Libro: Espacios Intransitados

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Espacios Intransitados AntologĂ­a de cuentos para tirar al mar.



Espacios Intransitados Antología de cuentos para tirar al mar.

Compilación: Paulina Mendoza y José Manzanilla.


Primera edición. León, Guanajuato, México. 2013 Esta edición es publicada con el acuerdo de cada uno de los escritores que colaboran en la antología, puede ser reproducida mientras se haga referencia a la fuente de autor y compilación. Idea original: Editorial EnComa. Desarrollo y Producción: Rizoma Agencia Cultural. Editores: José Manzanilla y Paulina Mendoza. Diseño de cubierta con producción manual: Equipo Rizoma, EnComa y Artistas. Diseño del interior: Palmira Páramo. Comentarios sobre la edición y contenido de este libro a: rizoma.agenciacultural@gmail.com fb: Rizoma Raíces


ÍNDICE * Bajar a Nahuanchán Rafael Acosta

** Los papalotes también van a morir Herson Barona

*** La jaima de los nómadas sin Lana Juanjo Cabello

**** Aquí todo madura y se descompone con facilidad Paulina Mendoza

***** Equinoccio en las llamas Héctor Villareal

****** Fragmentos de una novela inexistente Judith Guzmán

******* Por tres cuadros Francisco Rangel

******** Crónicas de lo cotidiano Alejandra López Ortiz

Sobre los escritores



PRÓLOGO La palabra ―espacio‖ se define de muchas maneras, además del esclarecimiento etimológico, también están presentes las connotaciones que le damos. Así hacemos con todas las palabras. Un ―espacio‖ representa un lugar, un sitio, la extensión que contiene toda la materia existente. Una porción de tierra que está lista para que se le posen todos los pies que estén dispuestos a pisar distintos rumbos. Un ―espacio‖ también puede ser el transcurso del tiempo entre dos sucesos, la distancia entre dos cuerpos o incluso la separación entre líneas, palabras, letras. Un ―espacio‖ es un sitio que abre sus puertas para ser abordado, para ocupar el componente vacío del que está hecho. Un lugar para ser llenado con huellas, palabras, fragmentos, sensaciones, objetos, etc. Tomamos diversas rutas para recorrer caminos de los espacios territoriales en este inmenso planeta. Entre esas rutas existe una manera de llegar a lugares nunca antes explorados, los más recónditos e insólitos, el atajo con el que podemos aterrizar a dichos sitios es precisamente la escritura. A través de ésta se activa la imaginación siendo la herramienta para llegar a cualquier espacio y partir de un principio: el de pensar en un punto, un lugar al que siempre se haya querido ir pero por alguna razón no se ha logrado, para hacer posible este desplazamiento utilizamos la ficción que toma como herramienta principal a la imaginación. Teniendo en cuenta la idea del viaje, el que se activa por medio de la lectura, es que se realiza este libro que extrae el espacio mental de cada uno de los escritores que participan en esta antología narrativa. Logrando que el lector camine por espacios intransitados. Ana Paulina Mendoza Hernández.



* Bajar a Nahuanchán Rafael Acosta Las palabras como un canto de guerra. Una guerra perdida, una guerra caída en el olvido antes de empezar. Una guerra sin esperanzas de ganar. En medio del sonido de los rieles siéntelo, una guerra por el placer de la guerra, por el orgullo del guerrero, como los Dorados. Recuerda el tiempo que no puedes recordar, recuerda el bullir de los bam bam, recuerda la pintura cubriendo tu cara y la necesidad de ir detrás del jaguar, del león, del tigre, del lobo. Un adversario ante el cual se espera ser un adversario digno. La balanza cargada al otro lado. Marchar preparado para una muerte, para lo que sería una derrota si no se muriera guerreando. Recuerda, recuerda el tiempo en el que apenas empiezas a recordar y siente el llamado por la competencia, por los deseos de prevalecer. Recuerda el origen de la guerra. Libras la guerra desde antes de lo que recuerdas. Tus palabras son un canto de guerra, una declaración de guerra ante todo. ¡Basta! Un grito de rebeldía. Tus palabras son un bam bam que regurgitas como un animal. Tus palabras no son palabras, son un canto de guerra. Tus palabras son un hasta aquí, son el aire con el cual declaras que no te dejarás resbalar en la oscuridad de la eternidad. Tu canto de guerra avanza con la inercia del tren, con la inercia de quinientos años.


Entre la niebla que cubre tus ojos empieza a imaginarlo. Bajar a Nahuanchán. Ya has estado ahí. Has oído los discursos. Has leído las estadísticas. Has visto en la televisión sus casas. Has visto en los cruceros sus caras. Algo bulle en tu interior. Reconoces en sus rostros la sensación del desposeído, algo en ti bulle ante la necesidad de unírteles. Así, entre la niebla se empieza a delinear frente a ti las vías del tren. La salida de la gran ciudad. El olor del vagón. El vaho que se dibuja en el cristal mientras te pegas a él y empiezas a ver cómo la ciudad y sus grises empiezan a convertirse en otros colores. Frente a ti hay unas páginas. Papel amarillento plagado de manchas negras. Tus ojos se enfocan y empiezan a unirse. Hay grupos de manchas negras frente a ti y empiezan a organizarse en líneas. Reconoces una palabra. Te das cuenta de que ya lo conoces. Viene desde el fondo de tu mente. Empiezas a entender. Empiezas a leer. Reconoces el tono. Ya lo has leído antes. Sabes que dicen cosas que tienes dentro. Levantas los ojos y ves el verde de las coníferas. Las coníferas te recuerdan algo. Algo que sientes que ha estado ausente. Tu vida ha sido un montón de manchas negras sobre superficies amarillentas. Tu vida ha sido monolitos de concreto uno sobre otro. Tu vida ha sido como corredores. Tu vida ha sido manchas blancas sobre una superficie verde. Trozos de algo que asemeja madera bajo tu culo. Trozos de algo que asemeja madera bajo superficies amarillentas. Trozos de madera que ya no parece madera. Unidos con pegamento, repletos de manchas negras. Tu vida no tiene forma. Son sensaciones vagas que se relacionan las unas con las otras. Tu vida ha sido ideas. Un mundo sin forma que se dibuja sobre otro mundo sin forma. El verde de las coníferas te recuerda otra cosa. Otro aire. Un aire frío y un poco seco. Un aire que no recuerdas cuándo fue la última vez que respiraste. Un aire plagado de espíritus sin nombre. Regresas a las manchas negras y sientes que es tu voz la que te habla. El ser humano tiene el derecho a ser feliz. Vaya idea. La idea parece tan obvia, tan


sencilla. ¿Por qué entonces no es tan sencilla? Te sientes como realeza en el exilio. Te sientes como el caballero del encino arrancado. La idea no es tan sencilla. El hombre tiene derecho a ser feliz. Suena tan fácil, tan obvia, tan directamente cierta, pero parece tan irreal. No sabes por qué una idea así no puede ser real. Desfilan por tu mente esas guerras de ideas. El malestar en la cultura, el Otro, las máquinas fascistas, la Ilustración, la lucha de clases, el intelectual comprometido. Desfilan por tu mente esas imágenes: manos atadas a un tubo y pegadas a un cuerpo calcinado; una fábrica desierta en la que entra un tanque americano; un hongo que crece sobre Hiroshima; pachucos en fuga; un puño vestido con un pañuelo blanco en 2 de Octubre; lo que sucedió después de poner una flor en el fusil; un hombre viejo en una burbuja móvil; la señora del pie cucho en el crucero de Hidalgo y Juárez hace sólo dos días... Volteas hacia fuera como esperando un respiro de aire nuevo. Imaginas San Julián de los Altos como un lugar en el cual puedas hacer algo distinto. Las imágenes vuelven y te paras. Vas al baño y te miras en el espejo. ¿Qué ves? Dilo. Un hombre. Tus ojos verdes como aceitunas. Los ojos rojos como un tomate. Tus ojos son una sandía Bizarro. La barba incipiente que te enmarca el rostro. Una camiseta con la efigie del Che. Cuatro hileras de ojeras. A very cocky grin. La mirada del hombre que sabe lo que hace. Cuando te vuelves a sentar en el asiento regresas a tu lectura y de nuevo piensas en la misma frase. El ser humano tiene el derecho a ser feliz. Suena tan obvio, la pregunta es, ¿por qué entonces, el ser humano no es feliz? El trabajo, el jodido trabajo, el deseo, el jodido deseo, el Otro, el jodido Otro. Todo mundo tiene su explicación, pero ninguna te convence. Todo mundo te dice: la culpa la tiene Satanás, el capitalismo, el comunismo, lo que sea. Tú no te lo tragas, tú no quieres seguirlos. Tú piensas que hay otra solución, que dentro de ti hay algo que clama por algo distinto. Vuelves la vista hacia fuera y ves como el cielo se va convirtiendo en una pintura mate. El cerro que vas dejando atrás se va perdiendo con su manto de pinos y frente a ti queda un valle y otro cerro a la profundidad surcado por un par de rayas metálicas. Ya no ves la divina aureola del sol. Ves cómo entre tres


de los picos de los cerros se filtran unos rayos maricones del rosa más mexicano que te puedas imaginar. Ya hay violeta y naranja y amarillo y rojo y rosa y los párpados te pesan y… Abres los ojos y sólo ves el reflejo de las luces en el vidrio. El conductor debe de ir ahí adelante tratando de mantenerse en funcionamiento. Hay un brutal ronroneo o un rugir del tren mientras avanza entre la sierra. Estás otra vez cubierto de coníferas. Estás otra vez en las montañas. En la noche nada acude en tu defensa. Te sientes solo y perseguido. Las tropas republicanas están a punto de invadir tu confortable retiro en el exilio. Sientes una hoja fría que prueba tu cuello, que lo acaricia y lo besa preparado para separarlo de tus hombros. Alguien acaba de golpear el panal que tienes en el estómago y todo por dentro es un zumbido. Sientes corrientes que te toman por asalto como si fueras un lago revuelto en la marea. Poseidón se apodera del agua de tu cuerpo y tú eres solo un Ulises, perdido en la inmensidad de unas mareas que nunca te llevan a donde quieres ir, que te manejan como un juguete. Sientes claramente como una corriente de tristeza de alta presión sube desde tu bazo hasta el pulmón derecho, donde se combina con un sistema de nostalgia de algo que no conoces y navega en zig zag hasta tu corazón y se arremolina hacia tu garganta. Una corriente de amor no correspondido te agarra por los huevos. Un frío metálico te toma por la nuca y se resbala por tu columna hasta el culo, distribuyéndose en el camino como un escalofrío. Esta noche marca la mitad del camino de tu vida. Estás en una oscura noche de Quxuanal. Aquí no hay ciudades que la iluminen, aquí la noche es pura, como la ginebra Tanqueray. Embriagante. Aquí nadie te protege del hombre. El hombre es el lobo del hombre y, paulatinamente, te sientes cada vez más como su cordero. El hombre te persigue a donde vayas. La luz te aleja del pensamiento tenebroso, pero no te aleja del hombre. El hombre sigue estando ahí. Te rodea con una cárcel sutil. En tu casa, está la luz, está el trabajo, está el agua, el teléfono, el carro, tus alumnos, tus padres, una sociedad construida para que nadie se le escape. Una cárcel a prueba de prófugos. Todo tu entorno es una noche en la que el hombre se encuentra para donde quiera que vayas. Ese


hombre que se empeña en separarse del mundo. Ese hombre que se empeña en dominar. La noche se cierne sobre ti. El hombre te persigue en medio de la noche. Ves que puede haber algo que puedas hacer. Sabes que debe de haber un brujo capaz de sacarte de aquí. La noche es densa como si fuera de chocolate amargo. Pero en medio de ella puedes verte, puedes ver tus ojos en medio de esta pesadilla de chocolate. Ves la resolución que se plasma en ellos, ves la conciencia de que hay una manera de salir. Sabes que podrás escapar de la sutil prisión. O cuando menos sabes que si no puedes escapar morirás intentándolo. Te tomas de ti mismo. Te aferras a ti mismo para sobrevivir la noche. Tomas tu mano y cierras los ojos para esperar el alba. Cuando abres los ojos ya estás descendiendo. Las montañas están cubiertas de nubes y no puedes ver nada por la ventana. Nada más que una niebla que no termina. Algún foco que precede por poco a un carro. Una niebla densa y cerrada. Tienes saliva reseca en los labios. Te restriegas los ojos para tratar de ver más claro. Cuando acabas de abrir los ojos ves tu libro y te invade una ola de fatiga. ¡Esa sensación de pereza que viene con la mañana antes del café! Algo trae ese aire fresco que te recuerda la horrible sensación del trabajo. Tu escritorio, donde los papeles subían como una torre de babel. Una rémora pegada a tu piel succionándote las ganas de vivir. Ese escalofrío que recuerdas tan bien. Los deseos de regresar a la cama y dormir... ¿Cómo es que la gente hace esto día con día? ¿Cómo puede alguien levantarse con ganas de vivir cuando existe el trabajo? Cuando hay que levantarse a hacer la misma cosa todo el día, cuando hay que sangrar para alimentar un virus, una máquina rémora que nos acaba las ganas. Después de intentar dormir otra vez miras hacia fuera y la niebla se va deshaciendo. Empiezas a ver madereras y coníferas, empiezas a descender hacia San Julián de los Altos.


En San Julián de los Altos hueles el aire nuevo desde que sales de la estación. Hace frío por la mañana a pesar de ser verano y eso a ti te causa un corto circuito que casi te vas de espaldas en la estación. El sonido del tren sigue sonando en tus oídos. A tres días de tu cumpleaños y tienes la piel de gallina por el frío. Tienes que echarte encima la chamarrilla que cargas en función de almohada. Sales de la estación y ves los tonos húmedos de la ciudad. Todos los colores parecen remojados y puestos a secar al sol de la mañana. Ves los colores de los indígenas que rodean la central de camiones. En cierta manera, es tal como en casa, sólo que allá usan jeans y ropa desteñida y acá traen rebozos multicolores. Los signos de la opresión están por todos lados. Una mujer te trata de vender un búho cuya cabeza gira al agitarlo. Puedes contrastar el rostro de esa mujer cuya arma de ventas es el hambre con el carro del año que ves en el hotel de enfrente. Sientes furia ante la certeza de que el mundo tiene que ser así. Algo en ti se revuelve al ver que nadie ha podido hacer nada hasta la fecha por ellos, los que no tienen en qué caerse muertos, la gente que no sabe qué pensar respecto a la enfermedad de la abuela. Por un lado, entre menos burros más elotes, pero por el otro, si se muere hay que enterrarla. Piensas en lo que te contaba Chito en Monterrey, sobre la gente que deseaba que muriera alguien para tener una boca menos. No te puedes quedar quieto en tu casa, con el aire acondicionado y el trabajo fácil que perpetúa la opresión del pueblo. No puedes visitar el mundo como parte de una raza de amos, no puedes ser el dueño de la hacienda. No puedes entrar de noche al cuarto de la sirvienta y meterte entre sus sábanas. No puedes sentir el calor de una piel sabiendo que te calienta por miedo, que si no fuera por el miedo enfriaría su piel para succionar el calor de tu centro. No puedes penetrarla, no puedes sentir que se deja entrar porque así es. No puedes ser esto. No puedes ser el amo. Eso requiere algo, una ruptura, una brutalidad que no posees, que te repugna y te produce una náusea del mundo.


Lo veías, con la misma camiseta desde hace una semana, lo olías llegar antes de que llegara, él no tenía en dónde bañarse. Tampoco tenía en dónde cocinar. Cuando te reprochó la vida burguesa, no supiste qué decirle, no supiste para dónde hacerte. El mundo te produce un dolor agudo que te incita a la acción, pero no sabes qué hacer. ¿Cómo inicia uno una revolución?



** Los papalotes también van a morir Herson Barona Mi madre murió de cáncer. Un miércoles se plantó frente a mí mientras almorzaba y me lo dijo: tengo cáncer. Eso fue todo. No sé lidiar con el dolor ajeno. Reaccioné mal o reaccioné mal para lo que la mayoría de la gente espera en situaciones así, recuerdo sólo que la abracé. Poco después me encontraba a bordo de mi Plymouth Barracuda del 67, sin rumbo, como para dejar atrás el temor y la idea de mi madre siendo consumida poco a poco, que no es lo mismo que decir lentamente. Me gustaba sentarme al volante y conducir a altas velocidades todo el día. Me gustaba mirar la forma en que la luz se iba atenuando hasta oscurecer y los edificios se desvanecían uno a uno detrás de mí. A partir de entonces no visité la casa de mis padres más de un puñado de veces, sólo una tuve el valor de ver a mi madre, macilenta, empequeñecida y calva. Ingrávida. Pútrida; olía a enfermedad. Es todo, hijo, dijo entre bocanadas de aire (se ahogaba al hablar), y se despidió de mí. Me quedé callado, con la mirada fija en sus labios mortecinos, sin llorar, como ella me enseñó. No soporté estar mucho tiempo ahí, le tomé la mano y salí del cuarto. Afuera mi hermano me dijo que ya no había nada que hacer, para cuando mi madre decidió iniciar el tratamiento ya era muy tarde, pues en un principio se negó a aceptarlo –como si bastara con negarlo para que no fuera verdad–. El cáncer había hecho metástasis


en los pulmones y el páncreas. Las quimioterapias no resultaron, así que, po r deseos de ella, la sacaron del hospital. El doctor iba a verla todos los días y le suministraba fuertes dosis de morfina que, a juzgar por sus gritos apagados, en nada le ayudaban. Esa tarde y esa noche no hice más que pensar y recordar. En algún momento de la madrugada un escalofrío recorrió mi cuerpo, era miedo e impotencia. Conocía la sensación, comencé a tenerla a los seis años y no se fue sino seis años después, yo creí que para siempre, aunque mis problemas para dormir se originaron en ese periodo de mi vida. No me gustaba la noche porque en mi cama la oscuridad, el silencio y la soledad no me permitían distraerme, entonces, mientras intentaba dormir, llegaba esta idea de pronto y, como un tsunami, arrasaba con todo lo demás: mis padres iban a morir. No podía pensar en otra cosa. Morirían, era inevitable. Tal vez no mañana –aunque a veces sí llegaba a pensarlo y la posibilidad me angustiaba a tal grado que me mareaba y tenía náuseas–, pero algún día se morirían y yo no quería que eso pasara nunca. Más de una vez se me ocurrió que todo sería más fácil si yo muriera antes, así no tendría que enterarme de la muerte de mis padres. Ahí estaba yo, un niño de seis años que ahogaba su llanto en la almohada porque las personas fuertes no lloran, decía mi mamá, y yo no podía dejar que Isaac, mi hermano menor, se enterara de que yo era débil. Ahí estaba yo pensando que sería mejor morirme. Nunca se lo dije a nadie, me acostumbré a dormir mal, a llorar en silencio, a vivir con el miedo. Ahí estaba yo, despavorido, corriendo hacia la recámara de mis padres, a quienes les decía que no podía dormir, que tenía pesadillas y me metía en su cama, donde después de un rato me tranquilizaba y terminaba dormido. Ahí estaba yo esa noche, un imbécil de veintiocho años, muriendo de miedo. Y ahí estaba mi madre, a quien nunca vi llorar, muriendo de muerte a los cincuenta y uno. Entonces ocurrió algo que podría expresarse con metáforas pero que jamás podría definir con claridad. Había tantas cosas que quería decirle a mi


madre, tenía que disculparme, tenía que escucharme decir que la quería (tal vez nunca lo había hecho), tenía que estar a su lado, tenía que llorar. Iría a verla. El alba me sorprendió reclinado contra un viejo álbum fotográfico familiar. Minutos después, sonó el despertador y yo cerré de golpe el álbum, como si clausurara mi pasado. Me eché agua en el rostro y cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, mi hijo estaba frente a mí con su uniforme del kínder y sus manos extendidas y abiertas mostrándome un pescado japonés negro. ¿Qué le pasó, papá?, dijo afligido, estaba flotando en la pecera, al revés y no se movía. Está muerto, le dije, no pasa nada. Cuando me preguntó por qué se murió le contesté, quizá con una frialdad que no calculé, que nada dura para siempre. Todas las cosas se mueren. Echamos al pescado en el escusado y lo vimos irse en círculos concéntricos. Rumbo a la escuela de Daniel noté que no había nubes en el cielo. Noté también un grupo de papalotes que surcaban el viento, se los mostré a Dan, alzó la mirada hacia donde apuntaba mi dedo índice. Dos de ellos se enredaron y cayeron sin pausa y sin vértigo hasta quedar colgando del cableado eléctrico. También los papalotes van a morir, dijo después de un momento. Lo miré de una manera incierta que bien podía mostrar aprobación y escepticismo al mismo tiempo. Volví a casa a bañarme. Al entrar, Laura no me recibió con una taza de café, sino con la noticia. Acaba de llamar Isaac, tu mamá murió en la madrugada. Quise gritar. Quise que todos se callaran, que alguien me acompañara en mi dolor o que lo sintiera. Siempre quise tantas pero nunca hice nada para obtenerlas, así que sólo la miré fijamente y apreté la boca, asentí en un gesto de resignación. Ahora ya nunca iba a volver a ver a mi madre, ni me escucharía decirle que la quería; estúpidamente me molesté con ella por dejarme


solo. Laura y yo nos desvestimos para coger, en un vano intento por sentirnos vivos. Quería sacarme el odio que sentía, pero sólo terminé más triste. Fuimos juntos por Daniel al colegio. De regreso íbamos los tres en el auto y Laura intentaba normalizar el ambiente. Yo no había abierto la boca, pero de pronto, en un alto, se hizo un silencio insoportable, el sol a través del parabrisas me provocó un leve deslumbramiento y dije parcamente, mirando a Daniel por el retrovisor mientras mis pupilas se adaptaban de nuevo a la luz, se murió tu abuela. Daniel abrió mucho los ojos y atinó a decir que se murió el mismo día que su pez. Los llevé a casa y me fui. Realmente me fui. Conduje sin rumbo por un tiempo que ni yo ni los relojes no sabrían precisar. Iba como perdido sobre el asfalto, aunque mi cabeza estaba en otra parte. En realidad buscaba algo, no sabía qué ni dónde, pero perderse es una forma de búsqueda. No sé explicarlo, sólo sucedió. Me desentendí del trabajo y de mi familia. No fui al funeral de mi madre y mi mujer me dejó. Un día pensé que tal vez mi vida no era más que un listado de cosas que iba dejando precipitadamente por miedo a que se terminaran, por eso le guardaba una especie de resentimiento a mi madre. Todo lo hacía por inercia o como si fuera un sonámbulo. Ahogué mis penas en alcohol, como dicen, y no mucho después toqué fondo, como dicen también. Poco a poco fui cediéndolo todo. Por alguna razón me sentí cómodo en las profundidades, donde nadie espera nada de ti. Y es que nada de lo que hasta entonces había vivido, absolutamente nada me preparó o me permitió sobrellevar la muerte de mi madre. Ese hecho, baladí para el resto del universo, es el hoyo negro que me consume de a poco, la herida que duele como si cada día volviera a abrirse.


Si pudiera hacer un diagrama de mi vida, dibujaría una línea recta, aburrida, larguísima y dolorosa, que sin importar lo rápido que se recorra pareciera no terminar nunca, la mirada no podría abarcarla. Como la autopista de Tucson sobre la que ahora me deslizo y que tantas veces he recorrido, con un paisaje que parece más bien fotográfico, inmutable; cortado por esta franja de asfalto que no corta nada y que asemeja una cicatriz sobre la tierra, a cuyos lados se encuentra lo mismo: desierto, vegetación exigua y un polvo amarillento que cubre todo y que por momentos se amontona conformando rocas q ue te encierran en una suerte de túnel por el que apenas se vislumbra un cielo de nubes blanquísimas, largas. Un cielo sin papalotes que anuncia un ocaso que lastima los ojos y al que me dirijo con el acelerador hasta el fondo, con las dos manos en el volante, la certeza de que no lo alcanzaré porque siempre llego tarde a todo, mis sueños que voy dejando tras de mí sobre este camino y el


recuerdo o los vestigios del recuerdo de una vida que quedó cancelada hace ya mucho tiempo. De pronto, la certeza de que uno nunca llega a ninguna parte me obliga a bajar la velocidad y dar una vuelta de ciento ochenta grados –olor a plástico quemado, humo negro, marca de llantas sobre el pavimento– para volver por un camino que nunca quise recorrer, huir de los crepúsculos y los finales fáciles en busca de un mapa que me muestre el camino de vuelta.


*** La jaima de los nómadas sin lana Juanjo Cabello Buscamos lo último, nos quedamos con lo único. El verso de Ixtzel me hizo regresar tarde a casa. Dicho así, bajo una palapa ―cuarta chela― del Mar de Cortés, me dejó atornillado a la barra. Lo había leído un año antes, cuando ‗Ix‘ publicó su segundo libro de poemas. Antioquía era el título. En ese momento no lo entendí. Se me escapó en la lectura. Solía pasarme con los poetas. Pero ahora sí. Y no estaba cohete. Aunque había ambiente de fiesta. Con Gainsbourg de fondo y Burroughs en los talones. Quemando la noche como disolutos juntaletras. Rendidos ―tras medio éxito, varias derrotas y algún fracaso― a trabajar en otras cosas. A freelancear en paraísos perdidos para alimentar nuestro vaporoso ego de escritores que no escriben. Hoy Himes, mañana Hammet. Dispares, narcisistas. Enamorados de la jaiba, el pez vela y el T-Bone a la intemperie. Ladrones de empleo en Baja California. El Doctor Mota siempre llegaba el primero. Era el único del grupo que no tenía problemas para fulear el refri. Sabía medicina de narices. Y operaba a gringas que cruzaban la frontera para ahorrarse unos dólares con los que comprarse otros senos. Salió huyendo del Seguro Popular. Le robaron cuatro veces el equipo en su consulta. Con todo y escarpelos, como apuntillaba siempre. Uno de ellos llegó hasta la cárcel de El Tejote para cortar unas venas. El forense del presidio lo reconoció enseguida. Una manía de familia. Llevaba grabado con disimulo SA. Sele Arístegui. Su nombre original era Celestino. El funcionario de turno se equivocó al inscribirlo y lo rebautizó Selestino. Le gustó


la idea y cuando por fin pudo hacer el cambio se autonombró Sele. Y hasta hoy. No le molestó. Ya se sabe que por aquí la s y la c son una misma cosa. La conversación iba de Peace. El envidiado. Nuestro más reciente nexo de unión literaria. Un Joyce empapado en sangre. Teníamos predilección por ese cabrón de Osset. Ahora estábamos en 1980. Perla noir. Sanguinaria y radical. Literatura deadeveras: ―Una calle corriente de un barrio corriente donde un hombre cogió un martillo y un cuchillo y asesinó a Lauren Bell, le reventó el cráneo y le asestó cincuenta y siete puñaladas en el abdomen, en el útero y una en el ojo. Y después paró, en esta calle corriente de este barrio corriente… Pinche calle corriente, exclamó ‗Ix‘. Buscamos lo último, nos quedamos con lo único. Y volvió a echarle limón a la pata de cangrejo que pinzaba con los labios para seguir chupando. Ahí me quedé yo. Pedí un destornillador con mucho hielo y salí a fumar frente al mar. Con los pies a diez metros del agua. A unos cien pasos del antro de palma y arena. Olía caro. A langosta a la brasa. Y la música filtrada por la brisa me susurraba al oído frases en francés. Me eché tres pitillos pensando en mí. Buscando peces voladores en la colcha del mar bajo la estela de la luna. Dándome importancia. Como si no me conociera. Escribiendo en mi cabeza el final de ese cuento que tenía atorado y que Ixtzel me ayudó a liberar. Por algo debía quedarme. Estaba contento y listo para volver a Interzona. Tánger nos quedaba lejos y el Bar La Isla era nuestra particular Green Line. La jaima de los nómadas sin lana. Oí de lejos la voz de Sele. El Doctor Mota apenas fumaba. Sólo cuando no tenía cirugía al día siguiente. Y eso era casi nunca. A veces pinchaba su música cuando Mela, la encargada, estaba de buenas ―seis o siete veces al año―. En su última sesión, el Sele le dio dos caladas a un petardo antes de subirse a la cabina, una plataforma de madera adosada a un simulacro de palmera. Se le cayó el maletín de cedés y fue bastante. Le regalamos el apodo de DJ Doctor Mota. No le hacía ninguna gracia. Pero sabía aguantarse. Además, era


el único al que le iba bien. No tenía derecho a enojarse en nuestra cara. O si lo tenía jamás cometió ese error. Llegó del DF completamente calamar y en siete años había logrado levantar su primera clínica de bubis. Era un buen tipo. Algo ojete cuando se pasaba con el tequila. Pero eso era también casi nunca. Y de cada cuatro rondas pagaba dos. Nos mantenía unidos. En realidad, sin su alcohol y el calor de La Isla no éramos nada, como casi nadie. Y, la neta, tampoco lo pretendíamos. Nos valía madres. Salvo al Doctor Mota. El sí debía guardar las apariencias. Ni una objeción. La familia estaba en sus manos. Nunca salió de nuestra boca una crítica. Faltaría más. A decir verdad, y al peso, era el más escritor de todos. Llevaba ya siete novelas de absoluto negro. Una por año desde que se afincó por estos lares. Le gustaba recorrer el mundo solo con mucha gente en viajes organizados y de ahí sacaba el material. Elegía a sus víctimas entre los turistas. Les procuraba ingeniosas torturas y muertes estrambóticas. Cuando regresaba a La Baja no tardaba más de tres meses en convertir su aventura turístico-criminal en una novela de cuatrocientas páginas. Logró colocar la última ―Asesinato en la Ciudad Roja― en una editorial de San Diego comandada por un chilango que conoció en la UNAM en sus años de estudiante. Las otras seis se las publicó él mismo. No le sobraba talento, pero escribía. Y en eso nos llevaba ventaja. Ofelia Claxon era la hembra de la banda. Treintañera de Tijuana. Pintora y microrrelatista. Autodidacta. Fugaz como su obra. Cuadros de menos de treinta trazos e historias de nunca más de ciento cincuenta palabras. De relaciones pasajeras. Sin trascendencia ni obligaciones. El placer de amar, lo llamaba ella. Y luego sonreía. Era nuestro último fichaje. De pelo azul y brazos tatuados. Tocaba el banjo en una orquesta que amenizaba bodas, comuniones y puestas de largo de nacas quinceañeras fronterizas. Un bicho raro. Enigmática y huidiza. Gran lectora y amante de Cortázar y los cacahuates. De ella sabíamos que no se llamaba Ofelia Claxon y poco más. Eso nos gustaba. También lo que escribía. Y su banjo. En realidad de ella nos gustaba a todos casi todo.


Con ella hablaba Seles cuando yo volvía de nuevo al templo con la copa vacía y el cuento terminado. Déjate de mamadas, este cabrón lo saca todo de la vida real. Contestó vehemente. ¿No te lo crees? Mira. Y buscó David Peace en el Google de su celular. Abrió un enlace y le puso a Seles el teléfono en la nariz. Ya ves, joto incrédulo. Pídeme otra Pacífico. Ésta la dispara tu ignorancia. Y antes de que el


Seles, derrotado y sonriente, se girara hacia Mela, Ixtzel le dio un golpecito en la espalda y le suplicó otra con la mirada. El público también bebe, güey, masculló con ternura ―formando un dos con sus dedos índice y anular. Y en eso llegó Larry. Botas Cuadra de piel de avestruz, camisa tejana, cinturón piteado y sombrero ad hoc. Una ficha pasada de lanza. De madre veracruzana y padre neoyorquino. Al borde de los cuarenta. Dirigía una emisora local de música norteña que hacía furor en San Andrés y su conglomerado de ranchos, ranchitos y ranchetes. El polvoriento poblado marinero devorado por el salitre que nos acogió a todos y del que no teníamos pensado movernos a corto plazo. Puede que nunca.



**** Aquí todo madura y se descompone con facilidad Paulina Mendoza Ella, una fanática de todo y de nada. Le gusta saber de muchas cosas. Su imaginación le impide estar acorde con la realidad. La imaginación o la pereza, no lo sé muy bien. Sé que le gusta el arte; su pintor favorito René Magritte. No tiene ningún escritor predilecto pero le gustan Raymond Carver, Paul Auster y, recientemente, lee a Virginia Woolf. Su futuro no es muy claro pero tampoco su presente. Su mente está un poco estancada. La veo pasar y sé de ella, de sus pensamientos y su vida porque yo soy un narrador. Tiene un trabajo que no le gusta mucho, de hecho tiene dos, y aunque no los aborrece tampoco está conforme. Ella no está conforme con nada. Le falta algo de motivación o quizá simplemente arriesgarse más. Le gusta escribir pero no lo hace muy seguido. Piensa mucho en ello, en las historias que le gustaría escribir, en qué decir y cuándo, pero como les decía, para ella es difícil notar que un pensamiento no es la realidad tangible y concreta, por lo que a veces le basta el pensamiento. Hace varios meses que no escribe un relato y un día de navidad, después de ver demasiadas películas, decide sentarse y escribir en la computadora. Piensa en muchos temas: en barcos, en alguna historia que tenga que ver con la formación de los planetas, con el clima, con el caos del mundo, y hasta en escribir sobre las compras de pánico. Decidió escribir sobre el tema que menos podría interesarle al mundo (al mundo de los lectores, las editoriales y en general al mundo): así que se dispuso a escribir un relato sobre sí misma.


En una tarde de mayo, Teresa portaba un vestido verde y unas mallas cafés. No se había dado cuenta que para esa tarde primaveral había escogido un vestuario similar al de un árbol. Tenía trabajo, mucho trabajo, en un festival de cine. Ella estaba encargada de organizar unas conferencias sobre un famoso cineasta ruso llamado Andrei Tarkovsky. En el mundo hay muchas personas que dedican su tiempo a realizar análisis sobre cosas realmente innecesarias, por ejemplo: análisis sobre las películas de este señor. Sin embargo, ella pensaba que había varios seguidores del director y que sería bueno reunir a esa gente para que hablaran de sus aficiones y de los fetiches que tenían. Esas conferencias absorbían su tiempo y sólo quería que quedaran perfectas ya que si lo lograba obtendría un puesto en las oficinas de la Cineteca Nacional. Uno de sus pasatiempos preferidos era, sin duda, ver películas; el cine llenaba un espacio [¿importante?] de su vida por lo que deseaba trabajar en la Cineteca. Se encontraba en un momento conflictivo con un chico con el que había salido algunos años. La vida se encargó de terminar con lo que había que terminar, aun así quedaron algunas secuelas que el paso del tiempo poco a poco fue curando. A ella todavía le parece increíble el haber podido dejar de establecer contacto con él, aunque le parecía, faltaba más determinación de su parte. Pasó su etapa de prueba y finalmente no consiguió el trabajo en la Cineteca. Siguió con una vida un poco más solitaria y dos trabajos que, a pesar de que no eran lo que quería, le ayudaban a sostenerse y a comprar cosas que le hacían falta. Transcurrían los días. Ella trabajaba y pensaba mucho en su futuro. Por un largo tiempo se perdió de su presente estando atrapada en los pensamientos sobre su futuro. Se estancó en el tiempo. En el verano fue cautivada por un estudiante de cinematografía; salieron un par de veces y conversaron un par de veces también, eso fue suficiente para que ella pusiera demasiada atención en él. Solía ser muy fácil de cautivar. No sabía si esa especial atención era su manera


de distraerse de sus verdaderas responsabilidades, como la de olvidar, o la de conseguir un nuevo trabajo. Se estancó en el tiempo pensando en alguien a quien no veía y a quien no conocía del todo como para decir que estaba enamorada (además, decir que uno está enamorado es como decir que no se pudo llegar a una junta laboral porque nos dio diarrea, es mejor guardárselo y decir que se tuvo un contratiempo). Todo era un poco confuso. Esa autosuspensión del tiempo pasó del verano al invierno hasta que en una película escuchó la siguiente frase: "Las personas (hombres o mujeres) se olvidan convirtiéndolas en literatura". Como si esa frase fuera la llave de la puerta del olvido, Teresa estaba dispuesta a escribir un relato sobre ese chico que la hizo de la manera más absurda suspender el tiempo, sabía que quizá lo que escribiera no sería literatura, pero esos balbuceos la podrían ayudar en algo. El resultado fue el siguiente:

Llegada la noche, Esteban tomaba una taza de café en la sala de su casa, con la luz apagada y sólo iluminado por una tenue lámpara. Pensaba en la muerte y sus implicaciones. El día anterior había visto un documental sobre la muerte de los pingüinos, los cuales eran suicidas, y la película El séptimo sello en donde la muerte y el ser humano se enfrentan en un duelo de ajedrez. Pensaba particularmente en el día de su descenso, en cómo sería, en dónde, qué día y a qué hora; sería en un hospital, en la calle, en otro país, con su familia o en solitario.


En la oscuridad y con esa taza de café pensaba en todos los detalles de su propia muerte. Se imaginó la caja en donde estaría y en cómo sería su funeral (si es que tuviera uno). Quiénes irían, quiénes llorarían, quiénes no. Imaginaba a aquella niña a la que obsequió el cadáver de una mariposa el día que se encontraron en un jardín japonés; la imaginaba llegando al funeral con una caja de galletas, la misma que le había regalado cuando iban en sexto de primaria. Llegaría aun siendo una niña, a pesar de los años. Pensaba en ella y en sus amigos de la infancia también, esos que no ha vuelto a ver desde entonces. Pasó algunas horas imaginando los detalles de su muerte, pero lo que verdaderamente hacía que le diera más vueltas al asunto era la realidad de saber que nada de lo que imaginaba pasaría. Los seres humanos solemos fantasear demasiado, por eso la realidad puede ser un tremendo choque. Sin embargo, la incertidumbre siempre le encantó, y fue la incertidumbre la que lo llevó a encerrarse dentro de sí. Era un tipo un tanto solitario, hablaba poco y sólo cuando era necesario. Estaba consciente de que sus circunstancias de vida definían su personalidad, le gustaba reflexionar acerca de las cosas y situaciones que lo rodeaban. Su voz era baja, transmitía tranquilidad a quien lo alcanzaba a escuchar. Las personas están acostumbradas a hablar con un tono alto, quieren llegar a los oídos de todos, si por ellos fuera gritarían todo el día. Él no. Esteban se dedicaba a escribir guiones cinematográficos y producirlos. Por las noches se sentaba en su sillón favorito, tomaba café veracruzano y se disponía a pensar por lapsos a veces cortos, a veces largos. Tenía una obsesión por la muerte; le gustaba leer los poemas de Villaurrutia antes de escribir. El guión que más había disfrutado hacer era sobre danza Butoh, esta expresión del cuerpo llamaba su atención desde tiempo atrás por los fundamentos en los que se construye: la danza hacia la oscuridad que pretende recobrar el cuerpo desde el vientre materno. Elaboró una historia que quiso abordar en un cortometraje. Construyó vestuarios que parecían un cielo muy nublado de alguna ciudad abandonada, dos bailarines profesionales estuvieron presentes con sus movimientos el día de la grabación. Gesticulaciones rígidas, la expresión facial en su máximo esplendor,


el cuerpo cubierto de llagas despertando al movimiento lento, las sensaciones tomaban velocidad. Corte. Después de grabar, su mirada se enfocó en aquella bailarina, su cuerpo tan delgado, su cara un poco demacrada, su cabello frágil, sus ojos tan fuertes. Quiso abrazarla pero temía que un sólo abrazo pudiera deshacerla. Ella bailaba Butoh desde hacía casi treinta años, conocía la técnica, el poder de la danza hacia la oscuridad. Nadie como ella para transmitir con sus manos, piernas, vientre, rostro. Esteban quedó impregnado, la pensaba todo el tiempo, quería volverla a ver. La llamó con el pretexto del cortometraje, le dijo que necesitaría hacerle otras tomas. Ella accedió y cuando estuvo en casa de Esteban los dos se sentaron en su sillón favorito y tomaron café. Platicaron un poco sobre sus vidas, la bailarina tenía cincuenta y tres años recién cumplidos, no tenía esposo ni hijos. Vivía sola en una casa muy grande que había heredado de sus padres. Desde niña comenzó a interesarse en la danza, pero no fue sino hasta que viajó a Japón a la edad de 23 años cuando conoció el Butoh y se convirtió en su profesión. Vivió tres años en ese país del cual recordaba los campos de cerezos como una imagen que la acompañaba todas las noches antes de irse a dormir. Le contó a Esteban que estaba enferma, le quedaban algunos meses de vida según su doctor particular. Ella estaba lista para partir. Sentía nervios pero a la vez tranquilidad, era de esas personas que creían en el destino y en que existía un libro que ya estaba escrito y que ese libro regía su vida; el autor ya había escrito esa enfermedad y nadie la podía borrar. Esteban no podía dejar de mirarla con afecto, pensó que estaba enamorado, que quería besarla pero que era demasiado pronto. Mientras ella hablaba, él se detuvo en la muerte de nuevo. Él, que siempre se intrigaba en las formas de morir, en pensar en su muerte y en lo mucho que le angustiaba no conocer su futuro, se sorprendió al escuchar a una persona que ya tenía bien claro el hecho de su muerte: el médico le contó uno a uno los días y casi tenía una fecha exacta en la que dejaría de existir.


Esteban quería que su muerte tuviera fecha también, quería saber el día preciso de la partida de su bailarina de Butoh. En su adolescencia a Esteban lo acompañó una canción de The Smiths, "There is a light that never goes out", una frase tenía especial impresión en él: ―to die by your side is such a heavenly way to die‖.¿Algún día él sentiría placer y privilegio de morir al lado de alguna persona? Como Esteban ocupaba bastante tiempo pensando en su muerte, quiso planearla igual que unos novios recién comprometidos planean su boda, para esto necesitaba la ayuda de una sola persona: la bailarina de Butoh. El tiempo pasó y se fueron conociendo mejor. Entre los dos formularon ideas para que el cortometraje quedara excelente, a ella le gustaban tanto las imágenes, su vestuario, sus gestos. Quedó satisfecha. Comenzaban a tenerse confianza, la suficiente para que ella le revelara a Esteban la fecha tentativa de su muerte: 23 de mayo del año siguiente. Era verano, los dos subieron al auto rumbo al bosque, llegaron a ese lugar recóndito y lleno de árboles, se sentaron a comer panecillos y a beber vino tinto. Ella a sus 53 años y él a sus 24 sabían perfectamente cómo unir sus labios, cómo acariciar sus cuellos, cómo sujetarse de las manos. Después de comer pasaron la tarde localizando a un árbol que fuera lo suficientemente amorfo para que se convirtiera en su favorito. Esteban creía que los seres humanos tenían una idea muy simple de lo que era la belleza, sus cánones estéticos le parecían vulgares. Para él, la naturaleza tenía la belleza que buscaba; ahí nada era perfecto. Las ramas de los árboles, por ejemplo, no eran nunca iguales, ni estaban parejas ni seguían un sólo camino, eran un sin fin de posibilidades en cuanto a formas, eran un sinfín de posibilidades en cuanto a colores, olores, dimensiones. Para él la belleza era ese cúmulo de posibilidades, esa enredadera sin fin. Al encontrar el árbol, entre los dos le hicieron un hueco en donde susurraron su más grande secreto, algo que sólo confesarían a aquel tronco café


lleno de hojas verdes. Al terminar de susurrar taparon el agujero. A los dos les daba mucha curiosidad saber qué habían dicho a ese árbol frondoso pero ninguno dijo nada. Era de noche, se fueron al auto de nuevo y llegaron a la carretera. La neblina cubría el camino. Con la canción de The Smiths a todo volumen cerraron los ojos apretando fuertemente los párpados y sin soltarse las manos, se dejaron caer a un barranco lleno de hermosas rocas de diferentes tonalidades. El 23 de mayo nunca llegó. Teresa puso fin a su relato, mató a sus dos personajes de la manera más obvia, los mató en un auto. Imaginó la caída al barranco con un soundtrack de fondo, lo imaginó en cámara lenta como si estuviera viendo una película en el cine. Después, se dio cuenta de que esa hipótesis sobre escribir de alguien a quien quieres olvidar para olvidarlo de verdad era totalmente errónea porque le surgieron ganas de escribir más y más acerca de la vida de esa persona que la suspendió en el tiempo. Escribió y escribió en una libreta de pasta color púrpura hasta llenarla. Sólo ella leyó los relatos y lo hizo una y otra vez hasta llegar al punto de quemar la libreta en la fogata que hicieron sus primos en una noche de campamento. La lectura de la libreta púrpura se había vuelto una obsesión. No supo qué más decir sobre Teresa, sabía que contar detalles de su vida no le traería nada bueno, además siempre que escribía pensaba que estaba prediciendo el futuro, le daba miedo diagnosticar enfermedades en sus personajes, que fueran suicidas en potencia, que murieran sus amigos, su familia. Pero tampoco le gustaba escribir acerca de la felicidad, le parecía un tema que no era digno de contarse, tal vez sólo de vivirse si es que era posible. Yo como narrador he podido observarla y ver cuál es su proceso creativo a la hora de escribir, y sé que se pone muy nerviosa y que muchas cosas la distraen, siempre tiene la necesidad de beber un vaso con agua cuando está a punto de culminar una idea y tiene que caminar o moverse un rato para luego sentarse y concluirla. No sé si con esa inconstancia llegue lejos. Necesita más lecturas y un tiempo más largo para escribir.


Uno de sus amigos le obsequió algunas películas que ella disfrutó ver, en especial una llamada ―Memorias del subdesarrollo‖, de Tomás Gutiérrez Alea, película cubana hecha en 1968. Está basada en una novela del mismo nombre, escrita en el año de 1965 por un escritor cubano llamado Edmundo Desnoes, en donde se cuenta la vida de un burgués que trata de adaptarse a los cambios que trae consigo la Revolución. Ella no leyó la novela sólo ha visto la película. y notó que el personaje principal es una de esas personas que llevan una revolución interior constante, personas que suelen ser muy observadoras y a través de sus ojos podemos ver los cambios en Cuba, su gente y lo que proyectan. El personaje principal se la pasa observando y dando sus opiniones sobre lo que ve, nos describe qué es y qué significa el subdesarrollo. Habla de algunas características con las que convive la gente que vive en un país subdesarrollado, habla del subdesarrollo de sus sentimientos, habla sobre la incapacidad de relacionar las cosas para acumular experiencia y desarrollarse. Ella tenía muy claras muchas frases de la película. El protagonista era un ser un poco apático que veía con cinismo y un cierto despotismo a sus paisanos y las personas que gestaban la Revolución, sobre todo se burlaba de la gente de su misma clase, los burgueses que eran como marionetas en un país en donde el socialismo estaba a punto de tomar sus propias riendas. El protagonista creía que todos eran unos ilusos y que no había nada ni nadie que pudiera transformar en otra cosa el subdesarrollo de su país. Al ver la película ella quedó enamorada del personaje principal, de su actitud tan aparentemente indiferente, su apatía, su reflexión tan ácida pero de cierta manera tan verdadera acerca de la situación social. Este ser de ficción, se convirtió en uno más de sus tantos amores imposibles. Por esa época estaba leyendo El extranjero, de Albert Camus, en donde el protagonista era tan parecido al de la película. Como si alguien se hubiera encargado de extirparles las emociones e inyectado sustancias de resignación. Ella se preguntaba si alguna vez podría llegar a ser como ellos, dejarse llevar con resignación pero


conservando cuestionamientos en su interior, dejando que la vida le fuera pisando los pies. Una de las frases de esa película que más se quedó en su cabeza fue en la que se menciona que las personas en subdesarrollo son incapaces de sostener un sentimiento. Se cuestionó sobre si ella sí era capaz de sostener un sentimiento y sobre cómo era o qué era sostener un sentimiento. Se dio cuenta de que los sentimientos le dan miedo al igual que a muchos, se dio cuenta de que su cerebro estaba en subdesarrollo. Yo como narrador, la observé y escribí sobre ella porque estaba muy aburrido mirando el cielo, me sabía de memoria las formas de las nubes, mi imaginación estaba en su apogeo pero a la vez muy trabada, como si alguien la tuviera amarrada a un árbol, quizá al mismo tronco al que Esteban y la bailarina le contaron su secreto. Su vida me dejó todavía más aburrido, ser un narrador tiene su precio, uno también se acompleja contando las historias de otros pero hay que renovarse y pensar en el próximo relato ya que aquí, en esto que llamamos mundo, todo madura y se descompone con facilidad.



***** Equinoccio en las llamas Héctor Villareal

Giramos las barras de cyalume atadas a cordones hasta que se extinguió la luminosidad de los círculos verdes fluorescentes. Entonces, desde el fondo, atravesamos la campiña entre enormes palmeras, grupos que bailaban en círculo o que oscilaban hasta que llegamos lo más cerca posible al escenario. El equipo de reflectores, de esos como los que se llevan a la inauguración de una tienda elegante, cruzaban el aire como un estroboscopio gigante con círculos blancos de luz que iban y venían, entre nubecillas de humo de mota y tabaco, sobre el


suelo, en los rostros, en los troncos, por todos lados.

Era la época del hard trance e iba a tocar ―en vivo‖ Resistance D. No era cualquier fiesta, sino la segunda edición de ―Equinoxio‖ (éqüinox II, según el flyer). El lugar parecía una antigua hacienda cañera y la banda que se reunió habrá sido de 5 mil, que confiaba en que el ―fundador de Producciones Trance‖, iba a cumplir como en la ocasión previa. Nunca habíamos estado en Yautepec, a una hora de la Ciudad de México. Cerca, pero nadie se detiene ahí. No recuerdo si hubo transporte de la productora, pero fuimos en un autobús que tomamos en la Terminal del Sur. Ni siquiera llevábamos alcohol para el camino. De la carretera fuimos en taxi por calles empedradas hasta el lugar. Tardamos más en ingresar que el viaje en autobús. Algunos trepaban la barda de piedra para saltarse; pero, ¿para qué correr el riesgo de romperse un tobillo o el apañe de la seguridad del lugar para ahorrarse unos minutos de algo que le quedaban más de doce horas por delante y que por el mismo precio de entrada incluía barra libre de cerveza y agua? Luego, pisos y paredes de piedra, techos muy altos, decoración psicodélica fluorescente, zacate a los lados de los caminos, mucha banda, barras llenas, casi todo oscuro. Primero, una vuelta por todo el lugar, reconociendo gente y espacios. Ahora que lo veo, el flyer me ayuda a componer los recuerdos, a reconstruir en la mente parte de lo que pasó. Las cosas deben haber sido y pasado como en él se dice. La pista de house estaba en el interior. ¡Chrysler! y menos de doscientas personas delante de él (¿o menos de cien?). Ahí había un trío que vendía tachas: un tipo alto y de sombrero de copa, una reina con un escote que dejaba ver su copa ―c‖, tan bien (también) y en su lugar, que casi no dejaba apreciar toda su belleza. La otra entregaba las nenas y el sujeto guardaba el dinero. Nunca los volví a ver después de esa noche. Afuera, el escenario de trance, delante del cual el terreno completo


descubierto. El flyer dice que Poro tocó un set, luego Halosol en vivo y después Pascal FEOS. Lo recuerdo casi sólo porque ahí lo dice. Entonces nos pusimos justo al frente del escenario. Alguien anunció que, ―como se prometió‖, o algo así, ―de Alemania, Resistance D‖. Pero sólo estaba uno de ellos, Pascal. Después se decía o se suponía que Maurice se había enfermado por comer algo en México. Siento que inició con Throm 3 (tan tan tan-tán, tan tan tan-tán, tan tan tan-tán, zzkk, zzkk, zzkk. Acabó y nos fuimos a rolar, a ir y venir por los pasillos y naves de la hacienda; ecos de carcajadas distorsionadas, ecos de chiflidos intermitentes, el beat que rebotaba en las paredes, miradas perdidas que cruzaban al paso. Hablamos con mucha gente, pero sólo recuerdo a alguien que repitió varias veces: ―ando verde‖. Después de que salimos de ahí, pasamos frente a un cuarto en el que se veían llamas en su interior. ¿Era una fogata? Alguien dijo: ―¡qué chido!‖ Y estuve de acuerdo. Ya amanecía y Pauli estaba tocando un set verdaderamente duro, muy tribal, que con ese paisaje de palmeras viajaba uno a alguna isla en el Pacífico. Él se veía raro: demasiado bronceado y con cabello a la afro. A bailar y a bailar. Algunos preparaban ―el café‖ para el desayuno. La mayoría, en su viaje, guardaba silencio, pero sonreía. Unos vestidos de superhéroes corrían por todos lados elevando sus capas al aire mientras apretaban las mandíbulas como si rechinaran los dientes. ―Qué alguien les regale caramelos‖, pensé. Mis recuerdos de esas horas son confusos, como de sueños que uno olvida poco después de despertar. Igual que en ellos, me quedo con pocas imágenes de las que reconstruyo el resto. De esa ocasión tengo una en especial que sin ella no tendría nada en la mente: la de las llamas detrás de los ventanales en lo alto. Era como ver el video de ―Burning Down the House‖ (¿Talking Heads?), mientras uno bailaba. Semanas después, entre la banda se contaba que los productores habían ido con el primer destello de flama y con los miles de pesos que ganaron esa noche, por supuesto, a Playa del Carmen, cuando todavía era una aldea de


pescadores, donde se dedicaron a hacer fiestas de paga para sus cuates y turistas europeos. Esa vez nos cumplieron lo que pagamos. Una chava dijo: ―ya vámonos‖. Y sin decir nada, salimos detrás de ella, entre un agujero en la barda y sobre una cerca de alambre derribada. ―Deberían de venir los bomberos —pensé—. Estaría bien bailar con sus cascos puestos, sin camisa y el pantalón sujeto por tirantes, mientras nos echan un chorro de agua como brisa‖. Estoy seguro de que marchamos como parte de una larga fila sobre la carretera de regreso. En el crucero de la carretera fuimos en dirección opuesta, tal vez influidos por el paisaje de palmeras y el viaje tribal, al Sur, a las playas de Oaxaca en el Pacífico. Allá las tachas debían de saber mejor. Primavera. Hacía calor.


****** Fragmentos de una novela inexistente Judith Guzmán La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata. [Virginia Woolf] El bar de Lula. -Me llamo AlondraSu voz se tatuó para siempre en la percepción sonora. El tiempo parecía haberse esfumado y no inmutaba la transición escenográfica que estaba experimentando el bar de Lula. -¿Ya viste? Va a cantar ShandreyDio vuelta en su banco para quedar mirando de frente al escenario. Tomé mi cerveza y giré sobre la derecha, imitando a Alondra, recargué mi codo hacia la barra que fungía de soporte y respaldo, cuando volteé a verla, no pude evitar percatarme de la prótesis de su pierna derecha, se alcanzaba a ver una parte solamente, rápido dirigí la mirada hacia el escenario. Intenté ver a Shandrey pero no la podía observar bien, de pronto el humo del lugar se hizo denso. Olía extraño. -¿Qué sucede?- musité hacia Alondra, -Tranquilo, disfruta del espectáculo, te pediré algo de tomar-


La vi a los ojos y me quedé anonadado, irradiaba un brillo que no me dejaba quitar la mirada de su rostro, ella sonreía y me miraba de reojo. Para mí el entorno había perdido sentido y viajaba hacia una calidez inefable. Esa mirada, ese olor, ese cambio repentino de la vieja cantina al lugar en donde me encontraba ahora. Me dio una bebida que como todo estupefacto, tomé sin pensar y la bebí a tragos. ¡El humo! mis ojos no alcanzaban a ver más allá de mis piernas estiradas. Por un momento me sentí solo en el lugar, volteaba hacia todos lados, siluetas se deslizaban entre la cortina de la humareda. Desconcertado preferí no moverme de mi banco. Alondra al ver mi cara comenzó a reír, miraba mis ojos fijamente -Mucho se ha diluido esta realidad- me dijo. -Ahora que el tiempo deja de girar nuestra vida, disfrutemos-. Estupefacto de lo que oía y veía, rasqué mi cabeza y me jorobé un poco hacia adelante. Sí, bochornoso el asunto, me sentí idiota y con prejuicios. -¿Qué es este lugar?- pregunté a la imagen de aquella mujer. -¿No te das cuenta de que estás dormido? Toma un descanso y disfruta.Alondra sonrió- Bueno, aunque hay gente que ya no se va de este mundo oníricoII La música comenzó a sonar. Al fondo del local se encontraba Shandrey, la triste mujer-niña que se adentraba en lo más recóndito de sus pensamientos. El rojo humo que se elevaba desde los cigarrillos de los comensales, hacía que el ambiente oliera a mirra, a un tremendo olor a depresión y melancolía, hacía que el rojo se convirtiera en azul y que los comensales lloraran entre copa y copa la pérdida de un ser querido. La mujer-niña lamentaba también sus pérdidas. Fumaba un cigarrillo que la hacía verse mucho más vieja, con grandes bolsas de menjurje colgando bajo los ojos, las comisuras labiales caídas hasta los tobillos y los senos desgastados


que rozaban el ombligo; en una mano la copa repleta de esperanzas fallidas la bebía a tragos tintos. Le gustaba subir al escenario del Bar de Lula, el escondite perfecto a la realidad apoderada cada vez más por el consumismo individualista, el refugio de todos los que querían escapar a esa sociedad absorbente del siglo XXI. El lugar estaba lleno, como todas las noches de luna en cenit. La banda comenzaba a tomar sus posiciones. El primero: un clarinete interpretado por Galleano Guisseppe, el tuerto forastero italiano que un día paró en el bar y nunca quiso irse, le rentaba un dormitorio a Lula justo en la parte de arriba del bar, junto con algunos otros músicos, escritores, actores y uno que otro pintor; ese lugar estaba lleno de una magia que no te permitía quererte ir. Luego subió al escenario una mujer minúscula, de manos delgadas y dedos largos, ella tocaba los teclados, tenía una carita de porcelana que se adornaba de un par de ojos color avellana, de pies pequeños y hombros caídos, su nombre dejaba entrever su origen asiático. A Shung-Youn nadie le conocía su edad, había llegado al bar desde hace tanto que no sabían si era parte de la decoración o si verdaderamente seguía ahí porque no tenía a dónde más ir, pero como muchos otros pianistas de bares, era clave en el ambiente. Subió Shandrey al escenario. La peluca azul hacía que la luna se sintiera fuera de lugar. Se veía esplendorosa. Tomó la guitarra que estaba a lado suyo, una hermosa Gretch color plateado, la colocó sobre su hombro derecho y dio un fuerte guitarrazo lleno de distorsión. Comenzó la noche a tornarse roja, algunos se amontonaban al frente de la pista, moviendo sus cuerpos de manera epiléptica. La música resonaba en cada oído, hacía un zigzag melodioso incontenible para el cuerpo, se derramaban los cuerpos en sudor. Él movía los pies sin ritmo, ellos de pronto comenzaron a observarlo. Él bailo sin importarle nada, ellos miraban como él se contorsionaba. Él comenzó a divagar con el estrépito que emergían del clarinete, de los sintetizadores que adornaban las manitas de


Shung-Youn, la voz de Shandrey se hacía más y más espaciosa, huía de sus sentidos, a lo lejos el perfume de Alondra se lograba filtrar entre las personas.


III El clásico turu ruu de mi celular me despertó, no sabía por cuánto tiempo había estado dormido, si era de noche o de día, mis ojos relampaguearon al ver la pantalla que decía "número privado". Presioné alguno de los botones del aparatejo y una voz al otro lado retumbó mi tímpano. -Llama la policía de investigación forense, necesitamos saber si se encuentra en su domicilio para hacerle unas preguntas- Una voz áspera atravesaba el auricular. -Sí, estoy en casa, ¿Qué sucede oficial?- No sé por qué le dije oficial, no sé por qué me llaman a esta hora. Quiero seguir bailando con Alondra hasta que el día pierda sentido. -Por ahora usted es el principal sospechoso del homicidio de Alondra, abra la puerta estamos en la entrada de su departamento.- Colgó dejando un eco vacío en mi cabeza. El zigzag de la música seguía en mi sueño. Alondra, ¿habrá sido real? Intenté recordar su cara, su cuerpo, la prótesis de la pierna derecha, pero sólo vinieron a mí imagines sin rostro.



******* Por tres cuadros Francisco Rangel El inicio de esta historia la podemos ubicar el 19 de agosto de 1948. La hora debió ser entre las 4:30 y las 5:00 de la tarde, cuando llegaron el Lehendakari Aguirre y Carlos María Rivera a la puerta de la casa de Diego Rivera. O, también, pudo comenzar el día 10 del mismo: cuando alguien convenció al Lehendakari de que, mientras viajara, comprara obras de arte, para venderlas en Euskadi; con ello, él obtendría algo de dinero y seguridad durante el viaje. Ese mismo alguien, le facilitó el contacto con Carlos María y le organizó la salida en el vuelo comercial el día 17 en Texas. Fue en el vuelo que se reunieron por primera vez, hicieron los ajustes para verse en el jardín de Coyoacán el 19 para comer y de ahí pasar con el pintor de moda de México: Diego Rivera. Nosotros nos enteramos de todo esto después de aquella nota publicada por el periódico Milenio: Fueron recuperados en una casa de seguridad de la banda terrorista ETA, tres cuadros firmados por Diego Rivera. Pero, algunos críticos (entre ellos, Raquel Tibol) afirman que no son del pintor mexicano. Sin embargo, la cantante Chavela Vargas, cuenta que ella estuvo el día que fueron hechos los cuadros. Los primeros lo vuelven a negar con un: Chavela Vargas ya no está en sus cabales. CONACULTA reclama la obra, lo mismo que el Banco Bilbao Vizcaya en el País Vasco.


Esa es toda la información que proporcionaba la nota respecto a los cuadros y la firmaba la redacción. Cuando preguntamos, no sabían quien la había realizado. Llegar a Chavela Vargas, nos era imposible. Conocimos, si eso puede decir, las piezas por Internet: tres cuadros de 1.80 por 80 cms. en blanco con rastros de algún aceite y con color negro la firma conocida de Diego Rivera. Logramos contactar con algunos de sus ayudantes de esa época y dos de ellos recordaron la escena para nosotros. Iván Rojas Félix Mira, como a las cuatro y media o más, llegaron los tipos estos. Ya estábamos acostumbrados a que se acercara gente así, ya sabes, muy de las de acá: como de alcurnia. Eran unos diez tipos, y decían que uno de ellos era presidente en exilio de no sé donde fregados. Pero llegaron para ver la obra de Diego. Mas uno de ellos puso de malas al Maestro. Era casi su retrato: tenía cara de sapo, pero usaba ropa cara y era flaco. El Maestro pidió que le ofreciéramos cervezas y mezcal a los invitados y se metió con el tipo ese a platicar en un cuarto. Las mujeres fueron tras ellos y Diego las corrió de manera bien fea. Y sí, ahí estaba Chavela. A ella también la mandó a la fregada. Las muchachas de la casa pusieron jarritos para el mezcal, unas botellas del de Oaxaca, platos de barro con cacahuates y abrieron unas cervezas. Todos empezamos a jalar. Recuerdo que les traje varios óleos para que los vieran. Y la Frida que recala conmigo: me puso como lazo de marrano y me mandó a guardar esas piezas: la verdad, ninguna estaba terminada y tenían años arrumbadas por ahí. Cuando llevaba de regreso las cosas oí como se gritaban el par ese. Me hice guaje y me fui de allí. Una media hora después salieron los dos. No se decían nada al principio y podías cortar a cachos el aire. Yo cotorríe con los popofs esos, parecían españoles. Ellos me decían Maestro y yo me reía por lo bajito. En aquellos entonces era un simple chalan. Andábamos haciendo un trabajo en unas oficinas de gobierno y le habían hablado a Diego, porque iba esa gente. Nos regresamos a la casa como a las dos, comimos y echamos trago hasta que llegaran. No recuerdo como estuvo la cosa, pero el tipo ese, el que se parecía a Diego, le


dijo que siempre hacía las cosas igual. El Maestro le respondió que nunca haría las cosas como él. Creo que empezó allí el albur: el tipo retó a Diego para que pudiera hacer las cosas de otra manera. Diego me mandó traer unos lienzos preparados para oleos. De los grandotes y a otro, a Julio el Diablo, le pidió que se trajera unas mujeres de la pulquería. Y ¡zaz!, trajimos todo. Mientras montábamos, ellos seguían discutiendo sobre Arte Nuevo y se atizaban unos mezcales. Hasta en eso se retaban. Cuando terminamos de acomodar todo, estaban bien servidos. Diego les dijo a las muchachas que se quitaran la ropa. Frida empezó a gritar y Diego le hizo shhh con un pincel tapándose la boca. Todos estábamos sentaditos y calladitos: esos dos tenían la voz cantante. Y que el Maestro pone a cada mona delante de cada cuadro. Y comienza a pasar el pincel con aceite alrededor de cada mujer. Iba dibujando sus contornos. Nunca había visto eso. Me cae que Diego era cabrón.

Javier Duran Pues yo llegué tarde. Me encontré a Julio, al que le decían el Diablo, llevaba tres mujeres de una pulquería que estaba cerca de la casa. Entramos y todos estaban ya bien servidos. Vimos a Iván bien marihuano tratando de acomodar unos caballetes grandotes. Diego les puso unos banquitos de madera enfrente y subió a las señoras ahí. Con unas escaleras iba pasándoles en los entornos con aceite de linaza. En un primer momento pensé que eso no era arte. Para mí la pintura siempre será con color. Me senté al lado del tipo que se parecía a Diego Rivera. Igualito el señor ese. Aparte de que era un gran conocedor del arte. Mientras trabaja Diego, él se presentó como Carlos María Rivera. Oí cuando el Maestro le gritó que no usara ese nombre en su casa. Él se rió y contestó que así se llamaba y qué le iba hacer. El otro siguió trabajando. Carlos María me platicó de Duchamps y, en aquel momento un joven, llamado Joseph Beuys. Me dijo que ellos marcarían el arte nuevo. Me explicó que aquello que estaba haciendo Rivera se ajustaba a esas nuevas corrientes. Los otros nueve visitantes estaban estupefactos. Y peor, el


presidente del País Vasco no creía en verdad que pagaría por aquello. Y pagó. No podía decir que no.


Al parecer, el Lehendakari se sintió estafado. Por lo que pudimos investigar, no volvió a buscar a ningún artista para comprar a piezas. Juzgó que no podría vender jamás los cuadros si los veían. Por eso le hablo por teléfono a Javier Ybarra; quien era parte del Banco Bilbao en aquella época. Pudimos localizar el recibo de embarque que se realizó el día 22 de agosto rumbo al País Vasco. Los tres cuadros fueron entregados a Javier Ybarra y Bergé. De Carlos María, sabemos que de allí regresó a su vida normal entre Nueva York y París. De los cuadros no se supo nada hasta junio de 1977. Al parecer fueron estos los que desencadenaron los fatídicos eventos del día 22. Sabemos que Rosario Ybarra entregó entre el día 15 y el día 20 los cuadros a ETA, junto a una partida de doscientas cincuenta mil pesetas y varios objetos más dando un total de seiscientos mil pesetas, para darle más días de vida a su hermano. Pese a esto, los sucesos del 22 fueron puntuales. Por lo que alcanzamos a recabar, la señora Rosario Ybarra y los secuestradores poco sabían de los objetos con los que estaban tratando. Al parecer, los sayones se creyeron timados. Y antes de que dañaran las pinturas, un tal Luis Ordoñez, los toma, explicándoles que son piezas a las que pueden recurrir más adelante para obtener dinero: por ejemplo, del Gobierno Mexicano: ellos pagarían por recuperar las piezas del artista mexicano. Fueron llevados a Yeu, Francia, por Francisco Javier Galdeano. Fueron entregados a alguien de sobrenombre Idoia. Galdeano fue asesinado en 1985. Otra vez, se pierde el rastro de las piezas. En 1997, Radio Vaticano hace un programa sobre Frida Kahlo y Diego Rivera. Menciona que hay tres obras desaparecidas y totalmente revolucionarias del Autor Guanajuatense. Casi todos los críticos toman a guasa lo expresado por el locutor (otra vez, Raquel Tibol a la cabeza, quien afirmará: patrañas eurocentristas y de derecha para apoderarse de lo verdaderamente mexicano). Sólo queda por escrito el guión; el cual está firmado por Ignacio Arregui Cendoya. Tratamos de contactar con el Cardenal Cendoya; pero negó la autoría de tal guión y cualquier relación con las imágenes o con ETA.


Los cuadros reingresan a finales de 1999, otra vez a Euskadi a través del grupo Herria-Eliza 2000 (Tierra e Iglesia, grupo de base de la izquierda nacionalista vasca, de índole religioso). Un corredor de arte, nos confirmó que los cuadros fueron vendidos en una subasta en el mercado negro, en enero del 2000: sólo se podía entrar con invitación, ya sea para comprar o para vender. Fueron sus palabras; negando que él haya podido ver los cuadros de cerca. Sólo nos dijo que fueron vendidos a un coleccionista privado (―Un Banquero‖). Este comprador sufrió un robo en su casa de Ibiza en marzo del 2005; al parecer, los cuadros y otras piezas extravagantes se perdieron de allí. Todos los cazadores de piezas de arte robadas, trataron de saber quién las tenía y cuánto quería por ellas. El robo no fue denunciado. El banquero pagaba un millón de euros a quien recuperará sus piezas y, de ser posible, le diera los nombres de los que armaron el golpe. Había más si llevabas las piezas, a los atracadores y a los cerebros del golpe. Logramos obtener información sobre la muerte de dos sacerdotes y dos jóvenes por esa causa, lo que nunca se ha esclarecido es la recuperación por parte del bolsista de las piezas. Hasta ahora. Pues el acaudalado fue asesinado en un asalto a pie, en la parte francesa del País Vasco, en mayo del 2008. Un nigeriano fue culpado por ello. De momento el ministerio de Cultura de España retiene las piezas y se prevé una fuerte pelea legal por los cuadros. CONACULTA, INBA y el Gobierno Mexicano quieren los cuadros de vuelta. BBV asume que son de su propiedad. Será un Juez Español quien tendrá la última palabra.


******** Crónicas de lo cotidiano Alejandra López Ortiz

A Merce Boy Existe cierta imagen que suele atormentarme y de la cual no puedo desprenderme, no es una imagen petrificada en la realidad, es quizás un sueño que encarna lo disipado; esto merced a que deseo que cada situación que pueda evocar, si el olvido no logra degenerarla, sea comparada con ella.


Ahora, en este preciso instante debo estar soñándola, me abate pensar que simboliza algo, pero cobardemente me aferro a que sea al azar tal suerte. A veces, hay ciertas cosas que suelen recordármela, como algo que parece no estar en el orden o armonía con lo demás, como cuando uno se encuentra caminando y se topa con un espacio aparentemente ―vacío‖, que encarna la emoción, primero de asombro, de fascinación, de posesión, más tarde de imposible, de irreversible, de irreal, de magnífico, de cruel, de fugaz, de dolor, de eterno dolor. El señor invisible y mudo pienso, mientras el agua bendita penetra y quema. Algunas veces me parece divertido, pero después duele, fragmenta, seduce, aísla, aprisiona. Siempre me ha intrigado el paradero de las criaturas endemoniadas, el divino que suele desmoronarse no puede ser justo, interpreto y me alegro. Se cuestiona algo que no está al alcance de lo exacto y se depende de la cordura. Puede que no exista orgánicamente, que ni las posibles respuestas mitiguen las eternas cuestiones. Cuando un individuo ―cree‖ estar despierto, sus ondas cerebrales muestran un ritmo regular, ¿qué pasa entonces, en la imposibilidad temporal de comunicación entre el mental soma y las áreas corticales del cerebro? Lucidez certeramente… Es difícil describir un estado de lucidez, sin aunar y errar en el desdoblamiento. Todo lo que ahora pueda estar inventando, interpretando, olvidando, ocurre en esa imposibilidad temporal.


El episodio surge cuando la mente se encuentra en transición entre el sueño y la vigilia. Puede ser muerte súbita, ahora mientras intento evocarla, muero quizás algunos segundos en el orbe. La imagen se encuentra dinámica, pero el fondo se deteriora, espacio atrapado, extraño, fracturado e irregular duele.

y ese

Siempre será en absoluto imposible la representación. Hay muchas carencias en el lúcido sueño. Trato de tejer series de ideas, el médico de sueños exige que enlace, mas no que interprete. Descubro que es imposible. Intento describir lo incomprensible, me limito a su método. Las ideas morbosas perturban la conexión y surgen asociaciones involuntarias. Trato de recordar aquel día que se asemeja a mi sueño lúcido. Sí, ha sido una dolorosa meditación. Ahora intento abstraerte. Me redimo, tú te distorsionas frente a mí, callo, y de nuevo la nada. ―y tuve por más feliz que unos y otros al que no ha sido aún, que no ha visto las malas obras que debajo del sol se hacen‖ 4:3 Me acobardo, esos ojos no miran a ninguna parte en específico, sin embargo especulo acerca de su anormalidad. No temen a cosas vanas, lloran poco, aún no logro explicarme sus dimensiones, sé que sufren también, pero no puedo evitar compararlos con el vacío. Las consecuencias son terribles. Me vuelvo hacia ese fractal incomprendido como tal, a su percepción siempre fallida, al infinito y mínimo cuanto de acción ―inexistente‖. Retrocedo, trato de aferrarme al mínimo grano de realidad en esos segundos lúcidos, pero no puedo.


Es el terror de contemplarte desde la interioridad. Para entes finados como tú y yo jamás hay consuelo, el dolor hace más profundos los sueños. He recuperado partículas del ―yo‖ que te construye, por lo que el paciente ha quedado fragmentado, pudiendo llevar a cabo únicamente 11117 experimentos. Reparo y edifico lo dado por la nostalgia, es decir por los estímulos sensitivos, y veo mermado este procedimiento, el misterio de la otredad producto de la evocación ha alterado los resultados. Te afirmas a través de la conciencia de ese ―yo‖ que te fabrica, temes la nulidad absoluta, provienes de partículas virtuales más insignificantes que ese grano de realidad y sólo con ellas adquieres tu significación. La verdadera identidad, a través de la captura del sujeto en un instante 60 milmillonésimas de segundo al pasado, comprobaría el triunfo de la memoria.


SOBRE LOS ESCRITORES: Rafael Acosta. (Coahuila, Coah.). Es escritor y actualmente estudia un posgrado en Estudios Hispánicos en Cornell University de Nueva York.

Herson Barona. (Ciudad de México). Es escritor de poesía y narrativa. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas y Estudios Latinoamericanos, ambas en la UNAM.

Juanjo Cabello. (Granada, España, 1968) Periodista y editor, estudió Ciencias de la Comunicación en el Centro de Estudios Universitarios (CEU) San Pablo de Madrid y completó su formación académica en el III Master de Radiodifusión Santillana.

Judith Guzmán. (Tepic, Nayarit) Estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas de la Universidad de Guadalajara. Colaboradora de la revista Clarimondia.

Alejandra López Ortiz. (Guanajuato, Gto.) Estudiante de la licenciatura en Letras Españolas de la Universidad de Guanajuato.

Paulina Mendoza. (León, Gto.) Estudió la licenciatura en Letras Españolas de la Universidad de Guanajuato. Escribe.


Francisco Rangel. (Celaya, Gto) Es escritor y filósofo por la Universidad de Guanajuato. Héctor Villareal. (México, D.F.) Es escritor y doctor en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Ciencia Política y maestro en Comunicación especializado en comunicación organizacional por la UNAM.


Esta obra se termin贸 manualmente en abril de 2013 en los talleres de la Escuela de Artes Pl谩sticas Antonio Segoviano. Le贸n, Guanajuato.


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