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Dibujo de テ]gel Bueno 1ツコ ESO A
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CAPÍTULO 3
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uizá uno de los personajes más estrafalarios y fascinantes que conocí en mis viajes fue el Hombre de las Cetonias. Tenía un aire como de cuento de hadas que le hacía irresistible, y yo aguardaba ansioso nuestros infrecuentes encuentros. Le vi por primera vez en un camino alto y solitario que conducía a una de las remotas al-
deas de la montaña. Le oí mucho antes de verle: tocaba una ondulante tonada con una flauta de Pan, interrumpiéndose de vez en cuando para cantar un par de palabras con una curiosa voz nasal. Al torcer la esquina, Roger y yo nos le quedamos mirando con asombro. Tenía un rostro afilado de raposa con ojos grandes y rasgados, de un tono castaño tan oscuro que parecían negros. Había en ellos una mirada ausente, extraña, y una especie de pelusa como se ve en las ciruelas, una nube blanquecina casi como una catarata. Era bajo y flaco, y la delgadez del cuello y las muñecas delataba falta de comida. Su atavío era fantástico, y en la cabeza llevaba un sombrero informe de alas muy anchas y caídas. En sus tiempos había sido verde botella, pero ahora estaba salpicado y sucio de polvo, manchas de vino y chamuscas de cigarrillo. En la cinta llevaba prendido un ondeante bosque de plumas: plumas de gallo, de abubilla, de búho, el ala de un martín pescador, una garra de halcón y una pluma grande y sucia que podía ser de cisne. La camisa estaba sobada y deshilachada, gris de sudor, y una enorme corbata del más llamativo satén azul le colgaba del cuello.
Dibujo de Laura Solís Gómez 1º ESO C Dibujada por Viviana Muntean 1º ESO A
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enía además un abrigo oscuro y amorfo, con parches de distintos colores aquí y allá: en la manga un trozo de tela blanca con dibujo de capullos de rosa; sobre el hombro un parche triangular de lunares blancos y color burdeos. Los bolsillos de esta prenda reventaban de cosas que casi iba perdiendo: peines, globos, cuadritos de santos de muchos colorines, tacos de olivo tallados en forma de culebras, camellos, perros y caballos, espejuelos baratos, un caos de pañuelos, y largos panecillos retorcidos decorados con simientes. Los pantalones, tan parcheados como el abrigo, se arrugaban sobre un par de zapatillas rojas, zapatos de cuero con la punta respingona y adornada con un gran pompón blanco y negro. Este extraordinario personaje acarreaba a la espalda unas jaulas de mimbre llenas de palomas y pollitos, varios sacos misteriosos y un gran manojo de puerros frescos. Con una mano se llevaba la flauta a la boca y con la otra sujetaba un montón de cabos de algodón de distinto largo, a cada uno de los cuales iba atada una cetonia del tamaño de una almendra, verde-dorada y brillante al sol, todas revoloteándole alrededor del sombrero con zumbido ronco y desesperado, intentando huir del hilo que atenazaba firmemente sus cinturas. Ocasionalmente, harta de dar vueltas y más vueltas para nada, una de las cetonias se le paraba un momento en el sombrero, antes de lanzarse una vez más a su interminable tiovivo.
Dibujado por Bruno Santos de 1º ESO A
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l vernos, el Hombre de las Cetonias se detuvo, dio un respingo muy exagerado, quitose su ridículo sombrero y nos hizo una rendida reverencia. Tan perplejo quedó Roger ante esta insólita atención que descargó una salva de asombrados ladridos. El hombre nos sonrió, se puso nuevamente el sombrero, alzó las manos y meneó hacia mí sus largos dedos huesudos. Diverti-
do y algo sobresaltado por su aparición, le deseé cortésmente buenos días. Hizo otra reverencia palaciega. Le pregunté si venía de alguna fiesta. Negó enérgicamente con la cabeza, llevóse la flauta a los labios y tocó una frasecilla cadenciosa, dio dos o tres zapatetas sobre el camino polvoriento y luego se detu-
vo apuntando con el pulgar por encima del
hombro para señalar de dónde venía. Sonrió, se palpó los bolsi-
llos y frotó el dedo índice con el pulgar a la
manera griega de expresar dinero. De pronto caí en la cuenta de que debía ser mudo. Así, en mitad del camino, entablamos conversación, respondiendo él mediante una variada y muy ingeniosa pantomima. Le pregunté para qué eran las cetonias, y por qué las tenía atadas con hilos de algodón. Con las manos hizo un ademán que indicaba niños, y volteó sobre su cabeza el cargamento de cetonias de modo que todas empezaron a zumbar airadamente.
Dibujos de Gabriel Suárez Gallego 1º ESO D
Dibujos de Gabriel Suárez Gallego de 1º ESO D
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gotado por la explicación, se sentó en la cuneta y tocó una breve canción, parándose a cantar con su curiosa voz nasal. No eran palabras articuladas lo que decía, sino una serie de ronquidos extraños y gallos de tenor que parecía formar en el fondo de la garganta y expeler por la nariz. Los producía, sin embargo, con tanta ilusión y tan maravillosas muecas que no se convencía de que los absurdos sonidos significaban algo realmente. Al rato embutió la flauta en su atiborrado bolsillo, me miró reflexionando un momento y a renglón seguido descolgó se del hombro un saquito, lo abrió y, para mi deleite y asombro, sembró media docena de tortugas por el polvo del camino. Sus conchas estaban pulimentadas con aceite, y no se sabe cómo había conseguido adornar sus patitas delanteras con lacitos rojos. Lenta y pomposamente desempaquetaron cabeza y patas de sus lustrosos caparazones y pusiéronse en marcha por el camino, tenazmente y sin entusiasmo. Yo las observaba fascinado; la que más me llamaba la atención era una muy pequeñita, con la concha del tamaño de una tacita de té. Parecía más marchosa que las demás, y su caparazón mostraba un colorido más pálido, castaño, caramelo y ámbar. Tenía una mirada despierta y andares tan airosos como Ilustración de Laura Solís Gómez de 1º ESO C pueda tenerlos una tortuga. Me senté a contemplarla largo rato. Estaba seguro de que mi familia acogería su llegada a la villa con tremendo regocijo, quizá hasta felicitándome por la adquisición de un ejemplar tan elegante. Ilustración de Patricia Moreira de 1º ESO C
Tortugas dibujadas por Marta Cortina González 1º ESO A
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l hecho de no llevar dinero no me inquietaba lo más mínimo, porque simplemente le diría al hombre que pasara por casa a cobrar al día siguiente. Ni se me pasó por la imaginación que pudiera no fiarse de mí. Me bastaba con ser inglés, pues los isleños sentían hacia el inglés un cariño y respeto totalmente inmerecidos. En lo que no se fiaban unos de otros se fiarían de un británico. Le pedí al Hombre de las Cetonias el precio de la tortuguita. Levantó ambas manos, con los dedos tiesos. Pero no en vano había yo visto cómo compraban y vendían los campesinos. Sacudí firmemente la cabeza y alcé dos dedos, imitándole sin querer. Cerró los ojos horrorizado ante la idea, y levantó nueve dedos; yo levanté tres; sacudió la cabeza y tras pensarlo un momento levantó seis; yo a mi vez sacudí la mía y levanté cinco. Negó de nuevo el Hombre de las Cetonias y suspiró con profunda tristeza, con lo cual nos quedamos sentados en silencio viendo cómo las tortugas trepaban bamboleándose pesadamente por el camino, con la curiosa y torpe terquedad de los bebés. Al cabo el Hombre de las Cetonias apuntó a la pequeñita y volvió a estirar seis dedos. Yo me negué y estiré cinco. Roger bostezó con estruendo; todo este mudo regateo le aburría soberanamente. El Hombre de las Cetonias cogió el reptil y mímicamente me señaló lo suave y bonita que tenía la concha,
Dibujo de Laura Solís Gómez 1º ESO C
lo bien que sostenía la cabeza, lo afiladas que estaban sus uñas. Yo me mantuve en mis trece. Encogiese de hombros y me dio la tortuga, levantando cinco dedos.
Aida García Pemán 1º ESO D
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e dije entonces que no tenía dinero, y que tendría que ir por la villa al día siguiente, y asintió como si fuera lo más natural del mundo. Emocionadísimo de poseer este nuevo animal, yo quería volver a casa cuanto antes para enseñárselo a todos, así que me despedí del hombre, le di las gracias y eché acorrer camino abajo. Al llegar al punto en que tenía que atajar por los olivares me detuve a examinar en detalle mi adquisición.
Ilustración de Ignacio Barragán Noval 1º ESO A
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ra sin duda la tortuga más preciosa que yo había visto, y en mi opinión valía por lo menos el doble de lo que me había costado. Acaricié su escamosa cabeza con el dedo y me la instalé con cuidado en un bolsillo. Antes de lanzarme por la pendiente volví la vista atrás. El Hombre de las Cetonias seguía en el mismo sitio, pero ahora bailoteaba una pequeña jota, saltando y contoneándose y gorjeando con su flauta mientras a sus pies las tortugas deambulaban arriba y abajo, grises y pesadotas.
Dibujo de Nahuel de 1º ESO A
Dibujo de Nerea Simoes 1º ESO C
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