Mozarteum libro terminado 23 10 08

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA Europa y Argentina

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA Europa y Argentina

Pablo Bardin Melanie Plesch Pola Suárez Urtubey Federico Monjeau Pablo Kohan Pablo Gianera

UNIVERSIDAD NACIONAL DE JUJUY JUJUY - ARGENTINA 2008

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Prohibida la reproducción total o parcial del material contenido en esta publicación por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, sin permiso expreso del Editor.

Fotografía de tapa: José Rodríguez (violín del siglo XVIII, Museo de Arte Religioso- Convento San Francisco- San Salvador de Jujuy) Diseño de tapa e interior: Matías Teruel Correctora: Silvina Campo Coordinación general: Edgardo Gutiérrez © 2008 Mozarteum Argentino Filial Jujuy © 2008 Editorial de la Universidad Nacional de Jujuy Avda. Bolivia 1239 - CP 4600 San Salvador de Jujuy - Pcia. de Jujuy - Argentina Tel. (0388)4221521- e-mail: editorial@unju.edu.ar 2008 1ra Edición Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en Argentina - Printed in Argentina ISBN-13: 978-950-721-322-9

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«El deseo del Mozarteum ha sido siempre el de servir de puerta para que por él se pongan en comunicación los individuos y la cultura. El arte es la vía más profunda, la más pura para esos fines…»

Jeannette Arata de Erize (Del libro «Mozarteum Argentino-50 Años)

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PRÓLOGO La música clásica es una de las disciplinas intrínsecas a la cultura occidental. Desde hace siglos, Argentina es un laboratorio sobresaliente de nuestras artes; en Jujuy, en particular, el viajero se confronta con muestras de gran refinamiento cultural. Entre ellas, cabe alegrarse del aporte, a lo largo de los últimos 25 años, del Mozarteum de Jujuy. En un momento en el que las civilizaciones de Oriente y Occidente parecen estar confundidas sobre cuáles valores salvaguardar una de otra, una de las metas de la Fondazione Spinola es participar en armar un horizonte multicultural respetuoso de las diferencias y de los valores distintivos. Los fascinantes artículos que integran este libro muestran un retrato de la música clásica occidental en la Argentina de hoy. Ofrecerlos al Mozarteum de Jujuy en ocasión de su 25 aniversario, es un reconocimiento de cómo el Mozarteum en toda la Argentina se empeña en mantener vivos los valores de nuestro patrimonio cultural. Federico Spinola

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INTRODUCCIÓN La Filial Jujuy del Mozarteum Argentino fue fundada en el año 1981, en un medio caracterizado por su lejanía respecto de las grandes ciudades y por ser un lugar de fronteras. De allí que una asociación dedicada primordialmente a la difusión de la música clásica -en este contexto- puede plantear varios interrogantes de índole histórica o sociológica que exceden a esta publicación. Sin embargo, una lectura más atenta puede descubrir que Mozarteum no restringe su interés a la música clásica sino que se interesa por la música en las más variadas manifestaciones. En lo que se refiere específicamente al cultivo o al gusto por la música clásica en Jujuy, hay que decir que, si bien no alcanzó aquí un importante desarrollo, hubo más de un movimiento musical abierto hacia estas tradiciones culturales. Desde un tiempo atrás se estaban requiriendo iguales oportunidades que las que tenían la capital del país u otras provincias. En cierta manera Mozarteum Jujuy llegó para dar respuesta a esas inquietudes gracias a la visionaria propuesta de Mozarteum Argentino y su presidenta Jeannette Arata de Erize de llegar con la música clásica a las provincias. En ocasión de los 25 Años de su fundación, esta Filial tuvo el privilegio de recibir de la Fondazione Spinola, a través de la persona de Federico Spinola, vocal de la Comisión Directiva, la valiosa donación de los artículos sobre música que hoy componen este libro. Mozarteum Jujuy no podía ser mezquino destinatario o depositario de ellos. De allí que, por una afortunada conjunción de factores, hoy puede darlos a conocer en una publicación generosamente apoyada y solventada por la Universidad Nacional de Jujuy, compartiendo así una entrega que nos honra. Los escritores convocados – todos ellos prestigiosos y reconocidos catedrá- 11 -


ticos, ensayistas y críticos musicales - han trabajado sobre un eje temático: el encuentro de Europa y Argentina a partir de la música. Los fecundos contactos originados se tradujeron en la influencia que ejerció la música clásica europea desde la época virreinal hasta nuestros días y en el ir y venir del pensamiento musical que no solamente alcanzó la música sino también las letras. En lo estrictamente musical consistió en la asimilación de procedimientos y técnicas musicales, utilización de nuevos instrumentos, formación y perfeccionamiento de los compositores, tanto en Buenos Aires como en las provincias. Necesariamente, por la mayor actividad musical desplegada en la metrópoli y por la menor información con que se cuenta sobre la música en el «interior», los artículos pueden haber hecho más hincapié en lo acontecido en la capital del país. No obstante, el estudio ha abarcado también los alcances de ese flujo enriquecedor en la literatura y la proyección del tango argentino-rioplatense hacia Europa. Se han abordado, además- entre otros temas- el surgimiento de generaciones de compositores argentinos, el aporte nativo, a las relaciones entre música e historia, nación y nacionalidad. Estos trabajos no pretenden ser una investigación exhaustiva sobre la música, menos aún acerca de la música en nuestra provincia o en el norte del país. Pero constituyen indudablemente un ámbito que se abre para el intercambio de opiniones, para el estudio, para la reflexión, es decir, un espacio abierto para futuras investigaciones. Así como han sido ofrecidos al Mozarteum Jujuy, éste los entrega a la comunidad con la certeza de que formamos parte de un ser colectivo en el que confluyen los más variados y beneficiosos influjos. Somos el resultado de tradiciones distintas. El encuentro con el otro y la percepción de la variedad cultural que nos caracteriza nos permite estar plenamente insertos en un mundo y en una cultura en permanente transformación valorando tanto lo que nos integra como lo que nos diferencia. Es la diversidad un hecho significativo que nos permite estar abiertos a los demás y al mundo. Con este aporte, Mozarteum Jujuy, ratifica el espíritu que lo ha animado desde sus comienzos al sostener que el cultivo de la música y de las artes – espacios que no reconocen fronteras - es una necesidad ineludible que nos enriquece y nos comunica con el mundo del hoy y del ayer, con el de aquí y con el mundo entero. Poetas, músicos y pensadores han dicho: «Todo es música: los astros, el abismo, las almas»… compartirla «sigue siendo la mejor garantía de paz». La Comisión Directiva

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Afiche de los 25 AĂąos de Mozarteum Jujuy

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LA INFLUENCIA DE LA MÚSICA EUROPEA SOBRE LOS ARGENTINOS Por Pablo Bardin

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INTRODUCCIÓN Los países de América Latina tienen características demográficas aluvionales: a las etnias indígenas se han ido añadiendo otras culturas provenientes de conquista o inmigración, esencialmente europeas pero también asiáticas, y en cierto grado africanas y polinesias. Su composición varía enormemente de país en país pero también dentro de cada uno de ellos. En el caso de la Argentina, las diferencias son muy marcadas según la región; baste pensar en las colonias galesas y las comunidades mapuches del Sur, la fuerte influencia guaraní y los colonos centroeuropeos en Misiones o la población española combinada con aymaras y quechuas en el Noroeste. Como ocurre en tantas otras zonas del mundo, el mestizaje se realiza con naturalidad a través de las generaciones, ya sea legítima o ilegítimamente de acuerdo a la ley. Por otra parte, estos procesos de integración –que deben tener su correlato en leyes sociales iluminadas- van formando nuevos tipos étnicos ya que cada etnia aporta no sólo sus características genéticas sino también su cultura. Incluso aquellas familias –no tan numerosas- que no han tenido mezcla alguna en siglos recientes probablemente descubran que en su país europeo de origen (digo “europeo” para simplificar, ya que podría ser, por ejemplo, asiático) hubo también un proceso de integración entre orígenes diversos. Es más, si bien las integraciones anteriores no fueron globales en el sentido actual (la velocidad de comunicación ligada a la informática, el avión) no hay duda de que casos como el Imperio Romano o antes el de Alejandro implicaron la asimilación compulsiva de etnias muy diferentes. Y que la formación de las naciones europeas modernas está al final de un largo proceso de transformación e integración de pueblos bárbaros invasores con las etnias locales. Un factor fundamental fue la evolución de las lenguas de la cual nos han quedado los testimonios

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literarios. Y no olvidemos que la organización política ha sido muy atrasada en ciertos países: hasta el siglo XIX no hubo unidad alemana ni italiana. Si ello ocurrió en naciones de tan larga historia más bien deberíamos sorprendernos de ser independientes ya desde 1816. La iniciativa del Mozarteum de Jujuy de festejar sus 25 años con un libro que trate diversos aspectos de la música clásica en Argentina es ciertamente atractiva; se me ha convocado para realizar el artículo de presentación sobre la influencia de la música europea en nuestro país y a mi vez, propuse, en consenso con los coordinadores del Mozarteum Jujuy, una serie de temas a mis distinguidos colegas, que aportaron sus ideas, dando así en forma combinada un panorama sobre ciertos aspectos importantes de nuestra música, naturalmente sin pretensión de ser exhaustivos. Quiero recalcar que el enfoque del Mozarteum Jujuy no es regional sino nacional, lo cual implica que la Ciudad de Buenos Aires tiene mayor peso relativo en esta reseña, pero como es justicia trataré de dar un sentido inclusivo a estas referencias. El punto de arranque nos lo da nuestra historia. Antes de la independencia formamos parte del Virreinato del Río de la Plata (creado en 1776) pero también, más atrás en el tiempo, del Virreinato del Alto Perú. No está de más recordar que el del Río de la Plata incluía parte de la Argentina (catorce provincias, sin el Sur) pero también amplios territorios que no forman parte actualmente de nuestro país: las intendencias de La Paz, Cochabamba, Charcas y Paraguay y las provincias de Moxos, Chiquitos, Montevideo y Misiones (parte de esta última sería argentina). Y que el Sur sólo se gana como consecuencia de la Conquista del Desierto en la Presidencia de Julio A. Roca. La formación de nuestra nacionalidad fue muy lenta y tuvo dos rutas esenciales de penetración: el Río de la Plata y el Río Paraná, por un lado, y los caminos del Inca y otras entradas naturales del Noroeste. La primera ruta fue iniciada por Juan Díaz de Solís en 1516. Luego Magallanes pasó por la zona del Río de La Plata en 1520 pero siguió viaje al Sur, siendo el primero en tocar puntos de la Patagonia antes de descubrir el estrecho que lleva su nombre y luego cruzar el Pacífico y encontrar la muerte en un enfrentamiento con indígenas en Mactan. Eventualmente Sebastián Elcano logró volver a España y Carlos V preparó una nueva expedición liderada por Sebastián Caboto (1526); éste recibe en Brasil relatos deslumbrantes de los indios de un Rey Blanco y de la Sierra del Plata y en 1527 penetra en el Río ya entonces llamado de la Plata por los portugueses, rivales de los españoles. Caboto funda el fuerte Sancti Spiritu, que duró poco. En 1535 se lanza la armada de Pedro de Mendoza, que al año siguiente funda Nuestra Señora del Buen Aire. Con él vinieron varios músicos: Diego de Acosta fue Maestro de Ministriles, Antonio Rodrigues era flautista y cantante. Juan de Salazar de Espinosa funda Asunción en 1537. Continuarían en las siguientes décadas las fundaciones de las capitales de todo nuestro Centro y Norte y el impulso civilizador se iría expandiendo, pese a las dificultades de las grandes distancias o a las hostilidades de las etnias aborígenes. Los militares trajeron su música y usaron, nos dice Vicente Gesualdo, “pífanos, trompetas lisas, atabales y tambores o cajas de guerra, de larga caja cilíndrica”. Lange por su parte considera que la calidad de la música militar fue muy baja pese a que abundó. - 18 -


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Desde el Norte ya Balboa tuvo vagas referencias sobre esa Sierra del Plata, pero fue Francisco de Pizarro quien en 1519 navegó bordeando la costa pacífica hacia el sur. Sólo llegó hasta Ecuador en ese primer viaje; en 1531 alcanzó Perú y aprisionó al Inca en Cajamarca. Entró en Cuzco en noviembre de 1533, completando la conquista. Dos años después fundó Lima. El primer Virrey llegó en 1544. Durante el siglo XVII se afianza el Virreinato del Perú, y en el XVIII se sofoca la sublevación de Tupac Amaru y se controlan las incursiones inglesas en las costas. La historia de Bolivia está ligada a las del Perú y del Noroeste argentino. Y en toda esa zona es el asombroso imperio inca (que Louis Baudin llama “socialista”), de tan alto desarrollo, el que imprimirá un sello indeleble y el que será la matriz en la cual se volcará la influencia española. Claro está que, si bien había y hay riquezas minerales en Perú, fue Potosí, en Bolivia, la gran fuente de la riqueza por sus minas de plata, y en última instancia, el motor de la conquista. Pese a la enorme distancia con la metrópoli española, fue esa plata la que mantuvo el poderío de España durante décadas. Esta muy breve referencia histórica sólo pretende recordar algunos hitos y establecer que fue España la nación que trajo el inicial aporte europeo al acervo indígena de base. Y también reconocer que poco tenía que ver una civilización madura como la incaica con otras etnias que dominaban las costas del Paraná y del Río de la Plata, sin duda mucho más primitivas. Pizarro trajo algo de su propia cultura pero debió admitir la presencia de una cultura indígena de real importancia. Mendoza o Garay poco encontraron que pudiera causarles una limitación a su afán de colonizar más allá del impulso guerrero de esas etnias, mal llamadas “indios” (sólo lo son los de la India). Carecemos de datos fidedignos, pero puede conjeturarse que estos aventureros audaces fueron raramente ejemplos de la gran cultura europea; lo importante era su ímpetu y su ambición, su mera supervivencia, al menos durante las primeras décadas de la conquista, su implantación de pautas organizacionales y administrativas españolas, de lo que se llamará el Derecho de Indias, de estructuras que pudieran durar y afianzarse, y ya pasado un tiempo, de la evangelización de las etnias locales. Puede suponerse que estos marinos cantaban mientras navegaban ya sea las canciones de su patria o ese repertorio simple y directo de cantos marinos (que un español del siglo XX trasplantado a Cuyo, Eduardo Grau, estilizaría en una bella obra llamada “Cantares de los pajes de nao”). Una vez llegados a tierra, estaba el duro trabajo de cada día, cuando ya la pulsión guerrera se había aquietado. Fue allí probablemente que en torno al fogón y quizá con una vihuela, músicos instintivos desgranaron sus canciones. Y con el correr de los años, algunos indígenas se aculturaron y dieron matices propios a esas canciones, así como, en grado menor, pudo ocurrir que los propios repertorios de los indígenas influyeran en aquellos colonos que ya estaban en la tercera o cuarta generación. Debe reconocerse también que la impronta inca fue mucho más débil en nuestro Noroeste que en Bolivia y Perú, y que las otras culturas nuestras, si bien dieron mucho de valioso, no alcanzaron un grado comparable de madurez. O sea que, si bien hubo en Argentina etnias muy diversas en lenguas, costumbres y creencias, - 19 -


con algunos aspectos de considerable riqueza cultural (la complejidad del idioma guaraní, por ejemplo), no se tuvo una gran civilización como sí lo fue la incaica, o en el Norte de América, la maya. Pero hubo culturas precolombinas de indudable interés, de las cuales nos han llegado testimonios concretos en la arquitectura, escultura y alfarería, y en pictogramas y petroglifos. No así de la música, ya que si bien la tuvieron, no la notaron y por ende no nos llegó en sus formas originales; sí en forma oral, con las lógicas distorsiones que son provocadas por el paso del tiempo. Y naturalmente nos llegaron instrumentos indígenas de fuerte personalidad como el erke, la quena o los sikus. Tenemos de la era previa a la cristiana, por ejemplo, la admirable Cueva de las Manos en el Sur, o los petroglifos del Cerro Colorado en Córdoba; hay opiniones que dan una antigüedad de hasta 8.000 años a.c. para ciertos especímenes de arte rupestre, lo cual, ligado a otros testimonios de toda América, tiende a reforzar la teoría del poblamiento americano a través del actual Estrecho de Bering en Alaska, que entonces seguramente aun existía como puente de tierra entre dos continentes (Asia y América). Mucho más cerca nuestro, las primeras culturas agroalfareras aparecieron hacia el 250 a.c. Si bien inicialmente se las llamó diaguitas o calchaquíes, a medida que avanzó la investigación en el s. XX se las sistematizó en etapas y tuvieron diversos nombres. En el período temprano (hasta 650 d.C.) tenemos la cultura de la Candelaria (Salta y Tucumán), la Condorhuasi (Catamarca), la Ciénaga (Valles Calchaquíes, Catamarca, La Rioja, San Juan). En el período medio (650 a 850) domina la cultura de la Aguada (también llamada draconiana), catamarqueña. Y en el tardío (850 hasta la Conquista) domina el Noroeste con toda una serie de culturas: Angualasto (La Rioja), Belén (Catamarca y La Rioja), Santamariana (Catamarca, Tucumán y Salta), Diaguita propiamente dicha (en todo el Noroeste) y Sunchituyoj (Santiago del Estero). Hubo también alfarería incaica (de Bolivia) y Atacameña (de Chile). Otras zonas tuvieron menos valor, como sucede con la llamada cultura del Arroyo Malo (de raigambre guaraní). También en piedra tenemos piezas admirables, como los menhires de Tafí del Valle (Tucumán). La región del Tucma (nombre que luego derivó en el actual) fue conquistada por los incas en la época de Viracocha debido a su interés en minerales como el cobre. Tenemos hachas de ese metal, por ejemplo, y en piedra o en otros metales, tales objetos como discos, cabezas de animales, pesas, etc. Y esas mismas culturas antes mencionadas nos han legado objetos de madera y de hueso, y admirables textiles. De modo que hay suficientes elementos como para apreciar los considerables valores de esas culturas. Pero mi tema es la música, y como ya expresé, no es fácil encontrar testimonios más allá de lo que nos dicen los instrumentos. También en este aspecto el Noroeste es la zona más rica de nuestro país. Interesan aquí las piezas arqueológicas precolombinas. Se han encontrado sonajas de calabaza, flautas de hueso, campanillas cónicas de oro o piramidales de bronce, cascabeles, silbatos zoomorfos de piedra, flautas globulares, longitudinales y pánicas, trompetas de hueso y un ejemplar aislado de tambor. La música cantada solía tener un significado ritual y ser grupal.

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LA ÉPOCA COLONIAL En la cuenca del Plata existen muy escasas crónicas de los siglos XVI y XVII pero varias del XVIII. Con todo, por ejemplo Ruy Díaz de Guzmán se refiere a bocinas y cornetas entre los guaraníes y payaguaes y cree que son instrumentos usados en un contexto bélico. Barco Centenera menciona en el mismo sentido a flautas, tambores y trompas. A fines del s.XVI, el jesuita Bárzana dice con respecto a los indígenas del Chaco: “estas naciones son muy dadas a bailar y cantar; sus muertes las cantan todos los del pueblo cantando juntamente llorando y bebiendo”. Otro jesuita, Dobrizhoffer, nos hace una jugosa descripción de los cantos de los abipones: “Nunca cantan todos juntos, sino de a dos por vez, siempre con amplios cambios de registros. La entonación varía según el tema de la canción, con muchas inflexiones de sonido, con mucho vibrato. Obtendrá aplauso unánime aquel cantante que logre imitar el bramido de un toro. Ningún europeo podría negar que estos cantantes salvajes le inspiran cierta melancolía u horror, tal el grado en que son afectados sus oídos y aún la mente con estos cantos fúnebres. Sin embargo, atacados por el ardor poético, se las ingenian para expresar indignación, temor, amenazas o alegría mediante palabras apropiadas y modulaciones de la voz”. Leyendo esta descripción ¿puede negarse que se desprende de ella una elaboración artística indudable? La trágica expulsión de los jesuitas en 1767 pone fin al más importante y válido intento de interacción entre la civilización occidental y la indígena. Fueron muy pocos los que se preocuparon desde entonces hasta el siglo XX de tema tan importante. De allí en más, se suceden los testimonios. Por ejemplo, Karsten consideró que las tribus chaqueñas utilizaron como instrumentos mágicos al tambor y a la sonaja de calabaza. Se propiciaban las lluvias, se acompañaban nenias fúnebres, se intentaban curaciones con cánticos e instrumentos, se hacían cantos nupciales. Son muy escasas las referencias que tenemos sobre los comechingones cordobeses y sobre los indígenas de Cuyo, más allá de algún silbato o de una ceremonia de iniciación de niñas en Mendoza. Fue pobrísima la música en Tierra del Fuego, confinada a dos notas repetidas con total monotonía. En la Patagonia encontramos algo más de variedad, aunque por supuesto dada su tardía incorporación al país tenemos datos sólo desde bien avanzado el s.XIX salvo los de Magallanes y Pigafetta (cantos y bailes de alegría en la zona del golfo de San Julián). Hay así referencias a ceremonias de curación mediante el canto, o lamentos muy expresivos. Escribió Estanislao S. Zeballos en 1880: “llamó mi atención el eco melodioso de una especie de lamentación cantada. Yo estaba impresionado tristemente por el sentimentalismo y la unción misteriosa del cantar araucano. El indio recordaba los hogares abandonados, la mujer cautiva, los hijos esclavos...”. Tenemos también las palabras de cierto Mr. Hunt (1845) que indican cierto grado de elaboración en la música de esas tribus: “ Un hombre comenzaba dando el compás de cada canción en un corto preludio y luego todos se unían en coro... Pocas voces eran disonantes, y la armonía era por lo general 1, 3, 5, 8, ó l, 4, 6, 8, con sus octavas”. Instrumentos: el bastón de ritmo (lo golpeaban en el suelo para ahuyentar los malos espíritus); cascabeles, campanillas; flautas de - 21 -


cania. El Perito Moreno describe la trutruca araucana: “larga caña de colihue, hueca, forrada con tripa, y en la punta un cuerno de toro” (similar al erke del Noroeste). Esta muy somera descripción pretende dar unas pocas pautas del estado de la música étnica en la Argentina a través de testimonios sobre sus distintas regiones. En muchos casos se observa que mantuvieron puras sus tradiciones centenarias si se trataba de tribus que no se habían mezclado con los blancos; no me refiero aquí a fusiones con lo europeo, que naturalmente se hicieron más frecuentes con el correr de las décadas. Antes de continuar, recordemos aquí que sólo a partir de 1561 se fundaron ciudades estables si bien pequeñas y precarias: Mendoza en ese año, San Juan en el siguiente, Santiago del Estero un año más tarde, Santa Fe y Córdoba en 1573, la segunda Buenos Aires (1580), Salta (1582), Corrientes (1588), Jujuy (1591) y San Luis (1596). Lima, dice Mario J. Buschiazzo, “decidía y repartía todo; sobrevivían precariamente, con amenazas constantes de ataques indígenas, sequías, plagas. Fuera de vagas descripciones, nada se conserva; el s.XVI no cuenta en la historia del arte argentino”. A medida que se iba obteniendo una mayor estabilidad y seguridad, empezaron a instalarse capillas e iglesias, generalmente pequeñas ya que la población era aún escasa. No nos han quedado muchas del s. XVII, pero pueden mencionarse Santo Domingo de La Rioja (1623), Purmamarca (1648), Yavi (1690), Uquía (1691), Cochinoca (1693), Casabindo (probablemente 1699). La catedral de Jujuy tuvo varias versiones; la penúltima, de 1659; la última, entre 1761 y 1765. En 1589 ocurrió algo importante en Córdoba, punto nodal entre la influencia de Lima y la del Río de la Plata: el establecimiento de los Jesuitas. En pocos años crearon una serie de edificios valiosos, incluso en 1608 una “iglesia grande y capaz”; entre 1645 y 1654 se realizó la iglesia de la Compañía de Jesús que aún tenemos. Fuera del ámbito jesuítico, la Catedral primigenia, iniciada en 1581, se derrumbó en 1677; la nueva se inició en 1699 y recién se terminó en 1758. Pero los Jesuitas sí desarrollaron el Colegio Máximo (luego Universidad) y adquirieron y explotaron estancias, en las que fundaron entre 1618 y 1678 famosas iglesias: Santa Catalina y Candonga, Jesús María, Alta Gracia y Candelaria. Conociendo el integral espíritu humanista y artístico de los jesuitas, ciertamente dieron impulso a la música sacra. Y ello me lleva a varias digresiones necesarias e ilustrativas. Fuera de los límites de la actual Argentina pero dentro de los del Virreinato del Perú, hubo una inmensa labor jesuita en la Chiquitania boliviana. Allí asombrados investigadores, varios de ellos argentinos (Gerardo V. Huseby, Carmen García Munoz y Wademar Axel Roldán, entre otros), descubrieron un extraordinario venero de arte musical barroco, con creaciones de música sacra de singular importancia, incluyendo alguna ópera de ese carácter y por supuesto misas y motetes. Muchos centenares de partituras se han descubierto, y un porcentaje que va creciendo ha sido grabado por varios conjuntos, incluso algunos argentinos. Hay allí no sólo obras de jesuitas procedentes de varios países europeos sino también de no jesuitas y hasta de algunos indígenas que lograron aprender con solvencia la técnica de la composición barroca. - 22 -


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Existen además testimonios de la calidad de los conjuntos instrumentales y vocales en esa remota selva boliviana. Seguramente el Festival Barroco más insólito del mundo es el que tiene lugar desde hace dos décadas con frecuencia bienal en Abril. Hay evidencias de contactos entre los jesuitas cordobeses y los de Chiquitania. Esto me lleva a la presencia de un notable compositor italiano en Córdoba: Domenico Zipoli. Nacido en Prato, en 1688, era en 1716 organista en Roma de la Iglesia del Gesú, templo mayor de los jesuitas. Ese año publicaba su op.1, “Sonate d’intavolatura per organo e cimbalo”. Por largo tiempo se desconoció su trayectoria posterior, pero en 1930 el Padre Guillermo Furlong, en su obra “Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense” (1930) mencionó en el capítulo XIII, sobre los músicos que actuaron en la Provincia del Paraguay, a un “Hermano Domingo Zipoli”. Posteriores aportes de Lauro Ayestarán y Francisco Curt Lange confirmaron que Zipoli se había trasladado desde su importante cargo romano a Córdoba del Tucumán en la Capitanía del Río de la Plata. Sin duda fue su convicción religiosa, encendida por los relatos que le llegaban de la gran obra jesuítica en el Sur de América, la que lo llevó a tomar una decisión semejante. Ingresó en 1717 en el Convictorio (Seminario) del Colegio Mayor de Córdoba pero sin llegar a ser consagrado sacerdote por ausencia del nuevo Obispo. El Padre Peramás menciona que Zipoli escribió música para el Virrey de Lima; Curt Lange dice que en el Inventario de San Pedro y San Pablo (1767) de Misiones figuran “9 motetes del autor Zipoli”; Robert Stevenson encontró una misa suya incompleta en la Catedral de Sucre (misa que se estrenó en Buenos Aires en 1965 por el Coro de la Universidad Católica y en la que quien escribe fue coreuta); y el musicólogo Samuel Claro encontró dos motetes en la Misión de Moxos en Bolivia. Interesa el dato que nos da Lange: “la actividad profesional de Zipoli tiene que haber sido en extremo difícil, dado que la Compañía empleaba cantores e instrumentistas, todos ellos esclavos, que actuaban en su mayoría de oído”. Cree también Lange que escribió “música incidental y vocal para representaciones teatrales, los teatros de títeres, autos sacramentales e incipientes oratorios a ser llevados a la práctica en los Pueblos de Misiones”. Falleció de tuberculosis en 1726. Agrega Lange: “con la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, la profusa existencia de música europea en las salas de música de los Pueblos de las Misiones fue rápidamente víctima de roedores y de la humedad. También sufrió a consecuencia de apropiaciones indebidas”. Indudablemente muchas obras de Zipoli y de tantos otros se perdieron para siempre. Pese a la escasez de partituras y de testimonios, parece seguro que cierto porcentaje de obras musicales del Barroco europeo se conoció dentro de los límites de la Argentina actual en el tardío siglo XVII y en el XVIII y fue la base del repertorio, además de las obras de europeos trasplantados a nuestro futuro país. En su gran mayoría se trató de partituras sacras. Por cierto, ninguna ciudad argentina tuvo en esa época el nivel de cultura de Lima. Y además nuestras ciudades estaban aun poco desarrolladas, con escasa población e inmigración, incluso Buenos Aires. Y si bien el mayor motor de la cultura fue el movimiento jesuita, hubo música más allá de él en nuestras iglesias, y quizás en la intimidad de las casas de las familias tradicionales se habría cantado y tocado bastante música europea o sobre su molde en esa época. - 23 -


Uno de los datos más desconcertantes de nuestra historia es la casi total desaparición de negros y mulatos a partir de fines del s.XIX, cuando habían abundado en el s.XVIII y la primera mitad del s.XIX; se da como razón principal su vulnerabilidad ante la epidemia de fiebre amarilla. Nos resulta difícil imaginar con la actual conformación de nuestra sociedad que ya desde fines del s.XVII abundaron los esclavos negros, y que un porcentaje significativo haya podido aprender música barroca europea con la dirección de maestros blancos, generalmente jesuitas, al extremo de que algunos de estos negros y mulatos llegaron a ser llamados maestros ellos mismos. Como sucedió con varias razas indígenas, resultaron tener una musicalidad innata y un gran poder de imitación. Las fuentes recalcan estos factores al tiempo que no les otorga un don creativo. Pero no deja de asombrar ese poder de absorción de música tan ajena a sus etnias de origen. Debe tenerse en cuenta también la pobreza y debilidad de las ciudades en esa etapa de fines del s.XVI y primera mitad del s. XVII; no hay que olvidar que la riqueza para España provenía de Perú y Bolivia y que los barcos que la llevaban no eran los del Río de la Plata sino los del Callao, el puerto de Lima, que con frecuencia adoptaban no el curso Sur vía Cabo de Hornos sino el Norte hasta Panamá, cruce del istmo por tierra, y luego otra nave desde el Caribe a España. La vida era dura para todos en nuestro territorio. Algunas figuras merecen destacarse en su esfuerzo por aportar música culta a nuestro país en formación. San Francisco Solano, dice Lange, “entró al Tucumán en noviembre de 1590, empleando la música como el elemento más persuasivo para la conversión de los indígenas”. Y para su pacificación, puede agregarse. Es famosa la imagen de San Francisco tocando su violín. Las reducciones o pueblos de misiones fueron fundados por los jesuitas a partir de 1609 y desde el principio pusieron el acento en las artesanías y la música. Instrumentos: algunos se importaron de Europa, otros se construyeron aquí aunque bastante precariamente. Tomemos como ejemplo el pueblo de Humahuaca en Jujuy. Ya en 1673 logra adquirir un órgano en Potosí, pero tenía un solo teclado, pocos registros y una pequeña pedalera. Potosí también les proveyó en las siguientes décadas de tres chirimías (“shawm”, el antecesor del oboe) en tres tamaños, tres flautas también de tres tipos y un fagote. Desde 1715 se menciona a un maestro de capilla y a cantores indios. Era generalizado el uso de guitarra y arpa en los servicios religiosos. Tengamos en cuenta también que no existía en esa época el músico profesional (definido como aquel que hizo estudios académicos y que era remunerado por su trabajo). Los músicos blancos eran generalmente sacerdotes de cierta cultura que tenían rudimentos musicales, los negros y mulatos eran esclavos y los indígenas vivían en reducciones manejadas por los blancos; rara vez eran remunerados, e incluso el hecho de que hubiese disponibilidad de músicos de esas etnias hizo que muy pocos blancos estudiaran música, ya que a ellos sí se los hubiera remunerado. El único compositor blanco de prestigio fue el ya mencionado Zipoli. Con frecuencia esos negros e indígenas tocaban de oído ya que eran analfabetos. Y en ciertos casos se les enseñaba desde la infancia para tener niños cantores. - 24 -


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Tengamos también en cuenta la natural tendencia a la danza de los negros y su intervención en fiestas tocando y bailando la música popular de entonces. A veces fueron los mismos sacerdotes los que alentaron estas prácticas para que la alegría de los festejos varios, religiosos y profanos, paliara las dificultades de la vida; pero hay testimonios de casos donde hubo hechos de sangre como consecuencia de una exagerada exaltación. En las reducciones de guaraníes los padres jesuitas intentaron lograr una comunidad cerrada y civilizada, con tratamiento humano, y procuraron que los naturales no fueran abusados por los colonizadores. Los padres Sepp y Paucke han dejado relatos detallados de ciertos aspectos importantes de la práctica musical. Nos indican la intensidad del cultivo del arte de los sonidos, la fabricación de instrumentos, la práctica coral, un repertorio barroco de orientación alemana . Anton Sepp (1655, Tirol – 1733) hizo gran obra en Yapeyú dentro de una línea de polifonía predominantemente bávara, como la de Melchior Gletle. Cita compras de instrumentos europeos como un clavicordio y una espineta. Escribe con entusiasmo sobre el don de imitación de los guaraníes, como el indiecito de doce años “que tocaba a la perfección sonatas, alemandas, sarabandas, corantos y balletos de compositores bávaros”. Menciona sin entusiasmo a obras holandesas y españolas. Formó en un año, según sus palabras, a 30 chirimistas, diez cornetistas y diez fagotistas además de cincuenta tiples. Construyó un órgano con pedalera y un arpa con doble encordado. En cuanto a Florian Paucke (1719, Silesia – 1775) logró resultados admirables con los indios mocobíes, pese a que esta etnia estaba aun en etapa salvaje. Nos dice Lange: presentó “en Santa Fe, durante las vísperas y los sagrados oficios, su conjunto coral, acompañado por ocho violines, dos violones, un violoncelo, dos arpas y una trompa marina”. Paucke expresó, “con respecto a la música religiosa en Buenos Aires, que sólo se realizaba con cantoría y acompañamiento de órgano, sin otro instrumental”. También hubo padres belgas como Jean Vaisseau (1584-1630) o franceses como Louis Berger (un conjunto actual especializado en Barroco Americano ha tomado justamente este nombre y apellido para identificarse), que vivió entre 1584 y 1639, que trajeron otras tradiciones musicales. Tenemos una valiosa referencia relatada por el Padre Francisco Javier Miranda con respecto al mantenimiento de la música en la Colonia: “que los Procuradores Generales, que venían a Roma y Madrid cada sexenio por los negocios de la Provincia, recogiesen y comprasen las nuevas y mejores composiciones o papeles de música en el género sagrado y eclesiástico: los cuales copiados por nuestros indios, que son exactísimos en esta parte, se distribuían en las Misiones y Colegios”. “Del mismo modo hubieran podido las ciudades, las catedrales y otros cuerpos introducir y mantener la música. El hecho es que, o por desidia, o por ahorrar gastos, no lo hacían; y en las funciones eclesiásticas ordinarias se contentaban con cantar lo que ocurría a capricho, con un organillo mal o bien aporreado, de una harpa mal arañada, y de alguna guitarrilla de mala muerte”. “En las fiestas regias y más clásicas nos pedían las Catedrales y los Conventos nuestra Música instrumental y vocal, toda compuesta de nuestros negros esclavos, que les concedíamos con mucho gusto, sin paga de interés alguno”. - 25 -


Desgraciadamente no nos han llegado inventarios de los repertorios, que hubieran sido fascinante lectura, pero en cambio hubo abundante mención de instrumentos, que fueron en verdad abundantes e incluyeron algunos de uso renacentista, desfasados con respecto al Barroco europeo, como los rabeles o los salterios y las liras. Incluso pudieron identificarse las especialidades de ciertas misiones en la construcción de determinados instrumentos (p. ej., arpas, claves y campanas en la Candelaria, o rabeles en Yapeyú). Conviene destacar la proeza de la construcción abundante de órganos (y por ende la presencia de organeros) en comarcas sin tradición que debieron proceder por intuición y prueba y error más que por método. Sin embargo, el francés Luis Joben realizó varios órganos de buena técnica a partir de 1785; uno se conserva en la Catedral de Buenos Aires. También tuvo mérito la fundición de campanas, otra artesanía difícil que se llegó a dominar. La pérdida total de documentos musicales de las reducciones jesuíticas de Misiones es una verdadera tragedia cultural, absolutamente imperdonable y obscurantista. Pero el mismo crimen de lesa cultura se dio en el clero no jesuítico, y es casi increíble que haya habido tan monumental desidia y carencia total de sentido conservador e histórico. No cabe duda de que se ha perdido un venero inmenso de música, incluyendo quizá composiciones en estilos europeos pero escritas aquí, o incluso alguna pieza de influencia indígena, ya que existen unas pocas en Chiquitania de estas características. Una total ausencia de criterio histórico, pero también un afán vandálico y destructor por parte de los enemigos de los jesuitas; sin embargo lo más extraño fue que al saber de su expulsión no se hubieran preocupado los jesuitas mismos (o incluso en años anteriores) de hacer catálogos de las partituras disponibles. En la Ciudad de Buenos Aires fue importante la actividad musical ya desde el s.XVII. Juan Vizcaíno de Agüero declaró en 1634 que “desde (hace) cinco años asisto en la Catedral, dirigiendo el canto llano y la música de órgano”. Una sucesión de músicos generalmente españoles o de ascendencia española fue plasmando durante sucesivas décadas una razonable actividad en la cual seguramente se ejecutó música europea similar a la que se escuchaba en las iglesias de la Península Ibérica. Francisco Vandemer, Juan Bautista Goiburu y José Antonio Picasarri fueron maestros de capilla. En 1790 la Catedral contaba con un grupo instrumental que tenía cuerdas, oboes y trompas. Por otra parte, si bien no existía el concierto público, sí hubo tertulias musicales con clave, flauta y violín, con obras de europeos como Haydn, Pergolesi, Boccherini o Stamitz. Además hubo una primera aproximación a la ópera en 1757, que apenas duró cuatro temporadas. Pero en 1783 se construyó el Teatro de la Ranchería. Cita Gesualdo un impresionante inventario de 1792: “más de mil piezas de repertorio, entre ellas 380 comedias, 123 sainetes, 49 tonadillas generales, 47 tonadillas a dúo, 99 tonadillas a solo, 14 sinfonías, 2 zarzuelas” (era la tonadilla escénica la más habitual de las formas en la España de entonces). Desgraciadamente en ese mismo 1792 el teatro se incendió.

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También las danzas europeas se importaban: contradanza, minué, paspié (del francés “passepied”), gavota y fandango se bailaban en los saraos. Por otra parte, los negros celebraban candombes y “tambos” a veces tumultuosos. Ciertas ciudades del interior también tuvieron un movimiento musical. Cosme del Campo (1600-1660), sacerdote y músico nacido en Santiago del Estero, fue chantre de la catedral de esa ciudad en 1649, que presumiblemente mantuvo cierta actividad en décadas posteriores. Sobre fines del s.XVIII se registra en Mendoza la presencia del notable flautista italiano Pedro Bevelacqua. Pero fue Córdoba la ciudad que se destacó, y no sólo por los jesuitas, como fue consignado más arriba. Ya en el s.XVII se señala la fecunda acción de músicos como el organista López Correa, el maestro de música Francisco de Alba y varios organistas más. Y a fines del siguiente siglo, en 1797, se funda una Academia de Música, como nos cuenta Cristóbal de Aguilar: una Doña Rita “tocaba el clave en forma estupenda y se llevaba todo el aplauso al ejecutar arias, pastorales, duetos y tonadillas” (Gesualdo). Paulatinamente se va formando una afición y un gusto por la música culta , que se afianzará durante el siglo siguiente, con los lógicos altibajos derivados de las dificultades políticas.

EL SIGLO XIX Una primera etapa abarca las dos primeras décadas, en las que la apertura a Europa se hace mucho más marcada y paradójicamente también se está ante el movimiento independentista: como dice Juan Francisco Giacobbe, “españoles y criollos están espiritualmente enfrentados”. Mi distinguida colega, la Dra. Melanie Plesch, se refiere en el siguiente artículo a “La retórica de la argentinidad en el temprano nacionalismo”; por lo tanto, apenas esbozaré algunas ideas sobre los aspectos criollos, basándome en que ellos también, para formarse, debieron apelar en tiempos de la Colonia a un sincretismo de lo español con lo telúrico de nuestra tierra. Giacobbe: “Antes de las invasiones inglesas, la organización colonial propendía con una dinámica profunda y determinante al crecimiento de la lírica criolla y al estancamiento de la tradición hispánica”. Persisten durante estas dos primeras décadas manifestaciones de música y danza que nos vienen de la Colonia: la música sacra, las fanfarrias militares y taurinas, y las danzas, entre ellas el bolero. Es verdad que las partituras religiosas reflejan la pronunciada decadencia que tuvieron en la Península Ibérica. Pero hay características que sorprenden, como los conjuntos polinstrumentales en los actos sacros: hay documentado uno con nada menos que 68 ejecutantes. Por otra parte, en la primera década nacen dos importantes precursores de nuestra música clásica, ambos de neta influencia europea: Amancio Alcorta en 1805 y Juan Pedro Esnaola en 1808. Y en 1810 nace el múltiple Juan Bautista Alberdi. Nos dice Juan Andrés Sala: “Buenos Aires disponía entonces de un solo teatro, el Coliseo Provincial, levantado en 1804 en la calle Reconquista, frente a la histórica iglesia de la Merced. El edificio no era muy confortable pues había sido - 27 -


erigido con carácter provisorio. La precaria construcción se mantuvo así durante decenios”. Se llamó luego hasta 1812 Casa Provisional de Comedias o Coliseo Provincial y allí “brillaba especialmente la tonadilla”. Felipe David animó “una especie de zarzuela o comedia con canto titulada ‘Monomanía Musical’, que puede considerarse como el primer intento de teatro lírico realizado en el país”. A partir de 1838 se llamó a esta sala Teatro Argentino y fue demolido en 1872. Dice Gesualdo: “fue durante 34 años, desde 1804 hasta 1838, el único teatro de la ciudad. En 1804 Blas Parera era el director de la orquesta, formada por catorce músicos”. La capacidad era considerable, 1200 personas. Las Invasiones Inglesas de 1806-7 tuvieron alguna influencia musical ya que se escucharon las bandas de gaiteros escoceses, un sonido nuevo aquí, pero además dejaron los británicos, al rendirse, una considerable cantidad de instrumentos que fueron incorporados a nuestras bandas. Dejo de lado aquí las canciones patrióticas, incluso nuestro himno, por ser tema de la Dra. Plesch. Un dato demográfico: el censo general de 1804 nos dice que había 720.000 habitantes en nuestro país en formación. Pero lo asombroso es la composición : 421.000 mestizos, 210.000 indios, 60.000 mulatos, 20.000 negros y sólo 9.000 blancos, y de ellos, 6.000 extranjeros y 3.000 criollos! Quiere decir que la mezcla de razas predominaba y la inmigración era casi nula entonces. Imagine el lector la diferencia con 1904... una élite muy chica que tenía un solo teatro para su esparcimiento dominaba la sociedad porteña de nuestros comienzos y generaba una modesta pero real demanda cultural. Empieza a haber visitas de artistas extranjeros. En 1810-ll la compañía de Pietro Angelelli despierta entusiasmo por la lírica italiana a través de fragmentos de óperas diversas. Gesualdo menciona “Il matrimonio segreto” (Cimarosa), “La serva padrona” (Pergolesi) y tres obras de Paisiello: “Il Barbiere di Siviglia”, “Nina ossia la pazza per amore” y “La pupilla”, así como “I due rivali” de Luigi Caruso. Comedias, no dramas, salvo la semiseria “Nina”, pero títulos valiosos e importantes. La soprano Carolina Griffoni actúa en 1810, 1812 y entre 1816 y 1819. En 1817 se funda la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro Provisional; una orquesta interpreta una sinfonía de Andreas Romberg y aficionados cantan arias de Cimarosa. En 1818 actúa una lucida orquesta dirigida por el italiano Francesco Colombo y al año siguiente se escucha al violinista francés Prosper Ribes. En otro orden de cosas se empezaba a conocer a grandes autores de teatro europeos como Voltaire, Racine, Alfieri y Metastasio, lo cual era apoyado por música incidental de autores locales, incluso Parera. Se iba formando una cultura más amplia y sofisticada. En la década siguiente se desarrolla mucho la ópera. Las recientemente creadas Sociedad Filarmónica y Academia de Música y Canto interpretaron oberturas de Mozart, Gluck y Rossini. La Academia de Música de Virgilio Rebaglio funcionó en casa de Ambrosio Lezica, y de ella se derivó la Sociedad Filarmónica a partir de 1823. También funcionó a partir de Octubre 1822 la Escuela de Música y Canto de Picasarri. Dice Sala: “Santiago Massoni, famoso violinista y director de orquesta ita- 28 -


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liano, y Mariano Pablo Rosquellas, tenor español de prestigio en Europa y Brasil, fueron aquí los pioneros del teatro cantado”. Si bien forman compañía ya en 1823, recién en 1825 pudieron presentar una ópera completa por vez primera en Buenos Aires: “El Barbero de Sevilla” de Rossini (27 de septiembre). La razón fue que tardaron en formar un coro y una orquesta adecuados. Formó parte del elenco la familia Tanni (así escrita por Sala) o Tani (según el libro de Norma Lisio “Divina Tani”), Juan Antonio Viera, Michele Vaccani y Gaetano Ricciolini. Rossini dominó, por cierto: las siguientes óperas fueron “La Cenerentola”, “L’inganno felice” y “L’Italiana in Algeri”, todas ellas en 1826. Autores ahora olvidados, como Zingarelli y Dalayrac, también se vieron representados. En 1827, nuestro primer Mozart, “Don Giovanni”, y más Rossini, el dramático “Otello”. Y siguiendo su boga, en 1828 “Tancredi” y “La gazza ladra”. Y en 1829, “Aureliano in Palmira”. Luego el inicio de la tiranía de Rosas causó problemas en los artistas; varios emigraron pero otros llegaron y la contralto Teresa Schieroni brilló en “L’Italiana in Algeri”. Como se ve, esos públicos tuvieron una experiencia operística bastante unilateral hasta ese momento, aunque con obras sin duda valiosas (y varias de ellas no exhumadas en el siglo XX y el XXI). Como quedó expresado, las academias musicales empiezan a aparecer. La idea del músico profesional tímidamente se insinúa. Por otra parte, Alberdi publica en 1832 dos escritos musicales: “El espíritu de la música a la capacidad de todo el mundo” y “Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad”. Son los primeros que se escriben en el país sobre enseñanza musical. Y Esnaola retorna de Europa tras cuatro años de experiencia en piano, composición y canto. Son pocos los conciertos en el sentido que los entendemos actualmente pero muchas las tertulias sociales en las que se hace música de salón sobre modelos europeos (italianos y franceses): música liviana, simple, sentimental y grata. Las obras de canto y piano eran canciones, romanzas y dúos, y las de piano seguían formas de danza (no sonatas): minué, vals (le decían “valsa”), gavota, polca y mazurca, todas especies europeas y de raigambre dieciochesca. Pero también aparecían algunas de color iberoamericano: zamacueca, habanera, paso doble. Suelen todas estas danzas ser muy breves, reducirse a ocho compases en vez de tener la estructura tripartita que es común en Europa, y hay casos en donde dos danzas de distinto “tempo”se funden en una sola pieza. Ya en época de Rosas, se inaugura en 1838 el Teatro de la Victoria con funciones en las que intervinieron Justina Piacentini y Miguel Vaccani, pero no hay compañía de ópera estable hasta 1848 (Rosas no era melómano y no apoyaba la actividad; además la tensión política era una traba de fondo). La estrella en 1848-9 fue Mariana Barbieri-Nini, que había sido intérprete de la primera Lady Macbeth verdiana en Italia. En el año 1848 se estrenó por primera vez en Argentina un Donizetti: “Lucia di Lammermoor”, seguido por “Il furioso nell’isola de San Domingo”. Y en 1849, más Donizetti: “Lucrezia Borgia” y “Linda di Chamounix”; pero también Bellini con “Norma” y Verdi con “Ernani”, ambos compositores por vez primera en Buenos Aires. Los estrenos se sucedieron en 1850: “Il Pirata” y “La Sonnambula” (con Caro- 29 -


lina Merea) e “I Puritani” (con Luisa Pretti) de Bellini; “Gemma di Vergy” de Donizetti; “Nabucco” e “I due Foscari” de Verdi. 1851 fue otro gran año en lo que ya era una afición imparable por la ópera italiana: “I Lombardi” de Verdi, “Don Pasquale” y “Belisario” de Donizetti, y estrenos de L. Ricci, Nicolai y Marecadante; brilló la soprano Ida Edelvira. Si hasta ese momento el gusto era unilateralmente italiano, una compañía francesa en 1852 estrenó óperas de Adam, Auber, Boieldieu, Paer, Hérold , Thomas, Isouard y las versiones francesas de dos obras de Donizetti: “La favorite” y “La fille du Régiment”. Por su parte la compañía Pestalardo daba a conocer “I Capuleti e i Montecchi” de Bellini y “Parisina” de Donizetti. Tras diez meses de inactividad por problemas políticos la compañía Olivieri en setiembre de 1853 estrenó “I Masnadieri” y luego “Attila” de Verdi , “Marino Faliero” y “Maria di Rohan” de Donizetti. 1854 fue un gran año: 30 estrenos italianos y franceses incluyendo “Luisa Miller”, “Giovanna d’Arco” y “Macbeth” de Verdi; “I Martiri” (“Poliuto”), “Roberto Devereux”, “Maria di Rudenz” y “Anna Bolena” de Donizetti; “La Muette de Portici” de Auber; “La Juive” de Halévy; “Zampa” de Hérold; “Robert le Diable” de Meyerbeer; “Guillaume Tell” de Rossini y “Le Songe d’une nuit d’été” de Thomas. Pese a este gran incremento, seguía faltando un repertorio fundamental: el alemán. 1855 traería “Il Trovatore” y “Rigoletto” de Verdi y 1856 “La Traviata”, completando la llamada “trilogía popular” verdiana. Esa temporada también traería las primeras “zarzuelas grandes” (Barbieri, Gaztambide) reflejando así la cuasi resurrección del género en España y su pobreza en el campo de la ópera. Pero el gran acontecimiento de esos años fue la construcción del primer Teatro Colón, que tenía nada menos que 2.500 personas de capacidad y empleaba por primera vez aquí alumbrado de gas, tirantería y armazones de hierro. Se inauguró el 25 de abril de 1857 con “La Traviata” y el tenor era nada menos que el célebre Enrico Tamberlick. De allí en más la tradición lírica se iba a afianzar en Buenos Aires para no interrumpirse hasta nuestros días. Por supuesto que tantos fecundos modelos dejaron su traza en nuestros incipientes compositores , además de haber formado un público culto y conocedor, pese a que todavía Buenos Aires era “la gran aldea” y no se había iniciado el proceso inmigratorio. O sea que era un público muy criollo que de algún modo había retomado las ideas rivadavianas tras el largo bache rosista. En esa época sin cine ni televisión, no había espectáculo más atrayente que la ópera. ¿Qué ocurrió con la ópera argentina? Nos cuenta Gesualdo que la primera la escribió Demetrio Rivero, pero en Brasil: “O primo da California” en 1855. La segunda sería “La gatta bianca” de Francisco Hargreaves, estrenada en 1875 en Florencia. De modo que esas óperas iniciales están respectivamente en portugués y en italiano. Retrocedamos a la época de Rosas. Pese a las restricciones políticas, algunos hechos musicales merecen destacarse. Alberdi, con el seudónimo Figarillo, es nuestro primer crítico musical a partir de 1837. Y Sarmiento, al fundar en 1839 el Colegio Santa Rosa , dice Gesualdo, “incluyó en el plan de estudios la música, para cuya práctica aconsejó las obras de Clementi y el ‘Método’ de Alberdi”. Clementi - 30 -


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también era conocido por sus pianos, que se importaban desde Londres. La pequeña comunidad inglesa de Buenos Aires era muy activa, y además de editar un periódico en esa lengua, The British Packet, realizó conciertos de aficionados o conciertos sacros como aquél del 14 de noviembre de 1832 con fragmentos de oratorios de Handel y Haydn en el primer templo protestante de la ciudad, que se había inaugurado en 1825 y todavía existe. Otra comunidad poco numerosa pero importante en su actividad musical fue la alemana. En 1845 ellos estrenaron “La Creación” de Haydn, con la dirección de Johann Heinrich Amelong. Por otra parte, los templos católicos fueron mejorando sus prestaciones musicales. Probablemente fue la Iglesia del Colegio de San Ignacio la que, liderada en lo musical por el Presbítero Picasarri, hizo mejor tarea, estrenando por ejemplo una Misa de Cherubini en 1832 o la Misa en Re mayor de Beethoven en 1836. Esta última, la “Solemne”, tiene grandes requisitos de ejecución y resulta difícil creer que toda su instrumentación se haya respetado, pero se hizo el esfuerzo, como años antes se había hecho con personal insuficiente el Requiem de Mozart. Pasando a otro tema importante, en la primera temporada del Colón se conocen dos grandes ballets románticos, inaugurando la tradición local del gran repertorio de danza: “La Sylphide” y “Giselle”. Gradualmente Buenos Aires se irá convirtiendo en una plaza importante para la danza académica. En la vida de conciertos, de modo bastante espaciado al principio y luego con mayor asiduidad, nos visitaron artistas europeos: el violinista francés Amédée Gras en 1827 y 1832, el ejecutante del mismo instrumento Carlo Bassini (napolitano) en 1835, el violinista y director italiano Andrea Guelfi en 1838, y en las mismas especialidades Agostino Robbio en 1848. Otro violinista, el alemán August Moeser, llega al año siguiente. La predilección por el violín resulta evidente ante esta sucesión de visitas, que culminó en 1850 con el único discípulo de Paganini, Ernesto Sivori. Entre la caída de Rosas y 1880, dice Gesualdo, “se establecieron veinte sociedades dedicadas a ofrecer conciertos en la ciudad. La principal de ellas fue la Sociedad Filarmónica, que se fundó en 1855”. Fue el inicio de una actividad sinfónica que ya no se interrumpirá. Cada año se sucedieron estrenos que fueron formando un repertorio. Por ejemplo, la Séptima sinfonía de Beethoven. También fue importante la Sociedad del Cuarteto que existió entre 1875 y 1886. Señal de su valor fue que en 1877 la Revue Musicale de París alabó la tarea de esta Sociedad, que para entonces ya había dado 44 conciertos de música clásica, tanto de cámara con su cuarteto como sinfónicos. Por cierto que aún se carecía de un concepto maduro de programación, con exceso de danzas y oberturas, pero se iba progresando. Pero ya se formaban orquestas grandes, al menos para ocasiones especiales. Y en cámara se escuchaban obras de real valor que iban formando un gusto maduro: el Trío op.1 No.3 y el Septimino de Beethoven, el Quinteto op.87 y el Octeto de Mendelssohn figuran en 1876. Y en la temporada siguiente se estrena el Cuarteto “Las siete palabras de Cristo” de Haydn. Por otra parte, llegaron a estas comarcas muy famosos virtuosos del piano. Siegmund Thalberg en 1855 y el estadounidense Louis Moreau Gottschalk (notable compositor también) en 1867 fueron dos visitas de campanillas. La Gran Aldea se iba - 31 -


convirtiendo en gran capital cultural y justificaba los largos viajes en barco. Artistas europeos también se instalaron aquí. Por ejemplo, el pianista francés Alphonse Thibaud debutó en Buenos Aires en 1885 con el Concierto No.2 de Saint-Saens; en 1904 se alió con otro pianista, el italiano Edmundo Piazzini, para fundar un famoso Conservatorio. E intérpretes argentinos alcanzan niveles de virtuosismo, como Ernesto Drangosch que tocó el Tercer Concierto de Beethoven en 1892. Ciertos aspectos de programación también demuestran una madurez creciente. Por ejemplo, los recitales de Lieder de la cantante alemana Berta Krutisch, radicada en Buenos Aires. Y hay nuevas salas, como la del Coliseum, con capacidad para 500 personas, quizá la primera de conciertos; emparentado con la cantante recién mencionada, fue David Krutisch quien tuvo la iniciativa, que se inauguró con “La Creación” de Haydn. Por su parte, la Sociedad Filarmónica ofrece en Semana Santa los “Stabat Mater” de Pergolesi y Rossini. En 1862 ocurre algo trascendente: demostrando la musicalidad e iniciativa de la comunidad alemana, se funda la Deutsche Singakademie (Academia Alemana de Canto) que tendrá brillante labor y gran continuidad (llegó hasta mitad del s. XX). En esos años iniciales hubo hitos como el Requiem de Mozart (que se había ofrecido décadas antes en una versión muy rudimentaria), “La Peregrinación de la Rosa” de Schumann, sinfonías de Haydn y Beethoven. Hubo otras entidades nuevas: la Sociedad Musical Escocesa, que en realidad se dedicó a obras sinfónicas alemanas y austríacas; la Sociedad Unión Musical (1865); la Sociedad Musical de Socorros Mutuos que realizó conciertos sinfónicos (1866-7); la Sociedad Estudio Musical; el Club Musical; la Sociedad La Lira. En 1874 Oreste Bimboni estrena la Misa de Requiem de Verdi con las Orquestas combinadas de los Teatros Colón y Opera. El notable Nicolás Bassi funda en ese mismo año la Escuela de Música y Declamación de la Provincia de Buenos Aires . Y en otro orden de ideas, en 1874 Julio Núñez funda La Gaceta Musical, que durará catorce años y es la primera publicación especializada de crítica e información. En la música sinfónica son años de formación de repertorio, por lo que no debe extrañar que 1888 registre los estrenos del Primer Concierto de Chopin, de la Sinfonía No.40 de Mozart o de la Fantasía Coral de Beethoven. O que recién en 1886 se haya conocido la Sinfonía No.6, “Pastoral”, de Beethoven. Pero ya ocurren hechos auspiciosos como conciertos sinfónicos dedicados íntegramente a música argentina, como el dirigido por Bassi en 1882 con obras de Rojas, A. Beruti, Hargreaves, Rolón y Bernasconi o la aparición de repertorios hasta entonces no transitados, como el checo (Dvorák) o el ruso (Borodin, Glinka) o conciertos dedicados a un compositor, como el que ofreció obras de Saint-Saens. Y aparecen obras luego muy transitadas, como el Primer Concierto para piano de Tchaikovsky o el Primero para violín de Bruch. También son años de fundación de Conservatorios, como el de Alberto Williams en 1893, que trae su formación francesa; destinado a ser compositor esencial en esa etapa, Williams además auspició conciertos valiosos y los dirigió, o de entidades como el Ateneo, que se consagró a varias artes y ofreció , por ejemplo, un programa entero wagneriano conducido por Williams (también en 1893). Sorprende la - 32 -


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inclusión de obras de Grieg y Bruch en 1895. Grupos ingleses ofrecen oratorios como “Judas Macabeo” de Handel o “Elías” de Mendelssohn. Pero fue la ya mencionada Deutsche Singakademie, curiosamente dirigida por el italiano Pietro Melani, la que más hizo por ese repertorio: sólo algunas menciones de un imponente total demuestran cuánto se les debe: Requiem en do menor de Cherubini, Sinfonía “Canto de alabanza” de Mendelssohn, Rapsodia para contralto y coro masculino y “Canto del destino” de Brahms, “Stabat Mater” de Dvorak, “La primera noche de Walpurgis” y la música de escena de “El sueño de una noche de verano” de Mendelssohn, además de autores nada transitados hoy como Raff, Spohr, Gade o Rheinberger. En cuanto a la musicalidad del argentino, es interesante este extracto del “Facundo” de Sarmiento: “El joven culto de la ciudad toca el piano o la flauta, el violín o la guitarra... El pueblo campesino tiene sus cantares propios... El jaleo español vive en el cielito; los dedos sirven de castañuelas”. Cita así nuestro prócer algo bien documentado por estudiosos como Augusto Cortazar: la transformación de especies musicales españolas en similares argentinas. Por ejemplo, un viejo romance evocado por una vidalita. Por cierto, Carlos Vega e Isabel Aretz han documentado exhaustivamente estas transformaciones en sus fundamentales libros sobre folklore musical argentino. Las danzas de salón siguieron siendo populares durante todo el siglo, y a las mencionadas bastante más arriba se fueron añadiendo la cuadrilla en seis partes, el “pas des patineurs”, el cotillón, el schottische... Los valses de Johann Strauss Hijo se impusieron. Lugares como el Club del Progreso daban grandes bailes. Todo esto es clara imitación de lo que ocurrió en salones parisinos o vieneses, aunque con algún agregado como la habanera. Volvamos a la ópera. El Colón fue dura competencia para el Teatro de la Victoria, trayendo figuras valiosas europeas y estrenando en 1858 “Gerusalemme” (segunda versión de “I Lombardi”) de Verdi. En 1860 la soprano Anne de Lagrange y la mezzosoprano Annetta Casaloni lucieron en el estreno de “Semiramide” de Rossini. También se estrenó “Aroldo” (segunda versión de “Stiffelio”) de Verdi. Tres estrenos verdianos del conjunto liderado por el director Wenceslao Fumi en 1862: “I Vespri Siciliani”, la primera versión de “Simone Boccanegra” y “Un ballo in maschera”. De 1864 a 1867 el empresario Antonio Pestalardo ofreció los estrenos de “La straniera” de Bellini, “Jone” de Petrella, “La Forza del Destino” (primera versión) de Verdi y dos óperas alemanas: “Der Freischuetz” de Weber y “Martha” de Flotow (si bien en italiano). Fueron esas funciones de “Fausto” (de enorme éxito) las que fueron parodiadas con sano humorismo por Estanislao del Campo en su “Fausto criollo”. Desde 1868 se hace cargo de la compañía Angelo Ferrari. Estrenará en los dos años siguientes dos óperas de Mayerbeer, “Les Huguenots” y “L’africaine”), y “Mosè” de Rossini. La epidemia de fiebre amarilla de 1871 casi paralizó la ópera. Pero en 1872 se produce un acontecimiento: la inauguración del Teatro de la Opera, en el mismo predio del actual Opera, reemplazando al para entonces desaparecido Teatro de la Victoria. Hubo más Meyerbeer con el estreno de “Dinorah”. La rivalidad con el Colón fue fuerte en 1873: este teatro presentó las primeras representaciones de la “Aida” verdiana con la soprano del estreno mundial, Antonietta Pozzoni-Anastasi; - 33 -


pero Pestalardo, a cargo del Teatro de la Opera, a su vez hizo estrenar “Don Carlos” de Verdi (la versión en 5 actos originariamente en francés pasada al italiano) y “Le Prophète” de Meyerbeer. Y algo importante: el estreno de la más famosa ópera latinoamericana del siglo XIX, “Il Guarany” del brasileño Carlos Gomes. A partir de 1873 y hasta 1887 el notable director Nicola Bassi actuará en Buenos Aires con enorme repertorio. Pero además dirigió numerosos conciertos. Puede decirse que para entonces, ya consolidada la República, la capital argentina pasa a tener la mayor actividad operística mundial en el período de la que podríamos llamar “contratemporada”, o sea que nuestro invierno permite actuar a grandes compañías europeas en meses del verano europeo cuando aun no había allá festivales de verano. Esa situación se mantendrá durante medio siglo y será la clave de la sofisticación cada vez mayor del gusto local no sólo en la ópera sino también en la vida de conciertos. Género menor pero atrayente, la opereta breve francesa tuvo su mejor exponente en Offenbach. Les Bouffes Parisiens durante varios años, a partir de 1861 presentaron muchas de sus obras en un acto. Pero más tarde también obras significativas largas como “Orphée aux enfers”, “La Périchole”, “La Grande Duchesse de Gérolstein” y “La Belle Hélène”. ¡Llegó a haber tres salas dedicadas a la opereta francesa! Y tres teatros en breve lapso (1874-5) ofrecieron “La fille de Madame Angot” de Charles Lecocq. También pudieron verse obras de Delibes y Adam. Son cosas que se han perdido: ahora jamás vemos ese repertorio, así como es muy esporádica la opereta vienesa, está olvidada la inglesa (especialmente Gilbert and Sullivan) y raramente transitada la italiana. Hasta la zarzuela es esporádica ahora... Justamente es de la zarzuela que conviene ahora ocuparse. A partir de 1854 y con saltos en el tiempo, algunas zarzuelas de género grande se ven en Buenos Aires, teniendo particular éxito “Jugar con fuego” de Vicente Asenjo Barbieri. En 1867 el Colón representa de él “Los diamantes de la corona” y la versión en zarzuela de “Marina” de Emilio Arrieta , convertida en ópera tres años más tarde. En esa misma temporada se puede ver “Pan y toros” de Barbieri. Desde 1874 en adelante la zarzuela se afianzará aquí. En las dos décadas finales se impondrá el género chico y tendrá inmenso éxito en 1894 “La Verbena de la Paloma” de Bretón. Fue emulado por algunos compositores españoles afincados en Argentina como Antonio Reynoso y José Carrilero. En realidad el sainete será el género local que se arraigará sobre el final del siglo, produciéndose obras muy menores pero abundantes. Un fenómeno interesante se produjo en las últimas décadas del siglo XIX: varios compositores argentinos tuvieron una formación inicial en Argentina, seguida de perfeccionamiento y carrera en Europa. Así, Hermann Bemberg (1859-1931) fue alumno en París de Massenet, Bizet y Gounod y escribió la ópera “Elaine” que fue dada en el Covent Garden de Londres con nada menos que Nellie Melba, quien también la cantó en 1894 en el Metropolitan de Nueva York. Justino Clérice (1863-1908), hijo de francés pero nacido en Buenos Aires, estudió en París con Léo Delibes, y a partir de 1887 escribió más de veinte óperas y ballets para el mercado de la capital francesa. Arturo Beruti (1862-1938) estudió en Leipzig con Reinecke y Jadassohn - 34 -


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pero escribió óperas estrenadas en Italia en el idioma de ese país como “Vendetta”, “Evangelina” y “Taras Bulba”. Luego, ya en Buenos Aires, realiza óperas de temática nacionalista. Eduardo García Mansilla (1866-1930), nacido en la legación argentina en Washington, como encargado de negocios en San Petersburgo fue discípulo de RimskyKorsakov y cultivó la amistad de Nicolás II; en 1905 presentó en el Teatro del Hermitage su ópera “Iván” (que luego se dará en Roma y en el Colón). Como se ve, el argentino culto era cosmopolita en esa etapa de asentamiento y prosperidad de nuestro país. Otros por supuesto decidieron hacer su carrera directamente aquí, pero sin embargo varios de ellos fueron a estudiar a Europa. Por natural gravitación me he referido esencialmente a la ciudad de Buenos Aires, pero durante el siglo XIX hubo actividad musical (aunque en otro nivel) en las provincias. En Mendoza estuvieron activos la familia Guzmán y Telésforo Cabero y se fundó en 1897 la Sociedad Santa Cecilia; Sarmiento fundó en San Juan en 1836 la Sociedad Dramática Filarmónica, y en 1884 se establece la Sociedad Musical; en Catamarca Angel Auzzani funda en 1874 la Sociedad Filarmónica y Escuela de Música, la que , dice Gesualdo, “contribuyó a la formación de tríos, cuartetos y pequeños conjuntos orquestales”. A partir de 1797 tiene Córdoba una activa Academia de Música, e iniciado el siglo XIX son numerosas las casas que tienen piano. En 1855 se funda la Sociedad Filarmónica; y el pianista francés Gustave Van Marcke fundará en 1884 la Academia de Música y en 1886 el Instituto Nacional de Música. En estas instituciones fueron docentes numerosos europeos. En Rosario empieza a haber importante actividad desde mediados del siglo. Así, se estrena “Ernani” de Verdi en 1858, funcionan dos décadas más tarde el Teatro de la Opera y el Teatro Olimpo, visita la ciudad el célebre violinista Pablo Sarasate, Johann Heinrich Amelong funda la Sociedad Coral Alemana y otras entidades inician tareas musicales sobre el fin de siglo. Después de 1860 se funda en Paraná una Sociedad Filarmónica muy activa. Y en la Provincia de Buenos Aires son varias las ciudades que tienen una razonable actividad en la materia. Es de señalar la inauguración del Teatro Argentino de La Plata en 1890. Sobre fines de siglo empieza a insinuarse un fenómeno muy argentino y de gran gravitación: el tango. Dejando de lado a cierto baile negro llamado así y que se había escuchado ya en la primera mitad del siglo XIX, menciono aquello que eventualmente será llamado tango argentino, para separarlo del tango gitano europeo en sus diversas variantes. Pero aquí sólo hago esta brevísima referencia, ya que mi colega Pablo Kohan desarrolla el tema en otro trabajo de este libro. Retomamos ahora la síntesis operística, ya en el último cuarto del s.XIX. El gran acontecimiento de 1876 fue la presencia del célebre tenor español Julián Gayarre, que cantó ocho óperas en su única visita a Buenos Aires. En el Teatro de la Ópera se estrenaron dos óperas de Ambroise Thomas: “Mignon” y “Hamlet”, por una compañía francesa que hizo otra docena de obras, muchas de ellas injustamente dejadas de lado en la actualidad. En la temporada siguiente el hecho más significativo fue el estreno de la primera ópera argentina con repercusión local, aunque en italiano: la ya mencionada “La gatta bianca” de Francisco Hargreaves, intento pionero de agregar - 35 -


creación argentina al género de tanto éxito. Y con el apoyo del Presidente Nicolás Avellaneda, presente en la primera noche. Si Gayarre deslumbró dos años antes, 1878 fue la temporada del gran Francesco Tamagno en siete óperas. Volvió en la temporada siguiente, año en el que además se vio por primera vez una ópera de Massenet (fue “El Rey de Lahore”) y una opereta de Johann Strauss II (“Indigo y los 40 ladrones”); una espléndida zarzuela de Barbieri fue estrenada: “El Barberillo de Lavapiés”. Pero en esta abundante oferta seguía ausente la ópera alemana. Otra cosa importante fue la inauguración del Teatro Politeama. Nada pasó de valía en 1880, pero en 1881 se estrenó “Mefistofele” de Boito y se escuchó al gran barítono Mattia Battistini, además de estrenarse “Carmen” de Bizet por la compañía francesa de Lucy Privat. Con Paola Marié como primera figura, ofrecieron unas 15 óperas y operetas francesas. La temporada 1882 tuvo intérpretes valiosos (¡53 funciones con Tamagno!) pero no hubo estrenos de relevancia; el siguiente año en cambio tuvo elencos de calidad dispar, aunque trajo el primer Wagner que aquí se vio: pese a los cortes, a la orquesta incompleta y a darse en italiano, “Lohengrin” tuvo éxito. Nuevamente brilló Tamagno en 1884 y se estrenó “La Gioconda” de Ponchielli. No fue 1885 un año interesante; en 1886 dominó la opereta con un enorme repertorio que incluyó piezas como “Boccaccio” de Von Suppé, “El estudiante mendigo” de Millöcker o “La Mascotte” de Audran. Y apareció Puccini con su primera ópera, “Le Villi”. Dos importantes estrenos en 1887: “Roméo et Juliette” de Gounod y “El Holandés Errante” de Wagner (en italiano y con el nombre erróneo de “El Buque Fantasma”, que se siguió usando hasta hace pocas décadas). Fue 1888 un gran año, tanto por los elencos como por el repertorio, en el que se estrenaron “Otello”de Verdi , “Les pêcheurs de perles” de Bizet y “Lakmé” de Delibes (con Adelina Patti). Y en el género chico, “La Gran Vía”. Fue éste el año en el que, tras cerrar su temporada, el viejo Colón fue transformado en el actual Banco Nación en Plaza de Mayo. ¡Claro está que funcionaban en ópera u opereta el Politeama, el Nacional, el Doria, el Variedades y el San Martín! Alrededor de 60 obras pudieron apreciarse ese año en nuestra capital. El cierre del Colón, que daba la temporada más importante, estimuló la reapertura del refaccionado Teatro de la Ópera en 1889. La segunda versión de “Simone Boccanegra” de Verdi fue estrenada con nada menos que Mattia Battistini. Ya desde 1890 el Teatro de la Ópera dominará hasta que se inaugure el nuevo Colón en 1908. En el Variedades un elenco francés ofreció 30 títulos, estrenando “Manon” de Massenet. Y allí no terminó la sobreabundante actividad: una compañía italiana estrenó “Gasparone” de Millöcker, “Una noche en Venecia” de Johann Strauss II e “Il Campanello” de Donizetti. Y en el teatro Nacional una compañía inglesa ofreció cuatro obras de la tan ingeniosa dupla Gilbert and Sullivan: “H.M.S. Pinafore”, “The Mikado”, “The Pirates of Penzance” y “Trial by jury”. Ojalá pudiéramos tener en la actualidad una oferta tan variada e inclusiva. O sea que la ciudad cosmopolita en continuo crecimiento absorbía repertorios de distintos orígenes, aunque el italiano predominaba. En 1891 apareció el “verismo” de la mano de Mascagni y su “Cavalleria Rusticana”. El mismo autor figuró con otro estreno en 1892: “L’amico Fritz”. “Falstaff” - 36 -


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de Verdi fue el estreno de campanillas de 1893, con Antonio Scotti, pero también fueron muy importantes como novedades “Manon Lescaut” de Puccini e “I Pagliacci” de Leoncavallo: brillaban tanto la vieja escuela italiana como la nueva. También se conoció “Mireille” de Gounod. El gusto estaba cambiando y se relegaba el “bel canto” de principios de siglo. Al año siguiente Wagner tuvo su tercer estreno, aunque siempre en italiano: “Tannhäuser”. Se conocieron muchas zarzuelas, entre ellas “La Verbena de la Paloma”, y también operetas como “El Pajarero” de Zeller, y el otro “Barbero de Sevilla”, el de Paisiello, retrotrajo al público al entonces raramente transitado siglo XVIII. Y la única ópera de Offenbach, “Les Contes d’Hoffmann”, fue ofrecida por una compañía francesa. Los estrenos de 1895 fueron varios pero menores. En 1896 fue importante conocer “Sansón y Dalila” de Saint-Saens con Tamagno y Guerrini, y ese éxito perenne, “La Boheme” de Puccini. En el repertorio español, “La Dolores” de Bretón y “El Baile de Luis Alonso” de Jiménez; en el inglés, “The Gondoliers” de Gilbert and Sullivan. Quien haya sido un “habitué” en esas tres últimas décadas tuvo el privilegio de apreciar un enorme repertorio con muchas de las más brillantes estrellas. Un argentino de cincuenta años con cierta sofisticación y tesón estaba entonces a la par con cualquier aficionado europeo. Entre los cinco estrenos del Teatro de la Öpera en 1897 se destacan “Werther” de Massenet y “Andrea Chénier” de Giordano. El San Martín da a conocer “Salvator Rosa” de Gomes y el Victoria dos óperas argentinas: “Los estudiantes de Bolonia” de Hargreaves y “La Esmeralda” de García Lalanne. La temporada 1898 tuvo un extraordinario estreno: “Los Maestros Cantores de Nuremberg” de Wagner, en italiano, director Leopoldo Mugnone, con estrellas como Mario Sammarco y Giuseppe Borgatti. El año siguiente vio los estrenos de la obra maestra de Gluck, “Orfeo ed Euridice”, y de la otra “Boheme”, la valiosa pero relegada de Leoncavallo. Pero mucho más trascendente fue conocer “La Walkyria” de Wagner. En esa formidable temporada también se estrenaron “Fedora” de Giordano, “Iris” de Mascagni, “Sapho” de Massenet, “La Reina de Saba” de Goldmark y “Yupanki” de Beruti. Enrico Caruso en su primera temporada porteña cantó siete roles. En rigor, por supuesto 1900 no es el comienzo del siglo XX, pero se trata de un número redondo de gran simbolismo. El acontecimiento de la temporada es el estreno de “Tosca” de Puccini, a sólo tres meses del estreno mundial en Roma. Pero un título valioso, aunque casi olvidado ahora, también se conoce: “Cristoforo Colombo” de Franchetti. En 1901 sí empezó el siglo, y con él la extensa asociación de Arturo Toscanini con Buenos Aires, que con algunos hiatos se prolongaría hasta 1917, para retornar luego en 1940 y 1941 pero para conciertos. Estrenó en esa temporada de debut nada menos que “Tristán e Isolda” de Wagner y también “Medioevo latino” del argentino Héctor Panizza, que luego se haría famoso con “Aurora” y desarrollaría una gran carrera como director. En el Politeama se conoció “Le Maschere” de Mascagni. Dos sopranos coloratura brillaron: María Barrientos y Regina Pacini. Leopoldo Mugnone fue el principal director en 1902 en la Ópera; vinieron dos grandes cantantes, el tenor Giuseppe Anselmi y el barítono Titta Ruffo, y se estre- 37 -


naron “Germania” de Franchetti y “Zazá” de Leoncavallo. Nuevamente estrena Beruti, esta vez “Khrysé” sobre Pierre Louys. Importantes estrenos en 1903, nuevamente con Toscanini: “La Damnation de Faust” de Berlioz, “Haensel y Gretel” de Humperdinck, “Adriana Lecouvreur” de Cilea y “Grisélidis” de Massenet. Toscanini presenta en 1904 los estrenos de “Madama Butterfly” de Puccini, “Siberia” de Giordano y “La Wally” de Catalani. Mugnone está a cargo en 1905 y estrena “Edgar” de Puccini y “Loreley” de Catalani. Fue un acontecimiento la presencia de Puccini, que tuvo un recibimiento de apoteosis. Su venida fue un reconocimiento a la envergadura alcanzada por Buenos Aires como gran ciudad operística. La temporada 1906 con Toscanini fue menos importante, sin estrenos. La de 1907 tuvo estrenos válidos, como “La novia vendida” de Smetana y “Hérodiade” de Massenet. Pero lo trascendente fue la inauguración del Teatro Coliseo; allí se estrenó “Cendrillon” de Massenet. Era ese Coliseo inicial, que funcionó hasta 1937, un bello teatro de buena capacidad, pero estaba destinado a vivir en la sombra del nuevo Colón, que tras casi veinte años de proyectos y construcción se inauguró en Mayo 2008 y de inmediato ocupó el lugar máximo en América Latina. Es importante recalcar que en esa época las temporadas estaban a cargo de empresarios y los resultados eran a su riesgo. Se trataba de auténticas compañías que repasaban sus partes con el director en el barco que los traía, y las puestas en escena usaban telones pintados. Fue el año del estreno de “Sigfrido” de Wagner y de la ya mencionada “Aurora” (en italiano). El director musical de la temporada fue el notable Luigi Mancinelli. Y entre los cantantes estuvo el célebre bajo ruso Feodor Chaliapin. Pero el Teatro de la Ópera siguió activo y estrenó dos títulos de Massenet: “Thais” y “Ariane”. Y también el Politeama estrenó una obra de A. Beruti sobre la época de Rosas: “Horrida Nox”. Fue el repertorio ruso el que dominó en 1909, con el fundamental estreno de “Boris Godunov” de Mussorgsky/ Rimsky-Korsakov y el menos relevante de “El Demonio” de A. Rubinstein. Fue 1910 el año del Centenario de la Revolución de Mayo. Para entonces, Buenos Aires estaba asentada como una de las grandes ciudades culturales del mundo, a compás de la riqueza del país y de su notable desarrollo cultural. En el Colón, Edoardo Vitale estrenó “El Oro del Rhin” de Wagner y “La Vestale” de Spontini. Una compañía española de ópera tuvo a Bretón como director de su obra “La Dolores” y a Felipe Pedrell dirigiendo su creación “Los Pirineos”. Del ítalo francés residente en Argentina, César Stiattesi, se estrenó “Blanca de Beaulieu”, considerada con alguna flexibilidad la primera ópera argentina cantada en castellano. El Teatro de la Ópera dio su última temporada, decisión tomada por la competencia abrumadora del Colón. Sin embargo se despidió con gran calidad: al estrenar Leopoldo Mugnone “El Ocaso de los Dioses” de Wagner, quedó completo el conocimiento de la Tetralogía en nuestra capital. También se conocieron “Louise” de Charpentier y “Mese Mariano” de Giordano. Y hubo extraordinarios cantantes como Giovanni Zenatello, Salomé Kruscenisky, Riccardo Stracciari y Nazzareno De Angelis. Por su parte el Coliseo, con una compañía procedente de Santiago de Chile, realizó un controvertido estreno” “Salome” de R. Strauss. - 38 -


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Tres estrenos muy diversos en 1911 en el Colón: “La fanciulla del West” de Puccini, “Il matrimonio segreto” de Cimarosa (volviendo al siglo XVIII) y “Eugenio Onegin” de Tchaikovsky. Pietro Mascagni dirigió en el Coliseo cinco óperas suyas, incluso el estreno de “Isabeau”. Una circunstancia imprevista permitió volver a la liza al Teatro de la Ópera, aunque con la compañía de la Opera Comique de París dirigida por el notable Albert Wolff. Entre los cinco estrenos franceses hubo uno fundamental, “Pelléas et Mélisande” de Debussy, y dos gratos, “Le jongleur de Notre Dame” de Massenet y “Fortunio” de Messager. En 1912 retornó Toscanini al Colón en la que será su última temporada argentina como director operístico. Demostrando nuevamente la amplitud de su gusto estético, estrenó “Ariane et Barbe-Bleue” de Dukas e “Hijos de Rey” de Humperdinck. Otro notable director italiano, Gino Marinuzzi, dirigió en el Coliseo; sólo un estreno, “Conchita” de Zandonai. También hubo temporada en el Politeama pero sin estrenos. Entre los 21 títulos del Colón en 1913 hubo tres estrenos: “Oberon” de Weber, “Fuegos de San Juan” (“Feuersnot”) de R. Strauss e “Il segreto di Susanna” de WolfFerrari. El Coliseo se anotó un acontecimiento de proporciones: la novedad de “Parsifal” de Wagner. Otro estreno indicó que además de Gomes había otros operistas brasileños: “Abul” de Nepomuceno. En 1914 fue el Colón quien dio “Parsifal”, con el gran director Tullio Serafin, que tendría amplio contacto con nuestro medio en las siguientes décadas. Un estreno significativo fue “El sueño de Alma” del argentino Carlos López Buchardo. Y otro valioso: “L’amore dei tre Re” de Montemezzi. El Coliseo dio a conocer “Parisina” de Mascagni. A pesar del estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, el año siguiente hubo buena temporada en el Colón. Un estreno fundamental: “El Caballero de la Rosa” de R. Strauss; uno valioso: “Francesca da Rímini” de Zandonai; y uno al que ya hice referencia pero con respecto a su estreno mundial en Rusia: “Iván” de García Mansilla. Y en lo interpretativo, el retorno de Caruso tras once temporadas de ausencia fue memorable. Fue abundantísima la actividad zarzuelística entre 1896 y 1915, tanto en el género grande como en el chico. Sólo mencionaré algunos hechos de especial valor: el estreno en 1897 de esa obra maestra, “La revoltosa” de Chapí, el debut en 1898 del que será eminente barítono de la especialidad, Emilio Sagi-Barba y después de 1900 se conocen, entre otros, títulos muy representativos como “El punao de rosas” de Chapí, “ Bohemios” de Vives y “La corte de Faraón” de Lleó o “Las golondrinas” de Usandizaga, luego convertida en ópera. Como consecuencia directa de la masiva inmigración italiana comparada con la francesa y la alemana y austríaca, la opereta de esos orígenes fue frecuentemente cantada en italiano por compañías procedentes de la Península Itálica (a veces también en castellano por compañías españolas, pero era más lógico que éstas se dedicaran a su género específico, la zarzuela). Así se veían obras tan variadas como “El sueño de un vals” de Oscar Straus, “La Geisha” de Jones (originalmente en inglés), “La Princesa de los dólares” de Fall, “Los saltimbanquis” de Ganne o “La viuda

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alegre” de Lehár. Compañías de Roma, Florencia o Milán hacían sus temporadas; pero a veces volvían los franceses, como los que estrenaron la exquisita “Véronique” de Messager en 1902 o una obra del argentino Clérice (a quien me referí más arriba): “Ordre de l’Empereur”. Afortunadamente a partir de 1906 también se recibieron compañías vienesas que representaron en alemán los grandes títulos de Johann Strauss II, Von Suppé, Millocker, Zeller, Fall, O. Straus y Lehár. El ballet había sido bastante dejado de lado durante largos períodos, pero a partir de 1901 empieza a acrecentarse el interés. En 1903 se estrena “Copelia” de Delibes. Sin embargo fue recién en 1913 que ocurrió un acontecimiento que cambiaría la historia coreográfica en nuestra capital: la temporada de Les Ballets Russes de Diaghilev, con coreografías de Michel Fokin. Multitud de estrenos, entre los cuales cabe mencionar “Scheherazade” de Rimsky-Korsakov, “El espectro de la rosa” de Weber-Berlioz (“Invitación a la danza”), “Las Sílfides” sobre música de Chopin, las “Danzas Polovtsianas” de la ópera “El Príncipe Igor” de Borodin, “Carnaval” sobre la música de Schumann. El célebre Vaslav Nijinsky bailó su propia concepción de “Preludio a la siesta de un fauno” de Debussy. Se vio también una versión condensada de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. Tamara Karsavina y Nijinsky bailaron la ya conocida “Giselle”. La renovación estética, la perfección de la danza, los decorados de Bakst, maravillaron a los porteños de entonces y sentaron las bases para la afición que se irá haciendo cada vez más fuerte con el paso de los años. El ballet como forma artística específica se había impuesto definitivamente. En otro tipo de danza, la española, tuvieron fuerte éxito Antonia Mercé (La Argentina) y Pastora Imperio. Volvamos a la vida de conciertos en la capital. Una limitación de fondo era la ausencia de una orquesta sinfónica permanente; las de los teatros de ópera estaban generalmente demasiado ocupadas para dar conciertos, salvo excepciones. Hubo sin embargo intentos de establecer esa tan necesaria orquesta. Alberto Williams en la dirección y Ernesto Drangosch en el piano dieron a conocer numerosas obras en la primera década del s.XX. Grandes solistas nos fueron visitando: el pianista portugués José Vianna da Motta, el violoncelista Pablo Casals, los entonces jóvenes pero ya talentosos pianistas Miecio Horszowski y Magda Tagliaferro. En 1904 se tuvo la doble presencia como pianista y director del gran creador Camille Saint-Saens, que estrenó muchas obras suyas. En 1911, al célebre polaco Ignaz Jan Paderewski. Fue figura esencial en esos años el italiano Ferruccio Cattelani, a quien se le debieron numerosos estrenos sinfónicos y camarísticos. Por ejemplo, estrenó nada menos que la Sinfonía No.9, “Coral”, de Beethoven, con la Sociedad Orquestal Bonaerense, en 1902. En su segunda etapa, entre 1906 y 1914, casi puede decirse que asentó las bases del repertorio sinfónico para el melómano local. La lista es impresionante, y lo que sigue es una selección: Sinfonía “Júpiter” de Mozart; “Finlandia” y “El cisne de Tuonela” de Sibelius; “Sinfonía Fantástica” y “Haroldo en Italia” de Berlioz; “Don Juan”, “Las alegres travesuras de Till” y “Muerte y transfiguración” de Strauss; Sinfonía No. 2 y “Obertura para un festival académico” de Brahms; “La Gran Pascua Rusa” de Rimsky-Korsakov; Cuarta Sinfonía de Schumann; “Los Preludios” de Liszt; Sinfonía No.4, “Romántica”, de Bruckner; el Andante de la Sinfonía No. 2 de Mahler; - 40 -


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“Sinfonía sobre un canto montañés” de D’Indy; “Cristo en el Monte de los Olivos” de Beethoven. Por otra parte, en 1915 sucede un hecho auspicioso en el Colón: una amplia serie de doce conciertos sinfónicos dirigidos por André Messager con una orquesta basada en la de la Scala de Milán. Si bien no hubo estrenos importantes, el repertorio fue amplio e importante, como demostración de una verdadera necesidad estética del medio. Una breve reflexión antes de pasar a la siguiente etapa capitalina. Hacia 1915 empieza a ser habitual el uso del automóvil, lo cual facilita las comunicaciones interprovinciales. En cuanto al ferrocarril, se lee en el Espasa Calpe de 1945: “comenzaron a construirse en 1857, aunque el mayor impulso en la instalación de nuevas líneas se registró entre 1883 y 1891 y entre 1905 y 1914”. En suma, el país empezaba a estar mejor comunicado; pero todavía estaba lejana en el tiempo la aviación comercial. En la práctica, los artistas europeos estaban dispuestos a cruzar el Atlántico para visitar Buenos Aires (y quizá en camino Río de Janeiro y Montevideo) pero raramente se decidían a ir a las provincias. Por otra parte, si la propia capital no se había decidido a fundar orquestas estables, era improbable que ello ocurriese en el ámbito provincial. O que se corriese el riesgo de desplazar toda una compañía de ópera a ciudades lejanas 400, 800 ó 1.000 km de la capital. Sin embargo fueron fundándose buenas salas, y algunas todavía existen, en ciudades como Córdoba, Rosario o Mendoza. Y gradualmente empezó a florecer un movimiento coral que dio excelentes frutos al promediar el siglo XX, con grupos tan notables como los que hubo en Mendoza, Rosario, Córdoba o Resistencia. Décadas más tarde empezaron a aparecer esos organismos esenciales, las orquestas sinfónicas; pero recordemos que las tres principales orquestas de nuestra capital son posteriores a 1925. Ello no quita que ciudades del porte de Rosario o Córdoba hubieran debido no demorarse tanto en alcanzar un grado considerable de madurez musical, y que sólo el Teatro Argentino de La Plata tiene una trayectoria centenaria. Y que todavía hoy la ópera tiene un desarrollo muy insuficiente en toda la extensión del país. Los Estados provinciales y los municipios han estado remisos en apoyar con suficiente tesón, continuidad y dinero las actividades musicales, y con frecuencia ha sido el esfuerzo privado el que ha tenido mayores logros; o el universitario, en particular en Cuyo. Creo que musicógrafos de cada ciudad importante deberían asumir la ardua pero pertinente tarea de investigar los aportes locales en el campo de la música clásica, ya que ese trabajo de análisis y síntesis todavía falta en nuestro país y se sabe demasiado poco al respecto. Retornemos a la ópera en Buenos Aires. La actividad en 1916 y 1917 fue razonable, dadas las dificultades derivadas de la guerra. Los estrenos interesantes del Colón fueron los de 1917: “La rondine” de Puccini, “L’ Etranger” de D’Indy, “Marouf” de Rabaud y “Lodoletta” de Mascagni. En 1918 hubo un estreno argentino valioso, “Tucumán” de Felipe Boero. Importante fue el estreno del “Tríptico” pucciniano en 1919; además, dos grandes figuras se lucieron durante esa temporada: Claudia Muzio y Beniamino Gigli, que serán idolizados por el público porteño en sucesivas visitas. El Coliseo se lució con el estreno de “El Príncipe Igor” de Borodin. En 1920 apareció el significativo nombre de Ildebrando Pizzetti con el estreno de su “Fedra”, mientras que - 41 -


Boero y Floro Ugarte estrenaban “Ariana y Dionysos” y “Saika”. Volvía Wagner a los repertorios tras el interregno provocado por la guerra. Y justamente en el Coliseo ocurrió un evento extraordinario: la primera transmisión por radio de una ópera en directo en el mundo fue “Parsifal” con la insigne batuta de Felix Weingartner. De buen nivel pero sin estrenos valiosos fue la temporada 1921, donde se lucieron nuestros directores Héctor Panizza y Franco Paolantonio. El retorno de Weingartner en 1922 trajo una novedad que revela la creciente madurez de la cultura local: la aceptación del alemán como idioma en la primera Tetralogía completa y en “Parsifal” de Wagner y por ende el conocimiento de muy talentosos cantantes como Lotte Lehmann, Walter Kirchhoff y Emil Schipper. Y para completar la fiesta, el director contó con la Filarmónica de Viena en la Tetralogía y en varios conciertos, visita trascendente por cierto. Probablemente el acontecimiento de 1923 fue la presencia como director de “Salome” y “Elektra” (esta última en estreno) del propio compositor: Richard Strauss (había dirigido conciertos tres años antes en Buenos Aires). Y él también contó con la Filarmónica de Viena! Otros estrenos: “Debora e Jaele” de Pizzetti, “Sakuntala” de Alfano. Y en el Teatro Nuevo, con la decisión poco feliz de ofrecerla en italiano, una novedad de enorme importancia: “La flauta mágica” de Mozart. En un nuevo avance de cosmopolitanismo cultural, en 1924 se vieron por primera vez tres óperas rusas en ese idioma: “Boris Godunov”, “El Príncipe Igor” y el estreno de “La dama de pique” de Tchaikovsky. En la siguiente temporada se conocieron “I cavalieri di Ekebu” de Zandonai y “La cena delle beffe” de Giordano. Pero la esencial novedad fue que se crearon los cuerpos estables del Colón: orquesta, coro y cuerpo de baile; se pasaría del riesgo empresario a la financiación municipal, que estará en condiciones de afrontar los mayores costos de una cambiante situación operística. Por su parte, el Coliseo desarrolló su última temporada internacional: el campo le quedaba libre al Colón a partir de 1926. En la zarzuela el período 1916-25 permite conocer a autores como Pablo Luna (“Molinos de viento”, “El niño judío”) o Jacinto Guerrero (“La Montería”).Y también óperas como “Maruxa” de Vives (denominada “égloga lírica”). La temporada 1924 nos trae tres obras básicas: “Dona Francisquita” de Vives, “Los gavilanes” de Guerrero y “La leyenda del beso” de Soutullo y Vert. En el género conexo de la opereta, hubo un auge de la italiana con autores como Mario Costa, Virgilio Ranzato o Carlo Lombardo pero también probaron su mano los operistas Leoncavallo (“La reginetta delle rose”) o Mascagni (“Si”). Compañías alemanas traían los grandes títulos en ese idioma. También se renovaron los autores en la opereta francesa, con títulos de Hahn, Christiné, Messager. En la danza hubo importantes hitos en el período 1916-25. La danza moderna tuvo representante en la célebre Isadora Duncan (1916). Es el germen de un movimiento que será intenso de allí en más y tendrá con el tiempo sus representantes argentinos. La segunda visita de Les Ballets Russes de Diaghilev en 1917 (plena guerra) tuvo estrenos esenciales: “El pájaro de fuego” y “Petrushka” de Stravinsky, dirigidos por el gran Ernest Ansermet, que luego sería figura esencial en la programa- 42 -


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ción sinfónica porteña. En ese mismo año brilló la admirable Anna Pavlova con su propia compañía. Volvió en 1918 y 1919, cuando estrenó “La Peri” de Dukas. En 1925 sucede algo esencial para el futuro: se funda el Ballet del Colón, que con la dirección de Adolf Bolm da una temporada bastante amplia. En la vida de conciertos lo fundamental es la formación de la Orquesta Filarmónica de la Asociación del Profesorado Orquestal (APO) en 1922. Antes de eso, las orquestas intervinientes en las temporadas del Colón ofrecieron ciclos desde 1916 donde intervinieron Messager, Saint-Saens, Geeraert, el pianista Artur Rubinstein (que estrenó “Noches en los jardines de España” de Falla en 1918) o el gran Edouard Risler en tres conciertos de Beethoven en 1919. En 1920 (como se mencionó al referirme a la ópera) vinieron la Filarmónica de Viena y Richard Strauss, que ofrecieron 16 conciertos! El compositor estrenó las siguientes obras suyas: “Así habló Zarathustra”, “Una vida de héroe”, “Sinfonía alpina” y “Sinfonía doméstica”. El gran Arthur Nikisch ofreció 15 conciertos en 1921. En 1922 retornó la Filarmónica de Viena con Weingartner, y el éxito hizo que la gran orquesta retornara por tercera vez al año siguiente, con Strauss y Marinuzzi; estrenaron nada menos que la Primera sinfonía de Mahler y la Séptima de Bruckner. En 1925 el gran acontecimiento es la fundación de la Orquesta Estable del Colón, dirigida por Gregor Firelberg y el argentino Celestino Piaggio. Hubo estrenos de Prokofiev y Stravinsky. Volviendo a la APO, estuvo activa entre 1922 y 1930, manejándose como cooperativa. Fue importante su acción a partir de la presencia de Ansermet en 1924 y en años siguientes, con estrenos como “Iberia” de Debussy, la Segunda Sinfonía de Borodin, “Le Roi David” y “Pacific 231” de Honegger, “La Valse” de Ravel. Hubo estrenos importantes también por otras agrupaciones. Grandes solistas se presentaron en numerosos recitales en la capital y las provincias, atraídos por la creciente cultura y la prosperidad del país. Por ejemplo, Artur Rubinstein estrenó la “Iberia” completa de Albéniz en 1918. Ricardo Vines realizó una plétora de estrenos valiosos en 1920. Wilhelm Backhaus hizo su primera visita en 1920, y retornará en 1927, 1938, 1947, 1951 y 1955; sin duda el más gran beethoveniano. Aparece por primera vez el especialista chopiniano Alexander Brailowsky, que será gran favorito. Otros nombres: el violinista Bronislaw Huberman, el violoncelista Gaspar Cassadó, el admirable guitarrista Andrés Segovia. Fue valiosa la actividad de la Asociación Wagneriana, que empezaba su extensa trayectoria. Muchas otras sociedades conformaban un panorama de considerable intensidad. A partir de 1926 y hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, tiene Buenos Aires grandes años que contribuyen a madurar el gusto y a completar algunos sensibles vacíos. En 1926 se presenta una figura que será esencial: en 14 temporadas hasta 1952 se podrá gozar del arte del eminente Erich Kleiber en concierto y ópera. También se tuvo, por única vez, al gran Fritz Reiner en cuatro óperas de Wagner y una de Weber. Se estrenaron “Turandot” de Puccini, “Ollantay” de Gaito (fusión de técnica europea y elementos folclóricos) y se conoció a dos grandes cantantes: Friedrich Schorr y Alexander Kipnis. La coreógrafa Bronislava Nijinska presentó “Bodas” de Stravinsky, “Cuadro campestre” de Gaito (primer ballet con música de compositor argentino estrenado en el Colón), “Alla y Lolly” de Prokofiev (sobre la Suite Escita). - 43 -


Fue memorable la evocación del centenario de la muerte de Beethoven en 1927, ya que se estrenó la Misa Solemne y se dio por primera vez en forma integral la serie de nueve sinfonías. Y en manos de Kleiber. Otro gran director debutó: Clemens Krauss y un violinista virtuoso: Nathan Milstein. Se estrenó “EL Zar Saltan” de RimskyKorsakov. Se conoció la primera ópera de Stravinsky, “Le Rossignol”. Pero más relevante fue el estreno al año siguiente de su absoluta obra maestra, “La Consagración de la Primavera” (Eugen Szenkar). También se conocieron el “Poema del fuego” de Scriabin y “Le Martyre de Saint Sébastien” de Debussy, y de modo muy demorado (y en alemán) “Las bodas de Fígaro” de Mozart (hasta entonces sólo se había escuchado aquí “Don Giovanni”). El coreógrafo Boris Romanov estrenó “Pulcinella” de Stravinsky, su primera obra neoclásica. En 1929 fue importante la unión de grandes creadores nuestros en el Grupo Renovación: Juan José y José María Castro, Juan Carlos Paz, Gilardo Gilardi y Jacobo Ficher, y luego Luis Gianneo, conformaron un grupo que duró hasta 1942 (aunque Paz luego se desvinculó). La presencia de Wanda Landowska implicó la resurrección del clave en nuestro medio. Obras de Kodály (Suite de “Háry János”) y Shostakovich (Primera Sinfonía y Suite de “La nariz”) renovaron el panorama estético sinfónico. El gran estreno nacional fue “El Matrero” de Felipe Boero. La Compañía Rusa Opéra Privé de París estrenó en ruso “La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh”, “La doncella de nieve” de Rimsky-Korsakov y “La feria de Sorochinsk” de Mussorgsky. Gran visita la de Ottorino Respighi, que estrenó su ópera “La campana sommersa”. Pese al estallido de la revolución de Uriburu, fue lucida la presencia de Arthur Honegger en 1930, que estrenó un manojo de obras suyas, especialmente “Judith”. También interesó la venida de Alfredo Casella dirigiendo partituras de su autoría y de otros compositores. Se conocieron grandes intérpretes, como el violinista Jacques Thibaud, la pianista Guiomar Novaes, la soprano Elisabeth Schumann. Importantes estrenos, sobre todo por la Filarmónica de la A.P.O.: “Bolero” y “Dafnis y Cloe”, segunda suite, de Ravel; “Apollon Musagete” y Divertimento de “El beso del hada” de Stravinsky; “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky-Ravel; “Psalmus Hungaricus” de Kodály; y, en versión de concierto un importante aporte del inicio del Barroco: “Orfeo” de Monteverdi en la edición de Malipiero. En 1931 dirige Ildebrando Pizzetti el estreno de su ópera “Fra Gherardo” y un concierto con obras suyas. Fue importante también conocer “Oedipus Rex” de Stravinsky dirigida por Ansermet. El gran Otto Klemperer hizo el ciclo integral de la Tetralogía wagneriana en alemán (ya no se aceptaba en italiano), con los estupendos Lauritz Melchior y Frida Leider. En 1932 Enrique Villegas estrenará el Concierto de Ravel, y como avance de una estética difícil, se conocieron tres fragmentos de “Wozzeck” de Berg. De especial trascendencia fue el debut en 1933 de Fritz Busch en el Colón, que tuvo a su cargo la temporada alemana; alternándose irregularmente con Kleiber, vendrá en otras ocho temporadas el gran animador del Festival de Glyndebourne, considerado el más importante mozartiano de su tiempo aunque también brilló en Wagner y Strauss.

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Año de grandes instrumentistas fue 1934, con la presencia del eximio violinista Jascha Heifetz y del gran pianista beethoveniano Wilhelm Kempff. Pero probablemente el máximo evento fue el estreno de “La Pasión según San Mateo” de J. S. Bach (Busch). Los sucesivos estrenos de partituras bachianas serían ya irreversible tendencia en décadas subsiguientes. Admirables estrenos operísticos: “Alceste” de Gluck, “Arabella” de Strauss y nada menos que “Cosi fan tutte” de Mozart . Y la zarzuela volvió por sus fueros con la compañía de Moreno Torroba, que ofreció “Luisa Fernanda” y “La Chulapona” (éxitos suyos) además de varias obras consagradas. En el repertorio italiano los años 30 están dominados por una figura excepcional: Claudia Muzio. En demostración de la validez artística del medio radial, Radio El Mundo funda una orquesta que durante largos años hará aportes memorables, como los 65 conciertos que dirigió Juan José Castro entre 1935 y 1941 y la multitud de grandes figuras que actuaron con ella, como Manuel De Falla, Victor De Sabata, Alfred Cortot, el Cuarteto Lener, Heifetz, Yehudi Menuhin, Rubinstein, Claudio Arrau, Walter Gieseking y las mejores figuras argentinas. En su única temporada porteña, el violinista Fritz Kreisler deleitó a nuestra capital. El Cuarteto Lener debutaría para luego volver en 1939, 1940, 1946 y 1948, temporada esta última donde presentó la integral de los cuartetos de Beethoven. Busch ofreció la impresionante revelación de la Misa en si menor de Bach. Se conocieron dos ballets valiosos: “Uirapurú” de Villalobos y “El Príncipe de madera” de Bartók. Nada fue más importante en 1936 que la visita del más gran compositor de la música moderna de entonces: Igor Stravinsky. Dirigió varios ballets, estrenó “Perséphone” con Victoria Ocampo como recitante, y su hijo Sulima tocó el Concierto para piano y vientos y el Capricho para piano y orquesta. Padre e hijo estrenaron el Concierto y la Sonata para dos pianos. Grandes instrumentistas debutaron: el violinista Joseph Szigeti acompañado por Egon Petri; el violoncelista Emanuel Feuermann; el pianista Alfred Cortot; el arpista Nicanor Zabaleta. En ópera se conoció por fin una ópera de Rameau; la elegida fue “Castor et Pollux”. Los Niños Cantores de Viena visitaron Buenos Aires por primera vez; luego regresarán con regularidad. Y se conoció al notable Cuarteto Kolisch. En 1937 nace Radio del Estado (luego Nacional) que a partir de 1948 formará una Orquesta Sinfónica de memorable trayectoria. Tras un antecedente en 1922, será en 1937 que se crea la Escuela de Ópera del Teatro Colón, que todavía sigue funcionando con el nombre de Instituto Superior del Teatro Colón. Con la presencia de Franco Alfano, se estrenó su “Cyrano de Bergerac”. Y Kleiber dio a conocer “Ifigenia en Tauris” de Gluck. En lo sinfónico, ya Alberto Williams estrena su Séptima Sinfonía y un joven de gran talento, Alberto Ginastera, la suite de “Panambí”. En 1938, nuevamente un gran estreno bachiano: “La Pasión según San Juan” (Kleiber). Vuelve Monteverdi, esta vez con “L’incoronazione di Poppea” en la edición de Giacomo Benvenuti. Y se realiza el estreno sudamericano de “El rapto en el Serrallo” de Mozart (Kleiber). Se conoce a grandes cantantes como Elisabeth Rethberg y Herbert Janssen, y se da un memorable “Werther” con Georges Thill y la dirección de Albert Wolff, que seguirá ligado al Colón en numerosas temporadas. - 45 -


La Segunda Guerra Mundial estalla en 1939 y ello se hará sentir a partir del año siguiente, pero todavía en esa temporada las condiciones de contratación no han cambiado. Lo más trascendente es el prolongado homenaje a Manuel De Falla (incluso el estreno mundial de sus “Homenajes”), ya que el ilustre español se había radicado en Argentina; con el propio Falla y el inestimable concurso de Juan José Castro se escucharon todas sus principales obras. Además, valiosas partituras de otros compositores de la Madre Patria. Entre 1939 y 1948 duró la Asociación Filarmónica de Buenos Aires dirigida por Juan José Castro, que presentó memorables estrenos: “Metamorfosis sinfónicas” de Hindemith; Suite de “El Teniente Kijé” de Prokofiev; Sinfonía en tres movimientos de Stravinsky; “Música para cuerdas, percusión y celesta” de Bartók. En ópera se estrenó en 1939 “Bizancio” de Panizza. La guerra implicó que muchos artistas europeos no pudieran venir, pero igual se vieron cosas importantes en 1940. Ante todo, retornó Toscanini, esta vez al mando de la Orquesta de la NBC. Ocho conciertos con obras del gran repertorio, y algunas obras valiosas y poco transitadas, como “Las Eólidas” de Franck, el Adagio de Barber o la Obertura de “Anacreonte” de Cherubini. Y apenas dos semanas después de la partida de Toscanini, llegó Leopold Stokowski con la All-American Youth Orchestra, con obras de repertorio pero también numerosas transcripciones del famoso director. Otros acontecimientos fueron dos importantes conjuntos de danza: el Ballet de Montecarlo, con varias coreografías valiosas de Massine y bailarinas como Alicia Markova y Rosella Hightower; los Ballets Jooss, de estilo expresionista (“La mesa verde”) y una nueva presencia de Villalobos estrenando obras suyas. Al año siguiente se conoció al violinista Yehudi Menuhin, que retornará en esa capacidad en 1943, 1950 y 1975, y luego aún vendrá como director de orquesta. Fueron estos años donde se aprecian los talentos de pianistas argentinos eminentes, como Marisa Regules, Lía Cimaglia-Espinosa, la entonces muy joven Pía Sebastiani, o Antonio De Raco. Resultó una buena temporada la de 1941 para la danza, ya que vino el American Ballet del gran coreógrafo George Balanchine. En 1942 una novedad de Richard Strauss importante, “Ariadna en Naxos”, fue lamentablemente cantada en italiano. Se conocieron en la temporada grandes cantantes como Leonard Warren y Rose Bampton. Y actuó el Original Ballet Russe del Coronel De Basil, con importantes estrenos de Massine y Lichine. La gran soprano de Estados Unidos Helen Traubel brilló en 1943 como Isolda y Brunilda , y se estrenó “Armide” de Gluck. Juan Carlos Paz forma en 1944 la Agrupación Nueva Música, que durante largo tiempo hará conocer obras vanguardistas. Nacen en esos años de la guerra varias publicaciones de larga trayectoria y eficaz labor: Ars, Lyra y Polifonía. Luego vendrá Tribuna Musical (1965-82), que dirigí. Quisiera mencionar unos pocos nombres de pedagogos que tuvieron gran influencia en nuestro medio. En piano, Jorge de Lalewicz y Vicente Scaramuzza; en violín, Ljerko Spiller; en estudios musicales, Erwin Leuchter, Ernesto Epstein, Johannes y Juan Pedro Franze, Guillermo Graetzer. Terminada la guerra, la vida musical en 1946 presenta aspectos muy positivos: se funda la Orquesta Sinfónica Municipal, luego rebautizada Filarmónica de Bue- 46 -


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nos Aires. Una acotación importante referida al interior: salvo la Estable del Colón, las provincias se habían adelantado a la capital porque para entonces ya existían las Sinfónicas de Paraná y Córdoba. También nace el Collegium Musicum conducido por Guillermo Graetzer, que en sus años iniciales estrenará de Bach “El Arte de la Fuga” y “La Ofrenda Musical”; su trayectoria, con altibajos, llega hasta nuestros días. Y se funda Buenos Aires Musical, valioso periódico dirigido por Enzo Valenti Ferro cuya tarea continuó hasta 1979. En 1947 se produce una novedad trascendental: se funda la Asociación Amigos de la Música, que será durante su trayectoria un ejemplo de innovación y calidad; durante casi tres décadas se le debe un alto porcentaje de la actualización estética de la capital, tanto por la valorización de nuevos lenguajes como por su exploración del Barroco, Bach en particular. Memorables directores como Hermann Scherchen, Igor Markevich y Hans Rosbaud; bachianos eminentes como Gunther Ramin y Karl Richter; abundantes estrenos nacionales, como las “Variaciones concertantes” de Ginastera; Paul Hindemith dirigiendo sus obras; el estreno de “La Pasión según San Lucas” de Penderecki; y un enorme etcétera. En ese año se conoce al gran pianista William Kapell y al notable director Eugene Ormandy y Aaron Copland estrena su Tercera Sinfonía y “Primavera en los Apalaches”. Otro estreno muy valioso: “Juana de Arco en la hoguera” de Honegger dirigido por Kleiber. Y además, el Concierto en Fa de Gershwin, el Concierto de Aranjuez de Rodrigo, “Metamorfosis” de Strauss. Se conocieron cantantes wagnerianos como Set Svanholm y Astrid Varnay. Por cierto 1948 fue un año significativo, ya que se fundó la Orquesta Sinfónica del Estado (hoy Nacional); tras brillantes años fundacionales con grandes directores (Kleiber, Kempe, Van Beinum) y un lustro admirable (1955-60) dirigido por Juan José Castro con profusión de estrenos valiosísimos, la Orquesta nunca más recuperó un nivel artístico tan alto debido a la impresionante inepcia con la que fue manejada por la Secretaría de Cultura durante décadas, salvo breves períodos mejores. Pero sigue siendo fundamental su presencia, pese a las dificultades. En ese año se conoció al gran pianista Walter Gieseking, que volverá otras tres veces y que en 1949 dictó un Curso Superior de piano en la Universidad de Tucumán. También debutó Nikita Magaloff, quien retornará seguido. Dos estrenos de Strauss: “Daphne” (Kleiber) y “El burgués gentilhombre”, música de escena para Molière. Y extraordinarios debuts en ópera alemana: Kirsten Flagstad, Hans Hotter, Ludwig Weber, Anton Dermota. En esa gran temporada todavía hay que mencionar a dos eximios directores de orquesta, Wilhelm Furtwängler y Victor De Sabata, y al Congreso de la Confederación Internacional de Compositores, donde William Walton dirigió el estreno de su Primera Sinfonía y se conoció la Pequeña Sinfonía Concertante de Frank Martin, autor del que en las dos décadas siguientes se estrenaron numerosas obras. También estuvieron Jacques Ibert dirigiendo partituras suyas y Ernst Von Dohnanyi, compositor y gran pianista. (A su vez Dohnanyi trabajó en Tucumán como titular de la Escuela Superior de Música). Ese impresionante año 1948 también registró estrenos tan valiosos como el Divertimento de Bartók, “Les Illuminations” y “Guía orquestal para la juventud” de Britten y el Concierto para cuerdas de Stravinsky. Y en ballet, “Las criaturas de Prometeo” de Beethoven, coreografía de Aurel Millosz. - 47 -


Grandes pianistas debutaron en 1949: Arturo Benedetti Michelangeli y Friedrich Gulda (que en 1954 tocaría las 32 sonatas de Beethoven); violinistas como Isaac Stern y Szymon Goldberg; y el admirable Cuarteto Húngaro, que en sus visitas de 1957 y 1970 ejecutó la integral de los cuartetos beethovenianos. Se conoció la impresionante ópera de Richard Strauss “La mujer sin sombra”, “Ifigenia en Aulis” de Gluck y “Padmâvatî” de Roussel. Y en concierto, la Misa de Stravinsky y la Suite Lírica de Berg. Dos debuts de grandes figuras que sin embargo fueron discutidas: Herbert Von Karajan en diez conciertos y María Callas en tres óperas, donde sólo “Norma” le fue alabada. La bailarina Alicia Alonso hizo su primera presentación ; retornará varias veces con su Ballet Cubano. Otra fundación memorable ocurrió en 1950: la Orquesta Sinfónica de Radio del Estado inició sus conciertos gratuitos en la Facultad de Derecho, que a través de las temporadas nos hará conocer a muchos directores y solistas de gran talento y con programación renovada que incluirá valiosos estrenos. Lamentablemente fue discontinuada en el gobierno de Illia. Además el año deparó conocer a figuras de la talla del violoncelista Pierre Fournier o los directores Rafael Kubelik, Malcolm Sargent y Karl Böhm. Este último sería fundamental, ya que tendría a su cargo la temporada alemana de 1950 hasta 1953; estrenará “Jenufa” de Janácek, “La canción de la Tierra” de Mahler, “Wozzeck” de Berg, “El castillo de Barba Azul” de Bartók y las “Cuatro últimas canciones” de Strauss. Sargent estrenó la extraordinaria Sexta Sinfonía de Vaughan Williams. Ferenc Fricsay a su vez dio a conocer “Carmina Burana” de Orff y “Don Juan de Zarissa” de Egk (coreografía de Tatiana Gsovsky), y Carlos Chávez estrenó sus Sinfonías “India” y “Antígona”. Otro gran estreno: el Concierto para orquesta de Bartók. También vino el Ballet de la Ópera de París con la dirección de Serge Lifar; se destacaron “Ícaro” con Lifar y “Fedra” de Auric con Tamara Toumanova. Adolph Busch fue uno de los artífices de la revalorización de Bach en el mundo; en 1951 se lo conoció con la Orquesta de Amigos de la Música. Debutó el Cuarteto Vegh y ofreció los seis cuartetos de Bartók. Hubo estrenos valiosos de obras de Hindemith, Britten, Honegger, Janácek y Roussel. Debutaron dos directores admirables: Georg Solti (única visita) y Ataúlfo Argenta. En 1952 hubo dos grandes acontecimientos: se fundaron el Mozarteum Argentino y la Sociedad de Conciertos de Cámara. Esta última debutó realmente en 1953 y duró 15 años en los que ofreció programas de enorme audacia y variedad, que los melómanos veteranos añoran ya que jamás otra entidad hizo algo parecido en este rubro. Primeras audiciones (o estrenos): “Pierrot Lunaire” de Schönberg, “L’Amfiparnaso” de Vecchi, la integral de cuartetos de Hindemith y su “Ludus tonalis”; “Cuarteto para el fin de los tiempos” y “Tres pequeñas liturgias de la presencia divina” de Messiaen; “Giulio Cesare”, primera ópera de Händel que se ofreció en el país; “Il trionfo dell’onore” de A. Scarlatti; “Diario de un desaparecido” de Janácek; integral de las sonatas de Scriabin; “Mikrokosmos” de Bartók... En cuanto al Mozarteum, en pocos años se afirmaría como la más importante institución de conciertos no sólo de la capital sino del país, como da testimonio el Mozarteum de Jujuy. Su gigantesca trayectoria hasta el presente nos da un inmenso - 48 -


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venero de extraordinarios artistas y conjuntos, que van desde el New York Pro Música al Ensemble Intercontemporain, y que en especial abarca la mayor parte de las grandes orquestas del mundo. Imposible abarcar tamaña historia en estas líneas, pero puede afirmarse que el medio siglo amplio que transcurrió desde su fundación es sin duda el más asombroso periplo imaginable. Y sobre todo, lo que ha significado para el país el armado de sus filiales en distintos lugares de nuestra geografía, llegando a constituir la única verdadera red de conciertos que tuvimos y tenemos. Cada paso fue dado con firmeza, jamás decepcionando a sus socios y mecenas, con una calidad de organización y cumplimiento que tiene pocos parangones en el mundo. No es ésta vana alabanza sino el juicio objetivo que labor tan intensa y bien orientada merece. Sencillamente la historia de la interpretación musical de estos últimos 55 años en Argentina es inimaginable sin el aporte del Mozarteum. Y por ende el sedimento de buen gusto y cultura que ha permitido formar a sucesivas generaciones, más allá de los indudables valores de otras instituciones que también contribuyeron a lo que podría llamarse un entramado cultural virtuoso en el mejor sentido. Más allá de los altibajos económicos y políticos, hay una línea de genuina calidad. Si he dado un relato bastante detallado hasta 1951, es porque fue el período esencial de formación de repertorio, todavía complementado con otras dos décadas muy intensas: los 50s y 60s. De allí en más los aportes de repertorio han continuado, pero el basamento puesto en las décadas anteriores ya estaba firme. Más allá de algunos años descorazonantes y de ciertas políticas gubernamentales de abrumadora ceguera y mediocridad, el país ha tenido aportes indudables en cada década. Si en los 50s y 60s el melómano podía acudir a los ciclos de conciertos organizados por Daniel, Iriberri y Gerard, gradualmente esas organizaciones van a ser reemplazadas por otras: la Sociedad de Conciertos de Buenos Aires trajo numerosos solistas de categoría (Earl Wild, Alexis Weissenberg), Pro Musicis y Quinta Dimensión, Tiempo y Espacio y otras instituciones enriquecieron la vida de conciertos. Ninguna de ellas subsiste. Y en las últimas décadas, dos instituciones complementan al Mozarteum: Festivales Musicales de Buenos Aires, heredera en cierto modo de Amigos de la Música, ha llevado muy en alto su estandarte de amor por la música, en especial el Barroco, y la seriedad de su trabajo; y Harmonia (actualmente Nuova Harmonia) ha realizado ciclos importantes que en ciertos años pudieron rivalizar con el Mozarteum. La Wagneriana, lamentablemente, tras muchas décadas de valiosa labor sobre todo en lo sinfónico-coral, ha entrado en un cono de sombra. Quisiera dedicar algunos párrafos a una apretada síntesis de los aportes de este último medio siglo. Habrá seguramente otros aspectos valiosos que dejaré sin mencionar, pero ciertamente los siguientes deben incluir la lista: 1) La figura de Alberto Ginastera está analizada en el trabajo de Pola Suárez Urtubey, pero aquí quiero someramente mencionar dos aspectos esenciales: es el primer compositor argentino que logra una ubicación internacional de verdadero peso, pero además es un gran generador de instituciones, y aquí sólo quiero marcar dos aportes fundamentales: la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la Universidad Católica Argentina, que produjo muchos de los mejores compositores y musicólogos - 49 -


argentinos, y el Instituto Di Tella en su sección musical, donde Ginastera trajo a creadores de la talla de Luigi Nono, Roger Sessions, Yannis Xenakis o Luigi Dallapiccola para que trabajasen con becarios argentinos y latinoamericanos que luego harían importantes carreras. 2) El gradual mejor conocimiento de repertorios que habían sido poco transitados, aunque todavía falta mucho por explorar: el Medioevo, el Renacimiento y el Barroco, a través de grupos como I Musici, el Studio der Frühen Musik y el New York Pro Musica, o directores como Karl Richter y Helmut Rilling; y en una segunda etapa, a los llamados conjuntos historicistas que intentan reflejar más cabalmente el mundo sonoro de esas épocas. 3) La docencia a través del ejemplo que significó la oleada de orquestas extranjeras (hasta seis o siete en una temporada) que se notó en los años setenta, ochenta y noventa, con la presencia de varias de las más encumbradas del mundo y de grandes batutas, tendencia en la que brilló muy particularmente el Mozarteum Argentino. Muy pocos ejemplos de orquestas y directores que fueron experiencias máximas: Filarmónica de Viena con Böhm y Maazel, Cleveland con Maazel, Boston con Ozawa, Concertgebouw con Haitink y Chailly, Filarmónica de Berlín con Claudio Abbado. 4) El conocimiento parcial pero considerable de los nuevos estilos musicales que aparecen después de la Segunda Guerra Mundial con tesoneros ciclos como los de Encuentros Internacionales de Música Contemporánea, del Teatro San Martín y del CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón). Así se conocieron la música electroacústica, el serialismo integral, la estética del sonido (escuela polaca), el minimalismo, el postmodernismo, etc. 5) Más allá de los estrenos implicados en el punto anterior, otras instituciones (nuestras orquestas capitalinas, la programación operística) también hicieron labor de recuperación o de incorporación de valiosos repertorios anteriores que se habían conocido de modo parcial o se habían olvidado, sin descuidar los estrenos de obras argentinas. Aunque frecuentemente la tarea fue desarrollada con desidia, hubo de todas maneras múltiples experiencias positivas, como ciclos casi completos de sinfonías de Mahler y Bruckner, la integral de las de Dvorak, repertorios nórdicos, ingleses y estadounidenses y tanto más. En ópera hubo gestiones excepcionales como la de Enzo Valenti Ferro que nos trajo obras como “Katya Kabanova” de Janácek, “Rey Roger” de Szymanowski y “Doctor Fausto” de Busoni, y en años recientes se conocieron óperas de Korngold (“La ciudad muerta”), Penderecki (“Ubu Rey”) o Krenek (“Jonny spielt auf”). Sigue faltando mucha actualización de obra reciente pero algo se ha hecho. Y en el Barroco se han conocido, por ejemplo, óperas de Lully y Rameau. También allí, abundante terreno sin explorar, pero hubo en ciertas temporadas espíritu de innovación. Adelaida Negri nos permitió apreciar muchas grandes obras del bel canto que yacían en el olvido. Y la temporada actual de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires es buen ejemplo de lo que puede hacerse con conocimiento e imaginación en programación constructiva (Julio Palacio).

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6) En el Ballet, la visita de valiosos conjuntos permitió el conocimiento de diversas escuelas y eminentes bailarines, del American Ballet Theatre, del Ballet del Bolshoi de Moscú, del Ballet del Marqués de Cuevas, la fundamental presencia del Ballet del Siglo XX de Maurice Béjart, de innovadores grupos como el de Alwin Nikolais y Pilobolus, etc. Actuaciones rutilantes fueron las de Maya Plissetskaya, Rudolf Nureyev y Mikhail Baryshnikov. Pero además surgieron grandes bailarines argentinos como José Neglia, Olga Ferri, Julio Bocca. Y se conocieron las coreografías de John Cranko (Ballet de Stuttgart), Jirí Kylián (Nederlands Dans Theater) y John Neumeier (Ballet de Hamburgo), por nombrar a tres figuras máximas. Tampoco faltaron grandes figuras del flamenco, como Antonio, Antonio Gades y Manuela Vargas. 7) Muchos grandes cantantes se siguieron conociendo en las óperas del Colón, como Birgit Nilsson, Plácido Domingo, Richard Tucker, Leontyne Price, Montserrat Caballé, Régine Crespin, Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza y tantos otros. Varios dieron recitales memorables, destacándose Elisabeth Schwarzkopf y Nicolai Gedda. En el campo instrumental y de cámara también hubo grandes figuras, como el Cuarteto Budapest, el Trío Stern-Rose-Istomin, los cultores de las 32 sonatas de Beethoven (Richter-Haaser, Buchbinder, Barenboim), Alfred Brendel, cuartetos como el Italiano, el Juilliard, el Melos y el Berg, violinistas como Itzhak Perlman o Anne Sophie Mutter, violoncelistas como Yo-Yo Ma. Algunos grandes directores trabajaron con nuestros conjuntos, como Thomas Beecham, Pierre Monteux, Willem Van Otterloo, Franz Paul Decker, Charles Dutoit. No quiero dejar de mencionar la numerosa cantidad de instituciones que actualmente, con su actividad, agregan fermento intelectual al panorama de la capital, como los ciclos de La Scala de San Telmo, del Museo Fernández Blanco, de Ars Nobilis, AMIA y tantos otros de meritoria labor y la asombrosa expansión de la ópera que da alternativas al Colón, como Buenos Aires Lírica, Juventus Lyrica y la Casa de la Ópera. Y pensando en las provincias, el remozamiento de viejos teatros como El Círculo de Rosario, la fundación de nuevas orquestas como las de Salta y Neuquén, la existencia de festivales en lugares como Llao Llao y Ushuaia, el ciclo de Pilar Golf y los brotes operísticos que últimamente se han notado en distintas zonas del país, a lo que puede agregarse la labor del Teatro Argentino de La Plata, y en un plano menos relevante pero meritorio el Roma de Avellaneda. Y por supuesto las numerosas visitas de gran envergadura que se produjeron en la red de filiales del Mozarteum. Llegando ya al final de este largo recorrido del aporte europeo (esencialmente, aunque he mencionado a creadores americanos como Chávez, Copland o Villalobos), quiero hacer notar que naturalmente mis colegas Pola Suárez Urtubey y Federico Monjeau tienen la específica misión de escribir sobre nuestros compositores en el siglo XX. La influencia de intérpretes argentinos también se ha hecho sentir en Europa; artistas como Martha Argerich, Daniel Barenboim, Marcelo Álvarez, llevan la intensidad de nuestra sangre americana a Europa y la enriquecen. Compositores argentinos formados aquí como Mauricio Kagel y Mario Davidovsky, en las generaciones veteranas, o Esteban Benzecry, Martín Matalón, Pablo Ortiz y Osvaldo Golijov, - 51 -


en las más jóvenes, dan ahora sus frutos en el Hemisferio Norte. Es devolver en pequeña parte lo que Europa y Estados Unidos nos han dado. Sin renunciar a las raíces telúricas americanas, los argentinos en su mayoría “descienden de los barcos”, y como país somos un crisol de culturas. Nuestros grandes músicos, literatos y plásticos se han ganado un lugar de honor en América y en el mundo. De alguna manera este trabajo pretende reflejar esa grata conclusión como resultado de influencias bien asimiladas y que son parte esencial de nuestro ser colectivo. Los 25 años del Mozarteum de Jujuy sólo pudieron existir con el esfuerzo de gente bien intencionada y muy activa que han comprendido cabalmente la importancia de una cultura universal que no olvida nuestras raíces.

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BIBLIOGRAFÍA

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LA LÓGICA SONORA DE LA GENERACIÓN DEL 80: UNA APROXIMACIÓN A LA RETÓRICA DEL NACIONALISMO MUSICALARGENTINO Por Melanie Plesch

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INTRODUCCIÓN El presente capítulo propone un acercamiento a la problemática del nacionalismo musical argentino desde una perspectiva musicológica crítica que articula la retórica musical con la historia cultural y de las ideas.1 La idea de una retórica musical de la «argentinidad», construida por la primera y segunda generación de ochentistas, se propone aquí como una clave interpretativa de este repertorio que supere las estériles discusiones acerca de su eficacia estética o de su legitimidad como símbolo identitario. Postular la existencia de una retórica musical del nacionalismo conlleva una serie de presupuestos que es necesario examinar. En primer lugar, el concepto mismo de retórica remite inmediatamente a la idea de un discurso persuasivo que convence a través de una elocuencia artificialmente construida. Al hablar entonces de retórica musical estamos desmantelando adrede la idea de la supuesta naturalidad de la poética para destacar su carácter de construcción deliberada y artificial. Esto, es importante aclarar, no es un defecto de la poética (entendida ésta en un sentido amplio), sino su misma condición de posibilidad. En segundo lugar encontramos las nociones de nacionalismo en general y nacionalismo musical en particular, con su pesada carga de significados construidos por la historiografía desde el siglo XVIII en adelante, nociones que han sido puestas bajo escrutinio en décadas recientes por parte de la ciencia política y la musicología post-estructuralista respectivamente. 1 Agradezco a Silvina Mansilla la lectura crítica de un borrador de este texto y a Kofi Agawu por las numerosas «conversaciones» sobre la teoría tópica mantenidas a través del correo electrónico.

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Finalmente, y aunque pueda parecer ingenuo, nos confrontamos con la idea misma de la Argentina, la historia de su constitución como estado-nación moderno y el concomitante debate acerca de su «verdadera» identidad nacional. En un intento por hacer evidentes las relaciones –no siempre claras– entre música e historia, examinaremos primero las principales características del nacionalismo musical argentino (que definimos como uso, nostalgia y distanciamiento) a la luz de los estudios recientes sobre los nacionalismos políticos y culturales y la naturaleza de las identificaciones identitarias en los estados naciones modernos. Trataremos de mostrar cómo las especificidades de la música del nacionalismo se articulan con un nudo problemático mayor relacionado con el proceso de nacionalización y modernización del país. Seguidamente, nutridos de los debates post-dahlhausianos acerca de la naturaleza de lo nacional en música, someteremos a escrutinio la definición tradicional de nacionalismo musical a partir del caso argentino. A través del análisis tanto de la música misma como de los discursos acerca de ella demostraremos las fisuras de la definición y develaremos sus presupuestos subyacentes. Esta revisión teórica nos permitirá acercarnos al nacionalismo musical argentino desde una perspectiva despojada de esencialismos ingenuos y advertir con mayor claridad algunos elementos claves para su comprensión: intención, recepción y articulación con el proyecto político hegemónico. A continuación estudiaremos la música del nacionalismo musical argentino desde la perspectiva de la retórica musical, explorando en detalle la categoría de uso y las maneras en que ésta articula nostalgia y distanciamiento. Para ello será necesario introducir primero la teoría tópica, para detenernos luego en cuatro de los topoi más significativos de la retórica del primer canon musical de la Argentina moderna. Como colofón intentaremos articular algunas ideas acerca de la pertinencia del estudio de la retórica musical del nacionalismo y señalar algunas posibles líneas de investigación futuras.

1. DE LAS NACIONES A LOS NACIONALISMOS A lo largo de los últimos treinta años se ha producido en el ámbito de la historia y la filosofía política un sustancial debate en torno del concepto de nación, que cuestiona su supuesta condición natural y postula en cambio su carácter de construcción histórica. Particularmente influyente dentro de este movimiento revisionista y antiesencialista ha sido la obra de Benedict Anderson, Eric Hobsbawm y Ernest Gellner. Desde esta perspectiva, se sostiene actualmente que la nacionalidad no es un atributo inherente a la condición humana y que las naciones no son entidades sociales primarias e invariables. Por el contrario, se considera que la idea de nación tiene especificidad histórica y, en tal sentido, se encuentra estrechamente relacionada con algunas características del proyecto de la Modernidad, fundamentalmente el paso hacia la sociedad industrial y las divisiones territoriales modernas. De hecho, se advierte que

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las naciones en sí mismas son una de las más significativas formaciones discursivas de la Modernidad, coincidiendo los historiadores en su naturaleza ficcional, imaginaria y discursiva. En consonancia con esta revisión teórica, los historiadores argentinos han cuestionado la historiografía oficial heredada de Mitre y López que postulaba la existencia de una identidad argentina con prioridad al proceso revolucionario iniciado en 1810. En tal sentido, el historiador José Carlos Chiaramonte señala que la formación de la nación Argentina es también un producto ‘artificial’ de la historia del período, y no de la traducción de formas primarias del sentimiento de identidad colectiva. Producto de un proceso de construcción no sólo de las formas de organización política, sino también de la correspondiente identidad nacional. (Chiaramonte 1989: 92). Las naciones se construyen, o se imaginan, para usar la memorable expresión de Benedict Anderson, «desde arriba», esto es, desde aquellos sectores que detentan el poder o pretenden hacerlo, y no «desde abajo» como postulaba la visión idealista del romanticismo. En tal sentido, como ha señalado Hobsbawm, en realidad las masas populares son las últimas en ser afectadas por el surgimiento de la «conciencia nacional». Como es evidente, la construcción discursiva de una nación requiere de la creación de valores simbólicos que la sostengan. La música, con su poderosa fuerza apelativa y su extraordinaria capacidad para la expresión de sentimientos de afirmación colectiva, ocupa un lugar destacado en el conjunto de estos valores. Intrínsicamente ligado al proceso de construcción de la nación se encuentra el fenómeno del nacionalismo, un concepto escurridizo cuya definición es de por sí un desafío para los estudiosos. Ya sea que se lo defina como una ideología, una doctrina, una teoría política, un principio, un movimiento o aún un sentimiento, se coincide en que el nacionalismo ha tenido y tiene un fuerte poder apelativo, tanto desde el punto de vista psicológico como emotivo y que suele estar fuertemente ligado al sentido de pertenencia e identidad. En su clásico análisis de las naciones y los nacionalismos, Ernest Gellner ha identificado ciertos rasgos recurrentes en las actitudes de los nacionalismos hacia la cultura popular que, tomados en conjunto, proveen un marco significativo para el estudio de la producción artística de los así llamados movimientos nacionalistas. De acuerdo a este autor, el nacionalismo extrae su simbolismo de una entidad esencializada e idealizada, el Volk, al cual pretende defender, proteger, revivir o rescatar. Juntando «retazos y recortes» tomados de una o varias culturas «bajas», pre-existentes, heterogéneas, tradicionales y de transmisión oral, el nacionalismo inventa una cultura «alta», homogénea, letrada y transmitida por especialistas. Los elementos de la antigua cultura folklórica, una vez que han pasado un proceso de selección y estilización, son modificados sustancialmente, cuando no radicalmente transformados. La cultura resultante es impuesta sobre la sociedad, reemplazando y obliterando otros fenóme- 59 -


nos culturales heterogéneos y tradicionales, y funcionando como un elemento de cohesión entre los individuos anónimos, impersonales y atomizados característicos de los estados naciones modernos. La postura de Gellner, por su provocativo desafío a las ideas esencialistas acerca de la nacionalidad, ha resultado una herramienta sumamente útil para el estudio del rol jugado por el imaginario cultural en los procesos de construcción de las identidades nacionales y es particularmente apta para el caso argentino. Como es notorio, la segunda mitad del siglo XIX puede ser considerada como el período durante el cual la Argentina fue «inventada» o «imaginada» y es un ejemplo claro de la relación existente entre el ingreso a la Modernidad y la construcción de la idea de nación. Se asiste durante este período al pasaje desde sociedades localizadas y maneras tradicionales de vida hacia una identidad supra-regional, la nación unificada, sostenida por una red de instituciones y por una cultura letrada transmitida a través de un sistema de escolaridad. Se observa asimismo un claro intento de homogeneización de lo heterogéneo y de supresión de todas las diferencias. Finalmente, la apropiación del universo simbólico de un Volk esencializado e idealizado, el gaucho, su subsiguiente estilización y sobre todo su uso como herramienta para garantizar la coherencia cultural hacen del caso argentino un ejemplo casi modélico del análisis de Gellner. Como ha señalado agudamente Josefina Ludmer en su estudio del género gauchesco, el «uso» del gaucho es una categoría crucial en la constitución del imaginario argentino. El gaucho presta su cuerpo (y su vida) en las luchas por la independencia, presta su trabajo en el modo de producción de la estancia, y presta finalmente su voz para la literatura gauchesca. Podemos añadir nosotros que esta cualidad «servicial» del gaucho se extiende a la música, el gaucho prestará su canto, sus danzas y su instrumento emblemático –la guitarra— para la construcción de la música nacional. El «uso» en el nacionalismo musical argentino estará signado por dos maneras: nostalgia y distanciamiento. Cabe preguntarse el porqué de esta apropiación de la música del gaucho, una música que hasta mediados del siglo XIX aparece casi invariablemente descripta en términos peyorativos. Del mismo modo es pertinente la pregunta por el origen de la nostalgia y, finalmente, la razón de la toma de distancia. Uso, nostalgia y distanciamiento cobran sentido a la luz del análisis histórico.

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Civilización, barbarie e inmigración Luego de haber soñado un país «desde afuera» por casi cincuenta años, las élites políticas e intelectuales triunfantes en Caseros finalmente tuvieron la oportunidad de aplicar sus ideas. Desde 1862 hasta 1880, tres presidentes consecutivos, Mitre (1862-1868), Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880), pusieron en acción un vasto programa basado en los principios del liberalismo, que terminaría por transformar radicalmente la estructura social, política y económica del país. Su principal objetivo era erradicar la «barbarie» por medio del establecimiento final de la tan soñada «civilización», representada por la moderna cultura europea y sus instituciones. La sanción de la Constitución en 1853 y la reunión final de la provincia de Buenos Aires con el resto del país en 1862 garantizó la existencia de un estado soberano con fronteras territoriales definidas, gobernado por un poder legítimo y centralizado. A ello siguió el establecimiento y organización de instituciones centralizadas de dimensión supra-local, como el ejército nacional (1864), que remplazó los ejércitos provinciales, el sistema de justicia federal, con su concomitante Código Civil (redactado entre 186568), el correo, el Banco de la Nación y el sistema de ferrocarriles. La idea de la construcción de un imaginario simbólico supra-regional, la «cultura nacional», es la proyección inevitable de este mismo impulso fundacional. En 1879, la llamada Campaña al desierto, eufemismo para la subyugación o aniquilamiento de los grupos aborígenes, liberó para su ocupación y usufructo las tierras más fértiles del país. El proceso de modernización del país comprendió también una modificación radical de su estructura económica previa. Del mismo modo que sucedió con muchos otros países periféricos en este período, la economía argentina estaba decididamente orientada hacia la exportación de materias primas alimenticias, un rol que parecía el destino natural para un país bendecido con uno de los suelos más fértiles del mundo. Sin embargo, la falta de capital y la escasez de mano de obra aparecían como dos fuertes impedimentos para la concreción de este destino. Europa proveería ambos. Las inversiones extranjeras, principalmente de Gran Bretaña pero también de Francia y Alemania, garantizaron el desarrollo de la necesaria infraestructura de transportes y comunicaciones. La falta de mano de obra constituía un dilema diferente y la manera en la que fue resuelto articula la dimensión ideológica con las fuerzas económicas. La necesidad de poblar un país que se concebía como un desierto vacío era una vieja obsesión de las élites intelectuales argentinas, claramente ilustradas con la célebre frase de Alberdi «gobernar es poblar». El primer censo nacional, tomado en 1869, proveyó los datos objetivos para esta visión apocalíptica: una población de 1.736.923 habitantes para un territorio de más de 2.500.000 kilómetros cuadrados, o sea una densidad de 0, 43 habitantes por kilómetro cuadrado. A ello se le agregaba el hecho de que para las élites gobernantes una parte sustancial de la población era considerada intrínsecamente inferior, el resultado de siglos de mezcla racial y por lo tanto un impedimento para el progreso. Fuertemente influenciados por el pensamiento europeo de

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la época acerca de la raza, los intelectuales argentinos desplegaron una mezcla idiosincrática de positivismo, evolucionismo, darwinismo social y aún determinismo ambiental en sus esfuerzos por explicar y modificar la realidad. Creían en la intrínseca superioridad cultural y biológica de los pueblos del norte de Europa, cuestionaban la herencia hispana, y rechazaban a la población mestiza y criolla como biológicamente inferior. El país, entonces, aparecía condenado por su inmensa, plana y desierta geografía y por la inferioridad de sus masas populares. La solución para estos problemas fue intentar re-poblar el territorio con la superior, industriosa y civilizada raza noreuropea. Se puso en marcha así una operación de ingeniería demográfica que alteraría radicalmente la fisonomía étnica y cultural del país y que tendría efectos insospechados sobre la cultura y la historia argentinos. Veinticinco años después de la sanción de la Ley Nacional de Inmigración (1876) el segundo censo nacional mostró un total de 3.954.911 habitantes, de los cuales el 25.4 por ciento eran nacidos en el extranjero. Hacia 1914, cuando se tomó el tercer censo nacional, la población había crecido a 7.885.237. Con un porcentaje de extranjeros del 29.9 por ciento, Argentina se convirtió en el país con la más alta proporción de inmigrantes en el mundo. Ello no obstante, la realidad del proceso de inmigración difirió sustancialmente de los sueños. Aparentemente a los anhelados pueblos nor-europeos no les sedujo mayormente la posibilidad de asentarse en esta remota región del mundo y fueron así los países más pobres de Europa los que proveyeron del mayor flujo inmigratorio. Casi el 80 por ciento de los más de tres millones de inmigrantes que se asentaron en Argentina entre 1870 y 1914 eran originarios de la zona mediterránea, 46 por ciento eran italianos y 32 por ciento españoles.2 La política latifundista aplicada por el gobierno proporcionó un elemento de conflicto adicional al producir un notorio desbalance en la distribución geográfica de los inmigrantes, la mayor parte de los cuales permaneció asentado en las ciudades. Así, en Buenos Aires en 1914 casi la mitad de la población había nacido en el extranjero. Aun cuando la inmigración proporcionó la mano de obra necesaria para implementar la transformación económica del país, también trajo la militancia obrera, un fenómeno desconocido hasta entonces en Argentina. Las doctrinas e ideas del anarquismo, el anarco-sindicalismo y el socialismo se difundieron durante las últimas décadas del siglo XIX y tuvieron una influencia significativa en la organización de los gremios en Buenos Aires y otras ciudades. En la década de 1890, el número y la frecuencia de huelgas alarmaron seriamente a las clases dominantes, quienes culparon a los inmigrantes por este malestar social inesperado y comenzaron a cuestionar la política de inmigración irrestricta. El porcentaje restante era de procedencia diversa, incluyendo el este de Europa, Rusia, Austria-Hungría y el imperio otomano. 2

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Se inicia entonces la preocupación acerca del lado oscuro de la modernización, junto con la desilusión acerca del resultado del experimento inmigratorio, que es percibido como un fracaso. Comienza aquí la nostalgia.

Modernización, alienación y anonimia Durante el período que transcurre entre 1870 y 1914, la Argentina experimentó un extraordinario crecimiento económico que la convirtió en uno de los países con mayor ingreso per capita en el mundo. Esta prosperidad económica, basada en la exportación de alimentos y la importación de manufacturas europeas, produciría un cambio sustancial en la vida cultural y social del país. La proporción de habitantes de las áreas urbanas, por ejemplo, creció desde un 29 por ciento en 1869 al 53 por ciento en 1910. Este proceso de rápida urbanización transformó radicalmente el balance entre el campo y las ciudades y agrandó la distancia cultural entre la sociedad urbana y la rural. El aumento en la población de la ciudad de Buenos Aires fue ciertamente el más espectacular, creciendo de 181.838 en 1869 a 1.575.814 en 1914. Como tradicional enclave de las élites políticas, económicas e intelectuales, Buenos Aires fue asimismo la ciudad que más se benefició por esta nueva prosperidad. Marcelo Torcuato de Alvear, como intendente de la ciudad entre 1880-1887, inició un proceso que transformaría a Buenos Aires de la gran aldea de 1870 a una ciudad moderna, cosmopolita y progresista, que muchos visitantes describirían como la París de Sudamérica. Sin embargo, la transición de la «gran aldea» a la moderna metrópoli también tuvo su lado negativo. Además de los sentimientos de alienación y anonimia que usualmente se asocian con la vida urbana moderna, Buenos Aires experimentó el aumento del crimen, la prostitución, el alcoholismo y el malestar social. La preocupación por la tasa de crecimiento del crimen, que se incrementó siete veces entre 1887 y 1912, se convirtió en un tema recurrente entre los intelectuales argentinos hacia el cambio de siglo quienes, basados en estadísticas no demasiado confiables, denunciaron a los inmigrantes como los culpables de todos los problemas sociales. Como es sabido, además de las transformaciones económicas y tecnológicas, los procesos de modernización conllevan un cambio significativo en el estilo y el tempo de la vida cotidiana como así también en la estructura y equilibrio de la sociedad. Como ha señalado James Scobie, con anterioridad a 1880, la estructura social de Buenos Aires tenía una clara definición entre las clases superiores o «gente decente», que comprendía un cinco por ciento de la población, y la llamada «gente del pueblo», que incluía el 95 por ciento restante (1974: 208 y ss). En esta sociedad, los elementos clave para determinar la posición de los individuos y delinear el límite entre la gente decente y el resto eran la ascendencia y las conecciones familiares, no el dinero. La alta movilidad social y la consiguiente expansión de los sectores medios que siguió al boom económico de la década de 1880 desdibujaron inesperadamente las distinciones sociales. La aprensión de las élites a esta disrupción indeseada en la

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jerarquía social se canalizó en el dominio de lo simbólico a través de una xenofobia palmaria, en obras como La Bolsa de Julián Martel o En la sangre, de Eugenio Cambaceres, o de una nostálgica remembranza del pasado perdido, de la cual La gran aldea de Vicente F. López sea quizás el más claro exponente. El proyecto inmigratorio y su imprevisto resultado tuvieron también un profundo impacto en la conciencia identitaria de la élite. Se percibe en los escritos de la época una sensación apocalíptica: el país se desintegra en un mar de extranjeros que corrompen el idioma, ignoran los nombres de los héroes de la independencia y no se emocionan ante la vista de la bandera o los acordes del Himno nacional. Estanislao Zeballos, en una intervención en la cámara de diputados en 1887, por ejemplo, señalaba: . . . nosotros vamos perdiendo el sentimiento de la nacionalidad con la asimilación del elemento extranjero […] nos hallaremos un día transformados en una nación que no tendrá ni lengua, ni tradiciones, ni carácter, ni bandera. (1887, citado en Bertoni, 1992: 9293). Estas percepciones de incoherencia cultural y disolución interna dieron lugar a un importante debate acerca de la cuestión de la identidad nacional. Como ha demostrado elocuentemente Lilia A. Bertoni, los intelectuales y artistas se abocaron a la construcción de un espacio simbólico donde el tema de la identidad nacional fue el protagonista. Sin embargo, la identidad argentina no era un dócil objeto de la realidad física que pudiera ser fácilmente capturado. Dado que las identidades nacionales no tienen existencia pre-discursiva, su significado tiene que constituirse (o imaginarse, diría Anderson) a través del discurso. Así la literatura, los contenidos educativos, el discurso político, la historiografía, las artes plásticas y, desde luego, la música, participaron activamente en el proyecto de construcción de la identidad nacional. De manera predecible, y en un ejemplo casi «de libro de texto» de la teoría de Gellner, la identidad argentina fue imaginada a través de la apropiación de una cultura popular, la criolla rural. Así el gaucho, que hasta aquí había sido, después del indio, el Otro por excelencia, portador de la barbarie que denostara Sarmiento, sería rescatado y metamorfoseado en la «esencia» de la argentinidad en peligro. Elementos aislados, muchas veces descontextualizados (retazos y recortes, diría Gellner) de su música, su poesía, sus costumbres, fueron apropiados para construir el lenguaje del nacionalismo artístico en las artes plásticas, la literatura y la música. La construcción de este gaucho mítico implicó desde luego un grado considerable de idealización y fantasía, hecho que parece ser común en la fabricación de los llamados «tipos nacionales», pero que en el caso argentino presenta la particularidad de haber sido realizada a la manera de imagen invertida del inmigrante. Como veremos, las virtudes del gaucho son la contrapartida de los supuestos defectos del «elemento extranjero» - 64 -


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Importa destacar aquí un hecho que parece recurrir en la dinámica de la construcción de los nacionalismos culturales: la cultura popular a ser apropiada no representa ya una amenaza o riesgo dentro del orden establecido. De hecho son usualmente culturas percibidas como en riesgo de extinción, que necesitan ser «rescatadas» antes de que desaparezcan, las que van a ser incorporadas al imaginario nacionalista. Esto explicaría el «uso» del universo cultural del gaucho y la exclusión casi completa en el nacionalismo musical argentino de la música de los indígenas y la de las clases populares urbanas, que eran aún vistos como una potencial amenaza. El gaucho, cuyo modo de vida tradicional había virtualmente desaparecido como resultado de los cambios en la estructura de producción del país, que había finalmente sido domesticado y convertido en peón de estancia, no representaba ya (a diferencia de lo que sucedía en el siglo XVIII y primera mitad del XIX) un peligro para la sociedad.

Uso y nostalgia La nostalgia por un pasado imaginario y a veces bucólico en el cual las relaciones humanas y los modos de producción eran simples y más cercanos a la naturaleza es una de las características más salientes de las sociedades que ingresan en la Modernidad. En el imaginario argentino de este período, la nostalgia no sólo se relaciona con la alienación de la vida moderna urbana sino que se encuentra también atravesada por cuestiones de raza, clase y poder. Se percibe un claro sentimiento de anhelo por un mundo mítico perdido en el cual la sociedad era aprehensible y por lo tanto manejable, un antiguo orden en el que las clases bajas conocían su lugar y no cuestionaban a sus superiores y donde los ideales y logros espirituales habrían sido más importantes que las ganancias materiales. Los males traídos al país por el proceso de modernización van a ser entonces depositados en un nuevo Otro, el inmigrante, quien será visto como el nuevo epítome de la barbarie, y considerado el responsable de la incoherencia cultural, la corrupción del idioma y la pérdida de los valores tradicionales. La incansable laboriosidad del inmigrante y su denodada determinación para mejorar su situación económica serán así descriptos como un deseo insaciable por el dinero y un desembozado intento de trepar en la escala social. Peor aún, la militancia obrera y la organización de los gremios con su concomitante emergencia de huelgas y otras forma de protesta serán calificadas de importaciones ofensivas que han corrompido al, hasta entonces, honesto trabajador argentino. En el siguiente pasaje de Alma nativa, Martiniano Leguizamón combina nostalgia modernista, anhelo por el pasado pastoril, xenofobia e idealización del gaucho y su música: La civilización avanza rápidamente arrasándolo todo.[…] Es ley de esta febril vida moderna no mirar atrás. Lo pasado pisado, parece decir la desdeñosa divisa, y que el hacha disperse los horcones del rancho primitivo;[…] sus ocupantes son gentes - 65 -


llegadas de otras regiones, de tipo hosco y hablar extraño, sin más pasión que el ávido afán de arrancar toda su savia á la tierra fecunda. El antiguo señor de la tierra, su primer obrero, el que desalojó al indio aborigen por el hierro y el fuego, mezclando su sangre ardorosa para modelar ese tipo incomparable de nuestros campos, ya no existe. […] Todo se ha transformado ó pervertido: las antiguas costumbres, la llaneza, la obsequiosa hospitalidad, la fé en la palabra empeñada que hacía innecesaria la escritura pública […] aquella nobleza proverbial del paisano […] nada de eso se encuentra allá. […] Ya no se ven […] aquellos alegres bailecitos á la luz de las estrellas sobre el patio de la estancia, donde las lindas paisanitas de pollera de zaraza y pesadas trenzas de azabache escuchaban con el alma asomada á los ojos, los trinos de la guitarra del payador que derramaba flores en su homenaje con trovas ingenuas pero henchidas de pasión nativa. (1906: 163 y ss., el énfasis es nuestro). Como señalamos anteriormente, el inmigrante demonizado proveyó la imagen contra la cual se construyó el gaucho mítico. Así, a la supuesta rapacidad del inmigrante se le opondrán el desinterés, estoicismo y bohemia espiritual del gaucho, esto es, los mismos rasgos que hasta mediados del siglo XIX habían sido descriptos como pereza, haraganería y falta de industriosidad. En consonancia, el hacer música, que en los escritos de la primera mitad del siglo aparece generalmente descripto como un síntoma de su decidia y holgazanería, va a ser interpretado románticamente ahora como una expresión de su espíritu. Así, en Una amistad hasta la muerte, Eduardo Gutiérrez afirma: Todos los gauchos tocan la guitarra y cantan con una incalculable fuerza de pasión porque su alma está habituada a «retratar lo que siente» (1952 [1896]: 64). En El payador, Lugones describe al gaucho como «héroe y civilizador de la Pampa» y señala: Nuestras mejores prendas familiares, como ser el extremado amor al hijo; el fondo contradictorio y romántico de nuestro carácter; la sensibilidad musical […] la fidelidad de nuestras mujeres; la importancia que damos al valor […] constituyen rasgos peculiares del tipo gaucho. (1961 [1916]: 79). Desde el siglo XVIII hasta este momento la música del gaucho había sido invariablemente descripta como triste, desentonada y bárbara, y su guitarra representada como sucia, rota y desafinada. Sin embargo, ahora que el gaucho ha pasado de - 66 -


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ser la personificación misma de la barbarie para convertirse en este heroico, prístino y desinteresado individuo que simboliza la esencia misma de la Argentinidad, sus habilidades musicales van a ser idealizadas en la literatura, las artes plásticas y aún en la música académica, como veremos más adelante. Un ejemplo claro en el campo literario puede encontrarse en Una amistad hasta la muerte, donde Eduardo Gutiérrez describe el canto de Santos Vega en elocuentes términos. El payador no sólo canta bien, su voz es «majestuosa», la emite en «ondulaciones purísimas» y su ejecución en la guitarra no consiste ya de simples punteos, sino de «bordoneos maestros»: Por más alegre que fuera el estilo que Santos Vega tocara, había una cadencia tan melancólica en su pulsación magnífica y un acento tan sentido y tierno en las frases de su canto, que el corazón de los paisanos se conmovía siguiendo las ondulaciones purísimas de aquella voz majestuosa. […] Era un corazón que se rompía, exhalando sus quejidos por medio de melodías arrobadoras, que hacían vibrar las cuerdas de la guitarra con una expresión sobrehumana.» (1952: 63-64) [...] «...recorrió el diapasón de la guitarra en un bordoneo maestro.»(1952: 73). La nostalgia aparece de manera más abstracta a través de la explotación del pathos melancólico que se ha asociado tradicionalmente con el habitante de la llanura pampeana. El gaucho aparece así descripto como un individuo solitario y melancólico cuya vida ha sido arruinada por algún episodio infortunado acaecido en un pasado nebuloso. La idea de la tristeza que permea su existencia aparece particularmente asociada con sus actividades musicales. Como vimos en la cita anterior la melancolía del payador supera aún sus intentos de cantar un estilo «alegre». El ejemplo siguiente, tomado de Lázaro de Gutiérrez, es otra instancia característica de la nostálgica asociación entre música y tristeza: Escuchando al payador que tristes décimas canta con melancólico acento y al compás de la guitarra. (1923 [1882]: 102) La nostalgia permea también el discurso musical del nacionalismo. Como veremos más adelante, en la construcción de su retórica musical, los nacionalistas eligieron priorizar, de todos los elementos disponibles de la música rural que conocieron, aquéllos que reflejan el pathos melancólico del gaucho, como así también aquéllas que evocan imágenes de soledad, abandono y lejanía. Ello se observa particularmente en la elección de topoi como el del triste/estilo, la milonga y la vidalita, entre otros.3 Si bien existen algunos topoi más alegres, como el del gato y el del bailecito, su utilización es cuantitativamente menor. 3

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El distanciamiento, señalamos, es otra de las características más significativas del «uso» del gaucho y es una constante que aparece también en la literatura y las artes visuales. Señala Adolfo Prieto que la literatura gauchesca no evoca un mundo perdido sino que refleja «una realidad artificiosamente construida» (1988: 172). Las mismas palabras podrían aplicarse perfectamente a la producción del nacionalismo musical argentino, que no refleja con fidelidad la música criolla sino que crea a partir de ella una nueva realidad sonora. En la sección siguiente, y luego de un excursus dedicado a los nacionalismos musicales en general, examinaremos este tema en detalle.

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2. NACIONALISMOS MUSICALES: INTENCIÓN, RECEPCIÓN, DISTANCIAMIENTO Toda reflexión contemporánea sobre los nacionalismos musicales deberá tener en cuenta la dimensión histórica del concepto. El paradigma musicológico tradicional («moderno») concebía al nacionalismo simplemente como una corriente estética originada en la segunda mitad del siglo XIX en países como Rusia, Noruega, el país checo y España (entre otros), caracterizada por conjugar el lenguaje musical académico europeo con elementos tomados de las culturas tradicionales (folklóricas, populares) de los países respectivos. Por ejemplo, el Harvard Dictionary of Music, posiblemente uno de los textos de referencia bibliográfica más usados en el ámbito de la musicología de habla inglesa y su área de influencia, definía en su edición de 1969 al nacionalismo como un movimiento de fines del siglo XIX y aún vigente hoy que se caracteriza por un fuerte énfasis en los elementos y recursos nacionales de la música. Está basado en la idea de que el compositor debe hacer [de] su obra la expresión de los rasgos nacionales y raciales, principalmente tomando como elemento de inspiración las melodías folklóricas y ritmos de danzas de su país y eligiendo escenas de la historia o la vida nacionales como tema para sus óperas y poemas sinfónicos (Apel, 1969, s.v. «Nationalism»). En el ámbito local encontramos, mutatis mutandi, definiciones similares. Así, Carlos Vega luego de repasar la trayectoria europea y americana de los nacionalismos musicales, pasando por Rusia, España, Noruega, Finlandia, Bohemia, México, Brasil, Chile y Argentina, señala que el nacionalismo …aspira a expresar en e1 plano más elevado de las artes y las letras e1 espíritu del grupo o los grupos nacionales. Por lo común emplea las técnicas universales y busca en el folklore los elementos caracterizadores. (1961: 15). Para García Morillo, el nacionalismo está «basado en la estilización del folklore vernáculo» (1984: 101); mientras que para García Acevedo es «el trasparentar consciente e intencionadamente las configuraciones rítmicas, armónico cadenciales y tímbrico colorísticas asociadas con las expresiones del canto étnico y tradicional que caracterizan de modo más adecuado a un pueblo». (1961:40. En todos los casos el énfasis es nuestro). Subyacen a estas definiciones la idea de inferioridad de las músicas populares (que deben ser llevadas a un «plano más elevado», o «estilizadas»), la noción de la existencia de técnicas musicales «universales» y el concepto de cuño herderiano que relaciona la identidad de un pueblo con su canto. - 69 -


Además de los elementos ideológicos mencionados estas definiciones adolescen de un problema común: su incapacidad de dar cuenta de la diferencia entre el nacionalismo «propiamente dicho» y otras expresiones musicales que incorporan elementos de las músicas tradicionales (y que por lo tanto, según la definición, deberían ser nacionalistas). Así abundan en la bibliografía intentos más o menos felices de delimitación de fenómenos que son denominados «costumbrismo», «exotismo», «pintoresquismo», «tradicionalismo», o compositores y obras que son considerados «antecedentes» o «precursores» del nacionalismo. Son paradigmáticos los casos de Saturnino Berón y Juan Alais. El poema sinfónico Pampa del primero, estrenado en 1878 y que aparentemente incluía elementos claramente reconocibles de pericón, es frecuentemente mencionado en las historias de la música argentina como precursor o antecedente del nacionalismo. Por otra parte, las dieciocho obras basadas en danzas y canciones tradicionales argentinas que el compositor Juan Alais escribiera para guitarra son asimismo categorizadas bajo el rótulo de precursión. Sin embargo ambos casos se ajustan, teóricamente al menos, a las prescripciones de la definición. La denominación «poema sinfónico» de la obra de Berón no deja lugar a dudas respecto de su filiación académica y tanto el título como los elementos musicales del pericón que habría incluido dan cuenta de la presencia del elemento folklórico. Alais, por su parte, era un músico de formación clásica que se habría desempeñado por un tiempo en el antiguo Teatro Colón y cuyo catálogo de obras originales para guitarra incluye composiciones de un significativo nivel técnico de ejecución. Del mismo modo que ciertos compositores y obras son consideradas «antecedentes», otras han sido sancionadas como «iniciadoras», «puntos de partida», «piedras fundamentales», etc., del nacionalismo musical argentino. En tal sentido es paradigmático el caso de «El rancho abandonado», cuarto número de la serie En la sierra op. 32 para piano, de Alberto Williams (1862-1952), compuesta en 1890 y conceptuada tradicionalmente como punto de partida del nacionalismo musical argentino, desde que su autor así lo afirmara, en un escrito notable, titulado «Orígenes del arte musical argentino». La obra alterna elementos del lenguaje del romanticismo y post-romanticismo y contiene una cita de nueve compases de extensión que remeda el rasguido de la huella. La influencia del dictum de Williams en la historiografía musical argentina ha sido enorme, y puede rastrearse claramente en la bibliografía. Aún quienes no coinciden –por razones diversas–con la pretensión de Williams (Vega, Veniard, Suárez Urtubey) no pueden dejar de mencionar la significativa importancia del opus 32 de Williams en el desarrollo del nacionalismo musical argentino. Si bien está claro que «El rancho abandonado» no ha sido la primera obra académica que incorporara elementos de la música tradicional, tanto en la imaginación histórica como a los efectos prácticos (difusión, permanencia en el repertorio y aún supervivencia de la partitura), el nacionalismo musical argentino parece comenzar con ella. Esta breve aproximación revela las fisuras en la definición tradicional de nacionalismo. Evidentemente, aunque la definición no lo explicita, haría falta algo más que incorporar giros musicales del folklore para producir una obra «nacional». Para clarificar este problema será necesario someter la definición a escrutinio. - 70 -


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La musicología contemporánea o post-estructuralista ha comenzado a revisar la visión tradicional del nacionalismo en épocas relativamente recientes. Un mojón en la historia de esta revisión ha sido sin duda el artículo «Música y Nacionalismo» del musicólogo alemán Carl Dahlhaus. Uno de los aportes más significativos de este texto es, sin duda, el haber señalado que, según la historiografía dominante, el lenguaje musical académico europeo (o «universal») es en realidad la música de Francia, Italia y Alemania. En las historias tradicionales de la música, la producción de los países de la periferia europea y, desde luego, la de Latinoamérica, son mencionadas únicamente bajo el acápite de «escuelas nacionales». De acuerdo a este paradigma, los países centrales tendrían «música» y el resto «nacionalismos». Subyace a esta evidente tergiversación de la realidad un presupuesto aún más preocupante por el cual la universalidad sería una prerrogativa de las naciones centrales. Al deconstruir la oposición nacional/universal destacando el hecho de que el llamado lenguaje pan-europeo tiene claras instancias de elementos que podríamos llamar «nacionales» y, viceversa, que muchos de los rasgos estilísticos de las llamadas escuelas nacionales son también parte del lenguaje supuestamente «universal», Dahlhaus da el puntapié inicial para un fructífero debate por parte de los estudiosos del nacionalismo. Su influencia puede rastrearse, por ejemplo, en los escritos de Richard Taruskin sobre Rusia, Michael Beckerman y David Beveridge sobre la música checa, y Malena Kuss y Gerard Béhague sobre Latinoamérica. Además de permitir la especulación acerca del derecho de las periferias a la aspiración a la universalidad, el texto de Dahlhaus propone una visión anti-esencialista de los nacionalismos musicales y subraya el carácter de construcción de los llamados lenguajes nacionales al afirmar …si un compositor se propone que una obra musical sea de carácter nacional y su audiencia así lo cree, esto es algo que el historiador debe aceptar como un hecho estético, aún cuando el análisis estilístico–el intento de verificar la premisa estética en referencia a rasgos musicales–no produzca ninguna evidencia.» (1980: 86-87). Sin desestimar la importancia de las músicas folklóricas en la definición de los lenguajes nacionales, enfatiza Dahlhaus la separación entre lo que denomina la «sustancia» musical y la «función» nacionalista. En un párrafo sumamente significativo que desafía las ideas hasta entonces aceptadas respecto de la naturaleza de los lenguajes musicales de los nacionalismos, afirma Estéticamente es perfectamente legítimo llamar a los bordones de cornamusa [bagpipe drones] y las cuartas aumentadas típicamente polacas cuando aparecen en Chopin y típicamente noruegas cuando aparecen en Grieg. […] En primer lugar, el color nacional no reside en rasgos separados, aislados, sino en el contexto en el cual se encuentran. […] si hay un tipo de gente para los cuales la música es transmitida y que reconoce un cierto tipo de - 71 -


características como específicamente nacional, a pesar de la proveniencia de las partes separadas, entonces esa gente constituye una autoridad estética. (1980: 95). En síntesis, al señalar el carácter situado del supuesto lenguaje «universal» pan-europeo, mostrar que elementos técnicos claramente objetivables como las cuartas aumentadas han sido usados para evocar la idea de lo nacional en dos culturas aparentemente tan disímiles y alejadas como Polonia y Noruega, y, finalmente, insistir en la importancia de la voluntad del autor sumada a la comprensión de la audiencia, Dahlhaus desmantela completamente la definición tradicional de nacionalismo. El nacionalismo musical surge así no ya como una mera combinación del lenguaje académico con elementos tradicionales, sino como una suma entre intención y recepción. Desde luego esto no implica restar importancia al estudio de los elementos del lenguaje académico occidental ni los de las músicas tradicionales usados por los compositores para construir un lenguaje nacional. Por el contrario, tal estudio es hoy tan necesario como siempre; la visión dahlhausiana del nacionalismo musical simplemente obliga a realizarlo en un contexto nuevo, epistemológicamente más alerta. Un aspecto ausente en la revisión dahlhausiana es la articulación del nacionalismo musical con el imaginario político. Además de la suma entre intención y recepción, un factor fundamental para entender la «legitimidad» de una expresión musical nacionalista y que es fundamental a la hora de entender los nacionalismos programáticos (como suelen ser los latinoamericanos) es la articulación de la poética de un determinado nacionalismo musical con el proyecto concomitante de identidad nacional que está siendo construido en ese particular momento histórico. Volviendo entonces a Alais y Williams, podemos revisar el enigma de los «precursores» y las «piedras fundamentales» con las categorías de intención más recepción. Examinando una vez más el conocido dictum de Williams podemos encontrar indicios que nos ayuden a entender el problema. A volver a Buenos Aires, después de esas excursiones por las estancias del sur de nuestra Pampa, concebí el propósito de dar a mis composiciones musicales, un sello que las diferenciara de la cultura clásica y romántica, en cuya rica fuente había bebido las enseñanzas sabias de mis gloriosos y venerados maestros. […] Y de esas improvisaciones surgió, en aquel mismo año de 1890 mi obra «El rancho abandonado» que puede considerarse como la piedra fundamental del arte musical argentino. […] Así nació, pues, la composición más popular que he escrito, bajo el ala de los payadores de Juárez , y bañada por la atmósfera de las pampeanas lejanías. […] Esos son los orígenes del arte musical argentino: la técnica nos la dió Francia, y la inspiración, los payadores de Juárez.» (Williams; 1951: 19, el énfasis es nuestro). - 72 -


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Según explicita el autor, la obra no surgió naturalmente (como lo querría una visión romántica del nacionalismo, por la cual los compositores nacionales «exudan» música nacional casi sin proponérselo), sino que respondió a un propósito deliberado. Tenemos aquí el primer requisito dahlhausiano, la intención. Al señalar Williams que esta obra es la más popular que ha escrito encontramos el segundo requisito, la recepción. Sabemos, además, que esto no es una mera percepción de Williams, sino que es un hecho histórico que puede ser confirmado fácilmente con la evidencia documental. «El rancho abandonado» ha sido indudablemente una de las obras más frecuentadas del repertorio pianístico argentino. Finalmente encontramos en este célebre pasaje de Williams un tercer elemento, la referencia a la técnica francesa cuya «inspiración» es alimentada por la música criolla. Este elemento es crucial, creemos, para la comprensión del éxito no sólo de «El rancho…» sino de todo el programa nacionalista y está directamente relacionado con las categorías de uso y distanciamiento que mencionábamos al comienzo. La importancia del distanciamiento resulta evidente al comparar el «uso» que hace Williams de la música criolla con el que realiza Alais. Para ejemplificar esto ofrecemos a continuación una somera comparación entre «El rancho abandonado» de Williams y el Gato op. 5 de Alais.

Alais «el precursor» Publicado en Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, el Gato está basado en la danza homónima, una de las más difundidas en el ámbito rural por entonces, a punto tal que Ventura Lynch en 1883 diría «…creo que no existirá un gaucho que no sepa por lo menos rascar un Gato». El punto de mayor divergencia entre esta obra y la danza y canción homónima se encuentra en el nivel de la macroestructura. El Gato de Alais no podría bailarse, dado que su estructura formal no se compadece con la coreografía. Una introducción de nueve compases es seguida de una serie de ocho frases musicales diferentes de ocho compases de extensión cada una, a las que se añaden dos compases que funcionan como reafirmación del acorde final, al que se ha arribado de manera un tanto abrupta. Esto ofrece una macroestructura formal de setenta y cinco compases de extensión que puede reducirse al esquema que se observa en la columna de la izquierda de la figura 1. Como es sabido, en el ámbito rural el gato presenta una macroestructura formal de 44 compases de extensión que se corresponde con seis figuras coreográficas (48 compases y 7 figuras si se baila con doble giro). Dos o, a lo sumo, tres frases musicales se alternan configurando la estructura coreográfica de la danza. Dentro de la variedad de combinaciones, un ejemplo posible (representado en la columna de la derecha de la Figura 1) sería: una introducción de ocho compases a la que sigue una frase a de ocho compases, que se corresponde con la vuelta entera; una frase b de cuatro compases, para el giro (o de ocho si se danza con contragiro); una frase c de - 73 -


ocho compases para el zapateo/zarandeo; repetición de la primera mitad de la frase a para la media vuelta; repetición de la frase c para el zapateo/zarandeo; y repetición de la segunda mitad de la frase a para el giro final. Estructura del Gato de Alais tradicional Introducción (9 cp.) a (8cp.) B (8 cp.) C (8 cp.) D (8 cp.) E (8 cp.) f (8 cp.) G (8 cp.) H (8 cp.) Final (2 cp.)

Estructura típica de gato Introducción (8 cp.) a: Vuelta entera (8 cp.) b: Giro (4 cp.) c: Zapateo/zarandeo (8 cp.) a: Media vuelta (4 cp.) c: Zapateo/zarandeo (8 cp.) a: Giro (4 cp.) –– –– ––

Figura 1: Comparación de la estructura del Gato op. 5 de Alais y la del gato tradicional A diferencia de este esquema, el Gato de Alais se compone de una yuxtaposición de ocho frases típicas de gato, como si el autor hubiera querido ofrecernos un muestrario de las posibilidades de la especie. A medida que la obra avanza, el registro se muda hacia las regiones más agudas del instrumento (frases d, e y f), y se incrementa asimismo el grado de virtuosismo y dificultad técnica, conduciendo climáticamente hacia el final, que es reforzado por la aparición de acordes de cuatro notas, el trocado de las voces y la aceleración de la frecuencia de cambio textural (frases g y h). (Ejemplo 1). Además de las disimilitudes formales, el Gato de Alais se aleja del modelo rural a partir del reemplazo del rasguido por una estilización de este recurso (una particular perversión del nacionalismo guitarrístico por la cual la guitarra se imita a sí misma, pero de manera distanciada) a través de una especial disposición de las voces en los tiempos débiles en la introducción y en los finales de las frases a y b, y por la presencia de pasajes virtuosísticos en la tercera posición del instrumento en las frases d, e y f. Los puntos de convergencia son la armonía, que no excede las alternancias tónica-subdominante-dominante, la estructura fraseológica, en ocho compases formados por un motivo de cuatro compases repetido o desarrollado en los cuatro compases siguientes, e1 movimiento de las voces por terceras paralelas y el uso de giros descendentes por grado conjunto en los finales de frase.

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Ejemplo 1. Gato op. 5, de Juan Alais, cp 1-25 y 41-75.

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Se observa entonces que, en principio, Alais conjuga elementos tomados del ámbito rural con técnicas provenientes de la música de tradición europea. Así se comprueba en la compilación de frases musicales características de gato para dar lugar a una obra de mayores dimensiones, en la aplicación de recursos virtuosísticos propios de la tradición guitarrística académica para brindar a la obra el necesario impulso hacia adelante en los tramos finales, y en la idea misma de lograr un clímax musical a partir de la acumulación de elementos hacia el fin de la composición.

Williams y la «piedra fundamental» «El rancho abandonado», como ya se dijo cuarto número de la serie de piezas para piano En la sierra op. 32 de Alberto Williams, no pretende remedar explícitamente ninguna danza o canción argentina. Más aún, podría decirse que lo evita deliberadamente, limitando la referencia al ámbito rural al título y a una cita de nueve compases de extensión que evoca el rasguido de huella, inaugurando así dos de los más conspicuos topoi del nacionalismo musical argentino, el de la guitarra rasgueada y el de la huella. La obra presenta una estructura tripartita ABA’, encontrándose la cita a la huella en la coda de la sección B. A lo largo de toda la composición se hace evidente el sólido manejo técnico del autor y su innegable filiación con la escuela francesa del fin de siècle. La sección A, de fuerte carácter nostálgico, evoca las imágenes de lejanía y soledad sugeridas en el título a partir del empleo de una escala menor sin sensible, un discurso fragmentado que avanza en módulos de dos compases y el enmascaramiento de funciones tonales detrás de una armonía modal. Formalmente la sección se estructura a través de la interacción de dos módulos de dos compases de extensión cada uno (1-2 y 5-6), que son sucesivamente yuxtapuestos y transportados a diferentes alturas. (Ejemplo 2). Un breve pasaje escalístico ascendente por grados conjuntos actúa como elemento conectivo entre los módulos.

Ejemplo 2. Williams, «El rancho abandonado», cp 1-6.

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La sección B presenta un carácter ansioso, inestable, con un fuerte impulso hacia adelante logrado por la combinación inteligente de distintos recursos: el ostinato rítmico en la mano izquierda, el uso de hemiolas, una armonía decididamente funcional y tensional, una melodía «larga», de ámbito extenso (cuarta compuesta) y perfil ascendente-descendente que es transportado dos veces a la octava aguda y reforzado por el uso de octavas. (Ejemplo 3).

Ejemplo 3. Williams, «El rancho abandonado», cp 21 a 28. Al final de esta sección y antes del predecible retorno a la sección A, encontramos la referencia a la música tradicional. El rasguido de la guitarra es imitado a través de la insistente repercusión de acordes en posición cerrada que desarrollan la secuencia armónica característica de la huella, la sucesión I VI descendido, III descendido, V, I. (Ejemplo 4). El ritmo del ostinato de la sección B cobra así retrospectivamente nuevo sentido, recurso constructivo que Williams usará con frecuencia en otras obras.

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Ejemplo 4. Williams, «El rancho abandonado», cp 51 a 59. Como puede apreciarse, Williams, a1 igual que Alais, ha tomado elementos del folklore y los ha conjugado con la tradición académica europea. No obstante, las diferencias con la obra de Alais son evidentes. El nacionalismo de Alais es relativamente simple, directo e icónico. En lugar de estar insertas como una cita o aparecer fuertemente estilizadas y elaboradas, las melodías y ritmos criollos juegan un papel estructural en su Gato. El lenguaje armónico es llano y sencillo, siendo la mayor audacia alguna ocasional séptima de dominante. En tal sentido, el estilo general de esta composición está más cerca del folklore que de la música académica. Por el contrario, el nacionalismo de Williams es completamente diferente. La distancia existente entre la música rural y «El rancho abandonado» es abismal. En primer lugar la cita está descentrada, no tiene siquiera función temática en la composición, sino que aparece interpolada, como vimos, al final de la sección B. Por otra parte no se utiliza el instrumento original con el que se toca tradicionalmente la música de esta danza sino que se lo imita con el piano. Por último, el lenguaje armónico utilizado, con su abundancia de progresiones y modulaciones, señala el punto de mayor distancia entre el lenguaje popular y el académico. Indudablemente la combinación del lenguaje del postromanticismo francés con los elementos de la música criolla ha de haber coincidido con el ideal de país propugnado por las élites políticas e intelectuales de una ciudad que no por casualidad supo ser conocida como «la París de Sudamérica». La música de Alais, el «precursor», está todavía demasiado cerca de la música criolla para conformar con este ideal. ***

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Intrínsecamente relacionada con el tema del distanciamiento se encuentra la cuestión de la artificialidad del nacionalismo musical argentino. Se ha señalado en numerosas oportunidades que las obras nacionalistas no reflejan con fidelidad las danzas y canciones criollas que pretenden evocar. Esto no es visto por la crítica (tanto la contemporánea al movimiento como la posterior) como un defecto, sino por el contrario, como una virtud que separaría a los meros folkloristas o recolectores de los compositores nacionales. Esta actitud, que podríamos describir como una celebración del distanciamiento, se ilustra claramente con las palabras de García Morillo sobre López Buchardo: Mas en la manera de enfocar el tratamiento del aspecto vernáculo no se limitó López Buchardo a una somera transcripción de esos elementos […] el material folklórico aparece como tamizado e idealizado, al ser contemplado a través del prisma de su propia sensibilidad, asimilado a su universo espiritual y a su individualidad artística. Es incorporado de esta manera a su mundo interior, bien definido, donde surge un marcado proceso de reelaboración, de estilización que no le priva, sin embargo de las características fundamentales y de la esencia prístina que distingue a los elementos de nuestro cancionero étnico (1984: 225, el énfasis es nuestro). Este distanciamiento por parte de los compositores nacionalistas fue deliberado y casi diríamos programático. Alberto Williams, quizás el más verboso de todos ellos, lo dejó claramente explicitado, en su artículo «Las fuentes de la originalidad en la música americana», que vale la pena citar in extenso: Recorred los llanos y montañas, los ríos y los mares, las ciudades y desiertos, los talleres y los ranchos de vuestros países respectivos, prestando atento oído a lo que cantan y danzan las masas populares. Conservad en la memoria, como en un disco de fonógrafo, las ingenuas melodías que escuchásteis. Al recordarlas después, cuando regreséis a vuestro cuarto de trabajo, procurad inspiraros en ellas al improvisar y al componer. Tratad que los motivos característicos y originales de esos aires populares formen la atmósfera de vuestro espíritu, y lo saturen, y se transformen en generadores de vuestra inspiración. No hagáis transcripciones de esos cantos y danzas, inspiráos en ellos; no reproduzcáis la imagen de la flor, aspirad su perfume; no dibujéis imitando, sino glosando el original; no repitáis, metarmorfosead; no calquéis, cread recordando (1951: 72).

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Más adelante, Williams insistirá en el distanciamiento al diferenciar entre el compositor y el «folklorista», al afirmar: Una cosa es el trabajo del folklore, y otra es, la composición inspirada en dicho folklore. Aquel debe ser la copia genuina, fonográfica del aire popular, que puede estar sencilla y adecuadamente armonizado por el folklorista, pero la composición nacionalista, de técnica moderna, como cuadra al músico contemporáneo, con ser distinta de la producción popular deberá tener, ya sea un ritmo, ya sea un giro melódico parecido a ésta, cierto aire de familia que la caracterice, y muestre, que ha nacido al amor de la misma lumbre, bajo el dosel del mismo cielo. (1951: 73). Este mismo distanciamiento se observa en Julián Aguirre, quien en su respuesta a la cuarta encuesta de Nosotros (que proponía la reflexión sobre el tema «La música y nuestro folklore»), declaraba: Que se deba uno inspirar en el «folklore? Transcribiéndolo, no; porque el artista debe hacer obra original; pero si estudiándolo y analizándolo para conocer los tesoros insospechados que contiene en ritmos y giros melódicos y que podían llamarse la raíz viva de nuestra sensibilidad como pueblo. (Nosotros 108: 531). Floro Ugarte, en el marco de la misma encuesta, hizo especial hincapié en la articulación de los elementos locales (que, incidentalmente, no parecía tener en muy alta estima) con la «técnica moderna»: … todos nuestros esfuerzos deben de tender a crear cuanto antes una música de verdadero carácter nacional, que brotando de las ingenuas semillas del coloniaje, donde se funden los aires populares españoles con los indígenas y después de pasar por el fino tamiz de la técnica moderna, llegue a dar forma a una nueva manera o estilo concordante con el carácter de nuestra sensibilidad nacional, pero sin disminuir el nivel de perfección a que ha llegado el arte musical en el mundo. Es ésta, indudablemente, una difícil labor, que […] ha tropezado entre nosotros con numerosos inconvenientes. […] hacer música nacional de cierta importancia y de verdadero valor artístico, con el exiguo material de nuestro Folklore, es de una dificultad indiscutible. (Nosotros 108: 533). Carlos López Buchardo, asimismo, muestra una similar actitud de distanciamiento del folklore «real», la idea de estilización («concertada en manos del arte») y la desestima por la mera transcripción: - 80 -


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Por la música popular, no desnaturalizada, sino concertada en manos del arte, es como resucita la personalidad espiritual de un pueblo. Apruebo que un músico estudie el Folklore y se impregne de los cantos populares de su país no para conformarse con transcribirlos copiándolos literalmente, sino para descubrir dónde radica su emoción y espíritu y pueda así a su vez crearlos originales y hacer obra de acuerdo con su sensibilidad y cultura. (Nosotros 109: 66) Podemos comenzar así a entender la categoría de «uso» en el nacionalismo musical argentino y su manera distanciada. La fórmula de la poética requiere que las referencias a la música criolla sean usadas ya como fuente de material temático a desarrollar (como por ejemplo en muchas de las milongas de Williams, o en su célebre Vidalita) o como cita inserta, muchas veces en posición descentrada, en el contexto mayor de una composición que de otra manera sonaría totalmente europea. Cabe destacar que este descentramiento de la cita es un recurso que Williams explotará en el futuro en muchas oportunidades (por ejemplo en su Primera Sonata Argentina para piano) y que permite entrever el sustrato ideológico del nacionalismo: el gaucho podrá ser el epítome de la nacionalidad, pero su rol sigue siendo servicial.

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3. LA RETÓRICA MUSICAL DEL NACIONALISMO Se ha afirmado en numerosas oportunidades que obras como Campera de López Buchardo o Jeromita Linares de Guastavino poseen una indefinible «atmósfera argentina» que, sin embargo, no puede ser explicada de manera concreta, dado que –supuestamente– no presentan ninguna referencia explícita a danzas o canciones tradicionales. Ello no obstante, estas obras, como tantas otras producidas por los compositores nacionalistas, parecen poseer para los oyentes enculturados en la música argentina un fuerte poder evocativo y una apelación directa a ciertas ideas vagamente consensuadas acerca de qué sería lo argentino en música. La historiografía romántica propondría estos casos como evidencia del éxito del proyecto nacionalista: los compositores finalmente destilan música argentina sin necesidad de referirse explícitamente a una especie folklórica en particular. Desde una postura menos esencialista el consenso aparece como más significativo que la supuesta autenticidad. En las páginas anteriores intentamos iluminar algunos aspectos del proceso por el cual se arribó a ese consenso. A continuación trataremos de mostrar en qué consiste y tratar de develar su mecanismo de funcionamiento. Como hemos postulado en trabajos anteriores, el nacionalismo musical argentino puede analizarse como un sistema retórico conceptual, en el cual las referencias a la música tradicional constituyen una red tópica. Los topoi que integran dicha red remiten al oyente urbano a cierto imaginario rural que fuera sancionado como «la esencia de nuestra nacionalidad» en el período que hemos estudiado aquí. En tal sentido el nacionalismo musical argentino ha condicionado nuestra percepción sonora de lo que es argentino y lo que no lo es y por lo tanto es un ejemplo privilegiado para observar las intersecciones muchas veces invisibles entre política, música y sociedad en nuestra cultura. A continuación ofreceremos una breve introducción a la teoría tópica, que brindará el marco teórico necesario para abordar el tema de la retórica musical del nacionalismo argentino.

La teoría tópica Luego de más de un siglo de exilio, la retórica ha retornado, revalorizada, al campo de las humanidades, tanto como disciplina independiente cuanto como valiosa herramienta analítica para abordar el análisis de discursos de distinto signo, entre ellos el musical. Posiblemente una de las derivaciones más significativas de esta revalorización en el campo de la musicología, por su efecto movilizador y generador de nuevas avenidas de investigación, ha sido el surgimiento de la llamada «teoría tópica» propuesta en primer término por Leonard Ratner en su señero trabajo sobre la música del

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clasicismo y extendida y desarrollada posteriormente por autores como Kofi Agawu y Wye Allanbrok, entre otros. La aparición de la teoría tópica es contemporánea al significativo desarrollo de los estudios de semiótica musical y tiene con ellos numerosos puntos de contacto. En Playing with signs, por ejemplo, Agawu procura integrar un enfoque semiótico con la teoría tópica de Ratner y el análisis schenkeriano, mientras que Robert Hatten, en su conocido trabajo sobre Beethoven, continúa por el camino de la integración entre semiótica y teoría tópica incorporando a ésta la dimensión expresiva de los tópicos. Por su parte, semiólogos como Raymond Monelle y Eero Tarasti han dedicado extensas secciones en sus recientes libros sobre semiótica musical a esta teoría. La idea de tópicos o topos (del griego «lugar», plural topoi) proviene del canon de la retórica clásica, específicamente de la parte de la retórica llamada inventio. Cabe destacar que la inventio no alude en este contexto a inventar sino a encontrar los asuntos o temas que harán convincente la causa. Para ello el autor debe recurrir a un reservorio de lugares comunes (los topoi), los que constituyen una suerte de colección tipificada de temas posibles. La teoría tópica de Ratner (formulada originalmente para la música del clasicismo) postula la existencia de topos musicales, estructuras convencionales dotadas de fuertes asociaciones de sentido. Los topoi no deben confundirse con los afectos musicales, dado que no afectan al total de una obra, sino que son secciones, fragmentos, a veces incluso motivos, en el contexto mayor de la composición. En el caso del clasicismo, Ratner señala que los topoi pueden ser tipos de danzas (minué, gavota), estilos específicos (fanfarria, pastoral), o aún estilos más generales, como el «estilo erudito» (con predominio de la escritura contrapuntística), o el «estilo cantable» (propio de los momentos en «vena amorosa» de una obra); estos tópicos son referenciales, aluden o evocan toda una serie de elementos exteriores al discurso estrictamente musical. Evidentemente, los topoi no son cualidades naturales de la música, ni son inherentes a ella, sino que son convenciones cultural e históricamente situadas y sólo cobran sentido dentro de su propio contexto. Así las personas enculturadas en el repertorio clásico reconocen la evocación del mundo pastoril en las melodías diatónicas acompañadas de bordones o la alusión a lo exótico en la combinación de triángulo, timbal y tambor (o su imitación con otros instrumentos como el piano) en el estilo alla turca. Esta capacidad de la música de evocar mundos de sentido a través del uso de topoi ha sido explotada a lo largo de la historia de la música occidental, particularmente en la ópera y el ballet y, a partir del siglo XX, en el cine.4

4 Ésta es la razón por la cual, en una película de tipo convencional, el espectador confrontado con una imagen relativamente neutra como una pared puede inferir a partir de la banda sonora si la situación que se desarrollará a continuación es siniestra, romántica o cómica.

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Del mismo modo, el nacionalismo musical argentino nos persuade de su propia «argentinidad» a través del uso inteligente y deliberado de una serie de topoi que, inmersos en un lenguaje musical de fuerte caracterización europea, remiten al oyente urbano a mundos de sentido sancionados históricamente como representativos de la identidad nacional. Desde el punto de vista estrictamente musical, estos topoi pueden adoptar la forma de esquemas melódicos, rítmicos, armónicos, texturales, tímbricos o una combinación de todos ellos, en diversos grados de abstracción. Más aún, del mismo modo que sucede en la retórica del clasicismo musical, los topoi pueden aparecer combinados simultáneamente (como marcha y fanfarria, por ejemplo): un ejemplo típico del caso argentino es la aparición conjunta del topos de la guitarra y el de la milonga. La red tópica se constituye en un primer momento a partir de elementos tomados del patrimonio musical del habitante de la región pampeana, el gaucho, incorporando a continuación el imaginario incaico, luego el de la región central y, finalmente -si bien en menor medida–el del litoral o noreste. Las maneras en las que estos elementos aparecen en las obras abarcan desde la enunciacion directa, claramente reconocible, casi «textual», hasta otra más abstracta, enmascarada, que podríamos llamar «evocativa». Esta última modalidad es la que ha predominado en el nacionalismo, que ha tomado distancia de la tradición al mismo tiempo que la ha incorporado a su discurso. El nacionalismo musical argentino ha tenido una larga historia y es necesario tener presente que el momento inaugural tiene características que son diferentes a las de su ulterior desarrollo, cuando el género ya está establecido. En tal sentido es útil tener en cuenta la categoría de «emergencia» que acuñara Josefina Ludmer al estudiar el género gauchesco. En el momento de la emergencia, cuando tiene lugar la construcción de la red tópica inicial, existe una tensión entre lo que el compositor intenta expresar y lo que su audiencia es capaz de interpretar. Se produce así durante este período un proceso que podríamos denominar de conformación de la competencia estilística de la audiencia y en el que han tenido lugar numerosos factores. Entre ellos cabe destacar las actividades de los innumerables centros criollos fundados en Buenos Aires hacia fines del siglo XIX, que difundían la música y las costumbres tradicionales para el consumo de la población urbana, como así también las recreaciones incluidas en los espectáculos del circo y el sainete criollos. A éstos deben sumárseles las ediciones impresas de bajo coste de arreglos y estilizaciones de danzas y canciones folklóricas para piano o guitarra, que circulaban ampliamente en el ámbito de los aficionados medios, como lo atestiguan los avisos en la prensa periódica y los álbumes encuadernados en la época que aún hoy pueden encontrarse en colecciones particulares. Es importante destacar el rol de las ediciones de música –tanto popular como académica– en la construcción del imaginario sonoro de la música nacional. La existencia de una cultura impresa, señala Benedict Anderson, es uno de los factores - 84 -


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fundamentales para el surgimiento de los nacionalismos y la concomitante construcción del concepto de identidad nacional y de la comunidad imaginada (y cabe aclarar aquí que es imaginada no porque no exista sino porque la única manera de aprehenderla es a través de un proceso de abstracción mental y no por la experiencia inmediata). Así, del mismo modo que el habitante de la ciudad que sin tener una experiencia inmediata de la cordillera de los Andes aprehendió a través de la lectura la idea de su existencia como parte integrante de la geografía del país, también incorporó a través de las ediciones de música impresa una serie de imágenes sonoras respecto de cómo es o cómo debía ser la música criolla. Dentro de este mundo de la cultura impresa que coadyuvó a la imaginación finisecular de la música nacional argentina, particularmente en el ámbito de las clases ilustradas, deben incluirse también los artículos publicados por Arturo Berutti en la revista Mefistófeles, bajo el título «Aires Nacionales» y el libro de Ventura R. Lynch La provincia de Buenos Aires hasta la definición de la cuestión capital de la República, publicado en 1883. Este último incluye descripciones de danzas y canciones bonaerenses como así también las primeras pautaciones musicales de que se registran de gato, décima, estilo, triunfo, marote, huella, pericón, prado, firmeza, milonga, cifra, cielo y aires. No deben dejarse de lado las tradicionales variables de difusión, distribución y consumo a la hora de determinar la significación de ciertos repertorios en la constitución de la retórica. El nacionalismo musical argentino produjo obras en casi todos los repertorios, desde la ópera hasta la música para instrumento solista. Ello no obstante, si tomamos en cuenta las tres variables mencionadas, se hace evidente que la obra pianística y la canción de cámara de Williams y Aguirre deberán ser el punto de partida obligado para la definición de la retórica. Esto no implica desmerecer la importancia histórica de obras como la ópera Pampa, de Arturo Berutti o la producción sinfónica de Saturnino Berón, sino aceptar que, dado que fueron ejecutadas sólo unas pocas veces, su difusión y circulación –y por lo tanto su capacidad de influenciar la formación de la competencia estilística de la audiencia– fueron significativamente menores. A continuación exploraremos algunos de los topoi principales de la retórica del primer nacionalismo. Si bien nos basamos casi exclusivamente en la obra de Williams y Aguirre, incursionaremos ocasionalmente en la obra de otros compositores, sobre todo para ilustrar la proyección histórica de un determinado topos.

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El topos de la huella «El rancho abandonado» de Alberto Williams inaugura, ya dijimos, dos de los principales topoi de la retórica del nacionalismo musical argentino, el de la guitarra y el de la huella. A lo largo de su extensa carrera compositiva Williams escribió numerosas obras que tituló «huella»5, pero también incorporó este topos en muchas otras sin títulos alusivos. Además de «El rancho…», las huellas que posiblemente han tenido mayor influencia en la configuración del topos han sido sus Tres hueyas op. 33 (1893) y las Hueyas op. 46 (1904). Una obra de influencia fundamental en nuestra percepción de la idea de «hueya» o «huella» es sin duda la célebre Huella op. 49 (1917) de Julián Aguirre. Además de las numerosas composiciones tituladas huella, el topos de esta danza (particularmente su idiosincrática configuración armónica) puede encontrarse en muchas obras como símbolo sonoro de lo argentino por antonomasia, como por ejemplo en el cuarto movimiento de la Primera sonata argentina para piano de Williams, el primer movimiento de Piruca y yo de Gilardo Gilardi y el segundo movimiento del Cuarteto No2 de Ginastera. Es pertinente preguntarnos aquí qué es una huella. Obviamente no podemos en la actualidad postular la existencia de una huella arquetípica, «original», de la cual las demás serían variantes más o menos fieles. Según ha documentado Carlos Vega, hacia finales del siglo XIX esta danza y canción (que se remonta al menos a la época de las guerras de la independencia) se encontraba casi extinta en el ámbito rural cuando fue incorporada por el circo criollo y difundida en el ámbito de los aficionados urbanos a través de arreglos para piano (Villoldo) y guitarra (Alais y Sagreras). Arturo Berutti la menciona en 1882 en el quinto de sus artículos publicados en la revista Mefistófeles con el título de «Aires Nacionales» y Ventura Lynch incluye una infortunada transcripción de su música que tomara a dos estancieros de Pilar en su trabajo La provincia de Buenos Aires…., a la cual aparentemente le faltaría el primer compás6. Por todo ello, la huella, más que ninguna otra danza y canción argentina, destaca la fluidez de los géneros musicales tradicionales y el carácter de construcción histórica de los géneros recreados por los movimientos tradicionalistas. Según la clasificación establecida por Vega, la huella pertenece a1 ciclo de danzas apicaradas de pareja suelta independiente. Su texto presenta generalmente la estructura poética de la seguidilla, si bien puede aparecer ocasionalmente la copla hexasílaba.

Un listado in extenso puede encontrarse en Garmendia 1982 y Cámara de Landa 2006. Propusimos esta hipótesis en una ponencia presentada en 1989 ante la III Conferencia Anual de la AAM, una interpretación reciente y ligeramente distinta del problema puede encontrarse en Cámara 2006. 5 6

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Seguidilla

Copla hexasílaba

7

A la huella, a la huella

6

A la huella huella

5

dénse las manos

6

huella sin cesar

7

como se dan las plumas

6

ya murió Quiroga

5

los escribanos

6

nuestro general

Figura 2. Estrofas típicas de huella.

En el aspecto formal, la huella se caracteriza por una frase musical de ocho compases, la cual se corresponde con una estrofa del texto. Cuando se adapta a las necesidades de la coreografía esta frase se repite por cinco veces consecutivas hasta completar los cuarenta compases que requieren las distintas figuras de la danza. Además suele estar precedida por una introducción instrumental de dieciséis compases de extensión. En el plano melódico, las huellas tradicionales presentan dos variantes principales. La primera se caracteriza por su comienzo tético, la repercusión sobre el primer grado y el salto ascendente de sexta menor mientras que la segunda presenta comienzo acéfalo y ascenso por grado conjunto desde tónica hasta el sexto grado. Vega sostuvo que las segundas eran de origen urbano, mientras que las primeras serían «auténticamente» rurales. Sin examinar esta polémica afirmación, cabe destacar que es el segundo giro melódico característico (el del comienzo acéfalo) el que sería eventualmente apropiado por la música académica. Y decimos eventualmente porque en el momento inaugural del topos los elementos de la huella que se incorporan son el ritmo pulsátil del acompañamiento (Ejemplo 5) y la idiosincrática sucesión de acordes de su sistema armónico caracterizada por el pasaje súbito por el VI y III grados descendidos. (Ejemplo 6)

Ejemplo 5. Ritmo de acompañamiento de huella.

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Ejemplo 6. Secuencia armónica característica de la huella: I (mayor) VI descendido, III descendido, V – I (mayor). Como ya señalamos, Williams incorpora este esquema armónico junto con el ritmo característico por primera vez en los célebres nueve compases de «El rancho abandonado». (Ver ejemplo 4). En las subsiguientes obras que Williams llamó «hueyas», el topos aparece en diversos grados de abstracción, muchas veces reducido exclusivamente al esquema rítmico, como se observa en la Hueya op. 46 N° 1. (Ejemplo 7). Esta estrategia ha de haber jugado un importante rol formativo de la competencia estilística de las audiencias de la época, que en cierto modo «aprendieron» que una determinada configuración rítmica era sinónimo de «huella».

Ejemplo 7. Williams, Hueya op. 46 N° 1, cp 1-4. La melodía completa de la huella en su segunda variante (comienzo acéfalo, ascenso por grado conjunto hasta el sexto grado) va a ser incorporada por Williams en su «A la hueya, hueya», de Cantares op. 70. (Ejemplo 8).

Ejemplo 8. Williams «A la hueya, hueya», Cantares op. 70, cp 85 a 93.

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

La Huella op. 49 de Julián Aguirre ocupa un lugar privilegiado en la historia de la construcción de este topos. Considerada unánimemente por la historiografía como una de las obras emblemáticas del nacionalismo musical argentino (García Muñoz la llama «piedra angular»), su notable difusión tanto en su versión original para piano como en la versión para orquesta de Ernest Ansermet la ha hecho devenir en el imaginario urbano ilustrado en la «huella» por antonomasia (al menos hasta la consagración, en la década de 1960 de «La peregrinación» de Ariel Ramírez). El ritmo de la sección inicial de la Huella de Aguirre presenta una digresión del esquema consagrado por Williams, presentando comienzo acéfalo y una sucesión de tres tresillos de corcheas seguidos de dos corcheas. (Ejemplo 9).

Ejemplo 9. Aguirre, Huella op 49, cp 1-2. Ello no obstante los contactos con el célebre pasaje de «El rancho abandonado» son evidentes, manteniéndose el mencionado carácter pulsátil y el espíritu «vigoroso» del esquema rítmico, como así también la idiosincrática sucesión de acordes. (Ejemplo 10).

Ejemplo 10. Aguirre, Huella op 49, cp 9-16.

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Un ejemplo claro de las maneras en las que opera la retórica es la aparición de un topos como el de la huella en obras que no llevan título homónimo, como la ya mencionada Primera Sonata Argentina op. 74 de Williams. En el cuarto movimiento, «Gauchos alegres», indicado Allegro deciso, encontramos al topos de la huella presentado primero a través del esquema rítmico, que es repetido obsesivamente con sucesivos transportes y ampliaciones de registro y luego completado con la característica sucesión armónica hacia el final del movimiento. (Ejemplo 11).

Ejemplo 11. Williams, Primera Sonata Argentina, cuarto movimiento, «Gauchos alegres», cp. 292-298 y cp 324-329. De aquí en más el topos de la huella tuvo una presencia significativa en la retórica del nacionalismo musical argentino. A lo largo de los más de cien años que median desde «El rancho abandonado» hasta el presente, innumerables compositores lo han utilizado en sus obras. La gran popularidad de este topos se relaciona con factores de índole diversa. La inmensa difusión en el medio local de obras como «El rancho abandonado» o la Huella de Aguirre han seguramente contribuido a fijarlo en el imaginario. La alta definición de algunos de los rasgos musicales característicos de la huella, especialmente la mencionada secuencia armónica, la ha hecho indudablemente más propicia para simbolizar ciertas asociaciones de sentido que otras danzas y canciones de menor definición como el marote, por ejemplo, que fuera también utilizado por Williams y que sin embargo no prosperó como topos. - 90 -


LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

Si bien no es posible desarrollar aquí el tema, debe señalarse que la particular atracción que la secuencia armónica de la huella parece haber tenido para los compositores nacionalistas puede relacionarse con su similitud con un elemento propio del lenguaje armónico del romanticismo europeo: las modulaciones por ciclos de terceras. El abrupto pasaje al VI descendido puede ser interpretado, de hecho, como un discurrir hacia la tonalidad ubicada una tercera mayor descendente. Estas modulaciones, particularmente las que relacionan tonalidades relativamente alejadas dentro del círculo de quintas, están asociadas dentro de la música europea a otros mundos de sentido, con connotaciones como la distancia y la lejanía. En suma, el pasaje al VI descendido provee de una semiosis doble que articula la evocación de lo criollo con el lenguaje armónico europeo, aspecto que ha de haber resultado especialmente atractivo para los nacionalistas.

El topos de la guitarra La presencia retórica de la guitarra en el nacionalismo musical argentino es abrumadora. A través de una combinación de diversos recursos musicales, la guitarra es invocada en la música académica para piano y aún para orquesta si bien paradójicamente, y con contadas excepciones, los compositores del primer nacionalismo no compusieron obras para guitarra clásica. Este topos se relaciona con la importancia asignada a la guitarra en el imaginario en su carácter de instrumento emblemático de la música argentina, el cual puede detectarse claramente tanto en el discurso literario como en el de las artes plásticas desde finales del siglo XIX. Como es notorio, en el ámbito rural la guitarra puede cumplir dos papeles, el de acompañante o el de solista. El rol acompañante es el más frecuente y, desde el punto de vista técnico-instrumental, puede adoptar dos modalidades, el rasgueo o el punteo, este último generalmente arpegiado. El rol solista requiere, desde luego, un instrumentista de mayor especialización, cuyas habilidades técnicas por lo general superan la instancia de rasguidos y arpegios de acordes («posiciones»), para explayarse en melodías con acompañamiento pulsado, contracantos, pasajes escalísticos, etc. (comúnmente conocidas como «punteos»). Salvo casos excepcionales, las modalidades que aparecen evocadas en la producción del primer nacionalismo son las dos que corresponden a la guitarra en su rol de acompañante, esto es, rasgueo y punteo arpegiado. En el caso de los rasguidos, señala Aretz que en el ámbito rural aparecen dos variantes técnicas, una con «mano blanda», que emplea todos los dedos, y otra con «mano tiesa», que utiliza principalmente el dedo pulgar (1952:57). En el caso de la variante con mano blanda, el rasguido producido presenta una oscilación -si bien asistemática y con límites borrosos- entre la sonoridad de las cuerdas graves (6, 5, 4) y las agudas (3, 2, 1) y por lo tanto de los sonidos del acorde que ellas ejecutan, producido por la alternancia entre el ataque del pulgar (que acciona las primeras) y el del resto de los dedos (que accionan las segundas). (Ejemplo 12).

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Ejemplo 12. Rasguido con mano blanda. En el caso de la variante con mano tiesa, el rasguido producido ofrece un continuum inescindible formado por los sonidos del acorde, cuyas únicas variantes son las que le imponen el ritmo del rasguido empleado y la alternancia de la dirección ascendente y descendente del ataque. (Ejemplo 13). Los rasguidos se emplean preferentemente en las danzas, como acompañamiento de la voz o de otros instrumentos.

Ejemplo 13. Rasguido con mano tiesa. La representación del este último tipo de rasguido ingresa en la música académica con «El rancho abandonado» (ver Ejemplo 4) y va a ser utilizada sistemáticamente por los compositores a partir de entonces. Se logra a partir de la repercusión insistente de acordes abigarrados (6 o más notas), muchas veces en posición cerrada. Entre otros ejemplos paradigmáticos pueden mencionarse el final del cuarto movimiento de la Primera Sonata Argentina, la Hueya op. 46 N° 1, de Williams, y la Huella op. 49 de Aguirre. El primer tipo de rasguido es evocado mediante la imitación de la oscilación entre las cuerdas graves y agudas de la guitarra, lograda a partir de una particular disposición de las voces del acorde entre la mano izquierda y derecha del piano. Los sonidos aparecen habitualmente concentrados en dos «racimos» en posición cerrada que alternan dos planos del registro (grave y agudo). Un ejemplo claro puede observarse en el Triste N° 5 de Aguirre. (Ejemplo 14). Otras instancias significativas son la Hueya op. 33 N° 3, A la hueya, hueya op. 70 N° 10, de Williams, y la Zamba op. 40 de Aguirre.

Ejemplo 14. Aguirre, Triste N° 5, cp 1-4

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Con respecto a los acompañamientos punteados, en el ámbito rural es común el empleo del acorde arpegiado, que puede adoptar numerosas variantes relacionadas con los distintos patrones de digitación de la mano derecha que decide usar el ejecutante. Estos acompañamientos son generalmente usados en las canciones, como estilo, milonga y vidalita. La evocación de los acompañamientos punteados se logra a partir de la imitación de los diseños tradicionales de arpegio. Es común la presencia de intervalos compuestos, que puede relacionarse con la típica disposición abierta de los arpegios en los acordes en primera posición de la guitarra, como así también el uso de la segunda inversión. Una instancia frecuente es la que corresponde con el prototípico acompañamiento de milonga, estructurada en torno de una fórmula anacrúsica de perfil ascendente que recorre los sonidos del acorde de tónica en segunda inversión. (Ejemplo 15).

Ejemplo 15. Estereotipo de acompañamiento punteado de milonga. Ha sido usada extensivamente por Williams en sus milongas, entre las cuales pueden citarse como casos paradigmáticos Junto al fogón op. 64 N° 2, La alegría de jinetear op. 72 N° 5, Bailarina sandunguera op. 63 N° 1 y Milonga popular op 113 N° 8, y por Aguirre en los tres Aires criollos. (Ejemplo 16).

Ejemplo 16. Aguirre, Aires criollos N°1, cp 1-5.

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Una variante característica de este topos es la que imita el estereotipo de acompañamiento de perfil serrado, centrado en torno del intervalo de quinta, que usara Williams en «Requiebros campechanos» (Aires de la Pampa op. 72, no. 9). (Ejemplo 17).

Ejemplo 17. Williams, «Requiebros campechanos», Aires de la Pampa op 72, no. 9, cp 1-4. Aparece asimismo en otras milongas de Williams, como Santos Vega bajo un sauce llorón op. 64 N° 7, y A la sombra de un ombú op. 63 N° 3. Es habitual una variante ornamentada, que octavea el sonido del último tiempo del compás, como en el caso del célebre Triste N° 3 de Aguirre. (Ejemplo 18). Puede encontrársela también en Luciérnagas en las redecillas de mi china op. 72 N° 7, iQue trenzas para pialar payadores! op. 63 N° 9 y en La milonga del volatinero op.72 N° 6, de Williams.

Ejemplo 18. Aguirre, Triste N° 3, cp. 2-4. Este topos tiene una fuerte presencia en todo el repertorio nacionalista y persiste hasta bien entrado el siglo XX en obras de compositores tales como Alberto Ginastera y Carlos Guastavino. En el caso del primero, cabe mencionar el uso de la imitación del rasguido con mano tiesa en la conocida «Danza del gaucho matrero» (combinado con los topoi del malambo y del gato), y de los arpegios punteados en la «Danza de la moza donosa», por citar sólo dos ejemplos sumamente conocidos. El topos de la guitarra tal como lo hemos definido aquí suele aparecer frecuentemente en combinación con otros topoi, tales como el de la milonga, el de la huella y el del triste/estilo, entre otros. Cabe destacar que este topos se ampliará avanzando el siglo XX, para incorporar otras maneras de evocar a la guitarra, por ejemplo a través del uso del esquema de acompañamiento por paralelismo de terceras y sextas, o, de una manera mucho más abstracta, como lo hará Ginastera a través del uso del acorde formado por los sonidos de las seis cuerdas al aire de este instrumento. Este recurso, que aparece por primera vez en la «Danza del viejo boyero», de sus Tres danzas argentinas, se convertirá en una suerte de «marca» recurrente en su obra.

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El topos de la pentatonía Este topos comienza a construirse en el momento inaugural de la retórica y alude a un complejo conceptual mayor, el del imaginario incaico. Nótese que decimos «imaginario incaico» y no «música indígena», porque el gesto no presupone la incorporación de música de los aborígenes del actual territorio argentino (de hecho absolutamente ignorada por entonces), sino que apela a la idea del imperio incaico con su prestigiosa carga semántica: el gran pasado americano precolombino. Esta idea se materializa en la música a partir de una artificiosa construcción de elementos, que combinan cuestiones extramusicales, como los títulos, los textos (en el caso de las canciones) y más adelante los argumentos (en el caso de las óperas), con elementos musicales como la incorporación de la pentatonía (o incluso en algunos casos una pseudo pentatonía), la utilización de acordes sin terceras, el uso del intervalo de quinta expuesto, muchas veces en el extremo grave del registro (recurso que ya era también utilizado en esa época por los compositores norteamericanos para significar «lo indígena» y que posteriormente sería incorporado como gesto inequívoco en la música para cine) y el uso de mordentes, apoyaturas y bordaduras para la evocación de sonoridades típicas de las flautas de la zona noroéstica. Una vez más, el gesto inaugural pertenece a Williams quien en 1909 publica sus Canciones incaicas op. 45, con los significativos títulos de «Quena», «Yaraví» y «Vidalita». No es esta la primera vez (en términos estrictamente cronológicos) que se recurre al imaginario incaico en la música local, pero aparentemente sí la más influyente. La melodía de «Quena», según afirma Pickenhaym, está tomada de una recopilación del compositor peruano Daniel Alomía Robles (recordado como el autor de la célebre canción El cóndor pasa). La introducción, a cargo del piano, presenta una melodía pentatónica ocasionalmente ornamentada por mordentes, en clara imitación de un solo del aerófono aludido en el título. La melodía de la sección A presenta un diseño en el que predominan los intervalos de segunda y tercera (que sumados delinean estructuras de cuartas), lo que brinda la ilusión de la pentatonía. Esto es reforzado por los acordes del acompañamiento, desprovistos de terceras y con el intervalo de quinta expuesto en el registro grave del piano. Ocasionales mordentes mantienen la referencia a la quena. (Esto de hecho es posiblemente el momento inaugural de otro topos, que en forma provisoria denominamos «de la flauta noroéstica»). (Ejemplo 19).

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Ejemplo 19. Williams, «Quena», de Canciones incaicas op. 45. Las ideas de nostalgia, lejanía y distanciamiento son particularmente evidentes en esta canción, cuyo texto, de autoría del mismo Williams, abunda en imágenes de tristeza, pérdida, dolor, aludiendo al topos literario del «indio triste» que se lamenta por la pérdida del gran pasado de su raza. El topos de la pentatonía va a recurrir en la música nacionalista desde entonces. Aparece desde luego en las óperas de temática «indigenista», notablemente en la obra de Pascual de Rogatis y Constantino Gaito. De este último autor cabe destacar la incorporación del topos de la pentatonía en la música de cámara con obras como la Sonata para violoncello y piano y el Cuarteto N° 2, op. 33 (1924), denominado, precisamente «Incaico» y que alcanzó gran difusión en la época. Otras apariciones del topos incluyen la «Canción N° 4», de los Aires Nacionales Argenti-

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nos de Aguirre, el «Bailecito», número 2 de Ruralia Argentina, de Juan A. García Estrada; Lloran las quenas, de Enrique M. Casella, el Quinteto pentáfono de Gilardo Gilardi y, desde luego, la conocida Impresiones de la puna, de Alberto Ginastera. Cabe destacar que en el momento de la emergencia del topos se observa un deslizamiento de sentido entre la idea, por momentos borrosa, que parecen haber tenido los compositores de Buenos Aires acerca de «el norte» argentino y el gran pasado incaico. Esto se modificará en la primera mitad del siglo XX a partir de un acercamiento más concreto por parte de los compositores a la realidad geográfica, histórica y musical de esa zona del país, que se observa especialmente a través de la obra de Luis Gianneo y Enrique Casella. En este punto es posible pensar en una división entre «imaginario incaico» e «imaginario norteño». El complejo del «imaginario norteño» comprendería varios topoi, entre ellos el de la pentatonía, pero también el del bailecito, la vidala y el de la flauta noroéstica.

El topos del triste/estilo La asociación del triste con una configuración melódica criolla por antonomasia parecería haberse constituido hacia finales del siglo XIX, particularmente a partir de los célebres Tristes para piano de Julián Aguirre, agrupados en el primer cuaderno de sus Aires Nacionales Argentinos (1898). Los tristes de Aguirre conjugan en realidad elementos de al menos dos canciones tradicionales argentinas, el triste y el estilo o décima, ambas considerablemente difundidas en el ambiente urbano de la época a través de recreaciones en los centros tradicionalistas y también en ediciones populares de partituras. Según Carlos Vega, ambas canciones pertenecen a una misma familia y poseen muchos puntos en común. Entre ellos cabe mencionar un modo de externación rapsódica que enfatiza la declamación del texto con deliberación marcada, el pathos melancólico, el canto solista o a dúo por terceras paralelas acompañado de guitarra y el predominio del perfil descendente con final femenino en el consecuente de las melodías.7 Vega utiliza el término «triste» para describir a los ejemplos más arcaicos, caracterizados por su irregularidad fraseológica y el uso del sistema armónico bimodal («seudolidio menor»), que aparece a veces lado a lado con la pentatonía, y reserva el de «estilo» para los ejemplos de forma y fraseo regular en modo mayor o menor, si bien es consciente de que los límites entre ambos géneros son difusos y de que los músicos a veces denominan «estilo» a lo que él llama «triste» y viceversa. Además de los elementos típicos del estilo mencionado destaca desde el punto de vista formal la presencia invariable de dos secciones de tempo y carácter contrastante. La inicial es habitualmente más lenta y de carácter solemne. Presenta En general parece prevalecer en los tristes el perfil ascendente-descendente y en los estilos el perfil descendente, pero estas apreciaciones están basadas en el análisis de los ejemplos publicados, que representan una proporción relativamente pequeña del total recogido por la etnomusicología local. 7

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una melodía de perfil descendente, que comienza frecuentemente de manera dramática en la región más aguda del registro. Su final de frase, casi invariablemente sobre tiempo débil, es puntualizado por la guitarra con una típica fórmula rítmica de acompañamiento. (Figura 3). La segunda sección es de tempo más vivo y carácter más liviano, razón por la que a veces se la denomina «alegro» o «alegre». Suele presentar una melodía de tipo cantabile de perfil ascendente-descendente y final femenino. (Ejemplo 20).

Ejemplo 20. Melodías de Triste y Estilo (Vega, 1962: 278 y 290 respectivamente).

Figura 3. Fórmula rítmica del acompañamiento de estilo. Esta cualidad proteica del complejo «triste-estilo» en el ámbito tradicional se refleja asimismo en su uso por parte del nacionalismo musical. Los compositores parecen haber tomado algunos de los rasgos descriptos y haberlos recombinado de maneras diversas que no son necesariamente las propias del ámbito criollo. Por ejemplo, el Triste N°1 «Jujuy» de Aguirre presenta elementos como la escala con cuarta aumentada (cp 9-12) y la sugerencia de la pentatonía en las quintas expuestas en la mano izquierda (en el mismo pasaje) que pueden relacionarse claramente con los tristes «antiguos» según los define Vega. (Ejemplo 21).

Ejemplo 21. Aguirre, Triste N°1 Jujuy, cp 9-12.

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Por su parte, el Triste No 2 de Aguirre presenta en el Lento un característico tema ascendente-descendente, de expresión deliberada y pathos solemne, rasgo que aparece asimismo claramente en la Canción N°1 (de los Aires Nacionales Argentinos. Segundo Cuaderno) (cp 18-28). (Ejemplo 22).

Ejemplo 22. Aguirre, Canción N° 1, cp 18-28. En esta misma obra encontramos también la evocación de la segunda sección de estilo, con su perfil ascendente descendente y final femenino, en una memorable frase que, incidentalmente, citará López Buchardo en su conocida Campera, también basada en el topos del triste/estilo. (Ejemplo 23).

Ejemplo 23. Aguirre, Canción N° 1, cp 29-37. La idea de la alternancia entre una sección lenta, grave, de dirección descendente y otra más ágil, menos seria y de dirección ascendente-descendente aparece evocada en muchas obras que presentan elementos del topos del triste/estilo. La encontramos por ejemplo (si bien elaborada y complejizada) en la oposición entre el conjunto formado por la introducción y la sección A del Triste No 3 de Aguirre, que presentan todos los lugares comunes de la sección grave de estilo, con la sección B de la misma obra, que corresponde a un «alegre» (cp 30-37). Nótese inclusive que la introducción está indicada por el autor como «ad libitum, como una improvisación campera» y la sección A «legato imitando el bordoneo de la guitarra» y, luego, «cantando». - 99 -


Además de los elementos mencionados, un rasgo melódico particular del triste/etilo parece haber ejercido una especial fascinación sobre los compositores nacionalistas. Se trata del final descendente sobre tiempo débil con doble bordadura melódica, invariablemente sostenido por una armonía tónica-dominante-tónica. (Ejemplo 24).

Ejemplo 24. Final de frase característico. Este giro cadencial fue adoptado por los compositores como «marca» de la música criolla en el consecuente de melodías que de otra manera serían completamente neutras. Su uso fue enormemente extendido, convirtiendo al topos del triste/ estilo en uno de los tópicos de mayor poder evocativo de la retórica del nacionalismo musical argentino. Un ejemplo paradigmático puede encontrarse en el Triste N° 3 de Aguirre, tanto en la sección introductoria como en el final de la sección A. (Ejemplo 25).

Ejemplo 25. Triste N° 3. Introducción y final de la sección A. Este gesto melódico aparece con tanta frecuencia en las obras nacionalistas que es imposible siquiera pensar en una ennumeración de todas las instancias que pueden detectarse a simple vista en el repertorio. Baste mencionar una de las más célebres, la del primer tema de Campera de López Buchardo. (Ejemplo 26).

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Ejemplo 26. López Buchardo, Campera, primer tema (violines).

Conclusiones

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Al plantear la posibilidad de que la generación del ochenta haya podido generar una lógica sonora (parafraseando quizás irreverentemente a Jameson)8 hemos intentado subrayar la importancia de la dimensión ideológica en el nacionalismo musical argentino. Al proponer además que dicha lógica se articuló en una retórica musical, tratamos de formular una clave interpretativa que permitiera mostrar la vinculación entre poética y política. De todos modos, señalar que la identidad argentina en la música del nacionalismo ha sido una construcción imaginada no basta, o al menos no debería bastar. Es importante intentar ir más allá y preguntarnos quiénes eran los que imaginaban y qué tipo de «nosotros» estaban imaginando a través de esta música. Es importante recordar que, en el ámbito de la retórica, los topoi no son solamente lugares comunes sino que, en tanto colecciones de temas posibles, establecen de hecho el límite de lo que se puede decir acerca de algo. En tal sentido es fundamental tener presente que la retórica musical del nacionalismo no funciona como un sistema de inclusión sino de selección y que, al menos en el momento de la emergencia, es más lo que excluye que lo que incluye. A la hora de analizar los topoi musicales es revelador tener en cuenta qué elementos fueron descartados y cuáles fueron incorporados, y, qué se hizo con estos últimos una vez seleccionados. La definición del universo de topoi es un área espinosa en la teoría tópica, aún en repertorios como el clasicismo vienés, ciertamente mucho más estudiado y difundido que el nacionalismo musical argentino. En un campo como éste, donde el acceso a las partituras es arduo, las grabaciones de obras son escasas cuando no inexistentes, no se cuenta con ediciones críticas (muchas veces ni siquiera con ediciones comunes), se carece –para la mayor parte del repertorio– de una tradición interpretativa que permita trazar una performance history, prácticamente no se cuenta con análisis detallados de obras individuales, donde no existe, en suma, una masa crítica comparable a la que la musicología europea ha producido sobre su música. Todo intento de presentar un listado exhaustivo de topoi está condenado a producir resultados provisorios y fragmentarios. Fredric Jameson, Postmodernism, or, the Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke University Press, 1992.

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Los cuatro topoi que exploramos aquí han sido elegidos tanto en función de su importancia en el momento inaugural del nacionalismo como por su proyección futura. Similares características poseen el topos de la vidalita y el de la milonga, que no ha sido posible desarrollar por razones de espacio. Deben mencionarse asimismo otros topoi derivados de danzas y canciones como el del gato, la vidala, el bailecito, la zamba y el malambo, como así también aquéllos derivados de instrumentos musicales, como el de la flauta noroéstica o los que remiten a un sistema musical, como el sistema armónico del cancionero que Vega denominó ternario colonial. Todos ellos ameritan un estudio in extenso. A pesar de la homonimia existente entre la mayor parte de los topoi y alguna danza o canción tradicional es necesario recordar que un topos no es una cita. Si bien hay casos aislados de citas literales, un topos es mucho más que una cita, es una idea recurrente acerca de una danza, canción, instrumento, sistema musical, etc., que atraviesa todo el repertorio nacionalista apareciendo ya en posición temática, ya en posición descentrada, tanto en composiciones con títulos homónimos (como en el caso del Bailecito de López Buchardo o el Malambo de Ginastera) como en otras con denominaciones genéricas (como el topos del triste/estilo en la Campera de López Buchardo o el de la zamba en la primera Sonata para guitarra de Guastavino). Por otra parte, pueden identificarse en el corpus citas de danzas como el ya mencionado caso del marote, la firmeza, el palito, el pala-pala que, a pesar de haber sido utilizadas esporádicamente por algunos compositores, no han devenido en topoi. El estudio de la retórica del nacionalismo musical no se agota, sin embargo en la mera identificación y ennumeración de los distintos topoi dentro de una obra. Es necesario tener presente que el significado de un topos va mucho más allá de la etiqueta con que lo designemos. A manera de ejemplo, topoi como los de la vidalita o el del triste/estilo están intrínsecamente relacionados con la idea mayor de la nostalgia modernista que permea todo el imaginario del primer nacionalismo; el topos de la pentatonía se inserta en el movimiento más amplio de apropiación del prestigio del gran pasado mítico indoamericano y la poderosa imagen geográfica de lo andino; aquéllos asociados a la idea del zapateo, como el del gato, pero particularmente el del malambo, apelan a la idea de la virilidad gauchesca y se entroncan por lo tanto con la construcción del imaginario del género de la nación. A esto debe sumársele además la dimensión expresiva que fueron adquiriendo los distintos topoi a lo largo de su historia, como por ejemplo la asociación entre el topos de la zamba y la idea de lo femenino, suave y expresivo, el del malambo con la masculinidad, la fuerza y la violencia, el del gato y el bailecito con efectos de signo positivo como la alegría, el de la vidala con lo misterioso, lo mágico, lo solemne. Todas estas asociaciones y las muchas más que seguramente podrán encontrar otros investigadores deberían idealmente ser exploradas con exhaustividad. Cada topos evoca un «mundo de sentido» dentro de la retórica y como tal, coadyuva a la construcción de un sistema coherente. Será fundamental entonces, examinar qué conjunto de valores, creencias y normas de comportamiento propugna y - 102 -


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qué jerarquía (social, racial y de género) construye. En este sentido, los topoi están entramados en «mundos de sentido» mayores, cuya presencia puede detectarse también en otras áreas del imaginario como la literatura y las artes plásticas y es en este contexto donde se evidencia su significación más profunda dentro de la cultura. Identificar los topoi es apenas el comienzo. Tratar de develar el sistema detrás de la retórica es el verdadero desafío.

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Obras citadas -Apel, Willi, Harvard Dictionary of Music, Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1969. -Bertoni, Lilia A., «Construir la nacionalidad: héroes, estatuas y fiestas patrias» en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani»,1992. -Cámara de Landa, Enrique, «El folklore en la música para piano de Alberto Williams y Julián Aguirre», en Etno-folk, Revista galega de etnomusicoloxía 6, 2006. -Chiaramonte, José Carlos, «Formas de identidad en el Río de la Plata luego de 1810» en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. E. Ravignani», 1989. -Cuarta Encuesta de Nosotros: «La música y nuestro folklore» en Nosotros, Año XII, Números 108 (abril), 109 (mayo), 110 (junio), 1918. -Dahlhaus, Carl, Between Romanticism and Modernism: Four Studies in the Music of the Later Nineteenth Century, Berkeley: University of California Press, 1980. -García Acevedo, Mario, La música argentina durante el período de la organización nacional, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1961. -García Morillo, Roberto, Estudios sobre música argentina. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1984. -Garmendia Paesky, Emma, «The Use of the Milonga, Vidalita and Huella in the Piano Music of Alberto Williams (1862-1952)» Tesis doctoral, Catholic University of America, 1982. -Gutiérrez, Eduardo, Una amistad hasta la muerte, Buenos Aires, Lumen, 1952. -Gutiérrez, Ricardo, Lázaro, Buenos Aires, Talleres Gráficos de L. Bernard, 1923. -Jameson, Fredric, Postmodernism, Or the Cultural Logic of Late Capitalism, Duke University Press, 1992. -Leguizamón, Martiniano, Alma nativa, Buenos Aires, A. Moen, 1906. -Lugones, Leopoldo, El payador, Buenos Aires, Centurión, 1961. -Prieto, Adolfo, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. -Scobie, James, Buenos Aires: Plaza to Suburb, 1870-1910, New York: Oxford University Press, 1974. -Vega, Carlos, Apuntes para la historia del movimiento tradicionalista argentino, Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega, 1981. -Williams, Alberto, «Las fuentes de la originalidad en la música americana» en Obras completas, Vol. 4, Buenos Aires, La Quena, 1951. -Williams, Alberto, «Orígenes del arte musical argentino» en Obras completas, Vol. 4, Buenos Aires, La Quena, 1951. - 105 -


Ensayo bibliográfico Ofrecemos a continuación las referencias a los textos utilizados para la redacción de este capítulo. No incluimos aquí los trabajos mencionados explícitamente en el cuerpo de nuestro estudio, los cuales pueden encontrarse en la sección Obras citadas. Sobre la revisión del concepto de nacionalismo véase Ernest Gellner, Nations and Nationalism (Oxford: Blackwell, 1983); Eric J. Hobsbawm, Nations and Nationalism since 1780. Programme, myth, reality (Cambridge: Cambridge University Press, 1990); y Benedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (1983; London: Verso, 1991). Acerca de los cambios en la identificación identitaria en el actual territorio argentino y los orígenes de la nacionalidad puede consultarse José C. Chiaramonte, «Formas de identidad política en el Río de la Plata luego de 1810», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani 3era ser. 1 (1989), 71-92, y su Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (18001846) (Buenos Aires: Ariel, 1997). Un texto fundamental para el estudio del concepto de nacionalidad es el libro de Lilia A. Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas: la construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2001). Acerca de la alienación y la nostalgia modernista véase Marshall Berman, All that is Solid Melts into Air: the Experience of Modernity (New York: Simon and Schuster, 1982) y Svetlana Boym, The future of nostalgia (New York: Basic Books, 2001). La información sobre la situación política y económica en general ha sido extractada de los siguientes textos: José Luis Romero, Las ideas políticas en Argentina. (México: Fondo de Cultura Económica, 1946); John Lynch, «The River Plate Republics». The Cambridge History of Latin America (en adelante CHLA). Ed. Leslie Bethell. Vol. 5. Cambridge: Cambridge University Press, 1986, 615-794; Ezequiel Gallo y Roberto Cortés Conde, Argentina. La República Conservadora. Historia Argentina 5 (1972; Buenos Aires: Paidós, 1995); Roberto Cortés Conde, «The growth of the Argentine economy, c.1870-1914». CHLA 5, 327-358; Thomas Skidmore y Peter H. Smith, Modern Latin America (New York: Oxford University Press, 1997), especialmente el capítulo 3 «Argentina: Property, Deadlock and Change» 68-113; Jonathan Brown, A Socio-economic History of Argentina, 1776-1860 (Cambridge: Cambridge University Press, 1979); Carlos Díaz Alejandro, Essays on the economic history of the Argentine Republic (New Haven: Yale University Press, 1970); James Scobie, Revolution on the Pampas: a Social History of Argentine Wheat (Austin, Texas: The University of Texas Press, 1964); e Hilda Sábato, Agrarian Capitalism and the World Market: Buenos Aires in the Pastoral Age, 1840-1890 (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1990).

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Los censos mencionados son Argentina, Primer censo de la República Argentina, 1869 (Buenos Aires, 1872); Argentina, Segundo censo de la República Argentina, 1895 (Buenos Aires, 1989) y Argentina, Tercer censo nacional, 1914 (Buenos Aires, 1916), citados en Cortés Conde, «The growth of the Argentine economy» 335. Sobre las ideas finiseculares acerca de la cuestión racial y el proyecto inmigratorio véase Aline Helg, «Race in Argentina and Cuba, 1880-1930: Theory, Policies, and Popular Reaction», en Richard Graham (ed.), The Idea of Race in Latin America, 1870-1940 (Austin: University of Texas Press, 1990) 37-69; Eduardo Zimmerman, «Racial Ideas and Social Reform: Argentina, 1890-1916», Hispanic American Historical Review 72. 1 (1992): 23-46; Hugo Biagini (ed.) El movimiento positivista argentino (Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1985); Oscar Terán, Positivismo y nación en Argentina (Buenos Aires: Puntosur, 1987); Gino Germani, Política y sociedad en una época de transición (Buenos Aires: Paidós, 1962) Carl Solberg, Immigration and Nationalism. Argentina and Chile, 1890-1914 (Texas: Institute of Latin American Studies, University of Texas Press, 1970). La información sobre el malestar acerca de los inmigrantes y su relación con los movimientos obreros ha sido extraída de Michael M. Hall y Hobart A. Spalding Jr., «The urban working class and early Latin American labour movements, 18801930,» CHLA vol. 4, 347 y ss.; Solberg, Immigration 108 y ss.; Roberto P. Korzeniewicz, «The Labour Movement and the State in Argentina, 1887-1907», Bulletin of Latin American Research 8. 1 (1989): 25-45, Carlos A. Egan, «Peripheralization and Cultural Change: Argentina, 1880-1910,» Proceedings of the Pacific Coast Council on Latin American Studies 10 (1982-83): 11-28 y Luis Alberto Romero, «Buenos Aires 1880-1950: Política y cultura de los sectores populares», Cuadernos Americanos, 3. 14 (1989): 31-45. Sobre el desarrollo urbano de Buenos Aires hemos tomado información del clásico trabajo de James Scobie Buenos Aires, Plaza to Suburb, 1870-1910 (New York: Oxford University Press, 1974), y Buenos Aires: historia de cuatro siglos. Ed. José Luis Romero and Luis A. Romero. Buenos Aires: Editorial Abril, 1983. Un análisis exhaustivo sobre la xenofobia y el antisemitismo en la literatura argentina de fines del siglo XIX puede encontrarse en Evelyn Fishburn, The portrayal of Immigration in Nineteenth Century Argentine Fiction (1845-1902) (Berlin: Colloquium-Verlag, 1981). Acerca de la literatura gauchesca, los textos fundamentales utilizados han sido Adolfo Prieto, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (Buenos Aires: Sudamericana, 1988) y Josefina Ludmer, El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (Buenos Aires: Sudamericana, 1988). Sobre el rol de los centros criollos y el circo, sigue siendo fundamental –además del citado texto de Prieto– el trabajo de Carlos Vega, Apuntes para la historia del movimiento tradicionalista argentino (Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología Carlos Vega, 1981).

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Sobre la teoría tópica en música, el texto inaugural es Leonard G. Ratner, Classic Music: Expression, Form, and Style (New York: Schirmer Books, 1980). Las principales aplicaciones han sido las de V. Kofi Agawu, Playing with Signs: A Semiotic Interpretation of Classic Music (Princeton, N.J: Princeton University Press, 1991) y Wye Jamison Allanbrook, Rhythmic Gesture in Mozart: Le Nozze Di Figaro & Don Giovanni (Chicago: University of Chicago Press, 1983). Véase también Raymond Monelle, The Sense of Music: Semiotic Essays (Princeton, N.J: Princeton University Press, 2000) y Eero Tarasti, Signs of Music: A Guide to Musical Semiotics (Hawthorne, N.Y: Mouton de Gruyter, 2002). Los «Aires Nacionales» de Arturo Berutti, publicados originalmente en la revista Mefistófeles, están reimpresos en Juan María Veniard, Arturo Berutti un argentino en el mundo de la ópera (Buenos Aires: Instituto Nacional de Musicología «Carlos Vega», 1988). La obra de Ventura R. Lynch La provincia de Buenos Aires hasta la definición de la cuestión capital de la República, publicado en Buenos Aires en 1883 fue reeditado en 1925 por la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA como Cancionero Bonaerense y en 1953 por la editorial Lajouane como Folklore Bonaerense.

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Foto del Teatro Colรณn

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MEDIO SIGLO DE CREACIÓN MUSICAL ARGENTINA (1900-1950) (PROYECTOS Y REALIDADES) Por Pola Suárez Urtubey

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

Cuatro generaciones de compositores argentinos convivieron en buena parte de la primera mitad del siglo XX. Fueron años marcados por el fervor cívico del Centenario de la Revolución de Mayo (1910) y de la Independencia institucional del país (1916), pero asimismo por los grandes cambios políticos y sociales que se venían gestando con vistas a lograr la democratización nacional. La victoria electoral del frente radical, en 1916, con el triunfo de Hipólito Irigoyen, el efecto de la crisis económica mundial de 1929, la repercusión de las dos grandes guerras, el ascenso de Perón en 1946, fueron algunos de los picos históricos que definieron a ese medio siglo de vida argentina. Años cambiantes, difíciles a veces, que marcaron a nuestros músicos con rasgos de identidad bastante definidos, más allá de la diversidad de sus orígenes familiares y de las múltiples corrientes y contracorrientes culturales que se agitaban en esas décadas. Desde el punto de vista que aquí interesa, en la primera mitad del siglo XX se encontraron en actividad cuatro generaciones bien netas. La primera fue la de nuestros Primeros profesionales, es decir la de los músicos que, habiendo nacido en la década de 1860, como es el caso de Alberto Williams, Julián Aguirre y Arturo Beruti, viajaron a Europa para aprender su oficio de compositor en importantes centros mundiales. La etapa precursora, la de nuestros compositores aficionados (Juan Bautista Alberdi, Amancio Alcorta y, con más formación, Juan Pedro Esnaola) quedaba superada. A ese núcleo de Primeros profesionales le sigue el de los nacidos entre 1875 y 1890, década esta última en que aquellos viajeros están de regreso, tras haberse impregnado de la gran formación europea y de asistir a los brotes de nacionalismo musical que circulaban por entonces en aquel continente. Al retornar a la Argentina, el país se hallaba bajo el influjo de la Generación del Ochenta, la de los grandes gestores de la ciencia, la literatura y el arte argentinos, lo que los lleva, naturalmente, a sumarse al movimiento y producir un nacionalismo musical, que, como todos los nacionalismos de cuño romántico, marca a fuego su estilo. - 113 -


Pero entonces, para el 90, ya han nacido los que conformarán la siguiente generación nacionalista, fuertemente marcada por el Ochentismo, que se suma a esta generosa convivencia y a los que llamaremos Generación del Ochenta. Ahí están Constantino Gaito, Pascual De Rogatis, Carlos López Buchardo, Felipe Boero, Floro M. Ugarte, Athos Palma, y otros menos ligados al nacionalismo, como es el caso de Héctor Panizza, aunque su ópera «Aurora» quede como manifiesto artístico del sentimiento nacional. La tercera generación que define de manera bastante acentuada los primeros cincuenta años del siglo XX que aquí nos ocupan, es la que llamaremos del Centenario, es decir, los nacidos entre 1892 y 1905, y cuyo frutos empiezan a surgir en la década de 1910. Los ligaba el propósito de ser modernos, de pensar y actuar con los ojos y la sensibilidad puestos en el presente y futuro de la creación musical, con un concepto universalista del arte que aún podía dar cabida -¿y por qué no?- a manifestaciones de tipo nacional. Pertenecen a ella José María y Juan José Castro, Jacobo Ficher, Luis Gianneo, Juan Carlos Paz, Julián Bautista, Julio Perceval, Pedro Valenti Costa e Isidro Maiztegui entre muchos más. La cuarta generación que completa este panorama es la que llamaremos Generación del 45, por cuanto, nacidos entre 1910 y 1925, definen a partir de la década de 1940 sus respectivas carreras profesionales. Ahí están los nombres de Washington Castro, Roberto García Morillo, Carlos Guastavino, Alberto Ginastera, Astor Piazzola, Roberto Caamaño, Pompeyo Camps, Valdo Sciammarella y muchos otros autores que veremos en su momento. Estos músicos presentan, en la diversificación de senderos elegidos, una fisonomía similar a la de la generación anterior, sólo que se incorporan nuevos lenguajes y modos expresivos en la medida en que responden a las inquietudes motivadas por su mayor juventud. Por razones impuestas por los límites de este trabajo, nos referiremos sólo a la etapa inicial de producción de estos compositores. Hecha esta aclaración, volvamos al comienzo. Es decir a los Primeros profesionales.

LOS PRIMEROS PROFESIONALES No fue tarea menuda para los compositores de música culta argentina lograr un lenguaje en el que pudieran identificarse los elementos folklóricos y aborígenes con el estilo europeo que se venía produciendo en el país desde la década de 1820 a través de la generación de Precursores. La búsqueda de un lenguaje que identifique al país a través de su música de especulación superior se abrió por dos caminos. El primero se produce como consecuencia de las propuestas de la llamada Generación del Ochenta, y conduce hacia el entronque de lo folklórico argentino -ya bien definidos los alcances del término en sus contornos y contenidos- con la música culta europea. Este movimiento se inició con los que distinguiremos como Primeros profesionales, es decir Alberto Williams (1862-1952), Arturo Beruti (1862-1938) y Julián - 114 -


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Aguirre (1868-1924), y empezó a dar sus frutos, ya de manera continuada y como movimiento definido, hacia fines de la década de 1890. Distintos caminos formativos emprendieron estos tres creadores. Williams tuvo su temprana formación en el país y ya comenzaba a ofrecer actuaciones públicas como pianista, mientras surgían sus tempranas obras de salón, cuando en 1882 obtuvo el Premio Europa que otorgaba el Gobierno de la Nación, y en aquel continente permaneció siete años. En el Conservatorio Nacional de Música de París continuó sus estudios de piano y de composición, antes de recibir lecciones particulares de César Franck, contacto que debió serle decisivo, no sólo por la superior categoría del creador y pedagogo belga, sino por ese carisma al que tantas veces aludían sus discípulos. El segundo del grupo fue Arturo Beruti. Tras estudiar música en su San Juan natal, y luego en Mendoza, se trasladó a Buenos Aires. Aquí compone algunas obras instrumentales y deja huella en la actividad musicográfica al realizar un primer estudio comprensivo del folklore nacional. Beruti aparecía a través de sus escritos en la revista Mefistófeles, como jefe de fila en la preocupación por el estudio e investigación de las tradiciones musicales. También él, como Williams, emprende su viaje con el beneficio del Premio Europa, y elige estudiar en el Conservatorio de Leipzig. Establecido posteriormente en Milán, entre 1890 y 1892, empieza a definir su inclinación hacia el género lírico dramático, para retornar luego a Buenos Aires después de haber compuesto algunas óperas en italiano, sobre temas de la literatura universal. Es posible que, con apenas veinte años, Leipzig o Milán no hayan sido precisamente el medio propicio para mantener encendido aquel entusiasmo auroral hacia las expresiones sonoras, las danzas y los instrumentos de nuestros gauchos. Pero en cambio puede muy bien haber percibido las novedades que llegaban a Europa occidental desde Rusia o Bohemia, donde la proyección del folklore en la música culta era una realidad y se erigía en modelo imitable para los restantes países del mundo. Y luego, seis años menor, llegó Julián Aguirre (1868-1924). Muy ligado a Williams, pero con una personalidad y concepción estética bastante diferente, se formó en Madrid, en el Real Conservatorio, y allí permaneció entre 1882 y 1886, lapso que le permitió estudiar piano con el alemán Karl Beck y composición con Emilio Arrieta. Ya parecía Aguirre encaminado hacia una trayectoria promisoria europea como pianista, cuando su padre resolvió retornar a la Argentina. Ello ocurrió en 1889, en coincidencia con el regreso de Alberto Williams de París. Lo cierto es que cuando Williams, Beruti y Aguirre retornan en la última década del siglo XIX, las investigaciones en torno de las culturas étnicas y folklóricas argentinas ingresaban en su faz científica a través de los trabajos de Juan Bautista Ambrosetti, Lafone y Quevedo, Adán Quiroga, Eduardo Holberg, Robert LehmannNitsche y varios más. De manera que, volver a la Argentina y encontrarse con este movimiento de ideas y realizaciones de los pensadores y científicos argentinos de la Generación del Ochenta, no pudo dar otros frutos: la convergencia de la alta técnica compositiva europea y el espíritu de la creación sonora tradicional popular. Era inevitable.

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Esto significa que la generación de nuestros Primeros Profesionales se entregó de lleno y con pasión a la estética ochentista, basada en el conocimiento profundo de la realidad del país en todos sus aspectos, para ordenarla y codificarla. Frente a la gran oleada inmigratoria, era preciso y urgente tener un conocimiento real del país y de sus hombres. «Al volver a Buenos Aires –escribe Williams- después de esas excursiones por las estancias del sur de nuestra Pampa, concebí el propósito de dar a mis composiciones musicales un sello que las diferenciara de la cultura clásica y romántica, en cuya rica fuente había bebido las enseñanzas sabias de mis gloriosos y venerados maestros. (...) Así nació pues la composición más popular que he escrito, bajo el ala protectora de los payadores de Juárez, y bañada por la atmósfera de las pampeanas lejanías. Toda mi producción, desde entonces, está animada por el soplo fecundador del folklore de la Pampa, y penetrada en su copa y en su raigambre, por el alma popular argentina». He aquí el punto de partida de la estética que domina en su música para piano y su producción sinfónica. Para el instrumento de teclado compuso Williams una cantidad impresionante de piezas, entre las cuales sobresalen sus milongas, valses, vidalitas, poemas y ciclos de piezas de carácter; asimismo, produjo obras para canto y piano, nueve sinfonías, dos oberturas de concierto, suites y poemas sinfónicos, además de transcripciones e importantes obras teóricas. De manera análoga a la de Williams se expresa Julián Aguirre en una conferencia pronunciada en el Museo Nacional de Bellas Artes: «Creo que es necesario y urgente, antes de que la rápida evolución del país acabe de borrar nuestras huellas originales, reunir en colección todos los elementos genuinamente argentinos de la antigua vida campestre, que se tornarán muy pronto legendarios: hábitos, estilo, poesía, música, algunos de un sabor incomparable», para añadir que «la música popular ha sido en todo tiempo y en todo país la célula primitiva de donde ha nacido la obra organizada». Pero si el temperamento y la sensibilidad de Aguirre no lo llevaron a un nacionalismo a ultranza, es posible que haya logrado, como pocos, alcanzar el lenguaje ideal donde la esencia de lo vernáculo permanece como un suave perfume, como una presencia tibia, discreta, aristocrática, como debía ser él mismo. Según Carlos Suffern, que estudió su música con conocimiento y mucho amor, «ni el triste es tal, ni el gato, la huella, ni el estilo están dentro de su esquema formal, ni el zorzal es canto tucumano sino en la imaginación de su autor, ni el indigenismo de sus canciones de cuna es fidedigno». En cambio, dice Suffern: captó como pocos el «aire de familia». Entre sus obras citemos particularmente su música para piano, entre las que brillan sus cuadernos de Aires nacionales argentinos; sus preciosos Huella y Gato, reunidos luego y orquestados por Ernest Ansermet, y sus canciones, con importante repertorio infantil. Y luego está Beruti, que antes de retornar a la Argentina había creado en Italia sus óperas Vendetta, Evangelina y Taras-Bulba. Ya en Buenos Aires Beruti es protagonista de un año histórico. Es que en 1897 se conocen tres óperas de autores nacionales. Una es de Francisco Hargreaves, titulada Los estudiantes de Bolonia; la otra es Il fidanzato del mare, de Héctor Panizza y la tercera es Pampa, que muestra - 116 -


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a Beruti en el punto inicial de la nueva estética. Aquí incorpora el músico sanjuanino giros melódicos y danzas de la tradición folklórica viviente, dentro de un contexto sonoro propio de la operística europea ya consagrada. En su caso, esos influjos de base provienen de un formalismo germano recibido en el Conservatorio de Leipzig, al cual se suma un italianismo que en sus años de estada en Milán se abría hacia la estética y los procedimientos propios del Verismo, todo ello complementado con los recursos por entonces dominantes de la estética de Wagner y de la ópera francesa a través, en especial, del arte de Massenet, y de la rusa, por intermedio de Mussorgsky. En Pampa los elementos nativos se dan por la incorporación de las danzas del gato y la cueca, mientras los aires de triste y de la décima del payador parecieran complementarse con mayor espontaneidad en el contexto. Es cierto que en ésta y en sus restantes óperas nacionalistas (Yupanki, Horrida Nox, Los héroes...) está aún muy lejos de lograr un sincretismo entre el lenguaje europeo de base y el local. En el caso de las especies danzables incluidas por Beruti, ellas se mantienen aún marginadas del contexto, sin poder integrarse en los niveles profundos, tanto escénico como sonoros. Pero estamos aún en el primer paso.

LA GENERACIÓN MUSICAL DEL OCHENTA Pues bien, con los Primeros profesionales y los que les siguen, la Generación musical del Ochenta, la creación argentina abandona su inocuo hedonismo inicial (la de nuestros Precursores) para reflejar la crisis de crecimiento, acompañado por el ascenso de profesionales formados técnicamente para el dominio de su oficio y el despegue de su imaginación creadora, con lo que se erigen en los auténticos forjadores de la música argentina. La Generación del 80 está constituida por los creadores nacidos entre 1875 y 1890 y allí se encuentran Héctor Panizza (1875-1967), Constantino Gaito (18781945), Ricardo Rodríguez (1877-1951), Pascual De Rogatis (1880-1980), Carlos López Buchardo (1881-1948), José André (1881-1944), Ernesto Drangosch (1882-1925), Felipe Boero (1884-1958), Floro M. Ugarte (1884-1975), Celestino Piaggio (18861931), Gilardo Gilardi (1889-1963), Raúl Espoile (1889-1958), Athos Palma (18911951), entre otros más. Interesa ahora destacar la formación técnica que se presenta como común denominador en estos músicos, formación que en algunos casos llega a ser notable. Los unifica asimismo la expansión profesional hacia diversos campos más allá del específico de la composición. Son intérpretes instrumentales, directores de orquesta, pedagogos, musicógrafos o críticos. Varios de ellos, además, tienen una fuerte injerencia en la organización y el mantenimiento de instituciones dedicadas a la música. Inclusive a veces ese impulso por construir una auténtica y sólida infraestructura musical en el país, llega a debilitar su fuerza creadora. En otros casos, como ya ocurría con Williams, hay una capacidad de trabajo impresionante que no parece obstaculizar o frenar la facultad creativa. - 117 -


Si nuestros Precursores del siglo XIX habían cultivado básicamente las formas de danza o la pequeña pieza para piano, a partir de estas generaciones que abordamos ahora, el avance es enorme. Con las creaciones de los Primeros profesionales y de los Ochentistas la música argentina abarca prácticamente todos los géneros. En el terreno de la ópera se destacan Héctor Panizza, cuyo título más importante, Aurora, si bien, como las restantes de sus óperas, se mantiene al margen de la corriente nacionalista o indigenista que caracteriza al período, por su temática argentina adquiere un cierto valor de símbolo de nacionalidad. Sin embargo, Panizza está lejos de buscar una vinculación con el lenguaje vernáculo, ni a nivel periférico ni mucho menos a nivel de núcleo central. En el otro extremo se ubican casi todos los restantes, a menudo situados dentro de un estricto nacionalismo, que abordan temas vinculados con lo argentino. Este aspecto se extiende en general a su obra completa, sea instrumental, sinfónica o teatral, con lo cual se erige en un movimiento de gran solidez. Es Floro M. Ugarte, en «La música y nuestro folklore» (Revista Nosotros, Bs. As., año 12, Nº 108, abril de 1918), quien aclara que se buscaba adherir a la causa nacionalista, pero a través de los medios técnicos más idóneos, para lo cual el perfeccionamiento en Europa se presentaba como un paso ineludible. «Después de pasar por el fino tamiz de la técnica moderna -escribió- llegué a dar forma a una nueva manera o estilo concordante con el carácter de nuestra sensibilidad nacional, pero sin disminuir el nivel de perfección a que ha llegado el arte musical en el mundo». He aquí la descripción más fidedigna de las propuestas de estos compositores. a) Bases y desarrollo del prehispanismo en la producción de los ochentistas Pero con la Generación del Ochenta se presenta una nueva tendencia, además de la folklorizante. Y es aquella que busca su inspiración en las manifestaciones artísticas prehispánicas. Este rasgo se presenta en el siglo XX por distintas exigencias, entre las que a veces predominan razones estéticas, pero en general consideraciones políticas y sociales. Desde luego que el Modernismo, tal como se produce a través de la personalidad y obra del poeta nicaragüense Rubén Darío, es un estímulo que planea sobre el arte en todos los casos. Pero en algunos países, como México, por dar un ejemplo, la tendencia se define de manera más notable por razones históricas. La revolución mexicana, que comenzó en 1910 y se prolongó por diez años, tuvo una extraordinaria repercusión en la vida artística del país. Como resultado de su patriótico fervor, los compositores tendieron hacia un nacionalismo basado en las fuentes de sus culturas indígenas puras o mestizas, que habían alcanzado en la música, como en los restantes órdenes, un alto grado de desarrollo. En este sentido le corresponde un papel primordial a Carlos Chávez, con obras como la Sinfonía india. En la Argentina, la incorporación de las tradiciones sonoras prehispánicas dentro de la producción culta respondió a la urgencia por crear una identidad nacional a través de la exaltación de un sincretismo entre lo hispano y lo indígena. Tal propuesta, expresada en plena euforia de la celebración del Centenario, traía aparejada una - 118 -


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exigencia de modernidad que en música no alcanzó a expresarse sino décadas después. En tal sentido le correspondió a Alberto Ginastera, que empezó a producir alrededor de 1940, representar la sensibilidad neoprehispana a través de un lenguaje acorde con los procedimientos más recientes de composición que se daban en el mundo. En cambio hacia las décadas de 1910, 20 y 30, el estilo sonoro ligado al nacionalismo e indigenismo, y, naturalmente, al margen del valor intrínseco de las obras, no alcanzaba a superar las fórmulas de composición heredadas del Romanticismo. Es lo que ocurrió con Huemac, de Pascual De Rogatis, por dar un ejemplo. Indigenista por el argumento y algunos elementos melódicos y rítmicos, pero descendiente pleno del teatro de Verdi, sin la menor duda. b) Las fuentes teóricas El Modernismo hispanoamericano guarda su más profunda significación en el intento de diferenciar lo americano de lo español, en la rebelión contra el casticismo, en el deseo de abrir ventanas y de acentuar la personalidad americana. Es cierto que la ruptura espiritual con España no podía ser completa ni decisiva, al depender ambos mundos del mismo tronco común y del mismo instrumento lingüístico. Con todo, pasados los primeros años y desahogadas las primeras promociones del Modernismo, y una vez lograda (1924) la renovación del léxico, del ritmo y de las intenciones estéticas, se afirma la autonomía de Hispanoamérica, que empieza a denominarse, con implícita intención separatista, Latinoamérica. Un aspecto muy significativo del Modernismo fue el gusto por lo exótico y fue éste uno de los caminos que condujo a los compositores argentinos hacia las leyendas y la historia precolombinas, en momentos en que dos investigadores franceses, los esposos Raoul y Marguerite d´Harcourt, daban a conocer sus excepcionales investigaciones sobre las música de las culturas prehispánicas. Se trata en particular de su obra fundamental, «La musique des Incas et ses survivances», editada en dos volúmenes en París, en 1925, con 204 ejemplos musicales y un estudio fundamental sobre el uso de las escalas pentáfonas entre los pueblos del imperio. Conocida muy pronto en Buenos Aires, fue un verdadero estímulo para los compositores del país. Ya desde fines del siglo XIX habían aparecido manifestaciones de indigenismo, como es el caso –el más importante en este orden- de la ópera Yupanki, de Arturo Beruti, de 1899. Sin embargo, la tendencia adquiere carácter de verdadero movimiento estético dentro de la música culta a partir de 1909, año de la publicación de La restauración nacionalista de Ricardo Rojas. Si bien ya en 1906 Emilio Becher proponía, desde un artículo periodístico, volver al viejo hogar de la patria, «que abandonáramos, un día de aventura imprudente, por la piara internacionalista», lo cierto es que Ricardo Rojas, junto con Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones, lideraron un movimiento de «espiritualización de la conciencia nacional». Lo que Rojas pretendía a través de aquel libro era crear la conciencia de que el nacionalismo es una fórmula que puede subsistir fuera de los partidos políticos - 119 -


y lejos del género criollo en literatura. Lejos de toda xenofobia, preconizaba evitar el fanatismo dogmático y una regresión a la bota de potro, una hostilidad a lo extranjero o «la simple patriotería litúrgica». En otro pasaje advierte el autor que «no preconiza una restauración de las costumbres gauchas que el progreso suprime por necesidades políticas y económicas, sino la restauración del espíritu indígena que la civilización debe salvar en todos los países por razones estéticas y religiosas». Rojas propone asimismo que «el espíritu argentino continúe recibiendo ideas europeas, pero que las asimile y convierta en sustancia propia». c) La respuesta de los compositores argentinos Lo cierto es que las ideas de Ricardo Rojas despertaron en algunos músicos una fuerte vocación americanista, como es el caso de Pascual De Rogatis, nacido en Italia pero radicado en la infancia en la Argentina. Latinoamérica se le presentaba al compositor de treinta años como un bloque macizo, unificado espiritual y lingüísticamente. Ese camino queda definido con el poema sinfónico Zupay, compuesto justamente en 1910, el año en que ve la luz La restauración nacionalista. Además, el programatismo de esa composición emana de una historia tomada de El país de la selva del propio Rojas. Desde el punto de vista musical, De Rogatis se afirma en los principios de organización del Leit-motiv (motivo guía, motivo conductor), lo cual le confiere un sólido soporte. Otras composiciones para orquesta, como los poemas Atipac y La fiesta del Chiqui, ratifican esa inclinación, que se extiende hasta un género que durante tiempo se había mantenido ajeno a intenciones extramusicales o nacionalistas, como es el de la música instrumental de cámara. Así surgen sus dos Evocaciones indígenas de 1919, dedicadas a Rojas. La primera de ellas, Yaraví, pese a su escritura de alto contrapuntismo, con procedimientos de tipo fugal, es de una gran potencia emotiva. Pero donde se afirma plenamente la vocación americanista del compositor es en la ópera, género que con su trama argumental y su escenificación, se prestaba para la expresión del sentimiento prehispánico. Huemac (1916), la primera de sus óperas, significó algo así como su profesión de fe estética. También a través de Ricardo Rojas ingresa el tema de Ollantay en la música argentina. Se sabe que este drama incaico en tres actos, en versos octosílabos, de fines del siglo XV, fue mantenido por la tradición oral y recogido luego por los sacerdotes Justianiano o Antonio Valdés, según distintas afirmaciones de historiadores. De este antiguo drama incaico deriva la tragedia en cuatro actos, en verso, Ollantay, de Rojas. Por su parte Gilardo Gilardi, totalmente inserto en la tradición americanista y autor de la ópera La leyenda del Urutaú, queda ligado al Ollantay de Rojas. También Ginastera, en su etapa temprana, compone su Ollantay (1947) para orquesta, tríptico sinfónico que registra una moderna instrumentación. Pero el trabajo más significativo en torno de esta leyenda es la ópera Ollantay de Constantino Gaito. La obra incluye temas del cancionero del altiplano andino, particularmente en las invocaciones o intervenciones corales y en algunos números cerrados, entre ellos un yaraví. Como es de imaginar, la ceremonia del segundo acto del - 120 -


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Inti-Raimi, la fiesta del día del sol, con el canto coral que entona el majestuoso Himno al Inca, da lugar no sólo a escenas espectaculares de conjunto sino a la utilización de temas y tratamientos fuertemente enraizados en la música de la cultura incásica, tales como la pentafonía. En cuanto al lenguaje sonoro, Gaito estaba aún ligado a modelos como los que podían proveerle la Aida de Verdi o el mundo legendario y mítico de Wagner, es decir un estilo deudor del romanticismo. Análogo lenguaje predomina en varios otros compositores contemporáneos y posteriores a De Rogatis, Gaito y Gilardo Gilardi. d) La realidad de folklore e indigenismo en la música culta Pero ¿fue posible lograr un sincretismo entre folklore e indigenismo y producción culta argentina, es decir fue posible lograr una percepción global e indiferenciada en el que se identifiquen ambos elementos? La respuesta es negativa en la casi totalidad de las obras de los compositores de estas dos generaciones y aún de generaciones posteriores. El caso de Kodály o Bartók, no se dio en la Argentina. Lo común fue incorporar melodías y ritmos del folklore local dentro de los patrones armónicos, contrapuntísticos y estructurales de la gran tradición sonora de Occidente, en lugar de convertir al folklore en su «lengua madre», a la manera de los húngaros, a la cual usaron con la misma libertad con que el poeta utiliza la suya. El error en que incurrieron algunos de nuestros más destacados compositores afiliados a esta corriente, fue el de transplantar las modestas creaciones aportadas por la tradición oral en el seno de las grandes estructuras formales de la música (sonatas, sinfonías, poemas sinfónicos) o el de someterlas a la tortura de medir sus fuerzas y posibilidades enancadas en una gran orquesta sinfónica Más próximo a un nacionalismo efectivo estuvo Felipe Boero en El matrero, la más lograda de sus creaciones operísticas y obra paradigmática dentro de la producción nacional, estrenada en 1929, y basada en un poema del dramaturgo uruguayo Yamandú Rodríguez. El mayor mérito reside en que Boero desarrolla una escritura vocal que delinea el texto con la mayor claridad, sea en el recitativo, el arioso o el canto pleno. En realidad, su mayor acierto radica en la declamación lírica, calcada sobre las inflexiones de la palabra, la acentuación y las exigencias expresivas del texto. A ello se añade que si Rodríguez traza con mano segura la psicología de sus personajes, la música se encarga de darles una clara ubicación geográfica, gracias a la utilización de elementos folklóricos que aparecen estilizados con un refinamiento que no excluye la fuerza teatral que el libreto impone. Por otra parte, la recurrencia a las danzas –que en la ópera nacionalista o indigenista es un lugar común- aquí aparece plenamente justificada. De todas maneras, es posible que el mayor grado de sincretismo entre los folklórico y lo europeo se haya logrado en las obras tempranas de Alberto Ginastera, como veremos más adelante.

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LA GENERACIÓN DEL CENTENARIO Mientras tanto, surgen los creadores que llamamos Generación del Centenario, es decir los nacidos entre 1892 y 1905, y cuyos frutos empiezan a surgir en la década de 1910, cuando el país celebra el centenario de su independencia política (1910) y jurídica (1916). Es también el momento en que la Argentina, exultante y triunfadora, toma extraordinaria conciencia de sí misma y de sus posibilidades frente a la gran cultura europea. Son estos creadores los que abordaron, sin compromisos previos, los rumbos de la modernidad europea, siguiendo cada uno sus afinidades electivas, pero al mismo tiempo confiados en el rango cultural de su país. Unos reflejaron el influjo de Debussy y de otros autores representativos de la música moderna de Francia; otros encontraron en el neoclasicismo de Stravinsky la mejor solución a sus dilemas; hubo quienes sintieron despertar sus vocaciones ancestrales de una hispanidad de la que Manuel de Falla parecía haber diseñado su perfil más seductor o quienes se enrolaron en los planteos inéditos propuestos por Arnold Schönberg y sus discípulos Alban Berg y Anton Webern. Es a nuestro juicio indudable que esta diversificación de tendencias que caracteriza a la Generación del Centenario responde con mayor transparencia a la realidad del ser argentino. Eran en su mayor parte hijos de europeos, argentinos de primera generación, portadores de una cultura «de gajo» que aún, en algunos casos más que en otros, no había llegado a echar raíces. La situación de los músicos de la generación anterior había sido similar, sólo que ahora, desprendidos de la pasión nacionalista de fuerte cuño romántico, se creaba la conciencia de la individualidad creadora. Pertenecen a esta generación, como ya se anticipó, José María Castro (18921964), Juan José Castro (1895-1968), Jacobo Ficher (1896-1978), Luis Gianneo (18971968), Juan Carlos Paz (1897-1972), Julián Bautista (1901-1961), Julio Perceval (19031963), Pedro Valenti Costa (1905-1974) e Isidro Maiztegui (1905- 1996) entre muchos más. La trayectoria de estos músicos cumple con bastante aproximación los parámetros trazados en su ya clásico diseño de las generaciones argentinas por Jaime Perriaux. Aplicado ese planteo a la música, su juventud y período de formación profesional se da entre 1910 y 1925, en momentos en que reina la generación que tiene a Alberto Williams y Julián Aguirre como principales exponentes. A su vez los años de gestación como grupo coetáneo, conciente de su absoluta contemporaneidad, se extienden de 1925 a 1940, cuando se impone la anterior generación, con Pascual De Rogatis, Floro M. Ugarte, Constantino Gaito, Felipe Boero y Carlos López Buchardo. En efecto, son los años de fundación y desarrollo del Grupo Renovación. Por último, y siempre en relación con las coordenadas de Perriaux, tiene su período de reinado entre 1940 y 1955, aunque en algunos casos su presencia magisterial se prolonga sin declinaciones hasta la década del Sesenta.

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Esta última etapa asiste al afianzamiento de la generación que le sigue, la de los nacidos entre 1910 y 1925, que llamaremos Generación del 45. a) El entorno cultural de la Generación del Centenario Auténticos acontecimientos desde el punto de vista musical se producen en Buenos Aires en los años de juventud de estos compositores, particularmente en las décadas del 10 y del 20, que se erigieron en algo así como una edad de oro de la música dentro del siglo. Algunos de esos hechos tienen que ver con la creación de entidades que contribuyeron a cimentar las actividades musicales y a difundir las corrientes modernas europeas así como la obra de nuestros creadores, como Asociación Wagneriana de Buenos Aires, Asociación Amigos del Arte, Asociación del Profesorado Orquestal. Pero otros hechos se relacionan con aspectos más profundos que inciden en el plano estético y por tanto en la poética de cada músico. Es fácil imaginar que el conocimiento de las obras de Debussy y Ravel, de Stravinsky y de Schoenberg, de Milhaud, Honegger y Falla, entre muchos otros, debía provocar una transformación de fondo en la cultura musical argentina, con la consiguiente expectativa de sus músicos más jóvenes, para quienes la superación del romanticismo y su secuela el nacionalismo, adquirió en los casos más radicales la fuerza de un imperativo categórico. Entre los hechos estéticos que incidieron a su vez en la etapa de formación de estos compositores ocupa un lugar destacado la eclosión del ultraísmo en la poesía española a principios de la década de 1920. El movimiento habría de repercutir casi de inmediato en Buenos Aires cuando en 1921 Jorge Luis Borges, que se contaba entre los asiduos a las tertulias ultraístas de Madrid, regresó a la Argentina. Parece natural que los jóvenes músicos de la Generación del Centenario, en particular aquellos dotados de una mayor capacidad intelectual, se hayan sentido atraídos por los principios del ultraísmo, dada la común naturaleza sonora de poesía y música. Como había ocurrido con Debussy, su estilo musical se formó en íntima vinculación con el simbolismo, más que con el impresionismo pictórico como suele afirmarse. Y así como el ultraísmo, estrechamente relacionado con el dadaísmo y el futurismo italiano, preconizaban una ruptura con la poesía clasicista y romántica, en las vanguardias musicales europeas ocurría algo semejante, en particular en el neoclasicismo de Stravinsky que se define en esa misma década del 20, así como en el lenguaje dodecafónico de Schoenberg y sus discípulos, en los que alienta la búsqueda de una nueva objetividad. En la Argentina, buena parte de estos planteos renovadores eran formulados por uno de los maestros más destacados de entre los pedagogos que forjaron esta generación. Y ese maestro fue Eduardo Fornarini. Nacido en Parma en 1887, es probable que a comienzos del XX se haya establecido en la Argentina, para alejarse en 1920. A su lado, encontraron respuestas a sus inquietudes compositores que ya no aceptaban el nacionalismo romántico, intuitivo y nostálgico, como fue el caso de Juan - 123 -


Carlos Paz, o de José María Castro. Y aún de Juan José Castro, pese a que en algunas de sus obras hay una tentación nacionalista, aunque en él sobreviva a través de un lenguaje mucho más moderno. b) El Grupo Renovación Los compositores de la Generación del Centenario mantuvieron un transitorio pero efectivo entendimiento a través de la creación de lo que se llamó el Grupo Renovación. Quedó constituido el 21 de septiembre de 1929 y fueron sus miembros fundadores Juan José Castro, José María Castro, Jacobo Ficher, Juan Carlos Paz y Gilardo Gilardi. El grupo era sin duda heterogéneo. Los Castro y Paz habían tenido, es cierto, maestros comunes, pues los tres fueron discípulos de Constantino Gaito y de Eduardo Fornarini. Dos años después, en 1931, se suman Luis Gianneo, Honorio Siccardi, el italiano Alfredo Pinto y el belga Julio Perceval, con lo que el grupo se hizo aún más heterogéneo. El último miembro que se incorporó fue Washington Castro, hermano de los anteriores. En el curso de los quince años de vida de la entidad hubo cambios internos de importancia. En 1933 se produjo la deserción de Gilardi, Pinto, Perceval y Juan José Castro. Tres años después se produce al alejamiento de Juan Carlos Paz, miembro que había tenido una pronunciada gravitación en el desenvolvimiento del Grupo. La separación, según ciertas pruebas, habría sido motivada por razones estéticas. El Grupo se había propuesto, según dice textualmente el manifiesto de su fundación: «1: Estimular la superación artística de cada uno de sus afiliados, por el conocimiento y examen crítico de sus obras. 2: Propender a la difusión y conocimiento de sus obras por medio de audiciones públicas. 3: Editar las obras de sus afiliados; 4: Extender al extranjero la difusión de la obra que realiza el grupo. 5: Prestar preferente atención a la producción general del país facilitando su conocimiento por los medios a su alcance. 6: Abrir opinión públicamente sobre asuntos de índole artística, siempre que ello pueda significar una contribución al desarrollo o afianzamiento de la cultura musical». Queda en claro que la primera propuesta se cumplió, al menos en ciertos períodos, por cuanto se realizaron reuniones, especialmente en el domicilio de José María Castro, el cual figuraba como sede de la agrupación. En el curso de las mismas se escuchaban las creaciones más recientes de los miembros o bien composiciones de autores extranjeros. En cuanto a la segunda propuesta, se erigió en base a las preocupaciones de sus afiliados. Los conciertos públicos se realizaron desde 1929 en la Asociación Amigos del Arte; a partir de octubre de 1938 prosiguieron en el Teatro del Pueblo, y, ya sobre el filo de su clausura, en el salón de actos del Edificio Volta de la Compañía Argentina de Electricidad. En total, cincuenta y cuatro audiciones en el lapso de quince años de vida de la entidad. La tercera finalidad, la edición de obras, se cumplió asimismo, a pesar de que debió haber sido una de las más difíciles de realizar. Algunas de esas obras vieron la luz a través de ediciones propias; otras lo hicieron con la firma Ricordi y las más con el auspicio decisivo de la Editorial Argentina de Música - 124 -


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(EAM), sostenida con ejemplar generosidad por la señora Cecilia Benedit de Debenedetti. El cuarto aspecto del manifiesto, la difusión de la obra de la agrupación y de la producción de sus miembros en el extranjero, se hizo efectiva a partir del momento en que se inicia la vinculación con la SIMC (Sociedad Internacional para la música contemporánea), denominación en español de la International Society for Contemporary Music (ISCM). En efecto, a partir del programa del 4 de junio de 1932, el Grupo Renovación empieza a figurar como sección argentina de la SIMC. Tras la desaparición en 1944 del Grupo, la entidad internacional fijó su filial argentina en el seno de Nueva Música, fundada y dirigida por Juan Carlos Paz. Las dos últimas propuestas no se cumplieron, en cambio, con eficacia. Pese a las discrepancias internas, la obra cultural desarrollada por el Grupo Renovación tuvo significados excepcionales. Sus conciertos no sólo enriquecieron a sus propios miembros, a los intérpretes y al público. Es que se moldeó asimismo la nueva generación de compositores, aquellos que en los quince años de vida del grupo pudieron ejercitarse en la saludable práctica de conocer lo más nuevo y de elegir. c) Los géneros musicales Todos los géneros compuestos para medios tradicionales, que habían llegado a su estadio de adultez con los músicos de la Generación del Ochenta, circulaban ahora por cauces normales, aunque renovados en su apertura modernista. No trabajaron en cambio con medios electroacústicos, la música concreta y la electrónica, nacidas en Europa en 1948 y 1950, aunque en los últimos años de vida de estos creadores ya existían en la Argentina posibilidades de hacerlo. Respecto de los géneros tradicionales, puede advertirse que, desde un punto de vista cuantitativo, los términos aparecen alterados en relación con los de la generación anterior. En el caso de la ópera, por ejemplo, hay una notable disminución de títulos. Compositores como Beruti, Gaito y Boero, que llegan a realizar entre seis y diez óperas cada uno, seguidos por Panizza, con cuatro, no encuentran réplica en esta Generación del centenario, con la excepción de Juan José Castro, autor de la «farsa violenta» La zapatera prodigiosa, la tragedia Bodas de sangre, ambas sobre textos de Federico García Lorca, y la tercera, Proserpina y el extranjero, ganadora en 1951 del Premio Verdi, otorgado por el Teatro Alla Scala de Milán. Su cuarta ópera, Cosecha negra, quedó inconclusa. También, entre otros autores, se aproximaron a la ópera Jacobo Ficher, con dos títulos breves (El oso y Pedido de mano) basados en Anton Chejov, del cual se manifestaba el músico, de origen ruso, un ferviente admirador. En cambio, en el terreno del ballet dejan su huella casi todos los autores de esta generación, sin que se advierta proclividad hacia la temática nacionalista, como había ocurrido con la generación anterior. Ahora abordan temas generales, cada uno dentro de sus propias estéticas universalistas. Algunos títulos son Georgia, El sueño de la botella y Falarka de José María Castro; Mekhano y Offenbachiana de Juan José Castro; Juerga, de Julián Bautista, compuesta antes de su establecimiento en la

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Argentina, estrenado por Antonia Mercé en París; Buenos Aires y Títeres de Honorio Siccardi; Blanca Nieves, La ciudad del humo y El retorno, los tres de Luis Gianneo, etc. Estos creadores empiezan a componer sus obras sinfónicas hacia fines de la década de 1920. Es cierto, las posibilidades de una inmediata audición eran escasas, entre otras razones porque sus autores aún no habían podido ofrecer, por su juventud, suficientes pruebas de su talento y su dedicación a la música. Recordemos que hacia fines del siglo XIX ya se deseaba, aunque infructuosamente, contar con una orquesta estable de conciertos. En 1877 se crea la Sociedad Orquestal Bonaerense; en 1879 empiezan a realizarse los conciertos de verano del Jardín Florida; lo mismo sucedió con los conciertos del Salón Operai Italiani a partir de 1892. En 1898, el Conservatorio de Música de Buenos Aires creado por el compositor y pedagogo Alberto Williams organizó su actividad sinfónica, firmemente apoyada por una entidad creada ese mismo año, El Ateneo. Históricos fueron los conciertos dirigidos por Alberto Williams en la Biblioteca Nacional, en los años en que Paul Groussac dirigía esa institución. Luego viene una larga y fecunda actividad que omitimos por ser atendida, en esta publicación, por el Lic. Pablo Bardin. Los primeros de esta generación en iniciarse en el terreno de la composición de obras orquestales fueron Honorio Siccardi, Juan José Castro, Jacobo Ficher, Juan Carlos Paz y Luis Gianneo, para sumarse, ya en la década de 1930, los restantes músicos de la misma generación. Es justamente en esta década cuando compone José María Castro una obra sintomática de lo que se convertirá en su verdadero perfil estilístico. Se trata del Concerto grosso, de 1932, una creación que refleja, no sólo en la alusión barroca del título sino en gran cantidad de detalles, la adhesión de Castro a la tendencia neoclásica tal como había sido elaborada por Stravinsky en la década anterior. Es que Stravinsky hizo escuela en la Argentina y José María fue su más convencido seguidor. Luego, en 1936, la Orquesta Filarmónica de la APO da a conocer, bajo la dirección del propio compositor, la Obertura para una ópera cómica, una de sus partituras más difundidas. Juan José Castro, por su parte, comienza a crear sus obras orquestales en la década de 1920, con los poemas sinfónicos Dans le jardín des morts, A una madre y La Chellah, a las que seguirán las Sinfonía argentina, De tierra gallega, los Corales criollos, la Suite introspectiva, conciertos para piano, para violín, etc. Entre 1927 y 1930 surgen dos obras sinfónicas de Luis Gianneo que reflejan una actitud romántica ligada al sinfonismo poemático. Se trata de Turay-Turay y de El tarco en flor, ambas llamadas a evocar la particular atmósfera del Norte argentino, que tan fuertemente marcó su sensibilidad y aún su carácter. Autor independiente, también vibró ante ciertas manifestaciones de modernidad, como es el caso del neoclasicismo, que se advierte en su Obertura para una comedia infantil, de 1939, y en Sinfonietta, de 1940. Pero también indagó por el camino del serialismo, como ocurre en el Poema de la saeta, donde se asoma al mismo tiempo a ese hispanismo que entre nosotros tanto debe al influjo de Falla. Conciertos, poemas sinfónicos, la Sinfonía de las Américas son apenas una parte de su extensa producción que se - 126 -


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expandió asimismo por la música de cámara, para piano, canto y piano, coro «a cappella», etc. Juan Carlos Paz reconoció que en su formación, como en la de todos los compositores argentinos de su generación, tuvo un papel fundamental la presencia en Buenos Aires del director de orquesta Ernest Ansermet. Paz subrayaba el hecho de que el músico suizo se había propuesto revelar los talentos del siglo y las nuevas tendencias hasta el año 1931 y « nosotros- señala- nos nutrimos de todo eso con una felicidad y con una suerte que no la tenían otros auditorios de jóvenes, porque en el mundo, en general, había una tendencia bastante reaccionaria después de la primera guerra mundial». Paz declaró que a los consejos de Ansermet se debe que se haya ido alejando, en cuanto creador, del lenguaje franckiano, para acercarse cada vez más al estilo de Debussy. En ese mismo sentido lo habría orientado Richard Strauss. Hasta que, tras pasar por la experiencia neoclásica, que lo cansó muy pronto, encontró su camino más firme y seguro tras conocer las obras y los escritos teóricos de Arnold Schönberg. Fue en 1934 cuando se introdujo en el terreno de la técnica serial y en 1937 envió su Passacaglia para orquesta al Festival de la SIMC que se realizaba ese año en París. Ya tres años antes había dado a conocer su primera Composición sobre los doce tonos, para flauta y piano. En 1950, el músico se despidió del método creado por Schönberg con Dedalus 1950, que él consideró como una especie de Ulises de Joyce, pues según su autor «atraviesa por todas las vicisitudes imaginables hasta quedar en la nada, en el cero, signo del infinito: pero punto de arranque, de posibilidad...». De ahí en más, ya atravesada la primera mitad del siglo, Paz emprende nuevos caminos. La presencia del español Julián Bautista (1901-1961) fue bienhechora para el ambiente musical argentino, tanto por sus logros artísticos y por la solidez de su aporte creativo, como por la nobleza de su espíritu y por la dignidad con que supo rodear su vida personal y profesional. Luego de transitar en Madrid la experiencia del Grupo Madrid, que habría estado llamado a renovar de manera decisiva el arte musical de la península, la guerra civil dispersó a sus miembros, llevándolos por diversos rumbos. Gran parte de la producción de Bautista nació bajo el estímulo del Grupo. Cuando llega a Buenos Aires en 1940, ya era autor de obras pertenecientes a los géneros de la ópera y el ballet, sinfónico, de cámara, canciones para voz y piano y obras para piano solo y para guitarra. En la Argentina compuso sólo tres obras para orquesta y dos partituras para conjunto de cámara, además de su Romance del rey Rodrigo, concebida para coro «a cappella». Apenas seis creaciones en el curso de veinte años. Es que Bautista escribía pausadamente, sólo cuando según su criterio tenía algo nuevo que decir, en una época de incontrolable afán de renovación como la que le tocó vivir, particularmente en los años de la segunda postguerra, que le obligaba a someter todas las novedades a su conciencia crítica. Aquí compuso su Sinfonía breve (1956), su Segunda Sinfonía «Ricordiana», de 1957, los Cuatro poemas galegos (1946) y, su última obra, el Cuarteto Nº 3 para cuerdas.

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Bautista tuvo discípulos, en los que alcanzó a imprimir la seriedad y responsabilidad frente a su oficio, así como la nobleza de su espíritu de hombre íntegro. Entre otros músicos de esta Generación del Centenario citamos a Honorio Siccardi, Montserrat Campmany, María Isabel Curubeto Godoy, Juan Agustín García Estrada, José Martí Llorca, Arnaldo D´Espósito, Julio Perceval, Pascual Grisolía, Pedro Valenti Costa, Isidro Maiztegui y Carlos Suffern.

LA GENERACIÓN DEL 45 Hacia 1945 se encuentran en ascenso los músicos que llamaremos, por lo mismo, Generación del 45, es decir los nacidos entre 1910 y 1925. Dada la propuesta de este trabajo, de abarcar los cincuenta primeros años del siglo XX, los tomaremos en el comienzo de sus vidas creadoras, que se prolongaron durante toda la segunda mitad del siglo y aún hasta estos años del siglo XXI. Pues bien, para la década de 1940, estaban en actividad algunos de los músicos de las dos generaciones anteriores, la que llamamos Generación del 80 , y, con más razón, la de la Generación del centenario. Y aún más, un admirable representante de la generación de Los primeros profesionales, gracias a que Alberto Williams vivió noventa años, hasta 1952, y a que sus Coros argentinos a cappella, op. 124, son de 1945. En resumen, cuatro generaciones en danza. Los músicos con que cerramos esta nota definen entonces, a partir de la cuarta década del siglo, sus respectivas carreras profesionales. Ahí se ubican Washington Castro (1909- 2004), Roberto García Morillo (1911-2003), Héctor Iglesias Villoud (1913-1988), Carlos Guastavino (1914-2000), Ángel Lasala (1914-2000), Guillermo Graetzer (1914-1992), Pedro Sáenz (1915-1995), Alberto Ginastera (19161983), Marcelo Koc (1918-2006), Astor Piazzolla (1921-1992), Eduardo Alemann (19222005), Silvano Picchi (1922-2005), Alejandro Pinto (1922-1991), César Mario Franchisena (1923-1992), Eduardo Tejeda (1923), Roberto Caamaño (1923-1993), Valdo Sciammarella (1924), Pompeyo Camps (1924-1997), Fernando González Casellas (1925-1998), Hilda Dianda (1925) y, entre otros, Nelly Moretto (1925-1976). Este núcleo presenta, en la diversificación de senderos elegidos, una fisonomía similar a la de la generación anterior, sólo que se incorporan nuevos lenguajes y modos expresivos en la medida en que responden a las inquietudes impuestas por su mayor juventud. Tal como había ocurrido con sus antecesores inmediatos, la más notoria oposición se plantea entre los que prolongan el nacionalismo romántico de raigambre indigenista o folklórica, producto ya de generaciones argentinas pasadas, y los que adhieren a las modernas corrientes estéticas y musicales de la Europa de la Segunda posguerra. En el caso de esta generación, los extremos están constituidos por Ángel Lasala y Héctor Iglesias Villoud por un lado, y el núcleo vanguardista constituido por César Franchisena, Hilda Dianda y Nelly Moretto, quienes abordaron la música concreta, electrónica y para medios mixtos. En el medio ubicamos a Washington Castro, García Morillo, Graetzer, Ginastera, Piazzolla, Camps, Caamaño o Sciammarella, entre muchos, quienes respondieron a una convencida asimilación de - 128 -


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procedimientos de la modernidad, e incluso de la vanguardia europea. Algunos adoptaron un lenguaje identificable con procedimientos de entreguerras, como «la tonalidad ampliada» con infinidad de recursos válidos; otros se adhirieron a la dodecafonía, aunque en general lo hicieron con bastante libertad, mientras algunos se inclinaron hacia el experimentalismo de la Segunda posguerra. No hay un lenguaje común que permita hablar de un estilo generacional, como no sea el grande y multifacético de la música contemporánea occidental. Es claro que hay situaciones especiales: Ginastera, por ejemplo, avanza desde un nacionalismo indigenista armónicamente modernizado, hasta un lenguaje de filiación vanguardista, mientras la fidelidad de Astor Piazzolla al tango rioplatense no excluye un aggiornamento del lenguaje sonoro que da auténtica personalidad a su estilo. De todas maneras, más allá de la ausencia de un lenguaje común que los aproxime como totalidad generacional, hubo núcleos que se identificaron en torno de algún compositor o entidad. Es el caso de la Agrupación Nueva Música liderada desde su fundación, en 1937, por Juan Carlos Paz, donde se alinearon los más jóvenes, los de la generación de nacidos a partir de 1930, y en cambio muy pocos de los de las anteriores. Su propósito fue el de ampliar la tarea iniciada por el ya desaparecido Grupo Renovación, en el sentido de divulgar las manifestaciones relacionadas con el atonalismo, el dodecafonismo, la escritura atemática, la técnica serial y ahora también la música electrónica, y de dar a conocer, a través de conciertos, la producción de compositores europeos y norteamericanos de avanzada, así como las de los miembros de la agrupación. Otros creadores de la generación que nos ocupa, sin embargo, marcharon totalmente al margen del área de Paz o de Ginastera. De ahí que la marca de esta generación resida en la variación de tendencias y procedimientos de composición, como reflejo del choque de corrientes y contracorrientes de la propia cultura argentina, pero también del influjo sobre cada uno de la producción europea contemporánea. Los influjos externos Cuando se atraviesa el año 1940, la guerra marca un dramático sesgo en el desarrollo de la música europea. Es explicable que haya un antes y un después, aunque no todos los compositores de aquel continente reflejen un cambio abrupto dentro de su estilo. Esto significa que los modelos sobre los cuales nuestros compositores van dando fisonomía a su lenguaje, son tan variados como excepcionalmente cambiante es el panorama europeo previo y posterior a la Segunda guerra. Es natural que hacia fines de la década de 1930 y parte de la siguiente, en que algunos de nuestros jóvenes músicos de la Generación del 45 se encuentran en plena formación, el influjo de Stravinsky, Hindemith, los modernos franceses, Manuel de Falla, Bartók y Prokofiev acapare los mayores entusiasmos. También la autoridad de Schönberg y sus discípulos justifica que la dodecafonía se haya convertido en un lenguaje cada vez más familiar. Lo nuevo ahora residía en la adaptación a nuestro medio.

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Por su parte Stravinsky todavía es en esos años una referencia incontestable. La obra más temprana de Ginastera, el ballet Panambí (1937), revela hasta qué punto sigue siendo un modelo irrenunciable el estilo marcado por La consagración de la primavera (1913), con un primitivismo que se afirma en armonías masivas, ásperamente percutidas, ritmos ostinati, de carácter motor, obsesivos, y una orquestación de sonoridades duras, que contrastan con las sutilezas de color y la atomización exquisita de la paleta orquestal de Debussy y Ravel. Influjo análogo dentro de la misma dirección lo marcan Sergei Prokofiev y Béla Bartók, cuyos rasgos de primitivismo esencial se refleja en los finales de las obras ginasterianas, donde la fuerza y el vigor rítmico del malambo les confiere al mismo tiempo una identidad nacional. Todavía el neoclasicismo de Stravinsky, que en la Argentina se había afirmado con José María Castro, se prolonga entre algunos de estos jóvenes músicos, aunque en esta dirección es más robusto el efecto provocado por la obra de Paul Hindemith. Una razón poderosa explica que este compositor alemán haya quedado tan fuertemente vinculado con la producción nacional, y es el hecho de haberse establecido en el país tres músicos llegados de Alemania y Austria, perseguidos por el régimen de Hitler. Son ellos los musicólogos Ernesto Epstein y Erwin Leuchter y el compositor Guillermo Graetzer, que arribó al país en 1939. Habiendo este último estudiado en Alemania, justamente con Hindemith, no extraña que su obra exhiba las líneas directrices del pensamiento de ese autor. La búsqueda de la música pura, de un arte regido por sus propias leyes de composición y no con carácter sentimental y autobiográfico, sumado a un penetrante influjo de la tradición germánica especialmente a través de un «retorno a Bach», son algunas de las constantes del estilo de Hindemith que transportan al país aquellos profesionales. Por otra parte, la adhesión del propio Hindemith a una expresión «artesanal», a creaciones de valor pedagógico, y aún a un concepto «curativo» del arte dentro del vivir cotidiano y las costumbres sociales y privadas, marca en gran medida la actividad promovida por aquellos músicos en la Argentina, donde los tres terminan sus vidas. Por varios caminos la música de Europa y, ahora también, la de Estados Unidos de la Segunda posguerra se hace sentir con todo vigor y termina por influir en la producción argentina. Es preciso recordar aquí que debieron pasar no menos de tres o cinco años antes de que Europa, en gran parte semienterrada bajo sus escombros, resurgiera para la música. Lo que ocurre a partir de ahí se traduce en una serie de corrientes, algunas de ellas inéditas, y otras que no son sino prolongación o metamorfosis de procedimientos e inquietudes manifestadas en el período de «entre guerras». Centro fundamental de esa vanguardia había sido la ciudad alemana de Darmstadt, donde desde 1945 el compositor Karl Hartmann había organizado una serie de conciertos bajo el nombre de Nueva Música. Dos años después, otro compositor, Wolfgang Fortner dirigió las temporadas de vacaciones de la música nueva, cursos de verano que tuvieron como invitados en 1948 a René Leibowitz, un polaco radicado en París, autor de libros fundamentales para la difusión de la escuela de Schönberg, y en 1949 al francés Olivier Messiaen. - 130 -


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Pero además esos años del 40 al 50 ven nacer nuevas categorías, la música concreta, la electrónica y la de medios mixtos, que incluyen en una misma obra instrumentos o medios tradicionales y los electrónicos, los que habrían de ingresar poco después al país, básicamente a través de los tres compositores de esta generación ya mencionados, Franchisena, Dianda y Moretto. Este breve panorama de la creación europea que influye sobre nuestros compositores podrá verse incrementado en la medida en que se afirmen las características de la obra de cada autor. Pero también se impone, naturalmente, la marca de los acontecimientos históricos de la Argentina en esa etapa crítica, más allá de la personalidad de cada creador. Para 1950, fecha en que, se recuerda, damos por concluido nuestro trabajo, es escaso aún el número de composiciones creadas por los músicos de esta generación. Citemos entre las obras más representativas Estancia (1941) de Ginastera, sus obras pianísticas tempranas, anteriores a la primera Sonata para piano (1952), sus dos primeras Pampeanas y el primer Cuarteto para cuerdas; los ballets Usher (1941) y Harrild (1945), la obra sinfónica Tres pinturas de Paul Klee (1944) y la cantata Marín (1950) de Roberto García Morillo; la Rapsodia porteña, para orquesta sinfónica, de Astor Piazzolla (1947), que marca el comienzo de su obra bajo la guía de Ginastera; las Baladas amarillas (1945) y Suite para orquesta de cuerdas (1949) punto de partida de la importante producción de Roberto Caamaño o el Concierto campestre (1946) de Washington Castro. Entre otros títulos creados con anterioridad a 1950 se sitúan las obras para ballet de Graetzer Siete princesas muy desdichadas (1940), Juana la Loca (193839), Los pensamientos (1942), Pequeña leyenda de danza (1941, revisado en 1962) y Bar Cojbah (1944). De la década de 1940 son asimismo varias composiciones de cámara de Eduardo Alemann, como el Trío para flauta, violín y viola (1943), las Variaciones sobre una antigua canción española ( 1946) o las Tres piezas breves (1949). De 1948 es la Invención Op. 8 para orquesta de cuerdas y obras de cámara de Marcelo Koc. También Tirso de Olazábal creó en esa década varias composiciones para el mismo género, como es el caso de Fantasía para clarinete y piano (1945) o el Scherzo para nueve instrumentos (1946) entre otras. Por su parte Iglesias Villoud y Lasala dan a conocer varios ballets, los cuales representan netamente la tendencia indigenista y folclórica que caracteriza a ambos autores. De Iglesias Villoud se conocen sus ballets Amancay (1937) y El malón en 1943 y en 1945 su ópera El oro del Inca. A su vez Ángel Lasala da a conocer en 1944 su primera obra para la escena, la leyenda coreográfica Chasca Ñahui (del quechua «Ojos de lucero»), y compone en 1945 el poema coreográfico Achalay, con argumento del compositor. Con el ballet Fue una vez..., que el Colón dio a conocer en noviembre de 1942, Carlos Guastavino incursiona por un género que no volvió a atraerle; en cambio comienza a aparecer un número impresionante de canciones, entre ellas algunas tan difundidas como Se equivocó la paloma y Pueblito, mi pueblo, ambas de 1941.

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Para 1951 comienzan a aparecer los primeros trabajos para piano de Valdo Sciammarella, como el Homenaje a Falla (Preludio y fuga) y las Piezas breves. Es justamente en esos años cuando comienza a definirse una orientación que será decisiva, como es el de la música para voz, sea con piano o con conjunto de cámara u orquestal. Esa fecunda década del 50 lo llevará asimismo a componer música para veintidós obras del teatro universal antes de arribar a la ópera, género para el cual crea, en 1957, su primera versión de Marianita limeña, objeto, treinta años después, de importantes modificaciones. En 1949 se inicia la producción orquestal de Silvano Picchi con la Suite irreverente, música para ballet dedicada a Floro M. Ugarte. Entre las composiciones más tempranas de Pompeyo Camps, y con una amplia trayectoria dentro del repertorio de nuestras orquestas, se encuentra la Balada de la cárcel de Reading, de 1956, basado en el poema homónimo de Oscar Wilde. La orquesta atrajo asimismo en varias ocasiones a Fernando González Casellas, autor de Siete invenciones para orquesta o, entre otras, el Prólogo sinfónico para una farsa de Roberto Arlt. Señala el musicólogo Héctor Rubio que después de algunos trabajos tempranos, Franchisena adoptó para las obras de la que sería su primera época, la bitonalidad y la politonalidad, como es el caso de su Concertino para piano y orquesta de cuerdas, de 1949 y de su Sonata para piano. En opinión de este estudioso en aquellas composiciones, el autor centra su interés en la búsqueda de nuevas combinaciones armónicas y la exploración de formas tradicionales. Una segunda etapa se definiría por la adopción de un dodecafonismo ortodoxo, tal como ocurre en el Cuarteto N° 1 de cuerdas y el Concierto para piano y orquesta. Después de 1954, el rigor del método ideado por Schönberg es reemplazado por una serie de diez tonos, resultado de la unión de dos escalas pentatónicas, lo que ocurre en Treno, para quinteto de vientos. Franchisena se mantiene luego dentro del serialismo, pero sin atenerse al método. A partir de 1957, el músico inició el tratamiento del sonido no temperado, para lo cual acude a las posibilidades de un piano preparado con planchas metálicas colocadas entre los martillos y las cuerdas, fagot en posiciones falsas, violín con rasgueos detrás del puente y otros procedimientos. ************ Señalemos por último, y antes de cerrar este trabajo, que a poco más de setenta años de la Restauración nacionalista de Ricardo Rojas, Ginastera pudo cumplir el ansiado y ya viejo sueño de los modernistas de los tiempos del Centenario de la nación. Es posible que el mayor grado de sincretismo entre lo folklórico y lo europeo se haya logrado en sus obras tempranas, cuando incorpora el acorde mi- lare-sol-si-mi formado por la afinación de las cuerdas de la guitarra, como verdadero «acorde simbólico», que se escucha como marca del autor en su estado original o en interesantes transformaciones, o cuando acude a la fórmula rítmica del malambo.

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Justamente en aquella temprana obra para piano, Malambo, op. 7, de 1940, se da un perfecto sincretismo entre lo vernáculo y lo europeo. El estilo del zapateado de la danza del gaucho le da la idea a Ginastera de escribir esta toccata, donde el acorde simbólico se escucha en el comienzo de la pieza, que en cambio contiene armonías modernas, dentro de una clara ubicación politonal. Es obvio que en ella predomina el aspecto rítmico, un ritmo obsesivo en 6/8 sobre la base de una pequeña célula melódica que se repite en intervalos irregulares creando una atmósfera tensa. Algo similar ocurre en el ballet Estancia op. 8, cuyo último número, Danza final (Malambo), es de una intensidad y maestría sinfónica que atrapa invariablemente al público de cualquier latitud. En opinión de Ginastera, la esencia argentina siguió latente en su producción, más allá de estar ausente cualquier tipo de fórmula rítmica o melódica del folklore, al considerar como elementos valederos para una identidad nacional los ritmos fuertes y obsesivos, que recuerdan a las danzas masculinas; la cualidad contemplativa de algunos de sus adagios, que sugieren la tranquilidad pampeana, o el carácter esotérico y mágico de ciertos pasajes en los que pretendía evocar «las misteriosas e impenetrables selvas del país». Y aún en los últimos doce años de su vida, es decir los de permanencia en Ginebra (1971-1983), se advierte una nostálgica evocación de los rasgos que lo mantenían artística y psicológicamente ligado a la Argentina, cuando compone la Sonata para violoncelo y piano (1976), cuyo último movimiento evoca el ritmo del carnavalito, dentro de un lenguaje totalmente actualizado respecto de las tempranas obras de su etapa de «nacionalismo objetivo», según su propia definición. Con esta limitada alusión a la obra de la Generación del 45 damos por terminado nuestro trabajo, dejando la producción de la segunda mitad del siglo y el comienzo del XXI como tarea para otros colegas.

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ANOTACIONES SOBRE LA PRESENCIA EUROPEA EN LA MÚSICA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA Por Federico Monjeau

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Hablar de lo «europeo» en la música argentina de la segunda mitad del siglo XX, que es el período del cual se ocupa este artículo, podría significar una descripción casi en su totalidad de la música argentina académica, cuyo origen y desarrollo no podría comenzar a pensarse sin relación con una tradición europea. Pero esta comprobación no vuelve el tema completamente inespecífico, en la medida en que la idea de una tradición europea o, mejor, la forma de asumir o procesar críticamente esa tradición ha sido un eje fundamental para la definición de las distintas corrientes y estéticas de la música argentina moderna.

I Podríamos comenzar con un significativo capítulo de historia cultural: el encuentro del compositor francés Pierre Boulez y el compositor argentino Francisco Kröpfl en Buenos Aires, en 1954. Boulez es el primer músico que plantea los principios del multiserialismo. Su pieza Estructuras para dos pianos, de 1952, traslada la fórmula dodecafónica de Arnold Schoenberg a las distintas dimensiones o parámetros del sonido. La aplicación es un tanto rudimentaria, pero de cualquier manera resulta significativa como modo de racionalización de los materiales musicales. Un estudio para piano de Olivier Messiaen de 1949, el Modo de valores e intensidades, fue la llave que permitió a los compositores de posguerra extender el principio serial schoenberguiano a las distintas dimensiones de la composición. Francisco Kröpfl nace en Hungría en 1931 y al año se radica con sus padres en Buenos Aires. Recibe su primera formación musical de unos curas franciscanos y a los 17 años se torna discípulo de Juan Carlos Paz. El solo nombre de Paz cifra toda una tradición de ilustración y modernidad en la música argentina, tanto por sus propias - 137 -


composiciones como por su trabajo de difusión con los Conciertos de Nueva Música y sus escritos teóricos. Para la época de su encuentro con Boulez, Kröpfl (seis años más joven que el músico francés) ya conoce bien las técnicas del grupo de Viena y lleva compuestas algunas piezas en el estilo de Anton Webern. El músico argentino conocía además los primeros tanteos del multiserialismo y había leído algunos artículos de Boulez publicados en revistas francesas, entre ellos uno sobre Le visage nuptial (1950), donde el autor expone la técnica de expansión y contracción de las unidades rítmicas que Kröpfl emplea en una de las Cuatro canciones de Aldo Maranca, de 1952. Boulez había arribado a Buenos Aires como director musical de la compañía de teatro de Jean-Louis Barrault. Se hospeda en el Hotel Claridge de la calle Tucumán, casualmente a metros de la galería de arte que Kröpfl había fundado con dos amigos en 1952. La referencia a esa galería no es un detalle meramente anecdótico, ya que expresa la fuerte comunidad de ideas e intereses entre artistas e intelectuales propia de los años 50 en Buenos Aires; según una ocurrencia de Tomás Maldonado, la galería se llamó Krayd, por la suma de Kröpfl, (el poeta Gustavo) Aguirre y (un tercer socio de apellido) Daniel. Fue la primera galería local dedicada exclusivamente al arte abstracto, con base en el movimiento geométrico de los concretos, que tenía como principal referencia al suizo Max Bill. Para Kröpfl y sus amigos había una continuidad natural entre el arte concreto y el atonalismo de filiación weberniana. Kröpfl frecuenta a Boulez en el Claridge, y a su vez Boulez se interesa por el ambiente local. El músico francés da unas conferencias en la galería Krayd, hace oír cintas con los primeros conciertos de Le Domaine Musical y enseña además la primera partitura de música electrónica, el Estudio Nº 1 de Stockhausen. En uno de esos encuentros personales Boulez le transmitirá a Kröpfl la técnica de los complejos que estaba empleando en El martillo sin dueño, obra que terminará de componer precisamente durante su estadía en Buenos Aires. La técnica de los complejos significaba un principio de variación serial a gran escala, que proporcionaba desarrollos más abiertos respecto del serialismo rígido de las Structures y que tendrá un lugar significativo en el desarrollo posdodecafónico de Kröpfl, tal como se aprecia en las Variaciones para piano de 1954 y luego en la Música 1956 para clarinete solo y en la Música 1957 para voz, vibráfono, percusión y piano. El progreso serialista de Kröpfl tiene un punto culminante en Música para «Dimensión», de 1960, compuesta bajo el influjo del célebre artículo de Karlheinz Stockhausen «... wie die Zeit wergeht...» (Cómo pasa el tiempo), que se publicó en el número 3 de la revista Die Reihe (1957) y que tuvo en nuestro músico un impacto no menos decisivo que los complejos de Boulez. Para resumirlo brevemente, en ese artículo que el músico alemán escribe en paralelo a la composición de Gruppen, Stockhausen no sólo se propone la creación de nuevas técnicas de composición, sino también el establecimiento de un nuevo paradigma musical. Lejos del sistema de oposiciones de filiación estructuralista de Boulez,

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Stockhausen establece un nuevo principio integrador, y ese principio es el Tiempo. El Tiempo es el continuo sobre el que se proyectan, de mayor a menor, la forma, las duraciones y las alturas (que Stockhausen llama «microduraciones»). Stockhausen pensaba que su técnica de grupos y sus ritmos deformantes superaban definitivamente la concepción lineal-contrapuntística del dodecafonismo. En Música para «Dimensión» Kröpfl realiza una original adaptación (y, en cierta forma, una simplificación) del sistema de Stockhausen. Música para «Dimensión» es la última obra acústica que Kröpfl compone antes de iniciar su pionera trayectoria electroacústica; es interesante observar cómo el desarrollo del serialismo conduce a un temprano surgimiento de la música electrónica en el país. En 1958 Kröpfl funda el Laboratorio de Fonología Musical, que funciona en la Facultad de Arquitectura de la UBA y cuyo nombre es un tributo al Estudio de Fonología de Milán creado en 1955 por Bruno Maderna y Luciano Berio.

II La experiencia personal de Kröpfl –el conocimiento de primera mano de los desarrollos de la vanguardia europea– constituye una suerte de matriz estética e intelectual que se generaliza en la Argentina –y, de alguna forma, en Latinoamérica– con la experiencia del CLAEM (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales). La creación del CLAEM respondió a una convicción por parte de fundaciones norteamericanas hacia fines de los 50 y principios de los 60 de crear un centro de actualización musical en Latinoamérica. El CLAEM tuvo subsidios de la Fundación Rockefeller y se instaló en el Instituto Di Tella con un funcionamiento independiente. Aunque en los primeros años hubo cierto énfasis en la idea de una estética «americana», especialmente con la visita de Copland y con unas conferencias de Gilbert Chase (tituladas «Hacia una estética americana»), la actividad del Centro no demoró en orientarse hacia las formas más avanzadas de la vanguardia, no sólo las provenientes de la escuela serialista sino también de la música estocástica de Iannis Xenakis o del informalismo de John Cage. Como Kröfpfl diez años antes con Boulez, los jóvenes becarios argentinos y latinoamericanos establecieron contacto de primera mano con músicos como Luigi Nono, Iannis Xenakis, John Cage, Bruno Maderna, Luigi Dallapiccola y Oliver Messiaen, entre otros. En 1967 Kröpfl asume la dirección del Laboratorio de música electroacústica del CLAEM –por una intervención del compositor argentino Mario Davidovsky, quien ya estaba radicado en Nueva York pero mantenía vínculos con el Centro y había dictado un curso en 1965–, institución creada por Alberto Ginastera. Es así como en el CLAEM convergían representantes de dos tradiciones de la música académica argentina; Ginastera representaba un intento de síntesis entre técnicas europeas avanzadas y materiales locales, mientras que el discípulo de Juan Carlos representaba un cosmopolitismo franco. En los hechos prevalecía el espíritu de Paz –ya que ni siquiera en los discípulos de Ginastera como Antonio Tauriello y Gerardo Gandini se manifiesta

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algún interés por un desarrollo de motivos telúricos–, aun cuando Paz mismo fuese sumamente irónico en su visión del CLAEM, al que llamaba «la Academia Pitman de la música moderna». Tal vez no podamos decir exactamente lo que era la vanguardia argentina en los años 60, pero sí lo que no era: no era nacionalista, no era americanista, y tampoco se interesaba por el tipo de experiencias experimentales y happenings que sí tenían lugar en otros departamentos del Instituto Di Tella. Más que un centro de experimentación, el CLAEM era un centro de formación y de transmisión de las técnicas más avanzadas de posguerra. Puede pensarse que la institución del CLAEM, como principal irradiación de la vanguardia musical en Latinoamérica, termina de moldear cierta fisonomía de la música argentina contemporánea, una música definitivamente sustraída de la perspectiva nacionalista, autocentrada en su status académico y sin contacto con los géneros populares. Con relación a este último punto, es instructiva una comparación con el medio musical brasileño. Mientras músicos eruditos del Brasil como Julio Medaglia, Damiano Cozella y Sandinho Hoahagen intervinieron decisivamente, como arregladores e impulsores estéticos, en el movimiento tropicalista de los años 60 liderado por Caetano Veloso y Gilberto Gil, la vanguardia argentina se mantuvo centrada en la tradición del serialismo y la música electrónica. Pero siempre se anhela lo que no se posee, y es así como Augusto de Campos, poeta concreto y figura clave de la vanguardia brasileña, en un artículo de 1967 se lamentaba por el desamparo oficial de los compositores cultos brasileños, «mientras en los países desarrollados florecen los Stockhausen, los Boulez, los Cage, los Nono, y mientras en Buenos Aires se completa la instalación del Instituto Di Tella y del primer estudio de música electrónica en Latinoamérica»1.

III La música argentina culta tuvo una forma autocentrada, pero esto no necesariamente clausuraría las discusiones sobre lo propio y lo ajeno en términos de tradiciones y materiales musicales. Tampoco la música argentina de la segunda mitad del siglo XX fue ajena a la crisis del concepto modernista de material que se generalizaría en los años 60, cuando la idea de un material musical en evolución constante entra definitivamente en crisis. Ese concepto tenía un fuerte sustrato en la filosofía de la música de T. W. Adorno; es necesario recordar que el filósofo alemán había forjado el concepto de material a la luz de la experiencia de Schoenberg y la música atonal. Como dice Adorno mismo en un pasaje de la Teoría Estética, «el concepto de material debió de hacerse consciente en los años 20»; esto es, se hizo consciente una vez que la experiencia del atonalismo lo hizo posible. Para Adorno, el material histórico de la música estaba prácticamente partido en dos: lo tonal y lo atonal. Pero después de 1 Augusto de Campos, Balanço da Bossa e outras bossas, San Pablo, Perspectivas, 1993, p. 128.

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varias décadas de música atonal ese concepto habría quedado perimido, inespecífico, sin peso para el juicio crítico o estético. Más allá del entusiasmo que a cada uno le susciten las obras de la ortodoxia minimalista, o de autores como Terry Riley, Philip Glass o La Monte Young, podemos decir que en esas obras había un legítimo elemento de crítica a la premisa de progreso y transformación constante que está en la base de la música occidental, y especialmente en el serialismo. Pero también en la Sinfonía de Luciano Berio, de 1968, había una profunda reinterpretación del concepto tradicional de material: su extraordinario sistema de citas musicales de Bach a Boulez podía leerse como una metáfora de la disponibilidad total, de que toda la historia de la música forma parte de los materiales disponibles de la música. Esa metáfora de la disponibilidad de materiales tendría una significativa recepción entre los músicos argentinos, entre otras cosas porque ella permitía reinterpretar la dialéctica de lo propio y de lo ajeno con entera libertad. El programa fragmentarista de la Sinfonía de Berio pudo representar el modelo de un sistema de composición irónica. Para muchos compositores argentinos la citación musical simbolizó la apropiación de una tradición europea por la vía de las identificaciones personales; como si la tradición de pronto se hallase enfrente de nosotros como una enciclopedia aplanada en la que uno pudiese entrar con entera libertad. Es evidente que esa forma enciclopédica de la composición musical ya había sido anticipada por Stravinski. En la música argentina ese sistema de composición irónica tuvo sus cultores más distinguidos en Gerardo Gandini y Antonio Tauriello, campo en el que también debería incluirse a Marta Lambertini. Gandini fue un pionero en ese sentido. Ya en 1967, con su pieza Piagne e sospira, basada en un madrigal de Monteverdi, el músico comenzó a desarrollar esas operaciones de apropiación que un poco después quedarían definidas por la crítica literaria con el término «deconstrucción». Para Gandini esas primeras operaciones con el material tuvieron también un sentido de negatividad: no buscaban afirmar una tradición, sino evitar los lugares comunes en los que había caído la música contemporánea luego del puntillismo serialista. También ofrecían un contrapeso frente a la racionalización progresiva de los materiales musicales. «Lo nuevo, expresó el autor en una oportunidad— no reside en los materiales sino en la sintaxis, en la manera en cómo los materiales se combinan entre sí». Pero el trabajo sobre materiales no originales adquirió formas muy variadas en Gandini: la cita sacada de su contexto de origen, a la manera de un «objet trouvé»; las distintas formas de enmascaramiento de la cita, por superposición con otros materiales o bien por un nuevo proceso de fragmentación y descaracterización; los trabajos de «filtrado» de un material no original, como ocurre en una de sus mejores obras, Eusebius, cuatro Nocturnos para piano, con una melodía de Schumann. Vale la pena detenerse en este proceso de composición. La pieza de Schumann, la Nº 14 del ciclo Danzas de la Liga de David, es sometida a cuatro lecturas o cortes distintos: son cortes de lado a lado, ya que cada nocturno de Gandini mantiene los 40 compases de Schumann y toma algunas de sus notas; las que omite serán sucesivamente aprovechadas en los nocturnos restantes. Es como el trabajo del escultor: restar partes a una

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materia que en su estado bruto contiene la forma final; sólo que, a diferencia de lo que ocurre comúnmente en la escultura, no hay aquí desechos de material. Los nocturnos de Gandini retoman las notas de Schumann en el momento de su aparición, coinciden en el ataque, pero el modo específico de ese ataque varía, como también lo hacen la duración y la dinámica, con lo cual se crean superposiciones, polifonías y relaciones armónicas completamente ausentes en Schumann. El hecho de que la pieza de Schumann sea omnipresente y al mismo tiempo no aparezca como forma reconocible o como cita fragmentaria demuestra cómo la utilización de materiales no originales se vuelve un acto progresivamente más privado, que en este caso tiene que ver además con la experiencia de Gandini como pianista y con su relación física con la música de Schumann. El proceso de opacamiento o abstracción de la cita caracteriza igualmente el arte de Tauriello. Una de sus últimas composiciones, el Cuarteto para cuerdas de 1991, está basada en dos melodías de El prisionero de Luigi Dallapiccola. Pero esas melodías no se oyen: «Son ecos de ecos de ecos», dice Tauriello. A propósito del uso de la cita en general, Tauriello sostiene: «En realidad, siento que podría evitarla. Como dice Boulez, es preferible que la cita no esté. Uno tendría que inventar sin subirse a caballo de otro compositor. Escribir un madrigal no en base a uno de Monteverdi, aunque pueda hacer recordar remotamente ciertos procedimientos. Los procedimientos sí me interesan; los procedimientos antiguos abstraídos. No las notas. Mi Impromptu sobre Berg, por ejemplo, está completamente vaciado de citas. Quité todas las notas de Berg y quedó solamente la estructura rítmica. Eso es un ejemplo de lo que yo puedo crear a partir de algo dado»2.

IV En ocasión de una entrevista con Françoise Esellier, el compositor estadounidense Morton Feldman definió la que para él era la principal diferencia entre la música americana y la europea: «la primera es más filosófica, aseguraba Feldman, y la segunda más conceptual». Ante la perplejidad del interlocutor, el músico intentó clarificar: «Ocurre que nosotros no tenemos historia. Y cuando no hay historia debemos hacer filosofía». Aun cuando no debe ser tomada literalmente, y más allá de la curiosa oposición planteada por Feldman entre la filosofía y el concepto, esa idea de Feldman contiene un punto de verdad, al menos en términos de una poética. Es evidente que la generación de Feldman y Cage replanteó las premisas de la creación musical en un sentido filosófico, aunque es conveniente agregar que uno y otro lo hicieron por vías completamente diferentes.

«Cuando vi la carta que Lulú le dicta al Dr. Schön sentí escalofríos», entrevista a Antonio Tauriello, en Lulú, revista de teorías y técnicas musicales, Nº 1, septiembre de 1991, Buenos Aires. 2

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La idea de lo «americano» no necesariamente ofrece materiales concretos sino una perspectiva más global. En la música del compositor argentino Mariano Etkin, lo americano no es más un contexto real que una metáfora de una música no lineal, no narrativa, no sonatística. Lo americano representa una oposición o una línea divergente, línea que eventualmente también podría encontrarse en la misma música europea (Feldman veía representada esa vía en la música de Schubert): Satie, Debussy, Stravinski y Varèse son los principales nombres a través de los cuales Etkin traza la línea divergente «con respecto a la música europea adscripta a la línea sonata-desarrollo». Agrega Etkin: «No se trata solamente de que la forma sonata fuera soslayada por estos compositores, sino de la actitud frente a la concepción misma de la obra y del tiempo musical. Puede decirse que en ellos aparece una utilización espacial del tiempo musical. En lugar de desarrollar a partir de una unidad, se trataría de distribuir un repertorio preexistente de elementos en una totalidad —la de la duración de la obra— concebida a priori como un espacio (de tiempo) a ser llenado. (….) En rigor, podría hablarse de una música que está ahí, a diferencia de una música que se dirige hacia un punto determinado, como la correspondiente a la línea romántica y todas sus derivaciones»3. Se prefigura aquí una dialéctica del «ser» y el «estar» que el autor va a desarrollar en su artículo Los espacios de la música contemporánea en América Latina, donde básicamente se postula una superación de las tradicionales perspectivas localistas: «En los últimos años ha comenzado a vislumbrarse más claramente la existencia de una música latinoamericana que, sin hacer uso de procedimientos realistas, ostenta una especificidad a menudo algo elusiva en el momento de la descripción verbal, pero presenta al fin para todo el que quiera escucharla. No se trata de aquel folclore imaginario de Bartok, suerte de realismo fabricado. Es —a partir de un deliberado y, a ese efecto, inevitable mirar hacia adentro— el reconocimiento de un espacio, de un paisaje, del país integral de cada uno, sin tomar necesariamente las músicas indígenas o negras como material reconocible a la manera del nacionalismo realista, sino, obviándolas, ir a la materia y las formas, a los sitios y a los silencios que provocaron y provocan esas músicas. Recuperar lo que Rodolfo Kusch llama el demonismo vegetal de América, ese sentido vegetal de la vida que viene desde la época precolombina»4. Estas premisas forman la base poético-ideológica de una composición que establece nuevos principios y nuevas prioridades: básicamente, la subordinación de las alturas a los fenómenos tímbricos y texturales antes que a una racionalización armónico-melódica, y el trabajo con límites, umbrales, micro-variaciones, extremos, donde el acento recae más en el hecho acústico que, como lo expresa el autor, en el hecho «musical». Etkin postula una reinvención de la sensualidad latina: «El ir a la Mariano Etkin, «Apariencia y realidad en la música del siglo XX», en Nuevas propuestas sonoras, Buenos Aires, Ricordi, 1983. 4 Mariano Etkin, «Los espacios de la música contemporánea en América Latina», en Revista del Instituto Superior de Música , UNL, Santa Fe, agosto 1989, p. 50. 3

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materia sonora, al hecho acústico antes que musical, es expresión de lo latino, de un goce del momento en sí, de una postergación del tiempo lineal y del orden secuencial en tanto planificación para apropiarse del mundo material. Pero es una latinidad que vino del sur de Europa, muy poco bouleziana, en el sentido que no se dirige a esa conquista del mundo (…) Así, la Europa «salvaje» —incluyendo en esta, desde luego, los aportes de Satie, Stravinski,Varèse, y los de todos aquellos que transgredieron las concepciones direccionales y teleológicas propias de la forma sonata y sus derivados— encontró en Latinoamérica mayor eco que la Europa nórdica, la sajona, protestante, laboriosa, la que posterga la gratificación inmediata en aras de la acumulación planificada»5. Estas premisas pueden ser discutidas desde el punto de vista histórico-ideológico, lo que es indiscutible es que aquí ellas se han encarnado en una forma musical extremadamente original. Tal vez más determinante que esas meditaciones históricas resulte en la música de Etkin la pura experiencia del paisaje. Desde su pieza de cámara Caminos de cornisa hasta Cifuncho, para violín solo, lo «geográfico» es un elemento central en la música de Etkin: «Componer —escribe el autor en un texto más reciente— se parece a hacer un viaje o un recorrido. No se sabe si los materiales se acercan a uno o, al revés, si es uno el que decide ir hacia ellos. Además, puede ocurrir que el mismo paisaje parezca repetirse, sobre todo en zonas desérticas. En estas coexisten de manera asombrosamente transparente las escalas perceptivas más disímiles: por un lado, el guijarro más minúsculo y la araña; por el otro, el volcán y el inmenso altiplano. En el medio, casi nada. La escala intermedia, o, mejor, el nexo entre las escalas extremas es uno mismo»6. Los paisajes etkinianos se encuentran lejos de la vida urbana, y es evidente que esos viajes proporcionan el sustrato árido de una música como Cifuncho, donde el uso del arco del violín completo y con poco peso en velocidades más bien lentas, o nunca demasiado rápidas, suma un efecto de ruido: el de la frotación de la cuerda, con lo que el soporte (la cuerda frotada) no resulta menos significativo que el sonido en términos expresivos. Son como las huellas que deja el pincel en una pintura. La aridez del paisaje se traslada al sonido aflautado del violín, que salvo indicación contraria debe ser tocado sin vibrato. Es evidente que la ausencia de mediaciones entre el guijarro y el volcán podría expresar una ausencia de mediaciones en términos de ciertas tradiciones musicales o culturales, aunque habría que evitar la tentación ideológica de interpretar esto en los términos de un programa identitario, de una afirmación de identidad regional. Lo geográfico en Etkin parece formar parte de una experiencia individual y de una memoria íntima; la experiencia del paisaje no cobra la forma de una apelación

Ibíd. Mariano Etkin, «Alrededor del tiempo», en Lulú, revista de teorías y técnicas musicales, Nº 2, noviembre de 1991, Buenos Aires.

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sino de una meditación personal y de una idea compositiva, que puede trasladarse eventualmente a la memoria de un fragmento de ópera italiana. Es el caso de su trío para viola, violonchelo y contrabajo Recóndita armonía, donde parece oírse un eco lejano del aria de Tosca.

V Ninguna reflexión sobre la música argentina actual debería desconocer el renovado y generalizado interés que la música de las culturas periféricas suscita hoy en buena parte del mundo. Cuatro años atrás el crítico Paul Griffiths, columnista de The New York Times, ensayista e intelectual de intachable seriedad, lanzó el siguiente vaticinio: : «Cada medio siglo la historia nos proporciona una nueva ola de creadores que cambian la manera en cómo la música es oída y es tocada. A comienzos del siglo XX surgieron Debussy y Schoenberg, seguidos de cerca por Bartok y Stravinski. En los 50 fue el turno de John Cage y Milton Babbit. Ahora es tiempo de un recambio, de rumbos más diversificados y de origen más periférico. Las revoluciones del siglo XX surgieron primero en Europa y luego en los EE. UU.; ahora pueden provenir de China, Australia y Latinoamérica. Es lo que parece estar ocurriendo. Cuando la Academia Bach de Stuttgart comisionó cuatro nuevas creaciones para el 250 aniversario de Bach, el suceso más resonante fue la partitura del argentino Osvaldo Golijov». Osvaldo Golijov nació en la Argentina en 1960 y estudió composición con Gerardo Gandini. En 1983 se mudó a Israel, donde estudió con Mark Kopytman en la Academia Rubin de Jerusalén; en 1986 se mudó a los Estados Unidos y obtuvo un doctorado por la Universidad de Pennsylvania, donde estudió con George Crumb. Hoy vive en Boston y es considerado una de las principales referencias de la música contemporánea por la crítica estadounidense. El mapa histórico que traza Griffiths es completamente discutible, desde luego, aunque es cierto que la música tiene desarrollos históricos desiguales y fluctuantes; basta pensar en la pobre performance de la música inglesa entre Henry Purcell (1659-1695) y Benjamin Britten (1913-1976), un auténtico enigma de historia cultural, o en el paisaje más bien árido de la música francesa en la actualidad, entre otros casos. Como sea, el mapa de Griffiths está orientado por la idea de un desplazamiento del centro a la periferia: primero, Europa con las dos revoluciones del atonalismo (Schoenberg) y el impresionismo (Debussy); después, Norteamérica con el informalismo de Cage y el serialismo de Babbit, aunque se puede dudar de si Babbit representa verdaderamente algo nuevo en el sentido artístico o, más bien, en el institucional (institucional en tanto irrupción de un circuito académico que continúa siendo dominante en la música de los Estados Unidos); finalmente, siempre según Griffiths, habría llegado el turno de Sudamérica y Asia.

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Esta idea puede tener un fondo ideológico o de corrección política multiculturalista, pero también puede conservar un punto de verdad, al menos como una tendencia o una dirección en la ampliación de los materiales de la música de tradición clásica: es evidente que en las extraordinarias transformaciones del Ligeti tardío no sólo cuentan su particular revisión de ciertas tradiciones europeas sino también su fascinación con la música del Caribe y ciertas polirritmias africanas, además de su descubrimiento de la música para pianola de Conlon Nacarrow a comienzos de los 80. Pero la condición periférica de la música de Osvaldo Golijov no se expresa con las refinadas mediaciones y transformaciones de Ligeti, sino que puede llegar a hacerlo de manera literal, directamente trasplantada. Es el caso de La Pasión según San Marcos: Golijov respondió al encargo de Academia Bach de Stuttgart con una Pasión en clave latinoamericana y multiculturalista. El vía crucis está trasladado a una plaza de Latinoamérica, y los materiales manifiestan un eclecticismo radical: músicas indígenas, rumba, guajira, flamenco, tango, música litúrgica judía, música de capoeira brasileña, todo eso está presente de manera directa, casi sin filtros, en La Pasión de Golijov. La renovación musical representada por Golijov vendría de la mano de un eclecticismo asumido en gran escala. En una entrevista publicada en el suplemento cultural del diario Clarín de Buenos Aires el 16 de diciembre de 2006, el compositor hace una significativa declaración: «Componer es poner cosas juntas. Si esas cosas son acordes o no, no importa, sigue siendo composición. Mahler asocia ciertas tonalidades con estados emocionales. Yo, en lugar de ir de tonalidad en tonalidad, voy de género a género. Del flamenco a Strauss, por ejemplo, pero sigue siendo composición. Creo que lo que se está reformulando es que la obra se está convirtiendo en algo más importante que el autor. Esto se parece más al concepto de la Edad Media que a la idea de originalidad que heredamos del romanticismo». Dejemos de lado un aspecto sociológico de esta afirmación, ya que no hay nada más en las antípodas del anonimato medieval que la actual condición del compositor Golijov, cuya privilegiada posición en el mercado del arte probablemente sea inédita en todo el campo de la composición musical. Pero sí habría sin embargo una vuelta a la antigüedad de los oficios: el oficio del músico que compone lo que una comunidad espera de él; una especie de música sin autoría pero perfectamente intencionada, estudiadamente periférica; un programa multicultural, un arte supuestamente llamado a revitalizar el alicaído potencial emocional de la música contemporánea.

VI La ópera argentina nació como un apéndice de la ópera italiana, y el hecho de que incluso obras sobre temas tan telúricos como Yupanki, Pampa (ambas de Arturo Berutti) o Aurora (de Héctor Panizza, de donde proviene la Canción de la Bandera) fuesen cantadas en italiano no sólo tiene que ver con que esas óperas están

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representadas por compañías italianas sino con que eran concebidas idiomática y estilísticamente en italiano. Podría pensarse que la ópera, debido a la ausencia de una tradición compositiva e interpretativa, es un género que en la Argentina se desarrolló bastante a la rezaga. De hecho, los compositores más avanzados se mantuvieron generalmente alejados de la ópera. Por eso es un hito Bomarzo, la ópera de Alberto Ginastera sobre libreto de Manuel Mujica Láinez; no sólo un hito como un célebre caso de censura, sino como experiencia de actualización musical, dramática e ideológica. Bomarzo fue prohibida por el gobierno de Onganía en 1967, poco después del estreno mundial en Washington. Cuando finalmente Bomarzo pudo estrenarse en Buenos Aires en 1972 cierta sorpresa se instaló como un lugar común entre la crítica. Como si se dijese: «finalmente no era para tanto». Sorprendía la censura, no la ópera. Esa sorpresa era un poco sobreactuada y pretendía, con todo derecho, desnudar la pacatería de los censores de 1967, devolver un acto de humillación; pero no era del todo falsa: era evidente que Bomarzo cumplía con casi todos los requisitos de la gran tradición lírica y que en cierta forma era una ópera conservadora. Una ópera conservadora compuesta con medios modernos, generalmente muy pegados a los efectos de la escena: además del serialismo en amplia escala, ciertos pasajes microtonales y algún resto de música, elementos que ya estaban en la cantanta Bomarzo (el antecedente de la ópera), una pieza para barítono, recitante y orquesta de cámara que había tenido muy buena acogida cuando se estrenó en Washington en 1964. Puede ser que la prohibición haya ampliado la trascendencia de Bomarzo, pero de ningún modo la inventó. El desarrollo orquestal y la maestría técnica de esa ópera de Ginastera difícilmente hayan tenido paralelo en la ópera argentina hasta La ciudad ausente, la ópera que su discípulo Gerardo Gandini compuso sobre un libreto de Ricardo Piglia treinta años después de Bomarzo. En Bomarzo todavía no parecía felizmente resuelto el problema de las líneas vocales; la parte vocal tendía a la repetición de un mismo recurso técnico expresivo, que es la frase ascendente que termina invariablemente en el agudo (con la previsible repetición de la última nota si se trata de una palabra grave). No parecía haber una auténtica elaboración idiomática o lírica, sino un repertorio de técnicas. La parte vocal de Bomarzo sonaba protocolarmente modernista. La ciudad ausente concentra buena parte de sus logros allí donde las óperas argentinas generalmente naufragan: en la línea de canto. Tal vez las anteriores incursiones de Gandini en el teatro musical, sobre todo en La casa sin sosiego, con libreto de Griselda Gambaro, estaban preparando esa nueva forma lírica, que consigue la proeza de hacer oír un canto no tonal en español sin que se experimente una sensación de ridículo o fastidio. Ocurre que las líneas de canto de Gandini no provienen de la tradición expresionista, una tradición que recorre constantemente el total cromático, generalmente a grandes saltos. Las líneas de Gandini provienen de un madrigalismo de filiación más italiana, que se polariza en ciertos sonidos, a la manera de un modalismo que sin embargo no remite a ningún modo antiguo o conocido. - 147 -


En su Historia de la ópera argentina, Enzo Valenti Ferro, en el marco de un elogioso comentario de la obra, califica de «un tanto avara» a la escritura vocal de La ciudad ausente. La observación no carece de interés, aunque es difícil decidir cuánto hay de avaricia y cuánto de pudor. Piénsese en las Canciones tristes para mezzo, orquesta y coro de niños, estrenadas en el Colón en 2003. Esas canciones forman un arco muy curioso, donde tres enigmáticos aforismos de Fernando Pessoa sirven de preludio a tres poemas de Jacobo Fijman, Gottfried Benn y Juan Ramón Giménez. El ciclo no está idiomáticamente unificado, ya que Pessoa y Benn son cantados en sus respectivas lenguas, el portugués y el alemán. Es interesante observar que la melodía más desarrollada de las seis es la que lleva un texto en alemán; se trata de una bellísima aria de una ópera inexistente, Lucía Nietzsche, un proyecto en suspenso de Gandini y Piglia. El alemán, con el peso de su tradición musical y con la natural distancia que ese idioma conserva entre nosotros, parecería dar lugar a la liberación expresiva que nuestra lengua pudorosamente nos niega. Tal vez la tristeza de esas canciones conserva además de todo un fondo lingüístico.

VII La vigencia de la ópera es otra marca de época y parece reavivarse con el comienzo del milenio. Hoy no hay prácticamente ningún compositor, de la generación que sea, que no haga su incursión en el dominio de la ópera. La ópera vuelve a ser un medio de expresión apreciado entre los músicos contemporáneos, seguramente también por lo que implica como desafío. En el plano local, basta ver la intensísima actividad del Centro de Experimentación del Teatro Colón; dentro de esta, la ópera Geschichte/La Historia de Oscar Strasnoy, compositor argentino radicado en París, constituye un caso particularmente interesante: es una ópera sin instrumentos, para seis voces a cappella, sobre un texto de Gombrowicz. Aun cuando haya sido escrita pensando en un conjunto vocal estable (los Neue vocalsolisten de Stuttgart), la realización no parece orientada tanto por una feliz ocurrencia en el orden de los géneros sino por una determinación de la obra misma, por una fuerza de abajo hacia arriba y por una integración particularísima entre música y texto. La obra de Strasnoy lleva el subtítulo genérico de «opereta a capella». Remite a la opereta en cierto efecto de comicidad general, aunque el humor es muy agrio, y también hay alusiones sutiles al género en algunas líneas de canto, en la acción misma o en las grabaciones que de tanto en tanto aparecen fugazmente. Pero la obra no termina cediendo a la parodia; se trata, en todo caso, de una productiva ironía. La música tiene un peso específico propio; sin ser arcaizante, guarda menos relación con las formas habituales de una lírica contemporánea que con el madrigalismo del siglo XVI. El progreso en música tiene forma de espiral. Nunca dejaron de escribirse óperas, nunca dejaron de escribirse obras para la voz, pero es cierto que los géneros tienen fluctuaciones históricas y que la ópera ha recuperado una posición más dominante.

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En otro pasaje de su Teoría estética, Adorno ofrecía una interpretación sobre la representación de lo natural en la ópera: «Las auténticas obras de arte, guiadas por una idea de reconciliación propia de la naturaleza, al convertirse completamente en segunda naturaleza, han sentido siempre el impulso a salir de sí mismas como para aspirar oxígeno. Al no ser la identidad su última palabra, han buscado el apoyo de la primera naturaleza: el último acto de Fígaro, que tiene lugar al aire libre, no menos que El cazador furtivo, cuando Ágata advierte desde su terraza la noche estrellada». Es probable que ese aire fresco que la ópera buscaba en la naturaleza, la música contemporánea lo haya ido a buscar a la ópera. En este caso salir a tomar aire quiere decir también enfrentarse con la impureza constitutiva de la ópera. Las nuevas generaciones de compositores argentinos no han desoído este renovado desafío.

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Foto del Teatro Mitre

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EUROPA Y EL TANGO ARGENTINO INTERCAMBIOS CULTURALES EN EL ORIGEN DEL TANGO Por Pablo Kohan

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La mesa redonda Al principio, consideraron que lo más pertinente para la gran mesa redonda sobre el tango era un set de televisión. Pero en aquella época la televisión era todavía exclusivamente abierta y los ejecutivos de los canales consideraron poco interesante la propuesta. Después de todo, en Argentina, en 1985, el tango ya no tenía la vigencia y la masividad que había tenido. Los dictados del mercado musical no lo contemplaban como prioridad bajo ningún punto de vista. Por los aires del país, con la democracia como bien colectivo recién y afortunadamente recuperado, más allá de los regionalismos y las diferentes atracciones que se sucedían a velocidad satelital, ya no sonaban sino esporádicamente las interpretaciones de Troilo o de D´Arienzo, por nombrar expresiones bien antagónicas. Lo único que podía oírse, aunque esporádicamente, eran las viejas grabaciones de Gardel en el cincuentenario de su fallecimiento. La realidad indicaba que los intérpretes del tango y sus degustadores iban acrecentando más y más años. Al mismo tiempo, se imponía cada vez más la oferta segmentada de los productos musicales según la edad del público, una experiencia que había comenzado hacía más de veinte años atrás, especialmente a partir de todo lo que había rodeado a El club del clan, un programa televisivo que, en el país, había significado un cambio radical en los modos de circulación de la música con los medios masivos de comunicación como factor esencial. Desde entonces, todo parecía estar destinado al público juvenil. Por lo tanto, hubo que rastrear por otros ámbitos. La radio no era el medio más conveniente para un debate entre distintos participantes y la prensa gráfica no se vio mayormente motivada para auspiciar el evento. Por lo tanto, llegaron a un entendimiento con un funcionario que abrió la sala más grande de un centro cultural de la

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ciudad de Buenos Aires y se anunció, con poca prensa, la realización del encuentro «Pasado, presente y futuro del tango», un título ampuloso y un tanto teatral que daba a entrever, de modo ostensible, que una crisis estaba sacudiendo al género. El moderador e impulsor de la idea era un conocido hombre del tango que estaba en sus sesenta y que, hasta antes de 1965, había paseado su silueta y su voz varonil presentando los espectáculos tangueros más prestigiosos y que, además, había conducido innumerables programas radiales difundiendo tangos y, como hermanos menores que completaban el panorama de la noble familia, milongas, valses criollos, rancheras y «otras expresiones del quehacer ciudadano». Los invitados eran un joven periodista especializado en tango, devoto de Ignacio Corsini y de la canción criollista; un coleccionista inveterado que acumulaba miles y miles de aquellos antiguos discos de pasta que giraban a 78 RPM y que recordaba, con precisión de relojero porteño, las fechas de edición de todos sus discos y los integrantes de cada una de las orquestas típicas posteriores a 1920; un abogado que había escrito un libro sobre la historia del tango y un veterano bandoneonista que seguía en actividad y que había integrado una de las orquestas de tango más renombradas, con la cual, en las décadas del ´40 y del ´50, había recorrido prácticamente todo el país. Frente a ellos, ocupando pocas butacas de un total que parecía escandalosamente vasto, se ubicó un público escaso y de edad avanzada. Cuando comenzaron a debatir y exponer sus pareceres sobre la actualidad del tango, quedó claro que ninguno podía hablar estrictamente del presente. Nadie pudo sustraerse de evocar, con nostalgia poderosa e infinita, aquellos tiempos de gloria, cuando pululaban los cantantes, los centros de baile eran puntos de reunión de multitudes, las ediciones discográficas eran pródigas, las partituras se vendían sin pausa y continuamente aparecían músicos nuevos. En el momento de tener que explicar por dónde pasaban las causas de la desazón que los agobiaba, todos apuntaron con odio al rock y al pop, igualados como si fueran una unidad monolítica, pero tampoco se privaron de arrojar denuestos gruesos contra Astor Piazzolla, el acérrimo enemigo interno que había minado al tango con «esas obras musicales que pueden ser muy buenas pero que no son tangos». Las coincidencias continuaron cuando hubieron de hablar con respecto al futuro. La idea común era la de volver a las fuentes e implorar espacios en los medios «para que la juventud descubra el tango». Pero donde las divergencias afloraron manifiestas fue cuando el moderador dijo, un tanto épico y casi al pasar, como quien repite un postulado que no resiste ningún cuestionamiento, que el tango era «aquel milagro que los esclavos negros trajeron desde África y que se afincó en nuestras tierras». El primero que saltó, tan seguro como el primero, fue el coleccionista. Casi como un sermón, aseveró que «el tango no es africano sino una mezcla (sic) de las músicas que trajeron los españoles y los italianos con la migración del fin del siglo pasado». El periodista, un estudioso muy compenetrado con el género y un defensor de la «creación nacional», retrucó con firmeza: «Es cierto que el tango es de origen europeo pero es exclusivamente español. No hay nada que los italianos hayan aportado para el surgimiento del tango, ni en la música ni, mucho menos, en la danza». El bandoneonista, en desacuerdo con los tres, - 156 -


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trató de explicar que el tango y la milonga descendían de la habanera, aludiendo a la base rítmica que caracteriza a aquella danza. Con fervor, comenzó a describir el patrón de la corchea con puntillo en el tiempo fuerte del compás y lo ejemplificó golpeando el ritmo con sus nudillos sobre la mesa. Pero en las miradas un tanto perdidas de sus compañeros, amantes apasionados del tango pero legos en cualquier elemento de la gramática o lectoescritura musicales, se pudo entender que ninguno entendió exactamente qué quería decir. Por último, ante el silencio de quienes le profesaban un respeto especial, el abogado e historiador, con tono pausado, expuso que los antecedentes del tango son, «como todos lo reconocen», la habanera, la milonga, el candombe y el tango español. Su remate tuvo cierto lirismo: «El tango es la reunión sabia y maravillosa de todos ellos». Y nadie discutió la palabra del único universitario de la mesa redonda. Sólo el periodista, casi pidiendo disculpas, sugirió que no había que olvidarse de los lanceros y las cuadrillas. Pero después de la digresión sobre el origen del tango, los cinco volvieron a la situación de aquel presente y, ante la contundencia de una realidad que no compartían ni comprendían, superaron las diferencias y, agoreros, tradicionalistas, apocalípticos y profundamente tangueros en su pesimismo y en su patetismo trágico, siempre con el rock y Piazzolla como fondo, volvieron a coincidir declarando «la muerte del tango». Más de veinte años después, no cuesta tanto comprenderlos. Sin embargo, desde su amor incondicional hacia un género que los representaba y con el cual estaban profundamente identificados, no habían atinado a dar con las causas por las cuales el tango, desde c.1960, había dejado de ser, en la Argentina, el género excluyente de la música popular. Es cierto que otras músicas sonaban con intensidad dentro de lo que puede ser llamado, sin entrar en largas y arduas discusiones, el campo de la música popular. Pero, además, bajo el generoso y protector manto de Astor Piazzolla, el tango transcurría por otro tipo de senderos alejados de la masividad que había sido una de sus características más evidentes. Sin embargo, con sus muchas vueltas, firuletes y pasos preciosistas y sus sonidos únicos e inconfundibles, el tango no sólo que no murió sino que superó todas las maldiciones y las peores predicciones, sobrevivió y continúa con vida. Y además, con una nueva difusión internacional que no decae, reafirmó, a través de numerosos testimonios, que sigue siendo la creación cultural argentina más original de la historia, la más reconocida en todo el mundo y la que ha contribuido con mayor significación al establecimiento de una identidad cultural y musical argentina. Dado que el tango no ha fenecido y que goza de impecable y renovada salud, no es ocioso ir hacia el otro extremo y volver a su nacimiento, aquel que había dado pie a tantas discrepancias entre los participantes de aquella mesa redonda que, aunque los pensamientos de sus supuestos integrantes suenen verosímiles y representen patrones de pensamiento habituales dentro del mundo del tango, obvio, nunca tuvo lugar. En la génesis del tango concurren demasiadas oscuridades, hecho que, indudablemente, contribuye a otorgarle un aura de mito o de leyenda misteriosa. En verdad, el tango es hijo y nieto de padres conjeturados pero que ningún análisis genético

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puede confirmar con certezas irrevocables. Tampoco se le puede encontrar fecha precisa de comienzo ni lugar exacto de alumbramiento aunque no es erróneo establecer que sucedió hacia 1880 y en ambas márgenes del Río de la Plata, con Buenos Aires y Montevideo como centros cardinales. En todo caso, y las discusiones continúan, los interrogantes con respecto a su origen apenas si pueden ser dilucidados y esto únicamente si los intentos por rastrearlo son amplios y comprensivos y toman todas las variables que, habitualmente, confluyen en el surgimiento de un género de música popular. Si se presta atención a los instrumentos con los cuales se hace el tango, a los procedimientos armónicos del género – y a los otros parámetros musicales que de ellos se desprenden –, al idioma castellano, que lo atraviesa desde su más remoto comienzo, y a algunas cuestiones coreográficas generales, podría concluirse que el tango tiene a Europa clavada en su raíz. Nuestro coleccionista y nuestro periodista imaginarios así lo afirmaban. Sin embargo, y sin desmerecer los pareceres surgidos desde la mera observación, que, ocasionalmente, pueden ser muy certeros, las apariencias, incluso las menos engañosas, son sólo un aspecto a tener en cuenta. Porque si se comienza a escarbar un poco por debajo de la más bella exterioridad, el tema se revela mucho más complejo y, por lo tanto, más confuso y menos taxativo. Así, la paternidad europea del tango, incuestionable e irrebatible para algunos estudiosos, pierde algo de su seguridad supuestamente rotunda e impenetrable. Del mismo modo, los que sostienen que al origen del tango hay que rastrearlo en el continente negro, como lo hizo nuestro coordinador de mesa, sobre todo a partir de encontrar razones suficientes en vocablos de procedencia africana como tango, candombe, lundú o milonga, entre no demasiados más, tampoco pueden avanzar mucho más allá con otras fundamentaciones por lo que esta teoría tampoco se revela como muy sustentable. El asunto, que es sumamente enmarañado, multifacético y poco apropiado para cualquier simplificación, como pretendió hacerlo el bandoneonista a partir de un ritmo o el abogado apelando a una especie de milagro o de sortilegio musical, tiene que ver con la génesis de un género de música popular, un tipo de proceso cultural sobre el cual, habitualmente, no hay certezas irrebatibles ni relaciones mecánicas de causa-efecto sino que es el resultado de una multiplicidad de factores que determinan que, en un contexto determinado y tras largos períodos de acumulación, decantación, selección y síntesis, se arribe a un destino nuevo, el cual así es percibido y aceptado por un grupo poblacional, y que, obviamente, no es la sumatoria sencilla de los antecedentes individualmente considerados ni implica, forzosamente, la defunción de ellos. Dado que este volumen tiene como idea rectora los influjos o los ascendientes de Europa sobre la música argentina, consideramos oportuno enfocar en este capítulo un estudio centrado sobre las teorías del origen del tango, poniendo una atención especial sobre aquella que insiste en que el ADN del género es decididamente español. Por otra parte, como creación cultural local de real impacto universal, en un estudio amplio y no acotado del intercambio cultural y musical entre Europa y Argen- 158 -


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tina, parece oportuno también profundizar sobre la migración del tango rioplatense hacia el Viejo Continente, un hecho único, singular e innegable y que, como será demostrado, es también un testimonio de la originalidad americana y argentina de este género que pudo conquistar otros territorios y afincarse en otras regiones, la europea entre ellas, asumiendo diferentes modalidades y otras identidades. Pero, a plena redundancia, lo mejor será comenzar con el principio.

Tambores, fiestas y una danza Antes de empezar a indagar en las diferentes teorías elaboradas por distintos musicólogos e investigadores sobre la genealogía del tango, parece pertinente arrancar con una historia del vocablo tango. Por lo demás, hay que recordar que cualquier estudio etimológico o filológico no será suficiente en sí mismo para aproximarse, ni siquiera mínimamente, a las características culturales, musicales, coreográficas, antropológicas, literarias, conductuales o identitarias del tango. Aunque sí parece oportuno efectuarlo para poder construir el contexto desde el cual surgió el tango. Mucho antes de que tango definiera a nuestra danza rioplatense, surgida a finales del siglo XIX, la voz tenía una larga historia que se remonta hasta el siglo XVII en todo el Caribe y en el litoral atlántico americano, desde México hasta la Argentina, obviamente con significados diferentes aunque, casi siempre, vinculada con actividades que implicaban algún tipo de manifestación musical de las poblaciones afrolatinoamericanas. Si bien los estudiosos del idioma le han encontrado una veintena de significados diferentes al término tango, nosotros podemos contentarnos con tres de ellos. Lo más factible es que, en un principio, tango, a lo largo del continente americano, hiciera referencia, tal vez con exclusividad, a diferentes instrumentos de percusión, fundamentalmente tambores. Pero después de c.1750, el vocablo apunta también a determinado tipo de reuniones donde se juntaba la población negra. La alusión a instrumentos de percusión es puntual y precisa, pero la segunda acepción, por el contrario, es mucho más vaga. En 1862, Esteban Pichardo editó en Cuba un Diccionario provincial de voces cubanas en el cual dice «Tango: reunión de negros bozales para bailar al son de sus tambores y otros instrumentos»1, sin que haya ninguna certeza sobre qué cantaban o bailaban los esclavos recién llegados a América. Previo a la observación de la anunciada tercera acepción de tango, hay que hacer mención de otro término que, paralelamente, en algunas regiones sudamericanas, tuvo un sentido similar. Nos referimos a tambo, de origen quechua, y que aludía

Citado en Oscar Escalada: «Investigación sobre la etimología de la voz TANGO y su evolución», en http://www.elortiba.org/pdf/tango.pdf. La ortografía de esta cita y las siguientes ha sido adaptada al castellano moderno. Las itálicas son nuestras. 1

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a sitios o parajes apartados, por lo general, a la vera de algún camino. Algunas teorías, nunca del todo satisfactorias, tratan de explicar cómo fue que desde Lima hasta el Río de la Plata llegó la voz tambo. Pero al menos en esta región, hacia 1800, el término amplió sus alcances semánticos. Por un lado, siguió remitiendo a paraderos, ramadas e incluso vaquerías pero, sorprendentemente, también lo encontramos con una equivalencia absoluta al segundo de los significados recién expuestos de tango en el resto del continente. Novati y Cuello citan un informe al Cabildo de Buenos Aires, en 1788, en el que se sugiere que se prohíba que «los negros se juntaran a hacer sus tambos y bailes»2. En 1791, más explícitamente, se reitera la queja del síndico procurador que observó en el barrio de la Concepción a negros de ambos sexos que se dedicaban al «tambo y bailes indecentes».3 Con el mismo ánimo proscriptivo y persecutorio, en Montevideo, en 1807, el Cabildo de la ciudad dictaminó, con un lenguaje de construcción muy peculiar: «Sobre tambos, bailes de negros… Que respecto a que los bailes de negros son por todos motivos perjudiciales, se prohíben absolutamente dentro y fuera de la ciudad y se imponga al que contravenga el castigo de un mes a las obras públicas». La sinonimia entre tambo y tango queda finalmente confirmada cuando el mismo Cabildo de Montevideo emite otro bando, en 1816: «Se prohíben dentro de la ciudad los bailes conocidos por el nombre de tangos y sólo se permiten a extramuros en las tardes de los días de fiesta»4. Coincidentes en su aplicación e intercambiables, en el Río de la Plata, tambo y tango coexistieron hasta c.1810. Pero hacia 1830, en Buenos Aires, tambo desapareció como término para designar a las reuniones de los negros y quedó, hasta el presente, como un vocablo reservado únicamente para referirse a lugares, parajes y, luego, como es sabido, a instalaciones vinculadas con la actividad de la industria láctea. Desde entonces, y hasta c.1870, para los saraos y fiestas de los negros estuvo, en exclusividad, la palabra tango. Por supuesto, la música, los cantos, las danzas y los sonidos, en general, que retumbaban en estos tangos son sólo materia de conjetura. En Cosas de negros, Vicente Rossi indaga y aventura hipótesis sin confirmación posible5. Pero no hay ningún indicio de que tuvieran algo que ver con lo que, desde las orillas de Buenos Aires y en otro tipo de lugares, ya no necesariamente vinculados con los negros, comenzaría a sonar hacia 1880 con perfiles más definidos. La tercera acepción, tal vez la más significativa a nuestros objetivos, es la que comenzó a difundirse, mayormente desde Cuba, sin fecha cierta, aunque no antes de c.1700, y es la que hermana al tango con la habanera, una danza que, con variantes

Jorge Novati e Inés Cuello, «Primeras noticias y documentos», en Antología del tango rioplatense, vol.1 (ATR-1), Buenos Aires, Instituto Nacional de Musicología, 1980, p.1. 3 Ibíd., p.1. 4 Ibíd., p.2. 5 Vicente Rossi, Cosas de negros, Montevideo, 1926 (reed., Buenos Aires, Hachette, 1958). 2

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regionales, habría de tener una amplia dispersión en toda la costa atlántica latinoamericana y el Caribe. Queda claro que este significado de tango no es ya una cuestión filológica sino cultural en su sentido más amplio y, si se quiere, musical y musicológico en su sentido más estrecho. Sin que tengamos algunas precisiones musicales sino hasta c.1800, la misma danza asumía cualquiera de los dos nombres indistintamente. Si bien la genealogía no es sencilla, hay bastantes certezas y documentación que demuestran que el tango o habanera, tras un muy interesante contacto aculturativo, surgió desde la contradanza que había llegado en barcos españoles y franceses con mucha antelación. Como resultado de las muchas modificaciones que experimentó la contradanza, en especial en el Caribe, apareció, sin fecha cierta, el célebre pie rítmico de la habanera o tango con su corchea con puntillo, semicorchea y dos corcheas, en un rotundo metro binario de 2/4. Aquí es necesario comenzar a analizar detenidamente las características del intercambio cultural y musical que se estableció entre España y sus colonias americanas. Desde el comienzo de la conquista europea de América, arribaron un amplio repertorio de música eclesiástica y un corpus de danzas, canciones, tonadillas y manifestaciones populares de las más diversas que se afincaron en el continente y que, más temprano que tarde, comenzaron a sufrir todo tipo de transformaciones. Hasta tal punto que las antiguas danzas españolas transformadas volvían a Europa como hecho novedoso y sin que en el Viejo Continente pudieran ser vinculadas con aquella base sobre la cual se habían forjado. En La música en Cuba, Alejo Carpentier señala algunas de las características permanentes y usuales de este tipo peculiar de proceso migratorio y aculturativo: «Hay un hecho cierto: las primitivas danzas, traídas de la Península, adquirían una nueva fisonomía en América, al ponerse en contacto con el negro y el mestizo. Modificadas en el tempo, en los movimientos, enriquecidas por gestos y figuras de origen africano, solían hacer el viaje inverso, regresando al punto de partida con caracteres de novedad. También nacían, en el calor de los puertos, bailes que no eran sino reminiscencias de danzas africanas, desposeídas de su lastre ritual». Y concluye, poético, filosófico y sumamente sutil: «América, en el período de formación de sus pueblos, dio mucho más de lo que recibió».6 ¿Qué es lo que, musicalmente, recibió España desde sus colonias? Esencialmente cantos y danzas populares. Lope de Vega alude a una chacona que se bailaba «cogiendo al delantal con las dos manos» y que «de las Indias a Sevilla ha venido por la posta»7. Y entre muchos más, también llegaban en los barcos zarabandas, zambapalos, chuchumbés, zarambeques y, por supuesto, habaneras y tangos. Arribados a la Europa de la época inquisitorial, estos géneros causaron aceptación en determinados estamentos pero también escozores y rechazos. Un cuadro de situación

Alejo Carpentier, La música en Cuba, México, 1946 (Reed. La Habana, Letras Cubanas, 1988, p. 53). 7 En Carpentier, op. cit. p.51. 6

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puede ser observado en el Tratado contra los juegos públicos, editado por el Padre Mariana, en 1609, en el cual censura acérrimamente a la «zarabanda» que es «un baile y cantar tan lascivo en las palabras y tan feo en los meneos que basta para pegar fuego aún en las personas muy honestas»8. Si bien algunos estudiosos ponen en duda el origen americano de la sarabanda, queda clarísimo cuál era el recibimiento que en España se les dispensaba a los géneros musicales que llegaban en los barcos que cruzaban el Atlántico hacia el Este. «Inventos de negros y salvajes», «infernales en sus palabras y en sus meneos», las danzas y canciones americanas debieron pasar por adecentamientos y purificaciones varias hasta que ellas mismas se transformaban en un nuevo producto cultural, alejado también de sus modelos originales. Al final del camino, la sarabanda y la chacona, ya civilizadas, perdieron sus coreografías y sus textos, generalmente picarescos o lascivos, y se introdujeron, muy estilizadas, dentro de la suite barroca. Otras pasaron a engrosar el repertorio de las danzas de salón. Y algunas danzas, como el tango, se afincaron en el sur español y, como tango andaluz, desde c.1800, habría de tener vida propia y diferentes alcances, incluso, dentro del teatro y de la zarzuela. Sobre el origen de este tango andaluz no son pocas las discusiones y controversias ya que, algunos estudiosos, según veremos más adelante, niegan el probable origen americano y lo rastrean en otro tipo de fuentes. Con todo, no hay discusión con respecto a que el término tango y, esencialmente, su ritmo característico, es americano y muy anterior al surgimiento del tango andaluz. Y ante la presencia de dos géneros musicales diferentes en un mismo espacio, para diferenciar a uno de otro, en España, para referirse al tango primitivo, se lo comenzó a denominar «tango americano». Pero no sólo hacia oriente viajó la habanera sino que continuó con su propio desarrollo, con numerosas variantes dentro del continente americano. De sus diferentes evoluciones regionales dan cuenta los surgimientos, en diferentes épocas y circunstancias, del maxixe brasileño – durante mucho tiempo llamado tanguinho – de la bamba mexicana, del merengue haitiano y, más cerca, de la milonga bonaerense. Todas danzas o canciones con el mismo pie rítmico esencial bien instalado en su más profunda raíz. Y llegados a este punto, es menester interrumpir las cuestiones de etimologías y acepciones y comenzar a profundizar en asuntos que tienen que ver con migraciones culturales y procesos aculturativos mucho más precisos, y maravillosos, y también con temas estrictamente sonoros y musicales.

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Padre Mariana: Tratado contra los juegos públicos, Sevilla, 1609, citado en Eduardo Galeano: Memoria del fuego I. Los nacimientos, Casa de las Américas, La Habana, 1988.

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Vega, Carpentier y las teorías sobre el origen del tango En nuestra introducción hicimos mención de algunas de las peculiaridades que son inherentes al surgimiento de cualquier género de música popular. En este sentido, habida cuenta de la multiplicidad de factores que intervienen y de la complejidad que el proceso implica, habría que descartar todas aquellas posturas o afirmaciones que abundan en numerosos ensayos, historias, narraciones y anecdotarios sobre el nacimiento del tango, mayormente de sesgo periodístico no investigativo, y que dan a entender, con pocas variantes, que el tango posee una cuádruple paternidad. Aunque en ningún trabajo el asunto es mencionado de manera tan burda, prima en todas ellas una idea demasiado elemental, y ciertamente irritante, según la cual, en un momento determinado, después de c.1880, en un hipotético y gigantesco vaso de licuadora se introdujeron habanera, milonga, candombe y tango andaluz, en cantidades que nadie osa establecer, se accionó algún botón milagroso y, como por arte de magia, salió el tango argentino. No está de más recordar que en esos muchos libros, librejos, escritos y recopilaciones, las afirmaciones de paternidad son reiteradas como verdades reveladas sin que ninguna certificación de veracidad sea traída a colación. Alguien a quien, bajo ningún punto de vista, se lo puede acusar de superficial es, precisamente, Carlos Vega, considerado sin discusiones como el fundador de la Musicología argentina, un estudioso creativo, metódico y riguroso. Vega, nacido en Cañuelas en 1898 y fallecido en Buenos Aires en 1966, fue el más firme sostenedor del origen español del tango argentino. Sus opiniones y teorías pueden ser rastreadas en una colección de escritos inéditos y en diferente estado de desarrollo y avance que redactó, presumiblemente, en sus últimos diez años de vida, y que fueron mantenidos en cierto estado de ocultamiento durante muchísimo tiempo en el Instituto de Investigación Musicológica «Carlos Vega» de la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la Universidad Católica Argentina, entidad a la cual Vega donó su archivo personal según vocación testamentaria. Como artículos independientes, algunos de ellos fueron editados por la Revista del mismo Instituto y también en la Revista Musical Chilena9. Afortunadamente, en los últimos años, estos documentos han podido salir a la luz y se constituyen en una fuente invalorable para aproximarse al pensamiento de Vega con respecto al origen del tango. Si bien en estas páginas haremos una mención exhaustiva de sus contenidos y sus conceptos, debe hacerse notar que este material debería ser estudiado en profundidad a través de una observación minuciosa e intensiva. Sólo así se podrá acceder a un conocimiento comprensivo y escrupuloso de los pensamientos de Vega y, por extensión, de la Musicología y cierto pensamiento conceptual o ideológico de su tiempo para con el género más trascendente de la música popular urbana argentina.

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«Las especies homónimas y afines de los orígenes del tango argentino», Revista musical chilena, 101, 1967; «La formación coreográfica del tango argentino», Revista del Instituto de Investigaciones Folklóricas «Carlos Vega», 1, 1977.

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El gran archivo de Vega sobre el tango, una copia del cual le fue confiada por la dirección del Instituto a quien esto escribe, consta de una decena de escritos mecanografiados de longitudes diversas y que incluyen diferente tipo de acotaciones y agregados manuscritos, correcciones bibliográficas y hasta indicaciones para una eventual edición que, lamentablemente, no se concretó. Sin embargo, algunos indicios de los contenidos dan a entender que estos artículos conformaban las partes de un todo que no alcanzó a concluir. La prueba más clara e incontrastable de esto es una carátula manuscrita que antecede a uno de estos hipotéticos capítulos en la cual dice: «Los orígenes del Tango Argentino. Tercera Parte (El tango español)». Claramente, Vega estaba abocado a dejar un estudio amplio cuyo eje central era, precisamente, el origen del tango. Todos los capítulos están mecanografiados en hojas tamaño oficio, a simple faz, y presentan una numeración manuscrita o mecanografiada en su ángulo superior derecho u, ocasionalmente, en el centro. Esto permite prescribir el orden interno de cada capítulo pero no posibilita establecer una ilación o sucesión general, ya que todos los artículos aparecen como apartados individuales que comienzan, cada uno, desde el número 1. De todos modos, aun cuando en las copias facilitadas por el Instituto «Carlos Vega» no se encuentran otras carátulas que podrían haber indicado cuáles son las otras «partes» del ensayo, sí se puede aventurar un ordenamiento en función de los contenidos de los artículos. Así, citando textualmente los títulos que anteceden a cada artículo podríamos arriesgar esta serie: 1. Las especies homónimas y afines, veinte páginas, con numeración manuscrita en el ángulo superior derecho. En este capítulo, Vega hace un recuento extensivo de fuentes históricas que permiten trazar un amplio panorama del vocablo tango en América y en el Río de la Plata. Después se detiene sobre lo que él llama las «especies homónimas y afines». Ellas son el tango gitano, el tango americano, el tango africano, el tango brasileño (maxixe) y la habanera. No es ocioso agregar que, según una peculiar denominación taxonómica que estuvo muy en boga en la Argentina hasta no hace tanto tiempo, Vega no utiliza el término género sino «especie». 2. Las especies progenitoras, veintitrés páginas, con numeración mecanografiada arriba, en el centro, con algunas correcciones manuscritas por agregados de páginas y recortes u omisiones que implicaron alterar la enumeración. En este artículo, Vega desarrolla un estudio profundo sobre el lundú, la zamacueca (y todas sus danzas derivadas) y la milonga. Curiosamente, el candombe rioplatense del siglo XIX, que tanto había intrigado a Vicente Rossi y que es traído a colación constantemente como uno de los antecedentes obligados del tango argentino, queda afuera tanto de las danzas afines como de las progenitoras. 3. Tercera Parte (El tango español). Este artículo, el más extenso de todos, está antecedido por una gran carátula manuscrita y una página que incluye dos índices de contenidos. Entre ambos, aparece una leyenda escrita a mano que reza: «Este índice no sirve», lo que da una idea cabal del carácter de inconcluso que rodea a todo este trabajo. Por otra parte, entre la carátula y el índice, aparece una tercera página en la cual Vega da a entender que ya ha sido revisado y corregido y que «falta - 164 -


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(sic) sólo los fragmentos de los tangos de Albéniz y Granados y confirmar la música de la zarzuelita Las Estrellas». A lo largo de este escrito se pueden detectar varias «incongruencias» de mayúsculas o minúsculas y paréntesis insertados de modo caprichoso que no tienen nada que ver con alguna supuesta inconsistencia investigativa de Vega sino que sólo permiten confirmar la falta de una versión final. El apartado sobre el tango español llega hasta la página Nº150 pero con numerosos faltantes y muchas páginas con ejemplos musicales sin numeración pero que corresponden indudablemente a este capítulo. Por lo demás, este estudio extenso sobre el tango español, para Vega absolutamente cardinal dentro de sus consideraciones sobre el tango argentino, está jalonado con profusión de notas, citas y referencias bibliográficas, letras de canciones diversas y ejemplos musicales. Está dividido en cuatro subcapítulos, todos señalados con letra manuscrita: I. Zarzuela y zarzuelita. II. Los tangos andaluces en Andalucía. III. La zarzuela y la zarzuelita en la Argentina. Los compositores. IV. Los tangos españoles en la Argentina, este último, con numerosos melogramas. 4. Cuarta parte. La coreografía del Tango Argentino», seis páginas, con numeración mecanografiada en el ángulo superior derecho. La carátula manuscrita que lo antecede, incluye, después del título, una especie de recado a sí mismo: «1a Cuna del tango» (subrayado en el original) y una acotación incompleta: «Para la última parte ver «movimiento tradicionalista (falta ubicarlo. Consultar la revista Folklore, Nos.: «, sin agregar los números ni cerrar el paréntesis ni las comillas. Este capítulo parece sumamente provisorio, con acotaciones que indican la falta de diferentes elementos a completar. Aquí, Vega pasa lista a los diferentes lugares en los cuales comenzó a bailarse el tango y a las características de los primeros bailarines. Pone un énfasis especial en negar el concepto de creación colectiva del tango diciendo que quienes repiten que el «tango nació en los arrabales de la ciudad», sólo lo hacen desde una postura emocional que él recomienda abandonar. Luego sí, aborda «La formación coreográfica del tango argentino», que sería una segunda sección de esta misma cuarta parte pero que, contrariamente a lo esperado, consta de veinte páginas cuyo número mecanografiado en la primera página es el 1 y no el 7 que es el que correspondería si fuera la continuación de lo anterior. Taxativamente, Vega afirma, de modo contundente que «El Tango es, fundamentalmente, una coreografía». Por fuera del ensayo que apunta a dilucidar los orígenes del tango argentino se encuentran algunos escritos que están vinculados con la historia posterior del género. Estos artículos se encuentran en un estado muy primario de avance o elaboración y son «El ascenso del tango en la Argentina», «El tango argentino en París. El triunfo (1910-1913)», «Compositores españoles en Buenos Aires» y dos páginas sueltas sobre Carlos Gardel, sin título ni indicación de pertenencia a algún marco continente. Esencialmente, tal como fue señalado, y es una observación que se revela, decididamente, como parcial, Vega observa al tango como una danza. Las consecuencias de este tipo de planteo es una implícita minusvaluación de la originalidad musical y sonora del tango, de los elementos de identidad colectiva o individual que el tango genera por fuera de su coreografía y de los componentes textuales que, aún sin canto en los comienzos, estaban implícitos en los títulos, las alegorías y las letrillas que, - 165 -


eventualmente, podían portar. En realidad, este tipo de concepción va aparejado a la prescindencia de los componentes socioculturales que conforman un contexto determinado y que, casi sin excepciones, atraviesa a todo el archivo. Aunque suene tal vez apocalíptico, podríamos afirmar que, a su modo, Vega, con rigor de investigador que posa su atención sobre todos los elementos sonoros o coreográficos del tango, prescinde de una indagación, aunque sea exigua, sobre las características de la sociedades humanas en las cuales se sucedieron los procesos de génesis del tango, las condiciones que promovieron y envolvieron a las aculturaciones y la totalidad de las migraciones culturales que tuvieron lugar entre Europa, África y América pero, en especial, sobre los intercambios culturales y musicales intraamericanos, es decir, dentro del mismo continente, omisiones poco menos que inexcusables cuando el objeto de estudio es un género de música popular. Eventualmente puede observar posibles relaciones musicales o coreográficas entre el lundú y la milonga aunque sin atender a las sociedades en las cuales se produjeron. Por otra parte, y esta ausencia no es inherente a Vega sino a las concepciones investigativas que primaban hace medio siglo, se prescindía de algunos procesos de conductas colectivas, entre ellas, especialmente, el de la recepción, que habrían luego de ser consideradas esenciales en la determinación de un nuevo género. En diferentes pasajes, Vega da a entender, con una insistencia pertinaz, que el tango no es africano en ninguno de sus aspectos ya que a la danza «no la hicieron los africanos porque la coreografía del tango argentino no es otra cosa que una afortunada variante de la que Europa nos mandó con el entonces nuevo ciclo de la pareja enlazada: el vals, la polca, el galop, la mazurca y el chotis. No hay discusión». Complementa sus consideraciones la depreciación del hecho sonoro: «Lo que diferencia a esta especie de las demás es su articulación coreográfica. La música tiene muy poco que ver con su importancia y con su universalización. Comparte su ritmo (su ritmo antiguo) con varias otras especies…». Por un lado, vierte una opinión muy arriesgada sobre los valores musicales del tango pero, al mismo tiempo, con mucha energía y pocas vueltas, reafirma la europeidad superior y esencial tanto de la música como de la coreografía del tango y de los otros géneros populares americanos, aquellos que derivarían de algún «ritmo antiguo». La desvalorización de las músicas populares latinoamericanas es una constante que vuelve en numerosas oportunidades. Por ejemplo, realiza una larga disquisición y extensísimo estudio sobre el lundú brasileño, como una «especie progenitora» que vincula al nacimiento de la milonga y afirma: «Como hemos visto, la música del lundú es pura música superior europea10 (síncopa más o menos), pura coreografía europea de salón (quebradura más o menos) y pura poesía tradicional portuguesa o a su imagen (regionalismo más o menos), todo sometido a los estilos brasileños». Aquí no sólo se vislumbra casi de modo explícito la categorización en jerarquías por parte de

10

El remarcado es nuestro. - 166 -


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Vega de las entidades superiores – y, por contraposición, también de las inferiores–, sino que, además, reitera su voluntad de negar cualquier atisbo de originalidad. Hilando un poco más fino aún, la sucesión habría sido, en este caso puntual, música europea ® lundú brasileño ® milonga rioplatense. Y en esta secuencia, las adjetivaciones panegiristas son aplicadas únicamente sobre la primera etapa en tanto que, en la segunda, es simplemente un transporte territorial, con las variantes del caso y que deviene en algo que ya no tenía los valores del original.11 Carlos Vega le dedica gran espacio, como se ha afirmado, al tango español dado que su teoría sobre el origen del tango se apoya, esencialmente, en los aportes que desde España llegaron a través del tango andaluz. Vega indica que «el tango español es una canción con o sin coreografía de larga trayectoria…». También escribe que fue «una danza de gran dispersión» y que también se extendió por América latina. Señala que tuvo tres tipos de expresión «la andaluza popular, la del teatro y la artística», curiosa calificación, un tanto anticuada, que, implícitamente, deja fuera de la categoría artística a lo popular o a lo teatral. Para completar el cuadro de situación, Vega subraya que el tango español, en Buenos Aires, fue una canción que «gozó de enorme popularidad, no sólo entre los miembros de la densa colonia española sino también en todos los círculos y niveles». Y remata: «Es este tango español, es su presencia en Buenos Aires lo que nos interesa». En su afán por «desamericanizar» al tango español, Vega se arriesga con frases como: «No necesitamos insistir en recordar que su música – con ésta o aquella coreografía – es remotísima descendiente de los regios repertorios medievales». Para reforzar esta teoría un tanto excéntrica, Vega trae a colación citas bibliográficas de estudios convenientes a su teoría pero no aporta ningún documento fehaciente, ni melogramas explicativos, ni referencias concretas, ni toma en cuenta la profusión de textos que hacen mención de la llegada a España de aquellos sones y danzas pecaminosos relatados más arriba. Aunque para esto también tiene una explicación. Así, no puede dejar de reconocer que en España, hacia 1850, existen «tres especies de tango… los tres con idéntica fórmula de acompañamiento rítmico». Al primero lo denomina «tango gitano» y lo localiza en los estratos suburbanos de las ciudades de Andalucía. Sin ningún testimonio que lo asevere, utilizando la primera persona del plural, Vega dice: «le atribuimos mayor antigüedad, pero ninguna fecha es demasiado antigua para el tango en un país que atesora versiones de ese género escritas en 1270», extrañísima fecha, consignada sin ningún titubeo y que no remite a ninguna fuente. Y para seguir negando cualquier americanidad en el tango español, afirma: «Nos parece vivamente admisible que la especie, conservada en América con cualquier nombre, haya retornado a su país de origen» y éste sería el «tango americano». Esta asevera11

Como dato de interés, cabe señalar la admiración y el elogio manifiestos que aparecen pródigamente en las páginas dedicadas a la zamacueca, como una de las «danzas progenitoras» del tango argentino. Dentro del contexto de ese ensayo, podría suponerse que tal valoración positiva podría ser la consecuencia o el resultado de que sobre la base española no tuvo lugar ningún proceso de mestizaje africano.

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ción es más que temeraria, por demás impugnable, y no es sostenida a través de ningún documento o prueba testimonial. La tesis de Vega manifiesta, por lo tanto, que la contradanza, que, mestizada y aculturizada, es aceptada con amplio consenso como el género desde el cual devienen la habanera y el tango, incluso por algunos de los musicólogos citados por Vega, sería un derivado del supuesto tango gitano medieval. Por último, Vega afirma que hay un tercer tango, «menos áspero que el tango americano» que ya es «canción teatral en 1855» y que aparece, naturalmente, dentro de diferentes medios teatrales. Medio siglo más tarde, con otro tipo de herramientas prácticas y teóricas, Faustino Núñez, comienza su artículo sobre el tango en España afirmando que es un «baile andaluz procedente de las colonias americanas que se popularizó a principios del siglo XIX».12 Tras la definición inicial, Núñez, en lo que puede ser considerado un estudio amplio y riguroso y apoyado en una bibliografía extensa y variada, pasa revista a las numerosas variantes y a la genealogía del tango español sin ni siquiera mencionar las de Carlos Vega. La teoría del origen del tango español de Vega puede fluctuar entre lo insólito y lo francamente indefendible, tal vez por alguna necesidad personal por eliminar cualquier posibilidad ya no de una genealogía africana del género sino también americana. Según él, aquella tercera versión del tango español antes mencionada, de carga genética absolutamente europea, llegó a América para convertirse en la base sobre la cual habría de gestarse el tango rioplatense. Dice Vega que el tango andaluz se hizo muy popular dentro de las zarzuelas que llegaron con profusión a Buenos Aires desde c.1850. En este punto es donde debemos retornar a Alejo Carpentier quien propone otra teoría general, amplia, integral y regulada en sus comportamientos, los suficientes como para formular una hipótesis general del origen de las danzas y canciones americanas. No es erróneo ni arriesgado suponer que Carpentier desconoció las teorías hispanistas de Vega cuando dejó en claro cuáles eran sus hipótesis. Por una cuestión de mera cronología autoral, cabe señalar que Carpentier editó su libro La música en Cuba, en 1946, algunos años antes de que Vega comenzara a revelar su interés por el origen y la historia del tango argentino. Pero si bien no estaba al tanto de los pensamientos de Vega, sí conocía las concepciones de otros estudiosos que adherían a un hispanismo muy asentado en el momento de tener que defender el ascendiente europeo de las culturas americanas. Carpentier descarta la influencia del tango español. El gran escritor y notable musicólogo cubano hace un recuento de los numerosos géneros populares latinoamericanos que, a comienzos del siglo XIX, incluyen en su base el pie rítmico de la habanera y señala que «es difícil suponer, pues, que el famoso tanguillo gaditano haya impuesto su ritmo, en pocos años, a un inmenso sector geográfico del Nuevo Conti-

12

F. Núñez, «Tango (II). España», en Diccionario de la música española e hispanoamericana, Madrid, SGAE, 1999-2002, vol. X, pp1. 54-156. El subrayado es nuestro. - 168 -


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nente»13. Además, desde el punto de vista temporal, establece la improbabilidad de dicha secuencia cultural. Así asevera, terminante: «Demasiadas son las razones que nos inducen a creer que el ritmo del tango se conoció en América antes que en la Península y que fueron los negros los principales responsables de su difusión»14. En las numerosas páginas en las cuales Vega formula su teoría del origen español del tango, no se encuentra ni una sola mención al destino de aquella habanera o tango americano de este lado del Atlántico, un olvido que funciona de maravillas para restar cualquier importancia a la hipótesis que sostiene que el tango rioplatense es una creación que se apoya, esencialmente, sobre aquella danza que, con ese nombre, ya existía incluso antes del arribo de las zarzuelas españolas a Buenos Aires. Apoyándose en las especulaciones de Carpentier, Jorge Novati avanza y confirma la posible veracidad de la historia americana del tango rioplatense. Por un lado, Novati contradice a Vega cuando le critica la insistencia en reconocer al tango de la zarzuela en Buenos Aires en tanto que deja de lado al tango popular: «Hay una justificación para este olvido: fuera del teatro, el tango español o de zarzuela no ha sido encontrado en ningún documento de época…».15 Y por el otro, avanza en la consideración de la evolución de aquel tango americano hacia una nueva entidad, en un contexto especial, descartando de cuajo cualquier fantasía exasperante sobre la mezcla de géneros que se funden pasmosa y mágicamente en uno nuevo y diferente. Novati se cuestiona de dónde vino el tango y responde: «Para esta pregunta hubo respuestas fáciles y aparentemente verosímiles; la más común sostenía que el tango se formó a partir de la habanera y la milonga. Pero si bien algunos rasgos los vimos prenunciados en estas especies, tanto la habanera como la milonga fueron totalidades distintas; por eso mismo continuaron siéndolo – aunque por poco tiempo – después de constituido el tango. Y en esto reside, repetimos, el hecho creador, el hecho fundante». 16 Para decirlo de otro modo y confirmar nuestra adhesión a la teoría americanista y local del tango rioplatense, no son los análisis musicales ni las pautas coreográficas los que, con exclusividad, pueden determinar cuándo y cómo tuvo lugar el nacimiento del tango. Más claro: podemos afirmar que el tango tuvo su alumbramiento cuando un grupo poblacional de una sociedad determinada, el que conformaban los sectores marginales y desposeídos de Buenos Aires y de Montevideo, reconocieron en esa nueva entidad musical algo que la diferenciaba de la habanera, del tanguillo o de la milonga, aun cuando todos compartieran aquel pie rítmico, al decir de Vega, «un ritmo antiguo».

13 14 15 16

Alejo Carpentier, La música en Cuba, 1946, p.54. Ibíd, p.55. ATR-I, p.11. ATR-I, p.26.

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Obviamente, la historia, la antropología, la sociología y, por supuesto, la musicología, entre otras más, sumadas y combinadas pueden ayudar, entonces, a convalidar fehacientemente un nacimiento. Ex profeso, por cuestiones de espacio y para no apartarnos de la indagación sobre la hispanidad o la americanidad del tango rioplatense – en realidad, el tango es argentino y uruguayo –, hemos prescindido y dejado casi absolutamente de lado la observación de los lugares en los cuales se desarrolló el tango desde c.1880 hasta c.1900, los personajes centrales que aportaron individualmente en aquella evolución, todos los asuntos referidos a la danza en sí misma y hasta las características musicales puntuales que podrían ser tomadas, dentro de una observación amplia, como elementos específicos que diferencian al tango de otras danzas o canciones. Y también porque escapa al estudio del intercambio cultural entre Europa y Argentina nos hemos abstenido de contemplar los asuntos socioculturales más amplios que rodearon de manera indelegable a la primera época del tango, como ser los nuevos modelos de creación, dispersión y consumo que habrían de imponer el ascenso de los medios de comunicación de masas y que podrían ser resumidos en el avance de la individualización del hecho musical, a diferencia de la anonimidad que había caracterizado a la creación de la música popular, en la instalación de la actividad profesional y en los nuevos modelos de apropiación colectiva del hecho cultural. Para concluir en este punto, también debemos ser contundentes en el reconocimiento de los componentes europeos que aparecen dentro de la danza y canción argentina. En el tango hay elementos de clarísima procedencia europea como ser, entre algunos más, los constituyentes del discurso musical, las elaboraciones formales, los instrumentos involucrados y la institución de la pareja enlazada. Sin embargo, de todo lo expuesto queda claro que el tango argentino no es la adaptación o la reformulación de ningún género musical, coreográfico o literario español sino una creación cultural, popular y artística del Río de la Plata. En este sentido, el tango se diferencia, claramente, de todas aquellas manifestaciones musicales, académicas o populares, que fueron o que son la resultante de una transformación local de modelos llegados desde otras latitudes, preferentemente, del hemisferio norte. El rock argentino, el neoclasicismo del Grupo Renovación, la cumbia santafesina, las vanguardias musicales de la segunda mitad del siglo XX o el bolero argentino, entre muchas expresiones más, son «meras» adaptaciones o apropiaciones vernáculas, tal vez sumamente creativas y meritorias, que no es eso lo que aquí se discute, de modelos arribados a nuestras costas. Pero el tango, por el contrario, es una verdadera creación propia, vernácula y de tal grado de singularidad que fue capaz de hacer, exactamente, el camino inverso, hacia el Este, y radicarse con su nombre primigenio y algún adjetivo local agregado, en otras geografías y con otras modalidades. De esto es de lo que hablaremos a continuación.

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La peregrinación hacia el Este y las nuevas identidades En su devoción hacia el tango argentino, ninguno de los integrantes de nuestra mesa redonda inicial se especializaba en las venturas de las distintas variantes del tango no argentino, caracterizado por hechuras y perfiles que no sólo no disfrutaban sino que, en algún punto, menospreciaban y aborrecían por su lejanía al modelo verdadero e inicial. A lo sumo, podían sonreír y aceptar los tangos que llegaban desde algún lugar lejano si se acercaban a los que ellos conocían y amaban como objeto de culto y con intensidad ilimitada. Así, tenían muy cerca del corazón las versiones de célebres tangos argentinos cantados en castellano por la japonesa Ranko Fujisawa quien, con diferente fortuna, intentaba agregar a su canto toques arrabaleros y fraseos propios de San Juan y Boedo antiguo. Pero no podían tolerar los tangos con acentos musicales extraños o bailados como largas corridas fatales, burdas y sin sutilezas a derecha y luego a izquierda. Definitivamente, si el Cachafaz o Virulazo eran las iconografías a admirar del tango porteño, varonil, cerril y bravío, Rodolfo Valentino era un mentecato desatinado, burdo y, sobre todo, ajeno. Sin embargo, con sus metodologías de construir el pasado apoyándose mucho más en historias que en la historia, que son cosas que suenan casi igual pero que son significativamente diferentes, aquellos panelistas imaginarios dictaminaban, sin ninguna duda, que el tango había llegado a Europa cuando Ángel Villoldo y Enrique Saborido fueron enviados a Francia por la casa Gatt & Chávez, en 1910, para grabar los primeros tangos ya que en Buenos Aires no existían las posibilidades ni las condiciones técnicas para hacerlo. Allá, decían, se quedó el tango y embelezó a los parisinos. Algunos también afirmaban, sin comprobar si la agenda coincidía con las fechas correctas, que Enrico Caruso lo había escuchado cuando estuvo en la Argentina y lo popularizó en Italia. Otros hablaban de los marinos argentinos que en tal o cual buque habían arribado primero a España y luego a Francia, fascinando a los europeos con la danza, aunque no parecían mayormente preocupados por pensar quiénes habían sido o de dónde habían salido las mujeres con las cuales bailaban los muchachos. En realidad, en los tiempos en los cuales los medios de comunicación comenzaban ya a imponer sus modos, propiamente, de comunicación hacia el seno de una sociedad, en poco importa cómo fue que el tango arribó al Viejo Continente. Pero sí es un hecho que antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, el tango ya se había instalado a lo largo y ancho de Europa, hecho del cual dan prueba infinitos testimonios. Así como varios siglos antes aquella habanera o tango americano había navegado lentamente hacia Europa para arraigarse con nuevos formatos, el flamante tango argentino, todavía marginal y despreciado en su hábitat original por la ideología de las clases dominantes que lo calificaban de prostibulario e indecente, puso rumbo hacia el Este, surcó el Atlántico y ni bien llegado a París, a Roma y a Madrid, a través de diferentes medios, circunstancias y personas, habría de comenzar una historia que, en su lugar de origen, nadie habría de imaginar. Como los procesos de migraciones culturales no son, esencialmente, diferentes a como habían sido anteriormente, el producto arribado a otras costas sufrió el - 171 -


mismo tipo de procesos aculturativos que ya han sido descriptos. Pero con una diferencia sustancial ya que, ahora, la transmisión oral que caracterizó a la integración y dispersión del tango americano había prácticamente desaparecido ante el avance sostenido e intenso de los novísimos medios de comunicación de masas, que imprimieron otras velocidades y otros modos de distribución y consumo de los productos musicales. Tomemos, por caso, la evolución del tango argentino en Francia. La popularización creciente del tango, aun cuando todavía no había podido superar los prejuicios y las miradas despreciativas que lo reducían a una obscenidad prostibularia, hizo que algunos empresarios argentinos sagaces, con visiones de mercado y advirtiendo la potencialidad de los nuevos medios tecnológicos, decidieran registrar los primeros cilindros y discos con este producto que tanta pasión despertaba en los sectores subalternos de la sociedad porteña. Así, la empresa Gatt & Chaves, en 1907, envió a París a Alfredo Gobbi, Flora Rodríguez y Ángel Villoldo. Hay referencias de la presencia anterior de otros músicos argentinos en París, a los cuales, sin embargo, no se les puede asignar ninguna importancia especial. Hacia 1910, ya estaban en París, además, Enrique Saborido, José Lucchesi, José Sentis y otros músicos profesionales desconocidos que integraron conjuntos como la Banda Pathé, la Orchestre Tzigane–Paris o la Orchestre Direction A. Bosc. Antes del estallido de la guerra, hacia 1913, en pleno furor del tango, se hacían pasar por argentinos músicos brasileños, chilenos y de otros países latinoamericanos. La Orchestre Tzigane du restaurant de Rat Mort, por ejemplo, grabó El choclo, de Villoldo, en 1908, bajo el subtítulo «Tango brésilien». Como materia cultural maleable, la danza y la música del tango argentino comenzaron a sufrir modificaciones prácticamente desde el momento del primer arribo. En los registros fonográficos que documentan los tangos franceses en la segunda década del siglo pasado, incluyendo muchas grabaciones que dejaron músicos argentinos que adaptaban sus interpretaciones al gusto local, se puede percibir el predominio del violín por sobre el bandoneón como el elemento tímbrico más distintivo y una rigidez en la marcación métrica que es claramente diferente a la de los tangos rioplatenses del período. Más allá de las cuestiones formales, idiomáticas o estéticas, estas mudanzas de estilo están en directa relación y claramente emparentadas con la resignificación sociocultural que el tango sufrió en el medio francés. Para resumirlo de un modo sencillo y taxativo, podríamos confirmar que el tango llegó como danza orillera, marginal y subalterna y fue acogida con furor y entusiasmo por las clases más pudientes de la sociedad francesa que lo adaptaron a sus propias necesidades. Las indecencias originales, exactamente como las de aquellas chaconas y zarabandas escandalosas de siglos anteriores, pasaron por el obligado proceso de adecentamiento y aseo para convertirse en una especie de diversión aristocrática, alegre, transgresora y apta para esparcimientos coreográficos cada vez más lejanos a los modelos de Pompeya y de Barracas al Sur. En Le Figaro, del 10 de enero de 1911, se lee: «Lo que bailaremos este invierno será una danza argentina, el tango argentino». En la misma nota, un tal M. L. Robert, «coreógrafo eminente y director de una academia de baile», afirmaba que ese - 172 -


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baile «está llamado, en breve plazo, a reemplazar a todos los demás… Es gracioso, ondulante y variado con agradables y diversas figuras».17 Este tipo de anuncios y presagios abundaban en la prensa gráfica francesa desde 1910, noticias que causaban cierto escozor dentro de la alta sociedad argentina y que tendría su momento de mayor inquietud, en 1913, cuando Jean Richepin decidió hacer una presentación largamente elogiosa del tango ante la Academia Francesa. El poeta escribió y expuso: «El tango ha sido muy calumniado. Se ha dicho que es un baile sacado de los bajos fondos argentinos y que no era digno de penetrar entre las damas y los caballeros de distinción. Cierto: ¿pero cuál ha sido la danza que no tuvo su nacimiento en el pueblo? Dicen también que el tango no es honesto, que adopta posturas indecentes... El tango es honesto o deshonesto, según está el que lo baila. Yo, no sólo llevo el tango a la academia en la ocasión de su apertura anual, sino que lo llevo también al teatro en una obra que he escrito con la colaboración de mi mujer».18 Herido en su intimidad más patricia, Leopoldo Lugones replicó con violencia. Por un lado, quizás para demostrar que era hombre de criterios amplios, elogia la rusticidad primigenia y también la gracia del minué, la gavota, la pavana o la contra-danza. Pero con el tango en la mira, esa procacidad tan cercana, descerrajó una de las peores blasfemias que contra él se hayan proferido nunca: «El objeto del tango es describir la obscenidad». Confirma que su coreografía es la del burdel y lo tilda de «espectáculo pornográfico». Promueve la proscripción de «semejante indecencia» – como había sido propuesto un siglo antes, en la misma ciudad, la realización de los «tambos de negros» – y concluye: «El tango no es un baile nacional, como tampoco la prostitución que lo engendra. Cuando las (damas) del siglo XX bailan el tango, saben o deben saber que parecen prostitutas, porque ésa es una danza de rameras». La iracundia de Lugones no pudo con la historia y la danza aprobada en Europa, más exactamente en París, fue el pasaporte de aceptación que le estaba haciendo falta al tango argentino para acceder a otra dignidad en su lugar de origen. Tal vez, este efecto directo de aprobación en lo que en las Pampas era considerada la meca cultural del planeta, pueda ser considerado como la contribución europea más concreta y palpable para el desarrollo y la evolución del tango argentino. Con respecto al tango francés de los años ’10, en sus aspectos formales y compositivos generales, no se diferencia prácticamente en nada de los característicos tangos de la Guardia Vieja. La gran divergencia sonora entre ambos tipos de tango, el francés y el rioplatense, es esencialmente interpretativa y coreográfica e, insistimos, encuentra sus razones profundas en los modos de expresión e identificación de diferentes clases sociales. Con todo, el tango francés también habría de popularizarse (o desaristocratizarse) luego del fin de la Primera Guerra. En pleno auge del tango en Francia, después de la Guerra, hacia 1920, se establecieron en París, una gran cantidad de músicos argentinos, algunos de ellos con sus propias orquestas. Los más conocidos fueron Eduardo Arolas, Rafael Canaro, 17 18

Citado por Vega en «El tango argentino en París. El triunfo (1910-1913)», inédito. Citado por Novatti, ATR-I, p.39-40.

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Manuel y Salvador Pizarro, René Presenti, el «Tano» Genaro Espósito, Eduardo Bianco y Juan Bautista «Bachicha» Deambroggio. Los repertorios grabados por estos músicos están documentados, incluso por sellos discográficos todavía vigentes. Sin embargo, con su propia historia y desarrollo, el tango francés, ya no más como hecho cultural elitista sino como una danza radicalmente diferente y con otras significaciones textuales, identitarias y coreográficas, tomó un rumbo absolutamente distinto del argentino y los músicos sudamericanos de los años ’20, en su gran mayoría, permanecieron al margen de él. El típico tango francés «a la Valentino», también llamado en algunas fuentes bibliográficas «tango mussette»19, de coreografía particular, estereotipado como danza sensual y agresiva y con marcaciones métricas robustas, radicalmente diferentes en todos esos aspectos al tango rioplatense, es una clara muestra de la desaristocratización del tango francés que, así popularizado, tanto en Europa como en Estados Unidos, habría de encontrar un ámbito de desarrollo muy peculiar y masificante dentro del cine y del espectáculo teatral. Desde entonces, el tango francés y el argentino continuaron por carriles absolutamente diferentes. Cabe agregar que así como nuestro tango fue evolucionando de manera notable y sorprendente, el «tango mussette» no ha cambiado mayormente sus pautas compositivas, interpretativas o coreográficas desde c.1930. Este modelo de aculturación del tango, con mayor o menor difusión y aceptación, tuvo lugar en diferentes regiones europeas. Hubo y hay tangos rusos, españoles, franceses, italianos, finlandeses, polacos, judíos y alemanes, entre otros más, todos diferentes entre ellos y, por supuesto, todos distintos al argentino original. El gran estudioso de este tango transculturalizado ha sido Ramón Pelinski. Este musicólogo argentino ha establecido «dos tipos ideales de tango: el del tango porteño y el del tango nómade. El tango porteño está territorializado simbólicamente en el Río de la Plata, particularmente en Buenos Aires. El tango nómade ha abandonado su territorio para multiplicarse en diásporas imprevisibles por el mundo y, ya en otras latitudes, reterritorializarse sobre otros cielos y otros mares».20 Este tipo de intercambio cultural entre Argentina y Europa sobre la base del tango tiene una direccionalidad única y es la que va cruzando el océano hacia el Este21. Como ha sido afirmado anteriormente, dentro del tango hay constituyentes esenciales que han venido desde Europa pero que, aislados de marcos continentes, Béatrice Humbert: Le tango argentine à Paris, de 1905 à 1920, tesis de maestría, Universidad de St. Denis, 1988. 20 Ramón Pelinski, El tango nómade, Buenos Aires, Corregidor, 2000, pp. 28-29. 21 Hay un solo caso de un tango nómade que retornó a la Argentina con su propia identidad y que la mantuvo, en territorio ajeno, hasta su extinción definitiva, hacia 1965. Nos referimos al tango judío o tango en idish, traído por los inmigrantes judíos de Polonia desde c.1925 (Pablo Kohan), Los tangos en idish de Jeremías Ciganeri. El extraño caso de un tango nómade regresado a Buenos Aires, Buenos Aires, AMIA, en prensa). 19

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fueron resignificados y resemantizados dentro de una nueva totalidad cultural que no es la reformulación de ninguna entidad europea. Además, ya en el siglo XX y con el tango como un género firmemente consolidado con elementos musicales, coreográficos y culturales igualmente consolidados, siguieron entrando componentes musicales de clara procedencia europea, algunos muy generales, como el bandoneón, por ejemplo, y otros más puntuales como ser nuevos recursos armónicos en los tangos de Juan Carlos Cobián, citas y giros operísticos en algunas melodías de Enrique Delfino o las fugas en los tangos de Astor Piazzolla. Pero el tango, lo repetimos una vez más, es una auténtica creación rioplatense. Por lo demás, cabe reiterar que esta clase de desplazamiento desde América a Europa, o desde la colonia hacia la metrópolis, para utilizar una terminología que puede resultar extemporánea pero que culturalmente es plenamente válida, puede tener lugar únicamente si el producto cultural posee un grado de originalidad significativa y autosuficiente como para otorgarle una identidad propia y evidente. Y en este sentido, el tango es una totalidad cultural irrepetible y única que va mucho más allá de los aspectos estrictamente coreográficos, textuales y sonoros para extenderse hacia la literatura, las artes plásticas, las artes escénicas e incluso involucrar, al menos en lo atinente a los porteños, modos diferenciados de comportamientos colectivos, usos lingüísticos y maneras de hablar y ciertas concepciones de mundo, de género y de utopías que hacen que el tango sea un componente imprescindible y esencial en la conformación y la definición de una identidad argentina. Y esto puede oficiar de colofón para resaltar la trascendencia y la significación del tango aunque poco tenga que ver con el asunto de los encuentros, los contactos, los intercambios o las interactuaciones entre Argentina y Europa. En todo caso, reincidir con que el tango es excepcional, impar y milagroso es una redundancia que, ciertamente, no perjudica.

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CRÓNICA DE UN DESENCUENTRO AFORTUNADO LA MÚSICA CLÁSICA EUROPEA EN LA LITERATURA ARGENTINA Por Pablo Gianera

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Las analogías entre la literatura y la música suelen despertar incertidumbres y sospechas. Si se pasa por alto el modo en que la poesía y la música convergían en la antigüedad, resulta bastante comprobable que, por lo menos desde el romanticismo, la música constituyó para muchos escritores (tanto poetas como novelistas) un horizonte que, a punto de alcanzarse, volvía a correrse, inasible, siempre hacia adelante. La cristalización extrema de semejante aspiración alcanzó su momento definitivo en la célebre formulación del poeta simbolista Paul Verlaine, según la cual debía perseguirse «la música por sobre todas las cosas». No es ilícito preguntarse a qué música se refería; o, dicho en otros términos, cuál es la música de la literatura. Mucho tiempo más tarde, otro poeta, T. S. Eliot, respondió agudamente esa pregunta. En «The Music of Poetry» –conferencia dictada hacia 1942–, Eliot observa que la poesía posee una música propia que la separa de la música a secas. Se trata de una música del sentido; o, en todo caso, de una música que resulta indiscernible del sentido y, aunque parezca paradójico, también de la imagen. Para Eliot, un ejemplo de poesía sonora como la Ursonate de Kurt Schwitters –pieza vanguardista con una construcción silábica irreductible a los significados– no sería un poema sino una mera imitación de la música instrumental. Y debe decirse que cuando la poesía más corteja la condición musical resigna toda la eventual peligrosidad estética de su sentido y convierte las palabras en la caricatura de la música, en su mascarilla funeraria. Un caso aparte es el nonsense, puesto que no se trata aquí de un vacío de sentido: su sentido es, precisamente la parodia misma del sentido. Con todo, y a contrapelo de su evidente incredulidad, Eliot cree que el conocimiento técnico de las formas musicales constituye una etapa recomendable del estudio de la poesía. Concluye que ciertas analogías musicales (sobre todo, el ritmo y la estructura) resultan útiles para la literatura: «La recurrencia de los temas –asegura– es tan natural en la poesía como en la música. Es posible que los versos preserven cierta semejanza con - 179 -


el desarrollo de los temas en cada una de las secciones de instrumentos; y existe también la posibilidad de que las transiciones de un poema sean comparables a los movimientos de una sinfonía o de un cuarteto». Algo parecido creía el novelista (y en los ratos libres compositor) Anthony Burgess. En su ensayo This Man & Music (1983), Burgess observa que se carece, para la música, de un lenguaje descriptivo apropiado. Como sucede con los catadores de vinos, se incurre siempre en la metáfora y la analogía. Y sin embargo, la música es escuchada de manera casi continua sin que se presente la pregunta por su inteligibilidad. ¿Puede entonces la literatura aprender algo de la música? Aquí Burgess coincide con Eliot: «Sí, la importancia de la estructura. La variedad de tempo, simetría, la relación entre el tema y la forma. Un ejemplo muy sencillo: si un personaje prende un cigarrillo en la primera página, este hecho debe estar equilibrado por otro personaje, o acaso el mismo, que prenda un cigarrillo más adelante, preferentemente hacia el final». El propio Burgess puso en acto esta preceptiva en Sinfonía Napoleónica, novela histórica cuyas partes imitan, con discutible éxito, los movimientos de la Sinfonía Nº 3, de Beethoven. En otra dirección, la música es también el objeto de su relato The Piano Players. * A diferencia de otras literaturas –como la alemana, en la que, por ejemplo, Thomas Mann moldeó sus novelas según la arquitectura sinfónica–, la literatura argentina mantuvo una ambigua distancia respecto de la música clásica. Jorge Luis Borges, por ejemplo, se mostró siempre invulnerable a los compositores europeos (aunque, como es sabido, encontraba un raro encanto en las milongas acompañadas de guitarras). Si se pasa por alto su azaroso interés por Johannes Brahms (le gustaba la Sinfonía Nº 4, y en homenaje al compositor tituló uno de sus cuentos «Deutsches Requiem») y una vaga conferencia (recogida en Textos recobrados 1931–1955) sobre la literatura en tiempos de Bach, son muy pocas las menciones a la música que pueden rastrearse en sus libros. En los recién editados diarios agrupados bajo el título de Borges, Adolfo Bioy Casares registra una anécdota reveladora. Después de escuchar el cuarteto para cuerdas opus 130 de Beethoven, Borges imagina: «Cuando publicó ese cuarteto, lo creyeron loco. ¿Si hubiera estado loco? ¿Si nos hubiera persuadido la obra de un loco? ¿Cuál es el criterio de la música?» Ajeno por completo a la forma de la música, el discurso musical resulta, para Borges, irreductible a la razón. Años más tarde, los diarios registran una euforia súbita por Igor Stravinsky: «Dice que la música de Stravinsky es extraordinaria (en el sentido de excelente), con sonidos rarísimos, como de jazz, muy alegres. ‘Pero mejor es no decírselo a Stravinsky – agrega–. A lo mejor su música expresa toda la tristeza del mundo moderno’». En todo caso, tanto la perplejidad como el entusiasmo se inscriben en la misma línea: la desorientación irremediable ante los fenómenos sonoros.

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Aunque mínimo, este anecdotario resulta emblemático del modo eventual en que la literatura argentina incorporó –como asunto o como procedimiento– el discurso musical. No hubo en Argentina un escritor semejante al uruguayo Felisberto Hernández, quien no sólo fue pianista sino que escribió algunas de las ficciones más notables con la música y los músicos como temas (la novela breve «Por los tiempos de Clemente Colling» y el cuento «Mi primer concierto» son, en este sentido, ejemplares); tampoco una figura equivalente al cubano Alejo Carpentier, crítico musical durante muchos años y autor de La consagración de la primavera y Concierto barroco que, ya desde sus títulos, hacen evidente una voluntad formal dirigida hacia la música. Un caso aparte es el poeta chileno Enrique Lihn, cuya novela (aunque es también un ensayo, un poema y muchas otras cosas) La orquesta de cristal constituye una de las cumbres más altas –y menos frecuentadas– de la literatura latinoamericana del siglo XX. Por el contrario, no existe en Argentina una obra única (o un autor único) que condense con tal contundencia el acercamiento al lenguaje de la música. Más bien, hay una gran variedad de autores que, de manera asistemática y oportunista (en el sentido de la oportunidad funcional que la música cumplía en sus textos), incorporaron la dimensión sonora a su literatura, ya sea como mera trama o excusa para la enunciación de una teoría sobre el arte, o bien como gesto imitativo (diversas inflexiones de la superstición romántica de la música como estadio superior de todas las artes). Lo notable de esta incidencia, si bien harto ocasional, es que recorre a su modo la literatura argentina casi desde sus mismo orígenes hasta el presente.

Tónicas Son conocidas las virtudes de Juan Bautista Alberdi como pianista y no hace mucho volvieron a tocarse en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires algunas de sus obras. La musicóloga Pola Suárez Urtubey publicó este año un ensayo sumamente documentado (Antecedentes de la musicología en la Argentina) en el que se aborda ese período. Allí se señala que la primera recepción de la música en los cenáculos literarios estuvo filtrada por el pensamiento romántico, sobre todo en su vertiente francés, que fue la que conocieron –e importaron– los escritores e intelectuales de la Generación del 37, singularmente Esteban Echeverría. No debería pasarse por alto que uno de los faros filosóficos de Echeverría fue Jean–Jacques Rousseau, quien además de ser el autor de El contrato social, Emilio y las Confesiones, compuso numerosas piezas musicales, entre ellas la ópera Le Devin du village, y pertenece a esa rara raza de escritores–músicos que también integra E.T.A. Hoffmann. Desde ya, la devoción que Echeverría profesaba por Rousseau habría sido suficiente para justificar, en todo caso, una curiosidad, aún moderada, por el discurso musical. Pero, por otro lado, su juicio acerca de la música pagaba tributo también a la estética del Sturm und Drang –el movimiento alemán que anticipó, en el siglo XVIII, el romanticismo– conocido en estas costas gracias a De la Alemania, la inteligente,

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aunque equívoca, vulgata que escribió en francés Madame de Staël. Sin duda, esa mediación lingüística resultó decisiva para que Echeverría se familiarizara con las ideas estéticas de Johann Gottfried Herder, que legitimó la recuperación de la poesía y la canción popular (Volkslied) y allanó el camino tanto para la irrupción del lied, forma característica de la escuela romántica, como del nacionalismo en la música. Observa Herder: «No puedo menos que hacer traslucir con unas pocas palabras qué es lo que considero como la esencia de la canción. No se trata de una composición, como lo es una pintura ejecutada con bonitos colores; tampoco creo que el brillo y el lustre sean su única y principal perfección. Esto sucede tan sólo con un género de canciones –ni el primero ni el único– que yo denominaría más bien pieza selecta y maquillada, soneto, madrigal y otras cosas por el estilo; pero a éste no le diría canción sin restricción ni excepciones. La esencia de la canción es canto y no pintura; su perfección reside en el curso melódico de la pasión o del sentimiento, al cual se podría aplicar el viejo y adecuado término de Weise (aire) (...) Si en una canción habita una Weise, un aire lírico bien iniciado y bien sostenido, esta canción perdurará y se cantará aun cuando el contenido carezca de importancia (...) La canción se debe escuchar y no ver. Escuchar con el oído del alma».

El eco rioplatense de estas ideas germánicas resuena en los dos textos que Echeverría dedicó a la canción: el prospecto «Proyecto de una colección de canciones nacionales» y el artículo «La canción». El primero es una suerte de programa futuro para el desarrollo de un coleccionismo de melodías populares, a la manera de Thomas Moore y George Thomson, empresa para la cual el autor contaba con la complicidad de Juan Pedro Esnaola, el compositor más relevante de la época. El segundo, en cambio, apunta a la enunciación de una idea estética más general que, en más de un sentido, se vincula con los fragmentos que Juan María Gutiérrez agrupó con el título de «Fondo y forma en las obras de imaginación». Señala Echeverría: Tiempo hace que el autor de las Canciones cuya publicación emprendemos, concibió el proyecto de escribir unas melodías argentinas, en las cuales, por medio del canto y la poesía, intentaba popularizar algunos sucesos gloriosos de nuestra historia y algunos incidentes importantes de nuestra vida social. Pero como para que su obra fuese realmente nacional y correspondiese al título, era menester que existiesen tonadas indígenas, a cuya medida y carácter se hermanase el ritmo de los versos, entró a indagar primero el carácter de las muchas que con general aplauso entre nosotros se cantan y halló que todas ellas eran extranjeras, adaptadas o mal hechas copias de arias y romances franceses o italianos, y no el sencillo fruto de nuestro sentido músico (...) Hubo entonces que renunciar a su intento, siendo necesario crear a un tiempo la poesía y la música. Mas, posteriormente, habiendo escrito por encargo particular

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algunas canciones, cuyo sentido fue con singular maestría interpretado por el señor Esnaola, cree que no es quizá de todo punto irrealizable su antiguo pensamiento, y ambos de acuerdo se proponen publicar una serie de canciones con el título de ‘Melodías argentinas’».

No debería pasarse por alto las intenciones últimas de Echeverría: ante la vacancia de composiciones que hagan justicia a la tierra en la que habita, postula, sin más, la creación de una música nacional a través de la intersección entre la tradición europea y la poesía popular argentina. He aquí la punta del ovillo de la canción de cámara, género típicamente argentino derivado del lied alemán, que aparecería hacia fines del siglo XIX. La canción de cámara nació como la continuación de la música popular por otros medios; fue la tentativa de civilizar la supuesta barbarie del folklore y presentar una música adecentada en salones y tertulias. «No hagan transcripciones de los cantos y danzas, inspírense en ellos; no reproduzcan la flor, aspiren su perfume», recomendará, ya en plena generación del 80, Alberto Williams. A menos que se crea que las aguas del Rin son más prestigiosas que las del Paraná, nada puede reprochárseles a los poetas y compositores argentinos, quienes, en última instancia, intentaron lo mismo que sus contemporáneos europeos. La pretensión es de cuño eminentemente romántico y tiene una explicación. Como hace notar Suárez Urtubey, la influencia de la ópera italiana era dominante: «En los años 20 se escuchaban fragmentos de ópera, también incluidos en medio de conciertos sinfónicos. Y era Rossini, naturalmente, como en toda Europa, quien galvanizaba al público porteño. Lo seguía en las preferencias Bellini. Todo lo que se compone por entonces lleva la impronta del melodismo italiano, como lo prueban las varias obras publicadas en La Moda, gacetín semanal de música, de poesía, de literatura y de costumbres que se editó entre el 18 de noviembre de 1837 y el 21 de abril de 1838, o las aparecidas en su antecesor, el Boletín Musical, ‘colección de piezas de baile y canto que se distribuirán a los suscriptores los lunes de cada semana’». Estas revistas, en las que se publicaban artículos y partituras y entre cuyos redactores se contaban Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi, formaron parcialmente el gusto musical de los intelectuales y escritores que solían frecuentar el hospitalario Salón de Marcos Sastre. El caso de Alberdi pertenece menos al terreno de la literatura que al de la musicología (de hecho, fue un precursor de la disciplina en el país) y sobrepasa los límites de este trabajo. * A pesar de todo lo dicho, y quizás porque formaba parte de las actividades cotidianas de los hombres del siglo XIX, la música aparece raramente en los poemas y novelas de la época (y cuando sucede es con una simple función decorativa, como en Amalia de José Mármol, antes que estructural). Curiosamente, en el registro más importante de la época, la música a secas es apenas aludida; se trata en verdad de la mención de una ópera; más exactamente, del libreto de una ópera. El 24 de agosto de

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1866, se estrenó en el Teatro Colón de Buenos Aires (no en el edificio actual sino en el que se emplazaba frente a la arquería de la Recova) el Fausto, de Charles Gounod. Aunque la sala estaba llena esa noche, la función quedará en la historia por uno solo de los espectadores: Estanislao del Campo, que firmaba sus poemas como Anastasio el Pollo. Del Campo y esposa habían llevado a Josefa Uriburu, hija del coronel José Evaristo Uriburu. El tenor Luigi Lelmi hacía el papel de Fausto; la soprano Carolina Briol, el de Margarita; y el barítono Eduardo Bonetti (no había bajo), el de Mefistófeles. Como curiosidad, vale aclarar que, por debajo de la entonces novedosa trama fáustica, se desplegaba en escena un drama de alcance más terrenal: Lelmi estaba enamorado de Briol, que a su vez estaba casada con el director de la orquesta. Como sea, Del Campo ignoraba estos detalles, y en caso de conocerlos le habrían importado bastante poco. En Vida de Anastasio el Pollo, su biografía del poeta, Manuel Mujica Láinez construye un retrato singularmente vívido de la invención del poema: Salió del teatro casi como un sonámbulo, o como quien aprisiona en brazos, cuidadosamente, a un niño delicado, un niño recién nacido a quien cualquier cosa, el soplo menor, puede quitar la vida. En su casa de la calle del Parque se encerró en el escritorio. Quizá tuvo miedo de que, en camino, en tanto el coche daba tumbos por las ásperas calles porteñas y Doña Carolina y Pepita Uriburu parloteaban analizando el colorete de la Briol y el vestido de las amigas, se le hubiera perdido el frágil tesoro. Pero en su espíritu permanecía, intacto. Cerró los ojos. Vívidamente volvieron a él las escenas del Fausto y las otras escenas, las suyas, tan sutilmente mezcladas que se dijera que un bordoneo de guitarras, de cien, de mil guitarras, crecía como una cascada fresca confundiendo sus notas con la melodía de Gounod. ¿Disparate? No. No era un disparate. Era algo nuevo, distinto, propio.

Ese poema fundador de la literatura gauchesca preserva algo del mito, la idea misma de la representación, la puesta en escena que un personaje le hace al otro: Mefistófeles a Fausto, Fausto a Margarita, pero también el del Pollo a Laguna, los personajes del poema. Claro que lo que aquí se cuenta es la historia de Fausto, y no su música; de algún modo, el hecho de que el autor lo descubriera en el Colón resulta meramente anecdótico. Como señala, desde un ángulo más sociológico, el crítico uruguayo Ángel Rama en su estudio Los gauchipolíticos rioplatenses, el poema marca la degradación irreversible de la comunicación de las hazañas guerreras, típica del género gauchesco: con su contemplación de un espectáculo operístico en el Teatro Colón, el Fausto de Estanislao del Campo registra el ingreso franco de personajes y habla popular a la diversión mundana de los salones burgueses. Dicho en palabras del propio Rama: «el poema Fausto produce una modificación sustancial que libera a la poesía de la servidumbre partidista mecánica a que había sido llevada en las décadas transcurridas desde el ascenso rosista. Resulta adecuada a un nuevo público y adquiere, de conformidad con los más altos niveles intelectuales de ese público, una - 184 -


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construcción compleja, donde alternan enfrentándose diversos planos: la representación de una ópera de Gounod sobre un texto de Goethe; la transposición incesante al medio campesino a través de la mirada del espectador gaucho; la relación, transpuesta a un segundo grado, de esa visión, por parte de Laguna al encontrarse con Pollo; la reinstalación de la ópera en la realidad campesina del bajo». Evidentemente, el influjo de la tradición musical europea cumple aquí una mera función catalizadora, y acaso el poema se habría escrito –aunque, claro, de otra manera– si se hubiese tratado de otra ópera. Y no menos azaroso fue el comercio intelectual que la generación del 80 mantuvo con la música. Además de ser el autor de Juvenilia, Miguel Cané fue un ensayista inquieto cuya curiosidad se desplegó en variados territorios, entre ellos, claro, la música, que sitúa por encima de las otras artes, aunque un poco por debajo de la poesía. Un poco después, hacia 1886, el crítico francés Paul Groussac publica en el diario La Nación una serie de tres artículos sobre Lohengrin, la ópera de Richard Wagner. Muy en línea con las escuelas francesas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (cuyas tesis expuso admirablemente el filósofo Vladimir Jankelevitch en su libro La música y lo inefable), Groussac postula que la música no es de modo alguno «expresiva» sino «impresiva», neologismo con el que pretendía aludir al hecho de que cada sujeto asocia los sonidos organizados con ideas, reminiscencias e impresiones. «El único criterio de lo bello en música, como en otras manifestaciones artísticas, –decía– está en la reacción que produce en nosotros». Con distintas inflexiones, este antirromanticismo furioso se prolongará también en el siglo XX, aunque no siempre bajo la forma de un relato sino, más bien, de una mera opinión.

Caprichos El poeta nicaragüense Rubén Darío produjo, en los primeros años del siglo pasado, una revolución copernicana en la poesía hispanoamericana. El modernismo literario llevó a un grado cero todas las certezas, todas las comodidades, todas las fórmulas que, como una noria, mantenían girando la poesía en lengua española. Entre muchas otras, una de las claves de la renovación que impuso Darío fue la recuperación de la música verbal, contra el ascetismo adiposo de la poesía peninsular. De él podría decirse lo que W. H. Auden afirmó de Tennyson: poseía el oído más fino de toda la poesía que se escribe en su lengua. De algún modo, la apelación al oído remite a la escucha y, con lógica elemental, al sonido. No casualmente, algunos de sus poemas se titulan «Sonatina» o «Sinfonía en gris mayor». Heredero de Paul Verlaine («padre y maestro mágico, liróforo celeste»), para quien la música estaba por encima de lo demás, Darío construyó una poética que no se desentiende del sentido, pero que aspira a suscitar un efecto encantatorio más allá de él. El efecto hipnótico de sus versos procede sin duda del magisterio de Verlaine acerca de la superioridad de la música respecto del resto de las artes, pero también de la devoción por Richard Wagner derivada de sus lecturas simbolistas y de Charles

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Baudelaire, quien le dedicó un artículo, e incluso le envió al compositor una carta luego de asistir al estreno de Tannhäuser en París, hacia 1860: «Lo que sentí es indescriptible –escribía–, y si promete no reírse, trataré de traducírselo. En primer lugar, tuve la impresión de que ya conocía esa música, y más tarde, pensando en eso, comprendí de dónde venía ese espejismo; tenía la impresión de que esa música era mi música, y que la reconocía como cualquier hombre reconoce las cosas que está destinado a amar» (Correspondencia general, trad. Américo Cristófalo y Hugo Savino, Buenos Aires, Paradiso, 2005). El avatar argentino de Darío, y a la vez el colmo radiante de la poética modernista, es Leopoldo Lugones. Indudablemente, la poesía de Lugones sería inconcebible sin la precedencia –casi contemporaneidad– de Darío, pero el argentino llevó las galas del modernismo a un grado de refinamiento y exageración que lindan con el salvajismo, además de abrir el camino para las vanguardias argentinas de la década de 1920, singularmente el ultraísmo, tal como se encargó de dejar claro Borges en su momento. El hechizo de la música alcanzó también al autor de La guerra gaucha. Alcanza con un rápido censo a los títulos de varios de sus poemas. Hay «zampoñas», «arias», «lieder», «scherzi», «allegros» y «adagios» (sobre todo, en Romancero, de 1924), «arpistas» y «cantores» (en Poemas solariegos, de 1927), alusiones musicales importadas íntegramente de Europa. Por otro lado, es cierto también que los «pierrots» y los «claro de luna» que aparecen en Lunario sentimental (1909) le deben poco a las evanescencias del impresionismo, y mucho al libro L’Imitation de Notre–Dame la Lune, del francés (si bien nacido en Uruguay) Jules Laforgue. Más interesante es, en cambio, «Música de cámara», incluido en Las horas doradas, de 1922. Se lee en el primer poema: La ligera delicia del alegro Entreabre su pimpollo en la viola. Gime el adagio doloroso y negro Un violín que ardiente se desola. Suaviza un alma, de pasión convulsa, En el violonchelo el arco blondo, Mientras la cuerda que el andante pulsa Difunde una quietud de azul sin fondo. Por una hebra de luz que en la suntuosa Lobreguez de la alfombra se propaga, El minué sobre su escarpín de rosa. En el segundo violín divaga. Y cuando hila el ensueño peregrino En los dieciséis nervios su áureo copo, La remota clemencia del Destino Cede cantando: allegro, ma non troppo.

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Resultan aquí notables los símiles entre los sonidos y los colores, como si la escucha de la música llevara en sí una experiencia sinestésica. En este complejo sistema de equivalencias, el minué es rosa; la cuerda del andante, un azul sin fondo; el adagio, negro. En realidad, este poema debería examinarse desde el diálogo con un texto anterior de Lugones, que no es un poema: el cuento «La metamúsica», del libro Las fuerzas extrañas (1906), espécimen incipiente de la literatura fantástica argentina. La trama parte del encuentro entre dos amigos que no se veían hacía tiempo. Uno es un músico al que el otro (desprovisto de cualquier intimidad con la música) juzga loco. Se trata de un pianista que, eventualmente, devino inventor para probar una teoría: que es posible transformar los sonidos en colores. Guiado por la idea de que en todo sonido hay luz, calor y electricidad, fabrica trabajosamente una máquina (en esencia, un piano que prescinde del sistema temperado) con un pabellón que captura las ondas sonoras y torna visible aquello que es meramente audible. La justificación del músico, especie de malabarista de los números, merece ser citada: «Los griegos, que no conocían sino tres de las consonancias de la escala, llegaban a idénticas proporciones: 1 a 2, 3 a 2, 4 a 3. Es, como observas, matemático. Entre las ondulaciones de la luz tiene que haber una relación igual, y es ya vieja la comparación. El 1 del do está representado por las vibraciones de 369 millonésimas de milímetro que engendran el violáceo, y el 2 de la octava por el duplo; es decir, por las 738 que producen el rojo. Las demás notas corresponden cada una a un color». Hacia el final, el experimento tiene éxito; pero cuando toca la «Octava del Sol», la incandescencia que se proyecta sobre una pantalla blanca incinera los ojos del temerario pianista. Lugones era un experto en la teosofía y profesaba –como muchos intelectuales de su época– una predilección por las ciencias ocultas. Es cierto que parte de sus teorías se remontan a los pitagóricos, aunque sin duda aparecen también las febrículas místicas de la «Ley de Tres» y la «Ley de Siete» y la distribución binaria del universo en un macrocosmos y un microcosmos. Para la teosofía, la «Ley de Siete» guardaría una relación directa con el «Rayo de Creación» y la «Octava del Sol», compuesta por las notas la, sol y fa, lugartenientes, respectivamente, del hombre, la vida animal y la vida vegetal. Aunque no podrá saberse nunca con certeza, y cualquier consideración acerca de este punto permanecerá en el más incógnito terreno especulativo, es imposible eludir el hecho de que las pretensiones del protagonista del cuento de Lugones mantienen una semejanza inequívoca con los fervores místicos del ruso Alexander Scriabin (1872–1915), contemporáneo puntual del poeta argentino. Según señala el musicólogo H. H. Stuckenschmidt, «al igual que otros muchos románticos de principios del siglo XIX, [Scriabin] trataba de coordinar las distintas funciones de los órganos de los sentidos y de esta manera las diferentes artes. Para él existían profundas afinidades entre el oír y el ver. Ojos y oídos trabajaban al unísono en la consideración de una obra de arte total, de una Gesamtkunstwerk que nada tiene en común con lo wagneriano». Como el músico loco (o no tanto) de Lugones, también Scriabin recurrió a los embelecos tecnológicos. Por ejemplo, la ejecución de la sinfonía Prometeo (ya desde el subtítulo, «Poème du Feu», apunta a una sensibilidad que sobrepasa la simple escucha) requiere la proyección de luces de colores, - 187 -


cada una de las cuales equipara un acorde específico a una tabla preexistente. En Prometeo, cada nota guarda una relación de equivalencia con el espectro de color (el do es el rojo; el sol, el naranja; el re, el amarillo, etcétera). Es verosímil imaginar que Lugones encontró una afinidad natural con Scriabin y su modus operandi. Pero también es cierto que existía una precedencia insoslayable en la poética simbolista: ahí estaban al alcance de la mano las «correspondencias» de Charles Baudelaire, sus perfumes dulces como oboes y su bosque de símbolos. También, claro, la «alquimia del verbo» de Arthur Rimbaud y su ilusión de colorear las vocales: «A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde». * Hacia 1913, Victoria Ocampo, que tenía 23 años y no había fundado todavía la revista Sur, se pasea por los salones parisinos y se deslumbra con los ballets russes de Sergei Diaghilev y con la música de Igor Stravinsky. «Asistí, en primera fila, al tumulto del Sacre du Printemps. Al final de la cuarta representación, creo (fui a todas), vi a Stravinsky, pálido, saludando a ese público que aplaudía L’oiseau de feu y silbaba despiadadamente el Sacre. Compré la partitura del Sacre y alquilé un piano para tocarla en mi salita del Meurice. No sabía bien qué me atraía tanto en ese galimatías de notas y en ese ritmo brutal de cataclismo», cuenta en La rama de Salzburgo, el tercer tomo de su Autobiografía. Tiempo después actuaría también en el estreno sudamericano de Perséfone. Curiosamente, ese gesto modernizador no se advertiría durante su gestión al frente del Teatro Colón. Aquello indecidible que atraía a Ocampo era, sin más, el descubrimiento de la modernidad. Si se tratara de una revelación puramente individual, la anécdota no pasaría de una simple minucia biográfica. Sin embargo, es evidente que ese descubrimiento alentó, entre muchas otras cosas (por ejemplo, la visita del compositor ruso a Buenos Aires, en los años sesenta), la creación de Sur, que desde sus primeros números estuvo atenta a las exigencias imperiosas del presente. En su libro La máquina cultural, Beatriz Sarlo observa agudamente este detalle: «Son noches de escándalo en las que participa gente de la buena sociedad, vanguardistas y snobs. La música de Stravinsky es el primer gran amor moderno de su vida; a los ballets russes, autorizada por su marido, invita a Julián Martínez, que será su primer amante». La cita de Sarlo toca la matriz que define el vínculo de Ocampo con los bienes culturales, y singularmente con la música: el snobismo. En la primera serie de los Testimonios, se reproduce la amable polémica (con más puntos de coincidencia que de disputa) que Ocampo sostuvo con De la Guardia, un aficionado a la música, en las páginas del diario La Nación, hacia comienzos de 1927. Se lee allí una vindicación sin atenuantes del snobismo: «Pasar un week-end en el canasto de los snobs sería para mí un delicioso programa. Desgraciadamente, yo no sé si los snobs me recibirán con igual placer. He cometido algunas faltas graves que deben repugnarles, si es que son snobs que se respetan. Júzguelas usted mismo: he podido leer a Dante sin aburrirme: he estado a punto de ahogarme de rabia, cierto día oyendo decir que Tristán era - 188 -


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una porquería... y así por el estilo. ¿Cree usted que un snob autético puede perdonar semejantes claudicaciones? Pero, al lado de esto, ¡cuántos gustos y disgustos compartidos! ¡Cuántas afinidades! ¡Por de pronto el terror que nos inspira este año del centenario de Beethoven!». La crispación de Ocampo pertenece a período transicional, el que va de la tradición a las rupturas de las vanguardias de los años 20. No es casual que, un poco después, confiese: «Hoy por hoy, no siento ningún placer oyendo a Beethoven». Para Victoria Ocampo, el snobismo combate la resistencia que las sensibilidades desacostumbradas le oponen a la novedad. Con todo, a esos devaneos se les debe, en parte, el proyecto entero de Sur (el cosmopolitismo, la apasionante arbitrariedad), y el hecho de que en las páginas de su revista escribieran desde Stravinsky hasta el director suizo Ernst Ansermet pasando por el argentino Juan Carlos Paz, de quien en el número 17 (febrero de 1936) se publicó un artículo brillante acerca de «Bach y la música de hoy». De todas maneras, sería absurdo afirmar que la curiosidad musical de Ocampo se concentraba exclusivamente en las vanguardias. Un censo veloz de los varios volúmenes de Testimonios (con una prosa que basta para convertir a la autora en uno de los mayores periodistas de América Latina) revela que sus intereses eran notablemente más vastos. Aunque era una declarada wagneriana, podía admirar asimismo a Claude Debussy, Juan José Castro y Manuel de Falla. Claro que la modernidad que defiende Ocampo tiene un límite puntual: la Segunda Escuela de Viena. No se encontrará en su obra mención alguna a Arnold Schoenberg, Alban Berg y Anton Webern. Tampoco, en otra dirección, a Edgar Varèse. Y sí, en cambio, muchas al ahora poco recordado Arthur Honegger, que, por otro lado, fue el menos rupturista y el más apegado a Wagner de la generación de jóvenes músicos franceses conocidos como «el Grupo de los Seis». Tal vez más que Stravinsky, Honegger representa la irrupción de la modernidad en su costado más industrial, más maquínico. En Introducción a la música de nuestro tiempo, Paz señala con precisión las ambiciones de Honegger y, más en general, de «Le Group des Six»: «Aparte de una considerable revisión del material sonoro, y de una no menor revisión a fondo de la estética y del orden de las cosas que la había motivado, se llegó a dar vida a expresiones inusitadas, tales como la exaltación del deporte: Rugby, Skating ring, de Honegger, Promenades de Poulenc, Sports et divertissements, de Satie, Train bleu de Milhaud, L’aviatore Dro, de Francesco Balilla Pratella; la glorificación de las máquinas, que origina el dinamismo objetivo de Pacific 231, de Honegger, y sus inmediatas consecuencias, Pas d’acier, de Prokófiev, Fundición de acero, de A. Mosolov». Es posible que ahora, con la perspectiva cómoda y engañosa de casi un siglo, resulte difícil comprender cabalmente el impacto (se diría casi el shock, en el sentido que esta palabra tenía para el filósofo Walter Benjamin) que esos dos breves movimientos sinfónicos, Pacific 231 y Rugby ejercieron sobre el poeta Oliverio Girondo. Sobre todo en el primero de ellos, Girondo puede haber escuchado un sonido futurista que estaba muy en línea con la glorificación de la máquina prescripta por Filippo Tomasso Marinetti, quien no casualmente estuvo de paso por Buenos Aires hacia los años 20. - 189 -


En el ruido de la locomotora a vapor que mima Pacific 231 hay mucho más que una simple especulación programática. Esa obra cifra un imaginario completo de la modernidad: la velocidad, la ruptura con cualquier forma de lirismo y de nostalgia, el cosmopolitismo (el tren trae consigo la idea de viaje, de desplazamiento geográfico) y también la de un paisaje cambiante que sólo puede cristalizar la fugacidad congelada de la instantánea (son los años de la invención de la máquina de fotos Kodak). Los ecos verbales de esos principios constituyen la matriz de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, el primer libro de Girondo, publicado en 1922. Del modo en que el autor escribía en esa época podría decirse lo mismo que observó Borges de Calcomanías, su libro siguiente: Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. En línea con esta poética, el español Ramón Gómez de la Serna, cómplice de Girondo en sus aventuras en el presente, aseguraba con exaltada entonación: «¡Qué ‘Marsellesa’ la que interpretan las locomotoras y las sirenas de fábrica en coro colectivista! Se oye en todos los contornos, y tan sugerente y perforante es esa ‘Marsellesa’ interpretada por los finos y encanutados labios de las máquinas, que la nieve de las estepas rusas queda ranurada y picada como el albo papel de los rollos de pianola». Como hace notar el crítico Jorge Schwartz, «Girondo (así como Marinetti) sustituye la sempiterna imagen de la Victoria de Samotracia por el popular y ruidoso tranvía –verdadero emblema urbano en que se funden el vehículo y el paisaje de la ciudad. La unión de la rapidez al utilitarismo aparece de inmediato en el título: ‘Veinte poemas para ser leídos en el tranvía’, en que la preposición ‘para’ sugiere finalidad, al tiempo que orienta al lector para una lectura determinada. La ligazón del medio de locomoción con la obra de arte funciona como un modo de atribuir a esta última un cuño programático, vinculándola irremisiblemente a lo urbano. De esa forma, tanto el trayecto del tranvía como la lectura del poema se equiparan y son considerados como objetos de consumo». Basta la lectura de los poemas para comentar lo dicho. En este caso, «Pedestre»: En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad. Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda. Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil. Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias. Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer. Pasa: una iglesia idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar. De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro de todos los senos al rozarse.

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El giro estético de estas obras (tanto de Pacific 231 como de Veinte poemas...) provenía de una verdadera transformación de la percepción que le confiere importancia a lo simultáneo antes que a lo sucesivo, al instante antes que a la tradición. Es, en definitiva, el nacimiento de una nueva sensibilidad. La partera fue una generación impelida fuertemente por la idea de lo nuevo, de la que Girondo fue uno de los principales escuderos. Y, con un disfraz radicalmente distinto, el influjo de la música en la poesía de Girondo continuaría en sus libros posteriores, aunque por otros medios. En la Masmédula, como bien señala César Aira, es la angustia, el momento irreductible en que las palabras huyeron de las palabras. También aquí Girondo fue un atento receptor: algo parecido había sucedido con la música en la segunda mitad del siglo XX. Se trata de la línea de fuga de la poesía hacia el sonido puro, la consumación final, y a la vez la claudicación definitiva, de la estética romántica. Algo no muy distinto de lo que el francés Gabriel Fauré llamó el punto intraducible de la música.

Los violines – El caso Wagner El trino del diablo, de Daniel Moyano, es una novela volcada resueltamente a la denuncia social. Bajo la forma ligeramente críptica de la alegoría presenta un grupo de violinistas que, excluidos del sistema de circulación musical de los grandes teatros (el Colón no es nunca mencionado pero sí aludido) quedan confinados a una zona de los suburbios llamada, con escasa sutileza, Villa Violín. El protagonista es Triclinio, un virtuoso de la Provincia de La Rioja (tampoco se nombra a la Argentina pero se la intuye en cada línea) que viene a estudiar a la Capital (porque, según un decreto, «La Rioja debía aportar solamente folclore a la música, reservando para Buenos Aires, en su carácter de cosmópoli, el usufructo de otras variedades musicales) y termina, como los demás en la villa. Publicada en 1974, la novela pertenece a la extensa serie de libros que pretendieron incidir en las luchas sociales y que, a cambio, perdieron eficacia literaria. Es lícito interrogar qué papel desempeña el violín en la trama y qué justificación existe para la elección de ese instrumento. En principio, Triclinio encuentra en el sonido del violín (considerado desde su aspecto más crudamente tímbrico) una redención de las palabras y de la historia entendida, para citar a James Joyce, como pesadilla de la que no puede despertarse. El propio texto lo enuncia sin rodeos: «Los padres de Triclinio comenzaron a morir con las últimas avispas, y en vez de lamentarse, como en los últimos tiempos, de que Triclinio no tuviera un mecanismo de defensa más seguro, se alegraron de que fuese feliz con su violín, lejos de las palabras, de la realidad vuelta incomprensible, de los decretos, con la cabeza llena de esos hermosos sonidos que lo salvaban del miedo». Lo notable de El trino del diablo es que, acaso sin proponérselo, urde una alegoría que sobrepasa las vicisitudes, las urgencias políticas, y toca plenamente la indigencia que corroe la música de vanguardia. En el capítulo «Adiós a la ciudad», los habitantes de la villa preparan con dedicación una obra inusual, hecha con sonidos torcidos y que linda con el ruidismo: - 191 -


Sus instrumentos, aunque respetaban la división clásica de los timbres, estaban hechos con los materiales más ricos y variados, tales como tarros de kerosén, botellas, pedazos de madera, calabazas, carcazas de bombas de gases lacrimógenos, perros y gatos (vivos), algún pájaro, tábanos, tubos de dentífrico, tablitas, repuestos de automóviles, noticias de los diarios –que servían de texto para cantatas y madrigales–, botas y campanitas. Un instrumento muy importante, el más costoso de todos si hubieran tenido que comprarlo, era el tren que pasaba en horarios sincrónicos por las vías próximas, y que siempre era previsto en las composiciones. Los aviones y los helicópteros, muy codiciados por los artríticos, nunca pudieron ser utilizados porque sus horarios no eran regulares por culpa del estado de sitio.

Se trata de una descripción en pocas líneas de muchos procedimientos de las estéticas de posguerra, y aun de algunas de principios de siglo: ahí están entonces los trenes (nuevamente Honegger), los instrumentos no tradicionales y, aunque no llega a disponerse de ellos, los helicópteros y los aviones que remiten al HelikopterQuartett, de Karlheinz Stockhausen. Incluso la alusión a los diarios en cuanto material literario para las cantatas parece una prefiguración de …24 de diciembre de 1931. Noticias truncas para barítono e instrumentos (1991), obra de Mauricio Kagel hecha enteramente con noticias del día de su nacimiento. En ese tiempo mítico, o tal vez de fábula, corrompido por las alusiones al presente, no queda lugar para la experimentación. O, en todo, el único lugar posible son los márgenes. Pero, aún así, ¿por qué el violín? ¿Por qué Nicolo Paganini como modelo? La respuesta es medianamente explícita: «Triclinio improvisó primero sobre la decadencia de las abejas y luego sobre un poema de Martínez Estrada referido a la vocación por el violín». Entonces, la clave es aquí un mero nombre propio: Ezequiel Martínez Estrada. Más allá de la referencia al poema, Martínez Estrada fue un ensayista a quien la cuestión nacional ocupó casi por completo. Y, por otro lado, dedicó un libro entero, Paganini, al virtuoso por excelencia del violín. Inédito hasta después de su muerte, Paganini se presenta como una biografía del músico, pero es en realidad un estudio desmesurado sobre el arte en general, sobre la música y sobre el propio autor. Los primeros capítulos registran con rigor y sequedad documental las minucias vitales de Paganini: antecedentes familiares, fechas de nacimiento y de muerte, estudios, carrera. Sin embargo, un poco más adelante el libro crece de manera metastásica y deviene una especulación al filo de lo ficcional en torno a la figura del violinista. A Martínez Estrada no le interesan las composiciones de Paganini sino su condición de intérprete: «Cuando yo digo que Paganini no era más que un violinista, como cuando Binet o Lombroso dicen que Inaudi no era más que un calculista, razonamos de modo muy singular». Es, para citar una frase de Goethe, un animal educado por sus órganos. La apuesta de Martínez Estrada es ucrónica; pretende volver a un tiempo perdido para siempre: aquél en el que podía escucharse a Paganini. O, para decirlo, en otras palabras, dedica casi trescientas páginas a la exégesis de un intérprete al que nunca escuchó tocar. - 192 -


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El Paganini que construye Martínez Estrada es un autómata de carne y sangre. Escribe: «No hay, propiamente, movimientos automáticos en el violinista: lo automático es el procedimiento para realizar esos movimientos… No era simplemente un ejecutante mecánico, sino que requería para su espíritu una adecuada afinación». No obstante, Paganini es «un violín de médula, de sangre, de nervios». En este sentido, el violinista es mucho más y mucho menos que un músico. Está a mitad de camino entre la divinidad y el infierno. Las páginas que le dedica a la mano de Paganini son un ejemplo de microscópica literatura fantástica. Lo que le interesa a Martínez Estrada es el lado diabólico de Paganini, tan cercano a la noción de genio. Es aquí donde Paganini dialoga con las obsesiones que el escritor arrastraba desde la década de 1920. En última instancia, la obsesión por el músico italiano se conecta sin interferencias con la idea de las invariantes telúricas que moldeaba Radiografía de la Pampa y La cabeza de Goliat. El genio, como la tierra, no se construye: viene dado de una vez para siempre. * Uno de los escritores más sensibles a la música, por lo menos en sus manifestaciones más exteriores, fue Manuel Mujica Láinez. El lugar común indicaría que el vínculo procede centralmente de la colaboración con Alberto Ginastera en la composición de la ópera Bomarzo. Sin embargo, ese avatar tuvo un carácter ocasional, y en ese punto, no diferiría demasiado de la relación del escritor Ricardo Piglia con Gerardo Gandini durante la composición de la ópera La ciudad ausente. El interés de Mujica Láinez era anterior al trabajo con Ginastera y, de hecho se prolongaría mucho después. Álvaro Abós consigna una constatación irrefutable: «Desde el punto de vista de la literatura, el Teatro Colón tiene un dueño, Manuel Mujica Láinez, el escritor que se postuló para escribir la leyenda del Teatro. Y lo hizo. El Colón no sólo es una referencia insoslayable en el mundo que Manucho describió en sus libros, no sólo le dedicó una novela íntegra, El gran teatro (1978), que transcurre allí durante una representación, sino que se las arregló para ligar su propia vida a la de esas paredes que conoció de niño». Como señala Margarita Pollini, El gran teatro es la única obra que transcurre íntegramente en el Teatro Colón. Con la excusa de una trama familiar y amorosa, la novela recrea una representación de Parsifal, de Richard Wagner, en 1942. Aunque también es posible que sea al revés: que la representación de Parsifal haya sido el pretexto necesario para la otra trama. En cualquiera de los casos, lo notable es el modo en que Mujica Láinez engarza, casi en tiempo real, los acontecimientos novelescos con las peripecias de Kundry, Parsifal, Klingsor y Amfortas. Y, sobre todo, la mimetización de la prosa lujosa y enjoyada de Mujica Láinez con los ornamentos del teatro. Más velado, pero también más productivo, es el uso de la herencia wagneriana que se lee en «Help a él», el cuento de Rodolfo Enrique Fogwill incluido en Pájaros de la cabeza (1985). El título (anagrama de «El Aleph») remite a Borges, y de hecho, - 193 -


todo el relato no es sino una reescritura de la pérdida de Beatriz Viterbo y la visión total de el aleph. Con todo, la trama muestra un desplazamiento desapacible (al que no son ajenos los enrarecimientos políticos de principios de la década de 1980), como si los hechos ocurrieran por segunda vez y mantuvieran la contundencia adánica de la novedad. Hay una muerta que simula volver, y al final se fue para siempre. El punto incandescente que todo lo contiene, por otra parte, es sustituido aquí por una larga alucinación lisérgica. Pero Borges es solamente una de las matrices de «Help a él»; la otra es Tristán e Isolda de Richard Wagner, que, envuelto en los vahos de la droga, tan parecidos al filtro de amor que se administran los amantes en la ópera, el protagonista escucha en la voz de Birgit Nilsson: A mi cuerpo todavía llegaban las vibraciones de los sonidos bajos de la música. Era Wagner. Reconocí los tiempos fuertes de sus compases: ¿Qué me importaba ahora no oír si sobre ellos podía rearmar la melodía? Para cada compás, recordaba el armazón de su armonía y al mismo tiempo podía imaginar otras combinaciones. De las doscientas cuarenta mil y pico de armonías posibles para un compás de seis, no menos de tres mil son legítimas; de ellas, unas cien podrán ser justificadamente wagnerianas y cincuenta son plausibles para un fragmento de Tristán. Sin embargo, Wagner había elegido una. ¿Por qué? ¿Qué es Wagner? Wagner, pienso ahora, es convencer al mundo de que sólo esa combinación es la que corresponde para cada compás wagneriano.

Con la necesaria sustitución de los términos, lo mismo vale para la prosa de Fogwill. De alguna manera insondable, Wagner, siendo Wagner, le enseñó a Fogwill a ser Fogwill.

Métodos y discursos Los modos de asunción que la literatura puede tener respecto del discurso musical europeo son conjeturales e inabordables. En la literatura argentina de las últimas décadas pueden rastrearse tanto en la impugnación del atonalismo que Alberto Laiseca consuma en la novela Aventuras de un novelista atonal (1982) como en los pasajes dedicados a la «música realista» en Donde yo no estaba (2006) de Marcelo Cohen. Un caso, sin embargo, es singular y merece ser mencionado. Se trata del cuento «La mayor», de Juan José Saer. En ese cuento, de apretadas treinta páginas, no se menciona un solo músico ni, en general, a la música; sin embargo, su escritura resultaría impensable sin la experiencia de la música. Casi sin puntuaciones fuertes (hay sobre todo comas) el texto progresa en espiral, como si creciera por simple acumulación descriptiva de la escena proustiana que lo arranca de la nada: un hombre que moja una magdalena en té. Por la falta de desarrollo, el principio constructivo simula engañosamente al del

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minimalismo. Es, por el contrario, una variación harto singular y continua que busca la novedad en la repetición. También aquí, como otras veces, se esconde una verdad que atraviesa la obra completa del autor santafecino. De Saer podría decirse aquello que Robert Schumann afirmó de Franz Schubert: su obra está hecha de divinas larguras. Por su lado, el modo en que el ensayista, narrador y poeta Héctor A. Murena arriba a sus poemas mantiene una relación inequívoca con algunas tendencias serialistas. En «Ser música», uno de los capítulos de La metáfora y lo sagrado (1974), Murena afirma: «Llegué a descubrir, torpemente y por azar, lo que alguno sabe: que no se oye sólo por los oídos centrales, que tenemos muchos otros, en el pecho, garganta, piernas, que ciertas músicas se escuchan mejor en determinada posición física que en otras. Pensé algunas veces que acaso somos un gran oído, muchas de cuyas partes, por barbarie, dejamos de poder usar». Murena encontró esa comunión mística con el sonido en la breve obra de Anton Webern. El silencio lo atrae como un abismo. De sus Seis piezas para orquesta escribe: En ellas el silencio es capital. Pero diríase que, en este caso, el silencio, en lugar de aparecer con su insondable dignidad, es un mal que corroe, una lepra que desfigura. Y la música es espesa como sangre fresca. Llena de premoniciones de patíbulo. Nunca he oído unos sonidos que traduzcan más fielmente el crimen. Pues se trata de la música que vuelve a presentarse ante el silencio como el criminal que vuelve al lugar del crimen. Webern sabía.

La música es la historia de los intentos por reconstruir el silencio puro, sacro. Así son, también, los poemas de Murena: un mínimo de notas y un máximo de pausas entre las notas. Lo que aquí se traduce en un mínimo de palabras y un máximo de respiración, de blanco, entre las palabras. Como la música, la poesía es una tentativa de recuperar el silencio. «Desde reinos tan australes que quizás estén fuera del mundo/ viene el silencio con ese aire», se lee en el poema «Homenaje a las lenguas» de La vida nueva (1951). * Este censo es sin duda parcial. Alguien objetará ciertas ausencias y ciertas inclusiones. Con todo, persiste un enigma todavía irresuelto: por qué los escritores e intelectuales argentinos fueron, en su mayoría, inmunes al contagio del discurso musical. Personas habituadas a comprender y desmontar piezas complejas de la literatura, la filosofía y el cine, se hunden en un estado de perplejidad o indiferencia cuando son interpelados por la música. Narradores y poetas capaces de construir relatos de textos quebrados, con saltos en la temporalidad, se indignan ante el discurso musical. Tal la causa, con un exceso de optimismo interpretativo, sea la falta de frecuentación. Pero tal vez también haya ocurrido que la intimidad con la música, esa intimidad física derivada de la ejecución, aún mediocre, de un instrumento, se haya perdido irremediablemente. - 195 -


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SOBRE LOS AUTORES

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PABLO BARDIN Conferencista, especializado en crítica musical, redactor de notas específicas sobre música, docente y traductor, se licenció en Musicología y Crítica en la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la Universidad Católica Argentina. En diversos períodos se desempeñó como asistente del Director Artístico del Teatro Colón, como Asistente de Programación de la Orquesta Sinfónica de dicho Teatro y fue Director General en el Teatro Argentino de La Plata. Crítico musical del Buenos Aires Herald desde 1991, se desempeñó asismismo como profesor titular de la Cátedra de Crítica Musical en la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la UCA y fue docente en la Universidad de Lomas de Zamora y en cursos en el Museo Larreta, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Centro de Ingenieros, etc. Ha sido jurado en concursos de piano, canto, composición y musicología y es autor de diversos ensayos y de un libro sobre la Orquesta Sinfónica Nacional, Ed. Manrique Zago. Ha participado en el Ciclo radial «Tribuna Musical» en Radio Clásica y actualmente en Radio Cultura Musical.

MELANIE PLESCH Se doctoró en la Universidad de Melbourne, Australia, en 1998, desempeñándose como docente en la Argentina en la Universidad de Buenos Aires y en la UCA. Además ha dictado cursos de postgrado en la UCA, en la Universidad Nacional de Cuyo y en la de villa María en Córdoba. Merecedora de diferentes becas y premios, entre ellos de la Fundación Antorchas, del Ministerio de Educación de la - 201 -


Argentina y otros, en el año 2006 fue becada por el gobierno de Australia para realizar investigaciones de postgrado en Melbourne, donde actualmente reside.Se ha especializado en la música académica argentina de los siglos XIX y XX y sus investigaciones se interesan por las interrelaciones entre música, política y sociedad. Con el apoyo del Conicet, entre 1989 y 1994 integró el grupo de musicólogos argentinos formado por Bernardo Illary, Gerardo Huseby, Irma Ruiz y Leonardo Waisman que catalogó los manuscritos del archivo musical de Chiquitos en Bolivia.

POLA SUÁREZ URTUBEY Profesora de Castellano y Literatura y Doctora en Música por la Facultad de Artes y Ciencias Musicales de la UCA, («Summa cum laude») es ampliamente conocida por sus artículos en el Diario La Nación. Junto con su actividad como docente realiza trabajos de investigación de música argentina y es autora de diversos trabajos de investigación. Ha colaborado con el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana, Madrid. Por su estudio sobre «La creación musical argentina en los Ochentistas», editado por la ANBA, recibió en 1991 el primer premio del concurso internacional Robert Stevenson de musicología en Estados Unidos. Es musicógrafa del Teatro Colón, del Mozarteum Argentino y de Festivales Musicales de Buenos Aires. Entre otras distinciones, la Dra. Suárez Urtubey fue acreedora del Premio Konex como Musicóloga en 1989 y recientemente recibió el Premio Konex de platino 2007 a la Investigación y aporte a la cultura.

FEDERICO MONJEAU Crítico, profesor y ensayista argentino. Estudió música en San Pablo, Brasil. Al volver a la Argentina, comenzó a escribir crítica musical en el diario La Razón, desempeñándose luego en el Diario Clarín de Buenos Aires. Fue el creador y luego director de la Revista «Lulú» que congregó a la intelectualidad argentina de las artes y las letras instalando en el medio la discusión estética acerca de la música. Dentro de su labor docente se desempeña como Profesor titular de Estética Musical en la Universidad de Buenos Aires. Es, además, miembro del consejo editor de la Revista Punto de Vista. Es autor del libro «La Invención musical. Ideas de historia, forma y representación», publicado en el año 2004. Dos veces recibió el Premio Konex en Música Clásica: en el año 1989 y en el año 2007.

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PABLO KOHAN Profesor Nacional de Música, egresado del Conservatorio Nacional de Música López Buchardo, con Medalla de Oro y luego con el título de Master en Musicología de la Universidad de Tel Aviv se desempeña como Profesor Titular en la Licenciatura de Artes en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires. Además de su labor docente escribe en el Diario La Nación y ha colaborado en numerosas revistas argentinas. Dentro de la comunicación radial se desempeña en Radio Nacional, Radio Clásica y Radio Municipal y es el creador y conductor de «Según pasan los temas» habiéndose dedicado a la divulgación de la investigación musicológica y artística. Investigador en el Instituto Nacional de Musicología, tiene trabajos publicados en revistas especializadas de diferentes países. Ha realizado además estudios de Composición y sus ensayos y artículos abarcan tanto la música clásica como la música urbana y el tango. En el año 2007 recibió el Premio Konex de Música Clásica.

PABLO GIANERA Crítico de música y de literatura, es periodista e integrante del consejo de dirección de la Revista Diario de Poesía. Además de ello es autor y traductor y ha escrito ensayos sobre temas de literatura y música. Colabora en la Revista adnCultura del Diario La Nación y en otras revistas literarias. Es autor de «La pequeña gran enciclopedia del escritor» y, entre otros temas tratados, ha escrito sobre la «Literatura argentina en la década del 50» y «La poesía de los cuarenta». En su calidad de periodista ha entrevistado a personalidades del mundo de la música y de las letras.

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Afiche de Mozarteum Jujuy

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APÉNDICES

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MOZARTEUM JUJUY Mozarteum Jujuy es una de las filiales del Mozarteum Argentino. Éste tiene como antecedente histórico la Fundación Internacional Mozarteum, poseedora en Austria de los documentos del gran músico Wolfgang Amadeus Mozart. Fundado en nuestro país en Buenos Aires, por iniciativa de Cirilo Grassi Díaz y un grupo de personas, Mozarteum Argentino es una asociación musical destinada a la difusión de la obra de Mozart, de otros compositores y de la música en sus diferentes manifestaciones. Desde el año 1956 hasta el presente está dirigida por la señora Jeannette Arata de Erize. La actividad desplegada por la señora de Erize y colaboradores se extendió de inmediato a los centros culturales de las provincias con la fundación de diversas filiales como: Bahía Blanca, Jujuy, Olavarría, Rosario, Salta, San Juan, Tandil, Tucumán, a las que se agregó Neuquén. La Filial Jujuy se constituyó el 8 de diciembre de 1981 con la presencia de la Presidenta Sra. Jeannette Arata de Erize, la Directora Ejecutiva Gisela Timmermann y la entonces delegada de Filiales Recha Paolini. El debut como Filial tuvo lugar en 1982, en su Primera Temporada, bajo la presidencia del Sr. José Antonio Casas y las vicepresidencias de Ricardo López Naguil y Martha Raquel González López de Gámez. Quedó así concretado un proyecto que no tenía antecedentes en la Provincia: fundar una filial con un sistema de abonados y entidades que aseguraran la presentación anual de un Ciclo de Conciertos. Desde entonces hasta el día de hoy se ofrecieron veintisiete temporadas sin interrupción con el respaldo y el aliento del Mozarteum Argentino, y de su presidenta. La Filial cuenta en la actualidad con el generoso aporte de sus socios, de Socios

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Protectores, Auspiciantes, Socios Institucionales y anónimos mecenas. Los conciertos se llevan a cabo en el Teatro Mitre, edificio centenario de gran valor arquitectónico. En los últimos años, con motivo del Vigésimo Quinto Aniversario de la Filial se han implementado dos ciclos: uno de Cine (en colaboración con el Teatro Mitre) y el Ciclo Música Joven, con conciertos y talleres de formación musical tanto en la ciudad de San Salvador de Jujuy como en diferentes localidades de la Provincia. Las mencionadas actividades se ofrecen en forma gratuita, son auspiciadas por sponsors y cuentan con el apoyo de Mozarteum Argentino. Desde su fundación han llegado a la Filial solistas, cantantes y bailarines, grupos orquestales y de cámara de nuestro país y de todo el mundo así como conjuntos musicales especializados en música para niños. La actual Comisión Directiva del Mozarteum Jujuy, secundada por una comisión colaboradora que se renueva periódicamente, está constituida por las siguientes personas: Presidenta Honoraria: Jeannette Arata de Erize Presidenta. Sylvia Inés Cornejo de Casas Vicepresidente 1º: Santiago Serrano Espelta Vicepresidente 2º: Antonio López Fuertes Secretaria: Mercedes Soria de Serrano Prosecretaria: Beatriz Blacud Tesorera: Irene Fascio de Alvarado Protesorero: Hernán Suárez Vocales: Martha R. G. de López Naguil, Adriana Peña de Barbery, Ana Mercedes Fascio, Amy Lyons de Olmedo, Ernesto Siufi, Cristina Ruiz de López Fuertes, José Domingo Rodríguez Bárcena, Graciela del Bocca de Villafañe, Olga Cristina Flores de Varela, Federico Spinola, Ethel Ballesty de Stemberg, Esther Calvó de Zurueta Asesor Legal: Carlos Alvarado Castellanos Asesora musical: Nelly Ase de Álvarez Groppa Revisor de Cuentas: Juan Ljungberg Forman el núcleo central del Área Música Joven, José Rodríguez Bárcena, Cecilia Casas Cornejo, Martín Rodríguez Quiroga, María Alejandra Gutiérrez y Pablo Fernando Palomares.

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

ACTIVIDADES REALIZADAS POR MOZARTEUM JUJUY 1. FUNCIONES DE ABONO AÑO 1982:PRIMERA TEMPORADA ENSEMBLE ORCHESTRAL DE PARIS (Francia) Director: Jean Pierre Wallez Solista: Maurice André, trompeta I SOLISTI ITALIANI (Italia) CORO DE MARBURGO (Alemania) Director: Rolf Beck CUARTETO BERNEDE (Francia) AÑO 1983:SEGUNDA TEMPORADA ENSEMBLE INSTRUMENTAL ANDREE COLSON ( Francia) Directora: Andree Colson PI PSIEN CHEN, piano (China) ENSEMBLE SCHULZ (Austria) TRÍO RAVEL (Francia) CAMERATA BARILOCHE (Argentina) Director: Elías Kayhat AÑO 1984: TERCERA TEMPORADA ORQUESTA FUNDACIÓN BANCO MAYO (Argentina) Director: Mario Benzecry TRÍO ITALIANO DÚO PHILIPE BRIDE (violín)-LESLIE WRIGHT (piano) RALPH VOTAPEK, piano (Estados Unidos) BALLET BUENOS AIRES Raúl Candal, Lidia Segni AÑO 1985:CUARTA TEMPORADA CUARTETO HAGEN: (Austria) ATILIO STAMPONE y su orquesta (10 músicos argentinos) Director: Atilio Stampone ORQUESTA DE CÁMARA DE LA FILARMÓNICA DE HAMBURGO DANIEL RIVERA, piano GALINA KRAPIVINA Y MIJAIL KRAPIVIN (Rusia) Del Ballet Stanislavsky:

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AÑO 1986: QUINTA TEMPORADA SCOTT WATKINS, piano (Estados Unidos) CUARTETO ESTERHAZY (Estados Unidos) BALLET SOVIÉTICO DEL GRAN TEATRO DE TALLIN Director: Tiit Jiarm RALPH VOTAPEK, piano (Estados Unidos) CONJUNTO PRO MÚSICA DE ROSARIO (Argentina) Director: Cristian Hernández Larguía ORQUESTA PRO MÚSICA DE SANTIAGO DE CHILE Director: Fernando Rosas Solistas Gonzalo García y Alberto Almarza(flauta) AÑO 1987: SEXTA TEMPORADA LES BALLETS JAZZ DE MONTREAL(Canadá) Directora: Genevieve Salbaing CUARTETO DE CUERDAS BUENOS AIRES Y QUINTETO DE VIENTOS DEL MOZARTEUM TRÍO DE TRIESTE (Italia) ORQUESTA DE CÁMARA DE VIENA (Austria) Director: Philippe Entremont NUEVO CUARTETO DE CUERDAS DE ZURICH (Suiza) AÑO 1988: SÉPTIMA TEMPORADA ORQUESTA DE ESTOCOLMO (Suecia) Director: Peter Csaaba BALLET DEL GRAN TEATRO DE TALLIN (URSS) Director: Tiit Jiarm RALPH VOTAPEK, piano (Estados Unidos) PRO MÚSICA ANTIQUA DE MADRID (España) Director: Miguel Ángel Tallante AÑO 1989: OCTAVA TEMPORADA DAVID ALLEN WHER, piano (Estados Unidos) RAQUEL ROSSETTI Y RAÚL CANDAL (bailarines argentinos) TRÍO NORTHWEST (Estados Unidos) ORQUESTA DE CÁMARA LA FOLLIA (Francia) Director: Miguel La Fuente PRO MÚSICA DE CHILE Director: Fernando Rosas Solista: Jaime de la Jara

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

AÑO 1990: NOVENA TEMPORADA ELEONORA CASSANO Y RAÚL CANDAL con el BALLET ARGENTINO FREDERIK MOYER, piano (Estados Unidos) AUSTRALIAN CHAMBER ORCHESTRA (Australia) MARC GRAWELS, flauta (Bélgica) - HORACIO KUFFERT, piano ORQUESTA PRO MÚSICA DE ROSARIO Director: Cristian Hernández Larguía AÑO 1991: DÉCIMA TEMPORADA CUARTETO SORRELL (Inglaterra) BALLET DE SILVIA BAZILIS Y RAÚL CANDAL MABEL VELERIS, soprano, CARLOS PIZZINI, tenor, CARLOS BOSCH BADARACCO, barítono CHIU -LING LIN, piano ( Taiwan) ORQUESTA LA FOLLIA (Francia) Director: Christophe Poiget SOLISTAS DE LA CAMERATA BARILOCHE (Argentina) AÑO 1992: DÉCIMA PRIMERA TEMPORADA ALBERTO LYSY, violinista Acompañado de: Alicia Bellville (piano), Juárez Johnson(cellista brasileño) RALPH VOTAPEK, pianista (Estados Unidos) ORCHESTRA DE CAMERA DI PADOVA E DEL VENETO (Italia) Director: Bruno Giuranna RAQUEL ROSSETTI Y RAÚL CANDAL, con bailarines del Teatro Colón TRÍO ROHEN DE MUNICH (Alemania) THE CHAMBER SOLOISTS OF AUSTIN (Estados Unidos) JANET SHELL, mezzosoprano- DAVID GOLDSACK, barítono (Inglaterra ) AÑO 1993: DÉCIMA SEGUNDA TEMPORADA BALLET ESTATAL DE RUSIA: Dirección: Stanislav Vlasov CUARTETO BEETHOVEN DE ROMA Félix Ayo,violín; Alfonso Ghedin,viola, Mihail Dancila,cello Carlo Bruno, piano con Franco Petracchi, contrabajo IRMA COSTANZO, guitarra y CUARTETO DE CUERDAS (Argentina) CHRISTINE DAHL, piano (Estados Unidos) NELSON GOERNER, piano (Argentina) CAPELLA DE MINISTRERS DE VALENCIA ( España) ORQUESTA DE CÁMARA DE CHILE Director: Fernando Rosas

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AÑO 1994: DÉCIMA TERCERA TEMPORADA CAMERATA BARILOCHE ( Argentina) VIENNA BRASS (Austria) KATERINE EBERLE, mezzosoprano (Estados Unidos)- RENÉ LECUONA, piano ORQUESTA LA FOLLIA (Francia) Director: Christophe Poiget SERGEI TARASOV, pianista (Rusia) BALLET ESTATAL DE SAN PETERSBURGO-MINIATURAS COREOGRAFICAS Director: Askold Makarov Primeras bailarinas: Ala Navoevskaya y Valentina Sergeyeva AÑO 1995: DÉCIMA CUARTA TEMPORADA ORQUESTA VILLALOBOS (Brasil) ORQUESTA DE CÁMARA MAYO (Argentina) Director: Mario Benzecry Luis Roggero, violín ELDAR NEBOLSIN, piano (Rusia) MÓNICA PHILIBERT, soprano- EDUARDO AYAS, tenor, SUSANA CARDONNET, piano TRÍO DE CLARINETE, VIOLA Y PIANO (Inglaterra) SEXTETO DE L’ARTOIS (Francia) AÑO 1996: DÉCIMA QUINTA TEMPORADA ENRICO POMPILI, piano (Italia) LEOPOLD STRING TRIO(Inglaterra) con ELIZAVETA KOPELMAN, piano (Rusia) RICARDO SCIAMMARELLA, cello- VALDO SCIAMMARELLA, piano I MUSICI con MARIANA SIRBU, violín (Italia) AÑO 1997: DÉCIMA SEXTA TEMPORADA AUSTRALIAN ENSEMBLE (Australia) LUDMILA SEMENYAKA Y EL RUSSIAN CLASSICAL BALLET Partenaire:Valeri Maximov TRÍO DELL’ARTE (Brasil) RALPH VOTAPEK, piano (Estados Unidos) COPENHAGEN CHAMBER ENSEMBLE (Dinamarca) CAMERATA BARILOCHE (Argentina) Director: Fernando Hasaj

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

AÑO 1998: DÉCIMA SÉPTIMA TEMPORADA TRÍO ROHEN DE MUNICH (Alemania) BELCEA STRING QUARTET (Inglaterra) ALEX RACIC, piano(Croacia) DÚO MORENO –CAPELLI, piano a cuatro manos I MUSICI (Italia) AÑO 1999: DÉCIMA OCTAVA TEMPORADA SERGEI GIRCHENKO, violín-SOFIA GIRCHENKO, piano (Rusia) LEOPOLD STRING TRIO con EMILY BEYNON, flauta (Inglaterra) CUARTETO BEETHOVEN DE ROMA (Italia) EDUARDO VASALLO, cello- CRISTINA FILOSO, piano MIKHAIL PETUKHOV, piano (Rusia) ORQUESTA DE CÁMARA VILLALOBOS (Brasil) AÑO 2000: DÉCIMA NOVENA TEMPORADA ACCADEMIA BIZANTINA (Italia) Director: Ottavio Dantone Sonia Prina, soprano PRIYA MITCHELL, violín -IAN BROWN, piano (Inglaterra) CONCERTO ITALIANO, orquesta de cámara (Italia) Director: Rinaldo Alessandrini EDUARDO DELGADO, piano QUINTETO BIBIENA (Italia) AÑO 2001: VIGÉSIMA TEMPORADA SEXTUOR NORD PAS DE CALAIS (Francia) ACCADEMIA MARIINSKY (Rusia) Danhil Shtoda, tenor; Irina Mataeva, soprano; Ekaterina Semenchuk, mezzosoprano, Larissa Gergieva, piano MARCO TERLIZZI, violín- RAFFAELLE TERLIZZI, piano (Italia) DÚO MORENO CAPELLI (piano a cuatro manos) ENSEMBLE NUOVA HARMONIA , ensemble instrumental (Italia) ORQUESTA DE CÁMARA DE CHILE Director: Fernando Rosas Concertino: Jaime de la Jara, violín

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AÑO 2002: VIGÉSIMA PRIMERA TEMPORADA MOZART ENSEMBLE (Austria) ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Tanja Becker-Bender, violín (Alemania): MARY NELSON, soprano; HAKAN VRAMSMO, barítono; ANDREW SMITH, piano NETHERLANDS PIANO QUARTET (Países Bajos) CELLO ACADEMY (Alemania) Director: Hans Eric Deckert AÑO 2003: VIGÉSIMA SEGUNDA TEMPORADA ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Javier Anderlini, piano IVÁN CRISTIAN RUTKAUSKAS, piano (Argentina) PIETER WISPELWEY, violoncelo; DEJAN LAZIC, piano GALA LÍRICA:CARLOS BENGOLEA, tenor; ELEONORA SANCHO, soprano; ALEJANDRA MALVINO, mezzosoprano,LEONARDO LÓPEZ LINARES, barítono y piano JORGE UGARTAMENDIA ALISON BALSOM, trompeta-JONATHAN SCOTT, piano(Inglaterra) CAMERATA BARILOCHE (Argentina) AÑO 2004: VIGÉSIMA TERCERA TEMPORADA ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Javier Anderlini, piano TRIO DI MILANO (Italia): Mariana Sirbu(violín), Bruno Canino(piano)Rocco Fili lippini (cello) ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Tanja Becker Bender, violín (Alemania) RALPH VOTAPEK, piano (Estados Unidos) CHAMBER SOLOISTS LUCERNE (Suiza) CUARTETO VIVACE con ARIEL DE VEDIA, clarinete (Argentina) IVÁN RUTKAUSKAS, piano (Argentina) ORQUESTA DE CÁMARA DE L’EMPORDÁ (Cataluña, España) Director: Carles Coll CORO NACIONAL DE JÓVENES y ORQUESTA DE SALTA Director: Néstor Zadoff

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

AÑO 2005- VIGÉSIMA CUARTA TEMPORADA ÓPERA EN CONCIERTO: «COSI FAN TUTTE» DE W.A. Mozart Director musical: Andrés Tolcachir Régisseur: Claudio Tolcachir (Con la especial actuación de un coro formado por cantantes jujeños) MARIAN LIEBOWITZ clarinete-RICHARD THOMPSON, piano (Estados Unidos) KUNGSBACKA PIANO TRÍO (Suecia-Inglaterra) JOSÉ LUIS JURI, pianista (Argentina) ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Johannes Moser, cello (Alemania) CUARTETO BEETHOVEN DE ROMA. (Italia) DÚO DE VIOLÍN Y PIANO AKIKO EBI, piano (Japón) RAFAEL GINTOLI, violín (Argentina) ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Alexis Cárdenas , violín (Venezuela) AÑO 2006: VIGÉSIMA QUINTA TEMPORADA ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Felipe Izcaray Solista: Virginie Robilliard, violín (Francia) ORQUESTA SINFONÍA BAIRES (Buenos Aires, Argentina) Director: Andrés Tolcachir Solista: Claudio Barile, flauta. Programa dedicado a Mozart. CUARTETO BEETHOVEN DE ROMA (Italia) con Cristina Dancila, violín (Rumania) y Marco Grisanti, piano WIENER KLAVIERTRIO (Austria) EDDA MARÍA SANGRIGOLI, piano; LUIS ROGGERO, violín (Argentina) JULIA BOTCHOVSKAIA, piano (Ucrania) BALLET DE BOLSILLO (Argentina) Director: Oscar Aráiz Bailarines invitados del Teatro Colón. CORO NACIONAL DE JÓVENES Y ORQUESTA DE SALTA Director: Néstor Zadoff OCTETO DE VIOLONCELLOS, Francia

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AÑO 2007: VIGÉSIMA SEXTA TEMPORADA TANJA BECKER-BENDER, violín (Alemania)-PAULA PELUSO, Piano (Argentina) ORQUESTA SINFÓNICA DE SALTA Director: Luis Gorelik Solista: Dora de Marinis, piano JOHAN ULLEN, piano (Suecia) GILBERT IMPERIAL, guitarra –MASSIMO BEZZO, piano (Italia) ENSEMBLE INSTRUMENTAL DE GRANADA (España) CAMERATA BARILOCHE (Argentina) TRÍO AYO (España): Félix Ayo,violín; Eva Pereda, piano, Ricardo Sciammarella, cello CORO NACIONAL DE JÓVENES con ORQUESTA DE LA PROVINCIA DE DE TUCUMÁN Director: Néstor Zadoff CUARTETO TARTINI (Eslovenia) con Rafael Gintoli, violín y Paula Peluso, piano AÑO 2008: VIGÉSIMA SÉPTIMA TEMPORADA CUARTETO VIVACE- cuerdas- con Iván Rutkauskas, piano (Argentina) GALA LÍRICA. Dirección artística: Néstor Zadoff JOHANNES MOSER, cello (Alemania) con PAULA PELUSO, piano (Argentina) TRIO NAVARRO, piano, bajo y percusión (Argentina) JULIA BOTCHOVSKAIA, piano (Ucrania) FILARMÓNICA JOVEN DE FRIBURGO, Alemania Director: Andreas Winnen CUARTETO MINETTI, cuerdas (Austria) CAPILLA DEL SOL, conjunto instrumental y vocal de música barroca iberoamericana. Director: Ramiro Albino 2. CICLOS DE CINE AÑO 2006: «Grandes compositores» AÑO 2007 «Año de óperas» AÑO 2008 «Cuando la música también es protagonista»

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

3. CICLOS «MÚSICA JOVEN» AÑO 2006 Claudio Barile, flauta (Argentina) Museo «Soto Avendaño» - Tilcara Taller Coral «Mozart» Dirección: Néstor Zadoff Consejo de Ciencias Económicas- S. S. de Jujuy Orquesta Infanto Juvenil de la Provincia con la participación especial de Ricardo Vilca (Jujuy, Argentina) Director: Sergio Jurado Iglesia de El Carmen- El Carmen Coro Nacional de Jóvenes Director: Néstor Zadoff Iglesia San Francisco- S. S. de Jujuy AÑO 2007 Tanja Becker Bender, violín (Alemania) Iglesia de Tumbaya-Tumbaya Taller «Vivaldi» de Dirección coral, partes I, II y III A cargo de Pablo Di Mario Pablo Banchi Néstor Zadoff San Salvador de Jujuy Gilbert Imperial, guitarra (Italia) Museo Pasquini López- S. S. de Jujuy Encuentro Coral Iglesia de El Carmen- El Carmen Coros Jujeños y solistas del Coro Nacional de Jóvenes Director: Néstor Zadoff Iglesia San Francisco- S. S. de Jujuy AÑO 2008 10 al 19 de marzo: Taller de percusión con Gabriel Said y Fernando Vallés- Apoyo de Mozarteum Argentino 16 de marzo: Concierto «Gabriel Said – Sólo set de Percusión», con la Participación de Fernando Vallés - Salón Auditórium del Ministerio de Salud 11 de abril: Proyección de película y actuación de la Camerata de Jujuy- Salón Auditórium del Ministerio de Salud 3 y 4 de mayo: Néstor Zadoff- Taller de Dirección Coral 3 de mayo: Orquesta Infanto Juvenil de Jujuy con solistas. Dirección Néstor ZadoffCine Teatro Zapla de Palpalá - 219 -


18 de mayo: Johannes Moser. Clase para cellistas de Orquesta Infanto JuvenilTeatro Mitre 20 al 23 de Junio: Taller de Contrabajos con Carlos Álvarez 6 de agosto: Camerata Orquesta Infanto Juvenil (cuerdas y vientos)Concierto didáctico- El Carmen 14 de setiembre:Cuarteto Minetti (Austria)-Concierto de cámara en Maimará 30 de setiembre: Clase Intensiva de Percusión con Gabriel Said. Escuela de Minas - San Salvador de Jujuy 19 de octubre: Capilla del Sol- Concierto de cámara en Purmamarca 4. CONCIERTOS EXTRAORDINARIOS AÑO 2002 I MUSICI (Italia) 50 Aniversario Mozarteum Argentino- 50 Años de I Musici AÑO 2003 ORQUESTA DE CÁMARA BENEDETTO MARCELLO(Italia) Director: Daniele Agiman Soprano: Mariangela Di Giamberardino AÑO 2005 JOHANNES MOSER, cello. Recital en Iglesia de Purmamarca, libre y gratuito MARTHA ARGERICH, piano Con Gabriele Baldocci, piano; (Italia) SINFONIETTA ARGERICH dirigida por Darío Ntaca, en el Teatro «José Hernández» Fuera de programa: Martha Argerich con la Orquesta Infanto Juvenil de la Provincia de Jujuy dirigida por Sergio Jurado 5. CONCIERTOS EXTRAORDINARIOS PARA NIÑOS PRO MÚSICA DE ROSARIO (dos veces) MÚSICA FICTA

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

AGRADECIMIENTOS Universidad Nacional de Jujuy Rector: Enrique Mateo Arnau Coord. de Gab. de Cultura, Prensa y Difusión: Reynaldo Castro Jefe del Dpto. Editorial: Lic. Edgardo Gutiérrez EDIUNJU Jeannette Arata de Erize Federico Spinola Mozarteum Argentino Gisela Timmermann Fernando Zurueta Bettina Guerci de Siufi Museo de Arte Religioso del Convento San Francisco (Jujuy) Teatro Mitre Teatro Colón

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

ÍNDICE Prólogo

pág. 9

Introducción

pág. 11

La influencia de la música europea sobre los argentinos por Pablo Bardin

pág. 15

La lógica sonora de la generación del 80: Una aproximación a la retórica del nacionalismo musical argentino por Melanie Plesch pág. 55 Medio siglo de creación musical argentina (1900-1950). (proyectos y realidades) por Pola Suárez Urtubey

pág. 111

Anotaciones sobre la presencia europea en la música argentina contemporánea por Federico Monjeau

pág. 135

Europa y el tango argentino: Intercambios culturales en el origen del tango por Pablo Kohan

pág. 153

Crónica de un desencuentro afortunado. La música clásica europea en la literatura argentina por Pablo Gianera

pág. 177

Sobre los autores

pág. 199

Apéndices

pág. 207

Mozarteum Jujuy Actividades realizadas por Mozarteum Jujuy Ciclos de abono Ciclos de cine Ciclos «Música Joven» Conciertos extraordinarios Agradecimientos

pág. 209 pág. 211 pág. 211 pág. 218 pág. 219 pág. 220 pág. 221

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LOS CAMINOS DE LA MÚSICA

AUTORIDADES DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE JUJUY RECTOR DR. ING. ENRIQUE MATEO ARNAU VICERRECTOR ING. AGR. CARLOS GREGORIO TORRES

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Los caminos de la música, Europa y Argentina, del Mozarteum Argentino Filial Jujuy, se terminó de imprimir en la primera quincena del mes de Noviembre de 2008, en los Talleres Gráficos de la Universidad Nacional de Jujuy, sitos en Av. Bolivia 1239. Jujuy Argentina. Tirada: 500 ejemplares

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