El niño que pasaba desapercibido

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Sergio Camargo

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La huida

Esta es la historia de un niño que siempre pasaba desapercibido. Nadie se daba cuenta de su presencia y, como la gente normalmente estaba demasiado ocupada para escucharlo, nunca era tenido en cuenta. Así fue como un buen día, al darse cuenta de esto, decidió irse de su casa. Se llamaba Octavio porque era el último de ocho hermanos, todos muy parecidos entre sí. Sus dos hermanos mayores: Pedro y Pablo, tenían trece y doce años respectivamente, mas no lo aparentaban pues eran cortos de estatura. Luego estaban los trillizos, que tenían diez años y se llamaban: Diego, David y Daniel. Después venían unos gemelos llamados Armando y Alejandro, que habían cumplido nueve años. Y finalmente había nacido él, que ahora tenía ocho años.

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La madre de todos estos niños era una mujer muy cariñosa y buena, que se llamaba Maria María (el primer nombre sin tilde en honor a Mario, su padre, y el segundo con tilde en honor a María, su madre). A pesar de amar a sus hijos, con toda su alma, ella siempre confundía a los unos con los otros. Esto podía comprenderse, pues todos tenían casi la misma estatura: los mayores eran muy bajitos, los trillizos eran un poco más pequeños que los otros niños de su edad, los gemelos tenían la estatura normal, y Octavio, en cambio, era alto para tener sólo ocho años. Cuando estaban todos juntos lo único que Maria María veía era una muchedumbre de niños de tamaños no muy distintos y con caras muy similares. Ella siempre hacía el esfuerzo por identificarlos, pero normalmente se equivocaba. El esposo de Maria María y padre de todos estos niños se llamaba Jose José (el primer nombre sin tilde en honor a Jose María, su padre, y el segundo con tilde en honor a Maria José, su madre). Para llamar a sus hijos Jose José era más 5


práctico. Cuando les hablaba a varios, los llamaba simplemente “niños” o “mis amores” y si estaba con solo uno de ellos le decía “campeón” o “hijo de mi corazón”. De esta manera, todos sentían que eran especiales para su papá y él no se esforzaba en distinguirlos. Al fin y al cabo él los quería a todos por igual. Tanto Jose José como Maria María debían trabajar mucho para ganar dinero y poder mantener una familia tan grande. Tenían una pequeña librería, la cual era atendida por Maria María, mientras que Jose José recorría las calles vendiendo enciclopedias y libros por catálogo en bibliotecas, colegios, empresas, o puerta a puerta por las casas de los barrios de la ciudad. Todos los hermanos estudiaban en el mismo colegio, los dos mayores en un curso y los seis menores en otro, así que la confusión que se daba en su hogar se presentaba también en el salón de clases. Las profesoras para poder calificarlos les pegaban con cinta, en el pecho, un letrero con el nombre correspondiente, antes de 6


entregar los cuestionarios o revisar las tareas. Todos los días, Jose José salía a trabajar antes de que los niños se despertaran para ir al colegio. Luego Maria María pasaba por las camas y daba turnos para la ducha. En una bolsa introducía los números del 1 al 8 y en ese orden debían usar los dos baños que habían en la casa: los pares en uno y los impares en el otro. Así, cuando organizaba a sus hijos, de paso les inculcaba el gusto por las matemáticas. Mientras unos se bañaban, los otros debían arreglar su cama, recoger sus juguetes, alistar su lonchera y su maletín escolar. Al mismo tiempo, ella preparaba el multitudinario desayuno. Después, cuando llegaba el transporte escolar, Maria María salía por la ventana y hacía una seña para que la esperaran cinco minutos mientras se despedía de sus ocho hijos y les repartía besos y abrazos a todos. Después que se iban, ella se dirigía a su librería en donde trabajaba hasta el anochecer. Al volver del colegio, los recibía Jose José quien los organizaba para que hicieran sus 7


deberes mientras él destinaba la tarde para hablar por teléfono con los distribuidores, que le vendían las enciclopedias, y para concertar las citas de trabajo del día siguiente. Cuando los niños terminaban sus tareas, podían buscar un juguete, jugar fútbol en el patio interior o ver televisión hasta que su madre llegara. Así pasaban todos los días. Un día, Octavio estaba viendo televisión cuando tuvo una idea muy especial y quiso comentársela a alguien. Sus dos hermanos mayores estaban hablando entre ellos y no lo escucharon. Los trillizos jugaban juntos a las escondidas y los gemelos estaban compitiendo en el videojuego. Octavio fue adonde estaba su padre y este no pudo atenderlo porque estaba conversando por teléfono. Se sentó frente a él y lo observó por varias horas mientras terminaba una llamada y recibía la siguiente. Colgaba el teléfono de la casa y entonces le sonaba el teléfono móvil. Entre llamada y llamada, Jose José se acercaba a 8


Octavio, le acariciaba la cabeza y lo saludaba de nuevo, preguntándole cómo había estado en el colegio, aunque sin esperar a que le respondiera. En cuanto escuchó sonar las llaves en la puerta –anuncio de que Maria María llegaba–, Octavio emprendió una carrera que tuvo como meta los brazos de su madre. Lo llenó de besos y caricias, pero cuando él le quiso hablar, ella le miró la cara y corrió al baño a traer una toalla mojada, para limpiarle la boca que estaba aún sucia por la barra de chocolate que se estaba comiendo en el momento en que se le ocurrió su gran idea. Por supuesto, nadie puede conversar mientras le están limpiando la boca. Cuando ya la tuvo limpia tomó aire y comenzó a hablar. –Mami –le dijo agarrándole las mejillas con las dos manos–, hoy se me ha ocurrido una gran idea. –Ah, ¿sí?, ¿qué idea se te ha ocurrido? –le preguntó. Sin embargo, en ese momento, todos sus otros hijos vinieron a 9


saludarla y ella no pudo poner atención a lo que Octavio intentaba decirle. Jose José salió del estudio y, aún despidiéndose por uno de los teléfonos, la saludó con un gran abrazo como lo hacía todas las noches. –Hijos de mi corazón: su mamá y yo tenemos que hablar de un asunto de negocios, muy importante. Así que mientras les preparamos unos deliciosos espaguetis, ustedes vayan a ponerse las piyamas y luego nos reunimos en la mesa del comedor. Todos salieron corriendo a sus habitaciones, mientras gritaban y discutían los unos con los otros haciendo un ruidaje increíble. Claro, excepto Octavio que se fue caminando en silencio, mientras pensaba en que esa noche iba a ser difícil comentar su idea con alguien. Durante la cena, todos querían hablar. Los unos daban quejas de los otros. Algunos contaban, a todo volumen, lo que les había sucedido durante el día. Octavio, en cambio, no quiso abrir su boca más que para comer. Lo que tenía que decir era 10


tan importante que no valía la pena gritarlo en medio de ese mar de bullicio. Las palabras iban y venían por toda la mesa y caían como una cascada sobre su cabeza golpeándole sus oídos. Se sentía ahogado y cansado, de manera que sin que nadie se diera cuenta, se levantó de la mesa, se lavó los dientes y se sumergió en las cobijas de su cama a disfrutar del silencio que le brindaba la almohada sobre su cabeza. Pudo entonces volver a disfrutar de su gran idea y mientras la acariciaba en su mente, se fue durmiendo y soñó toda la noche con ella. Por la mañana se despertó con muchos más ánimos de los que tenía al acostarse. Pero si tratar de contarle su idea a alguien la tarde anterior había sido difícil, intentarlo por la mañana iba a ser imposible. Desde la madrugada, la familia se convertía en una máquina en donde todos corrían de un lado para otro: lavándose, buscando su ropa, vistiéndose o alistando sus útiles y materiales. Si alguno se detuviera a conversar, la máquina familiar 11


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se trabaría y las labores de todos dejarían de funcionar de manera organizada, con el riesgo de hacer demorar al transporte escolar y llegar todos tarde al colegio. Fue esa mañana cuando Octavio se dio cuenta de lo desapercibido que él pasaba para los demás y para probárselo a sí mismo, después del desayuno, fue a sentarse entre los muñecos y juguetes de su habitación. Quería averiguar cuánto tiempo pasaría antes de que alguien lo extrañara y viniera a buscarlo. Sin embargo, pasó el tiempo y nadie vino. Escuchó la bocina del bus escolar, el murmullo de sus hermanos mientras salían a la calle a montarse en él, y el ruido del motor al alejarse. Maria María, su mamá, pronto salió taconeando de la casa, cerró la puerta y nadie vino a buscarlo. Se había quedado solo en la casa. Luego de eso, Octavio sintió un salpicón de emociones. Estaba muy enojado por haber descubierto que realmente pasaba desapercibido y también estaba triste por no poder compartir su genial idea. Al mismo tiempo sentía la satisfacción de 13


haberles jugado una broma a todos, pero también un poco de miedo al darse cuenta de que nunca había estado solo. Entonces sintió que la casa se volvía más grande cuando no había gente. En ese momento le vino a la cabeza su segunda idea, que no era tan grande ni tan buena como la primera, sino que terminó siendo una muy mala idea: ¡se le ocurrió escaparse de su casa! Sin pensar en nada, agarró su lonchera, abrió la puerta y salió corriendo por la calle como si lo estuvieran persiguiendo. Paraba en un antejardín y se escondía detrás de los arbustos, miraba para un lado y para el otro. Luego emprendía de nuevo la carrera hasta el siguiente poste. Como si no supiera en el fondo de su corazón que, de todas maneras, iba a pasar desapercibido.

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El robo del banco

En el juego de correr y esconderse, Octavio recorrió innumerables calles, pues buscaba llegar hasta un parque muy grande que había en el centro de la ciudad y que todos llamaban el Parque Principal. Normalmente, si Jose José no tenía mucho trabajo los viernes, llevaba a sus hijos allí y mientras los niños jugaban, él leía un libro o se sentaba a conversar con otras personas. En esas ocasiones Maria María salía de la librería directo hacia el parque y luego todos iban a comer pizza o hamburguesas. En ocasiones también lo visitaban los sábados o los domingos. A Octavio le encantaba porque tenía mucho pasto y árboles, y también le gustaba que tenía bancas, canchas y juegos como columpios, rodaderos y balancines. El Parque Principal quedaba luego de cruzar una gran avenida. Cuando Octavio 15


llegó a ella, intentó pasarla corriendo pero una mano lo agarró sorpresivamente por detrás y le impidió hacerlo. En ese mismo momento, una motocicleta pasó frente a él, a toda velocidad, y su corazón le hizo pum-pum-pum en el pecho al pensar que acababa de salvarse de que lo atropellaran. Volteó a mirar quién lo había salvado y se dio cuenta de que se trataba de una señora flaca, con cara de cansada. –¡Tenga más cuidado, niño! –le dijo–. Lo habría podido matar esa moto. –Gracias, señora –fue lo único que se le ocurrió responder antes de salir corriendo al parque cuando el semáforo cambió a rojo y los vehículos se detuvieron. Por un momento le causó extrañeza no haber visto a la señora cuando él venía corriendo hacia la avenida, pero antes de llegar a los juegos infantiles ya había olvidado el asunto. Jugó incansablemente, toda la mañana, hasta que sintió que tenía el cabello caliente por el sol y el hambre lo venció. 16


Entonces abrió su lonchera y se sentó en el pasto a la sombra de un árbol, para almorzar con un paquete de papas fritas, una manzana y un refresco. Mientras mordisqueaba entusiasmado su manzana, se dedicó a mirar a la poca gente que pasaba caminando por el parque. Algunos jóvenes llegaban a hacer deporte, los viejos venían a caminar y a sentarse en las bancas del parque, a conversar o a leer el periódico, mientras que otras personas pasaban por ese parque para acortar el camino entre las dos avenidas que lo bordeaban. La mayoría de la gente pasaba cerca de Octavio pero, como es de esperar, nadie se daba cuenta de su presencia. Estaba observando a los transeúntes, que pasaban caminando por allí, cuando notó algo que le llamó intensamente la atención: era una niña que venía atravesando el parque, tomada de la mano de su papá. Le causó curiosidad porque, como era un martes al medio día, en todo el parque él era el único niño. “A esta hora todos los niños deben estar en sus 17


colegios”, había pensado antes de sentarse a almorzar. “Ese señor y la niña deben venir de una cita con el médico o tal vez son nuevos en la ciudad”, alcanzó a pensar mientras ella se acercaba y él no dejaba de mirarla, como si mirándola mucho pudiera averiguar, repentinamente, por qué ella no estaba estudiando a esas horas. Cuando ella estuvo cerca, levantó la cabeza y también se quedó mirando a Octavio. Ambos se miraban, pero ella fue la única que sonrió. Luego lo saludó con la mano y siguió su camino agarrada de su padre. Octavio quedó petrificado, parecía que todo su cuerpo se hubiera convertido en piedra. La imagen de la niña con su papá se fue haciendo cada vez más pequeña, como si en vez de estarse alejando se estuvieran encogiendo. Al pasar frente a un vendedor de helados, se detuvieron. El señor sacó su billetera del bolsillo y le compró a la niña un gran helado rosado. Un segundo después ellos seguían caminando, el vendedor había desaparecido y Octavio pudo ver la billetera tirada en el piso. 18


Intentó gritar, pero era imposible que pudieran oírlo. Entonces salió corriendo tan rápido como nunca antes lo había hecho, recogió la billetera y trató de alcanzarlos. Ellos llegaron a la avenida, pararon un taxi y se fueron. Octavio no los pudo alcanzar. Decepcionado por no haber logrado su hazaña se devolvió adonde había dejado abandonada su lonchera y, mientras se chupaba lo que quedaba del jugo, abrió la billetera y buscó pistas que le permitieran poder devolverla. La billetera tenía tarjetas de crédito, algunos documentos de identificación, y un poco de dinero. Lo más interesante que había era una foto de la niña con un letrero, en la parte de atrás, que decía Cumpleaños de Corina y tenía anotada la fecha. Con esa foto, pudo saber que ella tenía once años, que se llamaba Corina y cumplía en el mismo mes que él. Entonces trató de detallar mejor la foto. Era una niña bonita y sonriente, tenía el cabello ensortijado y aunque las gafas le tapaban un poco su ojitos rasgados, se alcazaba a notar que eran cla21 ros, pero no supo si 19


eran verdes o azules. Trató de recordar el momento en que la vio frente a frente, para adivinar el color de sus ojos, y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que, para esa niña, él no había pasado desapercibido. ¡Todo lo contrario!, lo había saludado y le había regalado una sonrisa. Entonces tuvo su tercera gran idea, la cual aunque era buena no resultó como él quería. Decidió buscar al papá de Corina para devolverle su billetera y quizás, con buena suerte, podría volver a verla y tener a alguien a quien contarle su primera y más importante gran idea. En la licencia de conducir estaba el nombre del señor y en las tarjetas de presentación decía que trabajaba en el Banco Nacional. Seguramente había pedido permiso para llevar a su hija al médico y, por lo tanto, no lo encontraría en su trabajo, pero como era una buena pista, decidió ir al banco a averiguar. Tal vez allí alguien sabría la dirección de su casa. Octavio recordaba que a unas calles del parque había visto un gran local del 20


Banco Nacional y decidió caminar hasta allí. Al llegar a la sucursal del banco, se acercó a la puerta y se quedó pensando en qué hacer. –¿Sigue perdido, niño? –le dijo una voz detrás de él y cuando volteó a mirar vio que se trataba de la mujer que lo había salvado por la mañana. –Nunca he extrañado–.

estado

perdido

Y usted, ¿cómo hace para aparecer como de la nada?

–le

dijo

siempre

–Yo estaba aquí parada y usted pasó por delante y no me vio. Ya estoy acostumbrada –le respondió mirando la billetera que él llevaba en la mano–. ¿Tiene un billetico que me regale, niño? –No, señora, no tengo –y mientras le decía esto, el vigilante se acercó y la señora se fue sin despedirse. Octavio aprovechó que el vigilante se acercaba y comenzó a preguntarle sobre 21


quién le podría ayudar a encontrar al dueño de la billetera, pero el hombre no lo escuchó y se devolvió a su puesto refunfuñando. Entonces lo persiguió y comenzó a tirar de la manga de su camisa para que le pusiera atención. Él lo miró y cuando Octavio iba a comenzar a hablarle, una señora que pasaba por ahí le preguntó la hora al vigilante y luego un señor que estaba adentro le pidió prestado un bolígrafo. Después volteó a mirar a una muchacha de falda corta que pasó caminando coqueta y, en definitiva, se olvidó del niño que le intentaba hablar. Octavio se molestó mucho y entró buscando hablar con alguien más. Vio a una señorita que atendía al público en cuyo puesto había un letrero que decía: INFORMACIÓN y le pareció que era la persona apropiada para preguntarle por el dueño de la billetera. Pero frente a ella había una larga fila de personas que esperaban ser atendidas. Octavio se ubicó al final de la fila. La señora que estaba delante de él tenía un gran abrigo de paño y cada vez 22


que se movía de un lado para otro le pegaba al niño con el abrigo, sin darse cuenta. Él se corrió hacia atrás y un señor, que venía a hacer la fila, se ubicó entre la señora y él, sin saber que estaba ocupando un puesto en la fila. Octavio se quejó, pero había tanto ruido que el señor no se dio cuenta de la situación. Afortunadamente no llegó nadie más a la fila. Una vez la señorita atendió a todos los clientes que estaban adelante de Octavio y le llegó su turno, ella abrió un cajón de su escritorio y sacó un letrero que decía: CERRADO y lo puso sobre su escritorio. Se levantó y salió caminando hacia la zona interna de la oficina. Octavio no sabía qué hacer con la billetera del papá de Corina en su mano. Las demás personas que veía en el banco eran los clientes y los cajeros, que también parecían muy ocupados, y seguramente no le verían la cabeza desde sus ventanillas tan altas. Había, sin embargo, un corredor 23


en tapetado que llevaba a una oficina de vidrio que en la puerta tenía el letrero de: GERENCIA El señor que había adentro, que por supuesto era el gerente, atendía a una persona que manoteaba mucho al hablar. Cuando esa persona salió, Octavio entró y cerró la puerta. El ruido quedaba afuera. –¿Qué se te ofrece, niño? –dijo muy amable el gerente–. ¿En qué te puedo ayudar? Y mientras Octavio buscaba las palabras para empezar a hablar, entró uno de los cajeros hablando afanado. –Señor gerente –le dijo apurado– se nos está acabando el efectivo. Necesitamos más billetes de veinte y de cincuenta. Comenzaron a discutir, mientras salían por otra puerta que daba a la bóveda en donde se guardaban los billetes y las monedas. Octavio se fue detrás de ellos mientras trataba de hablar, pero los regaños del gerente al cajero no dejaban oír su voz. Después de abrir la bóveda, el gerente entró a ella haciendo un ritual de 24


firmas y diciendo su nombre a una cámara que había adentro. Octavio entró también a la bóveda y tampoco adentro le pudo hablar. Entonces fue cuando se le ocurrió la peor idea de todas las grandes y malas ideas que se le ocurrieron en su vida: agarró una bolsa llena de billetes que estaba en el suelo de la bóveda y salió caminando tranquilamente. Pensó que si lo veían haciendo esto, le prestarían atención y entonces podría explicar a quién estaba buscando. Sin embargo, no pasó nada de lo que esperaba. Al llegar nuevamente a la puerta de la gerencia volteó a mirar atrás. Estaban el gerente y el cajero firmando unos formatos y ninguno de ellos, ni el vigilante, ni los clientes, ni los demás empleados se molestaron en observar cómo Octavio salía por la puerta principal con quinientos millones en una bolsa. Ya en la calle, se puso a pensar qué hacer y aunque en ese momento hubiera sido una buena idea, devolverse y entregar el dinero, a Octavio no se le ocurrió hacerlo. Además, quizás, tampoco lo habrían atendido. 25


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