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Higuera

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Recuerdos

Recuerdos

Héctor Garnica

En el patio de mi infancia todavía hay una higuera que recibe los oros del sol. Por las ramas de ese árbol generoso ascendía nuestra risa, el torbellino de pájaros; igual que una madre aceptaba nuestra crueldad inocente: arrancábamos sus hojas para ver brotar esa sustancia blanca y noble como leche. De alguna forma vaga presentíamos que en ella había un misterio, tal vez el ciego flujo de la vida, esa fuerza cuyos nombres no inventábamos aún: amor, caos, resiliencia.

¿A dónde me fui después? Elegí una estrella, y la seguí. ¿Qué importa que no haya sido más que un resplandor ya muerto? Ella fue lo que me puso a caminar. Y cuando llegué al Pier de Long Beach, ahí, en la orilla del mundo, mi corazón siguió avanzando solo como un puente sobre el mar. Al hacer balance de cuenta en el alma, se calcula la riqueza con números rojos, cuando en México se secaba un ahuehuete, en Los Ángeles la tarde derramaba su belleza sobre álamos azules.

Mil años después he vuelto con ojos nuevos. El futuro ha dejado sus vestigios, sus piezas sueltas y su arena, en el patio de mi infancia; la vieja higuera permanece inmóvil viéndome llegar acompañado por mi hijo. ¡Cuánto viento ha pasado por sus ramas! A veces, como un eco de risas. A veces, como un canto de muerte. Yo soy una de sus hojas que el viento deslizó por la vida, pero el mundo es tan redondo que el final del viaje siempre es un regreso. Si pongo mi mano en su corteza ¿podré sentir esa sustancia ciega, esa leche profunda, inagotable? Busco el fruto más maduro, tan dulce y tan sombrío como un corazón cicatrizado. Lo pongo en la mano de mi hijo como un regalo o un secreto, como un pacto de dulzura.

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