My name is… Albert Einstein

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«Muchas veces me preguntaron cómo inventaba mis teorías, de dónde sacaba las ideas y cómo me las ingeniaba para simplificar las cosas más complicadas. La respuesta es sencilla. Siempre he dicho que hay que intentar las cosas noventa y nueve veces para tener éxito a la que hace cien.»

Otros títulos Marco Polo Leonardo da Vinci Saint-Exupéry Gandhi Alejandro Magno Vincent van Gogh Julio Verne Mozart Cleopatra Picasso Miguel de Cervantes Shakespeare Marie Curie Charles Chaplin Teresa de Calcuta Charles Darwin John Lennon

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A partir de 9 años

Me llamo... Albert Einstein

Me llamo... Albert Einstein

ISBN 978-84-342-2603-6

Cubierta Einstein

Einstein He revolucionado el saber del siglo xx

Lluís Cugota Gustavo Roldán


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Proyecto y realización Parramón Ediciones, S.A. Dirección editorial Lluís Borràs Ayudante de edición Cristina Vilella Texto Lluís Cugota Ilustraciones Gustavo Roldán Diseño gráfico y maquetación Zink Comunicació S.L. Dirección de producción Rafael Marfil Producción Manel Sánchez Quinta edición: junio 2008 Albert Einstein ISBN: 978-84-342-2603-6 Depósito Legal: B-23.654-2008 Impreso en España © Parramón Ediciones, S.A. – 2004 Ronda de Sant Pere, 5, 4ª planta 08010 Barcelona (España) Empresa del Grupo Editorial Norma de América Latina www.parramon.com Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra mediante cualquier recurso o procedimiento, comprendidos la impresión, la reprografía, el microfilm, el tratamiento informático, o cualquier otro sistema, sin permiso escrito de la editorial.


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Hola... Siempre me agobió la popularidad. Me consideraba una persona tranquila, amante de su trabajo y de la paz mundial, y nunca me acostumbré a la avalancha de los periodistas, a los flases de sus cámaras o al montón de preguntas planteadas sobre mi vida privada, que por supuesto nunca contestaba. Tanto me abrumaba la prensa que en una ocasión no vi otra salida que sacarles la lengua para mostrarles mi disgusto. Y luego, ¡mira por dónde!, aquella fotografía fue una de las más célebres de la historia. Muchas veces me preguntaron cómo inventaba mis teorías, de dónde sacaba las ideas y cómo me las ingeniaba para simplificar las cosas más complicadas. La respuesta es simple. Siempre he dicho que hay que intentar las cosas noventa y nueve veces para tener éxito a la que hace cien. Nunca me creí superior a nadie y es evidente que no soy el hombre más inteligente del mundo, como han apuntado algunos. Eso sí, siempre he trabajado con tesón, movido por la curiosidad y el deseo de saber. Tengo una cierta tendencia a formularme preguntas y cuando una cosa me ronda por la cabeza, necesito verla clara, comprender cómo funciona. No tengo ambiciones materiales y no quiero honores ni fama. Pero estoy convencido de que cada uno de nosotros puede aportar su granito de arena a favor del conocimiento y del bienestar de la Humanidad. Yo lo intenté durante 76 años, 1 mes y 4 días… Y, a veces, tengo la ilusión de haberlo conseguido.


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18 / Me llamo... Aquel octubre de 1902, murió mi padre. Creo que fue la primera vez que lloré. Con otros dos amigos, fundamos la Academia Olimpia, cuyos objetivos eran discutir sobre filosofía y cuestiones importantes. Nos encontrábamos una vez por semana y nos lo pasábamos muy bien hablando un poco de todo. Los ratos libres que tenía en la oficina de patentes los dedicaba a estudiar y a pensar. Pero tenía que esconder los libros y los apuntes cuando se acercaba alguien, una situación que era bastante engorrosa. En 1903, Mileva y yo nos casamos. Vivíamos en la parte antigua de la ciudad, cerca de la Torre del Reloj. Berna es una ciudad muy agradable. Al año siguiente, nació nuestro hijo Hans Albert. Mientras tanto seguía escribiendo y, en 1904, envié varios trabajos a la revista Anales de Física, tres de ellos sobre termodinámica.

1-9-0-5, cuatro es un número mágico Tengo que reconocer que 1905 fue mi año de gracia. Estudié y escribí bastante, y tuve la fortuna de que me publicaran cuatro artículos en la revista que dirigía Max Planck, un físico muy conocido. En marzo, envié a Anales de Física un artículo sobre la luz; en concreto, sobre el efecto fotoeléctrico y los cuantos de luz, que luego se denominarían fotones. El efecto fotoeléctrico consiste en la emisión de electrones por parte de un metal cuando sobre él se hace incidir un rayo de luz. Este efecto confirmaba mi teoría que establecía que la luz, aunque se comportara como una onda, estaba formada por unos pequeños corpúsculos de energía o cuantos. Era una afirmación atrevida para aquel entonces. Pero luego, cuando fue comprobada,


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muchos colegas me propusieron como el fundador de la teoría cuántica. No era para tanto; pero gracias a este artículo, años después me concederían el premio Nobel de Física. El segundo artículo, enviado en mayo a la misma revista, se refería al movimiento browniano, que no es otra cosa que el movimiento desordenado e incesante de pequeñas partículas sobre la superficie de los líquidos. Se llamaba así en honor a un naturalista escocés de mediados del siglo XIX, Robert Brown, a quien le había llamado la atención el movimiento incontrolado de los granos de polen sobre las aguas de un estanque.


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todas ellas formaran el espacio-tiempo, dibujando una complicada figura geométrica en que las rectas se curvan por el efecto de la gravedad. La gravedad, entonces, ya no era una fuerza de atracción entre dos cuerpos, sino una propiedad del espacio-tiempo. El espaciotiempo estaba regulado por diez ecuaciones, bastante complicadas todas ellas. El conjunto de estas ideas permitió crear una base firme sobre la que sustentar el estudio del cosmos, lo que sería la futura nueva ciencia de la cosmología.


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El eclipse, el fulgor de la fama y Elsa En 1919, el destino volvió a sonreírme. Un eclipse de Sol me aportó fama mundial y una gran satisfacción personal. Por fin, algunas de mis teorías iban a ser comprobadas en la práctica y no solamente con unos garabatos sobre el papel. Resultó que Arthur Eddington, el famoso astrónomo británico, se sintió fascinado por mis teorías sobre la curvatura del espacio-tiempo. Y estaba decidido a comprobarlas durante el eclipse de Sol de aquel año. Para ello, organizó dos expediciones científicas con el fin de tomar una buena colección de fotografías. La teoría de la relatividad general predecía un desplazamiento de las estrellas más próximas al Sol durante la etapa del oscurecimiento del eclipse. Las mediciones de Eddington confirmaron estas previsiones. Nunca me había alegrado tanto por un eclipse. Y esa alegría parecía invadir también toda la prensa inglesa, que publicó el acontecimiento con grandes titulares. El resto del mundo siguió la senda marcada por los periodistas británicos. Todos los periódicos se interesaban por mi vida y por mi trabajo. En el transcurso de un año, aparecí en multitud de medios, si bien prácticamente ninguno explicaba con coherencia mis teorías, que resultaban incomprensibles para la mayoría. A pesar de ello, me llovían las invitaciones para impartir seminarios y dar conferencias.


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Durante los dos años que estuvo allí, nos vimos a menudo. Escribimos juntos algunos comunicados contra el nazismo y dimos conferencias a favor de la paz y contra la intolerancia. No obstante, Hitler seguía en sus trece. Ya se había adueñado de Checoslovaquia y estaba preparando la invasión de Polonia. Las cosas pintaban cada vez peor. Pero en 1939, mi hermana dejó a su marido, el pintor Paul Winteler, y tuve una gran alegría al saber que venía a vivir con nosotros.

Mi fórmula más célebre y la bomba más mortífera Después de los trabajos del italiano Enrico Fermi, que investigó qué sucedía cuando se bombardeaban núcleos de uranio con neutrones, y de las experiencias de los alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann, que descubrieron la fisión nuclear al desintegrar un núcleo de uranio con una pérdida de una parte


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Albert Einstein / 51 de su masa transformada en energía, de acuerdo con mi célebre fórmula E = mc , Bohr especuló con la posibilidad de provocar una reacción controlada para producir una gran cantidad de energía. La carrera para conseguir la bomba atómica había comenzado. Entonces, unos viejos amigos vinieron a casa y me explicaron qué sucedería si los nazis lograban la bomba atómica antes que los americanos. Tanto insistieron que, el 2 de agosto de 1939, enviamos una carta al presidente Franklin Roosevelt en la que le sugeríamos el uso de la energía nuclear y la construcción de grandes bombas atómicas antes de que lo hicieran los nazis. 2

Firmé aquella carta, porque estaba indignado con lo que sucedía en Alemania y en Europa. Siempre había sido un pacifista convencido, pero ahora defendía el uso de la fuerza. No sé si el presidente llegó a leer aquel manuscrito, pero a mí la historia me consideraría injustamente el “padre” de la bomba atómica. Muy pronto, quedé al margen de aquellas investigaciones atómicas, que se denominaron proyecto Manhattan, y siempre me dolió y critiqué el uso de la energía atómica con fines militares.


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«Muchas veces me preguntaron cómo inventaba mis teorías, de dónde sacaba las ideas y cómo me las ingeniaba para simplificar las cosas más complicadas. La respuesta es sencilla. Siempre he dicho que hay que intentar las cosas noventa y nueve veces para tener éxito a la que hace cien.»

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