ORFEO, EL REFORMADOR por Pablo J. Vayón
La figura de Orfeo, el cantor tracio que bajó a los infiernos para rescatar a su esposa de entre los muertos, formó parte siempre del panteón musical de la mitología griega, pero su destino pasional y sangriento la hizo también merecedora de ocupar un lugar de privilegio en los cultos mistéricos. Orfeo es también el iniciador, el que inicia en los misterios. Por eso no puede extrañar que su imagen fuera escogida por los padres de la ópera para dar fe de vida a la criatura recién alumbrada. Si en 1598 Jacopo Peri había escrito una primera obra sobre el tema de Dafne, en 1600 es ya Orfeo el objeto de su experimento dramático-musical, que comparte con Caccini, y sólo siete años después Claudio Monteverdi consagra de manera definitiva el nuevo género levantando sobre el mito órfico una de las cumbres artísticas del espíritu humano.
Resulta por ello muy significativo que Gluck y Calzabigi se volvieran hacia Orfeo para presentar su proyecto de reforma del arte lírico. Poco importaba que en su trayectoria moderna el mito hubiera transmutado de oscuro, violento, sexual y dionisíaco en luminoso, apolíneo y pilar de la fidelidad conyugal. Orfeo seguía siendo el recurso ideal para la iniciación, una iniciación que, en cualquier caso, pretendía ser, como a finales del siglo XVI ya sugiriera la Camerata Bardi, un intento por recuperar la supuesta pureza primigenia del drama musical antiguo.
En realidad, que Gluck haya pasado a la historia como el gran reformador de la ópera es algo que debe a su afortunado encuentro con Raniero de Calzabigi (1714-1795), dramaturgo italiano de pensamiento teatral lúcido y penetrante, viajero intrépido y político intrigante de reconocida conducta libertina. Los dos se conocieron en Viena, ciudad a la que llegó el poeta en febrero de 1761, cuando en los medios artísticos e intelectuales de toda Europa existía ya un caldo de cultivo favorable a la reforma de las artes escénicas.
Un músico ambulante Hasta ese momento, Christoph Willibald Gluck (Erasbach, Alto Palatinado, 1714 – Viena, 1787) era un compositor de apreciable éxito, si bien no pasaba de ser considerado un profesional solvente antes que un revolucionario de su arte. Hijo de un guardabosques bohemio, no se sabe mucho de sus años de formación, aunque parece que fue desde joven bastante diestro como violinista y clavecinista. Estudió en la Universidad de Praga, ciudad en la que tuvo su primera experiencia profesional como organista. Llegó a Viena con sólo 22 años, pero en 1737 estaba ya en Milán, enrolado en la orquesta del príncipe Melzi. Allí conoció a una de las grandes figuras de la música italiana del momento, Giovanni Battista Sammartini, con quien quizá estudió, extremo éste que no ha podido confirmarse. En diciembre de 1741 estrenó en Milán su primera ópera, Artaserse, que tuvo una muy favorable acogida, lo que le permitió en los años
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siguientes escribir otras óperas para diversas ciudades italianas. Son títulos, hoy completamente olvidados, que presentó en Venecia (Demetrio, 1742; Ipermestra, 1744), Crema (Il Tigrane, 1743), Turín (Poro, 1744) y la propia Milán (Demofoonte, 1743; La Sofonisba, 1744; Ippolito, 1745). En 1745 se marchó de Italia y pasó una breve temporada en París antes de recalar en Londres, donde se hizo buen amigo de Haendel y estrenó un par de óperas (La caduta de’
giganti, Artemene), pero, aunque su visita fue propiciada por la invitación que le cursó el Teatro del Rey en Haymarket, el ambiente musical británico no favorecía en absoluto la causa de un compositor de óperas italianas y en 1747 lo encontramos de nuevo en el continente. Se enrola entonces en la compañía itinerante de los Mingotti, con la que viaja por toda Europa, presentando nuevos títulos en Dresde (Le nozze d’Ercole e d’Ebe, 1747), Viena (La Semiramide
riconosciuta, 1748), Copenhague (La contesa de’ numi, 1749), Praga (Ezio, 1750; Issipile, 1752) y Nápoles (La clemenza di Tito, 1752). Se trataba en todas las ocasiones de óperas serias, con libretos originales, en la inmensa mayoría de los casos, de Pietro Metastasio, poeta en la corte imperial vienesa desde 1730 y el más famoso libretista de su tiempo.
En septiembre de 1750 Gluck había desposado a Maria Anna Bergin, una viuda rica a la que doblaba en edad, pues la joven tenía sólo 18 años y una enorme fortuna, que iba a permitir al compositor una considerable independencia en el futuro. De momento, en 1752 se establece de modo definitivo en Viena como Konzertmeister de la orquesta del príncipe de SajoniaHildburghausen, en la que poco después alcanzará el puesto de Kapellmeister. Continúa componiendo obras teatrales con textos de Metastasio (Le cinesi, La danza, L’innocenza
giustificata, Antigono, Il rè pastore), pero en 1758 inicia con La fausse esclave la escritura de una serie de óperas cómicas francesas que enlazarán ya directamente con el Orfeo.
Doble encuentro Además del encuentro con Calzabigi, en 1761, Gluck, miembro ya asalariado del teatro de la corte imperial, establece contacto con el coreógrafo Gasparo Angiolini, con quien monta Don
Juan, un ballet-pantomima que parecía querer fundar un nuevo tipo de unidad artística y se convirtió en la ideal plataforma experimental para la reforma de las artes escénicas que el compositor iba a proponer en su primera colaboración con Calzabigi.
El escritor italiano conocía el célebre ensayo que Francesco Algarotti había publicado en 1755,
Saggio sopra l’opera in musica, en el que se criticaba duramente la dictadura que los divos del canto y sus excesos vocales seguían imponiendo en la mayoría de los teatros italianos, crítica que se unía a la no menos famosa sátira, un cuarto de siglo anterior, de Benedetto Marcello en
Il teatro alla moda y a un clima de general hartazgo ante el florido estilo del belcanto barroco. Los nuevos ideales estéticos apuntaban hacia la sencillez, la pureza, el equilibrio, la austeridad, y sus antecedentes eran lejanos, pues ya en 1690 se había fundado en Roma la Academia de la Arcadia, que abogaba por la “reforma de las artes y de las ciencias” y expresaba su profunda
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admiración por la Grecia clásica. Por aquellos años, Rousseau acaba de publicar La nueva Eloísa (1760) y 1762 será también el año del Emilio. La naturaleza y la naturalidad invaden el terreno del arte. En 1773 el propio Gluck dirige una carta al Mercure de France en los siguientes términos: “La imitación de la naturaleza es la meta reconocida hacia la cual deben orientarse todos los artistas. Es también lo que yo intento obtener. Siempre con la sencillez y la naturalidad más acentuadas que estén a mi alcance, mi música pugna por llegar a la máxima expresividad, e intenta reforzar el sentido de la poesía básica. Por eso no uso esos trémolos y esas coloraturas y cadencias que los italianos emplean con tanta abundancia”. No debe olvidarse que en 1738 se ha descubierto Herculano y sólo diez años después Pompeya; el interés por el mundo antiguo se dispara, y Winckelmann lo confirma con su Historia del arte en
la Antigüedad que, publicada en 1764, extiende los principios del Clasicismo y la afición por la Grecia clásica por toda Europa.
Así que el encuentro entre la sensibilidad clásica de Calzabigi, el amplísimo conocimiento de la realidad de la ópera europea que Gluck había obtenido gracias a su trashumante actividad de décadas y el deseo de Angiolini de integrar la danza en una superior unidad artística llegaba en un momento providencial. Cuando en 1762 surge la ocasión de crear una obra para celebrar la onomástica del Emperador Francisco I, Calzabigi prepara para Gluck un libreto que es una invitación a la revuelta. La trama argumental resulta clara y esencial (la acción comienza incluso con Eurídice ya muerta, una novedad respecto a los anteriores Orfeos operísticos), la poesía es simple pero noble y los personajes quedan reducidos al mínimo, otorgando al coro, en compensación, un papel muy destacado, que debe entenderse como cristalina referencia no sólo al teatro griego clásico, sino también a la tragedia lírica francesa, que Calzabigi conoció a fondo durante una larga estancia parisina.
Con este material literario de partida, el paso decisivo tocaba darlo al compositor, y Gluck lo asumió como si de una misión se tratara. Como primera medida, había que acabar con los
desmanes de los cantantes, y aquí el músico fue radical: suprimió las arias da capo, con lo que los grandes divos se quedaban sin la posibilidad de ofrecer sus ensimismadas demostraciones de virtuosismo en la repetición de la primera sección. Todo estaba escrito en la partitura y el compositor se empeñó personalmente, asumiendo siempre que fue posible la dirección de sus propias obras, en que aquella fuera seguida de forma escrupulosa por los intérpretes, que debían esforzarse por componer personajes verosímiles a lo largo de todo el drama. En segundo lugar, Gluck buscó una mayor continuidad musical, tratando de romper la estructura en números cerrados típica de la ópera barroca italiana. El recitativo secco, el que, apoyado en una simple línea del clave, servía simplemente para hacer avanzar la acción, desaparece, y en su lugar se impone un recitativo acompañado por la orquesta que adquiere un carácter declamatorio de valor artístico en sí mismo, crucial para el desarrollo teatral y el entendimiento profundo de la obra. La melodía se simplifica: los largos melismas dejan paso a una escritura
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silábica con el objetivo declarado de hacer comprensible el texto. Sólo una concesión se hacía a las convenciones de la ópera seria de la época: el papel protagonista se adjudicaba a un
castrato, en concreto al alto Gaetano Gaudagni, quien a sus 33 años estaba en un momento brillantísimo de su carrera, pese a lo cual tuvo que aceptar todas las restricciones impuestas por los autores.
El problema de las versiones Aunque las novedades eran numerosas y audaces, la obra fue estrenada con gran éxito en el Burgtheater de Viena bajo el título de Orfeo ed Euridice, azione teatrale per musica in tre atti. Era el 5 de octubre de 1762. Giovanni Maria Quaglio fue el autor de la puesta en escena y Gasparo Angiolini el responsable de la coreografía. Orfeo fue, ya se ha dicho, el castrato Gaetano Guadagni; Euridice, la soprano Marianna Bianchi y Amore, la soprano Lucie Clavareau. Dirigía el compositor.
Los ecos del estreno recorrieron con rapidez la Europa ilustrada, asegurando la fama de sus autores, que repetirían la fórmula con Alceste (1767), en cuyo prefacio Calzabigi y Gluck incluyeron un manifiesto célebre en el que justificaban las medidas reformistas, y Paride ed
Elena (1770). El Orfeo inició por su parte una exitosa carrera, pues antes de que terminase el siglo se había presentado ya en no menos de 30 ciudades, de San Petersburgo a Dublín, de Estocolmo a Madrid y Nápoles. Como era normal en la época, muchas de estas interpretaciones se ofrecieron traducidas y en otras el propio autor introdujo algunos cambios, lo que ha hecho que varias versiones de la obra hayan llegado hasta nosotros.
Es posible que en abril de 1764 el Orfeo ed Euridice estuviera ya presente durante los fastos por la coronación del archiduque José en Frankfurt, aunque la primera reposición históricamente contrastada fue la que tuvo lugar en Parma el 24 de agosto de 1769, para la que Gluck introdujo cambios en la línea vocal del protagonista, que iba a ser interpretado por un castrato soprano, Giuseppe Millico. Con todo, la gran transformación de la partitura tuvo lugar en 1774, cuando Gluck la adapta al gusto francés para su estreno parisino. El compositor había llegado a la capital gala invitado por María Antonieta, la esposa del Delfín (futuro Luis XVI), y en abril de aquel año había ofrecido ya Iphigénie en Aulide. El libreto es reescrito por Pierre-Louis Moline, y los principales cambios afectan a los recitativos (por efectos del idioma) y a la línea melódica del protagonista, que es ahora Joseph Legros, cuya tesitura correspondía a la característica del haute-contre, esto es, un tenor agudo que recurría al falsete para las notas más altas. Otras modificaciones afectan a la orquestación, pues Gluck hubo de prescindir de los instrumentos más antiguos, en desuso entonces en París: desaparecen así los cornos ingleses, los chalumeaux y las cornetas y hacen su entrada los clarinetes. Además, el compositor se vio obligado a escribir música completamente nueva, debido a que las pequeñas dimensiones de la obra original no encajaban con las costumbres de la Real Academia de Música. Así, junto a
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nuevas danzas, cada protagonista ganó un aria, una de las arias ya existentes se transformó en un dúo y en el acto III se introdujo un trío. En esas condiciones la obra se estrenó el 2 de agosto con el título de Orphée et Eurydice, tragédie opéra en trois actes.
Pero la historia de las versiones de la obra maestra de Gluck no termina ahí, pues mediado el siglo XIX, el Teatro Lírico de París quiso reponer la obra y le ofreció el papel de Orfeo a la extraordinaria Pauline Viardot. De los arreglos se encargó Hector Berlioz, gran admirador de Gluck, que tuvo que retocar la línea de la protagonista para adaptarla a las facultades de la mezzo hispano-francesa, pero se esforzó en ser respetuoso con la orquestación (las cornetas de madera fueron sustituidas por cornetas de metal y se añadieron dos clarinetes como novedades más significativas). Hubo otros pequeños cambios, algunos de los cuales afectaron a la estructura de la obra, pues el tercer acto se dividió en dos, por lo que la ópera pasó a tener cuatro, y así se estrenó el 19 de noviembre de 1859. Treinta años después, el editor milanés Ricordi publicó la versión musical de Berlioz, pero restituyendo el texto al italiano, para lo cual usó el original de Calzabigi allí donde era posible y encargó una traducción de los recitativos de Moline. Aunque existían otras ediciones de la obra (Novello, Peters), la de Ricordi tuvo una acogida notable en el siglo XX, y sobre ella se hicieron multitud de variaciones, volviendo el papel principal a la tesitura de tenor o incluso asignándoselo a un barítono. Fue necesario que en el último tercio del siglo pasado empezaran a imponerse las interpretaciones historicistas para que la partitura primitiva, tal y como la había concebido Gluck, volviera a escucharse en Europa. La versión que se ofrece aquí responde a este criterio de restitución del original de 1762, por lo que los comentarios musicales que siguen se refieren exclusivamente a él.
Una (re)acción teatral con música Se ha dicho a menudo que la Obertura de Orfeo ed Euridice contradice los postulados reformadores de Calzabigi y Gluck, pues su carácter alegre y algo insulso y su tonalidad de do mayor resultan ajenos al drama que va a ser representado. En cualquier caso, pueden hacerse conjeturas acerca de si el compositor buscó la simetría con el coro final, escrito en la tonalidad, igualmente exultante, de re mayor, o de si pretendió provocar un marcado impacto afectivo en el espectador con el paso del brillante do mayor al angustioso do menor del coro que abre el primer acto. En realidad, elementos simétricos pueden rastrearse en innumerables puntos de la partitura. La primera escena tiene, hasta el momento en que el protagonista queda solo, una estructura de este tipo: preludio orquestal (en ritmo de marcha solemne) – coro (roto por las patéticas invocaciones de Orfeo llamando a Eurídice) – recitativo – ballo instrumental (destinado a las cuerdas) – vuelta del coro – postludio orquestal.
Sigue el gran aria de Orfeo “Chiamo il mio ben cosi”, en la que resplandece igualmente una construcción simétrica: son tres estrofas con la misma melodía, separadas entre sí por dos recitativos que se abren con la misma invocación: “Euridice! Euridice!”. Destacable resulta el
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contraste entre la sencilla y apacible línea melódica del aria (en fa mayor) y la inestabilidad de los recitativos, con intervalos disonantes, que, en la mejor tradición madrigalística, tratan de
dibujar el dolor del protagonista. Gluck utiliza también en este fragmento un recurso muy del gusto barroco: efectos de eco, que produce un conjunto instrumental situado fuera de la escena y formado por cuerdas y chalumeaux. La atmósfera, entre elegíaca y serena, se rompe con la irrupción del recitativo “Numi! Barbari numi!”, cuyo sentido dramático queda marcado por el trémolo borrascoso de las cuerdas.
En la segunda escena del primer acto, el patetismo se interrumpe durante tres minutos escasos: es el tiempo que dura el aria de Amore “Gli sguardi trattieni”, que, con su línea tierna, leve y danzable y su ligero acompañamiento en pizzicato, parece enlazar con la tradición de la
opera buffa, haciendo de Cupido el diosecillo engreído, juguetón y frívolo de tantos títulos barrocos. Un poderoso recitativo de Orfeo (“Che disse! Che ascolta!”) nos devuelve al clima general del inicio de la obra y prepara la entrada del héroe en el submundo infernal.
El paso de Orfeo por el infierno ocupa el acto II, que queda dividido en dos escenas fuertemente contrastadas, las dos organizadas internamente de forma parecida: el ballo y el coro de las furias y de los espíritus infernales de la primera tienen su equivalente en el ballo y el coro de los espíritus bienaventurados y los héroes de la segunda, en ambos casos con significativas intervenciones interpoladas de Orfeo. Musicalmente, la contraposición es absoluta: a los acordes disonantes y los fuertes contrastes dinámicos del coro de furias se opone el fa mayor en apacible tempo de andantino del coro de los espíritus felices; a los horrísonos trombones y la espectral corneta, la dulzura pastoril de flautas y oboes. En la primera escena, Gluck vuelve a hacer uso de una segunda orquesta, en este caso formada por arpa y cuerdas, que con arpegios y pizzicati simulan la lira de Orfeo. La delicadísima línea declamatoria del protagonista en “Deh placatevi con me”, escrita en mi bemol mayor, es una cuña genialmente introducida en el disonante y terrorífico universo de los condenados, y prepara el terreno, tanto en el aspecto teatral como en el musical, a la escena luminosa de los Campos Elíseos, donde el aria que entona Orfeo (“Che puro ciel”) se apoya en un acompañamiento orquestal de tono descriptivo.
La primera escena del tercer acto es notablemente compleja desde el punto de vista musical. Por primera vez, el coro está ausente y por fin puede escucharse a la protagonista femenina. En los recitativos, Gluck maneja admirablemente la armonía y las modulaciones para caracterizar la evolución del estado de ánimo de los dos enamorados, maestría que alcanza su punto álgido tanto en un espléndido dúo escrito en sol mayor como en el momento culminante en el que la joven cae muerta a la sola mirada del esposo. La escena incluye además dos arias: la de Eurídice (“Che fiero momento!”) está escrita en un angustioso do menor y es una falsa aria da
capo, ya que la vuelta de la primera sección dista mucho de ser literal; la de Orfeo (“Che farò
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senza Euridice”) es, con mucho, el momento más célebre de toda la ópera: escrita en forma rondó, con una triple repetición del estribillo, llama la atención la elección de la tonalidad (do mayor) para un fragmento tan profundamente conmovedor, y ello con un acompañamiento reducido a las cuerdas, una absoluta regularidad rítmica y una insobornable sobriedad de la línea melódica.
La brevísima escena segunda, crucial desde el punto de vista teatral, supone musicalmente una simple transición en recitativo hacia el gozoso final en re mayor: lo abre una marcha majestuosa, a la que sigue un amplio ballet en cuatro movimientos (minueto, gavota en
rondeau, musette y chacona en rondeau) y un coro triunfal que, como se indicó, puede entenderse relacionado con la obertura, lo que acabaría por cerrar el círculo de una obra perfectamente inscrita en el movimiento de mesura naturalista y equilibrio clásico desarrollado en el Siglo de las Luces como reacción a los excesos del Barroco.
Una reacción que se dirigía a la concepción global del arte dramático anterior, pero fue desencadenada por uno de sus aspectos más llamativos, el del virtuosismo belcantista, que convertía al canto en un fin en sí mismo y no en un medio para la expresión de los afectos, lo que lo había alejado irremediablemente de los objetivos fundacionales de la ópera. Es por eso que Gluck despoja a sus personajes de cualquier atisbo de exceso virtuosístico. El canto es fundamentalmente silábico y se mueve en ámbitos reducidos. No quiere esto decir que no puedan encontrarse en la obra algunos pasajes con melismas ni saltos interválicos pronunciados, sino que éstos están siempre fundamentados en potenciar el sentido del texto. Por ejemplo, en las primeras invocaciones de Orfeo hay una octava descendente sobre la última sílaba de ‘Eurídice’ de gran eficacia expresiva; en su intento de aplacar a las fieras infernales encontramos igualmente una serie de amplios intervalos sucesivos (sexta aumentada –‘Furie’– y quinta –‘Larve’– descendentes, rotas por una séptima ascendente – ‘Ombre’) que parecen querer mostrar los esfuerzos del héroe por encontrar el tono justo del canto que mejor convenga a su propósito. También hay una séptima ascendente en el aria de Eurídice, inmediatamente después de una prolongada línea descendente en valores largos, como afirmación de la rebeldía del personaje ante lo que considera su injusta situación.
Orfeo está pensado para voz de alto, con una tesitura que se mueve entre el la grave y el mi agudo (curiosamente, la transposición francesa de 1774 para haute-contre lleva la voz a zonas mucho más elevadas y extiende el ámbito de la tesitura hasta casi las dos octavas, pues se mueve entre el mi de la primera línea del pentagrama y el re sobreagudo). Eurídice y Amore son sopranos que se desenvuelven por parámetros muy parecidos: la tesitura de la primera va del re sostenido grave al la agudo; la de la segunda, del re al sol.
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Un contratenor para Orfeo La grabación de Orfeo ed Euridice que se ofrece es la que registró en febrero de 1982 Sigiswald Kuijken para el sello Accent, siguiendo escrupulosamente, como se ha dicho ya, la versión de Viena de 1762. El violinista y director belga contó con su conjunto de instrumentos de época, La Petite Bande, uno de los más prestigiosos de la Europa del momento, el extraordinario coro del Collegium Vocale de Gante y unos solistas encabezados por el contratenor René Jacobs, al que acompañaban las sopranos Marianne Kweksilber (Eurídice) y Magdalena Falewicz (Amore).
Se trata de una interpretación de extraordinaria significación histórica, pues fue la primera que se hacía con instrumentos antiguos y un contratenor asumiendo la parte del protagonista. Y lo cierto es que el timbre penetrante de Jacobs (quien curiosamente grabaría la obra como director en el año 2001 otorgando el papel a una mezzo), su indudable musicalidad y su magnífica técnica dominan el desarrollo del drama. Quizá la voz de Jacobs no suene tan natural y verosímil como la de los mejores contratenores actuales, pero su construcción del personaje es portentosa, atendiendo tanto a criterios musicales (la ornamentación es un prodigio de sencillez y buen gusto) como expresivos. Marianna Kweksilber le da réplica como una Eurídice ideal, por la pureza de la línea y la hondura de una expresión que humaniza al personaje femenino, encajándolo a la perfección en el héroe palpitantemente humano dibujado por Jacobs.
La batuta de Kuijken elude enfatizar en todo momento el patetismo de la obra. La transparencia orquestal y coral (equilibradísimo el coro preparado por Philippe Herreweghe) permite disfrutar de una riqueza tímbrica de las maderas (chalumeaux, flautas, oboes, corneta) desconocida hasta ese momento. Así, la escena de los Campos Elíseos resulta toda ella de un colorido brillante y vivo y de una belleza sonora puramente hedonística que funciona dramáticamente a la perfección dentro de una visión más apolínea que dionisíaca y con rasgos que desvelan unas inequívocas pretensiones barroquizantes.
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ARGUMENTO
Acto I Escena 1: En el claro de un agradable y solitario bosque de cipreses y laureles, junto al lago Averno, se encuentra la tumba de Eurídice, muerta a causa de la mordedura de una serpiente pocos días antes de su previsto matrimonio con Orfeo. Pastores y ninfas se han reunido para celebrar una ceremonia fúnebre en torno al monumento, que cubren de flores y perfumes mientras invocan a los manes de la joven desaparecida (coro “Ah! Se intorno a quest’urna funesta”). Arrasado por el dolor, Orfeo, que ha dejado su casco y su lira colgados de un árbol, sólo acierta a repetir entre gemidos el nombre de su amada. El séquito fúnebre se marcha con un sereno aire de danza dejando a solas al desgraciado amante, quien expresa su desesperación por el hecho de que sean solamente el eco y los murmullos de los arroyos quienes respondan a las invocaciones lastimeras que va dejando, de la aurora al ocaso, por valles y montañas, con el nombre de Eurídice (aria y recitativo “Chiamo il mio ben così”). Pero, en medio de la más angustiada desolación, Orfeo termina por revolverse contra su destino y, tras acusar a las divinidades infernales de crueldad, les anuncia que penetrará en su morada para rescatar a su esposa (recitativo “Numi! Barbari numi!”).
Escena 2: Aparece el Amor para informarle de que Júpiter se ha compadecido de su desgracia y le permitirá bajar al reino de los muertos. Si consigue aplacar la ira de sus moradores y provocar su compasión, Eurídice podrá volver a la vida, pero con dos condiciones: no podrá mirar a su amada hasta que los dos hayan salido del Averno y no podrá comunicarle que ése es un requisito exigido por los dioses para su rescate. Si contradice cualquiera de las dos reglas, perderá de nuevo a su esposa, de modo que deberá hacer un esfuerzo por contener sus miradas y refrenar su lengua (aria “Gli sguardi trattieni”). Orfeo se siente contrariado por la dureza de la norma impuesta, pero reafirma su voluntad de afrontar la empresa de inmediato, convencido de culminarla con éxito (recitativo “Che disse! Che ascolta!”).
Acto II Escena 1: Horrible caverna junto al Cocito, el río subterráneo formado con las lágrimas de los condenados. Al son de estruendosas sinfonías, las furias y los espectros infernales danzan diabólicamente en torno a Orfeo y le azuzan al can Cerbero para amedrentarlo (coro “Chi mai dell’Erebo”). Armado exclusivamente con su lira, Orfeo les canta sus penas, tratando de calmar su cólera y de conmover su espíritu (“Deh placatevi con me”). Las criaturas del infierno reaccionan con virulencia (“No”), pero poco a poco la música produce el efecto buscado por el cantor y su furor se amansa (coro “Ah! Quale incognito affetto”). Sin dejar de danzar, las sombras van lentamente retirándose y las puertas del Infierno se abren para Orfeo.
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Escena 2: Ante sus ojos se presentan entonces los Campos Elíseos, un paraje encantador de bosquecillos, prados cubiertos de flores y rincones umbríos bañados por ríos y arroyos. Los espíritus bienaventurados danzan y Orfeo contempla maravillado el espectáculo (“Che puro ciel! Che chiaro sol!”) antes de volverse hacia el coro de héroes y heroínas que lo invitan a acercarse, pues van a dar cumplida cuenta a su deseo entregándole a su amada (coro “Vieni a’ regni del riposo”). Eurídice sale en ese momento del fondo de la escena, conducida por un grupo de heroínas (coro “Torna, o bella, al tuo consorte”). Orfeo la toma de la mano sin mirarla y la conduce con urgencia fuera de los Campos Elíseos.
Acto III Escena 1: Orfeo avanza por una garganta llena de rocas y maleza. Lleva de la mano a Eurídice, a la que anima a darse prisa para llegar cuanto antes al reino de los vivos (“Vieni, segui i miei passi”). La joven se muestra tan sorprendida como feliz por sentirse de nuevo viva junto a su amado, pero no entiende que éste pueda renunciar a mirarla o a abrazarla en un momento como aquél y le pide explicaciones por su conducta (“Non mi abbracci! Non parli!”). Orfeo se siente turbado y angustiado, pero le insiste para que ella lo siga sin exigir respuestas inmediatas (dúo “Vieni: appaga il tuo consorte”). Eurídice se siente abandonada y tan desgraciada (aria “Che fiero momento!”) que renuncia a seguir adelante y se deja caer desfallecida. Orfeo se debate entre sus deseos y la obligación que le ha sido impuesta, pero termina cediendo a las imploraciones de la amada: se vuelve y la mira. La joven se levanta entonces de un impulso, pero vuelve a caer muerta en el acto. Desesperado, Orfeo la llama entre gemidos y se lamenta por la pérdida (recitativo “Ahimè! Dove trascorsi” y aria “Che farò senza Euridice”). Está decidido a poner fin a su vida para acompañar a Eurídice al reino de la muerte (recitativo “Ma finisca e per sempre”) y saca su espada con la intención de herirse. Escena 2: Pero el Amor interviene para detenerlo (“Orfeo! Che fai?”) y le anuncia que la prueba ha terminado y su amada le será devuelta. Eurídice se alza entonces, como recién salida de un largo sueño, y los amantes se reúnen y se abrazan.
Escena 3: Templo dedicado al Amor, quien llega acompañado por la pareja de enamorados y escoltado por un largo séquito de pastores que celebran el regreso de Eurídice con un baile. Es Orfeo quien entona el himno que aclama el triunfo del Amor en todos los corazones, tema que es inmediatamente recogido por el coro (“Trionfi Amore”) en un final de festiva apoteosis.
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DISCOGRAFÍA SELECTA [Orfeo; Euridice; Amor. Coro. Orquesta. Director musical. Director de escena (en su caso). Sello discográfico, año de grabación] Versión de Viena (1762) -Bernarda Fink, mezzo; Verónica Cangemi, soprano; María Cristina Kiehr, soprano. RIASKammerchor. Freiburger Barockorchester. René Jacobs. Harmonia Mundi, 2001. -Michael Chance, contratenor; Nancy Argenta, soprano; Stefan Beckenbauer, niño soprano. Kammerchor Stuttgart. Tafelmusik. Frieder Bernius. Sony, 1991. -Jochen Kowalski, contratenor; Dagmar Schellenberger-Ernst, soprano; Christian Fliegner, niño soprano. Rundfunkchor Berlin. Kammerorchester “Carl Philipp Emanuel Bach”. Hartmut Haenchen. Capriccio, 1988. -Agnes Baltsa, mezzo; Margaret Marshall, soprano; Edita Gruberova, soprano. Ambrosian Opera Chorus. Philharmonia Orchestra. Riccardo Muti. EMI, 1982.
Versión de París (1774) -Richard Croft, tenor; Mireille Delunsch, soprano; Marion Harousseau, soprano. Chor des Musiciens du Louvre. Les Musiciens du Louvre. Marc Minkowski. Archiv, 2002. -Jean-Paul Fouchécourt, tenor; Catherine Dubosc, soprano; Suzie Le Blanc, soprano. Opera Lafayette Orchestra and Chorus. Ryan Brown. Naxos, 2002.
Versión de Berlioz (1859) -Magdalena Kozená, mezzo; Madeleine Bender, soprano; Patricia Petibon, soprano. Monteverdi Choir. Orchestre Revolutionnaire et Romantique. John Eliot Gardiner. Robert Wilson. Arthaus (DVD), 1999. -Anne-Sofie von Otter, mezzo; Barbara Hendricks, soprano; Brigitte Fournier, soprano. Monteverdi Choir. Orchestre de l’Opéra de Lyon. John Eliot Gardiner. EMI, 1988.
Versión de Berlioz (en la edición de Ricordi, en italiano, 1889) -Janet Baker, mezzo; Elisabeth Speiser, soprano; Elizabeth Gale, soprano. Glyndebourne Festival Opera. Raymond Leppard. Peter Hall. Kultur Video (DVD), 1982. -Kathleen Ferrier, contralto; Greet Koeman, soprano; Nel Duval, soprano. Chorus & Orchestra of Netherlands Opera. Charles Bruck. EMI, 1951.
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