La conjura de los tecnócratas

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“Así que, hay que acabar con Él. Estamos todos de acuerdo ¿no?”

Estaba dicho. Llevaban semanas dándole vueltas al asunto. Manejando sondeos, recreando escenarios y calculando variables. Cierto, le debían mucho. La verdad es que ninguno de ellos era nada hasta que Él les sacó de sus trabajos malpagados, duros y poco gratificantes. Él les había otorgado su confianza. Y ellos se habían convertido en su guardia de corps, en su Red de Ventas, en su Consejo de Administración, en... Coño. Si es que ellos también habían trabajado lo suyo. Así que podían decir sin falsas modestias que parte del éxito les correspondía. Habían abandonado casi sin pensar sus trabajos anteriores que, por muy malpagados, duros y poco gratificantes que fuesen, eran su sustento y el de sus familias. Habían confiado en Él ciegamente. En su carisma. A partir de ahí, se habían dejado los cuernos. Habían relanzado una empresa por la que nadie daba un duro. Empezando en una local de mierda, habían terminado midiéndose de tú a tú con las grandes multinacionales del sector. De acuerdo, es cierto que la mayor parte del éxito se lo debían a Él. A su carisma. A su visión. A su conocimiento del mercado. A su revolucionaria forma de gestionar los restos del viejo negocio heredado. Es cierto que había modernizado todo, simplificado los protocolos, adaptado su imagen a los nuevos tiempos, buscado un nicho de mercado entre los consumidores descontentos, ávidos de nuevas referencias, de nuevos ídolos, de nuevos estilos de vida. De nuevas marcas a las que adorar. Hasta ahí, estaban todos de acuerdo. Igual que eran perfectamente conscientes de los cambios producidos en los últimos tiempos. No les daba excesivo pudor reconocerlo, al menos en privado. Porque, si bien a nadie le quedaba ninguna duda de que Él seguiría fiel a su filosofía de empresa, a su plan de expansión, a su marketing agresivo, eran ellos los que empezaban a sentirse más que cómodos en sus poltronas, en sus cargos, en la respetabilidad adquirida. La gente les admiraba, escuchaba sus palabras con atención, les pedía consejo. Les

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invitaban a todas las fiestas y acontecimientos. Se habían convertido en una referencia en el sector, en prescriptores, en analistas reputados. Y no querían que todo lo logrado hasta el momento se fuese al traste. Porque lo cierto es que, en los últimos ejercicios, habían detectado que los ojos de la administración se fijaban más de la cuenta en sus actividades. Demasiado para cosa buena. La situación había cambiado mucho desde la época en la que el titular del negocio era el padre. Por aquél entonces, la empresa estaba prácticamente en manos del estado. El viejo figuraba como máximo mandatario y se le rendían cuentas cada ejercicio. Pero lo cierto es que no era más que un simple protocolo. Porque, a pesar de su proverbial fiereza y archiconocido mal carácter, lo cierto es que dejaba hacer y deshacer a gusto de los hombres de paja colocados ahí por los poderosos políticos. Desde el principio de los tiempos, es ley en los mercados que el estado desconfíe de las grandes corporaciones que no se pliegan a sus intereses, que van por libre sin aceptar sus pequeñas sugerencias, sus componendas y sus “hoy por ti mañana por mí”. Los monopolios sólo son aceptados cuando el estado los promueve directamente o, en su defecto, saca de ellos algún provecho. Se lo habían dicho. “No entres como un elefante en una cacharrería. Hay cosas que es mejor no tocar. Y en ese aspecto del negocio, tu padre sabía lo que se hacía”. En cada Junta Ordinaria se lo repetían. Pero Él no les hacía caso. Tenía muy claros sus objetivos y no estaba dispuesto a permitir que “cualquier burócrata metiese la zarpa en su empresa”. Si tenían que hacerles una auditoria, pues que se la hiciesen. Las cuentas estaban bien claras. “Al César lo que es del César”, rezaba otra de sus máximas. Pero ellos no pensaban igual. Llevaban el día a día del negocio. Y sabían la importancia de estar a buenas con el poder. Tener amigos en los distintos negociados facilitaba de forma sorprendente la concesión de permisos, las licencias de obra para la apertura de nuevas sucursales... y últimamente todo eran trabas. Los inspectores les visitaban con más frecuencia, los expedientes se multiplicaban, las sanciones pasaban por escarmientos ejemplares. Mientras, Él seguía en su nube, en sus proyectos a medio-largo plazo, en sus ponencias multitudinarias. Lo habían hablado mucho en las últimas semanas. Y mucho antes aún lo había pensado cada uno de ellos. Aunque sin atreverse a proclamarlo en voz alta. Sobre todo porque en un principio los equilibrios de poder, los juegos de lealtades, tampoco es que estuviesen demasiado claros. Ellos mismos eran conscientes de que no todos eran iguales a sus ojos. Él tenía sus preferencias dentro de la reducida camarilla. Pero, poco a poco, la balanza se inclinó hacia los más propensos a tomar una decisión radical antes de que fuese demasiado tarde. El más difícil de convencer fue el “delfín”, el llamado a ser el sucesor dentro de la floreciente corporación. Al principio se negó tajantemente a traicionarle. Pero poco a poco fue entrando en razón. Ya era mayor. Incluso mayor que Él. Y Él tenía cuerda para rato. Además le prometieron multiplicar su poder cuando se convirtiese en el timonel del barco. Le dijeron que sus decisiones serían consideradas como infalibles (Lo que equivalía a decir que el Consejo quedaría libre de toda culpa si algo fallaba porque, en realidad, las consensuarían entre todos ellos. Y este punto se encargaron de dejárselo bien claro), que presidiría los consejos, que capitalizaría la ceremonia de inauguración de la nueva Sede Central, que ya tenían en mente, diseñada por el arquitecto del momento y construida a lo grande en Europa (lo que les facilitaría aún más el acceso a nuevos mercados todavía vírgenes, así cómo unas excelentes plusvalías y exenciones tributarias) Quién se lo hubiera dicho hace apenas unos años, cuando vivía de lo que daba el mar. Acabó aceptando. -

“Así que, hay que acabar con Él. Estamos todos de acuerdo ¿no?

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Estaba dicho. El resto fue más fácil. Algunos de ellos ya habían tanteado discretamente a ciertos cargos técnicos del gobierno, burócratas y fontaneros del poder para conocer su opinión. Y las perspectivas eran halagüeñas. Lógicamente, habría que repartir de nuevo algunas porciones de la tarta, habría que recolocar a algunos hijos, parientes cercanos y amigos de amigos. Pero, a cambio, obtendrían apoyo incondicional para la expansión mundial, financiación, reconocimiento como “proveedor oficial”... Así son los negocios. Y más aún los Grandes Negocios. Tampoco es que fuese un gran problema. Una vez Él estuviese fuera, se procedería a una limpia sistemática de todos aquellos considerados como demasiado adeptos a su persona. Desde los cargos intermedios hasta las bases. Y, además, había mucho para repartir. El mercado seguía creciendo y el producto, con los lógicos retoques que fuesen marcando las nuevas tendencias, era lo suficientemente bueno como para sobrevivirles a todos ellos. Eso sí, tenían que tener cuidado de que con Él no se fuese la esencia de la empresa. Parte de su tirón era el que Él aportaba. Eso tenían que reconocerlo. Habría que buscar la fórmula de que su eliminación. Sí, eliminación. No bastaba con defenestrarlo, no sería suficiente. Él tenía capacidad como para arrastrar a sus clientes más fieles y montar un negocio paralelo que no tardaría en convertirse en un serio problema. Y, para hacerlo aún mejor, habría que buscar la fórmula de que pareciese un complot externo. Tal vez de la competencia. Cualquier experto en mercadotecnia reconocerá en privado que un mártir-fundador contribuye de forma significativa a incrementar el tirón comercial de la marca. Estaban de acuerdo. Sólo faltaba buscar entre ellos aquél que diera el paso definitivo, que se pusiese de acuerdo con los fontaneros para dar luz verde a la conspiración. Sabían más o menos quién podía ser. Era igual de ambicioso que el resto, pero un poco más tonto. Le prometieron todo lo que quiso hacerse prometer, le dijeron todo lo quiso escuchar. Y él, cegado no por su ambición sino por su poca inteligencia, no tardó en verse como Vicepresidente Primero (y, con el tiempo, quién sabe...) Lo que no sabía es que desde el momento en que aceptase firmaría su sentencia. Una organización de la que comería tanta gente no podía, ni debía, permitirse un eslabón tan débil. O tan imbécil. Y, como anotación para aquellos a los que tal vez os gustaría ir más allá de lo que puede dar de sí un relato de esta extensión, aseguraos que la resolución del caso a gusto de todos acabaría por convertir esta política en uno de los pilares del ADN corporativo. Y sabe Dios que tendrían que aplicarla muchas veces a lo largo de la dilatada y exitosa vida de la empresa. Pero esa es otra parte de una historia mucho más extensa y que ha sido escrita, re-escrita, interpretada y reinterpretada por analistas más doctos que el que esto cuenta. Lo importante en este punto en el que nos encontramos es que, de momento, todos, hasta el traidor, estaban en el mismo barco. Y que fue el sucesor el encargado de plantearle la pregunta. Mirándole fijamente a los ojos, como le había visto hacer a Él en tantas reuniones, y alzando bien la voz para que los otros diez accionistas le escuchasen con claridad, acabó por decirlo -

“Resumiendo. Entonces, ¿Lo harás tú, Judas?”

Óscar Bilbao

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