Retratos, Guillermo Kahlo

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EN EL NOMBRE DEL EGO DE 1991 A 2000 “Ustedes van a llegar muy lejos y yo voy a llegar ahí con ustedes”. Esa fue la frase que lanzó con toda la fuerza de sus cuerdas vocales uno de los pacientes internos en el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, localizado al sur de la Ciudad de México. Era el año de la transición democrática en los Estados Unidos Mexicanos. Luego de poco más de setenta años en los que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) estuvo al frente del Poder Ejecutivo, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN), Vicente Fox Quesada, le había arrebatado la banda presidencial al tricolor en pleno año 2000. Con ello se te abrieron las puertas del paraíso, Guillermo. Y no porque fueras simpatizante de lo rústico y guadalupano. Tampoco porque estuvieras afiliado al partido conservador, sino porque debido a los cambios de funcionarios de primer nivel en la administración pública, uno de los directivos de la Secretaría de Salud firmó, antes de separarse del cargo –luego de casi ocho meses de gestiones–, el permiso para que tomaras fotografías durante cinco días en el interior de dicho centro de rehabilitación psicosocial. Cruzaste la frontera entre la locura y la cordura cargando tu cámara, un tripié y una lámpara. Pero no ibas solo. Al llamado te acompañaron tu asistente, Rodrigo Elizarrarás, y la chef Martha Ortiz Chapa, quien, luego de que fotografiaste sus platillos, se volvió tu cómplice en esta aventura. Fue todo un acontecimiento. El primer día en el psiquiátrico pasaron muchas más cosas de las que te imaginabas que podían suceder. Primero hicieron un scouting del lugar. Fueron conociendo los espacios

Paciente hospital psiquiátrico. Ciudad de México, 2001. Polaroid 120 mm.


así como a sus habitantes. Pudieron recorrer todo el hospital, salvo el último piso pues, en la medida que iban subiendo niveles en el edificio, las cosas se hacían más complejas. Afortunadamente tú y tu equipo siempre estaban acompañados de una enfermera con una jeringa en la mano que, curiosamente, traía traje sastre debajo de la bata blanca. Pensaste que ibas a encontrar personas con camisa de fuerza azotándose, literal, contra las paredes tapizadas con colchones. Sin embargo, lo que descubriste fue un patio rodeado por jardines extensos donde se había montado una carpa y debajo de ella los pacientes bailaban al ritmo de música tropical. En el marco de esa escena, se les acercó una de las internas y le dijo a tu asistente, Rodrigo, lo guapo que le parecía. Acto seguido, se dirigió a Martha Ortiz: “¡Qué mujer tan más hermosa! Usted es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, ¿qué pinturas usa?”. La chef respondió “Clinique”. Se comprometió a comprarle unas en El Palacio de Hierro y llevárselas de regalo al día siguiente. Ante la iniciativa y sociabilidad de la paciente, decidiste que fuera la primera en ser retratada en el estudio que habían improvisado en el gimnasio del psiquiátrico. Durante la sesión, la paciente pidió a Rodrigo que le enseñara las polaroids de prueba, es decir, las instantáneas que tomas para medir la luz, supervisar la composición… Es lo más cercano a lo que se ve en el negativo, por lo que sirve de referente. Luego de admirarse, le pidió que se las regalara y Elizarrarás te consultó si era posible. Accediste. Finalmente, le solicitó al guapo Rodrigo que le guardara sus tres polaroids y se las diera al día siguiente. El segundo día te encontraste a un hombre sentado en una jardinera que, a lo lejos, parecía que tenía un turbante en la cabeza. Te llamó mucho la atención su apariencia. Ya de cerca supiste que era un suéter, el cual se había puesto para cubrirse del sol. Confirmaste que estabas frente a una imagen con una vocación atemporal. Le preguntaste si le interesaba hacerse un retrato con ustedes y te soltó una de las frases que se te quedarían tatuadas en los tímpanos: “Ustedes van a llegar muy lejos y yo voy a llegar ahí con ustedes”. Te pidió un cigarro. Le regalaste una cajetilla. Se cerró el trato. En ese momento comenzaron los verdaderos temores que te han acompañado toda tu carrera. Sabes que la negociación para lograr un retrato es muy frágil. Los últimos minutos son los que más padeces, los que más te hacen sufrir. La gente te puede decir que no antes de llegar al estudio o dentro del estudio; se puede negar a que la fotografíes segundos antes del primer disparo. Y ese temor, en tu caso, es similar al que sienten aquellos a los que les aterra la muerte. No fue la opción del señor del turbante, quien accedió a dirigirse con ustedes al gimnasio del psiquiátrico. Lo que nadie sabe es que esa foto se obtuvo en la segunda prueba de la polaroid que, en estricto sentido, tenía la única función de ayudarte a calibrar la iluminación. En cuanto viste la instantánea, supiste de una presencia casi mágica. Luego vino una batería de doce fotos, pero ya no fue lo mismo. Ya no tuvo esa revelación de inicio.

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Hacia el tercer día de producción no podías creer que se estaba materializando uno de tus sueños más antiguos. En realidad, este proyecto se fue gestando a lo largo de toda tu vida debido a que siempre has tenido la inquietud de saber qué es la locura. Incluso simpatizas con la teoría de Michel Foucault, quien en su libro La vida de los hombres infames plantea que el concepto de locura va cambiando de una época a otra; indica cómo a través del tiempo lo que se considera insano va teniendo otro significado. En el fondo siempre te ha llamado la atención el desequilibrio mental en términos de cómo influye en la identidad de las personas.

Paciente hospital psiquiátrico. Ciudad de México, 2001. Polaroid 120 mm.

Ese mismo día tres, el director del hospital te mandó llamar a su oficina y te contó que la mujer que habías fotografiado dos días antes estaba a punto de ser dada de alta pero que, debido a una crisis de la que había sido objeto, no iba a poder abandonar el hospital. Esa misma mujer, tan sociable de inicio, acusaba a Rodrigo Elizarrarás de haberle robado “sus” fotos. Aquella mujer inocente controló de alguna forma la situación para que el proyecto entrara en riesgo y provocó que el director decidiera darlo por concluido. Se perdieron dos días más de producción. Y de ahí reflexionaste sobre cómo una mente con una inteligencia muy particular puede manipular el ego de las personas hasta dominar la escena con auténtica capacidad destructora. “Quien te adula, te detesta”, fue una de tus conclusiones dentro de lo más recóndito de tu frustración.


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Paciente hospital psiquiĂĄtrico. Ciudad de MĂŠxico, 2001. Negativo 120 mm.


INMACULADA CONEXIÓN DE 2001 A 2010

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Ahora estamos en el 2002. Tienes frente a ti una de las historias que, con los años, rememorarás como de las más significativas para tus emociones: la protagonista se llama Bertha Aguilar, es egresada en Relaciones Industriales. En su trayectoria profesional trabajó como gerente de capacitación en empresas como Xerox e Industrias Peñoles. Fue diagnosticada con cáncer a los 30 años de edad. Tras librar esa dura batalla, creó en 2002, junto con Alejandra de Cima, la Asociación Mexicana contra el Cáncer de Mama A.C. mejor conocida como Fundación Cimab. Uno de los proyectos de esa institución tuvo que ver con la creación de un libro que recopilara los testimonios de mujeres que no se dejaron vencer por esta enfermedad. Además de las historias de vida, había que hacerle retratos a sus protagonistas. Entre ellas estaba la misma Bertha Aguilar. Con el entusiasmo que le inyectaba el proyecto, Bertha llegó puntual a tu estudio. Iba acompañada de sus hijos Santiago y Renata así como de una nana que la auxiliaba. Venía directamente del salón de belleza, con una blusa rosa y el maquillaje perfecto para ser inmortalizada por el maestro Guillermo Kahlo. Pero el contexto para este retrato era otro. En cuanto la viste entrar, se te fue la quijada al piso. No era lo que esperabas capturar. No era el reflejo de lo que ella te había platicado en la reunión previa donde habían definido el concepto del retrato que se incluiría en el libro. Y el arte de la persuasión hizo su arribo. Además de las evidentes, tienes otras cualidades sorprendentes como ser capaz de llegar a una negociación con tus fotografiadas, que no es otra cosa que ceder para ganar. Así que le preguntaste a Bertha que qué opinaba si se ponía un poco de agua en el pelo para que se viera más natural; que qué le parecía si le bajaba un poco al maquillaje para dejarse ver más ella. Para rematar, le indicaste que a ti, su blusa, que suponemos era de diseñador, no te decía nada. Bertha manifestó su molestia en ese momento. No era para menos. Cualquiera te hubiera lapidado por hacerle perder dinero y autoestima. Lo primero era cierto; lo segundo, no del todo. Hay una hipótesis de la que partes en la que la autoestima tiene que ver con el ser más profundo, no con la apariencia: “Nadie es más interesante que uno mismo siempre y cuando sea legítimo. La autoestima va más allá de un estado físico, más allá de un contexto social, más allá de la ropa que se trae puesta. Nadie es más atractivo que quien se acepta y se conoce a sí mismo. Yo no encuentro otra premisa para retratar personas que ese contexto. En ese universo, una arruga más o menos, quiere decir muy poco o puede querer decir todo”.

Bertha. Ciudad de México, 2003. Negativo 120 mm. Cortesía Fundación Cimab.



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“Mira Guillermo –te espetó Bertha Aguilar con tono autoritario–, yo lo que quiero es una foto con mis gordos”. Dicho lo anterior se generó uno de esos silencios sepulcrales que hacían pesado el interior de tu estudio. Le pediste por favor a Sandra, la joven que estudiaba historia del arte y que fue tu asistente por mucho tiempo, que saliera del foro. Te quedaste a solas con ella. –Bertha, yo puedo tomarte la foto que quieres con tus hijos al final de la sesión, pero estamos aquí por otro objetivo. ¿Sabes qué? Todo lo que me contaste no lo estoy viendo en este cuadro. Es decir, estoy viendo a alguien que acaba de salir del salón de belleza y que puede ser cualquier otra persona. No estoy viendo a la luchadora que me platicaste. –¡Es que yo no quiero que se me vea mi cicatriz, Guillermo, comprende! –Lo comprendo, pero que no se te olvide que por esa cicatriz te salvaron la vida. Bertha salió del foro. Cruzó el jardín de cactáceas que divide tu escuela de fotografía del estudio. Entró al baño. Se mojó el pelo y se lo sujetó en una cola de caballo. Se dejó la camiseta blanca de tirantes que traía debajo de la blusa rosa. Disminuyó la intensidad de su maquillaje, excepto el rímel de sus kilométricas pestañas que apuntaban hacia el techo, quizá como un símbolo que representaba su filosofía de la vida: hacia arriba. Ahí quedó la huella en blanco y negro de una mujer que defines “con un ser interior increíble. Alguien que puede más que su tiempo y más que sus circunstancias. Nadie podía ser más importante que ella en el mundo en ese momento y ella logró darse cuenta”. Alrededor de un año después, en 2003, se hizo la presentación del libro Matices. 27 testimonios de sobrevivientes de cáncer de mama en el que además de los textos se incluyeron retratos hechos por varios maestros de la lente, entre ellos tú, que capturaste en cuerpo y alma a Bertha Aguilar y a Gaby Molina. El evento se realizó en el Club de Industriales de la Ciudad de México. Los retratos se imprimieron en formato de un metro por un metro, aproximadamente. De pronto se te acercó un hombre que se presentó como Fernando y te preguntó si eras el fotógrafo de Bertha. No pudiste negarlo. Te dijo: “Tú eres el único hombre en el mundo que me comprende, cabrón”. Le preguntaste por qué y respondió: “Porque esta mujer, Bertha Aguilar, es mi esposa y es exactamente esta que aparece en la foto. Nadie la había visto así. Exactamente ella es la mujer que yo amo”.


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Sin tĂ­tulo. Ciudad de MĂŠxico, 2005. Negativo 120 mm.




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EL GRUPO DE LOS 8 Ahora estamos llegando al año 2007, al mes de septiembre del calendario gregoriano. Estás por concluir tu exposición KahloPhoto en el Centro de Diseño Alemán, en la Ciudad de México, y te frotas las manos porque prácticamente se empalma con tu próxima muestra individual, la cual tiene como siguiente escala el Centro Cultural del México Contemporáneo, a espaldas de la iglesia de Santo Domingo, en el Centro Histórico. Pero los movimientos en el ajedrez no son los esperados. El retrato de las dos hermanas Quintana, protagónico en la primera exposición, se convierte en el cartel publicitario de la segunda. En cuanto lo ve montado en la fachada del Centro Cultural, su coordinadora general, Nellie Villanueva Mendoza, frunce el ceño y te indica que no le parece que se repitan las fotos en los dos lugares. Le explicas que las imágenes se repiten muchas veces porque son retratos obtenidos a través de los años. No lo comprende. Así que te pide, por lo menos, de seis a ocho fotos inéditas, hechas en exclusiva para este proyecto. Una semana antes del montaje, tu novia Beatriz te convenció de ir a conocer el lugar donde se exhibirían tus retratos. Lo destacable es que te lo pidió a las nueve de la noche y accediste ese día en ese horario. ¿Qué no hace un hombre enamorado? Como era de suponerse, el escenario de las calles aledañas a Santo Domingo no eran precisamente Les Champs-Élysées. Sobre Leandro Valle, misma calle que permite el acceso al Centro Cultural, había algunas personas que habitaban entre los portones que las resguardaban del viento frío. Beatriz te rogó que se fueran, le parecían peligrosos. Accediste, no sin antes pensar en voz alta: “¿Por qué no metemos adentro del museo a los que viven afuera de él?”. Ahí estaban los protagonistas de tu próxima serie. Por la tarde del siguiente día, Beatriz y tú volvieron al mismo lugar y con la misma gente. Cuando salieron de recorrer el Centro Cultural, los abordó una persona que caminaba atrás de ustedes.

De la serie Los rostros de la calle. Ciudad de México, 2007. Negativo 120 mm.


–Give me one dollar –les pidió en un inglés medio pocho el hombre de unos cuarenta y tantos años de edad. – ¿Y tú qué haces por acá? –le preguntaste para iniciar el encantamiento. –Acá vivo. ¿Y ustedes qué hacen? –Estamos tomando fotos. –Pues yo soy modelo ¿Y qué, cuánto pagan por foto o qué? –Doscientos pesos, ¿le entras? –Cámara.

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De entrada tú no querías fotografiarlo. Te parecía alguien que de alguna manera exaltaba todo y no era lo que estabas buscando. Todo era superlativo: hablaba en inglés, gesticulaba demasiado y exageraba todo lo que decía, por lo que te parecía muy difícil que pudiera darte una foto legítima. No obstante terminaste por otorgarle el beneficio de la duda. En ese instante, el productor Pedro Torres estaba montando una instalación en video dentro de tu exposición. Al ser testigo del acontecimiento con Ramón Escalera, tomó su cámara de video y junto con el director Mauro Bravo, levantó imagen de prácticamente toda la escena. Entraron a la sala del Centro Cultural donde habían instalado un estudio de fotografía. Previo a cargar tu cámara Hasselblad 500, le preguntaste a Ramón sobre su historia. En la medida que escuchabas su narración, te diste cuenta que su contexto de vida era mucho más denso de lo que pensabas: había sido policía judicial, la cicatriz que tenía en la cara era consecuencia de un balazo mal calculado que alcanzó a rozarle el rostro sin que la bala ingresara en la cabeza. Sobre él traía puesta su casa. Su vida: un walkman, unos audífonos, su saco, su suéter. La barba llena de canas. Les presentó a una novia, igualmente en situación de calle, que tenía alrededor de veinte años menos que él. Ambos habían procreado una hija. Eso sí, Ramón ingería bebidas alcohólicas como de concurso. Y aunque pudiste hacer mucho, preferiste no involucrarte más allá de los límites del proyecto. Beatriz, tu novia, especialista en neurolingüística y psicopedagogía, quien también coordinaba esas sesiones de fotos, ya te lo había advertido: “Nunca te enganches. Con nadie”. No cabe duda que lo único que te une con la fotógrafa norteamericana Mary Ellen Mark es la pasión por contar historias a través de la lente. La conociste en alguno de sus workshops en Oaxaca, México y descubriste que ella –hasta el 2015 que falleció– tenía una fascinación por darle seguimiento a muchos de sus retratados. Los documentaba. Hacía ensayos visuales. Pero también se involucraba. Tal es el caso de Tiny (Erin Blackwell Charles), una prostituta de trece años de edad que conoció en la zona de Seattle y a la cual fotografió a lo largo de treinta años. El proyecto adquirió tal dimensión, que incluso el Norton Museum of Art de West Palm Beach exhibió, de diciembre de 2015 a marzo de 2016, las imágenes de la larga relación que Mary Ellen mantuvo con Tiny en una muestra titulada Tiny: Streetwise Revisited. En tu caso claro que hay una conexión emocional muy fuerte en el momento que estás capturando la imagen e incluso cuando la ves impresa, pero no vas más allá.


Ramón Escalera no fue la excepción. Tampoco tenías tiempo para más. La fotografía que se incluyó en la exposición Guillermo KahloPhoto del Centro Cultural del México Contemporáneo te llevó no más de una hora en el estudio improvisado. Esa imagen que se reprodujo en el catálogo de la exhibición corresponde a la primera toma que hiciste con la polaroid. Ante esa prueba, te congratulaste a ti mismo: “¡Wow! ¡Me encanta! Vámonos por este camino”, instruiste a Ramón. Pero el camino se acabó en ese momento. Entendiste que te habías equivocado. No estabas con un modelo o histrión. Escalera comenzó a sobreactuar en su propio papel. Ninguna toma fue tan dramática y expresiva como la primera, donde revela una cara alargada con la mirada como salida de un cuadro de El Greco. “Yo siempre he partido de l precepto que nadie representa su papel como la persona en sí –reflexionas ante este diván–. Hay un mito entorno a que el fotógrafo desenmascara a las personas, es un lugar común entorno al retratismo. En realidad no desenmascaramos a nadie. Los papeles que actuamos a lo largo de la vida son parte de la esencia y de la identidad. La forma en cómo alguien reacciona ante una sesión de fotografía es también parte de quién es o quién quiere ser, y quién se quiere ser también es parte de quién eres. Eso es algo que nunca hay que desconocer”. Ramón te pidió que le regalaras una de las polaroid de prueba al final de la sesión. No solo eso. Te pidió que se la firmaras y, por supuesto, cobró sus doscientos pesos. Un par de días después lo viste con la polaroid cubierta con una mica de plástico y sujetada con un cordón que la hacía colgar del cuello. Una vez que se inauguró la exhibición con esos nuevos retratos, Escalera y sus otros siete colegas de proyecto se observaron a sí mismos en las salas donde colgaban sus rostros, sus identidades, su dignidad y, sobre todo, el reconocimiento a la personalidad. En esas salas del Centro Cultural habitaban lo mismo retratos de gente en situación de calle, que retratos de los dueños de los edificios y comercios de esas calles. Con el mismo fondo con el que habías retratado candidatos a la Presidencia de México, plasmaste a estos individuos. Desde luego que había un contraste en las circunstancias que, sin duda, son importantes. Como apuntó el filósofo español José Ortega y Gasset en su libro Meditaciones del Quijote, publicado en 1914: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Ramón Escalera nunca se visualizó con su rostro expuesto en un espacio cultural. Los otros tampoco. Distintos y distantes. Todos tenían un elemento en común: eran sobrevivientes.

Sig. De la serie Los rostros de la calle. Archivo digital. Ciudad de México, 2015.

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