Gus. La otra mitad del corazón. Kim Holden

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GUS



GUS LA OTRA MITAD DEL CORAZร N

KIM HOLDEN Traducciรณn de Idaira Hernรกndez Armas


Primera edición: enero de 2018 Título original: Gus © Kim Holden, 2015 © de la traducción, Idaira Hernández, 2018 © de esta edición, Futurbox Project, S.L., 2018 Todos los derechos reservados. Diseño de cubierta: Taller de los Libros Imagen de cubierta: gpointstudio / iStock Photo Publicado por Oz Editorial C/ Mallorca, 303, 2º 1ª 08037 Barcelona info@ozeditorial.com www.ozeditorial.com ISBN: 978-84-16224-73-9 IBIC: YFM Depósito Legal: B 28739-2017 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: CPI (Barcelona) Impreso en España — Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


A los que veis el lado bueno de las cosas, este libro es para vosotros. Inundáis el corazón hasta hacerlo rebosar. Al doctor John Okerbloom (1952-2014). Y a Kate Sedgwick, mi heroína.



Sábado, 22 de enero Gus Cada paso que doy me cuesta más que el anterior. No sé adónde voy; solo sé que mi destino es una cantidad ingente de alcohol. Al pasar del césped del cementerio al hormigón de la acera, siento que algo cambia en mi pecho. La suavidad del dolor se endurece de nuevo hasta convertirse en ira. Ha sido así durante días. Dolor. Ira. Dolor. Ira. Dolor… Ira… Ya no quiero sentir nada más. Estoy hasta los cojones. Me he pasado los últimos días intentando atraer a la muerte en la habitación de un motel cutre de la zona turbia de la ciudad. Hay una licorería en el edificio de al lado que vende Jack Daniel’s y tabaco. Eso es todo lo que necesito. Hablando de tabaco… casi se me ha acabado. Me estoy fumando el último cigarro. Cuando lo pienso, escucho su voz en mi cabeza. Dice: «Deberías dejarlo». —No empieces, Bright Side —respondo. La mujer que acaba de pasar por mi lado me rehúye y se aleja, lo que me hace creer que lo he dicho en voz alta. Me paso la mano por la cara con la esperanza de que eso acabe con el delirio. No lo hace. —Necesito dormir, joder. Sí, ya estoy hablando solo otra vez. Da igual, necesito una copa. Hay un bar en la siguiente esquina. Tiene un aspecto sombrío y sucio: es perfecto. Cuando abro la puerta, un hedor a cerveza rancia, sudor y humo de cigarro me golpea. Estoy en casa. Al menos lo estaré durante las próximas horas. A medida que me acerco a la barra, me percato de que una docena de hombres de mediana edad me escudriña. El ambiente de este local indica a gritos que son clientes habituales. Aquí es 9


donde se gastan a diario el dinero del alquiler y la comida en bebida. Y yo soy un intruso. Miro hacia abajo y me doy cuenta de que el traje y la corbata no ayudan. Aflojo el nudo, me quito la corbata y me la meto en el bolsillo. También me deshago de la americana y desabrocho los botones superiores de la camisa mientras me siento en un taburete en el extremo de la barra. El camarero me saluda con la cabeza y coloca una servilleta delante de mí cuando me remango la camisa. Me llevo las manos al paquete de tabaco y pido: —Jack Daniel’s. Que sea doble. —Es un hábito; ya sabía que el paquete estaba vacío—. Y un paquete de Camel. Sin pedirme el carné de identidad, me señala la máquina expendedora que hay en una esquina. Luego lo veo tomar un vaso largo y la botella de whisky. Me levanto del taburete y compro dos paquetes. Cuando regreso, mi bebida me está esperando… Y también una mujer que probablemente tenga la edad de mi madre. Apuesto a que era atractiva hace veinte años, pero la crueldad de la vida y las malas elecciones están grabadas en las arrugas de su piel. La rodeo para agarrar la copa. Huele a perfume barato y a sexo aún más barato. Antes de que pueda escapar, empieza a hablar. Yo no quiero hablar. —¿Qué hace un chico tan guapo como tú en un sitio como este? ¿Por qué no me pregunta simplemente si me apetece un polvo de cincuenta dólares o una mamada de veinte y nos saltamos la charla? No respondo y me siento a tres taburetes de distancia. Ella la acorta a dos taburetes. —¿Puedo ayudarte en algo, monada? Le tiemblan las manos. Quiere dinero para su próximo chute. No la tocaría ni con un palo de tres metros, pero una parte de mí quiere darle algo de dinero, porque ahora mismo me identifico con ella; yo también necesito escapar de la realidad. Aunque me da pena, no soy capaz de sentir auténtica compasión. Niego con la cabeza. Normalmente no soy un capullo, pero hoy todo es diferente. Me inclino hacia ella y la miro a los ojos. 10


—¿Puedes resucitar a los muertos? Porque me vendría bien un poquito de ayuda con eso. Me apuesto lo que sea a que esta mujer nunca había oído a nadie decir algo así. Parpadea en mi dirección, a toda pastilla; está muy confusa. Fijo la vista en el vaso lleno del líquido ámbar mientras lo hago girar con la mano derecha y contesto mi propia pregunta: —Ya me lo imaginaba. Me acerco el vaso a los labios y lo vacío en dos tragos. Lo dejo en la barra bocabajo y le hago gestos al camarero para que me ponga otro. Entonces miro a la mujer de nuevo. —Déjame en paz. —Es una orden. Su sonrisa tensa me indica que eso sí que lo ha oído antes, probablemente con más frecuencia de lo que a su adicción le gustaría. La soledad es mi compañera y nos llevamos bien, hasta que sentarse derecho en el taburete se convierte en una tarea difícil. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero sé que no el suficiente como para que haga mella en mi corazón roto. Me he bebido diez o doce whiskies dobles cuando el camarero se niega a servirme más. Quiero gritar y liarla, pero la verdad es que estoy demasiado cansado para tanto dramatismo. Veo borroso, tengo las extremidades más que adormecidas y he pasado a un estado en el que mi cuerpo se muestra poco cooperativo. Caminar me supone un gran esfuerzo. Solo necesito dormir, así que dejo que el tipo me pida un taxi en vez de intentar irme por mi propio pie. El taxista me lleva de vuelta al motel. Subo las escaleras despacio y con torpeza. No estoy seguro de si he cerrado o no la puerta antes de tambalearme hasta la cama y caer de bruces sobre las sábanas sucias. Huelen a humedad y a moho: una mezcla asquerosa de años, mugre y Dios sabe qué. La habitación da vueltas, me succiona hacia un vórtice en el que siento alivio abrumador, una vía escape del aquí y el ahora. No sé si me quedo dormido o si mi cuerpo toma la decisión inconsciente de dejar de funcionar. En cualquier caso, me siento agradecido.


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