La Guerra de los Cielos
La Guerra de los Cielos
Fernando Trujillo • César García
Prólogo
Nueve de cada diez personas sentirían algún remordimiento al interrumpir el sermón de un cura con una ruidosa canción de un grupo de rock, cuya letra es, como mínimo, inapropiada para la ocasión. Eso sería aún más cierto si el evento que acabaran de entorpecer de manera tan insensible fuera un funeral. Sin embargo, Ramsey solo sintió una oleada de felicidad cuando el sacerdote levantó la vista de su Biblia y todos los asistentes giraron sus cabezas para atravesarlo con una mirada de indignación. Metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó el teléfono tan rápido como pudo, al tiempo que murmuraba una disculpa y se alejaba a toda prisa por los jardines del cementerio. Cuando uno solo puede hablar una vez al mes con su mujer, porque se halla casi incomunicada en la otra parte del mundo, colgar su llamada es la última cosa que se le pasa por la cabeza. Aun así, Ramsey tomó nota mental de cambiar el tono de su moderno teléfono. —Hola, cielo —saludó mientras seguía caminando entre los árboles, apoyándose en su bastón negro. Tuvo que detenerse un segundo para calarse hasta las cejas el sombrero de ala que siempre llevaba, pues el viento amenazaba con arrebatárselo—. Te he echado de menos. ¿Cómo va todo por ahí abajo?
6 Ramsey se estremeció de frío al recordar que su mujer estaba en la Antártida. Cada vez que pensaba en ello seriamente, un escalofrío recorría su espalda de arriba abajo. —Yo también a ti, cariño —contestó la voz de su mujer—. Por aquí todo marcha según lo previsto. La visita del congresista Collins y sus burócratas nos ha retrasado un poco, pero logramos que dieran su apoyo económico ante el Congreso. ¿Qué tal todo por casa? —preguntó sin disimular su nostalgia. Ramsey prefirió omitir el reciente suceso en la iglesia: no le pareció a la altura del congresista Collins ni de los presupuestos millonarios para misiones científicas. En lugar de eso, le resumió los mejores momentos que había vivido desde que hablaron el mes pasado, que por desgracia no eran tantos como le hubiera gustado. Los negocios no iban precisamente viento en popa, pero no quería ensombrecer su conversación mensual con noticias desagradables. Su mujer, por su parte, le relató los avances en la investigación del proyecto que lideraban en el Polo Sur. Jane utilizaba la clase de jerga científica que a Ramsey, directivo de una tabacalera, le resultaba casi incomprensible. Pero ella le hablaba con tanta pasión que nunca había sentido la necesidad de interrumpirla. Pensó cínicamente que sería porque llevaban poco tiempo casados. Por lo menos habían contraído matrimonio en una ceremonia en la que, por fortuna, los invitados tuvieron más tacto que él y apagaron sus teléfonos. —Entonces, ¿cuánto falta para que concluya el trabajo y regreses a casa? —preguntó Ramsey. —Si todo continúa así, en dos meses habremos terminado —dijo ella con una nota de alegría.
7 A Ramsey no le pareció tan buena noticia como a su mujer. Aunque el plazo no se alargaba, había albergado la esperanza de que estuviese de vuelta antes, pero se abstuvo de decir algo. —¡Oh, cariño! —La voz de su mujer sonó emocionada al otro lado de la línea—. ¡Es increíble, estoy viendo la aurora austral! Es un espectáculo de luces extraordinario. Ojalá pudieras estar aquí para verlo conmigo. Ramsey se imaginó a su mujer con el teléfono pegado a la oreja, mirando hacia el cielo del Polo Sur. Sin darse cuenta, se dejó llevar por la ilusión de estar a su lado y alzó la vista como si ella le estuviese señalando dónde mirar. Lo que contempló lo dejó boquiabierto. —Ramsey, ¿sigues ahí? —preguntó su esposa—. No te oigo. ¿Me escuchas? —Sí, te oigo, perdona es que... juraría... que yo también la veo. —¿Qué es lo que ves? —replicó sin entenderle. —La aurora. Veo las luces en el cielo formando una especie de estela de colores —balbució Ramsey. —Vamos, cariño —dijo ella en tono de reproche—. No empieces con tus bromas. —Te lo juro. Estoy viendo una aurora ahí arriba —insistió—. Es como la que vimos en Alaska el año pasado. ¿Es verde con trazos morados la que estás viendo? —Sí —respondió ella con un claro cambio en el tono de la voz—. Pero eso no puede ser. Tendrías que estar mucho más al norte para poder ver una aurora boreal, y no podría ser la misma que estoy viendo. Escúchame bien, si es otra broma pesada te juro que me quedaré aquí un año...
8 —¡No es una broma! —la interrumpió—. La estoy viendo con mis propios ojos. Voy a tomar una fotografía con el teléfono y te la voy a mandar, así podrás comprobar que no miento. Ramsey, dejándose arrastrar por una inesperada excitación, se alejó de la arboleda para mejorar su visión. Mientras salía hacia un lateral del cementerio, observó que la gente se detenía y levantaba la cabeza hacia arriba. En ese instante, un espectacular y silencioso fogonazo llenó el cielo en su totalidad. Ramsey se tapó los ojos de manera instintiva y, cuando retiró la mano, contempló cómo se vestía el firmamento de diferentes colores. Primero se tiñó completamente de rojo y en unos segundos varió la tonalidad, pasando sucesivamente por una escala que iba del amarillo al añil. —¿Ramsey? —gritó su mujer por el teléfono—. Algo está pasando. La aurora ha desaparecido con una especie de explosión de luz. —La voz de su esposa sonaba asustada—. El cielo está cambiando de color... No podía creer lo que le estaba diciendo. Era sencillamente imposible. Le estaba relatando con lujo de detalles lo mismo que él presenciaba, a pesar de estar a miles de kilómetros de distancia. —¿Ahora está de color amarillo? —preguntó. —Sí. ¿Cómo lo sabes? —contestó ella—. ¿Allá también está pasando lo mismo? Su voz de científica denotaba tensión y excitación al mismo tiempo. En ese instante se cortó la comunicación. El teléfono no emitió un pitido que indicase que la línea estaba saturada o comunicando, simplemente se sumió en el silencio. Ramsey lo miró y vio que estaba apagado. Se sentía cada
9 vez más nervioso e intentó en vano volver a encenderlo. No respondía a ninguna acción, aunque aquella mañana le había cargado la batería por completo. Ramsey regresó al funeral con la intención de pedir prestado otro teléfono, pero algo en su interior le decía que el resto también había dejado de funcionar. No llegó a dar dos pasos por la acera cuando se detuvo ante una extraña imagen que a su cerebro le costó procesar. Un niño intentaba reclamar la atención de su madre, pero ella contemplaba atónita el cielo cambiante. El chico tiraba insistentemente de un perro que permanecía inmóvil, como una pequeña figura de porcelana. Dos de sus patas estaban posadas firmemente en el suelo, mientras que las otras se mantenían en el aire en un equilibrio imposible. Ramsey lo miró sin saber qué hacer. El perro seguía petrificado, como si fuese una fotografía de sí mismo hecha mientras caminaba detrás de su dueño. El pequeño rompió a llorar y la madre por fin se volvió hacia él. Ramsey estaba luchando por comprender lo que sucedía cuando algo llamó su atención en el límite de su visión periférica. Se volvió y se quedó aún más estupefacto. Una ardilla se había congelado a mitad de un salto entre las ramas de dos árboles. Aquello no podía ser. Ramsey se frotó los ojos y volvió a mirar con la esperanza de que todo hubiera sido una ilusión, pero no, la ardilla seguía allí, suspendida, ingrávida en el aire, ajena por completo a la atracción de la gravedad. Un molesto cosquilleo le mordió la nuca. El cielo continuó cambiando de color. Completamente desconcertado, a Ramsey solo se le ocurría pensar que aquel misterioso fogonazo había paralizado a los animales. Se preguntó estúpidamente si su mujer estaría viendo
10 pingüinos que se negaban a realizar movimiento alguno. Trató de reponerse y actuar. “Eso es lo que se me da bien”, pensó. Dio la vuelta hacia la carretera, dispuesto a entrar de nuevo a la iglesia y pedir ayuda, pero no pudo separarse del suelo. La orden había salido de su cerebro, de eso estaba seguro, pero su pie no le respondió. Sin saber cómo ni en qué momento, había perdido totalmente el control de sus movimientos. Aún era consciente de cuanto sucedía en torno a él pero no podía siquiera girar los ojos. Su vista estaba fija en la carretera y no era capaz de sentir su propio cuerpo. Lo veía todo como si fuera una película con la cámara fija en un punto, sin que pudiese hacer nada por interactuar con el entorno. Era un penoso consuelo, pero se tranquilizó levemente al comprobar que las personas que se encontraban a su alrededor también estaban paralizadas. La madre y su hijo, reclinados sobre el perro. Una pareja al otro lado de la calle, mirando el firmamento, y un grupo de seis niños, cruzando un paso de cebra. De no ser por el latir de su corazón y el murmullo de la leve brisa matinal, Ramsey habría pensado que el tiempo se había detenido. Pero eso no podía ser. Las hojas seguían cayendo de los árboles, y una bolsa de plástico describía círculos en el aire, empujada por el viento. Por lo visto, solo los animales y las personas resultaban afectados. Ramsey oyó el sonido de un motor acercándose por su izquierda, pero no pudo girar la cabeza. Delante de él, los estudiantes seguían inmóviles en medio de la calle. Un estremecimiento de horror lo sacudió mientras anticipaba la tragedia. Su mente gritaba con todas sus fuerzas, pero sus labios permanecían cerrados, desobedientes. La parte delantera de un camión de limpieza asomó ante sus ojos.
11 Avanzaba a poca velocidad, pero constante. La figura del conductor, visible tras el cristal, permanecía tan quieta como los demás. Ramsey, impotente, contempló horrorizado cómo se echaba el camión encima de los pequeños. Sus cuerpos fueron arrollados por aquel vehículo de gran tonelaje, que apenas se desvió ligeramente hacia un lado. Un crujido de ramas rotas llegó a sus oídos. Pero Ramsey apenas tuvo tiempo de compadecer a los niños: la cadena de acontecimientos se precipitó a su alrededor. Comenzó con un fuerte chisporroteo, acompañado de un pequeño destello en su mano derecha. Ramsey comprendió que el teléfono que seguía sujetando había explotado, dejando salir una pequeña espiral de humo. Al menos comprobó que no sentía dolor; en realidad, ni siquiera sentía su mano. No era el mejor de los consuelos, pero esperaba que los niños no hubieran notado cómo les pasaba por encima el camión. Casi a continuación vislumbró pequeñas explosiones en el interior de todos los vehículos que tenía cerca. Supuso que se trataba de los aparatos de radio. Segundos más tarde, el motor del camión, que comenzaba a alejarse, estalló y el capó se alzó hasta chocar contra la luna delantera. Eso no lo hizo detenerse: siguió su curso por la avenida mientras los motores de los vehículos que rebasaba se reventaban secuencialmente. Varios automóviles comenzaron a arder, y Ramsey supo que muchos de ellos no estarían vacíos, sino con sus ocupantes completamente paralizados, viendo cómo consumían las llamas sus cuerpos. Nunca antes se había sentido tan aliviado de que su hijo Michael tuviese una moto. Escuchó violentas detonaciones amortiguadas por la distancia, y pronto varias columnas de humo se asomaron,
12 retorciéndose perezosamente a lo lejos, en la ciudad. Si en un sitio relativamente aislado como el cementerio ya habían muerto varias personas en unos segundos, no quiso imaginar lo que estaría pasando en una zona llena de aparatos eléctricos y vehículos circulando por todas partes. Entonces, sin previo aviso, el movimiento y el dominio de su cuerpo volvieron a formar parte de él. Dejó caer el teléfono, que empezaba a quemarle la mano; luego se unió a los gritos provenientes de todas partes que reflejaban el temor y la locura que todos estaban sufriendo. Ramsey vio que el camión chocaba inofensivamente contra un árbol y que el conductor se bajaba de este con el brazo envuelto en llamas. La gente corría despavorida en todas las direcciones, chillando histérica. Algo retumbó por encima de sus cabezas. Ramsey miró hacia arriba mientras captaba con toda claridad un tintineo metálico muy molesto. Sus ojos se encontraron con una enorme masa de acero cayendo hacia él. Pudo distinguir los colores de la Panamerican Airways dibujados en el costado del avión mientras caía sobre ellos. Ni siquiera hizo una tentativa de huir. Su último pensamiento, justo antes de morir aplastado, fue para su familia. Le pidió a Dios que respetara su vida. El inexplicable fenómeno, que pasaría a ser conocido como la Onda, tuvo el desconcertante efecto de sembrar las mismas preguntas en las amedrentadas mentes de todos los supervivientes. ¿Qué había causado aquella vorágine de destrucción? Lo más importante, ¿por qué?