Mi misa rosa

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Mi misa rosa Por Arístides Moll 1905 Transcripción realizada por José Oquendo, Marzo, 2013

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NOTA – El poemario “Mi misa rosa” fue publicado en 1905 por Arístides A. Moll Boscana, quien ha sido considerado por algunos críticos literarios como el primer poeta puertorriqueño netamente modernista. El propósito de este proyecto es compartir con los interesados en la literatura puertorriqueña y, en particular, en el movimiento modernista en Puerto Rico, esta obra única que, a pesar de su importancia literaria, no es muy conocida. Esta transcripción – que de ningún modo considero final - es realizada usando un microfilm de un ejemplar original del libro facilitado por la Biblioteca de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico, en Ponce. Agradecería mucho sus comentarios. José Oquendo

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Índice La misa La copa roja De un idilio Zenit Incógnita La canción del arquitecto El jardín con luna En el bosque Emerson El cuervo Fray Medardo La ninfa y el fauno Peregrinación Canción de primavera La muerta El crucificado Visiones A Shelley Estaba encantada Salve Extravío pagano La nave Dúo romancesco Jubílate La plegaria Regreso (Ella) Regreso (El) Amorosa En alta mar La bella gitana Los cíclopes No Sor Viviana La intrusa Los argonautas Cecilia Felina Mi novia Giacomo Para unos ojos Crepúsculo 5


La risa de Mignón Pan La despedida El éxodo Manuet favori Se murió Viernes Santo Alegría Adiós Hugo Recordando Mis anhelos Díptico fúnebre Prometeo Leyenda extraña El triunfo El vencedor ¡Oh primavera! Color de rosa Canto de buitres

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La misa No era la misa blanca Donde comulgan vírgenes, Mientras los lirios lucen La albura de su estirpe Y hacen sus reverencias Los cuellos de los cisnes. No era la misa negra Que Lucifer preside Y a cuya extraña antífona El cuervo melancólico su De Profundis gime. Era la misa rosa, La ceremonia insigne A cuyo iniciamiento La alondra da su canto y el ruiseñor repiques. Misa rosa, Responso alegre de los sueños grises Que salmodian los buches de torcaces Al llegar los miríficos abriles. Misa rosa, Rasos sobrepellices Usan tus sacerdotes, Cuando la hora llega de bendecir el Himen. Misa rosa, Tus esplendores cantan los picos de perdices, La aurora en sus mejillas Y en sus nobles pupilas los rubíes. El templo está cuajado Con glorias de las rosas y triunfos de jazmines, Semejando la estancia Donde a su desposada le dice amor un príncipe. Joven el oficiante, Triste como la Esfinge El aria de un ensueño En la luz de sus ojos se deslíe. No hay Cristo sobre el ara: Atena la inviolada protectora de Ulises, 7


La diosa es que en la cella Adoración recibe. En el divino templo El cielo azul sonríe Y Eros en el espacio El cinto de las Gracias a Cypris le desciñe. En un rincón Euritmia Oye el dúo de sistro y de forminge, Y con su canto armónico El rostro alegra de la Esfinge triste. Intenta el sacerdote dar su voz a las preces, Mas liras invisibles Arpegian en la selva Y hasta el templo conducen la melodía insigne Que envían las torcaces A los rosados, rubios y amorosos abriles. Lares, 1905

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La copa roja No extrañes que, ya henchida, se desborde La copa soñadora de mis rimas… Si a la flor que es tu boca la aproximas, Mustios tus labios dejará su borde. Cincelada En un instante de locura o fiebre, Esa copa, capricho de un orfebre, Es el presente que me hiciera un hada. Mas ¡ay! que en ella el genio de mi vida Ha dejado caer a borbotones El llanto abrasador de las prisiones Y la caliente sangre de una herida. Brilla un cielo, Un cielo extraño en sus cambiantes rojos, Rastro de la mirada de unos ojos O de una estrella que cayó del cielo. Roja es la copa en que mi alma abrevo, De un rojo ardiente de rubí o de llama, Y aunque tan llena está que se derrama, Abierta se halla siempre al vino nuevo. Bebe en ella; Que nada iguala al cáliz donde escancia La sangre purpurina su fragancia Y su divino resplandor la estrella.

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De un idilio Auriga regentea las riendas de su coche; La flor del heliotropo cerrado tiene un broche, Y oculta está o dormida la reina de la noche. Es hora de silencio; ni grillo ni cigarra Sus cantos de fastidio suspiran en la parra; Del bandolín cesaron las gratas canturías Que oían las doncellas junto a las celosías; El arroyuelo calla y el ruiseñor se asombra Pues se oye un tierno grito flotando entre la sombra. Los astros se preguntan — ¿Qué pasa allá en la tierra? ¿La inexplicable ausencia de Diana los aterra? — De nuevo todo calla. La tierra se ha alumbrado Con luz que el dios del cielo contempla avergonzado, Y el bosque de los mirtos seméjase la cuna Donde durmiera un sueño de amor la blanca luna… Por fin Febo despierta; las aves se esperezan, Y sobre lo pasado conversación empiezan. Con voz que al mundo alegra, de pie en su blando nido, Pregúntales Luscinia —Decid, ¿qué ha sucedido?— Y hace callar las voces, turbando a la mañana, El mirlo que en sus rimas la réplica desgrana: Que a su Endimión dormido besaba anoche Diana.

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Zenit Para mi hermano Juan Ilumina la arena La antorcha de la luz del mediodía, Y el desierto resuena Al trote de un león de la Etiopía. Las huellas de su planta Se marcan como flores ideales, Y al mirarlas se espanta La vista, de encontrarlas tan iguales. Eriza el viento Las crines que lo envuelven como un halo: Y, por el sol dorado, en un portento De luz el pelo ralo. En la selva se escucha leve ruido; Zumba una flecha y graba En el ijar tendido Herida tal que al Sagitario alaba. Un nuevo dardo vuela como avispa A bordar la piel roja, Que el rudo choque crispa, Haciéndola temblar como una hoja. Ruge el león; Conmociona su áspera melena, Y traza un culebrón La sangre, al descender sobre la arena. Vacila como roble descuajado, Y, con impulso fiero, Aumenta las heridas de su lado Desgarrando la carne y el acero. Su rugido los aires estremece Con un eco profundo, Que su estridor parece Un desafío que se lanza al mundo. Y por fin cae, entre amarilla nube, Que, alzada de la arena por sus patas, 11


Hacia los cielos sube, Ocultando las manchas escarlatas. Su pupila se cierra; Rinde su cuerpo como tronco inerte; Y, alzĂĄndose su garra en son de guerra, Manda un reto a la muerte. El cielo es como un raso Donde un diamante enorme, el sol, fulgura, Y, al rodar lentamente hacia el ocaso, Vierte llanto de fuego en la llanura. Y a plena luz, con ademĂĄn de atleta, Separa las cortinas de boscaje EtĂ­ope colosal, cuya silueta Ennegrece el paisaje.

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Incógnita No sé quien eres; mas te presiento Con la modestia de las violetas, Con el hechizo de un pensamiento Y con los sueños de los poetas. Debes ser triste; debes ser bella; Así a lo menos yo te imagino, Bella y esquiva como una estrella, Triste y callada como el destino. Serás aún joven; mas tu sonrisa, Mostrando el rictus del que ha sufrido, Dirá que tienes, como Eloísa, Hastiada el alma de haber vivido. Tan blanca como la flor de acacia, Tan hechicera como una diosa, Bajo tus plantas habrá una gracia, Sobre tus labios habrá una rosa. Habrás gustado de dicha y pena En un silencio meditabundo, Que al desgarrarse, cual la azucena Con su perfume, perfuma un mundo. ¿Por qué te quejas de tu destino? ¡Mire la cúspide tu noble anhelo! ¿Qué es la existencia sino un camino Que por breñales conduce al cielo? Danos tu canto triste y sonoro; Templa las almas con tus canciones, Donde escucharse parece un lloro Que al morir vierten las ilusiones. ¡Quién te encontrara cuando naciste A los ensueños y la poesía! ¡Cuando no estabas como ora triste Cuando cantabas a la alegría!

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Mas no; lo alegre yo siempre ignoro, Lo que conozco siempre desdeño: Sé pues, incógnita, que así te adoro, Sé siempre triste, que así te sueño. Agosto, 1904

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La canción del arquitecto Yo quiero y puedo construir, Dios mío, Una torre que suba hasta los cielos. ¡Qué importan mis desvelos Si conquistar el porvenir ansío! El viento, al melodiar sobre los muros, Dedicará sus ritmos a tu gloria. Y mi pobre memoria Así recordarán tiempos futuros. La alondra, favorita del poeta, Irá a anidar en el recinto grave, Y su trino suave Al cielo volará como saeta. En la aguja que rasgue el infinito Cantará el ruiseñor de sus amores, Contemplando las flores Que adornen las paredes de granito. Grande será la torre como un templo; Los que la miren sentirán zozobra, Y al admirar mi obra En su grandeza encontrarán ejemplo. Sea la torre que he soñado, sea Morada que recoja al peregrino, Templo del ser divino Y de mis sueños símbolo y presea. Hoy he empezado a levantar mi andamio; Quiero ver pronto mi obra terminada, Y en su nave a mi amada Con amor celebrar su epitalamio. ¡Rápido el carro de las horas corre! ¡Siento en mis venas circular el frío… Si moriré, Dios mío, Sin tener tiempo de acabar mi torre…!

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El jardín con luna Para Samuel L. Dana Un jardín delicioso; la luna sonreída En noche semejante a un sueño de Verlaine; Una mujer divina de mi brazo cogida, Mientras la orquesta toca caprichos de Chopin. Y en una estancia rosa, mi amada ya rendida, Con labios que mintieron al murmurarme, “Ven”, Contaba sonriente las farsas de su vida, Y luego me besaba mintiéndome también. Pasó pronto la noche; con ella mi delirio; Mi amada hasta la puerta vino a decirme adiós. Aún veo yo su mano, nevada como un lirio, Delante de sus labios, cansados de mentir, Y en un gesto supremo, como invocando a Dios, Jurarme amor eterno, mintiendo aun al partir. New York, 1903

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En el bosque He vagado bajo los limoneros Donde a ambos un día sonriónos Eros, Y estaban cubiertos por los azahares Amados de Atena y odiados de Ares. Yo no sé en cual de ellos la alondra cantaba Un canto amoroso que Eros escuchaba. Tal era el espanto del canto del ave Que juzgué divino su trino suave, Y pasó un instante por mi mente incauta Que un dios escondido tocaba la flauta. Trinó los amores la alondra celeste, Cantó las bellezas del amor agreste, Y oyendo en su arpegio vibrar la alegría Yo creía amarte y que tu eras mía. Y soñaba aún verte junto a los abetos Tus ojos azules lanzándome retos. Mirar yo creía por entre el ramaje Tus rubios cabellos y tu blanco traje… Y a escuchar volvía tu risa sonora Que pasaba como flecha voladora Evocando lizas de amor y de besos, De flores tronchadas y pisados fresos. Temblar te veía cuando los chasquidos De las hojas secas fingían gemidos. Y al buscar más tarde bajo verdes dombos Los nidos pendientes de los ramos combos, Y cuando yo dije que creía en ninfas Al cruzar los bosques y mirar las linfas, Oí tu voz queda, tu voz que decía: — ¡Si Apolo viviera, qué bueno sería! Calló de la alondra la charla encantada, Y, como en un sueño que inventara un hada, Tú huiste, y huiste llevando en tu huida Aquello que fuera la flor de mi vida. Todo estaba solo; solo el bosque umbrío Y sola mi alma que sentía frío, Y temblaba bajo los limoneros Donde ambos un día jugamos con Eros.

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Emerson Para Augusto Malaret El sol hacía de su luz alarde, Y en sus brazos moría ya la tarde, Llorada en su agonía por los trinos De una alondra de estro, Oculta como Pan entre los pinos. Recé por el maestro. ¡Qué triste parecióme la meseta Donde posé mi planta! ¡Qué triste mi oración! ¡Mas qué bella la tumba del poeta Donde todo parece una canción Que al cielo por su alma se levanta! Bóreas se abría paso, Un sollozo vertiendo entre las ramas, Incendiadas al rojo por las llamas Del sol en regio ocaso; Pero grande, si triste, aquel lamento Que dedicara a Emerson el viento. ¡Qué fría aquella piedra Cubierta por los brazos de la yedra, Pero enorme, y erguida y solitaria, Digna del semidiós de la tristeza, Sobre el cual se levanta cual plegaria De sin igual belleza! Parecía que el alma del gran muerto Llenaba el camposanto, Y, al mirarlo tan vasto y tan desierto, Las hojas que caían a montones Huían como nubes de ilusiones Que sintieran espanto. Alzaron su oración Los pinos, y las aves su canción, Hacia el azul palacio Del astro que en ocaso descendía, Cual si fuera una lágrima del día Rodando sobre el rostro del espacio.

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Recé por el maestro: Bebí como en raudal la poesía Que cinceló su prodigioso estro, Y, grave y misteriosa, Hasta mi se llegó Melancolía, Portando entre los labios una rosa. Cambridge, Mass 3 1 1904.

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El cuervo Para Josefina No vino como el cisne nadando en la armonía, Trayendo las caricias de Leda entre sus plumas; No fue como la alondra flauta de melodía, Los dioses no lo hicieron con flor de las espumas… Nació en el triste Bóreas, en desdichoso día, Y tuvo en su plumaje lo obscuro de las brumas Y en su graznido seco del hado la ironía… —Aléjate —el poeta dijo— que me abrumas. —Jamás —chilló el graznido del ave tenebrosa Que mata la esperanza con sus apariciones. —Jamás —dijo su acento que era un clamor de fosa. Quejarnos es inútil; en vano sollozar; El pájaro maldito que roe corazones Mordiendo nuestros pechos está sin descansar.

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Fray Medardo Dobla, dobla la campana. y da el órgano sus sones a la luz de la mañana; por el coro van los frailes, con sus blancos capuchones, como grave procesión de hechiceras que en montón caminaran a sus bailes. Barba rubia como el oro que da encanto peregrino a un semblante largo y fino y de líneas delicadas, cual si fueran bosquejadas por la mano de Gainsborough, cuerpo joven y gallardo… ¡Pobre, pobre Fray Medardo! Por él dobla la campana en la vaga y gris mañana, bajo el cielo triste y pardo. Y la tierra baja lenta a cubrir la macilenta faz del pobre Fray Medardo. Un hermano jovenzuelo fue una noche muy obscura —No velaba más que Sirio en la bóveda del cielo— y en la fresca sepultura sembró un lirio. Y, ¡oh prodigio sin igual! Al llegar la primavera que a los frailes desespera, se elevó de aquella fosa un rosal, y en el tallo roja rosa de un olor casi infernal. Encantado de ese olor, vino un día a saludarla con su trino un ruiseñor. Y al oír su dulce charla 21


tembló el fraile jovenzuelo y rezó el viejo prior. Pues el ave —¿si vendría desde el cielo?— poseía la voz suave del difunto Fray Medardo, y cantaba como un bardo moribundo, “Dadme amor.” Y la voz llegaba clara a la virgen en su ara, y turbaba con su acento a los frailes del convento.

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La ninfa y el fauno El cielo se tiñe de color de rosa; un ibis cansado del vuelo reposa junto al río, baño de una diosa. Arrullos de tórtolas suenan como balas, las hojas que hirieran del ibis las alas aturdidas tiemblan del bosque en las salas. La ninfa aparece y es blanco y es bello su cuerpo desnudo que cubre el cabello; un lunar rojizo tiene junto al cuello que copiara Fidias en mármol de Paros. Sus pies son pequeños, y sus ojos raros; cual la noche obscuros, como el día claros. Sus carnes nevadas esparcen aromas; los senos gloriosos se yerguen cual pomas que tengan por términos picos de palomas. Su planta han mojado las linfas del río y allí se detiene a escuchar el pío que canta en los robles los triunfos de estío. La ninfa azorada sus cabellos mesa, y gime y suspira cuando el agua besa con caricia osada sus pies de princesa. Por entre las ramas medio asoma el busto, con ojos que brillan de erótico gusto, un fauno travieso de torso robusto. Potencia revelan sus brazos titánicos, su pecho es la pira de fuegos volcánicos se agitan sus cuernos, sus cuernos satánicos. Su nariz resuella; su pie se adelanta; se comba su cuerpo con gracia que encanta para dar un salto digno de Atalanta. Una risa estalla que un eco corea, y en brazos del fauno la ninfa es presea, que con él se funde cual verbo e idea.

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Se pueblan las selvas con voces triunfantes, y a través del bosque, corriendo anhelantes, las ninfas parecen trocarse en bacantes. “¡Evohé!” se escucha junto a la corriente, “¡Evohé!” da en gritos el ibis de oriente, que es de dios su alma, y el amor aun siente.

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Peregrinación Para D. Juan Benejam Ayer peregriné al viejo castillo, poblé la soledad de sus almenas, y miré largo tiempo aquel rastrillo del que aun cuelgan pedazos de cadenas. En la puerta de hierro cincelado contemplé un medallón que es joya, si de cerca examinado, y de lejos visto, un mascarón. Con sus hojas la yedra ha bordado las grietas de aquel muro, prestándole a la piedra un matiz más extraño y más obscuro. El latir de la vida vibrar hizo en un tiempo aquel paisaje y el agua de aquel lago que, adormida, hoy yace bajo dombos de boscaje. Hubo fiestas galantes donde hoy la golondrina peregrina, y coloquios de amantes allí donde el silencio ora domina. Con su aspecto tranquilo de guardián de los muros derrocados, ¡cuántas historias no sabrá aquel tilo de los tiempos pasados! Acaso en la desierta barbacana, donde mis codos reposara un rato, hermosa castellana lució un día su gracia y su recato. Recorrí los salones, y la araña tejía cortinajes, do antaño dulces sones al laúd arrancaron lindos pajes. En un rincón había una vieja armadura, 25


que, inmóvil en su sitio, parecía de un antiguo guerrero la escultura. Y me alejé con prisa del inmóvil guerrero, soñando contemplar una sonrisa que entreabría la máscara de acero. Mas cuando caminaba creía que un fantasma iba conmigo y a ratos suspiraba: —No me dejes, amigo. Mas estremecí de angustia, y corrí como un loco al torreón… La tarde ya moría cual flor mustia que tronchara la boca de Aquilón. Y allí el torreón viejo y desierto, viendo a mis pies el lago, —El pasado está muerto— en tono vago dije— y los ecos repitieron: —¡Muerto! ¡Muerto!

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Canción de primavera Para ti Los enlutados pinzones que anidan en mis canciones, van volando a tu ventana; ¡a tus nuevas ilusiones quieren dedicar su diana! Cansados de largo viaje por el áspero boscaje, a tu puerta llamarán, y al ensueño que es tu paje por ti le preguntarán. Él les mostrará tu lecho, los cortinajes de rosa, y la seda primorosa con que defiende tu pecho sus blancas pomas de diosa. Ellos temblarán entonces y por tu cuello desnudo, y tu trenza color bronce, extático, casi mudo, deslizarán un saludo. Y al ver tu busto adormido en los brazos del ensueño, soñarán con vivo empeño en formar allí su nido y en cantar junto a tu oído. A mis fúnebres pinzones negro dolor les aqueja; mas al llegar a tu reja y contemplar tus facciones huye enseguida su queja. 1899

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La muerta ¡Qué fría! ¡Qué blanca! Estaba, sí, muerta, muerta en su belleza. De verla tan bella, tan blanca y tan pura, las gentes sentían amarga tristeza. Y todos lloraban por la pobre virgen, muerta cual fenecen las rosas de junio, en plena belleza, con su sonrisa que siempre sonríe a lo futuro. En voz que vibraba con llanto y con duelo, —Cubridla de flores —dijo una doncella; del prado trajeron fragantes jazmines, violetas azules y blancas camelias. Con ellas cubrieron a la pobre niña, que durmiendo estaba con un sueño extraño. Sus manos aun tibias, su frente ya pálida, sus ojos cerrados y su traje blanco, en frescos manojos, las flores cubrieron. Besaba una rosa sus labios ya yertos. Y lloraron todas —mujeres y flores— por la pobre muerta, muerta de abandono, de frío y de ensueño, quizás de tristeza. ¿Quién es la difunta? —preguntó un curioso. Pues yo reconozco sus ojos azules, sus manos marchitas como rosas de té. Y yo respondíle, —La muerta, no tiembles, la muerta es mi fe.

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El crucificado Por las rojas arenas del desierto solemne comitiva encuentra paso; con su cara de muerto mira el sol el camino desde ocaso. Un mancebo es el guía, que al caminar tropieza, pues es ciego; su boca que contrae la ironía nunca ha sabido balbucir el ruego. Marcha con un león encadenado, y a sus labios asoma la sonrisa de un héroe conquistado, cuando cerca de un cisto se desploma. Se detiene la extraña caravana, y en la arena dorada por la luz dice una voz ¡hosanna! y se yerguen los brazos de una cruz. Y cuando con tristeza el sol brillaba en las hojas del cisto, al joven que rozaba en la cruz lo clavaron como a Cristo. Dos lágrimas rodaron por su cara como lava surgida de un volcán; mas pronto cual si el cauce se agotara se enjugaron sus ojos de titán. Los elevó al espacio donde la luz del sol también moría, y un postrimer reflejo de topacio formó nimbo radiante a su agonía. Tembló su boca fiera. — ¿Qué es lo que pides? —preguntó un sicario, —¡La corona de espinas que me hiciera recordar el Calvario!

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Visiones (Fragmento.) Por las ondas pasaba mi barca contemplando países extraños; en la prora? guiaba la Parca y pasaban cual horas los años. ………………………………………………. El Rin de oro: sobre las linfas Lohengrin pasa y el cisne boga; Wolfang evoca diosas y ninfas, Heine se ríe; Hegel dialoga; castillos viejos y mil leyendas, que Wagner canta y escucha un rey; bellos donceles cruzan las sendas buscando ansiosos la Loreley. El Tajo verde. Flotan rumores de grandes rotas y rojas glorias que fabricaron emperadores; para la fama de sus historias. Arrullar dulce de la paloma; la luna blanca sus rayos lava, mientras Rodrigo su faz asoma y ve bañarse la fatal Cava. Río Danubio. Ondas azules. Junto a la orilla que el tilo besa, con el vestido bordado en gules, sueña de amores la archiduquesa. Strauss medita waltzes divinos donde el miosotis su flor deshoja; vuelan flamencos cual peregrinos de grandes patas y de ala roja. El Nilo blanco. La catarata que contemplaran los faraones vierte sus ecos en la sonata que siempre forman aquilones. El ibis duerme; su sueño triste ve la pirámide; César, de hinojos, mira a Cleopatra que se desviste y de deseo brillan sus ojos. 30


El Hoang—Ho. Río amarillo, lotos azules y crisantemos, en la corriente dorado brillo que van rompiendo los largos remos. Sobre una torre de porcelana que el sol abrasa con sus saetas, lindas muchachas de pies de enana lucen el oro de sus siluetas.

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Shelley Para Miss Catharine Kelley Ve, peregrino a Roma y busca la alta loma, erguida como un buche de paloma. Donde el clásico muro, triste reliquia del poder romano, se corona con graves parietarias y agrieta el flanco obscuro. Bello como un ensueño de pagano, existe un cementerio, de flores cuna y templo de plegarias. La brisa tiene allí voz de salterio, y es que entre flores de violeta y nardo duerme su sueño el bardo. Cuando Adonais murió el año marchitó su primavera, y un sollozo vibró: ¡El canto que Quimera compusiera! En vida sus amores tronchólos sin piedad Melancolía, y hoy duerme bajo flores el mago que hechizara a Poesía. Desde el cielo suave de la Italia hasta Albión llegaba el grito de su arpegio de ave en busca, cual la alondra, de infinito. A su lira de Orfeo, Apolo le enseñó la gracia helena. ¡El canto a Prometeo con la voz de los siglos aún resuena! Como a hoja de enero, una tormenta arrebató al Titán; su responso severo desde la sombra salmodiólo Pan. Ve a Roma, peregrino, el palacio, la iglesia, el panteón y el museo del mundo y de la historia; 32


mas pisa con cuidado su camino porque huellas la gloria. Ve a Roma peregrino y reza tu oración junto a tu bella loma que en medio del silencio y de la calma se yergue como un buche de paloma… Si a la tumba de Shelley te aproximas, acaso escuchar logres a su alma melodiar, convertida en ruiseñor, las pintorescas rimas de una canción de amor.

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Estaba encantada (Sueño romántico) Para Angelina Julián Luz de plata lloviznaba sin cesar en el camino de la tierra de tristeza dó yo era peregrino. Y la luna en su menguante, ascendiendo poco a poco sobre Venus, parecía una góndola de oro que en su ruta se llevara una estrella como áncora por un mar de eucaristía. ¿Quién sería navegante, que su curso así trazara por las olas argentadas de aquel piélago distante? Majestuosa, cual erguida de la gloria en sus dinteles, ante mi vi levantarse los soberbios chapiteles de una torre de apariencia misteriosa… Una voz de ella salía, tan vibrante y melodiosa, que mi perro, el compañero de mis largas excursiones, se quedó con boca abierta que expresaba un aluvión de admiraciones. No se oía ruido alguno más que el canto melodioso en la torre del camino misterioso que juzgara yo desierta; mas tenía una ventana por la luz iluminada, y hasta ella mi capricho subir hizo a mi mirada. Revestida por un traje que era blanco como nieve, y llegaba sin arrugas a cubrir su pie archibreve, con el rostro de una santa, y las manos de una infanta, de la reja me miraba una doncella. Al mirarme yo creía que una estrella en su luz me desleía, y en mi alma derramaba grandes chorros de alegría. Y yo dije —Mujer hada que enhechizas corazones, si pretendes escapar de tus prisiones y no quieres hacer uso de tu ala, buscaré para que bajes una escala. —

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Desde el fondo negro y triste de sus ojos habló un alma de gacela o de torcaz, y me dijo sonriente: —No perturbes mi paz; olvida que me viste; yo no puedo, Inocente, salir de mi morada porque estoy encantada.— El fulgor que la envolvía le formó a modo de nimbo y perdióse antes mis ojos en el cielo o el Limbo. ………………………… Y la luna parecía –contemplada en Occidente— una góndola de fuego navegando lentamente. Y arrastrando un ancla de oro sobre mares, blancos como las neblinas de los piélagos polares.

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¡Salve! Y el día así cantaba: —Salve, palma divina, sultana de los bosques y amiga de las brisas. Bajo tu copa verde se arrullan y se besan las palomas, y los corderos pacen la yerba que se extiende por las lomas. A ti los dulces himnos donde el amor palpita, los gritos de esperanza, los cantos que son vida. Todo lo excelso y puro: Albura de la piel de los armiños los símbolos de gloria, las voces candorosas de los niños. Tus ramas que se comban victoria simbolizan, desde que se humillaron al paso del Mesías, a los cielos tú hablas, y ellos gozan, oyendo tus acentos, pues son tus hojas verdes las cuerdas de la lira de los vientos. Panacho de las selvas, bandera de las cimas, tuyos sean arrullos y rumores de linfas. A ti brillar de estrellas, a ti las rojas dianas de la Aurora, los versos que son música, las caricias de Febo, Diana y Flora. Hosanna, altar glorioso donde los vientos misan y rezan los turpiales rimadas letanías. Con tu sombra proteges los desiertos do viven los profetas y anidan aquilones…… Tú das inspiración a los poetas. 36


Estás sola en tu cumbre y desde allí dominas; los que se sienten fuertes las alturas codician. Hasta tu muerte es grande esposa de los céfiros de Mayo, ¡pues solo para herirte se funde allá, en la eternidad, el rayo! ¡Salve divina palma amiga de las brisas, palacio de turpiales y emblema de las islas! Diciembre 5, 1903

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Extravío pagano Yo comparto la fe del dios germano, cuya frente fue un vaso de alegría donde la abeja de la luz bebía…… Como Goethe soy pagano. Mis dioses son aquellos que amó Hesíodo, y vivieron en mármoles de Fidias, los dioses inventores de las lidias amorosas, del himno y del epodo. Todos viven. Envueltos en las olas, aún nadan los tritones y lalernas; y conmueven sus gritos las cavernas donde cavila Poseidón a solas. Los cisnes que navegan en el río ven y persiguen por la fronda a Leda, y si a ratos se escucha queja queda ¡es ella que al bañarse tiene frío! Pan aún entona con amor su flauta, y da ritmo al cantar de Filomela; al oírlo, Lycoris se desvela, y tiembla de pasión la ninfa incauta. Si algún grito resuena es el de Acteón, y la luz que la noche hace mañana, brillo del arco que lanzara Diana para ir a dar un beso a su Endimión. Ricas risas atruenan los boscajes: los faunos dan camino a su alegría. Que acaban de encontrar una teoría de dríadas despojadas de sus trajes. Al bosque, pues, donde el azor dormita; las diosas aún pasan por sus sendas, y Eros se ha despojado de sus vendas, para mostrar el lecho de Afrodita.

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La nave Era un buque divido —vela de oro y casco de violeta—, que, con rumbo al país de las pasiones, despedía en la playa del Destino, un principio poeta seguido por su corte de ilusiones. Tripulaba el Amor el barco regio, y arpegiaba en la prora alegres sones una niña tan rubia como el oro, que llevaba en los labios un tesoro y en los ojos un raro sortilegio. “Adiós!” –clamó la niña con voz suave, y, al juguetear las olas con la nave, otra voz de ironía reír entre la espuma parecía. Tembló al oírla el piélago sereno; luego se abrió, como una inmensa herida, y sepultó la nave entre su seno. ………………………………….. Reían como vírgenes las olas, y el poeta ¡infeliz! lloraba a solas, al pensar que la nave sumergida llevaba la esperanza de su vida!

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Dúo romancesco Habitante de la torre que formara la Quimera, era puro como un nardo su semblante y su carne perfumada como cera. Desdeñaba la existencia; en el desierto monasterio sus ensueños mundanales marchitaba. ¡Tristes flores empapadas de misterio! Un poeta la mirada fue a abreviar en su retina, y, al tentarla, suponiéndola Julieta, ¡estrellóse contra el alma de Justina! La mirada de la virgen buscó siempre los altares; pobre estrella de la sombra enamorada a un cogulla confiaba sus pesares! Loco y ciego, el poeta subió un día a sus balcones, mas vio pronto que era inútil todo ruego, y se fue con su dolor y sus canciones. La devota, admirando a pesar suyo la aventura, juzgó fácil recobrar su calma rota sepultando su belleza en la clausura. El entonces fastidiado creyó hallarse de la vida, y los dobles en los templos de los bronces, los dejaron a ella monja y a el suicida. Mientras ora, se conmueve la reclusa muchas veces, pues ve el rostro de un ahorcado que la implora, y que mezcla raras muecas con sus preces.

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Jubílate Primavera volvió: ya los rosales se hinchan, como senos, con botones, y en el aire se escuchan los botones, con que al invierno entierran los Pradiales. Ya llegó la primavera golondrina, y pasó como sombra por mi huerta, diciendo a la Siguana, “Ven, despierta” y al arroyo dormido, “Ve, camina”. Huyeron las borrascas del Enero. Y el cielo torna a colorar el iris: ¡la tierra se desposa con Osiris, y trueca su regazo en pebetero! Así todo sonríe; las violetas olvidan la modestia de sus vidas, y sus corolas, de rocío henchidas, inspiran el ensueño a los poetas. Viene ya con su canto el azulejo como primer violeta del sonido que deja su perfume en el oído, y roba al cielo azul su azul reflejo. Jubílate, mi alma; Primavera acompañada por Amor avanza, ¡y mira como arrulla la Esperanza, y escucha como canta la Quimera! Si cubren las campiñas frescas flores, y forman las arañas otras tramas, si cuelgan nuevos nidos de las ramas, ¿por qué no has de gozar nuevos amores? Jubílate, mi alma; sé el jilguero que entona la canción de la alegría, y los recuerdos del ayer confía a la tierra trocada en pebetero. 1900

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La plegaria En el templo gótico –mármol y granito— entró un caballero como penitente. Joven y gallardo; con rostro contrito; su llanto manaba como de una fuente. Cruzó con presteza frente a los altares donde blancos cirios flameaban su fuego, y, junto a la virgen de los azahares, detuvo sus pasos para hacer su ruego. Cayó en la penumbra, postrado de hinojos, y con voz doliente —¡qué plegaria aquella que lloraba penas y sonaba a enojos!— refirió su historia que era una querella. “Oh virgen divina, tu favor imploro… a ti porque amaste te digo mi duelo; yo amaba a una niña; ¿Qué digo? La adoro, y en amarla siempre cifré mi consuelo. Aun siento en mis labios ardor de su boca, y llevo a mi mente frialdad de sus manos, aun en mi delirio la pasión la invoca, creyendo presentes los goces lejanos. Un día de mayo, postrada en tu ara, juró amarme siempre, más su voz mentía… Sus besos quemantes de que yo gustara hoy entrega a otro riendo en la orgía. ¡Oh virgen piadosa! Vengarme yo quiero porque a mi cariño mi amada fue ingrata; pero si la mato de su herida muero, y, de no vengarme, la pena me mata. Fue en el bello templo –palacio del mito— donde un caballero rezó penitente, y la virgen blanca que idealiza el rito escuchó sus preces siempre sonriente.

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Regreso Ella De la alondra que anida en mi ventana torné ayer a escuchar las sinfonías; la estrella que encintilla en la mañana vi brillar otra vez en estos días, como un presagio de que tu venías. Mas, ¡que pálido estás y demacrado! Tus pies la vil espina ha lacerado, te brindó la fatiga con sus dones, y el color que animaba tus facciones en palidez sombría se ha trocado. ¡Que no escuche a tu voz que me conmueve exclamar que la ausencia ha sido breve! Dame un beso, mi amado, y con él calma el desconsuelo en que se abisma un alma, que ni a expresar su júbilo se atreve. Ornada por mis buenos servidores, la mesa del jardín entre las flores, te espera… Allí al arrullo de las brisas, calmaré tus angustias con sonrisas, y ahuyentaré con besos tus dolores.

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Regreso Él Del rosal de la vida en tu semblante lucir veo la rosa más fragante; me pareces más bella que aquel día, en que de pie mirando al mediodía, te vi diciendo adiós y sollozante. Presente te tenía aunque lejana; la estrella que escintila en la mañana, al dorar con su luz el occidente me decía: Ten fe que allá en Oriente te aguardan unos labios de manzana. Deja la mesa puesta con sus flores, y no me ofrezcas, no, carne ni vino; manjares yo he encontrado en mi camino; a gustar el licor de los amores fue que vine a tu atrio peregrino. Para calmar la sed que me sofoca, para saciar el hambre de que peno, necesito, mi bien, en ansia loca, sorber del vino de tu roja boca, gustar la carne de tu blanco seno.

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Amorosa Parecida a un rostro de oro en el cielo está la luna; en el bosque duerme un coro de bulbules en su cuna. Uno –el padre— ha despertado, y en su dulce luz deslíe un saludo enamorado a la luna que sonríe. Lo interrumpen los amantes, que pasaban escondidos por las ramas vacilantes de los nardos florecidos. Él es joven y es hermoso; un bigote mosquetero presta tinte malicioso en su labio al “yo te quiero.” Rubia es bella y hechicera; su semblante veneciano se diría que emergiera de algún cuadro del Ticiano. Pisa quedo; está asustada, y la espantan vagos ruidos; esto dice la mirada de sus ojos encendidos. Ella charla con voz suave que hace extraña extraño anhelo, y que tiembla como un ave que corriera sobre el hielo. Y refiere sus pesares, y los sueños que fragancia de nevados azahares esparcieron en su infancia. Él se ríe a la callada escuchando aquel lirismo, y la flecha con mirada que envidiara el Amor mismo. 45


Ella siente en su mejilla como chispas de un lucero, y en su boca la cosquilla de un bigote mosquetero. Su ramaje dobla el nardo cual sintiendo grave peso, mientras zumba como un dardo un chasquido que es un beso. Las estrellas forman coro a la luna que se engrĂ­e, y semeja un rostro de oro que hace muecas y se rĂ­e.

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En alta mar Para Isabel Andreu Una cinta de plata graba el buque en su rápida carrera, mientras Venus desata hilos argénteos por la azul esfera. Los copos de la espuma se rizan en la faz del océano, y un ave blanca, de erizada pluma, semeja el mar lejano. El sol se hunde en los mares, las sombras van subiendo del abismo; y en mis tristes pensares sin querer me ensimismo. El silencio lo invade y llena todo con su angustiosa calma, que hasta a mi llega a modo de oración que rezara una gran alma. Cuando la brisa acude, recobra voz el mar enmudecido, y en su furor sacude los rizos blancos de su rostro herido. Y la voz del mar crece a un sollozo de pena, e Isabel da un suspiro que parece un clamor de sirena. Agosto 18, 1904

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La bella gitana Para Fernando Ortiz Desde aquella verja que diestros herreros fundieron con forma de un arpa de Eolía para un jardín raro, donde un bello Eros recibe perfumes de nardo y magnolia; Desde aquella verja del jardín divino vi llegar un día –¡cuánto tiempo ya!— dos jóvenes tzíngaros –aduar peregrino— cuya tienda nómada Dios sabe do está. Con pies empolvados, con cara tostada por las inclemencias del sol y del viento, contar parecía la triste mirada del bello gitano, pesares sin cuento. Y era la gitana de frescas mejillas, de cuello formado por el alabastro, de boca purpúrea –flor de maravillas— y ojos, aunque oscuros, con la luz de un astro. Su pelo muy negro prestábale encanto, pues era muy rizo y uno de los rizos bajaba a la cara, como un breve manto. Y daba a la cara, mayores hechizos. Pararon los tzíngaros al ver mi silueta; quiso la gitana decir mi ventura, y accedí yo pronto con ansia secreta que daba importancia grande a la aventura. Su cara cubrióse de matiz de rosa… a su mano tibia levantó mi mano; y estuvo mirándome largo tiempo ansiosa, mientras la acechaba celoso el gitano. Y dijo en voz leve que oí ansioso yo: “Chiquiyo, aun no amas pero vas a amá, porque una chiquiya prontico ‘e dará un sorbiyo grande del eterno amó.” Temblaba el acento de su boca roja, y también temblaba su mano tan breve, 48


como se estremece la marchita hoja que desprende el viento con su soplo leve. Sus ojos radiantes de mirar travieso siempre me miraban con extraño ardor, como si quisieran ofrecerme un beso, y con él un sorbo del eterno amor. Y su mano tibia libertó la mía, y rozó quemando, cual fuego, mi cara; bajo del corpiño su seno latía como si algo adentro con fuerza saltara. Y era yo un chiquillo, y en tierra lejana, cuando vi la verja del jardín divino y oí la ventura de aquella gitana, que casi llorando siguió su camino.

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Los cíclopes Vuelan –rojas las avispas— los enjambres de chispas; y caen los martillos sobre los yunques fuertes con ruidos de campanas que doblen por las Muertes. En la encendida fragua los ojos se hacen agua; cantos de amor murmuran los cíclopes titanes, que de afuera corean los gritos de los canes, Se adelanta Vulcano; con su robusta mano reina su barba roja; su cara reverbera con gozo; y es más grande que nunca su cojera. Cruza la puerta obscura, y al verlo alguien murmura: “Alegre está Hefaístos. No preguntéis qué pasa; sabido es que Afrodita pasó la noche en casa”. Terminan los herreros de modelar aperos. Y todos se amontonan en un tropel enorme en torno del maestro que habla con voz enorme: “Hermanos, necesito formar un nuevo mito. La gloria de los cíclopes disputa ya Tubal; yo quiero que forjemos hoy mismo el Ideal. Fundamos esa estatua y, como chispa fatua, se extinguirán las voces que hoy loan con placer las obras que ha formado Tubal en su taller”. “Fundámosla” –responde un cíclope que esconde bellezas femeninas bajo su gris mandil, y ostenta con audacia su juvenil perfil. “Hace gala de ausencia en tu voz, la experiencia. —Replícale un anciano del fondo de la usina— forjar el Ideal. La empresa peregrina!” 50


Aumentan los rumores de los trabajadores, que atónitos prevén trabajos imprevistos. Para acabar sus dudas de nuevo habla Hefaístos: “Anoche –hora bendita— yo prometí a Afrodita forjar en nuestros yunques el dios que ella ha soñado; los dioses cuando ofrecen sostienen lo pactado. El hombre ya es creador, e insulta mi labor que Zeo ha consagrado; por eso hoy os impetro, que ayuden vuestras manos a sostener mi cetro”. “Maestro, no hables más; la estatua tu tendrás” —responden los titanes en un clamor brillante que corre por los mares hasta el gigante Atlante. Y cuando llegó Aurora al despertar a Flora, la fragua tenebrosa ya era un avispero do volaban las rojas avispas del acero.

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Nox Encienden sus antorchas los luceros En el camino que siguió Santiago; Y ofrendan las violetas un halago De perfume en sus raros pebeteros. El bosque se estremece a cada instante Como agitado por temblor de fiebre; Las hojas brillan; en la lluvia orfebre Que regó en ellas polvo de diamante. En las ramas de encina solitaria Cuelga –marchita flor— un breve nido Del cual surge ya el eco de un gemido, Ya un canto que parece una plegaria. Tres aves en el nido; tres pardillos Que aun ostentan implumes las cabezas; Mas que ya saben ¡ay! Contar tristezas En la voz de sus picos amarillos. Están solos; los padres hoy marcharon A buscar la ración de sus hijuelos; Cuando la sombra descogió sus velos Las aves a su nido no tornaron. Cansado de esperar, el triste enjambre De los hijos, se agrupa en grave corro Que al cielo pide sin cesar socorro Para matar la soledad y el hambre. La luna se aparece de repente Entre dos nubes de blancor de espuma. Y, rompiendo a su paso va la bruma, Como rompe una quilla la corriente. El pabellón del bosque se ilumina Y cesa sin temblar, al ver la luna Que baña en tibio resplandor la cuna Donde claman los hijos de la encina. Bajo las verdes frondas gime un río En una estrofa de armonioso arrullo; Mas no extinguen sus ecos el murmullo De los pardillos que padecen frío. 52


El rĂ­o aduerme con su voz la vega; Pero alguien vela; en una pobre choza Una chiquilla a Dios reza, y solloza Porque su padre, el cazador, no llega.

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Sor Viviana Se murió como una rosa Sor Viviana de María: Cromo rubio, cara rosa, Frescos labios de clavel, (Cuyo beso afrenta haría A la boca de un dorcel???;) Ojos tristes y un lunar En el cuello, vivo como La custodia de un altar. Así era – rubio cromo – Sor Viviana de María. La campana que resuena Puebla el claustro con dolor. Y escuchándola se apena El divino Juan Bautista A quien dio la diestra fuerte De un artista, Flacas manos de la muerte Y el semblante de un amor. Sor Viviana Feneció como una rosa; La leyenda misteriosa De su muerte yo la se fue ella al coro una mañana A avivar su muerta fe; Miró al cielo, Mas los ojos del Bautista Tropezaron con su vista, Y en sus luces el anhelo Vio otro cielo. Se encontraba solo el coro, Y en las barbas, como el oro, Del profeta, Sor Viviana Dejó impreso Rojo beso. Oh caricia de lujuria Que hizo injuria A la luz de la mañana! Pobre hermana! Se murió de aquel pecado Como rosa que han tronchado.

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Y, ya muerta, De su boca fresca y rosa, Surgió blanca mariposa Que, pasando por la puerta, Subió al coro, Y, después que lo cruzó, Anidó en la barba de oro Del Bautista que hoy se apena Al oír el ¡tan! sonoro De su esquila que resuena Como acento que condena A la monja que pecó.

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La intrusa Llegaba la virgen Cuyo eterno saludo es “Adiós”! La que inspira los cantos del cisne,´ La amada de Dios. Venía la muerte; Yo sentía al mirarla tristeza, Contemplando sus manos de nieve, Su extraña belleza. Su traje era blanco; En los labios llevaba un clavel. Un clavel de color amaranto, Y gotas de miel. Su paso era lento; Caminaba con gesto de Ofelia, A la angustia doblando su cuello De nívea camelia. Y hablaba un lenguaje Que era música grata al oído, Pues vibraba con el dejo suave Que vibra el gemido. Pasaba la muerte, Con las manos, cual santa, plegadas, Y apagaban los cantos alegres Sus tenues pisadas.

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Los argonautas De las risueñas playas, donde se oía el coro dictado por las Musas a celestiales flautas, partieron en pesquisa del vellocino de oro los célebres guerreros llamados Argonautas. Pobláronse las costas con un inmenso lloro al ver la despedida de los osados nautas, y en e bajel lanzaron, a modo de tesoro, Apolo sus saetas y Euroclydón sus pautas. Las olas los llevaron, por el mar de ensueño, a afrontar tempestades, la lucha, el olvido... para tornar, al cabo, de su glorioso empeño con la nave en fragmentos, y cual sola presea, que fue prestada al mundo del triunfo conseguido, el hada de ojos negros, la funesta Medea. San Juan, Julio 5, 1903

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Cecilia Para Isolina Una virgen – nardo o lirio— Aparece sostenida Por el sueño de una vida, Cuyo fin es el martirio. Suenan dulces parloteos de oraciones, Y de un órgano la música divina, Semejando sus acordes unos sones Que en el cielo meditara Palestina. La doncella se adelanta Caminando con pereza, Cual sintiendo una tristeza Musitar bajo su planta. Y florecen rosas blancas en la huella Que estampando de la virgen va el pie breve, Y deslumbra como el ampo de la nieve La blancura de su mano fina y bella. Su camino es como un sueño De visiones encantadas, Pues va a hollar las leves gradas De la escala del ensueño. Mas vibró como un arrullo de paloma Que las glorias de un prodigio nuevo augura Y en las sombras la adorable faz asoma Un arcángel, casi un niño, que murmura: “Oh Cecilia! Tu no cantas.” Y la joven se sonroja Cuando mira que se hinoja El arcángel a sus plantas. Se detiene allí la virgen y suspira: “Quien me diera Un Pegaso que trajera De los cielos una lira?” Las tinieblas de la noche se hacen día Al trotar de la Gran Osa cuya zarpa 58


Lleva un haz hecho de estrellas que es un harpa, ¡La de Apolo que a Cecilia se la envía! ……………….. Y Teresa se admiraba Presintiendo maravillas. Porque Satanás amaba Y rezaba ¡de rodillas!

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Felina Oh Don Juan del alero! Tus donosas acciones, Tu ademán caballero, Bien merecen canciones. Son de plata tus guantes Y tu capa amarilla Con sus pelos flotantes A la luz maravilla. Si contemplo tu pecho Me pareces armiño, Si tus juegos acecho Tienes gracias de niño. Dan tus ojos promesas De soberbio tesoro, Pues encierran turquesas Y una vena de oro. Los empaña por celos Un osado borrón, Pareciendo así cielos Que manchara un carbón. Si tu lomo se arquea, Forma un arco glorioso Que a los ojos da idea De un camello giboso. Rivaliza tu oreja, Cuando tomas el sol, Con la concha bermeja Que soñó un caracol. Tu nocturna sonata Tiene un ritmo elocuente Que entusiasma a la gata Del tejado de enfrente. Tu ron ron siempre oyera Pues parece la rara Voz de una tetera Que en el fuego charlara. 60


Los portales callados Admiraron tus bríos Al cruzar los tejados A reñir desafíos. Oh Don Juan del alero! Me entusiasman tus dones: Mas, sin duda, prefiero A tan bellas acciones, La maldad del felino Con que coges las ratas, Y ¡divino asesino! Con tus juegos las matas.

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Mi novia Tengo una novia casta e invisible, cuyos labios jamás boca de hombre con besos desfloró; raro en su nombre: — Imposible. Jamás ha respondido a mis miradas; nunca libé las mieles de su boca; pero sé que en sus rezos por mí invoca a las hadas. Nunca miré las líneas de su cara; desconozco el perfume de su seno; mas postrado de hinojos me enajeno en su ara. Es inútil soñar con sus caricias; tratar de conquistarla, sueño vano, pues cifra en el cariño de un hermano sus delicias. Ella es muda; sus labios encendidos nunca dieron camino a las palabras, y sus signos son como abracadabras no entendidos. Unos dicen que ha muerto y que aparece como un genio venido del Averno, y que es su gesto el gesto de lo eterno que estremece. Ignoro si es mentira lo que dicen: yo solo sé que esos extraños signos, que quizás pueden parecer malignos, me bendicen. Sé que deja tras sí brillante estela al pasar; que la senda que ella siga se perfuma, y que el alma que es su amiga nada anhela. Desconozco si es diosa o si es mujer; ignoro su morada y su camino, pero sé que al final de mi destino la he de ver.

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Giacomo Fue la escena en el lago de Como: bajo un cielo azul de zafiro, sobre olas de tinte plomo, una voz murmuró en su suspiro — “¡Giacomo! ¡Giacomo!” En mi góndola yo navegaba; a mi lado mi amada reía, en las ondas el sol jugueteaba y la brisa el besarnos decía: — “¡Amor y alegría!” “Canta, canta una estrofa de amores” supliqué a mi dulce Giuliana. En su seno temblaron las flores, y dijeron sus labios de grana —“¡Mañana! ¡Mañana!” Pero luego dobló su cabeza, ocultándome el rostro hechicero, y su voz empapada en tristeza, murmuró en un clamor lastimero —“¡Giacomo! ¡Giacomo!” Todavía en mi oído retumba el sollozo del lago de Como; y aún escucho en las olas de plomo este nombre que evoca una tumba: —“¡Giacomo! ¡Giacomo!”

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Para unos ojos Hermanos de la noche, novios de las estrellas, los ojos son de Emilia; en su cristal obscuro dormitan las centellas, y encuentran las tinieblas sus lazos de familia. Ojos cual esos tienen – enormes y rasgados – las magas de los cuentos que con sus varas rigen las tramas de los hados, y duermen en los troncos de tilos corpulentos. Pestañas como esas – tan largas y sedosas – poseen las princesas que en leyendas germanas florecen cual las rosas, y vagan por los bosques comiéndose las fresas. Miradas así, intensas, presagios de lo eterno, lanzaba Proserpina, cuando sedujo a Hades que la llevó al infierno, para que diera luces a su mansión divina. Mezclan esas pupilas en luminoso haz su fuego peregrino, y —¡caso raro!— brindan del fondo de su paz el esplendor mortífero del arma del destino. Yo siento sus efluvios, potentes como un rayo, en mi alma penetrar, y, como vierte rosas sobre los prados de mayo, en mis angustias íntimas su calma derramar. ¡Hermanos de la noche, divinos ojos negros, si miráis hoy así, qué música exquisita de ignorados allegros entonareis vosotros cuando brindéis el sí! Ya la faceta enorme de esos diamantes regios me escancia en su fulgor el icor de los raros sublimes sortilegios con que enhechiza al Cosmos el rubio brujo Amor. Adjuntas, Enero 8, 1902

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Crepúsculo Un campo de batalla, que han sembrado de flores los besos de los cascos de metralla sobre cuerpos amados de escultores. Yergue un herido su busto de Narciso derribado, y, con gesto soberbio de vencido, examina la herida en su costado. Es el atardecer. Dobla en la esquila de la noche la calma su oración, y estremece la selva ya tranquila el rugido asombroso del león. Un buitre se aproxima, y, al ensayar en el espacio un vuelo, hiende su canto, como extraña rima, el palacio del cielo. Con inquietud doliente, la mano del herido está en su pecho, y aparece la luna en Occidente como el ojo de un cíclope en acecho.

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La risa de Mignón ¡Benditas siempre sean las horas de aquel día! Eros desmenuzaba, para mi, rojas rosas; juntó a los verdes mirtos, amados de las diosas, la rosa de las diosas, Mignón, iba a ser mía. Míos sus besos tristes y su mirada mágica, míos su níveo seno y su perfil de trágica. Por fin su alma de virgen se reflejaba en mí y ya su voz de tiple murmuraba Sí… sí… Sus labios antes pálidos los iba a purpurar el fuego de los míos, hastiados de esperar. El cuello —blanco cisne—, los senos —rosas pomas— hallaron en mi boca castigo a su perfidia… al eco de mis besos gimieron las palomas y se escondió en Ocaso, Febo, muerto de envidia. Y cuando yo triunfaba y de flores de fuego su rostro se cubría, mi Mignón se reía y en medio de su risa con pasión me miraba. Reía, más, de pronto, comenzó a sollozar. — ¿Qué tienes, amor mío? —le pregunté en un beso. Y ella, en una voz rara, vibrante de embeleso, —Mi llanto no te importe; mas déjame llorar, porque ora ve mi alma lo triste que es amar.

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Pan Yo fui Pan en los bosques de la Arcadia, yo fui Pan; y, al ritmo de mis músicas sonoras, vi galopar al coro de las Horas y, cuando Diana irradia, oí el grito amorosa del Titán. Yo toqué el himno que sedujo a Tmolo, yo toqué, y, oyendo los acordes de mi flauta, el tiempo modelaba su gran pauta, y, avergonzado Apolo, a Eco escuchaba pregonar mi fe. Donde cantan, como arpas, frescas linfas, donde cantan las frescas linfas del fugaz Peneo, con pupilas vibrantes de deseo, desnudas vi las ninfas de senos blancos que el Hastío espantan. El secreto ritmé de las estrellas, el secreto de las luchas de dioses y gigantes puse en verso, y vinieron las bacantes, entonces aun doncellas, a darme con su amor miel del Himeto. Bendecida la tierra que yo amara, bendecida la teoría de rústicos silvanos, que danzara enlazada de las manos en torno de mi ara, oyendo cantos para Amor y Vida. Pan yo fui, Pan, el dios a medias fiera, Pan yo fui; amé la selva y el Amor salvaje, y besé a la Quimera. ¡Oh Quimera de labios de rubí!

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La despedida Al borde del arroyo ceñido por los sauces “Adiós” —me dijo ella. Su adiós en ecos tenues perdióse por los cauces, y allá, en el cielo triste, veló su luz mi estrella. En medio de sollozos cambiamos otro beso, y “Adiós” –repitió ella— “muy pronto volveré; por mucho que yo tarde, confía en mi regreso, no dudes de mi fe. Los días han pasado cual una turba loca; al borde del arroyo da el sauce aun su verdor, y tilos han crecido donde una dulce boca juróme un día su amor. Seco contemplo el cauce, y la desierta orilla tilos sombrean ya; pero en su sombra estéril parece que aun el sauce añora a la chiquilla que nunca volverá. Seco se halla el cause; mas, con mi amargo llanto, pronto rebosará.

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El éxodo ¡Qué hermosa estás, montaña, con tu dosel tremendo donde el naranjo prende sus flores de azahar! En ti hallo más encantos que en la dorada playa donde Océanos graba sus labios de cristal. Siempre en tu seno obscuro, con inefable beso besó a mi alma enferma la virgen soledad, mientras que sollozaba, cual si estuviera triste, el viento entre las frondas suspiros de Titán. Diademas para novias en tus laderas forman las primorosas flores que luce el cafetal, y el gran epitalamio del sol y de la tierra el río lo celebra con su chis, chas, chis, chas. El verde lagartijo, que es símbolo de envidia, oculto por las hojas medita una maldad en torno de la abeja que libia rubio polen, y femenina, al cabo, se pone a murmurar. Turpiales charladores saludan a los cielos, maestros carpinteros trabajan el guabal y el cielo iluminado murmura a los oídos de lianas y gencianas: Subid y progresad. Sobre un flanco erguido sube una angosta senda, roja como la herrumbre que muerde en el metal, y que a mis ojos brilla con el fulgor siniestro del traje que el poeta vistiera a Satanás. Y por la senda baja, con paso perezoso, legión de campesinos. Hacia los llanos va. Son indolentes, pálidos, diríanse cadáveres que echados de sus tumbas, van otras a buscar. Sobre sus faces lívidas el desaliento impreso, en sus ojos sin lustre la ausencia del afán... No hay duda que la Muerte selló esas frentes bajas que invitan las miradas, con su caricia ya.

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Yo entonces les pregunto: “¿Do vais, amigos míos?” Y en una voz —sollozo que el monte hace temblar— aquel tropel responde sin detener su marcha: “No vamos, nos arrastra la horrible tempestad”. Adjuntas, Mayo 1901

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Menuet favori Hechicera marquesita que en el baile conocí; ya la roja margarita de tus labios, ¿dijo sí? Aun escucho el taconeo de tus pies sobre la alfombra; en mis sueños aun te veo iluminando la sombra. ¿Quién conducirá el mensaje con que abrumarás mi amor? Si querrá servir de paje tu labio, ¡ese tentador! ¿Cómo y cuándo yo lo oiré? ¿Alzará su leve giro entre pasos de minué, y en las alas de un suspiro? Hecha luz en tu mirada o hecha flor en tu sonrisa, envía la frase amada; mas, por favor, date prisa. Que, al saber que estás distante, entre tu casa y la mía teje tramazón constante la negra melancolía; Y por la ideal cadena se cruzan a todas horas con mis suspiros de pena, tus carcajadas sonoras. Llegue pronto el mensajero a decirme: — “Sí, te ama;” que alzar tu mensaje quiero cual si fuere un oriflama. Sé que anhelo un imposible y que habrá un lance reñido, entre mi orgullo invencible y mi corazón rendido. 71


Mas, al fin de la reyerta, pasará ante ti ese día, en su ataúd, una muerta. ¡Mi negra melancolía!

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Se murió Fue en la penumbra suave del salón… Sus miradas, fundiéndose en las mías, inspiraban a mi alma la ilusión; recitábale yo mis poesías, y mi corazón le llegaba al corazón. Deja el libro que es hora de rezar, —me dijo de repente con voz grave, y cambiábamos un beso sin hablar… Afuera sobre el olmo daba un ave a nuestro amor un himno en su cantar. Mi amada con tristeza me miró; su faz, que competía con la rosa, pálida como el lirio se tornó; sonrióse con traza misteriosa, e inerte en el sofá se desplomó. Aída, escucha, Aída, —yo grité; el eco respondióme —Ida… ida… Yo entonces delirante la miré; inmóvil ella estaba y sonreída, pareciendo decir, — ¡Cómo te amé!

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Viernes Santo Nada iguala el triste encanto ni la majestad simbólica que da la Iglesia Católica al día del Viernes Santo. Sepultando los altares cuelgan los paños de luto que manchan el muro enjuto como uniformes lunares. Cubiertas también contemplo las vidrieras policromas, añorando los aromas que son aliento del templo. Una miro destrozada y por ella el cielo veo; para calmar mi deseo al cielo va mi mirada. Con pronunciación nasal masculla un cura sus preces, y da nuevas lobregueces a la oscura Catedral. Rompe el órgano en un lloro, en un lloro claro y lento. ¡Parece que el sentimiento está tocando en el coro! Y que, tocando, desgrana en las notas, sus dolores, y dice al hombre, —No llores que la vida es cosa vana. La gloria cierta es morir; prefiere a todo la muerte; sea cual fuere tu suerte hasta su seno has de ir. — En la iglesia el Cristo muere, todos rezan; todo calla, y las almas avasallan con su fuerza el Miserere. 74


Por la solitaria nave a la entreabierta vidriera, mi alma, que desespera, va volando como un ave. Ya a mi alma, estremecida entre las naves oscuras, al cantar —Muerte— los curas el cielo le grita, — ¡Vida!

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Alegría Llamóse Alegría y su nombre era como melodía que Bach escribiera. Mi voz le decía, “Ámame y espera”, y ella se reía sin que yo la oyera. Y por fin un día de la Primavera oyó la armonía que cantó Quimera. Alegría se hastió de la espera y ¡pobre ignorante! marchó presurosa al país distante donde se reposa.

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Adiós A pesar de mis sueños de poeta sé que no gozaré de tus abrazos, pues, aspecto tienes de Julieta, ya olvidaste el camino de mis brazos. Existe entre nosotros un abismo: el helecho no sube hasta la palma, y fuera necesario un cataclismo para enlazar tu alma con mi alma. Prosigue, pues, tu triunfador camino: a mirar y vencer viniste. ¡Sea! Mas sabe que a los golpes del destino reinando sucumbió Pentesilea. Olvida, si es posible, mi memoria que dejaré trazada sobre el agua; porque jamás conquistará la gloria quien con ensueños su existencia fragua. Y si algún día, como un eco incierto, llegar logra mi nombre hasta tu oído, reza a tu Dios por mí que ya habré muerto sepultado en las sombras del olvido. 1900

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Hugo Orfeo de la canturia, maestro de melodía, Moisés de una centuria, al golpe de cuya lira, resonando en lo profundo, brotó como mar inmenso, desde la escarpada cima, el torrente de la rima, en cuyas ondas podía su sed apagar un mundo. Mago de barba de nieve y de alma aun más nevada, sobre cuya albura llueve el espíritu del Cosmos su perpetua bendición, y que libró, a los impulsos de divinales prodigios, como los árboles ligios temblaban bajo los soplos del gran viento Euroclidón. Águila, león alado, de vuelo que llegó a cumbres do jamás nadie ha llegado y cuyo rugido fiero retumbar hizo a la selva, donde arpegiaron un día la canción de los amores, alondras y ruiseñores perdidos entre las ramas del mirto y la madreselva. En las cuerdas de tu lira el Universo, a manera de aquilón pasmoso, gira, y difícil es leyéndote raciocinar si tu musa, siempre a todos los halagos del conquistador reacia, fue la diosa de la Gracia, o la virgen implacable, la architrágica Medusa. A ratos tu voz remeda el eco de la batalla ruda de que fuiste aeda; en las filas combatiste con valor de legionario, y al rodar desde su cumbre la imperial cosmogonía, purpuraron su agonía, las heridas de tu flecha, portentoso Sagitario. En la divina Walhalla donde tu espíritu mora, tu voz sin duda no calla, y, allí, en las salas augustas del palacio de la gloria, los héroes y los profetas oyen las sonoridades que te dictan las edades, cuando contigo repasan las páginas de la Historia. A ti, nuestro padre y Dios, como abejas hacia el monte, de rubio polen en pos, 78


progresan los corazones a presentarte parias, y escuchar, como en un éxtasis, los salmos de tu astro inmenso, y a rendirte, como incienso oías amado en tus altares, epinicios y plegarias. Maestro de melodía, tirano de las estrofas, mago de la poesía, de tu garganta brotaron, como de clásica fuente, las ondas vertiginosas del torrente de las rimas, y de las azules cimas bajaron las ilusiones para coronar tu frente.

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Recordando No hay pájaros en los nidos de antaño. Gime hoy mi pluma, como el torpe piano que solo sabe dar la misma nota, y del teclado de mis versos brota la vibración de nuestro amor lejano. Va surgiendo, triunfante, la armonía de las cuerdas del viejo clavicordio, y esa armonía tiene por exordio que nunca acaba, este clamor: ¡María! Para qué recordar – dirás – si trunca nuestra esperanza pereció en capullo, y aquel rosal que fuera nuestro orgullo nunca florecerá – ¿Lo escuchas? – Nunca… Ya sé que todo entre los dos ha muerto: yo fui un día vagando solitario a aquel jardín que fuera relicario de nuestro amor, y lo encontré desierto. Todo lo hallé marchito. En los rosales agonizaban rosas de cien hojas, y desde el tilo seco sus congojas suspiraban los trenos de turpiales. Las ruinas de aquel sitio desolado añorar semejaban tu presencia, y murmurar quejosas de tu ausencia: ¿Por qué no volverá? ¡Cuánto ha tardado! Todo me hablaba allí de nuestras citas; mas todo mustio está, y en la arboleda, palio de nuestro amor, ya nada queda. ¿Nuestras almas...? ¡También están marchitas! Ya han pasado los días… ¡Cuántas cosas con ellos han pasado, tú lo sabes! En los nidos de antaño, ya no hay aves, y en los prados de hogaño, ya no hay rosas. Más, ¿qué importan el tiempo y la distancia? Yo siempre te amaré. Para mi verso 80


en ti empieza y acaba el Universo… ¡Oh mundo hecho de luz y de fragancia! Y en medio del desastre que me abruma, a pesar de mi orgullo y tu desvío, cuando tocan a muerto en torno mío, aún halla estrofas para ti mi pluma. Para mí tu recuerdo es gloria cierta y el único consuelo que reclamo; pues, aunque viva estás y yo te amo, casi preferiría verte muerta que ignorando mi voz cuando te llamo.

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Mis anhelos Quiero beber la gloria de tus miradas; en tus labios yo quiero saciar mi anhelo, porque siendo tú bella como las hadas, tus ojos y tus labios sabrán a cielo. Tu sabes hace tiempo que yo te amo; tu conoces mis fiebres y mis angustias, y tus pies se han cansado de hollar el ramo que para ti formaron mis flores mustias. Yo sufro cuando veo tus palideces causadas por los rezos y pesadillas; ama para que aprendas las nuevas preces que harán subir las rosas a tus mejillas. Yo no aspiro a más glorias en esta tierra que al calor de tus labios sobre los míos; ¡dame un beso, mi amada!, tu beso cierra la herida que me abriste con tus desvíos. Bríndame con las gracias de tu alma extraña; dame de tus cosechas dulces primicias; ¡no anhelo más palacio que una cabaña donde enciendas el fuego de tus caricias!

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Díptico fúnebre Ella Muy pronto moriré cual sensitiva; muy pronto moriré de mal de amores. A mi ser ya cautiva la nostalgia que aviva la agonía del alma de las flores. ¡Amar y sucumbir! Extraño hado que dobla hacia la tumba mi cabeza. Cuando aún no he alcanzado el ideal soñado, a pesar de mi amor y mi belleza. Morir y hoy, cuando en el cielo veo brillar los arreboles de la tarde, y el perpetuo deseo trae cual Prometeo ¡la antorcha de la luz que siempre arde! Morir quizá en el mes de las violetas, cuando canta el turpial los cielos puros, y, con voces secretas, plegarían los poetas ¡sus salves al fulgor de los Dioscuros! Yo quisiera vivir, pues la existencia muchas rosas enciende en sus alcores… Bendita eflorescencia que logra con su esencia ¡ahuyentar de mi alma los dolores! Pero en vano es soñar. Las margaritas pronto se elevarán de mis despojos, y sus hojas marchitas pregonarán mis cuitas al ser que llore a mí de hinojos.

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Él Muy pronto ha de morir. Yo lo he leído en las tristes ojeras de su cara, y en el vago quejido que destrozó mi oído cuando, en su sueño, a ella me acercara. Yo sé que ha de morir. Y lo sabía desde hace tiempo, desde aquel instante en que, con voz sombría, me declaró ser mía, al caer en mis brazos sollozante. He visto acrecentarse por momentos las níveas palideces de sus manos, y he escuchado a los vientos gemir como lamentos que anunciaran la voz de los arcanos. Sus labios que antes fueron una rosa hoy ostentan blancuras de azucena… Una voz misteriosa me anuncia que mi esposa es para el mundo demasiado buena. Su faz se va tornando como cera. Nubla sus ojos cerrazón temprana… El día en que ella muera —será en la primavera – su tumba aromaré con mejorana. Y en las tardes sombrías del invierno, cuando desgarre con mi voz su calma, desde su hogar eterno, como un perfume tierno, de rosas frescas, me enviará su alma.

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Prometeo Por la robusta mano de Vulcano clavado Prometeo está a la roca, y, aunque irritado Zeo lo provoca, guarda siempre un silencio sobrehumano. Tiembla el cielo y murmura el océano; el rayo estalla; el viento se desboca; la dura peña el huracán derroca; mas no vacila el redentor humano. Y mientras el cortejo de las Furias cubre de maldiciones y de injurias la figura soberbia del Titán, Y el buitre precipita su agonía, él sonríe y murmura: “Vendrá un día de justicia y los dioses morirán.”

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Leyenda extraña El rey Balbrigan, jovenzuelo, rubio, y de bella faz lampiña que diera celos a una niña o al joven héroe de Longfellow, sale de caza un triste día… Es el otoño, y los pinzones, riman al verlo en sus canciones fúnebres salmos de agonía. Marcha soñando en su corcel, que es blanco como espuma o leche, sin que en la corte se sospeche que por el bosque ande el doncel. Un negro can trota a su vera: — Verdes centellas son sus ojos que a ratos lanzan fuegos rojos como las lenguas de una hoguera –. Súbito el joven se conmueve. Y en torno suyo ansioso mira, pues junto a el cree que suspira extraño ser suspiro leve. Lujuria ardiente invade al rey… Fresco y desnudo como un niño, ante sí tiene el puro armiño del cuerpo flor de Loreley. Tendido en comba rama añosa donde sus rayos el sol quiebra. Como si fuera una culebra hecha por Dios con nieve y rosa. Su blonda y larga cabellera sobre las carnes se derrama como corriente de oro y llama do un cisne blanco se adurmiera. A modo de ondas del Danubio, de un leve azul sus ojos son y en ellos duerme la ilusión que atrae el bello doncel rubio. Como la vista se recrea en la opulencia de sus formas que servir pueden como normas ¡de la belleza a Citerea!

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Siente el doncel ansia lasciva: sus fuertes brazos a ella tiende; pero la ninfa se desprende del tronco aquel que la cautiva. Y, tan veloz como Atalanta, entra del bosque en la espesura donde protege la verdura su desnudez que el ojo encanta. Cuando atraviesa la cortina verde, su forma de alabastro deja regado un blanco rastro Que los senderos ilumina. vuelve de pronto su semblante para mirar al soberano cuya nervuda y fuerte mano suelta la rienda antes tirante. Tiende su arco y lo dispara: parte la flecha cual centella rasga la espalda a la doncella, y es tal la fuerza que la enviara que abre su punta el seno rosa de la hechicera perseguida… Salta la sangre de la herida y de rubor mancha la rosa. Y Loreley cesa en su fuga y hacia el monarca se adelanta. Su voz de tiple, canta; su mano blanca enjuga, enjuga enorme y líquido granate que, al cabrillear sobre la seda del regio busto donde rueda, le forma espléndido remate. El rey Balbrigan, de ira lleno, cree que sueña o que delira pues sonreír la ninfa mira, con el acero aun en el seno, mientras avanza hacia el monarca que con pavor su paso acecha viendo asombrado que la flecha se agranda, mueve, tuerce, enarca —como en el fuego el escorpión – y queda al cabo el dardo breve hecho una espada cuya aleve punta atraviesa el corazón. De un salto el hada monta 87


en el corcel; su cara fina sobre la faz del rey reclina; con tibio beso su ira afronta, mientras riendo lo encadena en los pulidos blancos lazos que forma el mármol de sus brazos, dignos de Venus o de Helena. El desasirse en vano quiere pues el acero entra en su pecho; penetra firme, hondo y derecho, y una mortal herida infiere. Padece el rey mil agonías que escucha al hada en tono triste interrogar, “¿Por qué me heriste? Vas a morir; ¿no lo sabías?” Pasa el corcel cual meteoro llevando el más extraño grupo que unir la suerte nunca supo… Del suelo saltan chispas de oro, y ríe siempre Loreley; rojo clavel finge su boca que a ratos besa en ansia loca al jovenzuelo y bello rey, que se recuesta en la doncella y en cuya faz de rubio niño, trocada ahora en blanco armiño, dejan los besos luz de estrella. El lebrel negro va con ellos, y sus pupilas fulgurantes riegan a modo de diamantes que el bosque encienden en destellos. Y Loreley canta su canto, un canto dulce y argentino, canto que suena como un trino, pero que causa al bosque espanto.

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El triunfo Al eco de las músicas de liras placenteras, raros hermafroditas desnudos van sumisos. Agítanse las palmas a modo de banderas, y pasan cien doncellas más blancas que narcisos. Seguidos por un coro de extrañas bayaderas, con mirto coronado y hermoso cual Dionisos, en carro luminoso, tirado por panteras, el Dios pasó, que abriera los nuevos Paraísos. El Dios de boca roja y aliento de ambrosía, que trueca nuestras vidas en grata y dulce orgía y regocija espíritus con mágica labor. Bendito el Dios del fuego y el fuego de sus labios. El Dios que unce a su carro las fieras y los sabios… ¡Benditas las victorias del bello Dios Amor!

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El vencedor Era la hora vaga del crepúsculo, ascendió el vencedor hasta la cima poblada con laureles, y en su alma, al distenderse como un músculo, algo cantó a manera de una rima. Vio abajo lo que fuera una ciudad: fragmentos de columnas y de arcos, raros marcos tallados por incógnitos cinceles, para la gloria del tenaz selvaje que abrigo les prestara en su ropaje con grave majestad. Un río caminaba susurrando un responso a la muerte, semejando un alfange lanzado por su suerte sobre un campo de flores. Las estatuas caídas, abrillantadas por enormes fuegos, parecían a los espectadores un tropel de bacantes sorprendidas por Apolo en sus juegos y acaso de placer enrojecidas. Con majestad suprema, bosquejaban dos águilas sus vuelos, reinando desde el trono de los cielos, con el sol del ocaso por diadema. Rugían a lo lejos los leones, y su gran sinfonía prestaba portentosas vibraciones al estertor del moribundo día. El vencedor se estremeció de gozo; su alma de héroe se llenó de orgullo, y dio paso a un murmullo que se trocó de pronto en un sollozo. “Oh Patria” – clamó en voz casi temblante – “Si en este pueblo que el destino azota, 90


Veré yo presagiada tu derrota, y llegará un instante un que llore Niké al grabar en tus muros Ananké”. La noche ya colgaba su cortina en torno de los rotos chapiteles, y, al moverlos la brisa vespertina, daban como sollozos los laureles.

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¡Oh primavera! Un vago y tibio olor a primavera asciende desde el bosque hasta mi estancia, la cual queda impregnada de fragancia que me enerva a la vez que me exaspera. Asomado a mi abierta celosía, ante mí pasa el tiempo como un sueño, mirando el cielo azul, claro y sedeño que parece invitar a la alegría. En el rincón del parque más lejano, vestido al figurín de última moda, como novia en el día de su boda de flores coronado está el manzano. Es de noche, y el parque está de fiesta: En el naranjo en flor – traje de gala – un mirlo trinos de pasión exhala, mientras ensaya un verderón su orquesta. Bogando sin cesar en la laguna, dos cisnes se acarician mutuamente, y reflejan su gracia en la corriente al brillo de los rayos de la luna. No sé si es ilusión; pero imagino que veo, entre las ramas del boscaje una mujer que ostenta un blanco traje cruzar con pasos lentos el camino. Una figura de hombre la acompaña, y sus brazos están entrelazados… ¡Bello idilio! Es un par de enamorados que pasean su dicha en la campiña. Se pierden en la selva misteriosa, y el cisne hembra, fijándose en la dama parece murmurar: —Mucho lo ama. Y el macho sonriendo: —No es su esposa. Un ruiseñor, oculto no sé donde, un canto vierte lleno de ternura, y va mi aplauso hacia la selva obscura en busca del cantor que así se esconde. 92


Vago y caliente olor de primavera sigue siempre ascendiendo hasta mi alcoba, y a mi alma hastiada, de placer arroba con fragancia que enerva y que exaspera.

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Color de rosa Hay un camino que yo no ignoro para la estancia color de rosa, donde dormitan como un tesoro que a luz hace ser envidiosa las seducciones de tu hermosura y los jazmines de tu blancura, que son de Bética la flor preciosa. Tu regia forma de Lindaraja deja en la alcoba como una esencia, esencia fuerte de chula o maja, que cuenta a voces de tu existencia, pues en las ondas de aroma flota, con la pereza de una gaviota, el tibio hechizo de tu presencia. Cuando engalanas a tus balcones, y en ellos reinas como tirana, de amor sollozan los corazones, tiembla de gozo la alta ventana, por la plazuela circula el pasmo, y da sus vítores el entusiasmo a tu belleza de soberana. Tienes la gracia de una odalisca con la ternura de Safo o de Elsa. ¿Por qué hoy te muestras seria y arisca si siempre fuiste mi reina excelsa, si en ti se inspiran los tristes vates, y son tus dones, en los combates, el oriflama de un rubio welsa? Cuando yo miro tu faz oculta por el bordado de enredadera, que con sus flecos medio sepulta a tus balcones en primavera, sueño enseguida con esa estancia donde tu boca da su fragancia, como sus filtros una hechicera. Para la alcoba que yo menciono hay un camino – yo bien lo sé; ¡Mas ay! Que calle mi vivo encono, 94


y que el recuerdo me preste fe; a tus balcones y tu cancela hoy da el recato su centinela, y ya tu estancia jamĂĄs verĂŠ!

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Canto de buitres Abriendo el abanico formado por la pompa de sus alas, al volar en inmensa procesión que ensombrecía las azules salas, los buitres, de su negro y corvo pico, dejaron escapar esta canción: — ¡Bendito el carnicero que trajo tanta gente al matadero! Hijos del triste Norte nacidos en el Sur, cuánta bella cohorte segó la muerte ayer como corta los trigos la segur! En la llanura mesa donde los buitres su hambre saciarán en el rebaño que, en columna espesa, al suplicio mandara un capitán, los buitres comerán. Había un rubio y bello adolescente que pensaba en su madre, pobre anciana que aun se halla orando en su ciudad lejana un rosario de llanto, largo, largo, y más que largo, amargo, por el soldado ausente… Gota a gota, de la nariz del jovenzuelo hoy brota hilo de sangre corrompida y negra que a los buitres alegra. Otro, joven gigante, tan fuerte como Anteo o como Atlante, con pupilas chispeantes de lujuria, y el poblado bigote borgoñón, se agitaba con furia, ansiando las delicias de la soñada tierra de pasión, do brindan las mujeres sus caricias… Hoy están amarillas sus facciones y muy pronto los buitres, a montones, comerán de su cuerpo de escultura 96


que no cabía ayer en la llanura. Uno murió soñando con su amada… Otro – un padre – pensando en la morada y en la risueña cuna de donde lo alejara la fortuna y sollozando: “¡Si tendrán hoy pan!” De su carne los buitres comerán. Cuánto hombre ayer reía sin pensar que la muerte es centinela ¡Siempre en vela…! Hoy es día de placer. ¡Alegría! Los buitres hoy celebran su festín, y es carne corrompida su botín; carne humana que perfumes emana. ¡Bendito el carnicero que trajo tanta gente al matadero! ¡Alegría! ¡Alegría!

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