Amigo2

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me lleva a creer que en esta tienda se tratan negocios desagradables. Siempre me ha parecido el usurero más agarrado y despiadado de Londres. El señor Twemlow asintió a ese comentario con un leve y distante movimiento de cabeza. Era evidente que le ponía nervioso. —Hasta tal punto —añadió Fledgeby— que, si no fuera por lealtad a un amigo mío, nadie me haría quedarme aquí a esperar ni un minuto más. Pero, cuando tienes amigos que sufren un revés, debes estar a su lado. Esa es mi opinión, y de acuerdo con ella actúo. El equitativo Twemlow consideró que ese sentimiento, lo expresara quien lo expresara, exigía un cordial asentimiento. —Tiene mucha razón, señor —repuso más animado—. Eso es obrar de manera generosa, como un hombre. —Me alegro de que me dé su aprobación —contestó Fledgeby—. Es una coincidencia, señor Twemlow —en ese punto se bajó del taburete y avanzó hacia él— que los amigos en nombre de los cuales he venido sean los dueños de la casa en la que le conocí a usted. Los Lammle. Ella es una mujer muy atractiva y simpática, ¿verdad? Un remordimiento de conciencia dejó pálido al amable Twemlow. —Sí —dijo—, lo es. —Y cuando esta mañana ha apelado a mí para que intentara cuanto estuviera en mi mano para apaciguar a su acreedor, este tal señor Riah... sobre el que desde luego tengo cierta influencia por haber intercedido a favor de otro amigo, pero ni mucho menos tanta como ella cree... cuando una mujer como ella me ha tratado de queridísimo señor Fledgeby y ha derramado lágrimas... bueno, ¿qué podía hacer? Twemlow dijo entrecortadamente: —No tenía más opción que venir. —No tenía otra opción. Y he venido. Lo que no entiendo es por qué Riah —dijo Fledgeby, metiéndose las manos en los bolsillos y fingiendo sumirse en una profunda meditación— se ha puesto en pie de un salto cuando le he dicho que los Lammle le suplicaban que aplazara la ejecución del contrato de compra que tiene sobre todos sus efectos; ni por qué ha salido tan precipitadamente, diciendo que volvía enseguida; ni por qué me ha dejado aquí solo tanto rato. El paladín Twemlow, Caballero del Corazón Sencillo, no estaba en condiciones de sugerir nada. Estaba demasiado arrepentido, sentía demasiados remordimientos. Por primera vez en la vida, había actuado bajo mano, y había obrado mal. En secreto se había entrometido en los asuntos de ese confiado joven, sin más razón que porque el proceder de ese joven era distinto del suyo. Pero el confiado joven fue acumulando brasas al rojo sobre la sensible cabeza de Twemlow. —Le ruego me perdone, señor Twemlow; ya ve que estoy al corriente de la naturaleza de los asuntos que se tratan aquí. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? Usted fue educado como un caballero, no como un hombre de negocios —otro toque de posible impertinencia en este lugar—, y a lo mejor no es usted un buen hombre de negocios. ¡Qué otra cosa se puede esperar! —Soy aún peor hombre de negocios que hombre a secas, señor —contestó Twemlow—, y no creo que se pueda expresar mi deficiencia de manera más contundente. La verdad es que todavía no he acabado de entender mi posición en el asunto que me ha traído aquí. Pero hay razones que me llevan a pensármelo mucho antes de aceptar su ayuda. Me siento muy, muy, muy reacio a aprovecharla. No la merezco.


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