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El artista científico de la calle

Por: Alejandro Rodríguez Antonio Mena, el artista científico de la calle

Nació en Palmira, Valle del Cauca. Tiene 58 años, de los cuales 28 han sido destinados al arte callejero. Ha viajado por todo el mundo: Italia, Venezuela y Sudamérica; mochileando, eso sí, entre hostales baratos y naufragando, según él, entre el trago y las curvas de la belleza andina. Es ingeniero, matemático, aerónomo, científico y escritor, y está realizando un máster en teología en la Universidad Nacional. Esta última disciplina es en la que más concentra sus ires y venires, su filosofía de vida.

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José Antonio Mena camina todos los días por la séptima para vender o regalar su arte. Lo suyo es lo sencillo, pero a la vez lo complejo. Su gusto por armar figuras con un alambre y poner a pensar a quien se los ofrece con sus narraciones orales, lo han convertido en un caminante reconocido en este arte.

Tanta ha sido su fama que incluso el periodista Darío Arizmendi, en 2009, le realizó una entrevista para el programa El radar. En ese entonces trabajaba por Salitre, muy cerca de Maloka, vestía traje y no tenía barba. Rondaba entre niños y jóvenes que aprovechaban para que les hiciese con el alambre unos ratones de metal, flores o corazones que tanto les encantaban.

Sus objetivos no han cambiado. Sigue queriendo escribir su libro “La vida mía”; sus ideas y sus ademanes de hace once años se han vuelto parte de su diario. Actualmente las canas, la barba y las arrugas denotan el pasar del tiempo, su voz está desgastada y en sus ropas se percibe el olor de la calle.

En el andén derecho de la Séptima, pisando la Torre Colpatria, se encuentra un niño de escasos 12 años. Mira cómo Antonio arma un ratón con el alambre; se acerca de inmediato. Sus ojos reflejan el deseo de querer la figura, de querer descifrarla: era un corazón con la nota Do en su interior. Antonio lo nota y se lo regala. El niño sonríe y se va corriendo; baja por la Séptima, orgulloso de haber logrado su cometido, e intenta resolver el acertijo con brusquedad.

Antonio, quien desde la pandemia se vio afectado como tantos que dependen del día a día, le ha tocado inventarse cualquier otra razón que se le ocurra para llevar dinero a su hogar. Cuenta que, como lo suyo siempre ha sido maniobrar con el alambre, ha tenido que dedicarse también a limpiar calles y autos, lavar platos y disminuir sus horas de sueño en máximo 5. Sus ojos están rojos, irritados, con ojeras que hacen notar el poco descanso que ha tenido estos días, pero parece que no repercute en su energía, pues habla como si no hubiese un mañana; se pierde en la conversación en un sinfín de temas diferentes al mismo tiempo, pero sin dejar de apretar su maletín. La abre y saca su “arma” como él dice: es una biblia. Le

reza a los santos para tener días mejores y reza por el prójimo para que no padezcan lo que ha sentido tantas noches de hambruna.

“Siempre los grandes escritores lo último que hacen es colocar el título, pero en mi caso fue lo primero que coloqué, porque soy rebelde, pero no un rebelde sin causa, la rebeldía debe tener norte y sé a dónde voy”, recalca mientras ríe y mira a su alrededor. Busca y busca quién de las pocas personas que rondan por el Tostao de la Carrera Séptima puede ser su próximo cliente. Va hacia un grupo de gente, les ofrece su arte y la repetida charla; hace uso de un acento extranjero para convencerlos de algo que solo él sabrá. Al cabo de unos minutos vuelve con una sonrisa de oreja a oreja.

Antonio habla asfixiado, suelta el alambre y la biblia y se quita el tapabocas; dice que lo que más ha detestado es tener que usar ese pedazo de tela todo el día, le suele aruñar la cara y hacerle regresar sofocado a su casa. Se estira y toma una bocanada de aire, tose un poco hacia un costado y retoma la charla.

Guillermo Rojas, vendedor ambulante de la Séptima desde hace veinte años, ha visto a Antonio rondar todos los días por la misma zona. Cuenta que una vez, un día obscuro y concurrido, lo vio como las tantas otras veces con su alambre sobre el brazo y con su biblia en la mano. Caminaba cabizbajo como si los problemas lo abrumaran cual nube que bañaba ese día los cerros de la fría capital. Tropezó y llovieron sobre él caminantes agitados que al ver su biblia, aún en su mano, lo levantaron de inmediato. “Él siempre acerca a las personas, las une por una razón, en ese caso

Antonio ofrece su arte a las parejas para sacar tres sonrisas: la de ellos y la suya.

“Cuando adquieres la universidad de la vida, que es más cara, sabes qué quiere el otro y qué necesita”

fue para ayudar a alguien ni conocían a pesar de tener un aspecto poco deseado”, menciona.

Cada día realiza 33 piezas y todas las vende antes de llegar a su casa, no gana mucho, dice él, aproximadamente $2.000 por persona, pero regala más de lo que vende, porque siente que hacerlo es parte de su trabajo. Siente que Dios lo colocó allí para regalar sonrisas más que para sonreír él mismo.

Su familia lo es todo; tiene una esposa y tres hijas, de 29, 21 y 16 respectivamente. Antes de nacer su hija mayor pidió permiso a su esposa para iniciar su trabajo como artista callejero. Fue en ese momento cuando más empeño le puso a su labor, pero descuidó su hogar. José llora, sus ojos se ponen rojos y esquiva la mirada y la dirige hacia el horizonte. “Tú no puedes maquillar el pecado”, susurra. Carga con el peso de no haber podido pasar tiempo con sus hijas, de no haber dedicado tiempo a ellas, de olvidarlas cuando más lo necesitaban.

“¿Y es que cuándo ayudará el Gobierno a los que vivimos de lo que conseguimos al día? Comenzaron a dar un salario de ayuda, pero eso no es ni una parte de lo que lograba conseguir caminando y caminando desde la mañana hasta la noche, pero como ya no se puede salir casi por las restricciones, ni transitar por ciertas zonas; me he quedado a medias y he tenido que apretarme el cinturón a la hora de comprarme así sea un pan para almorzar”, asegura él.

En la calle no le ha faltado nada; siente que lo tiene todo a pesar de que lo que reúna en su bolsillo se le acaba cada noche al llegar a su casa, al darle la plata a su esposa para que puedan comer un día más.

Cada fin de semana realiza una “célula” en la calle 24, lo cual significa que reúne entre 300 a 400 personas para darles de comer, hablarles de Dios y darles fe. Se levanta y dice: “recobrarles algo que han perdido es delicado; muchos matan, roban, violan y trafican de todo, pero cada vez »

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“La escalera del éxito se basa en amar lo que tú haces”, asegura él.

más van, y cada vez más agradecen el haberles dado un sentido distinto”.

Un habitante de calle apodado “El cubano”, que si bien, no tiene acento del país revolucionario, con su color de piel y su extrovertida personalidad hace pensar a cualquiera que lo tropical hace parte de él sin importar su lugar de nacimiento. “El cubano” asegura que gracias a Antonio y su apoyo al “proletariado” con sus proyectos de reconciliación, ha logrado dejar atrás su afán de conseguirse el diario para gastarlo en marihuana y basuco. Para él, Antonio ha sido uno de los pocos que han hecho de él una persona diferente. Alguien que ya no se fija en a quien podrá robar el próximo día para “echarse un pipazo”, sino que ahora la mirada a su esposa y su hija, se ha vuelto primordial.

“Cuando adquieres la universidad de la vida, que es más cara, sabes qué quiere el otro y qué necesita”, dice Antonio.

Para este artista científico, su día termina cuando llega a su casa a las 10 de la noche, cansado y con hambre. Se suele sentar en su escritorio y escribir en su diario; todo le sirve para completar su libro, el cual espera publicar pronto, tal vez el otro año o quizás el próximo. Saca su biblia y reza a los santos, se acuesta a dormir y besa a su esposa y sueña en un mundo en el cual el amor no falte. Y repite en su mente: “El amor lo puede todo, el amor lo da todo, el amor lo soporta, el amor lo espera todo, el amor lo crea todo; no es fantasioso, no siente envidia, no busca lo suyo y se fortalece en la verdad”.

“Mi esposa y mis hijas lo son todo”, dice. Para él su familia lo fortalece para sobrellevar las adversidades que la vida le ha colocado en el camino. Cree que como misión no solo debe hacerlas más felices de lo que ellas lo han hecho sentir a él, sino también cambiar la vida de quienes han pasado por lo mismo que afrontó en la soledad.

Son las seis de la tarde, se levanta y sonríe como si siempre hubiese razones para hacerlo. Toma aire y hace calor juntando sus dos manos para calentárselas, expulsa el aire y de su boca sale un denso humo, no porque haya fumado, sino porque el frío se hizo notar con la neblina. Se coloca el tapabocas se coloca el maletín en el hombro. Antes de marcharse deja un ratón de alambre sobre la butaca en la que estaba; dice que es porque, aunque los ratones de carne y hueso sean despreciados por todos, al menos estos le sacan la sonrisa a un niño. Se despide y se esfuma entre las escaleras en dirección al Colpatria y su presencia se dispersa entre el aire frío y la neblina capitalina.

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