El Orfeo británico

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EL ORFEO BRITÁNICO

Música y poesía han sido siempre reconocidas como hermanas que, avanzando de la mano, se sostienen recíprocamente. Si la poesía es la armonía de las palabras, la música es la armonía de las notas; y como la poesía se eleva sobre la prosa y el arte oratoria, así la música exalta la poesía. Cada una de ellas puede sobresalir singularmente: juntas, ellas son excelentísimas, puesto que solamente entonces no falta nada a su respectiva perfección, y brillan como brillan espíritu y belleza en una única persona. En nuestra nación, la poesía y la pintura han logrado su madurez: también la música, si bien es aún menor de edad, es una muchacha precoz y hace bien en esperar lo que ella podrá llegar a ser en un futuro en Inglaterra, cuando sus maestros encontraren un mayor estímulo. Por ahora está aprendiendo el italiano, que es su mejor preceptor, y estudia también un poco de modos a la francesa, para darse maneras un poco más alegres y agraciadas. Más alejados del sol, nosotros somos de una maduración más lenta que las naciones vecinas, y nos tenemos que contentar con sacudirnos de encima la barbarie poco a poco. La edad presente parece ya dispuesta a una cierta delicadeza y aprende a distinguir entre una fantasía salvaje y una proporcionada y precisa composición.1

Con este prefacio a su partitura para La profetisa o La historia de Diocleciano (representada en Dorset Garden en junio de 1690 según la adaptación que el actor Thomas Betterton preparó de la pieza teatral original de Fletcher y Massinger, fechada en 1622), Henry Purcell hacía, a través de su amigo el poeta y libretista John Dryden, pública asunción de la influencia que las músicas francesa e italiana habían tenido no sólo en la conformación de su estilo, sino en el pleno desarrollo de las propias tradiciones de la creación musical británica.

La ópera, genuina invención del espíritu italiano, se había expandido por toda Europa a lo largo del siglo XVII, aunque no sin chocar con notables resistencias, principalmente en naciones como Francia, España o Inglaterra, que habían creado sus propias tradiciones de teatro musical. La tragedia lírica francesa, la 1

Citado por Lorenzo Bianconi en El siglo XVII, volumen 5 de la Historia de la música de la Editorial Turner (Madrid, 1986).

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zarzuela española y la masque inglesa iban a servir, en efecto, de importante freno a las pretensiones expansionistas de un espectáculo que nació cortesano y pronto se hizo público, que empezó tratando de mimetizarse con la supuesta austeridad del primitivo drama griego, ajustándose para ello al estilo recitativo y el cantar parlando, y enseguida se prostituyó, para entregarse al virtuosismo desmedido del bel canto y la dictadura de los grandes divos de la voz. La ópera barroca de raíz italiana, con todas sus convenciones, sus excesos y sus servidumbres acabaría conquistando el mundo conocido, pero eso no ocurriría hasta el siglo XVIII. Sería un error enjuiciar la música de Purcell desde esa perspectiva, y el término ‘ópera’ aplicado a Dido y Eneas puede llevarnos a él. Por supuesto que en su obra hay rastros que nos hacen pensar en las tragedias líricas lullystas o en las óperas venecianas, pero su música teatral (de la que

Dido y Eneas es sólo una minúscula, aunque magistral, fracción) sólo resulta comprensible si se la mira desde los típicos usos ingleses del XVII.

Un niño de la Restauración Henry Purcell había nacido presumiblemente en septiembre de 1659 (no ha sobrevivido el acta de bautismo), sólo cinco meses después de la disolución del Parlamento del Protectorado de Oliver Cromwell, que había gobernado Inglaterra con mano de hierro durante dos décadas. Hasta la restauración de los Estuardo, hecho que se produciría en la persona de Carlos II a finales de mayo de 1660, la incertidumbre política hizo pasar al país por momentos turbulentos, especialmente a su capital, que rozaba por entonces el medio millón de habitantes, aproximadamente la décima parte de toda la población de los reinos de Inglaterra y Gales.

La restauración de la monarquía supuso un alivio para los músicos, que recibieron como una auténtica bendición el fin de las prohibiciones de la época puritana. Si durante ella el Lord Protector había mantenido una capilla musical para su uso y disfrute personal, el repertorio religioso se vio reducido a la entonación de salmos y cantatas de inspiración bíblica, mientras que la música instrumental y los divertimentos teatrales fueron completamente abolidos. A

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pesar de que las estrictas proscripciones eran a menudo quebrantadas –no sin riesgo para los audaces transgresores–, las condiciones de vida del gremio musical llegaron a ser tan delicadas que hasta John Hingeston, director del grupo privado de Cromwell (y padrino del futuro Henry Purcell), no tuvo reparos en encabezar con su nombre el 19 de febrero de 1656 una petición a las autoridades en la que se describía la situación de manera bastante dramática:

De resultas de la disolución de los Coros de las Catedrales en los que se cultivaba con especial esmero el estudio y la práctica de la Ciencia de la Música, y como durante las últimas Guerras y disturbios han muerto en la miseria muchos de los instruidos profesores de dicha Ciencia y como al no haber hoy en día afición ni estima por ella ningún hombre instruye a sus hijos en la Música, o bien la propia Ciencia desaparece de la faz de esta Nación, pues tan pocos profesores han quedado vivos, o por lo menos se alejará en gran medida de la perfección que alcanzara en los últimos tiempos.2

Entre esos músicos que se sentirían aliviados por el retorno de los Estuardo se encontraría sin duda el padre de Purcell, también Henry, uno de los cantantes que había desafiado las prohibiciones puritanas participando a mediados de los 50 en las representaciones de El asedio de Rodas, obra escénico-musical de William Davenant. Con el ascenso al trono de Carlos II, Henry Purcell padre es recompensado: se le nombra Caballero de la Capilla Real, en febrero de 1661 consigue un cargo de maestro de coro en la Catedral de Westminster y en agosto de 1662 entra a formar parte, junto a su hermano Thomas, del grupo de Música Privada de la Corte. Pero el progenitor de Purcell no disfrutaría demasiado de su nuevo status, pues falleció repentinamente el 11 de agosto de 1664, dejando viuda y cinco hijos, entre ellos el pequeño Henry, que fue oficiosamente adoptado por su tío Thomas, quien facilitó su ingreso en el Coro de la Capilla Real en 1668.

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Citado por Robert King en Henry Purcell (Alianza Música, Madrid, 1996).

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Para entonces, la vida musical londinense se había revitalizado notablemente, a pesar de que la situación financiera era desastrosa. Carlos II había hecho sus primeros nombramientos musicales nada más entrar en Londres. Sólo durante junio de 1660 se contrataron a 48 músicos y se compraron muchos instrumentos nuevos. Además el monarca amplió el conjunto de violines que fundara su padre para que se asemejara a los Veinticuatro violines del rey que Lully había creado para Luis XIV y dio orden de formar un conjunto a la manera de La Petite Bande, que había conocido también durante su exilio francés. Entre los nuevos músicos que entraron al servicio de la corte, Nicholas Lanier era el Maestro de la Música Real y Henry Cooke, destacado cantante y buen representante del estilo italiano en las islas británicas, el Maestro de los niños de la Capilla Real y, por tanto, uno de los maestros de Purcell. Se sabe que los niños estudiaban violín, tiorba, virginal, órgano y teoría de la música, lo que hizo que, además de como teclista, Purcell destacara pronto como intérprete de los instrumentos de cuerda.

En 1672 murió Cooke y Pelham Humfrey lo sucedió como Maestro de Coro de los niños. Pero Humfrey falleció dos años después, con sólo 27 de edad, y el puesto pasó al organista de la Abadía de Westminster, John Blow, quien habría de convertirse con el tiempo en uno de los más leales amigos de Purcell. En cualquier caso, pese a su prematura desaparición, Humfrey había tenido tiempo de dar orden en 1673 de que se admitiera al joven Henry, que estaba a punto de cambiar la voz, en el puesto de “reparador, mantenedor, fabricante y afinador de regales, órganos, virginales, flautas, flautas dulces y cualquier otro instrumento de viento”. El cargo, aunque inicialmente sin sueldo, era importante, pues incluía el ser ayudante de John Hingeston, a quien sucedería a su muerte (o por cualquier causa de indisposición), ya con salario, además de que permitía al aún adolescente entrar en contacto con los más importantes músicos de la corte. Poco se conoce de estos años de la vida de Purcell, aunque datos indirectos permiten saber que se convirtió en un apreciado afinador y conservador de órganos.

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Un hombre de teatro en la Corte Un hecho luctuoso iba a cambiar la vida del joven Henry: en agosto de 1677 fallece el respetado Matthew Locke y Purcell es elegido para sustituirlo “como compositor numerario de violín de Su Majestad con salario”. Su nuevo cargo incluía nominalmente la obligación de escribir danzas y arias para la corte, pero los frecuentes retrasos en el cobro de su asignación hacen que Purcell busque además otras ocupaciones, por lo que empieza a componer odas ceremoniales,

anthems y piezas de diverso carácter sacro, que se interpretan con un éxito arrollador tanto en la Capilla Real como en la Abadía de Westminster, cuyo puesto de organista empezó a ocupar en 1679, en sustitución de Blow, sin que se conozcan con certeza las causas del cambio.

Su ascenso en la corte es imparable. En 1682, reconocido ya como el más brillante talento al servicio del Rey, se convierte en uno de los tres organistas de la Capilla Real, un puesto de extraordinario prestigio. Dos años antes había contraído matrimonio con Frances Peters, hija de un reconocido católico de Londres, por lo que el músico tuvo que hacer en varias ocasiones pública ostentación de su fidelidad a la iglesia anglicana para conservar sus cargos oficiales. También es 1680 el año de sus primeras colaboraciones para el teatro. Son al menos nueve canciones (y danzas y música instrumental, que se ha perdido) para la tragedia Teodosio o La fuerza del amor, original de Nathaniel Lee. Aunque la dedicación de Purcell a la música teatral se intensificaría sólo en el último lustro de su vida, ya en estas primeras piezas, como en las canciones ceremoniales que empieza a escribir también por estas fechas, el compositor muestra un deslumbrante talento dramático.

Si a principios de la década de los 80 del siglo XVII, los teatros venecianos, napolitanos y alemanes rugen con los más modernos estrenos operísticos y en París Lully da forma a la tragedia lírica, en Londres, pese a las crecientes influencias que llegan del continente, la música teatral evoluciona muy lentamente. La tradición de la masque, espectáculo equivalente al air de cour francés o a determinado tipo de comedias madrigalescas italianas, en las que se

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mezclaba teatro, danza, música y poesía, se resistía a desaparecer. Las

masques habían alcanzado su cenit en el primer tercio del siglo, con las colaboraciones entre el poeta Ben Johnson y el escenógrafo Inigo Jones, pero de uno u otro modo seguían presentes en las obras teatrales, que recurrían a ellas, habitualmente a modo de divertimento en los cierres de actos. Nicholas Lanier había escrito música para alguna de aquellas masques de Johnson y Jones, en las que, es idea asentada, introdujo por primera vez en Inglaterra el

estilo recitativo, cuyo uso perfeccionaría más adelante durante un viaje por Italia. Los recitativos otorgarían a las masques un empaque más dramático, lo que algunos aprovecharon para reforzar el peso de la música dentro del espectáculo teatral. Es el caso de alguna obra de Matthew Locke (Cupido y la

Muerte) o de William Davenant, cuyo Asedio de Rodas fue un intento por acercarse todo lo que era posible en las islas al estilo italiano. Además, a mediados de los años 70, el compositor francés Robert Cambert había presentado en Londres dos óperas (Ariana y Pomone, la segunda de ellas considerada primera ópera francesa de la historia), pero el éxito no acompañó a la empresa y los ingleses siguieron apegados a sus prácticas tradicionales. Sólo la irrupción de Haendel en la segunda década del siglo siguiente provocaría el triunfo real de la ópera italiana en la capital británica.

¿Una ópera para señoritas? Purcell continúa mientras tanto escribiendo música sacra y ceremonial, se vuelca en sus primeras piezas instrumentales (sonatas, pavanas, fantasías...) y prosigue, todavía muy lentamente, con sus colaboraciones para el teatro, produciendo canciones y danzas para comedias de Thomas D’Urfey, Edward Ravenscroft y Nahum Tate. Sería Tate justamente el libretista de Dido y Eneas, considerada habitualmente como la única ópera en sentido estricto del compositor, esto es, su única obra para el teatro puesta enteramente en música. En la partitura hay desde luego rastros italianos y franceses, pero los elementos autóctonos son tan importantes que a comienzos del siglo XVIII la obra es utilizada frecuentemente como masque, como divertimento dentro de grandes piezas teatrales.

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La más antigua fuente que ha sobrevivido de Dido y Eneas data de 1689, cuando la obra se representó en un internado femenino de Chelsea que dirigía Josias Priest, maestro de danza del Dorset Garden y con posterioridad coreógrafo de algunas otras obras teatrales en las que participó Purcell. Con motivo de esas funciones fue también editado el libreto de Nahum Tate. Todo ello llevó a pensar durante mucho tiempo que aquella había sido la ocasión del estreno de la ópera, teoría que fue puesta en duda ya a principios del siglo XX. Pero cuando la polémica estalló realmente fue cuando en 1989 se halló un opúsculo de 1684 en el que se anunciaba una función en aquel mismo colegio de Chelsea de Venus y Adonis de Blow, el más directo antecedente operístico de la obra de Purcell, que había sido estrenado en la corte a principios de los años 80 (presumiblemente en el verano de 1681). Fueron entonces muchos los que pensaron que el caso de Dido y Eneas pudo haber sido similar al de la pieza de Blow, que la obra fue escrita en realidad para Carlos II y que la representación de 1689 fue una mera reposición, de las muchas que Josias Priest estaba acostumbrado a ofrecer con sus alumnas. Analizando el estilo, se conjeturaron incluso los años de 1683 o 1684 como los más probables para la composición de la obra.

Los argumentos para defender el adelanto del Dido en cinco o seis años son de peso. No parecía desde luego muy razonable que el compositor más prestigioso de Inglaterra, músico de la cámara del rey, confiara su primer proyecto auténticamente operístico a las jovencitas de un colegio de aristócratas, por muy instruidas en el arte de la música que pudieran estar, y tampoco parecía muy normal que en esas circunstancias hubiera previsto papeles masculinos, aunque éstos pudieran ser cantados por invitados externos, como afirma Robert King, defensor de la hipótesis del estreno en 1689. Por supuesto que sería relativamente normal la invitación hecha a cantantes o actores exteriores para cubrir en las reposiciones de obras ya estrenadas los papeles inasumibles por las chicas, pero qué necesidad habría de hacerlo en una pieza concebida expresamente para el centro. King y los defensores de 1689 aducen además

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que los números de danza probarían que la obra estaba dedicada al pensionado de Chelsea, ya que su inclusión habría sido una petición de Priest por un doble motivo: en primer lugar, por su propia condición de coreógrafo; en segundo, porque así se permitía la participación de un mayor número de internas en la representación. Este argumento, mientras no exista otro testimonio en el mismo sentido, es en realidad de una extrema debilidad, ya que las danzas eran absolutamente típicas de las obras teatrales con música en Inglaterra, como demuestra el hecho de que el Venus y Adonis de Blow, escrita para la corte, también las incluyera. Por otro lado, entre 1680 y 1685, Purcell escribió música para varias obras teatrales de Tate, pero luego el nombre del dramaturgo desaparece por completo de la vida del compositor. Hay también quien ha argumentado, sin pruebas, que la obra fue escrita en realidad para Carlos II en 1685, pero que la muerte repentina del monarca en febrero de aquel año provocó la suspensión del estreno y el olvido de la partitura hasta que Priest la rescatara para sus alumnas. Como se ve, el asunto de la fecha está lejos de su resolución, aunque es muy posible que el Dido y Eneas siguiera un camino similar al del Venus y Adonis de Blow: esto es, que fuera una obra concebida para la corte que varios años después fue repuesta en el internado femenino de Josias Priest.

La comparación con el Venus y Adonis no resulta en cualquier caso ociosa, pues es no sólo verosímil sino muy probable que la obra de Blow fuera el modelo escogido intencionadamente por Purcell para escribir su Dido y Eneas –lo cual abona aún más la teoría de que la obra fue escrita como divertimento para el rey–. Blow no tenía la experiencia de su aventajado alumno en la composición de música para el teatro, por lo que su logro merece ser tenido muy en cuenta, ya que con Venus y Adonis estaba creando un género por completo nuevo en las islas británicas, un género que su joven amigo consagraría, siguiendo sus principales parámetros casi milimétricamente. En efecto, en ambos casos, se trata de una obra de extrema concisión, estructurada en tres actos, con tema mitológico, obertura y danzas a la francesa, significativa participación del coro y escritura vocal para los solistas cercana al estilo italiano.

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Virgilio y las brujas Nahum Tate (1652-1715), poeta, editor, traductor, dramaturgo, adaptador de Shakespeare, había revisado ya el mito de Dido y Eneas en una obra estrenada en 1678, Brutus of Alba, por lo cual no debió de costarle gran esfuerzo preparar para Purcell un libreto sobre el mismo motivo. El sujeto de la tragedia descansa en los amores entre Dido, reina de Cartago, y Eneas, héroe troyano perdido en la ciudad africana y cuyo destino no será otro que el de la fundación de Roma, tal y como los narra Virgilio en el Libro IV de la Eneida. El libretista se permitió en cualquier caso ciertas libertades, como la inclusión de la siniestra maga y su séquito de brujas, que funcionan a modo de corte paralela, antítesis perfecta de la cartaginesa, lo cual se inscribe en la antigua tradición teatral de magia y encantamiento que en Inglaterra inaugurara el Macbeth shakespeariano. En el fondo, es el destino, el fatum al que apela el propio Eneas en el primer acto, el que aparece encarnado en las fuerzas del mal. Un destino que, cruel ironía, operará de forma bien distinta a como había imaginado el príncipe troyano: “¡Eneas no tiene más destino que tú! / Sonría Dido y desafiaré / el débil golpe del destino”. Vencido al primer golpe del débil destino, la renuncia de Eneas desencadenará, como es bien sabido, el fin, de patética, mítica belleza, de la reina cartaginesa.

La introducción de elementos sobrenaturales era también característica de las tragedias líricas nacidas de la colaboración entre Lully y Quinault en el París de los años 70 y 80. Sin duda, las partituras lullystas debían de llegar a las islas y al menos Cadmus et Hermione pudo verse en Londres, aunque en 1686, cuando Blow y, presumiblemente, Purcell, habían escrito ya sus obras. La influencia gala es detectable también en la estructura pues, a pesar de que

Dido y Eneas tiene sólo tres actos frente a los tradicionales cinco de las óperas francesas, las escenas concluyen siempre con números corales o danzables. Podría incluso afirmarse que Dido y Eneas es una tragedia lírica en miniatura (o mejor aún, una ópera de cámara de las que por aquel tiempo componía MarcAntoine Charpentier, de temática igualmente mitológica) con la que acaso

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Purcell quisiera convencer a Carlos II, buen conocedor del género por su larga estancia parisina, de que era posible utilizar ese modelo para crear una ópera nacional inglesa. Si esas fueron las intenciones del compositor, su fracaso fue desde luego rotundo, pues habría que esperar al siglo XX y a Benjamin Britten para que algo parecido a una ópera inglesa se impusiera, modestamente cabe añadir, en los escenarios del país.

Una magistral síntesis de elementos Aunque en algunas interpretaciones se añaden flautas dulces y oboes, la obra está escrita para un sencillo acompañamiento en cuatro partes (dos violines, viola y continuo). Se abre con una breve y típica obertura a la francesa escrita en sol menor y en dos partes: la primera lenta y en ritmos con puntillo; la segunda, rápida. La intervención inicial de Belinda es un aria con acompañamiento de continuo en un embrionario estilo da capo, que prolongará la tonalidad de origen, más allá del primer coro, hasta la presentación de Dido, cuya aria se constituye en el primer gran pilar en la construcción de indudables pretensiones simétricas de la obra, ya que su relación con el lamento final resulta evidente: misma tonalidad de sol menor (dominante en toda la obra) y mismo acompañamiento en forma de bajo ostinado. La influencia italiana se hace cristalina en el uso de recursos típicamente madrigalísticos, como en la escala cromática descendente que Purcell emplea en los melismas de “I languish till my Grief” (“Languideceré hasta que mi pesar”), que transmite con eficaz elegancia el abatimiento que siente la protagonista, causado por el amor aún indefinido hacia Eneas, mismo procedimiento que aparece ya indicado en la sección lenta de la obertura y que se utilizará al final, pero cuando la desesperación haya hecho mella en el ánimo de Dido a causa del abandono del amante.

Los recitativos, de filiación también italiana, se mezclan con partes más líricas, que en algunos momentos pueden recordar a las baladas inglesas –como en el sincopado dúo que Belinda y la 2ª mujer cantan por terceras– y con los coros, que se presentan siempre con las cuerdas doblando a las voces, a menudo

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recogiendo los temas presentados por los protagonistas, en un recurso a la repetición muy característico de Purcell. La entrada de Eneas propicia un primer recitativo en trío, que interrumpe un coro fugado, antes de una nueva canción de Belinda y un coro de alabanza al Amor, que culmina en una danza triunfal que cierra el primer acto y que supone otro momento crucial en la arquitectura esquemática de la obra, pues la pieza está construida nuevamente sobre un bajo ostinado.

El acto II se divide en dos escenas claramente diferenciadas. La primera transcurre en la caverna de las brujas y se abre con un brevísimo preludio típicamente francés (ritmos con puntillo) de dieciséis compases que introduce el recitativo de la maga, papel asignado a una voz de contralto y que frecuentemente asumen en nuestro tiempo los contratenores. La línea grave del recitativo de la maga, acompañado por un sencillo esquema rítmico en las cuerdas, y el tratamiento histriónico del coro marcan el tono, entre siniestro y jocoso, del fragmento, en el que también hay detalles de pintura musical, como el diseño en tresillos en los violines, que imitan las trompas de caza cuando las brujas informan de que Dido y Eneas han salido al bosque, o los melismas sobre ‘storm’ (‘tormenta’) y sobre ‘drive’ (en “drive’em back”, “regresar”) en el ágil dúo entre las dos brujas (“But ere we this perform”), que simulan tanto los efectos del trueno como el largo regreso al que la tormenta obliga a los protagonistas. Un coro con efectos de eco termina desembocando en la danza de las furias, que arrastra el eco, como si de una carcajada infausta se tratase, hasta el bosque en el que se desarrolla la segunda escena.

Ésta se abre con un breve ritornello de cristalinas resonancias italianas, que introduce una delicada aria adjudicada a Belinda, una apacible pastoral casi enteramente silábica, que repite el coro. Inmediatamente, un nuevo bajo ostinado mantiene el aria en que la 2ª mujer rememora el desgraciado fin que tuvo Acteón en un paraje como aquel en el que se encuentran los protagonistas, alargándose el ambiente pastoral en una danza que Dido dedica a Eneas. Puede ser considerado éste el tercer puntal arquitectónico de la ópera,

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cuyo valor simbólico parece indiscutible: el recuerdo de la trágica muerte de Acteón anuncia la de la protagonista al final de la obra. Pareciera que Purcell emplease el basso ostinato casi como un leitmotiv armónico. El ambiente cambia de súbito con el recitativo de Eneas y el anuncio de la llegada de la tormenta. Tras una lírica intervención de Belinda, que vuelve a retomar el coro, el duende de la Maga (el Espíritu) se acerca a Eneas en forma de Mercurio exigiéndole su inmediata partida. El profundo recitativo en la menor que afronta el héroe pone un falso fin al acto, ya que, como desvela el libreto publicado, debía de seguir un coro de la maga y las brujas y una danza frenética, números cuya música no ha sobrevivido en ninguna de las fuentes conservadas.

El acto conclusivo se divide también en dos escenas. La primera transcurre en el puerto. Se abre con un preludio de 34 compases en tres por cuarto y tonalidad de si bemol mayor (el relativo de la tonalidad principal, sol menor) que introduce el aria del marinero, repetida una vez más por el coro. Una danza en la misma tonalidad sirve de antesala a la entrada de la maga y las brujas, cuyo fatídico y burlesco anuncio de la ruina de Cartago y de su reina se ve apoyado en un coro y cerrado por otra danza. La segunda escena se desarrolla en palacio. El recitativo del trío de protagonistas está plagado de pequeños detalles retóricos, como el ascenso al sol agudo de Dido (la nota más alta adjudicada al personaje) cada vez que pronuncia la palabra ‘Heaven’ (‘cielo’), y que también alcanza en sus insistentes invocaciones a la marcha de Eneas (‘Away’: ‘¡Fuera!’), cruel simbolismo que enfatiza la desesperanza de Dido, como marca magistralmente el intervalo de quinta descendente sobre el último ‘away’; la sencilla descomposición melismática de ‘Death’ (‘Muerte’) en intervalos descendentes de segunda menor (si bemol – la; fa – mi natural), de fulminante efecto expresivo; o la agitación del diálogo entre los dos amantes, perfectamente recogida por la sucesión de valores cortos (corcheas y semicorcheas). La tonalidad se ha establecido ya en sol menor, que será la del sencillo, pero emocionante lamento final de Dido, cuarto gran pilar de la obra, con su delicado acompañamiento en ostinato y su cromatismo, que enfatiza expresivamente los términos claves, sobre todo ‘earth’, la ‘tierra’ que acogerá el

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cuerpo de la reina; ‘remember me’ (‘recuérdame’), con nuevo ascenso al sol agudo; y la caída final sobre la tónica en ‘fate’ (‘destino’). Tras un breve y lento

ritornello instrumental, el coro cierra el drama con un conmovedor tombeau. Cuatro semióperas y un funeral Purcell no volvería a repetir jamás la fórmula de una obra teatral puesta enteramente en música. Si Dido y Eneas se estrenó realmente al final del reinado de Carlos II, puede pensarse que su sucesor, el procatólico Jacobo II, no tuviera ningún interés en el género, en cuyo caso las obras de Blow y Purcell no habrían pasado de ser meros experimentos sin futuro inmediato. Lo cierto es que, salvo unas canciones para una comedia de D’Urfey estrenada en Dorset Garden en abril de 1688, el compositor no volvería a escribir para el teatro hasta después de la reposición (o estreno) del Dido en Chelsea, cuando María II ocupaba ya el trono. Pero de repente la escena pasó a un primerísimo plano de la carrera del músico, convirtiéndose en los últimos seis años de su vida en el principal estímulo de su arte: hasta en 46 obras de teatro participaría Purcell entre junio de 1689 (Circe, tragedia de Charles Davenant) y la fecha de su prematura muerte (21 de noviembre de 1695). En la mayoría de los casos, su colaboración se reducía a la producción de un número relativamente reducido de canciones, danzas y preludios, que sonarían como música incidental durante las representaciones, pero hubo ocasiones en que su labor fue más allá, componiendo partituras de considerable extensión que compartían espacio con partes, aproximadamente igual de extensas, de teatro hablado. La mezcla formaba un espectáculo escénico que, a falta de otro término más apropiado, ha sido llamado semiópera.

La primera semiópera escrita por Purcell ha sido ya citada: fue La profetisa o La

historia de Diocleciano, estrenada en el Teatro de la Reina de Dorset Garden en junio de 1690, con textos de Thomas Betterton sobre un original de Massenger y Fletcher. Le seguirían El rey Arturo (Dorset Garden, mayo de 1691), con textos de John Dryden; La reina de las hadas (Dorset Garden, mayo de 1692), arreglo anónimo (acaso debido también a Thomas Betterton) sobre El sueño de

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una noche de verano de Shakespeare; y La reina india (Dorset Garden, junio y/o noviembre o diciembre de 1695), con textos de John Dryden y Robert Howard. Aunque La historia de Timón de Atenas (mayo-junio de 1695), tragedia con textos de Thomas Shadwell sobre Shakespeare, no es en realidad una semiópera, conviene destacar que para ella compuso Purcell una maravillosa masque sobre el tema de Cupido y Baco, siendo otra de sus más extensas y significativas partituras teatrales.

En las semióperas, las partes musicales solían presentarse como divertimentos que cantantes, instrumentistas y bailarines dedicaban a los protagonistas del drama hablado, por lo que la relación argumental con el mismo era, de costumbre, sólo circunstancial. En el fondo, una semiópera no era sino una obra de teatro con una masque en el interior de cada acto. El género desapareció casi por completo en el siglo XVIII y cuando la música de Purcell se recuperó, ya en el XX, las interpretaciones de las semióperas se centraron exclusivamente en los números musicales. Algún intento hubo a finales del siglo de reconstruir un espectáculo completo (así pasó con La reina de las hadas o con El rey Arturo), de lo que resultaron sesiones larguísimas (incluso por encima de las cuatro horas), fascinantes desde luego, pero muy costosas y de éxito sólo mediano.

En La reina de las hadas, Purcell no puso música a ni uno solo de los números musicales previstos por Shakespeare. Toda la partitura descansa en escenas añadidas en torno a los personajes de una comedia que había sido profundamente transformada para la ocasión, pues el genial dramaturgo inglés no parecía ser muy admirado en la época de la Restauración, como confirma el juicio de Samuel Pepys tras asistir a una función justamente de El sueño de una

noche de verano en 1662, obra que le había parecido “la pieza más insípida y ridícula que he tenido ocasión de ver en mi vida”.

Aunque en la partitura se siguen identificando elementos de procedencia francesa e italiana, el peso de la tradición británica es aquí más fuerte que

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ningún otro. Entre las danzas dominan las gigas y los hornpipes, aires típicos de las islas, y las canciones, dúos, tríos y coros tienen en general el inconfundible sabor popular de la balada inglesa o escocesa, si bien pueden hallarse también arias de la más depurada y elegante italianità. Las diferentes escenas musicales no tienen ningún tipo de trama común, por lo que los números no pierden sentido escuchados, como se hará esta noche, sin el orden cronológico original, que, en cualquier caso, sí seguiremos en este breve comentario.

Antes del comienzo de la obra propiamente dicha, incluso de la Obertura, en los teatros ingleses solían interpretarse algunos preludios y danzas instrumentales que se agrupaban por parejas o tríos y que recibían el nombre de First, Second,

Third Musick, etc. (Primera, Segunda, Tercera Música) en función del número de grupos que se formaran. En La reina de las hadas son dos, de los cuales la Orquesta Barroca de Sevilla interpretará el primero, la First Musick, que forman un preludio y un hornpipe, constituyendo uno de los fragmentos instrumentales más conocidos de todo el repertorio teatral de Purcell. Del Acto I se suprimen los dos primeros números y se interpreta la escena del poeta borracho (escrita al parecer en alusión a Thomas D’Urfey, colaborador en algunas obras del músico, como se ha visto), que no es otra cosa que un trío (para dos sopranos y barítono) con coro. La escena fue añadida para una reposición de febrero de 1693 y se ha convertido en una de las más conocidas de toda la obra, de la que destaca por su carácter humorístico y ligero, con una escritura plenamente inglesa. Le sigue una giga que sirve de entreacto y que también podrá escucharse.

Tres piezas sonarán correspondientes al Acto II: la canción con coro “Sing while we trip it”, de delicadas y fantasiosas sonoridades feéricas; la canción de la Noche “See, even Night herself is here”, en compás de 3/2, sol menor y acompañamiento de violines con sordina; y la formidable “Danza del séquito de la Noche”, de eficaz estructura canónica, que cierra toda una escena de sombrío carácter nocturnal (escrita para cuatro personajes alegóricos: la Noche, el Misterio, el Secreto y el Sueño) y, con ella, el acto II. El III se inicia con una

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apasionada canción de amor, que no escucharemos, y sigue con una breve sinfonía que acompaña el movimiento escénico de unos cisnes que acabarán transformados en elfos, que sí oiremos. Saltando por encima de un par de números danzables llegamos al aria “Ye gentle spirits of the air”, cuya línea profusamente ornamentada hunde sus raíces en el estilo italiano. Un nuevo

hornpipe sirve de entreacto entre el Acto III y el IV, que incluye la masque de las cuatro estaciones y del que sólo se ofrece la muy melismática canción con coro “Now the night is chased away”. Finalmente, del brillante Acto V, se ofrece el Epitalamio de inicio (“Trice happy lovers”), una ornamentada e italianizada aria que entona Juno; la canción con coro “Hark! The echoing air”, que exige la presencia de una trompeta obligada; y la excepcional chacona final, de inequívoca influencia lullysta.

Henry Purcell falleció el 21 de noviembre de 1695 por causas no suficientemente claras (quizá una tuberculosis). Un solemne funeral en su honor tuvo lugar el día 26 en la Abadía de Westminster, a los sones de la marcha fúnebre que el propio compositor había escrito varios meses atrás para el entierro de su adorada reina María. Estuvieron presentes el Deán y el Capítulo al completo, así como los coros de la Abadía y de la Capilla Real. Los homenajes siguieron en los días siguientes con necrológicas aparecidas en la prensa y la publicación de los poemas escritos por algunos de sus admiradores, en los que se le reconocía como el mayor genio que Inglaterra había dado nunca a la música. Famosos se han hecho los versos de uno de aquellos poemas, el que Henry Hall, organista de la catedral de Heresford, escribió A la

memoria de mi querido amigo Henry Purcell: “En todas las épocas nace algún héroe; pero un Purcell sólo cada mil años”. En febrero de 1698, el Post Boy anunciaba la puesta a la venta del primer tomo del Orpheus Britannicus, una colección de casi sesenta canciones originales de Purcell, por la cual su nombre quedaba vinculado para siempre a la de una de las máximas figuras musicales del panteón mitológico clásico. Pero para los melómanos y operófilos de nuestro tiempo el nombre de Orfeo significa mucho más que el de un semidiós de la mitología griega: es el título de la primera gran ópera de la historia,

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escrita por Claudio Monteverdi para ser estrenada en Mantua en febrero de 1607, por lo que en unos días cumplirá justo cuatrocientos años. Si puede considerarse el Orfeo de Monteverdi como la obra fundadora del género lírico,

Dido y Eneas merece recibir la misma consideración por lo que hace a la ópera nacional inglesa. Que los frutos de su primera puesta en escena sólo se recolectaran más de 200 años después de su presentación debería ser considerado una simple anécdota. Al fin y al cabo, a Purcell le quedan aún casi siete siglos de su reinado milenario. Pablo J. Vayón ARGUMENTO DE DIDO Y ENEAS

Acto I: Palacio real de Cartago. Atormentada por la inquietud y la duda, Dido confiesa a su hermana Belinda el amor que siente por Eneas, príncipe troyano que, vagando por los mares desde el final de la guerra de Troya, ha llegado hasta la ciudad norteafricana. Belinda y una dama de su séquito tratan de tranquilizarla diciéndole que el afecto es mutuo y la relación, políticamente ventajosa, pues supondrá el afianzamiento de Cartago y la resurrección de Troya. Entra Eneas, que confirma las palabras de Belinda y pide a Dido algún signo que otorgue esperanza y fortaleza a sus sentimientos. El Coro canta el triunfo de Cupido, agasajado con una danza.

Acto II: Escena 1ª: Una cueva. La maga invoca a las brujas, que entran a su llamada pidiendo saber las razones de la convocatoria. La maga les informa de que va a provocar la desgracia de la reina de Cartago. En ese preciso momento, Dido y Eneas están de caza, pero a su regreso a palacio, su duende se aparecerá a Eneas en forma de Mercurio, con la orden de Júpiter de que parta esa misma noche para Italia, como exige su destino. Las brujas se preparan para, mediante un conjuro secreto, provocar una tormenta que haga regresar de inmediato a los enamorados al palacio.

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Escena 2ª: El bosque. Belinda asocia la belleza del paisaje con la diosa Diana, y una mujer del séquito real confirma que, en efecto, la diosa suele pasearse por esos parajes, en los que Acteón encontró su triste final. Eneas presenta triunfal la cabeza de una presa clavada en su lanza, mientras Dido advierte de la llegada de la tormenta y Belinda apresta a todos para regresar rápidamente a palacio. Dido, Belinda y su séquito salen de la escena, lo que aprovecha el duende de la maga para aparecerse a Eneas con la apariencia de Mercurio y comunicarle

que

Júpiter

exige

su

marcha

inmediata

de

Cartago.

Apesadumbrado, Eneas se resigna a cumplir la orden, conocedor del daño irreparable que eso causará a Dido.

Acto III: Escena 1ª: Las naves. Un marinero anima a sus compañeros a completar con rapidez los preparativos para la inmediata partida. Danza de los marineros. Entran la maga y las brujas, que gozan ante el cumplimiento de su proyecto y planean hacer zozobrar el barco de Eneas en cuanto salga al océano. Danza de las brujas.

Escena 2ª: El palacio. Dido vuelve a mostrar su desconcierto y sus temores ante Belinda, que le anuncia la entrada de un Eneas cabizbajo, quien comunica a la reina el mandato de Júpiter. Dido se muestra ofendida y expresa su deseo de morir. Eneas trata de calmarla, mostrándose incluso dispuesto a desafiar a su destino y, desobedeciendo la orden divina, a permanecer en Cartago; pero la reina no acepta ya la vuelta atrás y exige que se marche de inmediato. Sale Eneas y Dido se abandona a la muerte en los brazos de Belinda, a la que pide que la recuerde siempre, pero olvide su infausto destino. Canto elegíaco del coro. P. J. V.

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