I. Christophe
Nos conocimos gracias a internet, casi por error. Resultado de una confusión inexplicable y continental. Desde entonces dejé de subestimar el poder de un inofensivo click. Christophe nació en la Isla de Martinica, protectorado francés, aunque eligió París para desarrollarse. Decisión acertada para un músico y compositor de piano. Iniciamos una relación epistolar que creció exponencialmente en unos meses. Acordamos tácitamente no transgredir imaginarias fronteras y evitar dejarnos llevar por algún tipo de tesitura sexual. Nos convertimos en la representación ideal del perfecto imbécil del siglo XXI al jamás utilizar cámaras de video o cualquier recurso similar en nuestro trasatlántico cortejo. El contacto implícito de nuestra relación se limitó al envío de mensajes, charlas interminables por Messenger, llamadas telefónicas, trozos de poesía y composiciones de piano vía electrónica. También retomamos la costumbre del correo convencional: la hoja, el retrato impreso en papel fotográfico, la dedicatoria de puño y letra. Hicimos planes concretos de viaje y les asignamos fecha. Iniciamos la búsqueda del lugar ideal para compartir mi primer viaje fuera del continente americano. Elaboramos un plan perfecto: yo tomaría un vuelo el 15 de septiembre de 2009. Destino: París; 15
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festejaríamos su cumpleaños y después, Barcelona. Nada podía salir mal. No way. Creo, con fervor casi cristiano, que aquel primer viaje a Europa representa el acto de valentía más honesto e inusitado en mi gris e insípida vida. Sólo un suicida -o un pendejo-, acepta realizar un viaje en solitario, al otro lado del mundo, a un país extraño, para encontrarse con un perfecto desconocido. No sonará descabellado suponer que estuve en riesgo de haber sostenido un romance virtual con un hombre ucraniano de 150 kilos, quien gozó masturbándose con furia, mientras al otro lado del monitor, le transcribía al francés, mis poemas favoritos de Juan Gelman. Un par de amigos lo sugirieron sutilmente con la esperanza de hacerme entrar en razón. Reconozco la imprudencia de haber mantenido contacto con un potencial tratante de blancas, arriesgándome a un destino escalofriante. De algún modo que continúa siendo un misterio, jamás se encendieron las torretas del fatalismo, distintivo de mi estirpe, que evitaron docenas de veces que yo terminara al fondo de una zanja. Existían amplias posibilidades de encontrar un pasaje clandestino a tierras balcánicas para ser vendida a un congal ucraniano de heroinómanos. Sin embargo, mi subconsciente pasó de largo cualquier vestigio ámbar en el semáforo regulador de un sentido común afinado. Tomé la decisión de viajar desprovista de temores un día cualquiera de septiembre. Mis padres, mis dos hijos, y la mejor de mis amigas acudieron a despedirme a la Terminal 16
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2, acceso L1 de vuelos internacionales, a desearme suerte en mi enajenada aventura. Durante las tres semanas previas a mi vuelo, descubrí notables peculiaridades. La primera de ellas: una presunta alergia -nunca antes manifestada- y que al principio confundí con irritación cutánea. Después, entendí que estaba lidiando con un grave caso de hiperproliferación epidérmica. Acné. Recuerdo haber desembolsado el equivalente a una estancia de seis meses en La Sorbonne, en un tratamiento facial. Resultó ser tan eficaz como las gestas libertarias de Jacinto Canek. Recuerdo con claridad la mañana previa al vuelo, en específico cuando miré con espanto aquel rostro de cacahuate garapiñado. Afortunadamente, mi monstruosa apariencia fue desvaneciéndose por etapas durante cada una de las horas que llevó a ese maldito avión pisar tierra firme. Nadie nunca había sido testigo de transformación facial más impactante. No desde los años gloriosos del Guapo Ben. Descubrí algo más aquellos días infernales: un patológico e inexplicable pavor a volar. Nunca en el completo registro de mi existencia (incluidos dos partos naturales) he padecido tanto sufrimiento continuo. Soporté casi doce horas de vuelo bajo un sopor psicótico acrecentado por el compañero de asiento que solamente se le desea a tu peor enemigo o al dentista. Su nombre era Marcelo, había nacido en Buenos Aires, y era gerente de ventas de una línea de productos de chamoy enchilado. Hincha de Boca, era alérgico a las fresas y para mi desgracia permane17
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ció dormido únicamente durante el breve periodo abordaje-despeje. Los cuarenta y tres mil segundos restantes de nuestro itinerario le sirvieron para sostener un compulsivo monólogo al que no tuve fuerzas ni valor para detener. A mitad del Atlántico le rogué al Dios que todo lo pervierte, regurgita, lacera, insufla e incendia, que acabara con mi sufrimiento y concediera a esta alma impura el milagro de que explotara el avión. El tercer descubrimiento fue que Dios no existe. Ni escucha a ningún alma doliente. Porque la única alternativa, confirmaría que Dios es una entidad perversa que me odia desde el día en que nací. Pisé el Aeropuerto Charles de Gaulle a las 13:00 horas del dieciséis de septiembre de 2009. Mis piernas temblaron cual frágiles carrizos cuando vislumbré el umbral de la última puerta del séptimo aeropuerto más grande del mundo. Se habían acabado los océanos, las millas acumulables. La insolencia que retó sin argumentos al buen juicio. Restaban un puñado de minutos antes de quedarme sin aliento por el abrazo de bienvenida. Recogí la maleta de la banda y crucé la última frontera de cristal. Sonreí cuando lo descubrí entre ríos de gente de todos colores. Respiré hondísimo resignada a cualquier funesto destino. Si la mafia ucraniana usa prodigios de belleza y encanto como el de dos metros de altura que me buscaba con tamaña ansiedad, no importaría morir, desaparecer. Extinguirse sin rastro en Paris. Caminé aún temblando hacia él. 18
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Diez metros, no más. Recordé todo: meses de desvelos necesarios para hacer coincidir nuestros horarios. Mi fascinación por leerlo en francés. El poético intercambio epistolar, la larga espera intercontinental. Dos pasos de distancia. Fui testigo del momento exacto del reconocimiento de sus retinas. Todo él era sonrisa. Su primera sonrisa del día, dedicada a mí. Me llevó casi con violencia a su pecho. Conteniéndome en un abrazo que mereció poema aparte. Casi mutamos en estatuas de sal de no ser por la incontrolable pulsión de nuestra piel que exigía roce. Como si el castigo divino de Júpiter nos hubiera dividido en mitades y al fin pudiéramos reconocernos como una primigenia unidad impaciente por volver a unirse en impía esencia. Cuatro extremidades pugnaban por abarcarse después de tantas horas, días, meses de espera. Un perfume amaderado emponzoñó la atmósfera. Siempre he considerado al olfato como el más desarrollado y perfecto de mis sentidos. Pero jamás se había enfrentado a una oleada de efluvio embriagante de esas dimensiones. Aún hoy podría ser capaz de reconocer ese olor. Aunque estuviera oculto entre abismos, galaxias o vidas futuras. Después de lo que pareció una década, apartó mi cuerpo delicadamente para tomarme de las manos y decirme: eres tres veces más bonita que en tus fotos. Y tu sonrisa es tan bella.
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Creo que el principal obstáculo al que se enfrenta una novel pareja es a no estar acostumbrada al espacio que ocupa el otro. Fue complicado intercambiar obsequios, erráticos abrazos, frugales roces, mientras chocábamos y nos pisábamos con torpeza mutua. Tomó mis maletas, compró boletos y me arrastró consigo a las entrañas del enjambre subterráneo. Sentados en el tren, finalmente me besó. El trecho que separa el Aeropuerto Charles de Gaulle de Île-de-France se traduce en aproximadamente una hora y diez minutos. Tiempo en el que no dijimos ni media palabra. Aunque tampoco viajamos en silencio. Los seres humanos somos las únicas criaturas con la capacidad de mentir. Mentimos arteramente con la boca y a veces diestramente con la mirada. Sin embargo, no conozco a ninguno de mi especie dotado con la capacidad de mentir con el corazón. Su corazón latía con tanta fuerza y ritmo como un artilugio musical dotado para crear el más exquisito funk. El Aeropuerto Charles De Gaulle se localiza a una distancia aproximada de veinticinco kilómetros de París. Desplazarse en el torrente del tren suburbano o el metro con el cuerpo entumido, jaqueca y jetlag, y emerger a la superficie justo en las entrañas de la arquitectura pulcra, preciosista, de uniformidad cromática, elegante e irreal de París, es el equivalente a ser liberado del ático de tus pesadillas para emerger sorpresivamente a la luz solar. La experiencia pude repetirla años después gracias a una memorable escena del film Inception dirigida por Christopher Nolan: Leonardo Di Caprio y Ellen 20
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Page observan cómo los edificios de la Rue Bouchut se desdoblan y giran creando una bóveda celeste de concreto sobre sus cabezas. No existe mejor descripción del vértigo que provoca al visitante primerizo la simetría perfecta de la Ciudad Luz. Para nuestro primer paseo en la ciudad, elegimos desplazarnos a recorrer los laberínticos senderos que dividen y conectan más de siete mil tumbas. Ubicado en el distrito XX de París, el cementerio de Pére Lachaise guarda una belleza soberbia no equiparable a otro que conozca. Alberga en su interior celebridades de la talla de Chopin, Balzac, Jim Morrison, Proust, entre otros notables restos humanos. Desdeñé visitar infinidad de mausoleos, porque sólo deseaba presentar mis respetos ante mi escritor favorito: Oscar Wilde. Mientras buscábamos la tumba, Christophe se confesó extrañado al descubrir mi devoción a un escritor tan poco apreciado por el género femenino. Reviré que poco importaba que a Wilde se le consideré un escritor misógino, yo lo amaba. El reconocimiento unánime a su obra como uno de los legados más importantes de la literatura universal, o haber poseído una de las mentes más agudas, brillantes y exquisitas de su tiempo me tenía sin cuidado. Le conté la historia de una niña de 8 años rescatada del polvo y la tragedia. Una niña que llenó su habitación de alegría, magia y metáfora, porque desde que descubrió a Wilde, él nunca pudo abandonarla, nunca pudo soltarla. Sus letras la tomaron de la mano para conducirla al mundo del que decidió no salir jamás. 21
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Ese día, en su compañía, estábamos cumpliendo el sueño de aquella niña: visitar la tumba de su protector imaginario. Christophe besó mi cabello antes de continuar nuestra búsqueda en medio de la solemnidad de los cipreses y del álgido mármole. Justo en la esquina Carette supimos con exactitud cuál era la tumba que buscábamos. Antes de que el gobierno de Irlanda decidiera salvaguardarla dentro de una fría e indignante jaula de cristal, en 2009 aún se podía reconocer a distancia el monumento realizado por el escultor norteamericano Jacob Epstein. Resultaba imposible confundir la tumba perteneciente a Oscar Wilde con otra, gracias a tantos besos de tonalidad imaginable estampados arriba, abajo, al centro y a su periferia. Cuando llegamos la tuvimos de frente, no hice más que llorar y murmurar: Oscar, la niña a la que tocaste el corazón una Navidad de 1984 vino a besar tu tumba y a agradecerte con el tributo perfecto de sus lágrimas por haberla arrancado de su tristeza y soledad cuando nadie más deseaba hacerlo. Gracias Monsieur Wilde, siempre serás el más grande porque gracias a ti esa niña decidió no crecer, no lo hizo entonces y no lo hará jamás. Una hora después nos alejamos de la cripta abrazados. Antes de perderla de vista, volteé una vez más. Prometí volver. Refrendé mi promesa tres veces. Entre todos los pensamientos paranoides referentes a la filiación real de mi novio virtual, pude elaborar descabelladas teorías acerca de su identidad: asesino, violador, traficante de prostitutas, 22
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sadomasoquista y estafador. Pero nadie hubiera sido capaz de prever que el talentoso pianista llevara en la sangre y apellido, registro genético de una gloria nacional. Durante nuestra visita al recinto donde reposan los restos de los hombres ilustres que cubrieron de gloria a Francia, Le Panthéon, tuve noticia que existía una placa en honor a su querido abuelo. Quedé atónita. El hombre con la facultad única de nutrir mi espíritu con fuego, pasión y ternura súbitas como nadie antes, era descendiente del dramaturgo, ensayista, visionario, antirracista, anticolonialista, político y precursor del movimiento humanitario-literario négritude y uno de los más grandes poetas de lengua francesa del Siglo XX: Aimé Césaire. Decidió guardar silencio sobre su génesis hasta el momento exacto de nuestra visita al Panthéon. ¿Cómo imaginarlo? El anciano que gustaba llevar a un pequeño Christophe al exótico jardín de aquella casona en lo alto de las colinas de Fort de France para contemplar juntos los inefables crepúsculos caribeños en absoluto silencio, fue uno de los poetas favoritos de aquella adolescente que alguna vez fui. Descubrí que las letras tienen la manía incesante de conspirar en complicidad del azar a favor de la vorágine. Recuerdo cada día, cada paso, cada ápice recorrido, cada metro cúbico invadido por su espacio. Nuestra última comida juntos en la legendaria Crêpes à Gogo, los Jardines de Luxemburgo, y en especial, su improvisado concierto de piano en Gambetta, el epicentro del jazz parisino. Aquella fue la 23
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primera ocasión que alguien me ofrecía un concierto privado. La última pieza de aquella tarde, Rise, guarda un significado brutal porque fue la primera composición de su autoría que conocí y aún es capaz de arrancarme lágrimas de cruda nostalgia. La habitación 301 del Hotel Maxim Quartier Latin acumuló tantas horas de nuestra fiebre, de nuestra codicia, del olvido de las horas, del paso estacionario del remordimiento, de la liturgia de nuestra lascivia. La raza negra y la turgencia descomunal de su sexo replantearon en mi psique la estructura diabólica del sexo. Aprendí cómo se fabrica a cuatro manos la fantasía, el erotismo perfecto, inigualable e irrepetible. Me sentí fragmentada, dolorosamente abierta en ciento cincuenta mil partes. Descubrí que como es arriba no es abajo. Un hombre descomunal es capaz de tomarte con uno solo de sus brazos y acomodarte como reguilete en el aire, penetrarte milagrosamente sin romperte, y bajarte convertida en otra cosa, en otra muestra orgánica femenina, doliente, sí; pero dichosa salpicada por dentro y por fuera de gloria. Nuestras últimas horas fueron confusas, se despidió en el lobby del hotel apresuradamente. Una llamada para un ensayo emergente evitó nuestra última noche juntos. A primera hora del día siguiente nos esperaba un vuelo a Barcelona. Se despidió a regañadientes. Odiaba dejarme, perderse de nuestro último sueño parisino. Lo despedí en la puerta a punta de besos, sudor y erecciones. Nos vemos aquí mismo, por la mañana. Te tengo una sorpresa que amarás, te lo prometo. Te compen24
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saré por dejarte. Fueron las palabras que eligió como despedida. Dormí sola en la habitación 301 con su aroma impregnado en sábanas y sueños. Rebasaban las nueve de la mañana y no llegaba. Esperé sentada en el lobby del Maxim hasta el límite. Pedí al recepcionista que me comunicara a su celular. Jamás contestó. Decidí dejarle una nota en la recepción y adelantarme al aeropuerto de Orly. Era la primera vez que caminaría en soledad por las calles de París. No sabía ni cómo comprar un puto boleto de metro. Salí como autómata del hotel sin querer pensar demasiado. No deseaba razonar su inexplicable retraso. Intenté llamarle por última vez cuando llegué al aeropuerto y al fin contesto sobresaltado: Lo sé, voy tarde, por favor espérame, te alcanzo en Orly. Dijo algo más, pero la señal era pésima. No alcancé a entender qué pasaba, el porqué de su demora. Nuestra llamada se cortó. No entendí si me decía adiós, amor, hasta nunca; durante años deseé tanto haber podido entender. Esperé otra vez, pero de forma agónica. Habían pasado casi dos horas y media después de que colgamos. Ahora su número me mandaba a buzón. Lo busqué temblando por todos los pasillos. Hasta que comprendí que no llegaría. Decidí no documentar mi maleta para ingresar a la sala de espera lo antes posible. Mis lágrimas saldrían en cualquier momento delante de todos aquellos extraños. Hice fila atrás de una mujer senegalesa de la tercera edad. Intentaba convencer al oficial de aduanas 25
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le dejara pasar un sospechoso frasco que contenía un viscoso menjurje con la misma apariencia de mermelada de tamarindo, si semejante asquerosidad existe. Miré con enfado a la necia mujer que suplicaba en jergonanza inentendible que le permitieran llevar consigo el frasco que abrazaba con fuerza contra su pecho. Ni el oficial de aduanas ni yo supimos si se trataba de sopa para sus nietos, o un remedio para curar el cáncer. Mientras tanto la fila crecía al infinito. Fue inútil. Sus ojos se nublaron cuando le fue arrebatado lo que tal vez era un tesoro y acabó al fondo del contenedor de basura. Yo era la siguiente. Señorita, no puede ingresar al avión con esto dijo el oficial francés mientras señalaba el estuche que encontró al interior de la maleta. Me miró ligeramente asustado cuando no pude evitar reír a franca carcajada. Era el estuche de limpieza facial que costó el equivalente a un semestre en la Sorbona. Me alegró ver que encontró un digno final, al fondo del mismo contenedor de basura que la mermelada de tamarindo senegalesa. Reí hasta ocupar el lugar marcado en el boleto de ese avión que me llevaría lejos, muy lejos. Al ponerme los audífonos del ipod descubrí que el shuffle había elegido la pieza de piano compuesta por el pasajero que dejó el asiento vacío. Era la pieza que cerró el único concierto privado que tuve en la vida. Me acordé de la mujer senegalesa y la insondable tristeza de su rostro. En ese momento dejé de 26
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reír. Desvié los ojos a la ventanilla -para mirar como los ciegos saben hacerlo- el ala izquierda del avión. Los ojos que se nublaron en ese instante, fueron entonces los míos.
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