Acomodó el brazo a su costado, abatida. Entonces nos sentamos en su cama y la abrazamos, cada una de un lado, y la dejamos llorar sin saber qué hacer.
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Paula Abramo
Poemas
Δαίδαλον Nadie nunca me dijo vaca, pero soy una vaca: me cosieron al mito. Me cosieron la piel con dolo a los huesos de roble. Ya no sé decir si tenía ruedas. El cuero no era mío, el cuerpo no mugía, o mugió tal vez con un grito prestado. Me metieron una reina que, según, brillaba como luna, pero yo no vi el brillo. Le presté mis costillas como amarres.
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La reina caminaba oliendo el cuero nuevo de mi cuerpo; mi cuerpo, en cambio, iba olfateando matojos de díctamo aplastados. Mi morro sin dientes, mi morro donde nunca hubo leche, del que nunca escurrió la baba fértil de la alfalfa, era un morro de vaca. Con mis ojos de piedra yo también vi al toro blanco, Lo quise adentro cuando se acercaba ¿a mí? ¿a la reina? Se acercaba: yo fui quien lo sedujo. Res extensa, mi piel nueva, recién curtida ἔξω τειχῶν en tinajas de seso y orina y alumbre y mierda, apestaba hacia adentro. Y, cuando el toro nos montó, clavó su propio sexo en sexo doble: la reina y yo acopladas. Y era una el eco de la otra, pero ¿cuál de cuál? Me cosieron al mito.
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La reina, luego, parió un monstruo; su esposo eyaculó serpientes; el toro enloqueció, arrasó ciudades Me cosieron al mito: me escondieron en un rincón del laberinto y yo, autómata, sin reina, recorrí, infinita, galerías. Yo soy una vaca parí quince novillos blancos de miembro articulado, parí a los toros carnívoros de la India, de cuernos giratorios. Yo rodé lenta noches y noches, me llevó el mar, me pudrí a medias, fui mascarón de proa en Salamina, fui zapato en Marsella, prótesis de brazo en Londres, leña en Estambul. Todavía mujo en algún claxon.
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Invocación bastante abstrusa Que venga el gesto deíctico enhiesto de hierba hipotética, hirsuto de oxitonísimas iotas e índice enfático. Que diga: mira despacito, observa el mar que todavía no es, pero será, sin duda será, iterativamente oleando, goteando en cuerpos de bañistas, casi casi como si el gerundio no fuera suficiente. Que venga y diga como sin querer: mira la mañana de gatos que vuelven a su diurna máscara de sueño. Y que luego se vaya el gesto deíctico, agotado hasta la ronquera de tanto indicar ése, allá, que se vaya diciendo yo, aquí, yo, hasta saciarse.
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Lupus eritematoso Qué manera de llamarle a esto mariposa, como si aleteo, destello esquivo de sepia, azul o plata; como si de pronto amarillo en un resto efímero de lluvia. Ninguna mariposa tiene este tinte de carne casi abierta, pero virgen de sol, de campo libre. Te dicen: mariposa. Como si acto seguido hubiera que embutirlo todo, todo de algodones, cerrar todas las ventanas, la luz está proscrita desde ahora y para siempre, hasta que los huesos se disuelvan en sal blanca, y la piel en retorcidos laberintos de eritema. Qué ganas de correrte las cortinas, de sacudirte la niebla [persistente en la pupila y enseñarte los penachos de un fresno inaugurando el año, allí, justo en la esquina de tu casa. Pero ya estás toda cruzada de pespuntes, llevas encima un amplio mapa histórico que indica la migración de la fístula, el orto rosáceo del mezquino, la neuritis que boreal, metálica, se embute en tu cadera.
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A esto le dicen lobo. Pero bueno fuera, mejor al menos una mordedura que esta geología imprecisa, demasiado acelerada de úlceras y aullidos, de torrentes de sangre corrosiva desbordándose en la sordina permanente de tus cócleas. Sacar, sacarte todos esos algodones, dejar que entren el polvo, las palomas, el salitre, abolir las gasas y el silencio, susurrarte: mantequilla, Samarcanda, esmerilado. Mostrarte el fresno de la esquina.
Despacho telegráfico Gobierno extiende a gobierno las finísimas atenciones de su saludo. Que no le cuenten. Un minuto de silencio oscuro aquí pra não dizer que eu não falei das flores de cementerio, para que no digan.
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Aquí viene, está, sin anunciarse, la hecatombe, el sacrificio inmenso se acerca, incinerado, disuelto en heridas afónicas, miembros cortados, muñón del muñón del muñón es lo que queda. Sílabas sueltas, arroyitos viscosos, tuntún de metralla borrando nombres; la rosa de los vientos despetalada. Había muchas historias que contar, el ritmo era otro. La mañana, los niños, la maquila, que ahora se mezclan con el lodo disueltos en pasmo y en silencio. ¿El ritmo era otro, las cosas valían de otra manera? ¿O todo era este mismo páramo ahora a cielo abierto en guerra por tasar la onírica fuga a los confines, sobre la vida misma del fugado?
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Cartago arada en sal, ni olivo en pie, ni campo en siega, ni suaves viudas para la venta quedan. Que no le cuenten. Venga a olfatear usted mismo: Informo. Rogo providências. Ciudadano de nombre Hermínio Cardoso, cruzó fronteras. 1.73, cabello largo. Ojos azules. Dos dientes de oro, quemadura en pantorrilla izquierda. Familia ignora las trazas de su vestido. Ningún tatuaje, ambas orejas perforadas. Un brillante en cada una. Familia describe, pide que lo encuentren. País de origen aclara, de paso, que no, que no paga
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repatriaciones. Si acaso encuentran, en San Fernando, como ojos de sapo, dos brillantes, dos dientes de oro, sonrisa hedionda de la negra, negrísima Ker, gobierno no paga restitución del cuerpo extraño, como espina expulsado de su cuerpo esplendoroso de nación pujante salve, salve. No paga. Que para eso sirven los países. Despacho telegráfico 506. Que no le digan. Sal mezclada con tierra mezclada con sangre. Muñón del muñón del muñón ya sin nombre de miembro es lo que queda.
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En memoria de Anna Stefania Lauff, fosforera la palabra alegría no dice salto al centro del charco sol abierto no dice inmersión matutina en tu iris flores de jacaranda arriba y abajo no dice mira ahí está el mar no hunde los pies en la arena cada tanto no sabe al primer sorbo del café de cada día la palabra dolor tendría que prohibirse quien escribe dolor se obliga a aclarar dónde y cuándo y por qué y si irradia punza corta hiede o raspa por adentro o por [afuera o ambas o si desemboca por ejemplo en unas ganas locas de /romperse todo contra un muro o en discreta náusea o en el absoluto pasmo del reptil que siente al gato de lo contrario es caligráfico desagüe de la culpa fácil justificación del verso en cambio la palabra cerillo algo tiene de breve y fricativa dos o tres dedos que se unen la palabra fósforo algo dice de incendio pequeñito pero ninguna de las dos explica verbi gratia que:
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In principio creavit deus caelum et terram. Terra autem erat inanis. Dixitque deus: Produtos tradicionais da Companhia Fiat Lux de fósforos de segurança, há mais de vinte anos fabricando e distribuindo fósforos em todo o Brasil. Dixit quoque deus: Por la niña, la mitad: salario del menor, menor salario, y en una de esas, si persevera y paga un cursito de dos años se convierte en aprendiz de fosforera. No cualquiera. Dixit vero deus: Marca Olho, Pinheiro e Beija-flor. Refratários à humidade do nosso clima traiçoeiro.
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Tum ait: Además no habla portugués, y el país del que viene quién sabe si existió alguna vez. Dixit quoque: Confie na mais alta qualidade da indústria suíça. Atque dixit: ¿Fosfonecrosis? Tonterías. Antimonio, clorato de potasio y alotropías rubicundas del elemento más fundamental. Su hija sólo va a moler un poco de cristal.
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Ait etiam: Palitos de embaúba, vários portes. Caixinhas com belos desenhos colecionáveis. Dixit vero: De ocho a seis. que traiga su comida. o dinero. Dixitque deus: Fiat Lux: pensando sempre nas nossas meigas e faceiras donas de casa brasileiras.
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Juana Inés Dehesa
Guácala, me gusta un itamita A Toby, feliz cumpleaños
Lo más difícil de todo iba a ser decirle a Esteban. La cara que iba a poner cuando le dijera que me gustaba un tipo del itam. Lo único peor que eso, creo, sería que le fuera al América o que fuera diputado de Nueva Alianza. El Metrobús, para variar, venía atascado. A fuerza de “compermiso, compermisos” y de encajar el codo cuando una viejita se me hizo la sorda, logré escurrirme como gato en rendija hasta el escaloncito que hay detrás del chofer. De vez en cuando pienso en la cantidad de bacterias que tiene que haber ahí abajo y sí me cuestiono si mi lugar de emergencia será tan buena idea, pero total, mis jeans viven cochinos, qué más da. Era eso o quedarme parada hasta Doctor Gálvez, la parada de Loreto. No es que me encante ir ahí, pero a Esteban le gustaba ir a esos cines cuando salía de su clase de Teoría Literaria porque decía que los lunes en la tarde no había gente. Y a veces, cuando la ocasión lo ameritaba, lo convencía de llevarme al Sanborn’s por una malteada de chocolate. Hoy, la conversación pintaba como para dos malteadas, la verdad. Apoyé la cabeza en la pared (si ya me iba a dar tifoidea a través de los pantalones, qué más daba adquirir algunos piojos) y miré mi celular. A partir del sábado cuando salimos de la comida, no habíamos parado de mensajear. Los fui pasando y eran como de secundaria: desde “¿y qué comiste?” hasta videos de YouTube y titulares de La Jornada. Y bueno, unas cursiladas espantosas, que nomás de verlas me daban ganas de beber Drano.
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“¿Ya en el Metrobús?” Era el de dos minutos antes. “Sí, en el piso.” “Le va a dar lepra.” “Ya sé.” “¿Lista para confesarle a Esteban que le entregó su corazón a un tecnócrata?” “¿Entregar? Yo no he entregado nada.” “No finja, Mariana; no es propio de comunistas.” Guácala. Lo único que me faltaba era comprarme un pony y un vestido con crinolina. Estaba hecha una cursi y una insoportable. Menos mal que ahí donde estaba nadie me veía, porque sonreía como mensa y sentía los cachetes rojos, rojos. A ver, yo no le entrego mi corazón a nadie ni muero por nadie ni nada de esas cosas; a mí hay tipos que me laten y tipos que no, y tipos que me hacen gracia y tipos que no. Punto. Además, llevaba dos años, desde que había salido de prepa, sin novio y tan tranquila. Bueno, tranquila no; estaba en friega entre trabajar de asistente de Estrada, el director de cine, y hacer la carrera abierta (mis papás se colgaron de las lámparas cuando pasaron los exámenes de admisión y vieron que yo no me inscribía; al final tuve que acceder a meterme a Historia en sistema abierto para que me dejaran de torturar con la importancia de tener un título universitario ), no tenía tiempo para nada. Ni ganas. Ni lugar donde conocer a nadie, la verdad. En la escuela había pura vieja o puro tipo súper raro, y nomás salía con Esteban, que ya habíamos sido novios un rato y con eso tuve, muchas gracias, y con Sandra, pero ella, desde que se fue a la Ibero a estudiar Teología, andaba súper rarita. Y en Santa Fe todo el día, así que teníamos años sin vernos. Por eso fue que terminé diciéndole que sí a la mensa de mi prima Lorena cuando me invitó a la dichosa comida. La organizaba un tipo con el que sale, pero, según ella, todavía no estaban saliendo “bien”, sino que habían salido nomás como dos veces, y entonces tampoco era que fuera su novia y que se iba a ver súper mal que fuera sola. O algo así. Yo mientras aquella hablaba
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sin parar (Lorena odia mandar mensajes porque dice que con tantas letras se hace bolas) estaba buscando en internet una bibliografía para una tarea, así que no es que le hiciera mucho caso. Sólo le dije que no, porque la vida me ha enseñado que a Lorena siempre hay que decirle que no. —¿Una comida con puro itamita? Ni muerta, gracias. —Bueno, creo que van a ir unos amigos suyos de la up. —No, bueno, ¡menos! —Ay, sí, Mariana, ándale. —¿Por qué no le dices a Fer? –Fer es su mejor amiga y, hasta eso, no es mala gente. —Porque tiene una boda. Ya le hablé. —¡Ah! –momento perfecto para hacerse la ofendida–, o sea que yo ni siquiera soy tu primera opción —Obvio no, Mariana, cómo crees. Pero ¿qué más tienes que hacer el sábado, a ver? Claramente, nada. Mis sábados, cuando no tenía llamado, se limitaban últimamente a ir al gimnasio y ver películas en Netflix. O, todavía más deprimente, a ir al cine con mi mamá, que yo creo que andaba preocupadona de que mi vida social se estuviera yendo al hoyo y hacía lo imposible por sacarme a la calle. Y ese fin de semana había amenazado con una retrospectiva de Gregory Peck en la Cineteca —Va, pues. ¿A qué hora o qué? Llegó a mi casa a la una. Yo pensé que porque era fiesta infantil y se nos iban a pasar la piñata y el payaso, pero no; en realidad, lo que quería era supervisar que fuera bien vestida y peinada. Tenía terror de arruinar su reputación presentándose con su prima toda andrajosa. —Esa blusa no –dijo–, ponte la blanca. Y los pantalones que traías en la comida en casa de la abuela. Se te ven mejor las pompas. No sé qué me horrorizaba más: si que se supiera de memoria mi guardarropa o que le pusiera tanta atención a mi persona. Con mi pelo, al menos, no tuvo tantos problemas. Me costó, pero encontré un corte que más o menos lo mantiene a raya y ya
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trato de desenredármelo más seguido, y de todas maneras no hay mucho que hacer con el pelo súper chino, como no sea alaciarlo, y eso toma horas y felices días, así que sólo me planchó unos mechones y ya. Peleamos, eso sí, por el maquillaje; yo quería algo leve, o nada, de plano, pero no estaba en discusión, aparentemente: sombras, delineador, rímel, más rímel, todavía más rímel y la boca rosa clarito. Terminamos saliendo de mi casa a las tres. Y, después de perdernos bastante, llegamos a la comida a las cuatro. Yo estaba angustiadísima. —¿Y si ya se acabó todo? Me volteó a ver por encima de sus lentes oscuros enormes y no dijo nada. Pensé que sería una manifestación más del enorme desdén que siente mi prima hacia cualquier persona que piensa que comer es una actividad divertida y saludable y no un caprichito que se dan los seres que no saben ejercer el autocontrol. Pero no, claramente, Lorena y yo no íbamos a las mismas fiestas. Aquí nadie se quedaba con su botella ni sacaba tacos de una canasta, como en las pocas a las que había ido con los dos compañeritos de la Facultad que se dignaban platicar conmigo. Aquí había una carpa inmensa, una barra con mesero y un asador con montañas de carne asada. Y el mayor amontonamiento de fresas que hubiera visto nunca. Las mujeres eran como clones de Lorena y todos los hombres tenían camisas azules, jeans oscuros y, diosantoquécosatanespantosa, zapatos. ¿Quién usa zapatos pudiendo usar tenis? Yo sólo porque Lorena me había obligado a ponerme tacones, pero, francamente, no veía la necesidad. Cumplí con ir a saludar al de la fiesta, que no resultó tan mala onda, y me fui a buscar una cerveza y una mesa. Era obvio que Lorena no me iba a pelar más, así que más me valía arreglarme por mi cuenta. La ventaja de trabajar con tanta gente, que cambia todo el rato, es que puedo obligar a cualquiera a convertirse en mi mejor amigo en veinte segundos. Como al tipo ese que estaba sentado en una mesa como hongo.
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—Hola. ¿Me puedo sentar? –Puse mi mejor tono y mi mejor sonrisa. Dijo que sí, que claro, y quitó de la silla un casco enorme de motocicleta y unos guantes. Mta. Iba a ser de ésos que pasan horas y horas discutiendo de marcas y curvas y carreteras. No. Resultó uno de ésos que trabajan con su papá vendiendo y colocando techos de asbesto y, lo que es peor, el asunto les entusiasma. Yo sólo pregunté, normal, ¿y tú qué haces?, y ¡mocos!, que se avienta un rollo como de quince minutos sobre todos y cada uno de los detalles de su chamba. Al principio, yo como que lo oía y hasta le echaba ganitas y trataba de participar, tipo “ah, qué bien”, y hasta le hacía preguntas (qué tal que era el hombre de mi vida y mi primera película la iba a financiar el asbesto); pero después de un rato como que se me fueron acabando las preguntas y hasta las ganas de vivir. Ya nada más lo oía y le iba quitando pedacitos a la etiqueta de mi cerveza. Finalmente, cuando terminó y fue su turno de preguntarme qué hacía, como que la respuesta lo sacó de onda. —Ah –fue lo único que dijo–, dicen que el cine mexicano es todo una porquería, ¿no? Le dije que tenía que ir a hacer algo muy urgente, que orita regresaba. Fui a la barra por otra cerveza. Había un tipo peleando con una bolsa de hielos que se veía que estaba tan perdido como yo. De entrada, no le habían avisado lo de la camisa azul obligatoria o algo, porque llevaba una playera negra y unos jeans claros. Los zapatos no los alcancé a ver porque justo cuando yo me acerqué, azotó la bolsa de hielos contra la pared para romperlos y lo que se rompió fue la bolsa. Fue tal su cara cuando le quedaron los pies cubiertos de hielo, que me dio un ataque de risa de ésos incontenibles y que me hacen tan popular. —Eso no resultó tan bien –dijo. —No, evidentemente –le contesté–, aunque los del itam te dirían que no es un problema, sino un reto. —Pues entonces lo afrontaremos como tal.
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Lo vi levantar el hielo y llevarlo a la cubeta de las cervezas, como hormiguita. Cuando terminó, sacó dos cervezas y me ofreció una. —Gracias por el apoyo. —Cuando quieras. Se río. Tenía una sonrisa chistosa, como que se le levantaba la esquina derecha de la boca, pero no fea. Nada fea. Y los ojos del color del café de Sanborn’s. Tampoco nada feos. Y sus chinos, negros, andaban más incontrolables que los míos, hacía ya un ratito que no se cortaba el pelo. Pero tampoco eran nada feos. Me gustó, pues. Le dije mi nombre. Me dijo el suyo. —¿Toby? ¿Neto? —No, pero es una larga historia. Me dijo que me había visto ser víctima del tipo del asbesto. A él ya le había tocado un rato y sabía de lo que estaba hablando. Nos reímos muchísimo del pobre. Terminamos sentados en una mesa, platique y platique. Casi me desmayo cuando me salió con que estudiaba Ciencias Políticas en el itam. —¿En serio? –Fue como escuchar que Santa Claus no existía. —En serio. Algo se me debe haber notado, porque se cruzó de brazos y me preguntó: —¿Nada más por eso me va a poner en su lista negra? –Otra vez la sonrisa chueca– ¡Cuánta discriminación! Le dije que lo estaba considerando seriamente. Me dijo que por qué. Le expliqué que mi experiencia con los de su escuela era fatal: que todos eran unos arrogantes. Pensé que a lo mejor se ofendía, pero no se veía que se ofendiera muy seguido. —¿Y en la unam? –me preguntó–, ¿cómo son? Le iba a decir que no éramos nada arrogantes, hasta que me acordé del idiota de mi clase de Metodología que cada vez
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que levanta la mano es para citar a Nietzsche. Mejor le dije que al menos ejercíamos la conciencia crítica. Se rió más. —Claro, por eso siguen pensando que Fidel es un héroe… A mí, la verdad, no es que Fidel me parezca un héroe, más bien me da un poco igual, pero en ese momento me injerté en la jefa de propaganda del Partido Comunista y me aventé unos rollos de esos que escuchaba decir a mis papás cuando era chica, sobre la revolución y los poderes fácticos y el proyecto latinoamericano. Una cosa horrible. Discutimos toda la tarde. Resultó que siempre sí había comida para todos y me consiguió platos y platos de carne. Nos divertimos como enanos. Hasta que vino Lorena a decirme que ya nos íbamos. Creo que el dueño de la fiesta no la trató con la reverencia que ella siente que merece, así que le puso tache y decidió abandonarlo. Yo, por mí, me hubiera quedado citando más estrofas de La Internacional, pero Lorena me puso cara de que nos íbamos ahorita, pero ahorita, así que no me quedó más remedio que despedirme, intercambiar teléfonos y aventarme el tiro de que me dijera “a ver si luego nos vemos, ¿no?” Que en mi experiencia quiere decir “voy a olvidarme de tu existencia en cuanto cruces la puerta”. Pero no, apenas íbamos saliendo del fraccionamiento, y me llegó un mensaje. “¡Un gusto! Nos vemos luego.” Supongo que la sonrisa se me notó cañón, porque Lorena me preguntó quién era. Le dije. —¿El de la playerita y los lentes? –volteó los ojos al revés–, ay, prima; de veras que tienes un ojo para los intensos pero tipo cañón, te lo juro. Lo de menos era que fuera intenso. Que sí era, igual que yo y que todos los tipos que me han gustado en la vida. El problema estaba en que fuera itamita. Bueno, y que se juntara con tipos que usan camisa azul y te dicen “niña”, aunque luego me explicó
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que no eran tan malas personas, sólo un poco aburridos. Pero, sobre todo, la parte de admitirle a mis amigos que me gustaba un itamita, ésa era la que me mataba. Como ahora a Esteban. Que, claro, cuando me vio revisar compulsivamente mi teléfono cada diez milésimas de segundo a ver si no me había escrito, se dio cuenta de que algo pasaba. —¿Y ora? ¿Estamos esperando mensaje? ¿De quién? —De nadie… Estrada quedó de mandarme unos presupuestos. —Sí, ajá. ¿De cuándo acá tan eficiente? —Yo soy súper eficiente –Tomé un trago de malteada sin levantar los ojos–. Son urgentes. —Nah, no mames, Mariana. Eso es un güey. ¿Quién es? —Nadie, te digo. Pero Esteban no se deja convencer así nomás. Cruzó los brazos sobre la mesa y se me quedó viendo a los ojos. Me empecé a reír como tonta. —¡Oh, pues! ¡Que nadie! –Pero la risa nerviosa no ayudaba en nada a mi argumento. Total, me sacó la sopa. Le dije que lo había conocido en una comida y que me gustaba mucho. —Sólo tiene un problema –dije. —Mta. Seguro es de la up… —No –Ahora sí, levanté los ojos–. Es diputado de Nueva Alianza y le va al América.
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Jorge F. Hernández
Eso que se diluye en los espejos*
Sabes de qué se trata. Has escuchado o leído este tipo de relatos y seguramente conoces cómo se tipifican estos crímenes. Todo lo irás recordando como una vaga imagen del pasado, porque todo esto será como un sueño tranquilo, como una lectura en silencio. En otros tiempos quizá se vuelva una costumbre terriblemente cotidiana, pero aquí y ahora, está muy mal visto. Sabes que tu barrio y tus costumbres son minucias ante la oficialidad monumental que te espera. Todo es parte de un silencioso desembarco que aquí se inicia en tu recuerdo. Las imágenes reflejan su recorrido como si fueran escenas de una película gris y borrosa: una residencia de lujo, las plantas silenciosas y unos espejos que reproducen el choque de copas y la caída accidentada de un collar de perlas. Es como si los espejos guardaran la imagen íntegra de aquella fiesta en tu mente, ¿qué más les queda? Nunca más podrán reproducir las risas ni los secretos. Esa mansión ya quedó clausurada por las autoridades. El silencio de tus recuerdos se va volviendo cómplice de tu condena. Es un aullido callado, acusador, como los momentos sin un solo ruido que de niño te confirmaban la magia de tus trenecitos y la culpa escondida de tus mentiras. En silencio estas letras van formando visiones que se diluyen en los espejos de tu recuerdo. Te faltan pocos párrafos para ir a entregarte. Abrirás la puerta como siempre lo has hecho y saldrás con cierta prisa, como saliste ayer, como lo haces a diario. Quizá * Escrito en 1984 bajo el título El crimen perfecto.
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te convenga afeitarte, procurar la elegancia y lucir tu corbata roja. Al llegar, simplemente entrégate, bien sabes que no es necesario describir los hechos –la prensa ya se encargó de reseñar detalladamente tu hazaña– y son muchos los que, de boca en boca, han memorizado el número de muertos y los enigmas de tu crueldad. Los recuerdos que quedaron encerrados en esa residencia de lujo la han convertido en la mansión de tu propia mente. Una casona callada y fría que te desconcierta hasta calentarte las sienes. Los pocos muebles que no fueron alcanzados por las balas o salpicados con la sangre de tu noche son ahora los únicos habitantes de esa casona abandonada en tu memoria. Son como fantasmas que encarnan toda tu existencia, residentes de tu mente, inquilinos del recuerdo. Vuelan y desaparecen en los espejos de tus sueños enmarcados en maderas decimonónicas, doradas y colgantes. De joven, en tus delirios confundías a los espejos con ventanas; los veías como cuadros de agua espectral, estanques poblados de sueños como si fueran paisajes de un túnel que se abrían ante tus ojos como pasajes a lo imposible. Pensabas que al incorporarte al vidrio despertarías en un lago de dimensiones infinitas y en medio de una placidez interminable. Esa noche, que ya es tu noche, veías en los espejos de la casa del crimen las lámparas de mil cristalitos como si fueran las olas de tus lagunas mentales, y en su reflejo escuchabas la música en vivo y sentías correr tu sudor, pero sin nervios. Dos copas te ambientaron, te redujeron a la plática y abrieron tu apetito. Ese sabor picante del hielo convertido en agua de whisky se mezclaba con tu saliva con la misma amargura que tienen los rencores incomprensibles. Tarareabas un tango mientras te iluminaba un candil con oros; luz tenue que no dejará de ser amarilla, como una luz de madrugada, como la nieve que nunca se derrite en tu memoria. Tarareabas al son de la legítima plata Christophle, mientras tu traje de luto se paseaba entre los exagerados azules de la auténtica cerámica de Talavera, las
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alfombras ocres y los repetidos destellos de la elegancia que te rodeaba. Formabas una melodía interna al contemplar las imágenes que se deslizaban en tu mirada, reproducidas, multiplicadas en tus espejos. Alargaste tu tonadita cuando saliste al coche por las metralletas. No tardo, es que dejé en el coche mis cigarros… No, de verdad, no es necesario. En serio, no tardo y además, no hace falta… si dejé mi coche hasta delante, ¡Claro!, fui de los primeros en llegar… No camines todavía, termina de leer. Entiendo que quieras cerrar los ojos, incorpórate y recrear tus pasos al coche. El jardín se ve más grande en tu recuerdo; con estas letras lo imaginas inmenso. Te distrajiste un momento al ver las velitas que flotaban en la piscina imperial. Si fuera de día, sería una alberca cualquiera, pero de noche es una piscina de residencia de lujo con velas que son reflejos en un espejo acostado que te invitan a sumergirte. Sentiste ganas de nadar, pero no. Tú tenías que cumplir tu sueño. Estaba todo arreglado. Recuerdas tus manos al abrir la cajuela del coche. Primero levantaste la metralleta más grande; no sentiste el peso hasta cargar con la otra. Ni te molestaste en cerrar el auto; sentías prisa por volver a tu fiesta. Tu paso firme, arrastrando suficientes cartuchos como para abatir a un ejército. Subes los escalones de la entrada de mármol, sólo te ha visto un hombre que está en la puerta de la calle. Él piensa que las armas que llevas en brazos son una broma más de la fiesta. Al periódico declaró que en todas las reuniones de esa mansión hacían “loquera y media”. La primera ráfaga sonó como si las balas fueran tamborazos de la banda de música. Muchos pensaron que eran cohetes del más puro despilfarro. Los espejos se metían a tu vista bamboleantes porque tu cara, tus brazos y todo tu cuerpo vibran como un terremoto. Hacías fuerza para poder pasear tus metralletas de izquierda a derecha, como un regadero de muerte. Sentías cómo las balas perseguían a los gritos y rompían los cristales de tus espejos y esas ventanas que para ti son lo mismo. Veías cómo se teñían de rojo los fracs. Rojo y negro, declarando la vida en
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huelga. A tus pies rodaban las perlas, oías los gritos… los sigues oyendo con sólo leerlos. El recibidor y la sala convertidos en una magnífica pintura horrorosa: los meseros vestidos ya de rojo total, boquiabiertos, jadeantes algunos, muertos la mayoría. Montones literales de gente estorban tus pasos, pero sigues firme, rematando. Que no se escape ni uno solo. Te recreas masacrando al pavo que reposaba en la mesa y de un solo golpe rompes los cisnes de hielo que decoraban la escena… los echas a volar… hacia los espejos. Se te confunden las lociones y los perfumes con los olores de muerte y sangre. Algunos de tus fantasmas quedaron con los ojos fijos, mirándote horrorizados para siempre. Ahora ves los charcos rojos en las alfombras terriblemente persas y uno de los músicos tiene la última osadía de quejarse cuando le atraviesas la garganta con el pico de la chimenea. Recorres la sala pisando manos y caras. Todos reproducidos para siempre en el terrible silencio de tu recuerdo, su propia tragedia en estas páginas. Escuchas ruidos que vienen de arriba, de alguna habitación. Al subir, los encuentras vistiéndose. El asco que te da ver las canas demasiado blancas del viejo te impulsa a despedazarlos con tus propias manos; la muchacha pelirroja llora inmóvil, intenta huir. Te gusta ver cómo se le empapa la ropa interior con su sangre. Disparas la última ráfaga a las almohadas llenando de plumas la habitación, como si limpiaras las risitas y los quejidos que se vivían aquí hace unos momentos. Fumando, bajaste la escalera. Tu cuadro de horror sigue inmóvil; ni un solo muerto ha cambiado de lugar. Sales de la cocina tranquilo y sin importarte que te puedan agarrar o que te estuvieran esperando. Todo lo recuerdas como una visión borrosa, un reflejo en un espejo viejo y manchado. Al leer estas líneas te preguntarás si es simplemente un cuento, un sueño de los que sueles inventarte. Quieres incorporarte y huir, dejar estas hojas y salir corriendo. Sabes que eres culpable. Al leer estas líneas has recreado los gritos y la angustia. Estas hojas se han vuelto un espejo de papel.
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Con sólo leerlas has recreado los oleajes de tu memoria borrosa. En tu mente has vuelto a leer esas caras espantosas, has recordado los olores y aquella tonadita de tango. Piensas que no puede ser cierto, pero te intrigan tus nervios. Dudas, como la primera vez que te viste en un espejo. Eres otro. Los planos se intercambian, los lados cambian de sentido. Al afeitarte verás que la navaja en tu mano derecha amenaza con cortar tu mejilla izquierda; los lados se intercalan, todos tus planos son un contrasentido. Trata de recordar tus actos, todo lo que has hecho desde hace un mes, desde ayer; no puedes, te confundes. Prefieres olvidar. Intuyes que todo salió como en un sueño; nadie te vio ni mucho menos capturó. Sabes que fue de noche, vestido elegante y en una desconocida residencia de lujo ajeno. Nunca has sido sonámbulo, pero no importa, porque da lo mismo si mataste dormido o insistes en el consuelo de olvidarlo. La culpa es la misma. Según crees, llevas una vida normal; tus amigos, tus calles, tus rutinas… Sientes miedo porque ya es inevitable tu entrega y el despertar retrasado de esta pesadilla que creías desconocer. Tus imágenes se consumirán en pocas líneas y te entregarás sin mucha explicación. No será necesario hablar de estas paginas ni pedir confesor. No te despidas de nadie y procura no pensar. No intentes explicártelo, no lo entenderás; tu recuerdo, aunque lo releas, seguirá siendo vago y casi ausente. Mejor entrégate, deja estas páginas que sólo han servido para intentar reflejarte. Deja de leer; quema, guarda o, mejor aún, regala estas líneas. Apresúrate, después de todo, sabes que sólo entregándote completas las letras que hacen de este reflejo el crimen perfecto.
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Sandra Lorenzano
Manos* (fragmentos)
1 Cada vez que pone las manos sobre el teclado de la computadora se descubre una nueva herida. Son pequeñas, algunas casi imperceptibles. De pronto se da cuenta que tiene una gota de sangre seca en el borde de las uñas. Como si durante la noche se hubiera estado arrancando los pellejos. ¿Hace eso por las noches? ¿En sueños? ¿Será una sonámbula obsesionada con las manos? Hace poco leyó algo de Sábato (¿en Antes del fin?) donde habla del sonambulismo que tenía en la infancia. Su madre le contaba cada mañana el episodio de la noche anterior: él se levantaba de la cama, iba al cuarto de los padres y hablaba. ¿Estás segura? preguntaba dudoso y asustado. Quizás lo que leyó no sea exactamente así, pero ésa es la historia que recuerda. Piensa que a ella nunca antes le había interesado ese tema. Tampoco está segura de que le interese ahora. Nadie le ha dicho que hable o camine cuando está dormida. Pero le preocupa ese ir arrancándose la piel de a poco, sin conciencia de hacerlo, y descubrir las marcas al día siguiente al apoyar las manos sobre el teclado. Tiene la certeza de que esas heridas contaminarán de alguna manera lo que escriba. Ha llegado a pensar incluso en ponerse guantes para escribir. ¿Guantes de cirujano para no perder la sensibilidad en la yema de los dedos? Un bisturí cada palabra. Y la gota de sangre. Seca. * El texto presentado a continuación es un fragmento del libro inédito de prosa
poética Herencia.
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2 Antes de tus ojos suave hermana, las moscas se resecaban sobre la tierra. Eso es lo que dicen los cubos con los que juega a hacer poesía. “Haikubes”, se llaman. No le interesa hacer versos de cinco y siete sílabas, sino dejar que las palabras fluyan confiando en el azar y en el misterio de las imágenes. ¿”Suave hermana”? Le molesta un poco el adjetivo. Sacude cuatro dados a ver si el nuevo resultado es mejor: tortura, superficie, clamor, agua. (…) Tampoco. Se queda con la suave hermana. Combinar “reseca” con “agua” es un demasiado obvio. “Tortura” es una palabra que no le gusta. Leyó alguna vez los testimonios del Nunca más. Ayer alguien le contaba que también a los migrantes centroamericanos les arrancan las uñas. Uno de ellos –apenas un adolescente– no se atreve a salir del albergue. Lleva meses encerrado ahí. Llora en las noches. Cuando duerme. Grita. Empezó muy chico a ganarse unos pesos asesinando en su país a quien le señalaran. Dice que cuando cierra los ojos se le aparecen los rostros de esos muertos. Quiso llegar a Estados Unidos para reencontrarse con su hermano mayor. Lo detuvieron en la frontera. En la del sur. Lo torturaron. Y ahora grita por las noches. Ella se mira los dedos y las pequeñas gotas de sangre. Otra herida en la muñeca izquierda. La tiene desde hace varias semanas. Le había parecido que ya estaba cicatrizando. Pero hoy vuelve a ser de un rojo encendido. ¿Se quitará la costra en sueños? 3 Sabe que de chica dibujaba personajes sin manos. Rebatía cualquier invitación a hacerlas explicando al adulto de turno que le resultaba muy difícil. Cuando escuchaba las interpretaciones psicológicas que les daban a sus padres, sentía que hablaban de otra persona. Nadie parecía darse cuenta que el suyo era un problema puramente estético.
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4 Se extasía mirando las manos ilustradas que ha fotografiado Shirin Neshat. Historias infinitas narradas en las palmas de alguien frente a una pistola. Caligrafía exacta. Imagina un pincel que, mojado en henna, dibuja los sueños amenazados por no sabemos qué afán de borrar a los tejedores de historias. Podrían ser también imágenes esbozadas con sutiles puntadas sobre la piel. Un camino de sangre apenas insinuado llevaría al origen del relato. Ritual de mujeres que sella así las complicidades de la memoria. Caricia, golpe, cuna, cuenco. 5 Hoy despertó con una nueva herida. En la muñeca derecha. ¿Contra qué se golpea cuando duerme? Sus manos parecen independizarse del resto del cuerpo. Recuerda la historia de un soldado cuyas manos ignoraban lo que hacía la compañera. Como si pertenecieran a dos personas diferentes. Una llevaba la comida a la boca. La otra se la arrebataba. La herida de la muñeca derecha es más profunda que las demás. La izquierda la acaricia sorprendida. Las apoya sobre el teclado: el haikú tendría que hablar de algo diferente. Ni tortura ni tierra reseca, hermana. El azar le regala “nunca”, “lugares”, “inventar”. Ella sólo percibe una imposibilidad, pero no se atreve a descartar ninguna de las palabras. Acomoda los tres dados junto a la computadora. Intenta ignorarlos. Como si no hubieran llegado ahí convocados por ella misma. Como si el juego aún no hubiera comenzado. Siete sílabas. Cinco. Siete.
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6 Los lugares del nunca Del caracol Inventan serpentinas Guarda los dados. Podría dibujar esa imagen sobre las palmas de las manos que alguien le ofreciera. Con un delicado pincel mojado en henna. O con suaves puntadas que apenas atravesaran capas de piel transparente. Un caracol avanzando despacio entre los dedos. 6 La persigue la imagen perturbadora de un bebé con las manos cubiertas. Alguien le ha contado que les ponen medias para que no puedan chuparse los dedos. ¿O lo ha leído? Tal vez ella dejaría así de lastimarse. Imagina las pequeñas gotas de sangre sobre la media que no podría ser sino blanca. 7 También le han aparecido algunas manchas. Pecas, dicen. Por la edad. Le da vergüenza sentirse más joven que sus manos. Le da vergüenza recordar el horror que le provocaban las manos de las tías viejas de su madre. Llegaban cada tanto: altas, gritonas, y ella les miraba las manos pecosas. Eran los puntos a unir para dibujar la vejez. Como los puntos que unía en la revista infantil que el repartidor les dejaba cada sábado. La vejez llegaba con gritos y manchas. Con olores en los cubos oscuros de los edificios. Prefiere arrancarse las costras. Dibujar otro mapa posible con el bisturí del insomnio.
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8 Tiene la palma grande. Lo ha contado otras veces. Como si generaciones de campesinos se hubieran dado cita en sus manos. Son fuertes, como eran las de su madre, y dejan ver venas claras, duras, casi violentas. No le gustan las manos pequeñas y suaves. O las que la gente deja caer cuando ella busca estrechar, apretar. Hay manos que se escurren. Y a pesar de eso no hubo campesinos en la historia materna. Tenían prohibido trabajar la tierra. Nada que propiciara las raíces, ni la voz sedentaria que habla junto al fuego. Pero sostenían el mundo y su destino cada vez que cambiaban la hoja del Libro. 9 Pone las manos sobre el teclado. Sin guantes de cirujano. Sin bisturí. Sin las puntadas que dibujan como henna el mapa del desarraigo. Sólo unas gotas de sangre seca junto a la uña más pequeña de la mano izquierda. Anoche no se arrancó la costra en sueños. No hubo nuevas heridas. Como si hubiera dormido con las manos metidas en medias blancas. “Abre la mano, la extiende y dice calma”, escribió Chantal Maillard. Una poeta de la pérdida. Pero no aconteció. La calma, piensa. En ninguna de las fronteras del sueño. El sicario casi niño llora apenas cierra los ojos. Ruega tener sueños blancos. No poblados de rostros. Se arranca las vendas de las manos. Nada ha cicatrizado aún.
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10 Y a pesar de todo, las moscas se resecarán sobre la tierra, como dijeran los cubos. Habrá entonces quien tome alguna entre los dedos para mirar al trasluz la filigrana de las alas y tratar de adivinar los cientos de pares de ojos. No obstante, ellas se saben inmortales. Habitantes de un presente eterno. En el umbral de la vigilia se coloca cinco en cada mano, lentamente, con devoción casi las acomoda sobre la piel. Como si toda su vida no hubiera sido sino la búsqueda de ese instante. Sabe que es otra en la multiplicación vertiginosa de las miradas. 11 El verso sería despojo de otras guerras. Aun si sólo se quedara con el 5 – 7 – 5. Porque el ritmo se repite incluso al respirar. O al cantar (mal, desafinando, quién le creería el linaje al escucharla). Por eso sacude los dados (dentro de las manos). Cada palabra: una nueva puntada (o una pincelada de henna oscura). Los lugares del nunca. El hilo atraviesa la piel finísima. Prueba nuevamente con el azar: cada herida es paralela al viaje del caracol (del inicio) entre las manchas. Aparecían siempre después de la lluvia, como recién sembrados, para respirar el aire renovado, la tierra húmeda. Los caracoles, piensa. La calma.
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12 El corte más reciente dibuja el tramo ínfimo de un mapa que no logra identificar. Como si estuviera perdida dentro de su propia casa. Ausente de su cuerpo. Las manos responderían entonces a un orden diferente. Caricia. Golpe. Cuna. Cuenco. El deseo que se arrastra por un sueño ajeno. El bisturí de las palabras. Hubo quien prefirió quedarse sin párpados antes que ver lo que soñaba el chico de la frontera. (Aún se despierta gritando y sin uñas) Ella sigue con el índice derecho el rastro del caracol (puntada suave bajo la transparencia de la piel).
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Sandra Lorenzano
De fronteras, migraciones y lluvias*
¿Fronteras? Vivo entre el ansia por encontrar un territorio y la resistencia a anclarme. Por eso deambulo intentando hacer caso omiso a las fronteras, salvo cuando en la garita de Otay, allá, en plena línea divisoria entre ellos y nosotros (aunque muchos de esos ellos sean también nosotros y al revés), junto a uno de los monumentos más horribles que hemos sido capaces de crear (¿han visto ustedes esa obra que dizque rinde homenaje al jarabe tapatío? ¡Le dan ganas de escaparse a cualquiera!), allí digo en el norte norte, cuando me miran con cara de que soy una transgresora (¿me saben algo? Me siento culpable a priori. Soy culpable, a priori y a posteriori), casi delincuente y de que no saben si me dejarán pasar del otro lado. Y soy una privilegiada, lo sé, porque tengo visa y no tengo que arriesgar la vida para ver a mi familia o a mis amigos del otro lado, no me violan como a las miles de mujeres migrantes que salen de nuestro país o pasan por él cada año. Ni me retachan a la primera de cambio. ¿Fronteras? Geográficas, genéricas (de géneros literarios y sexuales), afectivas. He deambulado por todas, con esa misma ansia que les decía por encontrar un territorio y la resistencia a anclarme. La escritura rodea, palpa, las fronteras, los límites. Del sur al norte y de regreso, en la memoria, en el deseo. Del ensayo a la novela, del cuento a la poesía; también en la memoria; * Una versión de este texto fue publicada en La Jornada Semanal del 20 de octubre
de 2013
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también en el deseo. ¿O cuál será la regla, la ley, el papel, que me obliguen a hacer mi hogar en otro cuerpo que el deseado? ¿Fronteras? Nací el mismo año en que Luchino Visconti estrenaba “Rocco y sus hermanos”, esa impresionante película, maravilla del neorrealismo italiano de este aristócrata seducido por el marxismo, que habla de la vida y de la muerte, de los sueños y los dolores, como hablan las cosas que verdaderamente valen la pena; y que habla también de la migración interna de Italia, de un pauperizado sur a un moderno y pujante (y prejuicioso) norte. Los cinco hermanos Parondi llegan a Milán desde la Potenza profunda, con una madre que es todas las madres, “madre coraje” que presiente la tragedia en la piel. La película fue siempre una suerte de objeto de culto en mi familia, casi un fetiche. Recién ahora puedo entender por qué (o inventar el porqué). Hacia el final del film, un jovencísimo Alain Delon –Rocco– le dice, con lágrimas en los ojos a su familia mientras celebran su triunfo como boxeador, “Mi verdadero deseo es volver a nuestro pueblo, a nuestro hogar”, y volteando a ver al menor de sus hermanos, agrega, “Tú sí podrás volver, Luca… Nunca olvides que somos del pueblo del olivo…”. Debo confesar que después de haber visto peleas, desalojos, violaciones, robos, golpes, injusticias y demás horrores que la película muestra, ésta es la única escena que me hace llorar. “Mi verdadero deseo es volver a nuestro pueblo…”. La frase “Tú sí podrás regresar, Luca”, me recuerda al poema “Ulises a Telémaco”, de Joseph Brodsky, otro inmigrante, en otra época y, sin embargo, el mismo desgarramiento, la misma imposible nostalgia: “No recuerdo ya cómo acabó la guerra, / ni cuántos años tienes hoy. / Hazte hombre, Telémaco, y crece. / Sólo los dioses saben si hemos de encontrarnos”. ¿Pensarían nuestros abuelos en el regreso a su pueblo, como Rocco? ¿Piensan todos los exiliados, los migrantes, los desplazados, los desterrados, en el regreso? Hay quienes permanecen atados a la nostalgia, al pasado, y hay quienes se incorporan a la nueva realidad, con mayor o menor esfuerzo. “Y sin embargo
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–escribió Nabokov–, algún día miraré por la ventana y veré un otoño ruso”. Él se preguntaba por el otoño, yo me pregunto por la lluvia: ¿Cuáles son las lluvias que me mojan? ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la lluvia como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan? Somos todos dolidos exiliados del tiempo; ésa es la marca que determina nuestra vida. No hay “permanencia voluntaria” ni segunda función. Ulises nunca volverá realmente a Ítaca. Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. “La lluvia ajena”. De pronto pensé que me convertí en argen-mex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizofrenia galopante. Decía que no me convertí en argen-mex entonces, sino el día en que la lluvia que caía en la ciudad dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.
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Paula Abramo. (Ciudad de México, 1980). Es licenciada en Letras
Clásicas por la unam, institución en la que impartió clases de Literatura Brasileña. Es traductora del portugués al español. Entre sus traducciones se encuentran el Poema sucio, de Ferreira Gullar (uanl, 2010), y la novela El Ateneo, de Raul Pompeia (FFyL, unam, 2012). Es autora del poemario Fiat Lux (feta, Conaculta, 2012) que obtuvo el Primer Premio de Poesia Joaquín Xirau Icaza en 2013. Actualmente es beneficiaria del programa Jóvenes Creadores del fonca en el área de poesía, apoyo del que gozó también en 2010-2011.
María Baranda. (Ciudad de México, 1962). Escritora, poetisa y traduc-
tora. Es Licenciada en Psicología y ha colaborado con numerosas revistas, entre las que se encuentran Casa del Tiempo y Vuelta. Ha participado en numerosos festivales poéticos como el iv Festival Internacional de Esmirna que se realiza cada año en Turquía. Ha sido galardonada con diversos e importantes premios literarios, tales como el Nacional de Poesía “Efraín Huerta”, el Internacional de Poesía “Villa de Madrid” y ser incluída en la Lista de Honor de International Books on Board for Young People. Entre sus obras publicadas se encuentran El jardín de los encantamientos, Ficción de cielo, Dylan y las ballenas y Arcadia. También participó en antologías como Ávido mundo (2008) y El mar insuficiente (2011).
Carmen Boullosa. (Ciudad de México, 1954). Novelista, poeta y dra-
maturga. Recibió el Premio Xavier Villaurrutia, los premios Liberatur y Anna Seghers y el Premio de novela Café Gijón por El complot de los románticos. Fue Becaria Guggenheim, del Cullman Center de Nueva York, del Centro Mexicano de Escritores y escritora residente de la daad en Berlín. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de México y ha sido profesora visitante de las
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universidades Columbia, Georgetown y sdsu. También fue parte del cuerpo docente de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (cuny), en City College. Participa en el programa de televisión Nueva York (cuny t.v.), por el que ha recibido cuatro ny-emmys. Además, publica una columna quincenal en el periódico El Universal de México. Entre sus publicaciones recientes están Las paredes hablan (novela, Siruela, 2011) y Texas (novela, Alfaguara, 2013).
Juana Inés Dehesa. (Ciudad de México, 1977). Licenciada en Lengua
y Literatura Hispánicas por la unam y maestra en literatura infantil y escritura para niños por el Center for the Study of Children’s Literature. Además, es consultora en temas de cultura escrita y columnista semanal en la sección “Ciudad” del periódico Reforma. Entre sus publicaciones están Treintona, soltera y fantástica. Manual de supervivencia y las novelas Pink Doll y Rebel Doll.
Lauri García Dueñas. (San Salvador, 1980). Escritora y periodista.
Maestra en Comunicación por la unam. En 2005 publicó su primer poemario La primavera se amotina, traducida al catalán para la antología Panamericana. Su trabajo también ha sido incluido en las antologías Mujer Rompe tu silencio (El Salvador, 2005) y Conjuro de Luces (México, 2006). Participó en el ii Festival Internacional de Poesía (El Salvador, 2003), en el xiv Encuentro Internacional de Mujeres Poetas en el País de las Nubes (México, 2006) y en el Sexto Festival de la Lectura Paseo de La Reforma (México, 2006). Sus trabajos literarios, periodísticos y académicos han sido publicados en periódicos y revistas de El Salvador, Nicaragua y España. Otros poemarios publicados son: Sucias palabras de amor y Del mar es el ahogo, así como un fragmento de su novela Ella no solas.
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Julián Herbert. (Acapulco, 1971). Novelista, poeta y ensayista.
Estudió la Licenciatura en Letras Españolas en la Universidad Autónoma de Coahuila. Profesor de literatura, editor y promotor de cultura infantil en el Instituto Coahuilense. Además, es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en el 2003 y el Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola en el 2006. Ha publicado varios libros de poesía, entre ellos El nombre de esta casa (1999), La Resistencia (2003), Kubla Khan (2005). También figuran entre sus publicaciones las novelas Un mundo infiel (2004) y Canción de tumba (2006).
Jorge F. Hernández. (Ciudad de México, 1962). Escritor de
cuento, ensayo y novela. Es candidato al Doctorado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido profesor en la unam, itam, Universidad Anáhuac y el Centro Cultural Helénico. Como cuentista, ha publicado En las nubes (El Equilibrista/cnca 1997) y en 2000, obtuvo el Premio Nacional de Cuento “Efrén Hernández” con el relato “Noche de ronda”, incluido en su segundo libro de cuentos Escenarios del sueño (cnca, 2005). Otros libros de cuentos son SeisCuentosSeis y uno de regalo (Ficticia/uanl) y El álgebra del misterio (Fondo de Cultura Económica, 2011); en 2010, la Secretaría de Cultura del Estado de Colima publicó una edición no venal de Un montón de piedras, su primera antología de cuentos, ahora en edición de Alfaguara, 2013. Ha sido colaborador en las revistas Vuelta de Octavio Paz, Artes de México, FMR, Matador y, en sus inicios, Opción.
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Mónica Lavín. (Ciudad de México, 1955). Novelista, cuentista y
ensayista. Ha sido editora, guionista y conductora de radio. Ha impartido conferencias y lecturas en foros y universidades de México y del extranjero. Sus cuentos aparecen en antologías nacionales e internacionales. Realizó una antología de cuento mexicano de autores nacidos en los cincuenta y sesenta que fue publicada por la editorial City Lights de San Francisco (Points of Departure). Escribe la columna “Dorar la píldora” en El Universal. Fue maestra de la Escuela de Escritores de sogem de 2001 a 2008 y actualmente es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación Literaria. Además, pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Entre sus cuentos figuran: Ruby Tuesday no ha muerto, que recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en 1996 y Uno no sabe (2003), finalista del premio Antonin Artaud. Entre sus novelas destacan: Café cortado, Hotel Limbo (Alfaguara, 2008), Yo, la peor (Grijalbo, 2009) y Las rebeldes (Grijalbo, 2011).
Sandra Lorenzano. (Buenos Aires, 1960). Escritora. Su novela
más reciente es Fuga en mí menor (Tusquets). Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, se desempeña como Vicerrectora de Investigación y Proyectos Creativos de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Creó y conduce el programa de radio “En busca del cuento perdido” del Instituto Mexicano de la Radio. Creó y conduce el programa “Las otras voces” en tv unam.
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Antonio Ortuño. (Guadalajara, 1976). Escritor y periodista mexi-
cano. Es autor de novelas como El buscador de cabezas, Recursos humanos y Ánima. Entre su obra también se encuentran algunos libros de cuentos. Es colaborador de publicaciones como El Informador, Letras Libres y La Tempestad. De acuerdo con la crítica, su prosa se caracteriza por ser precisa y mordaz.
Cristina Rivera Garza. (Matamoros, 1964). Narradora, poeta e
historiadora. Obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz dos veces –con sus novelas Nadie me verá llorar y La muerte me da–, convirtiéndose en el único autor en haberlo logrado. Su obra es extensa: cuenta con siete novelas, tres libros de cuentos, cinco libros de poesía, tres libros de ensayo, además de diversas compilaciones y traducciones. Actualmente es profesora de Escritura Creativa en la Universidad de California en San Diego y tiene una columna semanal titulada “La mano oblicua” en el periódico Milenio.
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Francisco Serrano. (Ciudad de México, 1949). Poeta y escritor.
Fue becario de poesía del Centro Mexicano de Escritores y no es hasta 1971 que publica su primer libro, Canciones egipcias. Como discípulo de Octavio Paz, muy pronto experimentó con la utilización de procesos aleatorios en la composición poética. Publicó In/cubaciones y la pieza de poesía estocástica El cubo de los cambios. Más tarde incursionó en la poesía visual y en el teatro. Ha explorado de modo sistemático las relaciones de la poesía con otras artes, la pintura y la música principalmente. Ha publicado trece títulos de poesía, entre ellos Libro de hexaedros (1982), No es sino el azar (1984), Confianza en la materia (1997), Música de la lengua (1999), Aquí es ninguna parte (2000), Prosa del Popocatépetl (2005) y Cuenta de mis muertos (2006).
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rector Dr. Arturo Fernández Pérez vicerrector Dr. Alejandro Hernández Delgado directora escolar M.D.I. Patricia Medina Dickinson opción. Revista del alumnado director Francisco Osorio consejo editorial Comisión de redacción Alejandro Campos Benjamín Castro Javier Yoltic Medina Andrea Reed Bernardo J. Sandoval Juan Carlos Téllez Comisión de material gráfico Fernando López Martínez Mariana Mejía María Zilli González difusión cultural y relaciones públicas Karla Ileana Almazán
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comité consultivo Dra. Claudia Albarrán Lic. Aldo Aldama Lic. César Guerrero Dr. Mauricio López Noriega Dra. Lucía Melgar Dr. Pedro Salmerón diseño editorial alexbrije + kpruzza ilustración Tomadas de: Alexander Roob, Alquimia & Mística, el museo hermético, editorial Taschen, 2006 impresión Producciones Editoriales Nueva Visión México d.r. © opción revista del alumnado del itam Río Hondo 1, Tizapán, San Ángel, 01000 México, D.F., Tel./fax 5628-4000, ext. 4669 opcionitam@yahoo.com.mx http://opcion.itam.mx
ISSN: 1665-4161 reserva de derechos al uso exclusivo: 04-2002-090918011100-102 • Certificado de licitud de contenido: 8812 opción es una revista universitaria sin fines de lucro. Todos los derechos reservados. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación, en cualquier forma o medio, sea de la naturaleza que sea, sin el permiso previo, expreso y por escrito del titular de los derechos. Los artículos son responsabilidad del autor y no reflejan necesariamente el sentir de la revista. Revista indizada por Citas Latinoamericanas en Ciencias Sociales (clase). Integrada al Sistema de Información Bibliográfica sobre las publicaciones científicas seriadas y periódicas, producidas en América Latina, el Caribe, España y Portugal (latindex).
Tiraje: 2,000 ejemplares
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