EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE INICIO: ORACIÓN PÁG 1037 DIURNAL
MISTERIO
LUZ
FE
* LUZ: CRISTO LUZ DEL MUNDO “Todo se hizo por ella, y sin ella nada se hizo. Lo que se hizo en ella era la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1, 3-5). La Palabra es fuente de vida, y esta vida no se ha quedado escondida, sino que brilla y se manifiesta: es luz. Pero a la revelación de la luz se oponen las tinieblas, es decir, los que rechazan deliberadamente la obra salvadora de Jesucristo. “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, cuando viene a este mundo” (Jn 1, 9). Ya Juan nos está diciendo quién es la VERDADERA LUZ: la Palabra, el Verbo, el Logos, como queramos llamarle; en definitiva, Jesucristo. Y nosotros tenemos que ser, como dice Juan en el versículo 8, testigos de esa luz. Esa es nuestra misión: dar testimonio de la verdadera luz que es Jesucristo. “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1, 14a). Y esto ocurrió por el misterio de la Encarnación, mediante el cual Dios envió a su Hijo al mundo para que viviera entre nosotros. Y lo hizo como verdadero Dios, pero también como verdadero hombre, de carne y hueso. La carne designa a la humanidad en su condición de debilidad y de mortalidad. Al revestirse de nuestra humanidad, la Palabra de Dios ha asumido todas sus debilidades, incluso la muerte. Todas menos una, la del PECADO. Ahora yo me pregunto: ¿Hay mayor claridad, mayor luz, que habitar entre nosotros? “… la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Jn 3, 19a). Ante la luz de Jesucristo nos encontramos con dos opciones: una los que prefieren las tinieblas, que los lleva a ser condenados y otra los que aceptan la verdad de Jesucristo, y mediante la comunión con Él reciben la salvación.
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“Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará una Luz de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1, 78-79). Aquí Lucas pone en boca de Zacarías el Benedictus, que es un cántico dedicado al Mesías y que nos habla también de su precursor (Juan el Bautista, su hijo). En ese cántico, Zacarías, lleno de Espíritu Santo profetizó que esa Luz que nos visitará de lo alto es el Mesías, Jesús, que vendrá de la casa de David según lo habían predicho los profetas y recordando la alianza y el juramento que Yahvé hizo con Abrahán. Zacarías hace alusión a lo que había profetizado Isaías cuando dijo: “El pueblo que andaba a oscuras percibió una luz cegadora. A los que vivían en tierra de sombras una luz brillante los cubrió” (Is 9, 1). “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32). Lucas le da la palabra ahora a Simeón, hombre honrado y piadoso al que el Espíritu Santo le había comunicado que no moriría sin antes ver al Mesías del Señor. Simeón, movido por el Espíritu, vino al Templo y cuando José y María introdujeron al niño Jesús, lo tomó en brazos y pronunció este precioso cántico. “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Aquí Lucas evoca a los dos primeros cantos del profeta Isaías. En el primero dice el profeta: “Yo Yahvé… te he destinado a ser alianza de un pueblo, a ser luz de las naciones” (Is 42, 6). Y en el segundo dice: “Te voy a hacer (Israel) luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is 49, 6). Lucas nos deja bien claro que Jesús, el Mesías del Señor, el Salvador es la LUZ DEL MUNDO. “Yo soy la luz del mundo; la persona que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). “Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo” (Jn 9, 5). Hasta ahora había sido Juan o Lucas, en boca de Zacarías y de Simeón, los que habían anunciado que Jesús es la LUZ DEL MUNDO. En estos dos pasajes de Juan es el mismo Jesús el que se proclama como LUZ DEL MUNDO, y sin embargo parece que seguimos sin creerlo. EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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Ya lo había dicho el profeta Isaías: “El sol ya no será tu luz de día, ni la luna te alumbrará de noche, pues Yahvé será tu luz eterna, tu Dios te servirá de esplendor” (Is 60, 19), y el mismo Juan en su primera Epístola nos escribe: “… Dios es Luz, y en Él no hay tiniebla alguna” (1Jn 1, 5). El tema de la luz se desarrolla en el NT siguiendo tres líneas principales más o menos distintas: 1. Así como el sol ilumina el camino, así es “LUZ” todo el que ilumina el camino hacia Dios: antes la Ley, la Sabiduría y la Palabra de Dios: “Porque la orden es lámpara y la enseñanza luz, y son camino de vida las reprimendas que corrigen” (Prov 6, 23); “Vi que la sabiduría aventajaba a la necedad, como la luz a las tinieblas” (Ecl 2, 13); “Tu palabra es antorcha para mis pasos, luz para mi sendero” (Sal 119, 105). Ahora CRISTO, como hemos visto anteriormente y como dice San Pablo en la segunda epístola a los Corintios: “Pues el mismo Dios que dijo ‘Del seno de las tinieblas brille la luz’ la ha hecho brillar en nuestras mentes, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo” (2Cor 4, 6); Juan, en su primera epístola afirma: “… las tinieblas pasan pero la luz verdadera ya está brillando” (1Jn 2, 8). Y finalmente, cualquier cristiano que manifieste a Dios a los ojos del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo… Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 14-16). 2. La luz es símbolo de la vida, la felicidad y la alegría; las tinieblas, símbolo de la muerte, la desgracia y las lágrimas: “Esperaba la dicha, me vino el fracaso; aguardaba la luz, llegó la oscuridad” (Job 30, 26); “Yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahvé, el que hago todo esto” (Is 45, 7). A las tinieblas del cautiverio se contrapone, pues, la luz de la liberación y de la salvación mesiánica: Mateo hace alusión al profeta Isaías cuando dice “El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido” (Mt 4, 16); Lucas, en el cántico de Zacarías que hemos mencionado anteriormente también dice: “Para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte…”(Lc 1, 79), y San Pablo, en la epístola a los romanos apunta: “Tened en cuenta el momento en que vivís e id pensando en espabilaros del sueño, pues la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada; el día se acerca. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz” (Rom 13, 11-12). Y esta salvación mesiánica alcanza incluso a las naciones paganas: “Así nos lo ordenó Cristo: Te he puesto como luz de los gentiles, para que tú seas la salvación hasta el fin de la tierra” (Hch 13, 47) (Esto ocurrió cuando Pablo y Bernabé se dirigían a los gentiles). 3. El dualismo ‘luz-tinieblas’, viene a representar los dos mundos opuestos del Bien y del Mal: “… para que vuelvan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios…” (Hch 26, 18); “Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido” (Col 1, 13). De este modo, en el NT aparecen dos imperios, bajo la dominación respectiva de Cristo y de Satán tratando uno de vencer al otro: “Todos los días estaba yo en el Templo con vosotros y no me pusisteis las manos encima. Pero ésta es vuestra hora y el poder de EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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las tinieblas” (Lc 22, 53); “… entró Satanás en Judas, hijo de Simón Iscariote. Jesús le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Jn 14, 13). Los hombres se dividen en ‘hijos de la luz’ e ‘hijos de las tinieblas’, según vivan bajo la influencia de la luz (Cristo) o de las tinieblas (Satán): “Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad para que el día de la Venida del Señor os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas” (1Tes 5, 4-5); “Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; pero ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz” (Ef 5, 8). Y ¿cómo se les reconoce?: “Vivamos con decoro… y no andéis tratando de satisfacer las malas inclinaciones de la naturaleza humana” (Rom 13, 13-14); “pues el fruto de la luz consiste en todo tipo de bondad, justicia y verdad” (Ef 4, 9); “… por sus frutos los reconoceréis” (Mt 7, 20). Así pues, a los hijos de la luz se les reconocerán por sus obras. La perspectiva es optimista: un día, las tinieblas deberán desaparecer ante la luz: “La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios; y su lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23). Por tanto, podemos concluir este apartado diciendo que CRISTO ES LA LUZ DEL MUNDO: QUIEN LE SIGUE NO CAMINA EN TINIEBLAS SINO QUE TIENE LA LUZ DE LA VIDA.
* FE: CRISTO EL CAMINO HACIA EL PADRE ¿QUÉ ES LA FE? Para la Biblia, la FE es la respuesta integral del ser humano al Dios que se revela como salvador. Esto implica a la vez tres cosas: 1. CONFIANZA y abandono en el Dios que habla. 2. ACOGIDA de sus palabras y promesas. 3. ADHESIÓN de la persona al mensaje de salvación.
LA FE EN EL ANTIGUO TESTAMENTO En el AT la fe aparece como la respuesta del hombre a Yahvé, al Dios de la alianza que se revela en sus intervenciones histórico-salvíficas, en su palabra y en sus promesas. SIGNIFICADO DEL ACTO DE CREER Creer, estar seguro, puede significar también apoyarse en… Por eso CREER para el AT es apoyarse en Yahvé, abandonarse a su palabra salvadora, que establece una alianza, primero con los padres y después con su pueblo, Israel. Abrahán se fía sin reservas de la promesa de Dios, plenamente convencido de que se cumplirá: “Abrahán creyó al Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo” (Gen 15, 6). EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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DIMENSIONES Y ASPECTOS DE LA FE Veamos algunos matices del concepto de la fe en el AT: La fe como respuesta a la promesa. En Gen 15, 6 se habla de la fe de Abrán como disposición para recibir la gran promesa: un hijo. “Abrán creyó y el Señor se lo apuntó en su haber”. El patriarca, ante la promesa del Señor, se fía y deposita su confianza en la palabra de Yahvé. La fe de Abrán es la respuesta a la promesa. Por tanto, la comunión con Dios lleva consigo una exigencia por parte del hombre. Este la cumple cuando confía. La fe ligada a la misión. Dos pasajes del Éxodo nos van a ayudar a entender esta cuestión: Ex 4, 1-9: Dios otorga a Moisés el poder de hacer prodigios. Ex 4, 27-31: Encuentro en Egipto con su hermano Aarón. Misión de Moisés: Sacar al pueblo israelita de la esclavitud de Egipto. En el primer pasaje, en el diálogo con Dios en la zarza, Moisés le plantea a Dios cómo va a exponer al pueblo israelita que él es el enviado de Dios sin que sea puesta en duda por parte del pueblo. Dios confirma y ratifica su legitimación mediante tres prodigios (el bastón que se convierte en serpiente, la mano que pierde el color y el agua del Nilo convertida en sangre). En el segundo pasaje, cuando Moisés y Aarón le contaron al pueblo la misión que Yahvé les había encomendado y, tras los signos, el pueblo CREE en la misión y en la salvación que ha de venir. LA FE, por tanto, ESTÁ LIGADA A UNA MISIÓN que es legitimada por Dios. La fe, camino de salvación. Este concepto de fe como camino de salvación es especialmente relevante en Isaías. En la entrevista con el rey Acaz (rey de Judá), frente a la amenaza política, el profeta se atreve a pronunciar estas palabras: “Si no os afirmáis en mí, no seréis firmes”, es decir, “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7, 9). La creencia del pueblo se funda únicamente en la confianza firme en Yahvé. Por eso Isaías le exige al rey un comportamiento que responda a esa confianza. En el pasaje referente a Sión dice el profeta: “Voy a poner por fundamento en Sión una piedra selecta, angular, preciosa, que sirva de base: quien tenga fe no vacilará” (Is 28, 16).
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Quien en ella se apoya no vacila. Sólo el que cree puede estar seguro de la protección divina en la catástrofe que ha de venir. El profeta mismo es un ejemplo de la confianza que da la fe: “Aguardaré a Yahvé, que oculta su rostro a la casa de Jacob; en él esperaré” (Is 8, 17). La intensa esperanza en Yahvé se extiende al futuro. Los profetas fueron los portavoces de Dios que devuelven LA FE al pueblo como CAMINO que conduce a la SALVACIÓN de la catástrofe en un futuro situado más allá de la desgracia. La fe (fidelidad), itinerario de vida. Para la tradición judía tiene especial relevancia el segundo oráculo del profeta Habacuc, titulado: El justo vivirá por su fidelidad (Hab 2, 1-4). En el versículo 2 escribe el profeta: “Yahvé me respondió de este modo: Escribe la visión, ponla clara en tablillas para que pueda leerse de corrido”. La visión dada por Dios, nos dice en el versículo 3 que se realizará sin falta: “Porque tiene su fecha la visión, aspira a la meta y no defrauda; si se atrasa, espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso”. Y hasta el final del oráculo, en el versículo 4, no nos dice Habacuc cuál es la visión que ha tenido: “Sucumbirá quien no tiene el alma recta, mas el justo por su fidelidad vivirá”. El arrogante es condenado expresamente por Dios; en cambio, al justo se le promete la vida por su fidelidad. FIDELIDAD y FE van aquí estrechamente unidas: si tenemos fe en Dios, es decir, confianza inquebrantable en la palabra de Dios, seremos fieles a Él, le estaremos dando a Dios la fidelidad que Él nos pide. En definitiva, la fe y la fidelidad en Dios es la que le define al pueblo de Israel su camino, el itinerario de su vida. CONTENIDO DE LA FE Para Israel, el contenido de su fe no es un sistema de enunciados sobre Dios, el mundo y el hombre. Más bien consiste en el relato de una historia y en la confesión de haber experimentado el cuidado y la fidelidad de Dios. Su fe era, por consiguiente, respuesta a una palabra que ya le había sido dicha. Así pues, podemos decir que la FE en el AT son CONFESIONES HISTÓRICAS de la ACCIÓN PODEROSA Y FIEL DE DIOS.
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La más antigua de estas confesiones de fe histórico-salvíficas la encontramos en los capítulos 22 al 24 del libro de los Números. Son los oráculos de Balaán, donde Balac, rey de Moab, pretende que Balaán maldiga a Israel: “Ven, pues, por favor, maldíceme a ese pueblo, pues es más fuerte que yo, a ver si puedo vencerle y lo arrojo del país. Pues sé que el que tú bendices queda bendito y el que maldices, maldito” (Num 22, 6). En cambio Balaán, siguiendo las instrucciones de Yahvé, en vez de maldecirlo lo que hace es bendecirlo: “Se enfureció Balac contra Balaán, palmoteó fuertemente, y dijo a Balaán: Te he llamado para maldecir a mis enemigos y resulta que los has llenado de bendiciones ya por tercera vez” (Num 24, 10). La síntesis más condensada de la fe de Israel es la frase: “Yahvé nuestro Dios – nosotros su pueblo”(cf. Dt 26, 16-19; Os 2, 25; Jer 7, 23; 31, 33; Ez 11, 29). Estas confesiones eran repetidamente formuladas y reinterpretadas a la luz de nuevas experiencias históricas: Nuevas experiencias llevaban consigo nuevos conocimientos sobre la fe, e, inversamente, las nuevas experiencias eran interpretadas a partir de la fe transmitida hasta entonces. Así, la fe de Israel es una fe histórica, algo sin reposo, en continuo caminar, algo nunca acabado. No sería hasta el judaísmo postexílico cuando se convierta en una confesión de fe monoteísta estática y cerrada, formulada en el conocido “Shemá Israel”: “Escucha, Israel: Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé” (Dt 6, 4). Es, por tanto, en un estrato más tardío del AT cuando Israel establece la confesión de La Torá como contenido de la fe. La Torah (ley) y dabar (palabra) aparecerán como realidades vitales que el hombre piadoso se apropia mediante la obediencia y la confianza, y celebra a través de la acción de gracias y la confesión. Resumiendo, podemos decir que la fe en el AT evoca:
Solidez de aquello en lo que uno se apoya. Seguridad y confianza del que se apoya en Dios.
Así, pues, CREER es decir AMÉN a las promesas, a las palabras y a las intervenciones históricosalvíficas de Dios.
LA FE EN EL NUEVO TESTAMENTO Es curioso que en los movimientos religiosos de la época no aparezca la exigencia de la fe a sus miembros. La predicación de Juan el Bautista sobre la proclamación del Reino de Dios lleva consigo la exigencia de una conversión: “Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos” (Mt 3, 2), pero no encontramos la exigencia explícita de la fe. Sólo tras el acontecimiento pascual y durante la misión cristiana primitiva surge la expresión: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). El Evangelio se convierte en una
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Buena Noticia que exige, junto a la conversión, la adhesión de los que lo escuchan, es decir, la FE. Sólo así se podrá entrar en la gran promesa de Jesús: el Reino de Dios. El NT nos presenta la realidad vital de la fe centrada en la PASCUA DE JESUCRISTO. Vamos a analizar la fe en el NT desde tres puntos de vista: La fe en la tradición sinóptica. La fe que nos encontramos aquí es una fe despertada por Jesús y ligada a su persona. Es, por tanto, confianza y abandono total en lo que Jesús dice y en lo que hace, en sus dichos y en sus hechos. Tengamos en cuenta que Jesús habla con la garantía de que la verdad y la realidad de sus palabras son la verdad y la realidad misma de Dios. Así pues, Jesús habla con la certeza de que el garante de sus palabras es Dios mismo. Hemos hablado de confianza y abandono en los DICHOS y en los HECHOS de Jesús. Veamos:
HECHOS DE JESÚS. Cuando hablamos de los hechos de Jesús nos referimos principalmente a los signos-milagros. Aquí la fe es la disposición que Jesús pide a los que esperan la curación. El aspecto dominante de esta fe es la confianza con la que el enfermo se dirige a Jesús. Un ejemplo lo tenemos en el pasaje de “El ciego de Jericó”. “Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y dijo: Llamadle. Llamaron al ciego, diciéndole: ¡Ánimo, levántate! Te llama. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ¿Qué quieres que te haga? El ciego le dijo: Rabbuní, ¡que vea! Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10, 46-52). Por el contrario, la ausencia de la fe está ligada a la ausencia de signos. Marcos nos relata, en la visita a Nazaret, la rebeldía de su ciudad natal, en la que el rechazo de la fe es tan enérgico que no puede hacer ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos. “Salió de allí y vino a su patria, y sus discípulos le siguen. Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: ¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre
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nosotros? Y se escandalizaban a causa de él. Jesús les dijo: Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio. Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos. Y se maravilló de su falta de fe” (Mc 6, 1-6). Así pues, en la confianza que el hombre pone en Dios radica la posibilidad de que Dios pueda hacer su obra.
DICHOS DE JESÚS. En los sinópticos también nos encontramos palabras de Jesús animando al crecimiento de la fe. Estos dichos (sentencias, parábolas, etc.) sobre la fe, le confieren al creyente posibilidades ilimitadas. Es por esto que Jesús llama expresamente a sus discípulos a esta fe sin fronteras. Las imágenes de la fe que mueve montañas (Mc 11, 23) y de la higuera que es arrancada (Lc 17, 6) corroboran el poder que tiene la palabra que incluso puede transformar la creación. El evangelio vincula la obtención de una súplica a la fe en ello: “todo lo que pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido, y lo obtendréis” (Mc 11, 24ss). Sólo quien cree que su petición se cumplirá, ésta se llevará a cabo. Jesús alienta a sus discípulos a “Tened fe en Dios” (Mc 11, 22). Y estas enseñanzas de Jesús sobre la fe la entendieron más tarde cuando le dijeron: “Auméntanos la fe” (Lc 17, 5). Pero, al igual que en los hechos de Jesús, en los dichos, la falta de fe provoca el fracaso. Los discípulos, por su falta de fe no pueden hacer milagros, aunque fuese una fe pequeña. Recordemos el pasaje del endemoniado epiléptico: “Entonces los discípulos se acercaron a Jesús, en privado, y le dijeron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle? Díceles: Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17, 19-20).
La tradición paulina. El concepto de fe en Pablo está lleno de densidad teológica. Veamos algunos aspectos y dimensiones de ésta: a) ¿De dónde surge para Pablo la fe? En la carta a los Romanos nos dice Pablo: “Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom 10, 17).
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Las cartas de San Pablo nos muestran que la fe de las primeras comunidades cristianas surgía de la proclamación de la Resurrección de Jesús: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1Cor 15, 3-5). Así pues, la fe pascual surge de la afirmación central de la Resurrección del Crucificado. b) ¿Cuál es el objeto de la fe? ¿Y el objeto creído? Para Pablo, el contenido central de la fe es Jesucristo mismo. En la epístola a los romanos nos dice: “Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo”(Rom 10,9-10). Y en Tesalonicenses Pablo nos da razones para creer: “Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús” (1Ts 4, 14). El objeto creído es el mensaje cristiano que sale de la palabra de Jesús. Pablo, en la carta a los romanos confiesa: “Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos” (Rom 10, 8). Por tanto, Pablo nos está animando a que tengamos fe en Jesucristo y en su mensaje. Cuando nosotros decimos “YO TENGO FE” estamos indicando que tenemos fe en Jesucristo y en su proyecto del Reino. c) ¿Qué es la fe para Pablo? Fundamentalmente, la fe, para Pablo, es la aceptación del mensaje de salvación del hombre. El creyente será aquél cuya ley es el evangelio, es decir, Cristo muerto y resucitado, y que toda su vida esté orientada hacia él. De ahí que la fe sea la respuesta total de la boca y del corazón, como hemos mencionado anteriormente en Rom 10, 9ss. El acto de fe es calificado por Pablo como acto de obediencia y de acogida, de obediencia a Cristo Jesús y de acogida a su mensaje de salvación. d) ¿Dónde sitúa Pablo la fe? San Pablo sitúa la fe entre dos polos: por un lado el hecho salvífico de la muerte y la resurrección de Cristo, y por el otro, la justificación del hombre. “Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación” (Rom 4, 25). Si creemos que Cristo murió por nuestros pecados, también creeremos que resucitó para nuestra justificación. La fe, por tanto, la sitúa Pablo entre la muerte y resurrección de Cristo y nuestra justificación. La justificación es la manifestación de la salvación de Dios en el hombre que se convierte de esta manera en salvado, es decir, justificado por el don de la fe. La EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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justificación, que procede de la fe (de la fe, por la fe y en la fe) es, por tanto, un don de la gracia, se opone a toda gloria humana y hace imposible una relación del hombre con Dios basada en las obras de la ley: “Y que la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe” (Gál 3, 11). “Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley” (Rom 3, 28). e) ¿Cómo tiene que ser la fe para Pablo? La fe para Pablo no es algo que esté estático, en reposo, sino algo dinámico, en movimiento. Por un lado, la fe está en continuo proceso de crecimiento, y por otro, tiene que estar sometida permanentemente a una autocrítica. Hemos dicho en continuo crecimiento “esperamos, mediante el progreso de vuestra fe, engrandecernos cada vez más en vosotros” (2Cor 10, 15), que implica una firmeza en la fe “Así pues, hermanos míos amados, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor…” (1Cor 15, 58) y un preguntarse autocrítico sobre si la propia actitud brota realmente de la fe “pues todo lo que no procede de la fe es pecado” (Rom 14, 23b). La tradición joánea. En los escritos de Juan la fe presenta unas características muy peculiares:
Es, principalmente, adhesión del hombre a Cristo, que según el prólogo de su Evangelio es Palabra y Vida de Dios “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Lo que se hizo en ella era la vida…...” (Jn 1, 1-18). Para Juan, por tanto, Cristo no es solamente el objeto de la fe, sino el fundamento mismo de la fe. De ahí que la fórmula que usa Juan sea CREER EN CRISTO. En el pasaje de la samaritana “Le dice la mujer: Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo. Jesús le dice: Yo soy, el que está hablando contigo” (Jn 4, 25-26). Y la mujer creyó en Cristo y también “Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer…” (Jn 4, 39) y estos samaritanos “decían a la mujer: Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Cristo, el Salvador del mundo” (Jn 4, 42). Para Juan existe una estrecha relación entre la fe y la vida. La vida eterna se recibe por la fe: “En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna” (Jn 5, 24a). La vida eterna es la participación de la vida divina, que el creyente recibe ya como un anticipo en el presente de la plenitud futura de la resurrección. “Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna…” (Jn 3, 14ss). Y esa vida eterna, Juan
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lo quiere dejar bien claro, es accesible tanto para los que fueron testigos directos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, como para los que creerán por el testimonio de los que fueron testigos directos: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29b). El Evangelio de Juan es el evangelio de los signos. Estos signos son la manifestación, todavía discreta, de su gloria, en espera de la plena manifestación en el día de su resurrección. Pues bien, todos los signos-milagros están encaminados a engendrar la fe o a avivarla, como nos lo muestra Juan al final de su Evangelio: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30.31). Para Juan, la fe procede del testimonio legitimado, del testimonio verdadero: “Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él” (Jn 1, 7). Juan insiste en el binomio testimonio y verdad, como podemos ver cuando Jesús, ante Pilato, le dice cuál es su misión: “para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). A lo largo del Evangelio, dan testimonio de Jesús, Juan el Bautista, el mismo Jesús, sus obras, el Padre e incluso los discípulos. Por eso, Juan se presenta, en el epílogo de su Evangelio, como el discípulo que da testimonio: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero” (Jn 21, 24).
A MODO DE SÍNTESIS Resumiendo, podemos afirmar que: Tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento, LA FE ES LA RESPUESTA DEL SER HUMANO A DIOS QUE SE REVELA COMO SALVADOR. La fe se manifiesta en la adhesión total del ser humano a Dios y a su Palabra, a través de tres dimensiones: Conocimiento-confesión de la acción salvífica de Dios en la historia y, en especial en el N.T., en Jesucristo. Acogida y obediencia a sus palabras reveladoras, tanto del A.T. como del N.T. Confianza en sus promesas; confianza que comporta comunión con Dios en este mundo y en el mundo futuro. De estas tres dimensiones, la confianza en las promesas es la que predomina en el A.T., la de acogida y obediencia aparece igualmente en los dos Testamentos, y la de conocimiento-confesión prevalece en el N.T. Esto es debido, sin duda, al acontecimiento Jesucristo, cumplimiento definitivo de las palabras y promesas del Antiguo Testamento.
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¿CÓMO TIENE QUE SER LA FE? Hasta ahora hemos visto “qué es la fe”, tanto en el A.T. como en el N.T., y hemos dado una pequeña pincelada de “cómo tiene que ser la fe” en la tradición paulina. Decíamos que para Pablo la fe debe estar en continuo proceso de crecimiento y además debe ser autocrítica. Vamos a adentrarnos un poco más en la cuestión y vamos a ver qué características debe tener la fe en relación conmigo mismo y con el resto de la comunidad de creyentes, con la Iglesia. Antropológicamente, es decir, en relación con la persona, la fe comporta dos actitudes, a saber: fe en la persona y fe en su mensaje. Poniendo un ejemplo: si no confiamos en un médico, cómo vamos a pensar que nos puede curar; o si pensamos que un determinado profesor no es buen profesor, cómo vamos a creernos sus enseñanzas. Por tanto, tener fe en alguien es, ante todo, creer en esa persona, pero además es creer en lo que dice o hace, en su mensaje. Con la fe religiosa ocurre exactamente lo mismo: primero creemos en Dios, pero eso implica necesariamente creer también en su mensaje. Y dado que el mensaje fundamental de Dios es la salvación del hombre, y esta salvación nos ha sido dada en Jesucristo, el hombre no tiene más remedio que confesarle a Jesucristo: “Yo creo en Ti – yo te creo”. Por tanto, podemos decir que lo específico de la fe cristiana es la orientación de esta fe hacia la persona de Jesús, su figura, sus dichos y sus hechos. El mensaje final de Jesús es bastante clarificador: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). Ya tenemos, pues, los elementos necesarios que nos van a definir las dos características que debe tener toda fe que se considere madura: En primer lugar nuestra fe debe ser una fe PERSONAL, de TU a TU: Jesucristo, yo te creocreo en Tí. En segundo lugar, nuestra fe debe ser COMUNITARIA. En efecto, por el hecho de creer en Jesucristo tenemos que creer también en su mensaje. Pero ¿cuál es el mensaje fundamental de Jesús?: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros” (Jn 13, 34). Por tanto no podemos quedarnos en la fe personal; el mandamiento nuevo del AMOR necesita de personas a las que demostrarles nuestro amor y de las que recibir también su amor. En definitiva, necesita de una comunidad donde poder desarrollar la caridad, la justicia, el servicio a los demás…, es decir, donde poder desarrollar el mandamiento del AMOR. Por tanto, y como conclusión, podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que una persona que se quede sólo en la FE PERSONAL tiene una FE INMADURA, VACÍA, SIN CONTENIDO… Le falta el componente COMUNITARIO donde poder desarrollar el mensaje de la persona creída. Una frase para el recuerdo: “LO VERDADERAMENTE IMPORTANTE DE MI FE ES MI PRÓJIMO”. EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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* MISTERIO: CRISTO, ¿QUIÉN ERES? ¿PODEMOS CONOCERTE? La pregunta sobre Dios ha estado presente en todas las épocas de la historia de la humanidad. Sin embargo nos damos cuenta que con el paso del tiempo se ha avanzado muy poco en su respuesta: las opiniones que sobre Dios se expresan actualmente son casi las mismas que se expresaban hace siglos. ¿Por qué se ha avanzado tan poco en la respuesta a la cuestión de Dios? Sencillamente porque Dios es un misterio que desborda todo intento de compresión humana. Los creyentes sentimos a Dios cerca de nuestras vidas: nos relacionamos, rezamos y conversamos con Él. Pero todos sabemos de la dificultad que se nos presenta cuando queremos expresar a los otros lo que es la realidad de Dios. Parece como si ante esa realidad las palabras se nos quedasen pequeñas, como si Dios se resistiera a dejarse abarcar por el conocimiento humano. Esa dificultad se ha venido expresando con la frase “Dios es un misterio”. Gabriel Marcel, importante filósofo francés, distinguía entre dos realidades que, aunque parecidas o confusas para algunas personas, están muy bien diferenciadas: MISTERIO y ENIGMA. El enigma o problema es aquello que puede resolverse por el entendimiento humano. El misterio, en cambio, no se puede resolver nunca. Pero, además, el enigma se sitúa fuera de nosotros. Es algo con lo que nos encontramos en la vida diaria, pero que es externo a nosotros. Por el contrario, el misterio es aquello en lo que nos encontramos envueltos y que habitamos por dentro. Por tanto, cuando decimos que Dios es un misterio no nos estamos refiriendo a lo que nos es desconocido en un determinado momento por la limitación de nuestro conocimiento, pero que esperamos poder llegar a conocer en el futuro. Eso sería un enigma. Tampoco debemos confundir el misterio con la insinceridad o el secreto, pues parecería que Dios no juega limpio con el ser humano. Pero Dios no quiere jugar a despistarnos, sino que quiere entrar en relación con nosotros. Por último, hay personas, sin embargo, que cuando se les interpela sobre la cuestión de Dios no saben qué contestar, y entonces suelen decir: “es que esto es un misterio”. Pero Dios no quiere dejarnos en la ignorancia, sino abrirnos a la verdad.
¿QUÉ QUEREMOS DECIR CON LA FRASE “DIOS ES UN MISTERIO”? Muy escuetamente: Decir que Dios es un misterio quiere decir, en primer lugar, que Dios es una realidad personal caracterizada por la libertad. Y como tal realidad libre, su conducta no puede ser ni predicha ni condicionada por el conocimiento humano. Su obrar es siempre libre y, por tanto, siempre nos desconcierta. EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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En segundo lugar, hablar de Dios como misterio implica decir que su realidad es inabarcable, incomprensible para el conocimiento humano. Incomprensible no equivale a incognoscible, sino que quiere decir inabarcable. Por tanto, decir que Dios es inabarcable no quiere decir que Dios no pueda ser conocido, sino que cualquier conocimiento de Dios no agota por completo su realidad. Por consiguiente, cualquier cosa que digamos de Dios es incompleta, parcial y provisional. De las declaraciones oficiales de la Iglesia en torno a la cuestión de Dios, dos son las más importantes: Concilio IV de Letrán (1215): “entre el creador y la criatura no se puede establecer ninguna semejanza que no tenga que significar una desemejanza mayor”. En palabras más sencillas: A cualquier cosa que digamos de Dios tendremos que añadir siempre la coletilla: “pero Dios es más grande de lo que nos imaginamos”. Concilio Vaticano I (1870) en la Constitución dogmática sobre la fe dice que Dios es “inmenso, incomprensible, infinito en entendimiento y voluntad”.
¿CUÁLES SON LOS ÁMBITOS DEL CONOCIMIENTO DE DIOS? Hemos dicho anteriormente que Dios es incomprensible, pero eso no implica que no podamos conocerlo en parte, es decir, sin agotar por completo toda su realidad. Tres son los lugares donde podemos conocer a Dios: Dado que Dios y el ser humano no constituyen dos realidades separadas sino que son dos realidades en relación, el primer ámbito y el primer lugar para conocer a Dios es la experiencia vital de cada uno: Dios habita en lo más profundo de nosotros, y es desde ahí desde donde podemos entrar en relación con Él y conocerle. El segundo ámbito es la Escritura: las religiones reveladas, como la nuestra, han dejado por escrito los momentos más importantes de acercamiento de Dios al hombre. Para el cristianismo, el momento cumbre de este acercamiento ocurre en la persona de Jesús. Esto queda recogido en la Biblia. El tercer ámbito es la celebración y la liturgia: Tenemos que recrear la conducta de Jesús de Nazaret, para que cada uno de nosotros podamos revivir en nuestra propia vida la experiencia de vida de Jesús, y de este modo abrirnos a la relación con Dios que Él tuvo. Y eso lo hacemos mediante la celebración litúrgica. No nos podemos quedar solo con las palabras, sino que tenemos que acercarnos también a su vida. Decimos acercarnos a la vida de Jesús, recrear su experiencia de vida. Pero para ello primero tenemos que conocerle, saber quién fue Jesús de Nazaret y qué representa para nosotros. Por tanto, debemos hacernos la siguiente pregunta:
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JESUCRISTO, ¿QUIÉN ERES? Nosotros, al igual que los primeros cristianos, los que tuvieron contacto directo con Jesús de Nazaret, también confesamos, desde nuestra fe, que Jesús es el Cristo. Pero el recorrido que nosotros podemos hacer hacia Jesús de Nazaret parte del Cristo. Así, desde el Cristo de la fe llagamos al Jesús de la historia. Sin embargo, el proceso de los primeros seguidores de Jesús es el contrario: en el Jesús de la historia proclaman al Cristo de la fe. Por tanto, la anterior pregunta “Jesucristo, ¿quién eres?” podríamos formularla así: “¿Cuál es la identidad de Jesús de Nazaret proclamado como el Cristo?”. Para adentrarnos en esa pregunta no tenemos más remedio que acercarnos al recuerdo del Jesús de Nazaret relatado en los Evangelios. Por tanto, el conocimiento que nosotros podemos tener hoy sobre Jesús lo tenemos que tomar de los testimonios de aquellos que estuvieron más cerca del maestro de Galilea. Pero estos testimonios están influenciados por los acontecimientos de la Muerte y la Resurrección, es decir, por la propia experiencia pascual de aquellos primeros cristianos. ¿Y vosotros, quién decís que soy yo?, es una de las preguntas más ilustrativas que lanza el propio Evangelio en boca de Jesús. Esta expresión viene recogida por Mateo (16, 15) y por Marcos (8, 29) justamente antes de anunciar su pasión inminente. La afirmación de Pedro es tajante: “Tú eres el Cristo” (Mc 8, 29) ó “Tú eres el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Esta afirmación de Pedro es considerada como la primera confesión de fe, como la primera afirmación cristológica. Evidentemente, esta afirmación sobre la identidad de Jesús de Nazaret está dada desde la propia experiencia pascual de Pedro. Y, ¿por qué está dada desde la experiencia pascual que tuvo Pedro? Sencillamente por la forma en la que se escribieron los Evangelios. Simplificando mucho, podemos decir que el Evangelio ha sido escrito en orden inverso a como nosotros lo leemos: Jesús murió crucificado y abandonado por sus mismos discípulos. Pero el Resucitado les salió al camino, y fueron testigos de que Jesús, el mismo que había muerto en la cruz, vive para siempre. A este encuentro con el Resucitado lo llamamos experiencia pascual. A partir de la experiencia pascual, los primeros discípulos de Jesús comenzaron a interpretar el significado salvífico que había tenido el martirio de aquel hombre y su conducta histórica mientras vivió en Palestina. El evangelista Marcos centra su atención en la vida pública de Jesús, sin decir nada sobre su vida oculta en Nazaret. Hacia el año 85, los evangelistas Mateo y Lucas escriben los capítulos sobre el nacimiento y la infancia de Jesús. EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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Más tarde Juan, en su evangelio, confiesa que Jesucristo es la Palabra que desde la eternidad está en Dios y es Dios. Hemos hablado, casi de pasada, de la experiencia pascual, y hemos dicho que son los acontecimientos de la Muerte y Resurrección de Jesús, el encuentro con el Resucitado. Pues bien, vamos a adentrarnos un poco más en lo que significa o debe significar esto para los cristianos.
LA EXPERIENCIA PASCUAL. ¿QUÉ SIGNIFICA? La experiencia pascual incluye a su vez dos experiencias muy ligadas, aunque distintas. A saber: el encuentro con el Resucitado en las “apariciones” y la recepción del Espíritu Santo. Jesús ha resucitado. Han llegado los últimos tiempos. La esperanza de la resurrección no aparece en la historia bíblica hasta el siglo II antes de Cristo. Pero en tiempos de Jesús, la mayor parte de los judíos tenían ya esa fe. No obstante, se esperaba una resurrección del pueblo como tal, que implicaba también una tierra nueva. Y aquí está la gran novedad de la experiencia pascual o encuentro con el Resucitado: en Jesús de Nazaret se ha realizado ya lo que los judíos esperaban para todo el pueblo. Había comenzado ya el mundo nuevo, el tiempo último, y Jesús es presentado como “el primogénito de los que triunfan sobre la muerte” (Col 1, 18). En este comienzo de los últimos tiempos por fin Dios instauraba su reinado entre los hombres. “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. Los judíos contemporáneos de Jesús y durante el siglo I, cuando se escriben los evangelios, tenían una idea muy generalizada. Pensaban que en la época de los patriarcas todos eran favorecidos con la presencia del Espíritu de Dios. Cuando Israel cometió el pecado de idolatría con el becerro de oro, Dios limitó el envío de su Espíritu sólo a algunos, los profetas; finalmente, debido al pecado del pueblo, el Espíritu dejó de ser enviado. Dios guardaba silencio: “Ya no hay signos ni profetas, y nadie sabe hasta cuándo” (Sal 74, 9). Sin embargo los judíos esperaban que, con la llegada de los últimos tiempos, de nuevo el pueblo recibiría el Espíritu: “En los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños; sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Joel 3, 1-2). En Pentecostés, y hablando en nombre de todo el grupo de discípulos, Pedro declara: “Se ha cumplido lo que dice el profeta Joel” (Hch 2, 16).
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“Ver al Señor Resucitado” (Jn 20, 25). Ver al Señor Resucitado fue una experiencia excepcional que vivieron los discípulos tras la muerte de Jesús, pero es muy aventurado decir qué fueron para ellos las experiencias pascuales. Efectivamente, las apariciones no fueron un producto de la imaginación de los discípulos, pero tampoco podemos decir que fueron apariciones objetivas externas; no era posible sacar ninguna foto de las mismas, ni ningún historiador que hubiese estado presente en las mismas las hubiera podido constatar. Así pues, reconocer que las apariciones no son objetivas, externas e históricamente controlables es de gran interés para la fe: el Resucitado no es ya un objeto de nuestro mundo, que se podría ver con los ojos de la cara, escuchar con los oídos y tocar con las manos. Pertenece totalmente al mundo de Dios, que sólo puede ser conocido por la fe, que según San Pablo es el medio para conocer las realidades que no se ven (Heb 11, 1). La resurrección de Jesús no es una reanimación o retorno a la vida anterior, sino entrada en una plenitud de vida donde ya no queda espacio para la muerte. El Resucitado se presenta como el Viviente que rompe los esquemas de los discípulos y los saca de su encerramiento. Si bien era el mismo al que habían acompañado por tierras de Galilea, era también el Otro que inesperadamente entraba en sus vidas y las cambiaba. Animados por la experiencia pascual y por la fuerza del Espíritu, los discípulos descubrieron y confesaron que Jesús es el Cristo, el Salvador de los hombres.
¿QUÉ CAMBIOS SE PRODUJERON EN LOS DISCÍPULOS? Fundamentalmente, y a la luz de la experiencia pascual, los primeros cristianos pudieron entender quién fue Jesús de Nazaret. Algunos textos del evangelista Juan manifiestan esa nueva comprensión de los creyentes: “Jesús encontró a mano un asno y montó sobre él. Así lo había predicho la Escritura: ‘No temas, hija de Sión, mira, tu rey viene a ti montado sobre un asno’. Al principio los discípulos no comprendieron estas palabras, pero, cuando Jesús fue glorificado las recordaron y cayeron en la cuenta de que aquellas palabras de la Escritura se referían a Él y se habían cumplido en Él” (Jn 12, 14-16). Cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo declaró: “Destruid este templo y en tres días yo lo levantaré”. Juan entiende que el Señor “hablaba del templo de su cuerpo”; y así, cuando Jesús resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron eso “y creyeron en la Escritura y en las palabras que Él había pronunciado” (Jn 2, 19-22).
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El evangelista deja bien claro que, sólo gracias al Espíritu, los discípulos pudieron comprender el significado profundo que tenían las palabras y los gestos de Jesús durante su ministerio público en tierras de Palestina: “El Espíritu que el Padre enviará en mi nombre os enseñará todas las cosas y os hará recordar todo lo que os he dicho” (Jn 14, 26) Como los otros evangelistas, Juan considera que muchas palabras y gestos de Jesús fueron incomprendidos o mal interpretados mientras los discípulos vivieron con Él, antes de su martirio. Pero la resurrección les permitió descubrir el verdadero significado de aquellas palabras y de aquellos gestos. Así pues, el acontecimiento pascual –resurrección de Jesús y don del Espíritu- aporta a los discípulos una inteligencia nueva y profunda del misterio de Jesús que les ilumina para poder interpretar todo lo que Jesús había dicho y hecho.
CONFESIÓN DE FE SOBRE EL MISTERIO PASCUAL La resurrección de Jesús es un acontecimiento inédito. No es una creación de la nada, pues resucita el mismo que vivió en Palestina y que murió en la cruz. Tampoco una reanimación como pudo ser la resurrección de Lázaro. Jesús resucitado ha entrado ya en la plenitud de la vida y no morirá más; la muerte ha sido vencida (Rom 6, 9). Esto es un acontecimiento, y para su comprensión no hay ejemplos parecidos en nuestro mundo. Es verdad que la resurrección de Jesús no fue invención de los primeros cristianos, ya que los evangelistas se refieren a un acontecimiento objetivo. Pero no es demostrable: nadie vio a Jesús saliendo del sepulcro. Fue un acontecimiento, que aunque no se puede demostrar sí podemos mostrar que los cristianos creemos en él, si somos capaces de vivir como resucitados. Evidentemente, si se hubiese podido demostrar no estaríamos hoy aquí hablando del MISTERIO PASCUAL. Porque Jesús ha sido resucitado por Dios, nosotros podemos confesar hoy que Él era realmente el Hijo de Dios desde su nacimiento. Y eso lo podemos confesar mediante LA LUZ que nos da la FE desde nuestra PROPIA EXPERIENCIA PASCUAL, que nos hace decir, como Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mc 8, 29; Mt 16, 16).
PERO, ¿QUÉ SENTIDO, O QUÉ IMPLICACIONES TIENE PARA NOSOTROS EL MISTERIO PASCUAL? Fundamentalmente, el sentido que tiene para nosotros hoy es el SEGUIMIENTO DE JESÚS. Las claves fundamentales para el seguimiento de Jesús las podemos encontrar en el propio mensaje de Jesús que se refleja en los Evangelios. El núcleo de la predicación de Jesús es la oferta gratuita del Reino de Dios, que nos es ofrecido como un don para la salvación de todos. El seguimiento de Jesús consiste en recrear la conducta de Jesús en las nuevas situaciones por las que vamos pasando los humanos. EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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Pero para recrear esa conducta de Jesús, primero tenemos que conocerla. Si analizamos los Evangelios, podemos ver que la vida pública de Jesús la podemos dividir en dos etapas, separadas por lo que se ha dado en llamar la crisis de Galilea. En la primera etapa Jesús pone al servicio del reino su palabra y sus facultades para realizar milagros. Es una etapa optimista porque Dios interviene ya para instaurar su reinado en la tierra. La segunda etapa es una etapa de frustración, de desconcierto. Jesús se da cuenta de que la gente no entiende su mensaje, lo interpreta mal, no lo comprenden, hasta sus propios discípulos dudan e incluso las autoridades judías buscan la ocasión y el momento para matarle. A partir de ese momento Jesús se da cuenta que por ese camino no va a conseguir nada; ya no habla ni hace milagros, pero sigue fiel a su misión, guarda silencio y entrega la propia vida. En esa entrega de su vida manifiesta la verdad de la primera etapa, en la que su única preocupación es la llegada del reino de Dios. A estas dos etapas corresponden dos invitaciones al seguimiento: SEGUIMIENTO MESIÁNICO Jesús, abandonando su familia, su hogar y sus amigos, decide, movido por el Espíritu, que es el momento de ponerse en camino, de ir como profeta indefenso para anunciar la llegada del reino de Dios: es tiempo de conversión y de creer en la Buena Nueva (Mc 1, 14-15). Pero para cumplir su misión Jesús necesitaba ayuda, y así llamó a los que Él quiso: Simón, Andrés, Santiago y Juan (Mc 1, 16-20). Más tarde también llamó a un recaudador de impuestos, Leví (Mc 2, 13). Jesús comienza así su vida pública enseñando a la gente (Mc 1, 21-22) y haciendo curaciones: a un endemoniado (Mc 1, 23-26), a la suegra de Pedro (Mc 1, 30-31), numerosas curaciones (Mc 1, 34), a un leproso (Mc 1, 40-43), a un paralítico (Mc 2, 11-12), el hombre de la mano paralizada (Mc 3, 5). A continuación instituyó a los doce (Mc 3, 13-19) y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos (Mc 6, 7), para que predicaran la conversión (Mc 6, 12). Ellos predicaron y curaron a muchos enfermos y después “se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado” (Mc 6, 30). Es un seguimiento mesiánico porque Mesías significa ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva de liberación (Lc 4, 18). SEGUIMIENTO CRISTOLÓGICO Cuando Jesús vio que el mensaje no llegaba, no era comprendido, llamó a la gente y a sus discípulos y les hizo una nueva oferta: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35). EL MISTERIO PASCUAL A LA LUZ DE LA FE
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Esa es la única condición para los que quieran seguir a Jesús, y por tanto, para entrar en el reino de Dios. Ya no hace falta predicar con palabras y signos la llegada del reino de Dios, sino encarnar en la propia vida la conducta de Jesús, trabajar por la llegada del reino recreando las actitudes de Jesús, incluso dando la vida si hace falta. Por tanto, el seguimiento de Jesús es experiencia de Dios en nuestra intimidad. Pero este seguimiento cristológico exige unas características al discipulado: Radicalidad en su opción y en su compromiso. El seguimiento de Jesús no admite medias tintas. Por eso, las renuncias que exige el seguimiento son tan radicales. Radicalidad Teológica: Dios o el dinero (Mt 6, 24), Antropológica: perder la vida por los demás o guardársela egoístamente (Mc 8, 35), Cristológica: estar con Jesús o en contra de él (Mt 12, 30). Aquí está la clave de por qué unos siguen a Jesús y otros no. No todos los que piensan que siguen a Jesús le siguen en realidad. Le siguen los que abrazan las renuncias indicadas, y no le siguen los que no abrazan tales renuncias, por más que hagan otras cosas, como practicar la religión, llevar una vida observante, hacer apostolado o trabajar con verdadera entrega. Ciertamente, todo eso es importante, pero el seguimiento de Jesús se basa en otras exigencias que son muchos más radicales. Se trata del mismo compromiso que asumió Jesús. Sabemos que Jesús no murió de muerte natural, sino que fue asesinado. A Jesús no lo mataron porque fue bueno, sino porque puso en cuestión y rechazó las instituciones y poderes que oprimen al hombre. Por eso podemos decir que la vida de Jesús fue un constante compromiso por servir al pueblo. Y abrazó ese compromiso con tal radicalidad que lo llevó hasta la muerte. Por consiguiente, hay seguimiento de Jesús donde hay un compromiso incondicional por servir al pueblo; y donde ese compromiso es radical, es decir, que llega hasta sus últimas consecuencias, incluso hasta el enfrentamiento mortal con los poderes e instituciones que oprimen al hombre. Más que imitar lo que Jesús hizo y dijo, el verdadero discípulo debe recrear en su situación personal y en los tiempos en los que vive esa experiencia de Dios que tuvo Jesús. Ponerle como modelo en su vida y en su caminar diario. El Resucitado encargó a sus discípulos que fuesen “testigos en Jerusalén, en toda Judea y en Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Pero el ser testigo del reino en una sociedad marcada por la injusticia y la violencia genera conflictividad. Por eso el discípulo tendrá que cargar con su cruz y disponerse a vivir con espíritu de pobres, sintiendo la misericordia, siendo coherentes con sus actos y sufriendo el rechazo y la incomprensión de una sociedad dominada por el más fuerte, porque como dice el programa de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia y bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan por mi causa” (Mt 5, 111).
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El seguimiento de Jesús no es una opción teórica de un momento, sino una praxis para toda la vida. Igual que Jesús tuvo dos etapas en su vida, los primeros cristianos también tuvieron esas dos etapas: primero, mediante la predicación y la palabra anunciaron el reino de Dios, que más tarde fue sellado incluso con la entrega de su propia vida. Eso mismo se nos pide hoy a los verdaderos seguidores de Jesús: cuando después de gastar nuestras energías en anunciar el evangelio, seamos capaces de seguir siendo auténticos testigos, viviendo confiadamente en la pobreza y entregando con amor la propia vida. Aceptando la cruz con libertad y amor, Jesús de Nazaret demostró que mientras estuvo en este mundo terrenal no buscó engrandecerse él mismo, sino que buscó cumplir el proyecto que Dios tiene para todos los hombres. El seguimiento de Jesús se orienta hacia un objetivo determinado: la liberación de todos los oprimidos, los pobres, los marginados y, en general, los crucificados de la tierra. Jesús no tuvo problemas en ir en “malas compañías”. Es amigo de publicanos y pecadores (Mt 11, 19), comía con los pobres, curaba a los enfermos y a los leprosos los tocaba con su mano. Jesús sentía compasión por la gente (Mt 9, 36), le da pena que la gente no tenga nada que comer (Mt 14, 13 ss), por compasión cura a leprosos y ciegos. Apuesta por la dignidad del hombre al hacer suya la causa de los pobres, y ante la injusticia del mundo nos deja el programa de las bienaventuranzas, en las que se dejan ver que si en el mundo existe la pobreza es porque el propio mundo así lo quiere, no porque la culpa de ello sea Dios. Y en ese programa nos da la clave y la solución para que podamos erradicar la pobreza y las injusticias, es decir, para que sean rehabilitados los excluidos: Bienaventurados los que quieren vivir con espíritu de pobres (Mt 5, 3), es decir, los que comparten todo lo que son y todo lo que tienen. Los que viven los sentimientos de misericordia y lo practican, los limpios de corazón, que tratan de ser coherentes y consecuentes con sus actos, los que trabajan por la paz y la felicidad de todos, los que llegan incluso a sufrir por intentar que tengamos una sociedad más justa (Mt 5, 7-10). Si esto ocurre, y en la medida en que ocurra, los mansos, los humillados, también poseerán recursos en la tierra, los que sufren serán consolados y los que desean justicia en el mundo encontrarán satisfacción a sus deseos (Mt 5, 4-6). Por tanto, el único responsable de que existan los excluidos es el propio hombre, desde la libertad que Dios le concedió para poder dominar el mundo: “Después los bendijo Dios con estas palabras: Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta en la tierra” (Gn 1, 28).
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Y como no cabía esperar de otra forma, todo esto Jesús lo experimentó y lo realizó en su propia persona: en su corazón no cabe ni el odio, ni la venganza. Porque come con los pobres y pecadores, le acusan de comilón y borracho (Mt 11, 19), pero a la hora de la verdad prefiere morir a matar, siguiendo el destino de los pobres, crucificado como un excluido más de la tierra. Después de su muerte, la comunidad cristiana celebró su coherencia hasta las últimas consecuencias: “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8, 9). Por tanto, la liberación de todos los oprimidos debe ser la tarea esencial del seguidor de Jesús. De manera que una de las características que definen al cristiano es la rebeldía. Rebeldía frente a todo lo que sea injusticia, opresión y sometimiento, en definitiva, todo lo que vaya en contra de la dignidad humana.
FIN: ORACIÓN PÁG 1073 DIURNAL
Beas, 12 de Abril de 2013 Juan Miguel Caballero Romero PARROQUIA DE SAN BARTOLOMÉ BEAS (Huelva)
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ORACIÓN INICIAL
ORACIÓN FINAL
Hoy sé que mi vida es un desierto,
Estate, Señor, conmigo
en el que nunca nacerá una flor,
siempre, sin jamás partirte,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
y, cuando decidas irte,
por el desierto de mi corazón.
llévame, Señor, contigo;
Para que nunca la amargura sea en mi vida más fuerte que el amor, pon, Señor, una fuente de alegría en el desierto de mi corazón. Para que nunca ahoguen los fracasos mis ansias de seguir siempre tu voz, pon, Señor, una fuente de esperanza en el desierto de mi corazón.
porque el pensar que te irás me causa un terrible miedo de si yo sin ti me quedo, de si tú sin mí te vas. Llévame en tu compañía, donde tú vayas, Jesús, porque bien sé que eres tú la vida del alma mía; si tú vida no me das,
Para que nunca busque recompensa
yo sé que vivir no puedo,
al dar mi mano o al pedir perdón,
ni si yo sin ti me quedo,
pon, Señor, una fuente de amor puro
ni si tú sin mí te vas.
en el desierto de mi corazón.
Por eso, más que a la muerte,
Para que no me busque a mí cuando
temo, Señor, tu partida
te busco
y quiero perder la vida
y no sea egoísta mi oración,
mil veces más que perderte;
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
pues la inmortal que tú das
en el desierto de mi corazón.
sé que alcanzarla no puedo
AMÉN.
cuando yo sin ti me quedo, cuando tú sin mí te vas. AMÉN.
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