Nunca fuimos ángeles

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Nunca fuimos รกngeles



Sylvia Marx

Nunca

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Primera edición: septiembre de 2020 © Sylvia Marx, 2020 © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020 Diseño de cubierta: Taller de los Libros Imagen de cubierta: Africa Studio / Shutterstock Publicado por Oz Editorial C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª 08009, Barcelona info@ozeditorial.com www.ozeditorial.com ISBN: 978-84-17525-99-6 THEMA: YFM Depósito Legal: B 17482-2020 Preimpresión: Taller de los Libros Impresión y encuadernación: Black Print Impreso en España – Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia. com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).


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Prólogo Despertar a la vida «No recordar es como si no hubieras vivido.» Imagino mi cerebro como un montón de cables enmarañados, enrollados unos con otros. Resulta difícil desenredarlos, tirar de uno solo. Todos me llaman Sara. Resumiré aquellas primeras horas en tres palabras: confusión y agotamiento. Y después me han sometido a decenas de pruebas médicas, vigilan mis movimientos y examinan mis reflejos. No aparece la llave del cajón de mis recuerdos. Al parecer, no tengo vivencias. Todos los médicos coinciden en una cosa: mantenerse prudentes después de mi «despertar» e insisten en que no se debe forzar la máquina. Desde hace dos días, mi vida aquí se asemeja a un formateo de un ordenador: solo tengo las funciones básicas Sé dónde estoy porque me lo dijeron en cuanto abrí los ojos. —Estás en un hospital. Te trasladaron cuando despertaste en el hospital Santa Cruz. Noto su preocupación en cada pregunta o comentario que hago. Todos creían que en pocas horas volvería a ser la misma, pero, tras el desconcierto inicial, no he recordado las cosas más elementales: mi nombre, mi gente, mi edad…, aunque sí he distinguido colores, números y el orden de los días de la semana. ¡Vaya logro! No está mal para una chica que dicen que es universitaria y está a punto de entrar en la veintena. ¡Guau! Sé distinguir los colores; quizá me readmitan en Primaria. No, fuera de bromas de mal gusto. La verdad es que no pinta bien y el diagnóstico ha sido claro: AMNESIA. 9


Una vez tienen el nombre, los médicos no se detienen ahí y se empeñan en ponerle un apellido. Ya han descartado patologías de nombres rarísimos como la encefalopatía de Wernike —precisamente una de las primeras cosas que no quiero olvidar apuntar en mi libreta cursi, pero no quiero adelantar acontecimientos—. Me he acostumbrado a los destellos de las luces del hospital. Cuando desperté del coma, la luz cegadora reverberaba el blanco con tal fuerza que me impedía abrir los ojos. Mi primera reacción fue intentar huir: miedo, desorientación y aturdimiento. Mi traslado a este hospital privado se debió a su especialidad en neurología. Desde ese momento, la doctora Zeman lleva mi caso con absoluta dedicación. Tiempo después, supe que como neurocientífica había realizado trabajos de investigación en la Universidad de Exeter, en Reino Unido, y escrito dos libros sobre trastornos de la memoria. En su rostro destacaba una mirada astuta y profunda que se agudizaba siempre que me examinaba. Cuando terminaba, dejaba colgando las gafas que llevaba sujetas al cuello con cadenitas de diferentes colores. La doctora Zeman informó a mis padres. Era una experta en el tema, así que los tranquilizó y les aseguró que estaba en las mejores manos, también junto al resto del equipo médico que me atendía capitaneado por un psiquiatra y un neurocirujano. Recuerdo ese primer instante. —Tuviste un accidente, Sara —dijo. Me miró con infinita ternura al responder a mi pregunta. —¿Fue culpa mía? ¿Qué ocurrió? —Te atropelló un coche. Deseaba que alguien comentase algo más, pero nadie lo hacía. Si preguntaba por el accidente, me pedían que descansara, que estuviera lo más relajada posible para no experimentar tensiones. Y a medida que pasaban las horas, aquello me costaba más. Una mañana, tal vez durante el tercer día tras mi despertar, mantuvieron una conversación interesante que cambiaría mi percepción de las cosas. De algún modo, despertó una alarma en mi cabeza. —Tenemos dos noticias: una buena y una mala. 10


—Dígamelo sin rodeos, doctora. —Mi madre se retorció los dedos y contuvo la respiración. —Las últimas pruebas demuestran que no existe descoordinación motora, ni falta de lucidez mental, por lo que en pocos días podrá caminar y valerse por sí misma para sus necesidades básicas. —Miró la tablilla que tenía en las manos y se detuvo con preocupación—. Esa es una buena noticia, la memoria sensorial no parece dañada, pero hay algo en el hipocampo… —Doctora, no comprendo sus palabras. —Perdone, perdone… —se disculpó la médica—. Lo que realmente nos preocupa es que no encontramos la causa de esta amnesia. Sara no tiene recuerdos episódicos y, en cambio, ante los primeros resultados del laboratorio, no descartamos que algo haya podido alterar el proceso evolutivo lógico postraumático… En fin, que vamos a solicitar una nueva analítica mucho más precisa que determinará algunos niveles… —Por favor, vaya al grano, doctora. —Bien. Se detectó un nivel muy bajo de benzodiazepina, una sustancia que pudieron suministrarle, por algún motivo, en el hospital Santa Cruz antes de que despertara. Solo para descartar posibilidades, hemos pedido un informe detallado de las últimas analíticas de Sara. Pensaban que dormía, así que espié sus movimientos y escuché toda la conversación. ¿Habían encontrado algo extraño en mis análisis? ¿Era por eso que no recordaba nada? Todo apuntaba a que el proceso sería largo, así que me resigné, di gracias al universo por estar viva y me acomodé en aquella habitación de hospital que durante un tiempo sería mi hogar. Las margaritas en un jarrón de plástico, un oso Bobby desconocido para mí y la jarra de agua formaban parte del decorado, en la mesilla de al lado. Una bata fina salpicada de lunas y estrellas, perfectamente doblada a los pies de mi cama, me recordaba que, en pocos días, me levantaría y caminaría sin ayuda.


Capítulo 1 Supongo que durante esos primeros días, mi mente se tomaba con calma eso de volver a la realidad y alternaba episodios de vigilia y sueño, espacios o lagunas en blanco, con la ayuda de algún medicamento para que mi cerebro estuviera relajado. Habían transcurrido dos o tres días y, poco a poco, permanecía más tiempo despierta, consciente. Al abrir los ojos, aquella tarde, descubrí el poder de la sonrisa de mi madre. Ya empezaba a familiarizarme con ella y daba gracias a la vida cada vez que la veía. Supongo que no damos importancia a lo que tenemos al alcance de nuestras manos todos los días hasta que algo cambia de pronto y entonces nos damos cuenta de la suerte que tenemos de existir, sentir, ver y comunicarnos con nuestra gente. —Hola, ¿qué hora es? —Me desperecé—. ¿He dormido mucho? —Son las cuatro, cariño. Y sí, has dormido como una marmota —bromeó mi madre antes de añadir—. Enseguida vendrá tu padre, ¿necesitas algo? Durante un momento, pensé que antes de la siesta me había aburrido mortalmente y necesitaba una distracción. Las horas pasaban demasiado lentas. —Madre… ¿me gustaba leer? —Me incorporé un poco en la cama—. ¿Solía leer novelas? —Sí, te gustaba. —Se quedó pensativa y rectificó en presente—. Te gusta… ¿Quieres que te traiga un libro? ¿De qué tipo? —Algo de misterio, no sé… Me apetece leer algo más entretenido. —Señalé la mesilla, donde descansaban dos revistas que ya había ojeado: una iba sobre curiosidades científicas y, la otra, sobre cuidados personales y moda. Un rollo. 12


—Vale, te buscaré alguna novela interesante… ¿Algo más? —¡Sí, una libreta, por favor! —De pronto, me vino la idea a la cabeza. —¿Libreta?— Se extrañó mi madre. —Sí, me apetece escribir cosas…, pensamientos…, para que no se me olviden… —Me encogí de hombros. Mi madre, que seguía sentada en el lateral izquierdo de mi cama, me tomó de la mano y me acarició los nudillos —Tranquila Sara, ya verás como todo irá bien. —Creo que sí, pero tengo que tener paciencia, no paran de repetírmelo… —suspiré. Consultó un mensaje que acababa de llegarle al móvil y, justo cuando se disponía a guardarlo en su bolso, se me ocurrió una idea. —¡Enséñame fotos familiares! Porque tienes fotos ahí, ¿no? —Me acomodé en la cama de un salto, impaciente y alegre, al mismo tiempo. Ella asintió y, contagiada por mi optimismo, desvió la vista hacia la pantalla. —Mira. —Me puso el móvil delante. En la imagen se nos veía juntos en una celebración familiar. Reconocí a mis padres y a mi hermano, que ya me habían visitado en el hospital y, por primera vez, supuse que esa mujer sonriente sería Yolanda, mi cuñada, que me habían dicho que había tenido una niña, y… —¡Atila! —grité entusiasmada—. ¡Es mi perro! —¡Dios mío, Sara! —Mi madre se levantó como un resorte—. ¡Has recordado a Atila! —Y gesticuló sin parar emocionada—. ¡Ay, dios mío, qué alegría más grande, has recordado a Atila, Sara! ¡Ay dios mío! Yo me reí con ganas y luego pregunté por él. Lo echaba mucho de menos y, sí, recordaba su pelaje, sus ladridos, su vitalidad… Sonreí otra vez. Entonces, caí en la cuenta de algo importante. Un pensamiento, más bien una duda, me azotó de repente y tuve la necesidad urgente de saber más cosas de mí misma. —Yo tenía teléfono móvil, ¿verdad? Creo que allí podría encontrar más fotos que me pueden hacer recordar. 13


Mi madre no reaccionó bien a aquella petición. Murmuró algo como que se le agotaba la batería y disimuló buscar el cargador dentro de su bolso para esquivar mi pregunta. —Mamá —repetí despacio y en un tono más grave—, dímelo: ¿dónde está mi móvil? Tras unos segundos, levantó la vista, apoyó el bolso sobre sus rodillas y soltó un suspiro. —Se debió caer cuando…, tu accidente… No tienes móvil. —¿Y nadie lo recuperó? ¿No lo vio nadie? —No, no lo sé hija, fue todo tan… —Bajó la cabeza apesadumbrada. —Necesitaré uno —aventuré con firmeza. Esta vez inspiró profundamente. Se tomó su tiempo en busca de la forma de abordar la cuestión. —Suponía que este momento llegaría tarde o temprano. — Hizo una pausa dramática—. Sabes que no te negaría nada, hija, pero…, no puede ser. Ya nos dijeron que las pantallas son perjudiciales para tu evolución. —Mamá… —le reproché—, no puedo vivir permanentemente como si estuviera metida en una cápsula. Necesito comunicarme con la gente, recuperar lo que tenía…, volver a mi vida. —¡Tu vida no es ya la misma! —exclamó con lágrimas en los ojos—… Al menos, por ahora. —Gracias. —Me crucé de brazos, molesta. —Hija, todo volverá a la normalidad cuando recuperes la memoria, solo necesitas tiempo… —Me apretó el brazo. —Ya, y ¿mientras tanto? ¿Qué narices hago yo mientras? —alcé la voz desesperada—. ¿Sigo leyendo revistas de moda? ¿Escucho la radio? ¡Pero si ni siquiera me dejáis ver la tele! —Los médicos dicen que… —¡Que les den a los médicos! —Sara, por favor, tienes que relajarte… —¿No lo ves? —me enfurecí—. ¡Estoy atrapada entre cuatro paredes, aquí encerrada y encima me ocultáis información! Abrió los ojos como platos y tragó saliva. Unos segundos después, tomó aire con determinación y desvió la mirada. —Bien, les pediré permiso para que te dejen ver la televisión un rato y… trataré de convencerlos… 14


Me dio la sensación de que lo de recuperar el teléfono móvil sería una batalla perdida y, por el momento, preferí no insistir más.

* El quinto día sucedió algo que lo cambió todo, algo emocionante de verdad, aunque no tenía nada que ver con el teléfono móvil: ya permitían más visitas y aquello hizo que me animase de nuevo. Me sentía nerviosa e impaciente por conocer quienes eran mis amigos. Habían venido el primer día de mi despertar, pero con los tranquilizantes y el shock inicial, esa experiencia se había evaporado de mi recuerdo. Preferí que mis padres me mantuviesen al margen, que no me explicaran nada de ellos porque podían contaminar esa «primera impresión» inicial que tienes al conocer a alguien. Y yo deseaba eso precisamente, dejarme llevar, guiarme por mi intuición, que sus rostros, gestos y palabras me hablasen por ellos mismos, me llegasen sin filtros y llenasen esas lagunas mentales sobre mi identidad. Tiempo después, cuando investigué por mi cuenta el apasionante mundo de la mente, descubrí muchas cosas, como que los psicólogos dicen que en milésimas de segundo somos capaces de saber si esa persona que acabamos de conocer nos agrada o no. Lo hacemos de forma inconsciente. Lo bueno de mi situación —como siempre, trataba de ver el lado positivo de las cosas— era que podía empezar de cero, sin juicios ni prejuicios, ya que no disponía de recuerdos a corto plazo, así que eran mis expectativas nulas. Sí, después devoré información sobre todo lo que me pasaba, pero no voy a adelantar acontecimientos.


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