La cruz de amadito cap 1

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La Cruz de Amadito -Durante 70 años, los detalles de un doble homicidio que estremeció a un pueblo permanecieron ocultos en la memoria de un testigo. Sin embargo, Esa tragedia fue el origen de una nueva familia.

Por Miguel Cervantes Sahagún © Septiembre de 2017

I El Primer Muerto

Esa tarde de 5 de mayo de 1947, Alfonso Ramos Sotelo estaba por aprender la belleza del paisaje que la luna llena provocaba en la ciénaga de la laguna de Chapala. Tras una jornada laboral en el campo, había recibido el aviso de su tío Martín López de que saldrían desde la desembocadura del Río Lerma hacia el pueblo de Jamay. El ocaso del sol era la información suficiente para dejar los trabajos de campo para preparar los utensilios y enfilarse en carreta con dos bueyes a su casa ubicada a unos siete kilómetros de distancia. El trayecto de la frontera de Jalisco y Michoacán hacia el pueblo duraba quizá una hora y a mitad de camino la noche ya invadía el horizonte. "Mi tío Martín venía describiendo lo bello del panorama, pues había una espectacular luna. Todo se veía clarito: la orilla, el camino, las siembras, los campos, todo". Nunca antes lo había razonado, pero hasta ese momento, Alfonso tuvo conciencia de la relación entre la luna y la claridad, y que cuando estaba llena todo alrededor se veía gris o azulado, surreal, muy distinto al día soleado. En la carreta iban siete personas; dos mujeres adultas, cuatro niños y el tío Martín. Tener una carreta de ruedas de metal y capacete de lona era prácticamente un lujo, pues pocas familias podían tener una y mantener a dos bueyes como único medio de transporte, que a su vez ayudaban al arado de las tierras. Alfonso Iba concentrado en esa claridad panorámica porque era una novedad. Algo que siempre veía, pero que hasta entonces no había prestado atención. A sus siete años de edad, poco le preocupaba el hecho de que al día siguiente tendría que regresar a la escuela, pues llevaba tres días sin asistir. Hasta hoy, setenta años después y a la edad de 77 años, Alfonso mantuvo guardado ese recuerdo de hermosa luna en su mente. Fue un episodio que lo había dejado prácticamente en abandono a pesar de que fue una gran novedad. Otro acontecimiento realmente traumatizante casi le borra la serenidad que le significó el paisaje de la laguna. Sin mucho más que pensar o platicar, Alfonso ya escuchaba el bullicio del pueblo. Los siete tripulantes de la carreta estaban quizá a cien metros de las primeras casas y llegando al abrevadero formado entre canaletas cercanas a la calle que desembocaba a la laguna de Chapala. En 1947, el lago había tenido una recesión. Las sequía de años anteriores provocaron la recuperación para la agricultura de cientos de hectáreas ricas en nutrientes, cuyos plantíos producían enormes frutas y verduras muy pocas vistas en la región de Jalisco.


Con las abundantes cosechas vinieron numerosos robos de distintos productos, al grado de que los agricultores de la zona exigieron al presidente municipal Francisco Salcedo Chávez a que colocaran vigilancia nocturna en distintas parcelas, sobre todo aquellas de garbanzo que eran las más codiciadas y a punto de ser cosechadas. Ya habían sufrido robos a mano armada de toneladas de sacos con garbanzo. En campo abierto los asaltantes simplemente abordaban a los agricultores y se lo llevaban sin mayor consecuencia. También durante las noches y madrugadas los ladrones cosechaban parcelas ajenas ante la falta de vigilancia. La presión de los agricultores fue tal que el alcalde José le pidió a su hermano Jesús Salcedo, Jefe de policía del pueblo, a establecer perímetros de vigilancia. Jesús acató, pues también tenía tierras sembradas. Pronto supieron que los robos eran de los mismos facinerosos originarios de los caseríos de San Agustín, La Palmita y Cojumatlán que años atrás no dejaban de violentar la zona con homicidios, robos, asaltos y secuestros. La solución que consistía en colocar a policías municipales armados en el área se estrenó en mayo y los agentes habrían de vigilar las más próximas a ser cosechadas, de tal modo que los rondines iniciarían desde los límites del pueblo hasta el Río Lerma. Apenas inició la tarde de ese 5 de Mayo y los dos primeros policías montados a caballo ya estaban en la zona Este del pueblo. Iniciaron por donde termina la calle Verduzco y se dirigían hacia el abrevadero. Ésta era la ruta más transitada por agricultores y campesinos. Un bordo construido décadas atrás para evitar inundaciones (actualmente convertido en carretera interestatal) estaba prácticamente en abandono porque la Laguna permitía otros caminos y atajos. El día sin novedad estaría a punto de terminar cuando Alfonso y sus parientes escucharon como cuatro balazos de distinto calibre a unos cuarenta metros de distancia, muy cerca de la Calle Verduzco, considerada como uno de los principales accesos empedrados del pueblo hacia los campos; Calle huertera, le llamaban. Aunque el estruendo de las detonaciones fue relativamente cerca, no hubo conmoción o motivos para susto. En 1947 eran comunes los tiroteos en las calles de Jamay, sobre todo en las tardes o madrugadas, cuando los ánimos de los consumidores de aguardiente, alcohol, cervezas o tequila ya eran calientes, o la gente de San Agustín anunciaba la salida del pueblo. Por eso Alfonso y pasajeros de la carreta no se espantaron. Siguieron a la misma velocidad sin desprender la intención de llegar a la calle Verduzco, y de ahí a su casa. “Me acuerdo que por la luz clara de la noche, apenas vimos dos siluetas de hombres montados en sus caballos. Uno de ellos con su carabina recargada en una pierna y el otro con pistola en mano. Los dos tenían la mirada fija al piso. No la quitaban. Eran como estatuas”, recuerda Alfonso. A un lado de ellos había un caballo sin jinete. Los hombres eran policías y estaban observando el cuerpo de quién habían acribillado a manera de defensa propia porque intentó dispararles. La familia de Alfonso trataba de comprender la situación y a medida de que se acercaron, pudieron entender que los disparos eran de pistola y rifle. No fueron más que cuatro y todos dieron en el blanco de un diminuto cuerpo que yacía recargado en el montículo de la canaleta, propiedad de Juan Cortez. El tío Martín disminuyó casi hasta detener la carreta para esperar la reacción de los policías o sus instrucciones. La mente de ambos permanecía fija en el cadáver. Alfonso asomó y a una distancia de tres metros vio a su primer muerto. "Estaba acostado de lado derecho y medio encogido. Su cara estaba tapada con su sombrero blanco. Llevaba chamarra blanca o muy clara. No había otra cosa que me llamara la atención, pues parecía que estaba echado, dormido". El niño recuerda no haber visto manchas de sangre en el cuerpo. Solo inmóvil y sus manos ya casi amarillas a pesar de la poca luz.


La vista fija de Alfonso en el cadáver fue interrumpida por el angustioso grito de su tía porque les entró el miedo ante la posibilidad de que hubiera más personas muertas, heridas o, peor, que resurgiera un enfrentamiento entre más gente armada. El escándalo de la tía contagió de miedo a los tripulantes de la carreta y sacó del trance a los policías que a la vez le gritaron al tío Martín que se largaran y apresurara el paso de los bueyes. El tío Martín entonces dijo en voz que apenas Alfonso escuchó: "Ese es Amadito... mataron a Amadito", insistió. La vigilancia recién establecida para evitar el robo de cosechas tuvo sus principales resultados. Había caído uno de los más conocidos delincuentes de la Ciénega de Chapala: Amado Navarro Partida. Sin embargo, los dos policías, de cuyos nombres ya casi nadie recuerda, no supieron que habían puesto fin en una serie eventos violentos que iniciaron años atrás y que terminaron también con la vida de su jefe el militar Jesús Salcedo Chávez.


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