Cuentos de Ciencia Ficción

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Ciencia Ficción

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Lentitud Texto de Ricardo Mariño Ilustraciones de Gustavo Ariel Mazali Cuento e ilustraciones extraídas, con autorización de sus editores, del libro El mutante y otros cuentos, de Editorial Atlántida (Buenos Aires, 2001; colección De Terror).

No podía moverse. Tenía conciencia de que estaba en el suelo, sentía un agudísimo dolor de cabeza y una gran pesadez. No podía moverse ni abrir los ojos. ¿Qué había pasado? La nave. Con esfuerzo recordó que finalmente la nave había caído y que, unos segundos antes, él se había lanzado con el sistema eyector. Venía navegando normalmente en un vuelo automático y en algún momento advirtió que la nave no avanzaba por la ruta trazada. Cuando quiso rectificar el rumbo comprobó que era imposible. Los instrumentos funcionaban, pero algo había alterado sus parámetros. Él sólo era un piloto encargado de hacer un traslado de materiales hasta la Tierra, alguien con mínima instrucción, pero no había que ser un experto para deducir que, accidentalmente, la nave había entrado en el área de influencia de un campo gravitacional tan poderoso como para dislocar el instrumental. Los intentos por comunicarse habían sido inútiles —nada funcionaba en forma normal—, y con los mandos manuales no había podido impedir que progresivamente la nave fuera atraída hacia ese planeta. Debía hacer muchas horas que esa falla afectaba a la nave y él, fatalmente, había demorado demasiado en advertirlo. Por lo cual, debía estar muy alejado de las rutas convencionales. Próximo a caer sobre el planeta, había dispuesto de unos segundos para ver cómo era su superficie, después de accionar en forma manual, e inútilmente, los sistemas de descenso. Mientras caía tuvo sensaciones muy extrañas y, antes de desvanecerse en plena caída, vio un lugar inhóspito, rocoso, con una mínima vegetación que al menos hacía pensar que allí habría oxígeno. Cuando fue evidente que se estrellaría contra el planeta, decidió eyectarse, que era la forma de salvarse él, pero no la nave. Todo había durado instantes y de esa parte no recordaba prácticamente nada. No tenía la menor idea sobre qué había sucedido después ni cuánto tiempo había transcurrido. Sin embargo ahora se sentía en posición horizontal. La permanencia de varias semanas en el espacio le hacía confundir esas sensaciones, pero había jurado que estaba acostado en el suelo de aquel lugar. Quién sabe cuánto tiempo había pasado en esa posición cuando notó que, si se empeñaba en hacer un gran esfuerzo, podía mover un brazo algunos centímetros. Era como intentar nadar en un líquido de terrible densidad. Y tal vez fuera así. Tal vez la combinación de gases de ese planeta, o las condiciones gravitacionales, produjeran alguna sustancia espesa que impedía los movimientos. Pasado un rato pudo comenzar a abrir los párpados. Una tenue luz se filtró y tuvo en su mente la imagen de manchas oscuras imprecisas, recortadas sobre un fondo blanco. Eran siluetas perfectamente inmóviles, estatuas o algo parecido. ¿Cómo no se había golpeado contra ellas al caer? Eran muchas figuras parecidas, que representaban seres de espantoso

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aspecto. Habían sido talladas en el vívido gesto de avanzar a la carrera hacia un objetivo. Ese objetivo parecía ser... él mismo, porque, de hecho, estaba en el camino de la carrera de las estatuas. Parados sobre cuatro patas y casi enanos, tenían un aspecto vagamente humano. Su expresión, a la vez fría y asesina, no delataba pensamientos sino un instinto bestial. Los filosos colmillos que les sobresalían de sus bocas les daban esa apariencia animal, pero los rasgos de la cara eran estilizados y no recordaban la cabeza de un simio sino la de un renacuajo o un humano recién nacido, con sus arrugas y su cabeza desproporcionada. Poco después vio que detrás de las estatuas estaba su nave, destrozada. El movimiento de los ojos para enfocar cada objeto se le hacía increíblemente lento. Tenía en su campo visual a la nave, pero no podía concentrarse en los detalles. Sin embargo... había algo... ¡sí! ¡Un asiento de la nave estaba suspendido en el aire! Tal vez él hubiera caído primero y la nave después. Pero no, no era eso. Ahora que podía ver un poco mejor, había unas líneas coloridas alrededor de la nave, y a partir de eso pudo deducir que ¡la nave estaba estallando! Quizá la poderosa fuerza de gravedad hacía que la expulsión de llamas y gases fuera mínima, pero de hecho un sillón y otras partículas que ahora identificaba mejor estaban saliendo desde la nave. ¡Era un estallido en cámara lenta! Ahora el sillón se hallaba en otra posición, unos centímetros más alto, y poco después comenzaba a descender describiendo muy lentamente una parábola. Eso que en la Tierra habría resultado un fogonazo, un mínimo instante inaprensible, aquí parecía prolongarse interminablemente. Entonces, esas figuras de hombrecitos en cuatro patas... El hombre se planteó una idea espeluznante: si todo era tan lento como para dar la sensación de rigidez, esos seres que lo rodeaban no debían estar inmóviles... Aterrorizado, trató de concentrarse en uno de ellos, el que estaba más cerca, ya que tenía la sensación de que antes tenía la boca casi cerrada, mientras que ahora parecía abierta a medias... Después de unos cuantos minutos, tal vez quince o veinte (para entonces el sillón había recorrido un par de metros más en el aire), la boca del hombrecito estaba completamente abierta, se veían mejor sus desparejos dientes y colmillos, y algo como una espuma parecía salirle de la garganta. ¡Se movían! ¡Estaban vivos! ¡Y se dirigían hacia él para atacarlo! Ojalá estuviera equivocado. Para alentar esa duda, se concentró en un pájaro que estaba a unos cien metros por sobre las cabezas de los hombrecitos de cuatro patas. Era un pájaro fabuloso, inmenso, con enormes músculos en sus alas que, desplegadas, no eran demasiado anchas. Mas que volar, parecía nadar. ¿Cómo podía volar un ser vivo en ese planeta? En algo así como media hora el pájaro ya no se vio perpendicular a la cabeza del humanoide sino desplazado unos centímetros hacia la derecha. Aterrado, se dijo que, tarde o temprano, esos salvajes se arrojarían sobre él y le darían la peor de las muertes: lo despedazarían y devorarían con espantosa lentitud. Terribles pensamientos ocuparon al hombre durante esa eternidad imposible de calcular en horas. Advirtió, además, que no había sonidos. Por una razón inexplicable, eso le resultó más aterrador que las demás comprobaciones. Qué sensación de soledad debía dar ese lugar donde las

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cosas no hacían ruido al ser apoyadas. Los tremendos rugidos que habrían salido de esos hombrecitos eran puro silencio, como también la explosión de la nave. Pasadas, quizá, dos horas, el más feroz de los salvajes estaba a unos sesenta centímetros. A las tres o cuatro horas, el hombre comenzó a sentir que la garra derecha del salvaje tocaba su cuello. Una hora más tarde comenzó a dolerle, como un pinchazo. Era terrible imaginar lo que iba a demorar su muerte... Lo que siguió fue tan extraño como todo lo anterior: durante horas el hombre vio que el grupo de salvajes coincidía en un movimiento de sus cabezas: un giro hacia el costado y hacia arriba. Cuatro o cinco horas después ya estaban de espaldas y habían comenzado una especie de huida hacia adelante, hasta desaparecer metiéndose en una cueva. El pájaro los siguió hasta allí y, al no obtener ninguna presa, volvió a elevarse. El hombre sabía que no tenía ninguna chance de sobrevivir en ese planeta. ¿Cómo haría para pararse, correr, conseguir alimentos, defenderse de esos seres y soportar ese horrible silencio? Por todo eso, casi agradeció cuando el pájaro, tras describir un extraordinario circulo en las alturas, comenzó a bajar en un lentísimo vuelo en picada... hacia él.

UNA MUERTE de Héctor Germán Oesterheld Yo andaba investigando la muerte del Jon. Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos. No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos. Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré. Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera. Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos. Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido. De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial. - Hace tres días... - empecé. Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo. - ¿Amigo suyo? - Asentí. - ¿Sabe lo que..., lo que le pasó? Volví a asentir. - Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo. Me acercó una silla de paja. Él se sentó en un cajón vacío. - Ahora que lo pienso - se rascó la cabeza -, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende. - Por supuesto. - Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos

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largos, delicados-. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí. Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar. - Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al "Churrinche", el loco "Churrinche", el pajarero... Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga... Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon. - Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos. Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava. - ¿Un matecito? Dije que sí con la cabeza. - Estaba que se caía - mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado -. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados. - Sé que eres amigo - me dijo de pronto, marcando mucho las letras -. Por eso hice toda la distancia hasta aquí...Sé que cuidas pájaros... Por eso vine. "- ¿Por los pájaros? - le pregunté. "- Sí... Quiero pedirte un favor... ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta... hasta que no lo necesite más? “Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí. "- Gracias... - la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos -. Gracias... No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros... Son tan iguales... "Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita. “- Si uno sabe mirar, un solo pájaro..., un solo sicalo..., resume todas las bellezas de los mundos... "Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; además, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe en seguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o..." El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme. - Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar: "- El pájaro..., el sicalo... es los días perdidos, es la infancia... Cuidar un pájaro es revivir la infancia... Por eso tú, pajarero, cuidas pájaros... No quieres desprenderte de la infancia...

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"- No lo sé - le dije por decir algo -. Pero... ¿y los chicos que cuidan pájaros? "- Los chicos que cuidan pájaros... Tienes razón... Los chicos no pueden recordar la infancia... - hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó: - Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie... "Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares. “- ¿Quiere agua?¿Está realmente cómodo? "No me contestó. "Afuera se acababa la tarde igual que ahora. "Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí. "Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro. "La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa. "No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto. "Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren. "Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no... ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?" Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon. - Gracias - le devolví el jarrito enlozado. El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena. El pajarero se levantó también. - ¿Eran muy amigos? - Mucho. Me tendió la mano. Vacilé un momento, le tendí la mía. Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta. Bajé los escalones, me fui por el juncal. Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante. Aunque no está tan lejos, pensándolo bien. Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso. ¿Un pájaro o un sicalo?

CAZA MAYOR — Isaac Asimov —He leído en los periódicos —dije apurando mi cerveza— que la nueva máquina del tiempo de Stanford ha sido adelantada dos días en el tiempo, llevando en su interior un ratón blanco que no padeció efectos nocivos. Jack Trent asintió y dijo, muy serio: —Lo que deberían hacer con ese invento es retroceder algunos millones de años y averiguar que ocurrió con los dinosaurios. Durante los últimos minutos yo había estado observando casualmente a Hornby, que ocupaba la mesa vecina. El individuo alzó los ojos y se encontró con mi mirada. Estaba solo y a su lado tenía una botella de la que había bebido la cuarta parte. Tal vez por eso no habló en ese momento. Sonrió y se dirigió a Jack:

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—Demasiado tarde, viejo. Hice eso hace diez años y lo averigüé. Los sabihondos dicen que fue debido a los cambios climáticos. No es verdad. — Levantó el vaso en silencioso brindis y lo apuró de un trago. Jack y yo nos miramos. Sólo conocíamos a Hornby de vista, pero Jack me guiñó el ojo derecho y meneó ligeramente la cabeza. Sonreí, nos trasladamos a la mesa vecina y pedimos otras dos cervezas. Jack miró a Hornby con solemnidad. — ¿Realmente inventó una máquina del tiempo? —Fue hace mucho —Hornby sonrió amigablemente y volvió a llenar su vaso—. Mejor que la chapuza de esos aficionados de Stanford. La destruí. Dejó de interesarme. —Hablemos de eso. ¿Dice que no fue el clima lo que acabó con los grandes saurios? — ¿Por qué habría de serlo? —Nos lanzó una rápida mirada de soslayo—. El clima no los afectó durante millones de años. ¿Por qué habría de borrarlos tan completamente una súbita temporada seca, mientras otras especies seguían viviendo con toda comodidad? —Intentó chasquear los dedos a modo de burla, pero le salió mal y terminó murmurando—: ¡No es lógico! —Y entonces, ¿qué pasó? —inquirí. Hornby vaciló, mientras jugueteaba con la botella. Luego respondió. —Lo mismo que acabó con los bisontes: ¡seres inteligentes! — ¿Los hombres de Marte? —sugerí—. Era demasiado temprano para los habitantes de la Atlántida. De pronto, Hornby se volvió truculento. Supongo que estaba medio tocado. —Les digo que los vi —afirmó con violencia—. Eran reptiles, no muy grandes. Bípedos de un metro veinte de altura. ¿Por qué no? Aquellos dinosaurios tuvieron millones de años para evolucionar. Reptaban, trepaban, volaban y nadaban. Eran de todas las formas, tamaños y variedades. ¿Acaso uno de ellos no pudo desarrollar un cerebro..., y acabar con los demás? Intervine: —No hay inconveniente, salvo que jamás se ha descubierto el fósil de un saurio cuya caja craneana pudiera cobijar más materia gris que la de un pequeño gato. Jack me dio un codazo, pues quería que Hornby siguiera desbarrando, pero a mí no me gustan los despropósitos. Hornby se limitó a dirigirme una ojeada desdeñosa. —Tampoco se encuentran muchos fósiles de animales inteligentes. Ya sabe que por lo general no suelen caerse en los pantanos. Además, ocurre que eran de cerebro pequeño. ¿Qué me dice a eso? ¿Qué tanto por ciento de su cerebro utiliza usted? Como mucho, menos de un quinto y el resto no sirve, o Dios sabrá qué ocurre. Esos reptiles tenían el cerebro de un pequeño gato, pero lo usaban todo. Luego insistió: —Y no me pregunten por qué no encontramos restos de sus ciudades o máquinas. Creo que no construyeron nada. Su inteligencia era de un tipo por completo diferente de la nuestra. Intentaron contarme su vida, pero no logré entender nada..., salvo que su gran diversión era la caza mayor. — ¿Cómo pudieron entenderse? —preguntó Jack—. ¿Por telepatía?

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—Creo que sí. Le digo que tenían cerebro. Los miré y ellos me miraron, y entonces supe. Supe muchas cosas. No oí ni sentí nada; sencillamente supe. En realidad, no puedo explicarlo. Algún día lo intentaré — sus ojos, fijos en el vaso, tenían una expresión melancólica—. Me habría gustado quedarme más tiempo. Pude aprender muchas cosas —se encogió de hombros. — ¿Por qué no lo hizo? —pregunté. —Era arriesgado —respondió—. Me di cuenta. Para ellos, yo era un monstruo, y les inspiraba curiosidad. No por mi cuerpo, naturalmente, que no les molestaba. Se trataba de mi cerebro —sonrió torcidamente—. Ya saben, era muy grande. Se preguntaban para qué podría servirme tanto cerebro. Querían hacer mi disección para averiguarlo, conque me largué de allí. — ¿Cómo pudo irse? —No lo habría logrado, si en aquel momento ellos no hubieran visto un triceratops. Lo dejaron todo y salieron corriendo con sus varitas de metal en las manos. Ya me entienden: eran sus armas. Ahí tiene la respuesta. Esos pequeños y sesudos reptiles mataban saurios con el entusiasmo de un cazador de leones. Preferían matar un «tyrannosaurus» antes que comer. ¿Por qué no? Aquellas enormes fieras debieron constituir magníficas presas. Ninguno de los demás, desde el pterodáctilo hasta el ictiosaurio —no logró pronunciarlos muy bien, pero comprendimos lo que quería decir—, podía ser un trofeo tan digno de aquellas bestias enanas que los mataban por diversión o por gloria. Y fueron rápidos. Nosotros matamos cientos de millones de bisontes en treinta años, ¿recuerdan? Otra vez intentó chasquear los dedos. Luego agregó con sarcasmo: — ¡Cambios climáticos! ¡Un cuerno! Pero, ¿quién creería la verdad? Guardó silencio y Jack le dio un codazo: —Dígame, viejo, ¿quién acabó con esos pequeños saurios? ¿Por qué no están aquí, vivos y coleando? Hornby levantó la mirada y observó fijamente a Jack. —Jamás regresé para averiguarlo, pero de todos modos sé lo que ocurrió. La única diversión que había en sus vidas era la caza mayor. Le dije que lo supe cuando los miré a los ojos. Por eso, cuando se quedaron sin brontosaurios y sin diplodocos, se dedicaron a la caza más peligrosa: ¡ellos mismos! E hicieron buena faena. Hizo una pausa y agregó, truculento: — ¿Por qué no? ¿Acaso los hombres no estamos haciendo lo mismo?

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