Duque, felix (ed) el mal irradiación y fascinación

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El mal: irradiaci贸n y fascinaci贸n


Eustaquio Barjau - Remo Bodei - Félix Duque - Adriano Fabris Enrique López Castellón - Enrique Lynch - José Luis Pardo Jorge Pérez de Tudela Velasco - Volker Rühle - Javier Sádaba José Luis ViUacañas - Vincenzo Vitiello

El mal: irradiación y fascinación Edición al cuidado de Félix Duque

7 Colección Délos Se cre ta ria d o de publicaciones e intercam bio científico._______ U N IV E R S ID A D

DE

Ediciones del Serbal

M U R C IA


Director de la colección FÉLIX DUQUE

Primera edición: 1993 © 1993 Universidad de Murcia y Ediciones del Serbal Guitard, 45 08014 Barcelona Impreso en España Depósito legal: B 10828-93 Diseño gráfico: Zimmermann Asociados S.L. Impresión: Grafos - Arte sobre papel ISBN 84-7628-111-0


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Indice

Presentación

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LOS PILARES DEL MAL: MUNDO, DEMONIO Y CARNE

Enrique López Castellón El pecado original y los paraísos imposibles

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Félix Duque La vuelta del demonio y el sueño de la razón

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Jorge Pérez de Tudela Velasco La mancha Derrida

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LA HUELLA DEL MAL EN LA LITERATURA

Eustaquio Barjau Hórderlin. Celan. — La conciencia de lo ausente próximo

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Remo Bodei El mal y el sufrimiento en Leopardi

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Enrique Lynch El problema del obrar. (A propósito de Robert Louis Stevenson)

135

EL ABORTO DE LA REVOLUCIÓN Y LA HISTORIA IRREDENTA

Adriano Fabris Metáforas y símbolos del mal en la Modernidad

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154


José Luis Villacañas Mal y dictadura en Donoso Cortés

163

Vincenzo Vitiello El mundo del mal: política y redención. Dostoyevski y Nietzsche

205

POLITICAS DEL TEDIO: DISPERSIÓN E INSIGNIFICANCIA DEL MAL

Javier Sádaba Incidencia del judaismo en la problemática actual del mal

224

Remo Bodei La convivencia del judaismo y el mal

231

Volker Rühle Bien y mal: fracaso de dos categorías en la relación entre Este y Oeste

237

José Luis Pardo El mal de la banalidad

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Presentación

Hay algo peor que la legendaria Hidra de Lerna, a la que le crecían nuevas cabezas según iban siendo cortadas las antiguas. Aquí sería, al fin, la tarea infinita... y aburrida. Pero imaginemos un mons­ truo cuyas cabezas cortadas fueran fantasmáticamente ingurgitadas en su colosal interior, de modo que esa acumulación dejara, por fue­ ra, la impresión de ser una cosa maciza pero fofa, sin aristas ni, jus­ tamente, cabezas que cortar. Y ahora, sigamos imaginando que el esforzado tajador, habiendo vencido al monstruo — según cree — hasta hacer de él como una esfera bien redonda, comiera de su car­ ne, introduciendo así en sus propias entrañas, sin saberlo, los fantas­ mas de las cabezas cercenadas. De te fabula narratur. Ese cuentecillo refleja bien la paradójica condición del sujeto moderno: un sujeto que bien puede morir de indigestión, que no de inanición. Pues, antes, el mal tenía muchos nombres: su nombre — dice el Apocalipsis — es ‘ Legión. El hombre consumía su vida luchando contra las distintas formas o rostros del mal, para ver cómo éste re­ surgía; nueva cabeza amenazadora que era, en el fondo, mero masca­ rón de proa. El verdadero Mal se escapaba, porque se hundía en el espesor de un cuerpo, inabarcable, como lo que de verdad era: los inescrutables designios de Dios, su fondo de serpientes (cf. el Libro de Job). Cuando ciencia moderna e iusnaturalismo se empeñaron, de con­ suno, en ‘alisar’ la superficie monstruosa, tomando a la Naturaleza — la sede, si no el origen, del sufrimiento — como ‘cosa’ disponible y a la mano, las adversidades pasaron al interior. Sólo desde puntos de vista variados y finitos tenía el monstruo cabezas. Las abiertas fau­ ces del dragón infernal de los retablos bajomedievales dejaron paso a la esfera cósmica, bien trabada — como una máquina engrasada — con que, considerada sub specie aetemitatis, se presentaba la reali­ dad al ojo solar del petit Dieu. Los males físicos, capitaneados por la muerte, o el mal moral, capitaneado por el egoísmo calculador, no serían entonces sino alucinaciones, debidas no tanto a un error de perspectiva, cuanto a la visión misma perspectivística. Desde Jue­ ra, todo está bien (cf. Leibniz). 7


Pero sólo desde el interior se está fuera. Y ese interior sepultó — como un pasado inconsciente — en el alma del sujeto racional toda la insoportable variedad del mal, de los males, como si — nuevo y más redondo estoico — la cosa no fuera con él. Mas no sólo iba con él; en verdad, la ‘cosa’ era él mismo. Sus acciones, sus palabras y trabajos conllevaban la marca, la mancha original. Y así, cuanta mayor pureza se exigía categóricamente del obrar del sujeto, con tan­ ta mayor fuerza resurgía, ahora desde un interior indominable, el an­ tiguo mal, hasta hacerse coextensivo con el bien (una paradoja que corre de Kant a Hegel y Schelling). Ahora, al cabo de la calle moderna, nos encontramos con la situación paradójica de que el mal es tan ubicuo como el viejo Dios; es más, nos hemos acostumbrado a vivir de tal modo con él, que él es ya más íntimo que nuestra propia intimidad (‘la vida, y por tanto sus crímenes’, dice como al desgaire Camus). Hasta el punto de que esa inercia, esa banalidad del mal nos es ya consustancial. Hasta el punto de que parece incluso preciso sacar a la luz nuevas formas, nuevas cabezas del Mal para escapar del aburrimiento del mal cotidiano, mostrenco. El mal singular tacha, hiende la superficie del cetáceo maligno. La transgresión distingue, es elegante (‘el asesi­ nato, considerado como una de las bellas artes’, dice Thomas de Quincey, ahito de comodidad). Contra la producción, seducción. ¿Cabe controlar el proceso? ¿Es siquiera deseable hacerlo? ¿Y dónde está el bien, aquí? ¿Dónde la inserción en un Todo ordenado, cuando la propia idea del Todo se revela como una ‘ mala idea’ ? Son éstas preguntas sin solución. Y es que no se trata seguramente de un pro­ blema, sino de un misterio: mysterium iniquitatis. ***

Para darle vueltas lúcida, racionalmente a este misterio (o sea, para avistarlo y agudizarlo, para tomarlo terrible, realmente en serie, no para juguetear con él) se reunió un grupo de estudiosos apasiona­ dos — no de especialistas: nada que merezca de verdad la pena pue­ de ser tratado por un especialista, experto, o, digámoslo, técnico — del 2 al 4 de septiembre de 1991 en Miraflores de la Sierra, dentro de los cursos del Aula ‘ Vicente Aleixandre’ de la Universidad Autónoma de Madrid, y gracias al generoso aliento de Jorge Túa. Ahora, y en virtud del apoyo de la Universidad de Murcia, los debates —a veces violentos, siempre vivos— de las apretadas sesiones de trabajo se re­ mansan, tomando la vestidura rigurosa de la escritura conceptual, en un puñado de colaboraciones. Sólo me resta presentar brevemente a los autores de estas vueltas y revueltas sobre la espesa piel de Moby Dick: los agrimensores del Mal. 8


EUSTAQUIO BARJAU (Universidad Complutense de Madrid). Tra­ ductor y editor de lo más granado de eso que podría llamarse Moder­ nidad herida: Lessing, Novalis, Hólderlin, Rilke (modélica su versión de Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo) y Celan son leídos por nosotros en un terso castellano gracias a su esfuerzo. Autor, además, de Anto­ nio Machado: teoría y práctica del apócrifo, y Rilke. REMO BODEI (Univcrsitá di Pisa, y visiting professor de la Uni­ versidad de Nueva York, de Princeton, de Bochum, etc.). Su extensa obra se centra en el idealismo, el romanticismo y, en general, la des­ composición del sujeto moderno. Citaré tan sólo Sistema ed época in Hegel, Scomposizioni, Horderlin: la filosofía de lo trágico, y el re­ ciente estudio sobre San Agustín desde la rrfeltrecha y perpleja con­ ciencia actual: Ordo amoris. FÉLIX D uque (Universidad Autónoma de Madrid). Director del Curso ahora trasvasado a libro, y compilador de esta obra. A caballo entre el estudio de las relaciones entre técnica y naturaleza (Filosofía de la técnica de la naturaleza) y el de las existentes entre el texto y la historia (Los destinos de la tradición), no deja de darle vueltas al triángulo formado por Kant (De la libertad de la pasión a la pasión de la libertad), Hegel (Hegel: la especulación de la indigencia) y Heidegger (compilador de Los confines de la modernidad, y Heidegger: la voz de tiempos sombríos, en esta colección). A driano FABRIS (Universitá di Pisa). Consumado traductor de Heidegger (p.e. del curso de verano de 1927 o de L’abbandono (nuestra Serenidad, en esta editorial) y excelente conocedor de la filosofía reli­ giosa, en especial de Franz Rosenzweig. Destaco solamente Lógica ed ermeneutica, Filosofía, storia, temporalitá y Linguaggio della rivelazione. Filosofía e teología nel pensiero di Franz Rosenzweig. ENRIQUE LÓPEZ C a s t e l l ó n (Universidad Autónoma de Madrid). Versátil traductor de Platón y de Baudelaire, se mueve con igual sol­ tura en el espacio mítico — prolongado e invertido por Rousseau — y en el rigor analítico de la ética contemporánea. Es autor de Psicolo­ gía científica y ética actual, De la ética de las acciones a la ética de las virtudes, Sobre los sentimientos como sanción moral, etc. JORGE PÉREZ D e TUDELA (Universidad Autónoma de Madrid). Viene desbrozando el macizo entretejido de ciencia y filosofía, atento tanto a las infinitas paradojas de El problema del continuo como a los enigmas de la Identidad, forma y diferencia en la obra de Du/is Scoto, así como a las extrañas prolongaciones de tales paradojas en El pragmatismo americano: acción racional y reconstrucción del sentido. JOSÉ LUIS PARDO es uno de los mejores conocedores de la filo­ sofía francesa actual, y especialmente de Gilíes Deleuze (Deleuze: Vio­ lentar el pensamiento). Su atención al esfuerzo del concepto (La meta­ física: preguntas sin respuesta y problemas sin solución) se aúna con

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un saber en que confluyen literatura (Peter Handke) y pintura (Cézanne): Sobre los espacios, pintar, escribir, pensar (Colección Délos n° 4). VOLKER RÜHLE (Universitát zu München; actualmente en Pra­ ga). Interesado por el análisis político del presente, y a la vez exhaus­ tivo exégeta del idealismo alemán, con una obra densa y perfilada. Citaré sólo su importante Verwandlung der Metaphysik. Editor de Beitrage zur Philosophie aus Spanien (1992), de un colectivo de filósofos españoles de hoy. JAVIER SÁDABA (Universidad Autónoma de Madrid). Consuma­ do estudioso de la ética y filosofía de la religión en su vertiente analí­ tica, atento a los más vivos problemas de la cotidianidad. Ha editado el comentario de Wittgenstein a La rama dorada, de Frazer, y es autor — entre numerosos libros y artículos — de La ética analítica de Witt­ genstein a Tugendhat, Saber vivir, El amor contra la moral, y ¿Qué es un sistema de creencias? JOSÉ LUIS VlLLACAÑAS (Universidad de Murcia). Brillante histo­ riador de la filosofía alemana, de Kant a Weber, director de Natán (Valencia), propulsor de múltiples actividades, cuenta ya con una obra tan ingente como rigurosa. Cabe destacar Racionalidad crítica, La quiebra de la razón ilustrada, y Nihilismo y especulación (sobre Jacobi). Prepara una gran obra sobre Fichte, en colaboración con Claudio Cesa. VlNCENZO VlTIELLO (Universitá di Salerno). Ya conocido por el público lector de esta colección, que él inauguró con la espléndida La palabra hendida. Rilke, Celan, Heidegger, Hegel y Kant, siempre Kant, vuelven una y otra vez sobre sus páginas, configurando una Topología del moderno. Su Dialettica ed ermeneutica y su Utopia del nichilismo han traspasado con su influjo las fronteras italianas, para constituirse en piedra de toque del pensar actual. A todos, muchas gracias. E la nave va... bajo un sol negro.

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Los pilares del mal: mundo, demonio y carne


El pecado original y los paraísos imposibles Enrique López Castellón ¡Paraíso perdido! Perdido por buscarte, yo, sin luz para siempre. R. Alberti, Sobre los ángeles

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«Al principio creó Dios los cielos y la tierra». Toda la descrip­ ción etiológica que hallamos en el primer capítulo del Génesis se reduce a esta inquietante idea: el comienzo del mundo se debe al acto gratuito de un ser omnipotente1. El motivo de esa acción resul­ ta, pues, incomprensible, hunde su raíz en el misterio y reclama de toda criatura racional un acto de fe. Se trata de afirmar el poder su­ premo de la arbitrariedad, de divinizar una voluntad absolutamente subjetiva e incondicionada, ya que en ese creador la omnisciencia y la omnipotencia se diluyen en su impenetrable unidad. Los ances­ trales cultos a los astros, a los animales o a la tierra deben retroceder ante el verbo imperativo del Dios que es anterior a todo, un Dios que afirma su superioridad sobre todo lo creado sacándolo de la nada,2 introduciendo una armonía entre los elementos del caos3 y asignando un nombre a las criaturas para mostrar que le deben su propia identidad4. En virtud de su acción, el mundo se hace inteli­ gible y bueno, porque la separación y denominación de sus elemen­ tos permite que sean conceptualizados y porque la armonía estableci­ da posibilita que contribuyan desde su singularidad al recto funcionamiento del conjunto. La pregunta por el sentido del mundo remite a la voluntad de Dios. Pero la pregunta por Dios carece teóri­ camente de sentido, por ser éste una idea práctica que sólo tiene cabida en el ámbito de la fe y de la moral, esto es, en el campo de acción de otra voluntad. Sin embargo, Dios puede aparecer tam­ bién como lógos, como explicación, revelación y medida, lo que ga­ rantiza al hombre que toda acción divina — incluso la más incom­ prensible — se hallará movida por el bien que constituye su fundamento último. De este modo, Dios será visto preferentemente como Poder absoluto o como Razón y Bondad definitivas a tenor de las necesidades humanas en cada época histórica. 12


La orden que Dios da a Adán — no comer el fruto prohibido — es una prolongación del orden impuesto a la naturaleza. Poco impor­ ta el contenido de su mandato: lo esencial es la sujeción que exige. Aunque el imperativo divino tenga un carácter hipotético — si comes, morirás —, al no ofrecerse explicación alguna del nexo existente entre el condicional y la consecuencia, su fuerza vinculante queda pen­ diente sólo de la autoridad de quien lo formula, de su heteronomía, de la actitud humilde5 que exige. Gozar de la armonía del Paraíso equivale para Adán aceptar su condición de súbdito. Es la deuda (Schuld) que ha contraído con su creador. Pero también puede ser su culpa (Schuld). Cabe objetar que la mayoría de los mandamientos dados a Moisés recoge los requisitos exigida por la convivencia so­ cial. Pero ello no contradice la idea de que la esencia de todo impe­ rativo divino es la sumisión y no su racionalidad funcional. Dios se reserva siempre el derecho de ordenar a un individuo algo no pres­ crito en sus mandamientos o incluso contrario a éstos. Para poner a prueba su temor a Dios demandará a Abraham el sacrificio de su unigénito (Génesis, 22, 2-12). De ahí que el pecado no consista en otra cosa que en rechazar el orden jerárquico que impone la exis­ tencia de Dios y sus criaturas, y que sus consecuencias no puedan ser sino la discordia y la contradicción, fuentes del sufrimiento y de la muerte6. El árbol de la fruta prohibida es el de la ciencia del bien y del mal. No se habla del conocimiento bueno y del conocimiento malo; no son las tres vías — la de la verdad, la del error y la de la opinión — que Dike presenta a Parménides (Diels-Kranz, 28 B 1). Porque el conocimiento vedado es el que permite a la voluntad orientarse con vistas a la acción eficaz. Desde la imposibilidad que padece Adán de hacer el bien o el mal a sabiendas, la tentación de la serpiente despierta en él la conciencia de un límite, de un obstáculo que le impide que su libertad sea divina, esto es, ilimitada. A partir de ese instante Dios ya no aparecerá a sus ojos como el ser bondadoso que le protege de la aridez del Edén, sino como el déspota que no le deja alcanzar su desarrollo pleno. El imperativo hipotético revela aho­ ra su verdadera dimensión categórica, incondicionada: es la voluntad de Dios la que se opone a la voluntad de un ser que vislumbra la posibilidad de ejercer su latente libertad. Por eso, en su sentido últi­ mo, la acción de Adán es un impacientarse, es Ungeduld, un no so­ portar, un no sufrir, un no mantenerse, como lo es realmente todo pecado (Kafka). La patientia latina — derivada del páthos griego — es sufrimiento asociado a sumisión y servilismo. Caracterizar el esta­ do de Adán que precede a su caída como impaciencia equivale a señalar que el acto que se le presenta como posible lleva en sí su sanción, que la impaciencia es ya pasión, esto es, experiencia, pero 13


también sufrimiento y castigo, según la rica polisemia de páthos. Esta indecisión en el arriesgado filo de la posibilidad constituye el rasgo más específicamente humano y explica que Orígenes, en el seno de una tradición que va del neoplatonismo hermético al humanismo de Pico della Mirandola, señale que los hombres proceden de los ánge­ les indecisos7, esto es, de los que en el momento supremo de la de­ cisión no se pusieron ni de parte de Dios ni de parte del Diablo. Puede decirse, entonces, que el fíat de Adán es, más bien, un sit, una rendición, como consecuencia del páthos en que le sume el ten­ tador eritis de la serpiente. Una vez adquirida la ciencia de los contrarios — la misma que Dios poseía al separar la luz de las tinieblas, los mares de las tierras, y que le llevaba a crear seres buenos — pierde sentido para Adán la existencia en el Paraíso protector. Sin embargo, Dios ha de seguir marcando la diferencia insondable que le separa de sus criaturas. En el Paraíso esa diferencia era establecida mediante el recorte de la libertad; en lo sucesivo quedará fijada por la pérdida de la inmortalidad8, por la entrega al cadáver que nos es consustancial (Fi­ lón). Y la primera lección que aprende el hombre de la ciencia del bien y del mal es la que Milton pone en los labios de Adán: ...since our eyes Opened we find indeed, and find we know Both good and evil, good lost and evil got9. La dureza de las nuevas condiciones de vida a las que se ha de enfrentar Adán determina que nunca se apague en él y en sus descendientes la añoranza de su jardín natal, que sólo podrá ya con­ cebirse como algo fuera del espacio (utopía) y del tiempo (ucronía). De ahí que para Novalis la filosofía sea Heimweh, dolor por el hogar perdido, nostalgia de una tierra que está en todas partes y en ningu­ na, lo que llevó a Schiller a considerar que los románticos son «deste­ rrados que languidecen por su patria». Y es que el Paraíso habrá de definirse de forma negativa: será siempre el lugar en el que no se está, el tiempo en que no se vive, pues, en palabras de Rimbaud, «la vraie vie est absente». Es el trágico sino del hombre sin hogar que Mallarmé describe con tintes dantescos en Le guignon. Leur défait, c’est par un ange tres puissant Debout á l’horizon dans le nu de son glaive.10 Este sentimiento de haber sido expulsado, de haber llegado tar­ de a la época gloriosa cuando los dioses hablaban con el hombre en medio de una naturaleza virginal y armoniosa, cuya felicidad era 14


demasiado intensa para durar mucho tiempo, se trasluce en los ver­ sos espléndidos de Hólderlin: Aber Freund! wir kommen zu spat. Zwar leben die Gótter, Aber über dem Haupt droben in anderer Welt. Endlos wirken sie da und scheinens wenig zu achten, Ob wir leben, so sehr schonen die Himmlischen uns. Denn nicht immer vermag ein schwaches Gefass sie zu fassen Nur zu Zeiten ertragt gottliche Fülle der Mensch. Traum von ihnen ist drauf das Leben...11 Este destierro conlleva un continuo peregrinar, simbolizado en el castigo de Caín condenado a vagar eternamente en pago por su crimen. Cabe recordar que la dura existencia del pastor seminómada continuó siendo un ideal profético durante muchos siglos y que eran numerosos los fieles yavistas que miraban a los tiempos nómadas no sólo como un hecho histórico sino como una época normativa, bajo el peso de la nostalgia por el Paraíso perdido y, más tarde, con la esperanza de la tierra prometida. Es el mismo carácter normativo que puede apreciarse en las palabras con que Gabriel Marcel inicia su prólogo a Homo Viator. «Si el hombre no mantiene vivo el sentido de su condición viajera, tal vez no pueda instaurarse un orden esta­ ble en la tierra». Ni siquiera la muerte de Dios exime al hombre de su vagábundeo eterno, porque «quien ha alcanzado la libertad de la razón no puede menos que sentirse en la tierra como un caminante (Wanderer) que no se dirige hacia un punto de destino, pues no lo hay12». Son las palabras que Nietzsche dirige a los freie Geister, a los espíritus que se han liberado de los lazos afectivos que les ligaban tan fuertemente al éthos protector, a las ideologías consoladoras que hablan de paraísos celestiales13 Sin embargo, el sentido profundo que se esconde en el mito de la pérdida del paraíso primitivo no es otro que el de incitar a la búsqueda 4e un nuevo paraíso plantado esta vez por el hombre. Como señala Cacciari comentando a Alberti, «el paraíso está perdido para ser buscado, aunque la búsqueda se realice sin luz ya para siempre14». Así, la esperanza de la recuperación de la armonía a pe­ sar de la imposibilidad del retorno representa el más íntimo de los desgarramientos, una de las notas más humanas que ya Adán adivina antes de su caída. Pues, ciertamente, lo que Adán percibe en las palabras de la serpiente que le transmite Eva es la posibilidad de la contradicción que ha quedado dominada por el fiat divino y redu­ cida a armonía, pero que se mantiene latente en toda la creación. Tras la caída, tanto el bien como el mal se convierten en opciones posibles. Por eso el fiat de Adán es un nuevo comienzo, una reedi­ 15


ción del origen, lo cual acarrea la maldición de «la segunda vez». Jankélévitch penetra con agudeza en este punto oscuro del mito cuando apunta que «la eternidad bienaventurada, al excluir toda sucesión, no conoce veces en el todo, ni la «vez» número Dos, ni siquiera conse­ cuentemente la «vez» número Uno: o mejor podría decirse, en el len­ guaje de la temporalidad, que es una primera vez continuada y un perpetuo comienzo; y este comienzo que siempre está empezando, que siempre es inicial, ni siquiera tiene que volver a empezar puesto que aquí la repetición no tiene sentido: en la inmóvil novedad de todas las cosas el ser conserva (¿y se puede decir siquiera que con­ serva?) la frescura del primer día»15. Pero la caída de Adán introduce el tempus moral: ya hay un antes y un después de la caída. Lo que el lenguaje moral y religioso constata afirmando que el pecado de Adán es irremisible puede tra­ ducirse a un lenguaje no moral ni religioso señalando que el tiempo es irreversible, lo que implica un no poder querer hacia atrás16, por­ que no se puede lograr que lo que ha sido hecho no haya sido hecho, que el factum sea infectum. Nadie puede aniquilar el hecho de haber hecho (fecisse). Por eso Adán, una vez ejercida su libertad desobede­ ciendo la orden de Dios, descubre un nuevo límite para su libertad: la irreversibilidad del tiempo lineal, donde el hombre puede proyec­ tar pero no deshacer lo hecho. La caída no es ya ni siquiera un hecho que ocurrió en el pasado, sino la categoría misma de pasado que se revela como imposible de rehacer o de revivir. El Paraíso será ya siempre lo que quedó atrás, lo que se halla guardado por un que­ rubín que blande flameante espada como símbolo perenne de la im­ posibilidad del retorno. Para el hombre mortal, la búsqueda (Suche) de su hogar (Heim) será siempre su aflicción (Heimsuchung). No obstante, el paso del tiempo y lo que conlleva de acerca­ miento a la vejez y a la muerte impelen a considerar que el único paraíso posible exigiría una vuelta hacía atrás en el tiempo, un reen­ cuentro con los seres queridos que murieron, un retorno a la inocen­ cia de la infancia, puesto que: Das Angenehme dieser Welt hab’ich genossen, Die Jugendstunden sind, wie lang! wie lang! verflossen, April und Mai und Julius sind ferne, Ich bin nichts mehr, ich lebe nicht mehr gerne!17 Como el canto para el desnacimiento que Unamuno creyó escu­ char en boca de unos trapenses que entonaban la salve a la Virgen: «Parecía que soñaban en ir volviendo a vivir, pero al revés, su vida; en ir desviviéndola, en retornar a la infancia, a la dulce infancia, en sentir en los labios el gusto celestial de la leche materna y en 16


volver a entrar en el abrigado y tranquilo claustro materno para dor­ mir en sueño prenatal por los siglos de los siglos18». Es la misma emoción que late en los versos de Baudelaire donde aflora «el ino­ cente paraíso de los amores infantiles» y espera poder «evocarlo con lastimeras voces» (Moesta et errabunda) o que lleva a Rimbaud a re­ cordar los tiempos en que «la tierra acunaba al hombre» y éste era amamantado por Cibeles, madre de las madres (Soleil et chair).

II Cabía, sin embargo, rechazar la interpretación tradicional del relato bíblico, esto es, situar el paraíso en un futuro intramundano y no en el pasado, encontrar incompatible la heteronomía moral con la dignidad del ser racional y libre, subrayar que la contradicción pertenece a la esencia de lo real y representa el motor del progreso, constatar que poner nombres a las cosas como hizo Adán no equivale a conocerlas ni a dominarlas, no juzgar el trabajo como un castigo y convertir la vocación (Rufj religiosa en profesión profana (Berujj, considerar, en suma, que toda interpretación teológica corresponde a un estadio infantil de la humanidad que ha de ser superado por el avance de la crítica racional y el desarrollo de la ciencia positiva. Operada esta honda transformación, lo que aparece como realmente culpable es permanecer en ese estadio primigenio de radical depen­ dencia. «Avergonzaos de pedir un rey — dice el Empédocles de Hólderlin19 —; ya sois mayores; era distinto en tiempos de vuestros padres. Nada puede ayudaros si no os ayudáis vosotros mismos». Tal fue el dictamen de Kant en su conocidísimo fragmento: «La Ilustra­ ción es la* salida del hombre de su autoculpable minoría de edad (Unmündigkeit). La minoría de edad significa la incapacidad de ser­ virse de su propio entendimiento 'sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración20». El árbol del conocimiento fue, pues, plantado por Dios para que el hombre comiese de sus frutos y divulgase sus poderosos efectos nutritivos. En la advertencia previa al volumen octavo de la Encyclopédie expresaba Diderot este fogoso deseo: «¡Que la instrucción ge­ neral avance de una forma tan rápida que de aquí a veinte años ape­ nas se encuentre en mil de nuestras páginas una sola línea que no sea popular!» Las creencias supersticiosas se evaporarían bajo el sol de las luces en ese gran mediodía de la razón. Fichte anudará la 17


cuestión del conocimiento al viejo mito del jardín del Edén: «En el Paraíso — para servirme de una conocida imagen —, en el Paraíso del recto obrar y del ser recto sin conciencia, esfuerzo ni arte, des­ pierta la Humanidad a la vida. Apenas ha cobrado valor para arries­ garse a vivir una vida propia, viene el ángel con la espada de fuego de la coacción que hace ser recto, y la expulsa de la sede de su inocencia y de su paz. Vagabunda, fugitiva, yerra entonces por los desiertos vacíos, no atreviéndose apenas a fijar el pie en ninguna par­ te, de temor que el suelo se hunda bajo sus pasos. Prudente por magisterio de la necesidad, va reconstruyéndose penosamente, y arran­ ca del suelo, con el sudor de su rostro, las espinas y los abrojos del yermo para cultivar el fruto amado del conocimiento. El goce de este fruto le abre los ojos y le robustece las manos, y entonces edifica su propio Paraíso según el modelo del perdido; brota para ella el árbol de la vida, extiende su mano hacia el fruto y come y bebe en la eternidad21». Ante semejante perspectiva, no nos ha de extrañar que la inter­ pretación tradicional del relato bíblico chocara frontalmente con los ideales de la filosofía del progreso. Lo deficiente (Mangelhafte) del mito adánico — según observó Hegel — radica en considerar la uni­ dad armónica del hombre con el bien como un estado inmediato del que se sale por acción casual — el acto gratuito de Adán — y no como fruto de la necesidad, siendo así que la reconciliación definiti­ va representa, por contra, el estadio último de la historia, una vez que el hombre haya atravesado un largo proceso marcado por la li­ bertad de escoger entre el bien y el mal22. Sin embargo, el árbol prohibido, por la asociación del conoci­ miento con el pecado, proyecta su sombra sobre la modernidad. Cuan­ do Pascal enarbola «las razones del corazón» sobre las limitaciones de la deducción lógica o cuando Rousseau reclama «la primacía del sentimiento» sobre las arrogancias de la razón ilustrada, ¿no están basando sus convicciones en la seguridad que les otorga una fe reli­ giosa que valora las emociones puras de las almas sencillas como un «instinto divino», una luz celestial? La razón, por el contrario, a quien Lutero había llamado «la astuta mujerzuela», es vinculada a la soberbia que caracteriza al pecado original. Por eso Rousseau, tan reacio a aceptar perversiones originales23, señala en su Discurso so­ bre las ciencias y las artes: «Pueblos, sabed, pues, de una vez, que la naturaleza ha querido preservamos de la ciencia, como una madre arranca un arma peligrosa de las manos de su hijo; que todos los secretos que nos oculta son otros tantos males frente a los que nos garantiza y que el trabajo que tomamos en instruirnos no es el menor de sus beneficios. Los hombres son perversos; serían aún mucho peo­ res si hubiesen tenido la desgracia de nacer sabios24». La doctrina 18


teológica del árbol del Paraíso adquiría, así, una nueva forma: el lujo, la disolución y la esclavitud eran presentados como el castigo a la ambición humana por salir de «la feliz ignorancia en que nos había colocado la Eterna Sabiduría». Estamos ante una desvalorización que compartieron los moralistas ingleses del siglo XVIII que pidieron el rechazo de todo ideal moral que concediese un puesto relevante a la razón, asociada con el orgullo, causa de todos los excesos25. No es algo marginal que en Génesis, 4, 17-22, se atribuyan los orígenes de la vida urbana y de la metalurgia a los descendientes de Caín, el asesino, y no podemos pasar por alto el hecho de que la construc­ ción del gran zigurat de Babilonia fue considerada como una obra de orgullo y vanagloria (Génesis, 11, 1-9).* Ahora bien, ¿no se estará interpretando como castigo el dolor que reporta la destrucción de mitos consoladores con el avance de la ciencia y de la crítica racional? Para muchos pensadores de la modernidad la respuesta a este interrogante siempre fue muy clara: tras la condena de la soberbia se esconde un miedo terrible al de­ sencanto que puede producir el conocimiento cabal del hombre y del mundo. Quien renuncia al ansia de saber por el supuesto moral de no incurrir en el pecado de orgullo trasluce su terror a lo que podría llegar a saber. Ya Kant había advertido que el conocimiento de los males que afligen al género humano — muchos de ellos sin esperanza de mejora — podría generar un descontento hacia la Provi­ dencia, entendida como lo que rige el curso del mundo en su totalidad26. Sade sería más explícito y terminante: «Por más que tiem­ blen los hombres, la filosofía debe decirlo todo». Y es que, cierta­ mente, la falta de valentía constituye, como hace ver Schiller, la pa­ lanca que impulsa a los pusilánimes y miedosos a acoger las fórmulas «que el Estado y el clero tienen preparadas para el caso». Ahora bien, al denunciar a quienes «prefieren el crepúsculo de los concep­ tos oscuros, en donde uno se siente más vivo y la fantasía se constru­ ye figuras cómodas a su gusto, a los rayos de la verdad, que expulsan la grata fantasmagoría de los sueños», Schiller estaba, por una parte, ofreciendo una explicación psicológica de los motivos que impulsan a la aceptación de mitos tonificantes — con lo que se anticipaba a los maestros de la sospecha —, y, por otra, señalando que el conoci­ miento puede reportar dolor27. Ese dolor que Byron expresó en unos versos memorables: Sorrow is knowledge: they know the most Must mourn the deepest o’er the fatal truth, The tree of knowledge is not that of life28. Y el mismo sufrimiento que Nietzsche tuvo en cuenta a la hora 19


de alertar contra la entrega desesperada en brazos del cristianismo para escapar del desengaño que produce el avance de la ciencia29. Pero aceptar con buen ánimo ese desencanto y responder afirmativa­ mente a su ansia de conocimiento constituye el destino trágico de] hombre que, entregado como Odiseo a Palas Atenea, rechaza, por un lado, la inmortalidad que le ofrece Calipso a cambio de olvidarse de su patria, y, por otro, la reducción a la animalidad que Circe le sugiere.

III Isaías había recogido la idea de la armonía que reinaba en el Paraíso para evocar la paz universal que supondrá el reino del Me­ sías, donde «habitará el lobo con el cordero, el leopardo se acostará con el cabrito y el león comerá paja como el buey» (11, 6-7). Era una imagen demasiado poética para que pasase desapercibida a Milton30. Pero Mandeville, imaginando este idílico cuadro, ponderó los colmillos y las garras del león, inútiles en el Jardín del Edén, y concluyó que «este animal no fue hecho para estar siempre en el Paraíso». El arranque puede parecer ingenuo, pero lo que estaba su­ giriendo el malicioso autor de la Fábula de las abejas era que «resul­ ta manifiesto que la caída del hombre estaba determinada y predestinada31». Pero ¿cómo podía Dios crear seres a los que sabía que tendría que condenar? El creador — había afirmado Buenaven­ tura — «no ha podido poner al hombre en la condición lamentable en la que nace hoy; sólo pensarlo sería indicio de una gran impiedad32.» Por eso cuando en la plenitud del siglo de las luces el espíritu se convierte en león — de acuerdo con la segunda de las metamorfosis de las que hablará Zaratustra en el primero de sus discursos —, el hombre se torna desafiante hacia ese misterio de la culpa originaria consagrada por el dogma. Voltaire, por ejemplo, se revuelve rabioso contra quienes ofenden a Dios acusándole de la cul­ pa originaria consagrado por el dogma. Voltaire, por ejemplo, se re­ vuelve rabioso contra quienes ofenden a Dios acusándole de la ab­ surda barbarie de condenar para toda la eternidad a los suplicios del infierno a los descendientes de una primera pareja que comieron la fruta de un jardín. Igualmente subraya que el castigo de Adán resultaba ajeno a los sabios judíos que consideraban los primeros capítulos del Génesis «como una alegoría, e incluso como una alego­ ría peligrosa, ya que prohibieron su lectura a los menores de veinti­ cinco años33». También Paul Ricoeur constata el error «que supone creer que el mito adánico constituye la clave de bóveda del edificio judeocristiano, cuando no es más que un arbotante articulado en el 20


cruce de ojiva del espíritu penitencial judío34». Por su parte, A. Gaudel aventura en el Dictionnaire de Théologie Catholique que el casti­ go de Adán pudo ser entendido como una desgracia que habría afec­ tado a su familia, lo cual encajaría — añado yo — con la persistente creencia hebraica de que Dios puede castigar en los hijos los peca­ dos de los padres35, creencia que fue condenada por los profetas (Jeremías, 31, 29; Ezequiel, 18, 20), aunque seguía viva en los tiem­ pos de Jesús (Juan, 9, 2). Cerca ya de la era cristiana aparecen alu­ siones aisladas al castigo por el pecado original (Sabiduría, 2, 24; Eclesiástico, 25, 33), pero los Evangelios son mudos al respecto. Y aunque Pablo contrapone la figura de Adán a la de Cristo para resal­ tar la idea de redención (Romanos, 3, 23*24) y la de obediencia a la ley (Romanos, 5, 12-21), fue Agustín quien explotó doctrinal­ mente la idea de una culpa originaria para explicar la tendencia del hombre al mal, una idea que, para Voltaire, era «digna de la cabeza caliente y novelesca de un africano libertino y penitente, maniqueo y cristiano, indulgente y perseguidor, que se pasó la vida contradi­ ciéndose a sí mismo36». Y no es casual traer aquí a colación al autor de las Confesiones, porque la doctrina del pecado original, dimensionada hasta el vértigo y la angustia por la Reforma y por el Jansenismo — adaptación cató­ lica del éthos calvinista —, va a representar la otra faz, la faz trágica y sombría, en cuanto contrapuesta a las luces, del rostro jánico de la modernidad. El choque de las dos libertades, divina y humana, se resuelve a favor de la primera. El libre albedrío es una palabra vana, pues la presciencia y la omnipotencia de Dios lo excluyen. Este obra en el hombre el mal y el bien como un artífice que a veces utiliza instrumentos malos o deteriorados. A la obvia objeción de que entonces, Dios es el autor del mal, Lutero responde apelando a la doctrina de Occam: Dios no está sujeto a norma alguna: hace las cosas buenas o malas al mandarlas o al prohibirlas (De servo arbitrio, 152). Al hombre sólo le queda abandonarse en manos de Dios, de quien dependen su condena o su salvación decididas desde toda la eternidad. La imagen protectora del Dios bondadoso retrocede ante el Dios omnipotente, pero con esta creencia el hombre ha ahuyentado su miedo a la responsabilidad, a tener en sus manos su propio destino37. Y en medio de esta fe absurda, sin asomo alguno para la incertidumbre, la voz de la sensatez, el eco nunca adormecido de la razón insinuándose tentadora como un abismo que se abriese jun­ to al fundamento mismo del tinglado teológico. ¿Qué otro abismo sino éste era el que hacía temblar a Pascal llevándole a sentenciar il faut s’abetir, hay que embrutecerse, y que «aunque el pecado original es locura ante los hombres, esta locura es más sabia que toda la sabidu­ ría de los hombres»?38 Lejos de todo fundamento, o mejor, conver­ 21


tido todo fundamento (Grund) en abismo (Abgrund), el árbol del co­ nocimiento no parecía haber dado los frutos prometidos. Rimbaud lo testimonia: Nous ne pouvons savoir! -Nous sommes accablés D’ un manteau d’ignorance et d’étroites chiméres! Singes d’hommes tombés de la vulve des méres, Notre pále raison nous cache l’infini! Nous voulons regarder: -le Doute nous punit Le doute, morne oiseau, nous frappe de son aile... — Et l’ horizon s’enfuit d’ une fuite éternelle!...39 El pecado, en suma, no es un acto aislado, un desvarío de la voluntad libre del hombre, sino la manifestación de la corrupción ra­ dical de su naturaleza. No es algo relativo al obrar sino al ser; no es relación sino sustancia. Y el pecado actual no es más que el fruto del pecado sustancial cometido por Adán en su voluntad de ser como Dios. Este deseo, independientemente de su cumplimiento, revela ya la auténtica naturaleza del hombre como identificación plena de con­ cupiscencia, incredulidad, soberbia y egoísmo. La tendencia al mal es consustancial a su naturaleza, no algo adquirido o heredado de una culpa primitiva. Una naturaleza así resulta incompatible con la existencia eterna en el Paraíso, de no ser por una gracia especial del dueño del Jardín40. Rota la unidad de la cristiandad, desatados los lazos del régi­ men feudal, disueltos los gremios profesionales por ley, sin mediado­ res sacerdotales ni exegetas reconocidos que interpreten los escritos sagrados, el nuevo homo religiosus vive su individualidad como una patética soledad culpable no pudiendo encontrar ayuda frente al enig­ ma de su destino fijado por el Deus absconditus ni en su prójimo, ni en la Iglesia, ni en su propio creador41. El recuerdo de la armo­ nía desvanecida parece acrecentarse cuando el universo jerárquico de la edad media es idealizado desde la perspectiva ya lejana de un mundo desorientado. En versos de Verlaine: Non. II fut gallican, ce siécle, et janséniste! C’est vers le Moyen Age énorme et délicat Qu’il faudrait que mon coeur en panne naviguát. Loin de nos jours d’esprit charnel et de chair triste.42 El ansia de pureza, la catarsis del pecado, la recuperación de la armonía perdida reclamaban — neoplatónicamente — el deseo nos­ tálgico (Sehmucht) de ser uno. Por eso Holderlin busca con Shelley

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some world where music and monlight and feeling are one. E Hiperión, con la nostalgia del Paraíso perdido, confesará a Belarmino: «Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la mon­ taña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los triga­ les vivientes44». * Ahora bien, este ansia de unidad y de evasión refleja, precisa­ mente, la fragmentariedad del mundo moderno, en el que la actuali­ zación de las cualidades de cada uno sólo puede lograrse mediante la competencia entre individualidades autónomas que persiguen sus propios intereses. La naturaleza corrompida común, el dolor por la frustración del deseo y la desconfianza mutua son las claves que pre­ siden las relaciones humanas. «Los hombres se odian mutuamente», declara Pascal45. Ciertamente, la doctrina de la depravación moral y la falta de crédito en el individuo y en su capacidad para guiarse y controlarse nioralmente sirvieron de justificación a teocracias calvi­ nistas que, como la de Ginebra o la de Massachussets, reglamentaron minuciosamente la vida privada de sus miembros. Pero también Joseph de Maistre, desde el catolicismo ultramontano, justificó un régi­ men teocrático absoluto como único medio de corregir con eficacia la degradación profunda que genera en todo individuo la huella del pecado original46. ¿Qué sería capaz de hacer el hombre si dispusie­ ra del anillo de Giges4 ‘ , si no tuviera conciencia de que su prójimo conoce su inclinación al mal, si éste no fuera siempre el espejo don­ de se refleja su culpa? Mucho antes de que Sartre señalara que L’enfer, c ’est les autres, Thomas de Quincey y Baudelaire habían hablado de «la tiranía del rostro ajeno»48 que con su sola mirada pronuncia un veredicto de culpabilidad. Todos somos por ello jueces y reos por­ que todos estamos expuestos a la mirada del otro y, sobre todo, del radicalmente Otro. Si se evoca el Paraíso terrenal, es para recordar de inmediato el momento en que Adán y Eva se sintieron desnudos y avergonzados ante los ojos eternamente vigilantes de Dios. ¿Y pue­ de llamarse Paraíso a esta continua y penetrante observación? «¿Has­ ta cuándo no apartarás de mí tu mirada sin dejarme siquiera tragar saliva?, pregunta Job (7, 19). Nietzsche expresó esta angustiada situa­ ción en la figura del hasslichste Mensch, el más feo de los hombres, aquel que, lógicamente, tiene más motivos para desear no ser obser­ vado ni compadecido por tan poderoso e impertinente testigo: «Mira­ 23


ba — confiesa a Zaratustra — con unos ojos que lo veían todo, veía las profundidades y las honduras del hombre, toda la encubierta ig­ nominia y fealdad de éste. Su compasión carecía de pudor: penetra­ ba arrastrándose hasta mis rincones más sucios.49» En la poesía de Baudelaire, incluso Satán ejerce esta función fiscalizadora que lleva cuenta día a día de las faltas de los hombres50. Ahora bien, son precisamente la mirada condenatoria y el casti­ go los que permiten al hombre conocer su pecado. Si sufro — debe razonar —, es porque me he hecho merecedor a ello. «A la vista de la pena — dice Tomás de Aquino —, nosotros mismos podemos des­ cubrir la falta51». Y Holderlin constata la paradoja: «Si la resistencia de la ley contra mi voluntad es castigo y, por lo tanto, reconozco la ley sólo en el castigo, entonces se pregunta en primer lugar: ¿puedo reconocer en el castigo la ley?, y luego: ¿puedo ser castigado por la transgresión de una ley que yo no conocía?52. La muerte, el su­ frimiento, la discordia, el trabajo penoso e infructífero, los dolores del parto son interpretados como castigos cuya dureza ha de llevar al hombre a la conciencia de la gravedad del pecado original. Estos males naturales se convierten en bienes morales desde la perspectiva teológica en la que el buen Dios juez se vale de las catástrofes, las epidemias y las desgracias para hacer purgar al impío y someter a prueba la fortaleza de sus fieles. Por eso la interpretación tradicional del pecado original conlleva la necesidad de interpretar la naturaleza en términos morales. Es preciso que el hombre comprenda que este mundo es lo opuesto a un paraíso, que considere moralmente sospe­ chosa toda forma de felicidad o de placer para que pueda purificar su pecado con el dolor. De ahí la oración de Baudelaire: —Soyez béni, mon Dieu, qui donnez la souffrance Comme un divin remede á nos impuretés Et comme la meilleure et la plus puré essence Qui prépare les forts aux saintes voluptés!53 Sin embargo, durante los siglos XVIII y XIX se opera filosófica­ mente la separación del mal natural y del mal social a lo largo de un proceso cuyo punto álgido podría situarse en la polémica entre Voltaire y Rousseau respecto a las desgracias de este mundo54. No deja de ser significativo que la época de la separación y de la autono­ mía del mal natural y del mal social coincida con un proceso idéntico de la economía, en relación con la totalidad social. De hecho, la in­ dependencia de la economía que será presentada como un fenómeno natural por el liberalismo, irá a la par con la emergencia de un ideal sociológico del mal: el mal como algo que sólo puede darse en el contexto de las relaciones entre seres humanos. En cierto sentido, 24


la interpretación kantiana de la caída de Adán (Sündenfalt) podría ser situada en este contexto habida cuenta de su rechazo de toda interpretación moral de fenómenos naturales. Hay en el hombre, se­ gún Kant, una disposición (Anlage) al bien, pero también una pro­ pensión (Hang) al mal, que puede considerarse innata o contraída por el propio hombre y que puede deberse a la fragilidad del cora­ zón humano, a la impureza de los motivos que llevan a realizar accio­ nes conformes al deber pero no hechas puramente por deber o a la malignidad (Bdsartigkeit) del albedrío (Willkür) que se inclina a adoptar máximas que posponen el motivo impulsor (Triebfeder) cons­ tituido por la ley moral a otros no morales55. La propensión al mal, como principio formal de todo acto malo, n<Tpuede venir de la sensi­ bilidad y sus inclinaciones, ya que no pertenecen al orden moral; ni de una perversión de la razón, pues ello equivaldría a destruir en sí la autoridad de la ley, lo cual es imposible. «El hombre no es ni bestia ni demonio». La expresión naturaleza humana sólo puede referirse al principio subjetivo de la libertad, que es donde cabe fun­ dar la posibilidad del mal y la propensión a él. Y ello significa que el hombre, que no puede menos de percibir la fuerza de la obliga­ ción moral, se siente, por otra parte, afectado por los motivos sensi­ bles a consecuencia de su disposición natural, que en sí misma es inocente. Acepta, pues, en sus máximas esos motivos y sobreviene la subordinación del respeto a la ley a los móviles del amor propio, lo que constituye el mal moral. «Por lo tanto, la malignidad de la naturaleza humana no ha de ser llamada maldad si esta palabra se toma en sentido estricto, a saber: como una intención (principio sub­ jetivo de las máximas) de acoger lo malo como malo por motivo im­ pulsor en la máxima propia (pues esta intención es diabólica), sino más bien perversidad del corazón, el cual por consecuencia se llama también mal corazón56». Cabe, pues, hablar de una tendencia natu­ ral al mal — la mencionada propensión —, y, como esa tendencia es culpable podemos designarla como mal radical e innato de la na­ turaleza humana, del que, sin embargo, el hombre es la causa. La conocida idea paulina de que en Adán pecamos todos (Romanos, 3,23, y 5, 12-21) se traducía, para Kant, en la afirmación de que todos seguimos pecando como él. La fábula bíblica, en suma, habla de to­ dos y cada uno de los hombres. Esto es lo que la filosofía kantiana puede decir respecto a la maldad radical, pero su razón de ser per­ manece insondable (unerforshbar). El mal diabólico queda fuera de la filosofía porque pertenece a un ámbito donde la libertad deja de ser razón práctica. El dilema humano remite, en cambio, a una op­ ción fundamental: entre las demandas (legítimas, inocentes) del amor propio y las exigencias de la ley moral. Se puede realizar el mal por error o por ignorancia, por buscar 25


el placer o satisfacer un interés privado contrario a los legítimos inte­ reses de otros, por sentirse trágicamente impelido por una pasión des­ bordante que lleva compulsivamente al sujeto a obrar en contra de su voluntad e incluso de sus intereses57. Todas estas situaciones pue­ den ser explicadas por las ciencias sociales cuyo desarrollo consiste, precisamente, en descubrir antecedentes que recortan el ámbito de la libertad incondicionada e imprevisible. Cabe incluso decir que to­ dos estos casos son comprensibles desde el mito adánico, en la medi­ da en que el desorden que produjo el pecado original creó las condi­ ciones para la comisión de nuevos pecados. Cuando Dios pregunte a Caín por la suerte de su hermano, éste unirá al asesinato la mentira (Génesis, 4, 9) y tiempo después, antes del diluvio, Yavé observará «cuánto había crecido la crueldad del hombre sobre la tierra y cómo sus pensamientos y deseos sólo tendían al mal» (Génesis, 6, 5). Pues lo mismo que el error, para Aristóteles y para Pascal, es multiforme y «plurívoco», por ser indeterminado, el mal opone a la uniformidad de la felicidad el polimorfismo de la desgracia. En este sentido, la propensión al mal que el hombre padece es consecuencia misma del presunto castigo infligido a Adán y a sus descendientes: el miedo a la muerte, el dolor, el desorden de la pasión y del deseo, no alivia­ dos por la ciencia del bien adquirida, impulsan a profundizar en la ciencia del mal y a realizar acciones condenables. Antes de que Caín asesinara a Abel, ya Adán había roto la armonía primigenia; ya exis­ tían la discordia, la enemistad y el odio. Por eso la acción de Caín nos resulta familiar: conocemos los efectos destructivos de la envidia. «He vivido lo suficiente para saber que las diferencias engendran odio», escribe Stendhal en Le rouge et le noir. Y Mary Shelley hace decir a su monstruo en uno de los momentos más conmovedores de la no­ vela: «Soy malo, porque soy desgraciado58». El crimen de Caín es un delito que condenaría la moral y el derecho. Pero ¿cómo explicar el pecado de Adán? Es decir, ¿cómo explicar un pecado que es fruto de una naturaleza pura, no contaminada por el desorden del deseo ni las perturbaciones de la pasión ni el temor a la muerte ni los alfile­ razos del dolor y de la impotencia? Apelar a la «feliz ignorancia» de la que habla Rousseau respecto al estado de naturaleza supondría atentar contra la justicia de Dios que habría aplicado un descomunal castigo a un fallo cometido sin conciencia del mal. Y explicarlo como una debilidad de la voluntad59 equivaldría a suponer que el hom­ bre no era perfecto al salir de las manos de su creador. Por ello su pecado, y más aún el de los ángeles caídos, hunde su raíz en el mis­ terio al ser un acto tan gratuito como el de la propia creación, es decir, un ejercicio de la libertad pura, no sometida a condicionante alguno. A lo sumo, cabe decir con Tomás de Aquino que el ángel elige «aliquid quod secundum se est bonum, sed non cum ordine debi26


toe mensurae aut regulae60», esto es, que aunque el objeto de su elección es bueno en sí mismo, esa elección atenta contra el orden que establece la supremacía de Dios sobre sus criaturas. Todo peca­ do supone, pues, en esencia, negar la necesidad del uno para afir­ mar la contingencia de lo múltiple, pese a que The One remains, the many change and pass61. Todo pecado es, por ello, idolatría, negación del monoteísmo que es el fundamento de todo. La posibilidad de que lo múltiple lle­ gue a ser divino representa la auténtica tentación de la astuta ser­ piente y la frustración de esa posibilidad era la lección que reservaba el árbol de la ciencia. Como confiesa Adán al arcángel Miguel mo­ mentos antes de abandonar el Paraíso: Greatly instructed I shall henee depart Greatly in peace of thought, and have my fill Of knowledge, what this vessel can contain: Beyond which was my folly to aspire. Henceforth I learn that to obey is best, And love with fear the only God...62

IV Consideremos ahora el mito adánico desde la perspectiva de una creencia que cumple una función práctica en la vida de los hom­ bres, de acuerdo con lo sostenido por William James respecto a la génesis y aceptación de ideas útiles63. El mito pretende claramente s£r una exculpación de Dios respecto a los males del mundo. Nietzsche marca el contraste en el fragmento 23 de su Genealogie der Moral: mientras los griegos se sirvieron de sus dioses para responsa­ bilizarles de sus males físicos y morales, los judíos y los cristianos cargaron sobre el hombre el peso de la culpa y atribuyeron su castigo a Dios. A cambio — cabría apostillar — judaismo y cristianismo pu­ dieron creer en un dios justo que confiere un sentido supremo al dolor y a la muerte.64 Junto a 1a condición universal de pecador — «¿Se tendrá nadie por inocente ante su Hacedor?» (Job, 4, 17) —, dolor y muerte son las notas esenciales que otorgan unidad al género humano para esta moral penitencial cuyo macabro igualitarismo plas­ mó Valdés Leal en los cuadros sombríos del sevillano Hospital de la Caridad. Pero el mito ofrece una posibilidad exculpatoria: siempre hay un mal anterior al que cabe responsabilizar de la culpa propia. Adán 27


culpa a Eva de su pecado y ésta hace lo mismo respecto a la serpien­ te. Los descendientes de Adán siempre podrán culpar a su primeros padres de la inclinación innata al mal que desde entonces padece la humanidad y, en último término, a la influencia maléfica del dia­ blo. Y es que el mal — como dice Ricoeur65 — «forma parte de la conexión interhumana, es algo que se transmite, una tradición, una herencia, al igual que sucede con el lenguaje y con las instituciones; no es un simple acontecimiento». Esta exculpación que pretende si­ tuar el mal personal en un falso afuera es una reacción al sentimiento doloroso de la vergüenza. Me defiendo de la mirada que me culpa unlversalizando mi pecado. Por eso dice Sartre que la vergüenza es «sentimiento de pecado original, porque me obliga a reconocerme en ese ser degradado, dependiente y fijo que soy para otro66». Quiero decir con esto que el rito de iniciación que tiene lugar en el Paraíso supone para el hombre el descubrimiento de su interio­ ridad. Así lo vaticina el arcángel Miguel, que acompañó, según Milton, a la pareja pecadora a las puertas del Jardín: ...then wilt not be loth To leave this Paradise, but shalt possess A Paradise within thee, happier far67. En el drama de Byron, Lucifer explica a Caín que la serpiente que tentó a sus padres no era sino un simple animal que despertó en ellos el demonio que dormía en su interior68. Esta idea nos con­ duce a las interpretaciones interioristas que el mito adánico permite. De acuerdo con la tradición agustiniana, el orgullo perdió a Eva y la envidia fue el pecado de Adán. Hay un cuadro de Hans Baldung Grien, discípulo de Durero, en el que se representa un repugnante esqueleto cuyo pie izquierdo acaba en una pezuña. Este esqueleto sostiene por el brazo izquierdo a una mujer de rostro seguro y satisfe­ cho que oculta en su mano una manzana. Por último, una serpiente, enroscada a ambos, parece sellar un pacto entre ellos69. Esta maca­ bra pintura resume lo esencial de la interpretación agustiniana: el orgullo (Eva) conduce al pecado (la serpiente) que lleva a la muerte (el esqueleto) y al infierno, sugerido por la pezuña del macho cabrío en el que, según la creencia medieval, se encarna el diablo. Pero la interpretación de Agustín es más interiorista: la serpiente tentadora es la imaginación que se presenta a Eva (la concupiscencia o sensibi­ lidad) y corrompe a Adán (la voluntad). Los tres personajes clásicos de la escena del Jardín son, en realidad, tres dimensiones del propio hombre: la imaginación, que es castigada; la concupiscencia, es de­ cir, su parte femenina personificada por Eva, que es pecaminosa, pero que por la gracia divina podría transformarse en Sabiduría 28


hecha carne, y, por último, su parte viril, la voluntad, única responsa­ ble del verdadero pecado por consentir en los placeres a que la parte femenina es inducida por la serpiente70. Quienes firman un pacto con la imaginación (serpiente) entran en un mundo donde todo es trastornado; en vez de ser ahuyentada, se cultiva y adorna hasta con­ vertirla en su alimento. ¿Qué decir, entonces, cuando esa imaginación es buscada y sobredimensionada en ese paraíso artificial que es el recurso a la dro­ ga? El encanto aparente de tales paraísos radica precisamente en su carácter artificial en el sentido de estar hechos por el arte del hom­ bre que intenta tender, así, una trampa a la naturaleza y a la moral tratando de alcanzar de golpe la felicidad y*el éxtasis sin pasar por las amarguras de la ascesis. El infinito alcanzado aquí es el del ene­ migo mello, la frontera posible, pues el ebrio regresa de su viaje, y ese regreso demuestra que el paraíso artificial — como hace ver Baudelaire71 — era una dependencia del infierno. No porque en la ebriedad deje de contemplarse el vertiginoso vacío del solipsismo, lo realmente divino, sino porque se trata de un estado intermitente: obliga a regresar. Satanás, o la transgresión permitida sólo con el fin de demostrar su imposibilidad, devuelve siempre a la posición de salida, con una huella (remordimiento, resaca, castigo o, simplemen­ te, sed) que mantenga la presencia del viaje en la tierra como lo per­ manentemente imposible. Si se abordara la auténtica transgresión, la divina? no habría viaje de vuelta; el Paraíso de verdad es puro pre­ sente, y, por lo tanto, incompatible con la memoria. Pero, por otra parte, ¿no es la imaginación un recurso contra el tedio y la indolencia de todo paraíso? ¿No es la fantasía una forma de evasión de lo que en uno de sus habituales juegos de palabras llamó Nietzsche el monótono monoteísmo? ¿No es la propia creación del hombre un recurso de Dios contra el tedio de su sublime soledad (Der Antichríst, 48)? En la quietud del paraíso, fijo en un presente que se pretende eterno, el hombre se gastaría a sí mismo como el perfume contenido en un frasco destapado cuya fragancia a nadie ha de deleitar. No se trataría de la tristeza por un motivo concreto — de ahí el carácter crónico del spleen que padecen muchos escrito­ res del XIX y que les lleva a entregarse a mil experiencias y a em­ prender incontables aventuras —, sino del tedio de vivir del que ha­ bla Valéry, del sabor amargo de quien ya nada espera y al que nada le interesa. Como escribe Baudelaire, «en el paraíso terrestre (ya se le suponga pasado o futuro, recuerdo o profecía, como los teólogos o como los socialistas), en el paraíso terrenal, es decir, en el ambien­ te en el que al hombre se le antojaba que todo lo creado era bueno, la alegría no se manifiesta por medio de la risa. Como ninguna pena le afligía, su semblante era sencillo y liso, y la risa que agita ahora 29


a las naciones no deformaba los rasgos de su rostro. La risa y las lágrimas no pueden aparecer en el paraíso de las delicias72». Ahora bien, el descubrimiento de la interioridad humana que permite el acceso a la experiencia moral dista mucho de ser el paraí­ so que presagiaba el arcángel en el poema de Milton: el hombre que empieza a conocerse a sí mismo se introduce en la oscura senda del remordimiento. Selbstkenner! Selbsthenker!73, dice Nietzsche recordan­ do la figura del heautontimorúmenos, el verdugo de sí mismo que sirvió de burla a griegos y a latinos en las comedias de Menandro y de Terencio, pero que aterra a los modernos después de tantos si­ glos de moral judeocristiana con esa mezcla de voluptuosidad y espí­ ritu cruel que para Novalis era característica de la religión. Los gran­ des héroes románticos destruyen lo que aman y se destruyen a sí mismos porque, como el Manfred de Byron, sobreviven bajo el peso de una culpa inconfesable. Je suis de mon coeur le vampire, confesará Baudelaire aludiendo a la experiencia del remordimiento74. Tras la caída, la serpiente tentadora infecta con su veneno el corazón huma­ no. Más que el propio diablo, el enemigo es, para Baudelaire, esa serpiente convertida en gusano de la conciencia que sienta sus reales en el hombre para realizar sin tregua su acción demoledora75, cre­ ciendo y fortaleciéndose con la sangre que perdemos. Connais-tu le Remords, aux traits empoissonnés, á qui notre coeur sert de cible?76 Tiene razón Paul Claudel al afirmar que el remordimiento es la única pasión que el siglo XIX sintió con sinceridad, pues nunca como entonces se sintió el hombre enfermo por el veneno que la serpiente infernal inoculó en Adán y que éste transmitió a sus des­ cendientes. Por eso Nietzsche pregunta en uno de sus ditirambos dionisíacos: Was bandest du dich mit dem Strick deiner Weisheit? Was locktest du dich ins Paradies der alten Schlange? Was schlichst du dich ein in dich -in dich?...77 El razonamiento al que antes me refería — si sufro, es porque lo he merecido — se prolonga ahora en éste otro: si he pecado, es porque he ejercido mi libertad. La conciencia de la libertad es la experiencia que acompaña al pecado original. Kierkegaard lo explica en las páginas sutiles de su Concepto de la angustia. Si la prohibición 30


divina despertó en Adán el deseo, ese deseo le llevó a tomar concien­ cia de su libertad, aunque sólo fuese «como posibilidad angustiosa de poder'8». No tiene idea de lo que puede hacer, porque ignora el bien y el mal, sino simple conciencia de que puede, como expre­ sión suprema de su ignorancia, pues ya ha adquirido conciencia de su capacidad, sólo que esa capacidad se ve coartada por la prohibi­ ción divina. De ahí la ambigüedad del sentimiento que le inspira la libertad: la ama como poder, la rehuye por el efecto destructivo que intuye en su posible ejercicio. Pero la única forma que tiene de verifi­ car ese poder, de autoposeer su libertad de una manera plena es desobedecer la orden de Dios. Mark Twain knexpone con ironía: «Adán era simplemente humano. No deseó la manzana por la manzana mis­ ma, la deseó porque estaba prohibida. El error de Dios fue no prohi­ bir a la serpiente, porque entonces Adán se hubiese comido la 7Q serpiente . Este desgarramiento interno entre deseo y deber, entre poder y represión, característico de la situación moral, es lo que el mito refleja. Una situación que el Holderlin más kantiano explica con cla­ ridad de mediodía: «La ley de la libertad manda, sin ninguna consi­ deración a los recursos de la naturaleza. Sea o no favorable la natura­ leza al cumplimiento de ella, ella manda. Más bien presupone una resistencia de la naturaleza; de lo contrario, no mandaría. La primera vez que la ley de la libertad se muestra ante nosotros se muestra castigando. El comienzo de toda nuestra virtud acontece a partir del mal80». Pero — podríamos concluir — la serpiente, «la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yavé» (Génesis, 3, 1), ¿significa­ ría uno de los múltiples disfraces de Dios? ¿No aconsejará Cristo a sus apóstoles que sean «prudentes como serpientes» (Mateo, 10, 16)? ¿No dirá Lutero que Dios actúa a veces como si fuera el diablo? Bien es cierto que Santiago había alertado contra esta posible interpreta­ ción: «Nadie en la tentación diga: Soy tentado por Dios. Porque Dios no puede ser tentado al mal ni tienta a nadie» (Santiago, 1, 13). Pero ¿no escribió también Pablo: «No conocí el pecado sino por la ley. Pues yo no conocería la codicia si la ley no dijera: No codiciarás» (Romanos, 7, 7)? Estamos, al fin, ante el punto culminante del mito, lo que éste no dice pero lo que ante él la razón alcanza, para retroceder, inme­ diatamente, espantada y reabsorber la idea en la tela de araña de un sistema filosófico: el mal preexiste a la creación del ángel y del hombre, siempre estuvo allí, y, sobre todo, el mal fascina. De no ser así, ¿qué significaría ser tentado? La filosofía que considera el bien como lo que confiere verdad e inteligibilidad a los objetos o la que interpreta el mal como el objeto negativo del deseo, como lo que hace que surja la aversión, muestra a radice su incapacidad para dar cuen­ 31


ta de semejante fascinación. Cuando la filosofía trata de incorporar el mal a sus sistemas, es para entenderlo como privación de bien, para situarlo en un momento pasajero del proceso que conduce al triunfo final del bien o para resaltar «la astucia de la razón» que utili­ za las pasiones humanas al servicio de la Idea universal o para afir­ mar la superación definitiva del mal en la unidad absoluta de Dios. Como ejercicio de la razón, la filosofía deja fuera de su visión del mundo lo que constituye el ámbito del mal, esto es, lo desmedido, lo impredecible, lo gratuito y lo azaroso. Y, sin embargo, es la propia filosofía de la modernidad la que destaca paulatinamente la necesi­ dad del mal para que se produzca el avance del bien, la utilidad de los vicios privados para el florecimiento de las virtudes públicas, aunque para ello tenga que hablar de la existencia de una «mano invisible» que armoniza misteriosamente los intereses particulares con el provecho del conjunto. Y es también la filosofía la que llega a de­ clarar en la obra de Schelling: «Por muy poco familiarizado que se esté con los misterios del mal (porque pueden ignorarse con el cora­ zón, pero no con la cabeza), sabemos que la corrupción más elevada es a la vez la más espiritual, y que con ella termina desapareciendo todo lo natural, incluyendo la sensibilidad y hasta el placer, que éste se convierte en crueldad y que el mal demoníaco y diabólico es in­ cluso más ajeno al goce que el bien81». Pero dicho esto, el lenguaje del mal se vuelve hacia el terreno del mito, de la literatura y del arte, allí donde son posibles la ambi­ güedad y el símbolo, donde la novela edificante (Bildungroman) se torna narrativa sobre la violación del orden y la imposibilidad de in­ tegrar al individuo en una estructura social estable, una vez que ha entrevisto las posibilidades múltiples de lo marginal82, convirtiéndo­ se este género literario en «la epopeya de un mundo abandonado por Dios donde la psicología del individuo es lo demoníaco, y la ob­ jetividad de la novela la madura comprensión viril de que el sentido no consigue penetrar totalmente la realidad, aunque, sin él, se des­ compondría en la nada de la inesencialidad33». Pero la atracción que el mal ejerce sobre el hombre comienza a insinuarse en la novela gótica a impulsos de la urgencia romántica por romper con los moldes sociales, políticos y filosóficos del siglo de las luces, cuando la crítica social toma los visos de la exaltación de las energías transgresoras y la orgullosa autoafirmación aparece como la virtud fundamental del héroe prometeico, cuya rebelión contra Dios le otorga una aura satánica84. Cuando Lautréamont escribe esa epopeya del mal que son Les Chants de Maldoror, ya se ha producido una larga serie de obras violentas en las que el Creador es duramente increpado por los hijos exasperados de la raza humana. Por eso Baudelaire pregunta:

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Qu’est-ce que Dieu fait done de ce flot d’anathémes Qui monte tous les jours vers ses chers Séraphins? Comme un tyran gorgé de viande et de vins In s’endort au doux bruit de nos affreux blasphémes85. A diferencia de los poetas prometeicos (Holderlin en Patmos, Novalis en los Himnos a la noche, Jean-Paul en el Sueño del Cristo muerto («He recorrido los mundos, exclama el Verbo, subí a los soles y volé con las Vías Lácteas a través de las soledades celestes; pero no hay Dios») y de quienes, como Nietzsche y Nerval, proclaman la muerte de Dios, Lautréamont es maniqueo — como posiblemente tam­ bién lo fueron Milton, Byron, Victor Hugo, el Vigny del Huerto de los olivos —. El Dios contra el que lucha Lautréamont es terriblemen­ te personal, como terriblemente personal es también el héroe en quien delega para desafiarle con el odio que despierta el escandaloso es­ pectáculo del mal que se extiende y prolifera. El poeta no perdona al demiurgo su fracaso en hacer de la tierra un paraíso, del universo un conjunto armónico. El relato bíblico es ya aquí recurso literario para la inversión de los valores recogidos en el mito. Lo mismo que para William Blake, el poeta visionario, la derrota de Satán es la vic­ toria de la razón restrictiva sobre el deseo o energía que es eterno deleite86. Ahora bien, paradójicamente, fue la tradición agustiniana de la perversión radical del hombre la que permitió bucear en las profun­ didades del alma humana hasta descubrir que el mal no proviene de fuera, que se encuentra hondamente arraigado en el ser del hom­ bre y que resulta imposible deslindar sentimientos moralmente lau­ dables como la caridad de otros tenidos por pecaminosos como la soberbia8'. Ya no estamos en la ciencia de los contrarios, sino en los dominios de Dioniso y de Hefesto, dioses de las mezclas (Filebo, 61c). Cuando Nietzsche lleve a cabo su desenmascaramiento de la moral, ya los moralistas franceses del XVIII (La Rochefoucauld, La Bruyére, Vauvenargues, Fontenelle) habrán dejado al descubierto las miserias humanas que se esconden tras las grandes palabras de la moral a base de husmear en los vericuetos de los móviles que impe­ len a la acción. Con ello, quedará a la intemperie una vastísima zona de la psique que había permanecido inexplorada, no porque fuese desconocida, sino porque los preceptos de la ética religiosa y el con­ cepto de dignidad humana amonestaban: Hic sunt leones, y había que protegerse a leone et dracone, del león y de la serpiente. Pero en forma paralela a las crisis del héroe en literatura y al nacimiento del interés por los humildes, los desconocidos, los degradados, se levanta el velo incluso sobre las partes más innobles del alma. Es el momento en que De Quincey escribe sus Confesiones de un opió­ 33


mano inglés o que George Moore declara con evidente complacencia: «Soy afeminado, enfermizo y perverso. Pero sobre todo perverso. Todo lo perverso me fascina». El ingenuo hombre de bien — declara Baudelaire en su epilogo a Las flores del mal — nunca podrá captar el poder irresistible del mal, pese a que «la voluptuosidad única y suprema del amor radica en la certidumbre de hacer el mal —; y a que tanto el hombre como la mujer saben de nacimiento que en el mal se encuentra toda voluptuosidad88». Ese mal al que canta Baudelaire con calculada ambigüedad, no es el mal estúpido y banal del que hablará Hannah Arendt89, sino el mal refinado, exquisito, satánico, que exige creatividad y amor al artificio, el mal que eleva el asesinato a la categoría de las bellas artes, el que halla su máximo deleite en el terror y en la crueldad, como forma de dominio supre­ mo sobre el otro y como forma de crear si no un paraíso al menos un oasis en el desierto del tedio. El propio mundo animal se halla lejos de la idílica armonía del paraíso. Ya Joseph de Maistre ha hecho ver la espantosa carnicería que se produce en el mundo de los seres vivos donde impera la vora­ cidad y la codicia, y el exceso de vida es corregido por la propia vida con una crueldad superflua. Es el círculo cerrado en el que todo tiene su momento para salvarse y su momento para perecer, pues lo vivo crece devorando vida y vive para generar más vida. La cobra no precisa de tanta malignidad instintiva para sobrevivir. Pero lo que llamamos mal se produce cuando el dolor y las muertes exceden las requeridas para los ciclos vitales, superándose en mucho lo exigido por la conservación o la reproducción y lo que imponen las costum­ bres establecidas para asegurar la estabilidad social. Por eso la racio­ nalidad instrumental y funcional se muestra incapaz de dar cuenta de tales fenómenos de energía desbordada. Si Linneo es el Adán moderno que cree conocer la naturaleza al poner nombres a sus se­ res, pronto Lamarck y Darwin darán al traste con el fijismo de las especies y hablarán de las catástrofes que asolaron la tierra y de la lucha terrible que exige el proceso evolutivo. Y, como pregunta Baudelaire, «¿qué representan los peligros del monte y la pradera, com­ parados con los choques y conflictos cotidianos de la civilización? Que el hombre abrace a su víctima en el bulevar o alancee a su presa en selvas desconocidas, ¿no es siempre el hombre eterno, es decir, el más perfecto animal de presa?90». Cuando el Caín de Byron pro­ teste airadamente alegando su sed de bien, Lucifer le hará callar con su respuesta: «¿Y quién o qué no la tienen? ¿Quién codicia el mal por el mal? ¡Nadie! Pero el mal es the leaven o f all Uve, and lifelessness91». 0, en términos de Benjamín, der Schuldzusammenhang des Lebendigen, el cañamazo culpable de todo lo que tiene vida. Re­ conozco la presencia de ese pasado animal en lo más profundo de 34


mi ser (quizá sea esa la huella recogida en los mitos que hablan de una culpa en el origen), sin que el largo proceso evolutivo haya logra­ do apagar el instinto de crueldad, de destrucción y de muerte que puede adoptar las más sutiles y espirituales manifestaciones; en la incapacidad humana no sólo de no poder hacer lo que racionalmente se quiere, sino, sobre todo de no poder no hacer lo que no se quiere. Ahora bien, cielo e infierno — en palabras de Ornar Kayam — «sólo están en el hombre». Y, por ende, las interpretaciones del mito adánico correrán parejas con el talante vital con que éste afronte su situa­ ción en un mundo abierto a todas las lecturas.

Notas 1. En los capítulos 9 y 12 de Das Wesen des Christentums, desarrolla L. Feuerbach esta idea. 2. Aunque la idea de una creación de la nada surge filosóficamente con la especulación de la escuela judaico-alejandrina, en Eclesiástico, 42, 15 y en II Macabeos, 7, 29 ya hay referencias más explícitas que en el Génesis. 3. Por eso, para Nietzsche, la muerte de Dios acarrea simbólicamente uria ca­ tástrofe cósmica, en Die fróhliche Wissenschaft, 125. 4. También Adán manifestará su superioridad sobre los animales imponiéndo­ les un i^ombre. Obsérvese que sólo llamará Eva (Vida) a su compañera después de que Dios condenara a ésta a quedar sometida al varón. Compárese Génesis, 2, 23 con 3, 20. 5. «La humildad no se refiere nunca a la relación de un hombre con otro hombre, frente al que pueda sentirse superior o inferior, sino sólo a la relación del hombre a la divinidad (...); es. por tanto, una virtud específicamente religiosa o, más exactamente, una virtud específicamente cristiana». O. F. Bollnow, Wesen und Wandel der Tugenden, trad. castellana de L. García Ortega, Madrid, R. de Occidente, 1960, p. 213. 6. Para P. Ricoeur, la maldición divina no consiste en el hecho de que el hom­ bre haya de morir, sino en que haya de afrontar su último trance con la angustia de su inminencia, Finitude et culpabilité, traducción castellana de C. Sánchez Gil, Madrid, Taurus, 1969, p. 16. Pero esta interpretación tiene en contra muchos textos bíblicos donde se afirma claramente que la muerte es un castigo del pecado de Adán. Por ejemplo, Génesis, 2, 17; 3, 19; Salmos, 1, 13; Eclesiástico, 25, 33; Romanos, 5, 2; I Corintios, 15, 22. 7. M. Cacciari, LAngelo necessario, trad. castellana de Máximo González, Ma­ drid, Visor, 1989, p. 41, nota, ha recogido esta idea. 8. El concepto bíblico de la muerte como castigo del pecado original (Génesis, 2, 17; Romanos, 5, 12) es, al mismo tiempo, su concepto como conclusión del ciclo de la vida humana perfecta en Adán y el concepto de una limitación fundamental que la vida humana ha sufrido a partir del pecado de Adán. Dice Tomás de Aquino a este respecto: «La muerte, la enfermedad y cualquier defecto corporal dependen de un defecto en la sujeción del cuerpo al alma. Y como la rebelión del apetito carnal al espíritu es la pena del pecado de los primeros padres, tal es también la muerte y todo otro defecto corpóreo».(S. Th., II, 2, q. 164, a. 1)

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9. Paradise Lost, IX, 1070-1072. ...nuestros ojos / Se abrieron y sabemos cier­ tamente / El bien perdido, el mal que hemos logrado. Trad. de M. Alvarez de Toledo. Universidad de Cádiz, 1988, p. 219.. 10. Obra Poética, I. El infortunio, Su derrota es la hazaña de un ángel poderoso / de pie en el horizonte con su sable desnudo. Trad. de R. Silva Santisteban, Madrid. Hiperión, 1980, p. 29. 11. Brot und Wein, 7. Pero llegamos tarde, amigo. Ciertamente los dioses viven todavía, / pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en un mundo distinto. / Allí actúan sin tregua, y no parece ser que les inquiete / si vivimos o no, ¡tanto los celestiales cuidan de nosotros! / Pues no siempre una vasija frágil puede contenerles, / el hombre soporta la plenitud divina sólo un tiempo. / Después, soñar con ellos es toda nuestra vida... Trad. de Jenaro Talens, Las grandes elegías, Madrid, Hiperión, 1983, p. 117. 12. Menschliches, Allzumenschliches, I, 638. La figura del caminante sin rum­ bo atrajo tanto a los románticos que incluso se proyectó en la música. Disponemos de un lied de Schubert y de una Fantasía para piano de Schumann. La figura del judío errante, condenado a vagar hasta el fin del mundo por no haber permitido a Cristo descansar a la puerta de su casa cuando iba camino del Calvario, era una leyen­ da medieval a la que dedicaron sendos poemas Goethe, Wordsworth y Robert Hammerling. Pero el tema acompaña de forma un tanto subterránea toda la historia de la humanidad. Algo de él hay en Odiseo y en Prometeo, por no hablar ya del relato de Heine que inspiró a Wagner su Der Jliegende Hollánder, donde un navegante holan­ dés es condenado por Dios a vagar hasta el juicio final en su barco de mástiles negros y velas rojas como la sangre, por su blasfemo intento de doblar el cabo de Buena Esperanza. Melmoth, personaje de C. R. Maturin que da título a una de sus novelas de terror más cercanas a Poe, es también un hombre condenado a no echar raíces en ninguna parte por haber vendido su alma al Diablo a cambio de disfrutar de por­ tentosas facultades. 13. El viaje a tierras remotas, como fuga de la civilización moderna, es tan antiguo como la protesta bohemia contra el modo burgués de vida. Ambos tienen su origen en el individualismo y el irrealismo románticos, que buscaban la «flor azul», el país de los sueños e ideales. Pero el viaje como huida — frustrada — de la tediosa realidad, es un tema característico de Baudelaire en varios poemas de Les Fleurs du MaL como L'invitation au voyage, Moesta et Errabunda, Un voyage á Cythére o L e voyage. El tema reaparece con matices muy peculiares en Rimbaud {Le bateau ivre) y en Mallarmé (Au seul souci de voyager 14. Cit. en nota 7, p. 71. 15. V. Jankélévitch, Le pur et 1’impur.; trad. de J.L. Checa, Madrid, Taurus, 1990, p.28.. 16. Ello hace absurdos los sentimientos asociados a la mala conciencia, como es el caso del remordimiento. Se trata de una idea que aparece en varias ocasiones en las obras de Nietzsche. Por ejemplo, Der Wanderer und sein Schatten, 38; Also sprach Zarathustra, II, 3: Zur Genealogie der Moral, II, 15. 17. Poemas de la locura, 27. August Mayer, en una carta a su hermano Karl de 7 de enero de 1811, le incluye este poema de Hólderlin. Las delicias de este mun­ do ya he gozado, / Los días de mi juventud hace tanto, ¡tanto!, que se desvanecieron, / Abril y Mayo y Julio están lejanos, / ¡Ya nada soy, ya nada me complace! Trad. de Txaro Santoro y José María Alvarez, Madrid, Hiperión, 1985, p. 109. 18. La agonía del Cristianismo, cap. II, en Ensayos, vol 1, Madrid, Aguilar, 1958, p. 951. 19. La muerte de Empédocles, acto 2 o, escena 3 a. Trad. de Carmen Bravo Villasante, Madrid, Hiperión, 1983, p. 63. 20. «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklárung?», en Berlinische Monatsschrift 4 (1784), p. 481. Incluido en ¿Qué es Ilustración?, trad. de Agapito Maestre y José Romagosa, Madrid, Tecnos, 1988, p. 9. 21. Die Grundzüge des gegenwartigen Zeitalters, lección I, trad. de J. Gaos, Ma­

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drid, Revista de Occidente, 1962, p. 9. Ante el hecho de que Ja Ilustración no había logrado sus objetivos, por la pereza y la cobardía de los hombres, la «educación de la capacidad de sentir» se convierte para Schiller en «la más urgente necesidad de la época». Lugar citado en nota 20, p. 75. 22. Vorlesungen über die Philosophie der Religión, Werke, 17, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1980, pp. 66-67. 23. «No hay perversidad original en el corazón humano. No se encuentra en él un solo vicio del que no pueda decirse cómo y por dónde ha entrado» (Emile, 1, 2). 24. Discursos a la Academia de Dijon, Trad. de A. Pintor-Ramos, Madrid, Pau­ linas, 1971, p. 51. 25. A. 0. Lovejoy, Essays in the History o f Ideas. Baltimore, The John Hopkins Press, 1948, p. 68. 26. Muthmasslicher Anfang der Menschengeschichte, trad. de C. Roldan y R. Rodríguez Aramayo; incluido en Ideas para una historia+universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, Madrid, Tecnos, 1987, p. 73. 27. Über die ásthetische Erziehung des Menschen in einer Reihe von Briefe, in­ cluido parcialmente en lugar citado en nota 20, p. 75. 28. Conocer es sufrir: quienes más saben / más hondo han de gemir ante la verdad fatal / El árbol dei conocimiento no es el de la vida. Manfred, act. 1, sccnc 1, en Byron, Poelical Works, Oxford University Press, 1970, p. 390. 29. Menschliches..., 109. Sobre la relación ciencia-dolor, véase Die frohliche Wissenschajt, I, 12. 30. Paradise Lost7 IV, 340-345. 31. The Fable o f the Bees: or Prívate Vices, Public Benefits, II, diálogo V, trad. de J. Ferrater Mora, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 518. 32. Commentarii in quatuor libros Sententiarum Petri Lombardi, II, diss. 30, art. 1. 33. Dictionnaire Philosophique, «Péché originel», París, Garnier, 1967, p. 339. $4. Finitude et culpabilité, citado en nota 6, p. 552. Ricoeur añade más abajo: «Nunca podrá exagerarse el daño que infligió a las almas durante los primeros siglos de la cristiandad, primero, la interpretación literal de la historia de Adán, y luego, la confusión de este mito, considerado como episodio histórico, con la especulación ulterior, y principalmente agustiniana, sobre el pecado original». Pese a ello el papa Juan Pablo II sigue insistiendo en su encíclica Centesimus annus con estas palabras: «El hombre, creado para la libertad, lleva dentro de sí la herida del pecado original, que lo empuja continuamente hacia el mal y hace que necesite la redención». Sobre la necesidad de redención véase el largo apartado 17 del tercer tratado de Zar Genealogie der Moral, de F. Nietzsche. 35. Puede consultarse, por ejemplo, Levítico, 26: 2 y 39; Job, 5: 4; Exodo, 20: 5; Números, 14: 18; Deuteronomio, 5: 9; Salmos. 78: 8; 108: 54; Isaías, 65: 6-7; Jeremías, 32: 18; Lamentaciones de Jeremías, 5: 7. 36. Lugar citado en nota 33, p. 340. Para una historia de la cuestión véanse pp. 598-601. 37. Erich Fromm ha desarrollado esta idea en el capítulo III de The Fear o f Freedom, trad. de G. Germani, Buenos Aires, Paidós, 1964. El mismo autor ha ofreci­ do una curiosa interpretación del mito adánico que combina la tradición judía con el psicoanálisis en You shall be as Gods, trad. de R. Alcalde, Buenos Aires, Paidós, 1967. 38. Pensées, II, 448 (Ed. de J. Chevalier) 39. ¡No podemos saber! - ¡Estamos abrumados / por una capa de ignorancia y de estrechas quimeras! / Monos imitadores de hombres caídos de la vulva de las madres / ¡Nuestra pálida razón nos vela el infinito! / Queremos mirar: ¡La Duda nos castiga! / La duda, triste ave, nos hiere con sus alas... / ¡Y el horizonte escapa en una eterna fuga! «Soleil et chair», en A. Rimbaud, Oeuvres Completes, París, Gallimard, 1963, p. 49. 40. Según la doctrina ortodoxa del catolicismo, la gracia de Dios coopera con

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el libre albedrío humano, sin anularlo ni suplantarlo. De ahí que no baste la fe para la salvación sino que se requieran también las buenas obras. 41. Véase Max Weber, Die protestandsche Ethik und der Geist der Kapitalismiis, trad. de L. Legaz Lacambra, Barcelona, Península, 1973, pp. 123-124. 42. No. ¡Este siglo fue galicano y jansenista! / Hacia la Edad Media, enorme y delicada / habría de navegar mi averiado corazón / Lejos de nuestros días de espíritu carnal y carne triste, Sagesse, IX, editado con La Bonne Chanson, París, Librairie Génerale Fran^aise, 1963, p. 76 43. ...un mundo / donde música, luz de luna y sentimiento / son uno. «To Jane: The keen stars were twinkling», en Poetical Works, Oxford University Press, 1970, p. 673. 44. Hyperion oder der Eremit in Griechenland, trad. de J. Munárriz, Madrid, Hiperión, 1976, p. 25. 45. Pensées, I, 134. «Los hombres no hacen más que engañarse y adularse recíprocamente. Nadie habla de nosotros en nuestra presencia como habla en nuestra ausencia. La unión que hay entre los hombres no está fundada más que en este enga­ ño mutuo, y pocas amistades se mantendrían si cada uno supiese lo que su amigo dice de él cuando no está delante, aunque se habla entonces sinceramente y sin pa­ sión». (130). 46. Joseph de Maisire, Textes extraits par E. M. doran , Monaco, Rochen, 1957. «Todos los pueblos conocidos han sido felices y poderosos cuanto más fielmente han obedecido a esa razón nacional que no es otra cosa que el aniquilamiento de los dog­ mas individuales y el tiempo absoluto y general de los dogmas nacionales, es decir, de los prejuicios útiles», pág. 163. 47. Platón, República, II, 359d-360d. 48. Véase, por ejemplo, Baudelaire, Petits poémes en prose, «A une heure du matin», ed. bilingüe, Barcelona. Bosch, 1975, p. 124. 49. ¿4¿so sprach Zarathustra, trad. de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1972, p. 357 50. Les Fleurs du Mal, «L ’imprévu», München, Ebeling, 1984, pp. 190-192. 51. Contra gentiles, IV, c. 52 52. Ensayos, trad. de F. Martínez Marzoa, Madrid, Hiperión, 1983, pp. 23-24. 53. ¡Bendito seáis, mi Dios, que dáis el sufrimiento / como remedio divino a nuestras impurezas / y como la mejor y la más pura esencia / que prepara a los fuertes para los santos deleites! «Bénédiction», lugar citado en nota 50, p.67. Como contraste pueden citarse las siguientes palabras de Nietzsche: «Una vez que se haya comprendido cómo vino el pecado al mundo, es decir, por los errores de la razón, en virtud de los cuales los hombres se consideran recíprocamente más malos y perver­ sos de lo que realmente son — cosa que también le sucede al individuo respecto a sí mismo —, se sentirá aliviada toda la sensibilidad, y hombre y mundo aparecerán a veces revestidos de una aureola de inocencia, lo que le procurará un bienestar radi­ cal. En medio de la naturaleza, el hombre es siempre el niño por antonomasia, un niño que a veces tiene una pesadilla dolorosa y angustiada, pero que, cuando abre los ojos, se ve de nuevo en el paraíso». Menschliches..., 124. 54. Puede verse esta polémica en I. Terradas, Mal natural, mal social, Barcelo­ na, Barcanova, 1988, c. 8. Como ejemplo de desmoralización de la naturaleza, valga este texto de Voltaire de sabor nietzscheano que parece una anti-fábula de La Fontaine: «Son los corderos los que deben evitar ser comidos por los lobos. Si un cordero dijese a un lobo: Faltas al bien moral, y Dios te castigará. El lobo replicaría: Yo satisfago mi bien físico, y, por lo que se ve, Dios se preocupa poco de que te coma o no». (‘Traite de Métaphysique, 9). 55. Die Religión innerhalb der Grenzen der blossen Vemunft, trad. de F. Martí­ nezMarzoa, Madrid,Alianza, 1981,1. 1 y 2, pp. 320 y ss. 56. Id., I, 3, p. 47. Véase Gilberto Gutiérrez, «La inteligibilidad del mal», Ana­ les del Seminario de Metafísica, volumen dedicado a Sergio Rábade, Universidad Com­ plutense de Madrid, 1991.

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57. Ovidio lo expone sintéticamente en su conocido verso: Video meliora probo­ que, deteriora sequor (Veo y compruebo lo mejor, sigo lo peor), Metamorfosis, VII, 20, adaptación de una frase más larga que dice Fedra en Hipólito de Eurípides, versos 320 y ss. 58. M. W. Shelley, Frankenstein, or the modera Promelheus, Indianapolis, New York, The Bobbs-MerriÚ Company, 1974, p. 186. 59. Se trata del tema clásico de la akrasía. Véase W. Charlton, Weakness o f will. A philosophical introduction, Oxford, Blackwcll, 1988. 60. Suma Teológica, Ia, q. 63, a. 1. I, ad 4 um. Hablando del pecado del án­ gel señala J. Maritain: «Sabe perfectamente que cifra su bien en un acto malo, y se alza contra el orden establecido por la Verdad subsistente — sin excusa que invocar ni gracia que pedir — simplemente porque prefiere eso. En el momento de su caída no podemos descubrir como condición previa de su falta ningún fallo o desviación de su inteligencia; no podemos enseñarle nada. Quiere^ser malo, eso es todo. Se en­ cuentra bien siendo moralmente malo. Sabiendo con plena evidencia que debe querer con medida su propia grandeza, la quiere sin medida, lo que no quiere decir que quiera el mal como tal, pues eso es imposible». C. Journet, J. Maritain, Ph. de la Trinité, Le peché de Vange, Paris, Beauchesne, 1961, p. 47. 61. Lo Uno permanece, lo vario cambia y pasa. P. B. Shelley, lugar citado en nota 43, p. 443, «Adonais», LII. 62. Paradise Lost, XII, 557-562. De aquí me marcharé muy instruido / Con la mente tranquila y satisfecho / De saber cuanto yo puedo saber: / Fue locura aspirar a saber más, / Ya sé que obedecer es lo mejor / Y al Dios único con temor amar. Lugar citado en nota 9, p. 289. 63. Pragmatism. A new ñame fo r some oíd ways o f thinking, New York Longmans Grcen, 1907. Trad. cast. de L. Rodríguez Aranda, Madrid, Aguilar, 1959. 64. Hay, sin embargo, en la cultura griega mitos que cumplen una función parecida a las del mito adánico. ¿Cómo interpretar, por ejemplo, a Platón cuando afir­ ma en la República que «cada cual es culpable de su elección porque el dios es ino­ cente»? (X, 617e) Recordemos que Platón pone estas palabras en boca de la parca Láquesis, hija de la Necesidad, la cual se dirige a las almas que van a entrar en un cuerpo mortal y tienen que elegir inevitablemente su «genio». 65. Lugar citado en nota 6, p. 579. 66. L’etre et le néant, trad, de M. A. Virasoro, II, p. 105. Buenos Aires, IberoAmericana, 1961. Véanse también las páginas 53-81. 67. Paradise Lost, XII, 585-587. Será así fácil / Dejar el Paraíso, pues tendrás / más feliz Paraíso interiormente. Lugar citado en nota 9. p. 289. 68. Cain, act 1, scene 1, 226-228. Lugar citado en nota 28, p. 524. 69. Este cuadro inspira el interesante libro de Mario Praz, II patto col serpente^ Milano, Mondadori, 1971. 70. Agustín expone estas ideas en De Trinitate, XII y en Enarrationes in Psalmos, 143, 90. Han sido bellamente comentadas por Elémire Zoila en la Storia del fantasticare, Milano, Bompiani.1964, p. 38. Más actual es la interpretación de Rosario Assunto, para quien el pecado original sería «codicia de posesión con fines consumis­ tas». Dios habría plantado el famoso árbol para que irradiase su belleza e inspirase a los hombres ideas elevadas. Al apropiarse de sus frutos y consumirlos, Adán y Eva «convirtieron en algo malo el árbol que para contemplarlo era un bien». El expolio de los jardines con fines presuntamente utilitarios y la conversión de éstos en verdade­ ros estercoleros por obra del orteguiano hombre-masa, serían versiones actuales de la culpa originaria. (Ontología y teleología del jardín, trad. de Mar García Lozano, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 161-169). 71. Les paradis artificiéis, trad. de E. López Castellón, Madrid, Yerico, 1990, p. 119. 72. «De la esencia de la risa y en general de lo cómico en las artes plásticas», en Obras, trad. de L. Lamarque, Madrid, Aguilar, 1961, p. 598.

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73. ¡Conocedor de ti mismo! ¡Verdugo de ti mismo!, «Zwischen Raubvógeln», en Nietzsche, Poemas, trad. de Tx. Santoro y V. Careaga, Madrid, Hiperión, 1983, p. 90. 74. Les jleurs da mal, «L’héautontimorouménos», lugar citado en nota 50, p. 214. Soy de mi corazón el vampiro. 75. Id., «L’avertisseur», p. 197. 76. Id., «L'irréparable», p. 144. ¿Conoces el Remordimiento,de dardos enve­ nenados, / a quien nuestro corazón sirve de blanco? 77. ¿Qué cogiste / con el lazo de tu sabiduría? / Qué atrapaste / en el paraíso de la antigua serpiente? / ¿Qué has introducido en ti mismo / en ti — en ti ?...Lugar citado en nota 73, p. 93. 78. El concepto de la angustia, trad. en Madrid, Espasa-Calpe, 1963, I, V, pp. 45-46. 79. Citado por F. Savater, El contenido de la felicidad, Madrid, Ediciones El País. 1986, p. 39. 80. Lugar citado en nota 52, p. 20. 81. Recogido por M. Heidegger en Schellings Abhandlungüber das Wesen der menscklichen Freiheit (1809), Tübingen, Niemeyer Verlag, 1971, p.144. 82. K.-D. Sorg, Gebrochene Teleologie. Studien zura Bildungsroman von Goethe bis Thomas Mann, Heidelberg, Cari Winter Universitátverlag, 1983, p. 18. 83. G. Lukács, Die Theorie des Romans, Neuwied, Bcrlin, Luchterhand, 1963, p. 87. 84. En esta línea confluyen el tratamiento ambiguo que hizo Milton de la figura de Satán con la incorporación de ideas procedentes del gnosticismo. Cabe recordar que, entre las sectas gnósticas, los orfitas adoraron a la serpiente porque se había rebelado contra Yavé, trayendo, así, al mundo el conocimiento del bien y del mal, y que los cainitas veneraron a cuantos en el Antiguo Testamento se habían rebelado contra el Dios de los judíos, especialmente a Caín y a los habitantes de Sodoma. Para un desarrollo específico, véase: — R. J. Z. Werblowsky, Lucifer and Prometheus. A Study o f Miltons Satan, London, Routledge and Kegan Paul, 1952. — J. Rieger, The Mutinity Within. The heresies o f Percy Bysshe Shelley; New York, G. Brazilier, 1967. — J. V. Murphy, The Dark Angel: Gothic elements in Shelley’s Works, Lewisburg, Bucknell University Press, 1975. 85. ¿Qué hace Dios ante esa oleada de anatemas / que cada día asciende hasta sus caros serafines? / Como un tirano hastiado de viandas y de vinos / se duerme al dulce son de nuestras horribles blasfemias. Lugar citado en nota 50, p. 293. Es interesante estudiar las diferentes formas de percibir el mal a lo largo de la historia. Véanse, por ejemplo, J. B. Russell, The Devil. Perceptions o f Evil from Antiquity to Primitive Christianity, Ithaca, Loridon, Comell University Press, 1977. También: J. A. Sandorf, Evil, New York, Crossfoad, 1981. 86. «The Marriage of Heaven and Hell», en W. Blake, Complete Writings, 1988. p. 149. Lautréamont, Oeuvres Completes, Paris, Gallimard, 1970. 87. Agustín, «Exposición de la Epístola de San Juan a los Partos», en Obras, vol XXIII, Madrid, RA.C., 1959. 88. Mon coeur mis á nu, trad. de A. Martínez Sarrión, Madrid, Visor. 1983, p. 18. 89. Eichman in Jerusalem: A Report on the Banality o f Evil. Nev York, Viking. 1963. 90. Lugar citado en nota 88, p. 31. 91. La levadura de todo lo que vive, y lo que no vive. Cain, act 2, scene 2, 241. Lugar citado en nota 28, p. 534. Véase P. L.Thorslev, The Byronic Hero. Types and Prototypes, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1962.

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La vuelta del demonio y el sueño de la razón Félix Duque

Tan familiar nos resulta su figura, que a fuerza de verla hemos dejado de pensar en ella. Revuelto cabello, alborotado, manos que se cierran sobre la frente, crispadas como garras. Una postura obli­ cua, forzada del cuerpo. Las faldas de la casaca entreabiertas, como para exhibir un sexo, castamente cercado por el ajustado calzón, y que se halla en línea recta con los ojos cerrados. Dos cierres que se corresponden. Sobre la mesa, parcialmente tapada por la masa superior del cuerpo, utensilios de dibujo y un esbozo de Minerva, la de ojos de lechuza. Y también en correspondencia con ésta, cuatro búhos, con alas de murciélago, que rodean al soñador dormido. Uno de los búhos parece estar musitando extrañas monsergas al oído del postrado, a la vez que le ofrece con sus garras instrumentos de pintu­ ra. A los pies, un lince de orejas y ojos puntiagudos, mirando fuera del grabado. Sus patas delanteras están cruzadas, en estrecha corres­ pondencia con los brazos del pintor. Garras y dedos resultan, así, ocultos. Por fin, y confundiéndose con la negrura del fondo, un infor­ me tropel de aves que, según se van desvaneciendo, fundiendo con la negra textura, van dejando de ser búhos para tornarse murciéla­ gos. Es la estampa número 43 de Los Caprichos, de Goya, tercera y última fase de una serie (Manuscrito del Museo del Prado, dibujo inicial de Los Sueños, grabado de Los Caprichos), que se extiende entre 1797 y 1798. Es coetánea, pues, de la Antropología en sentido pragmático, de I.Kant: una obra por la que vagan también espectros, alimañas, e íncubos que aprisionan el pecho del durmiente. Sólo han pasado unos años del estallido de la Revolución Francesa. Goya ha aprovechado el frente de la mesa para escribir el título: El sueño de la razón produce monstruos. En la portada de la serie Los sueños, un dibujo similar (la dife­ rencia más significativa: la esquina superior izquierda queda en blan­ co, como incitando al espectador a que la colme de sus propias qui­ meras) exponía así el motivo: «Ydioma univer/sal. ...El autor soñando

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/ Su yntento sólo es desterrar bulgaridades / perjudiciales, y perpe­ tuar con esta obra de / caprichos, el testimonio sólido de la verdad». Este título, de 1797, es tan ambiguo e inquietante como el del año posterior. Hablar de un «idioma universal» es una clara contradictio in adjecto, ya que «idioma» significa expresión de lo individual (como el «idiota», frente al «hombre de mundo»). Y si es «universal», ello podrá serlo sólo extensivamente, es decir: en la coincidencia de quie­ nes poseen (o mejor: son poseídos por) ese idioma — en nuestro caso, el sueño — estriba paradójicamente en la disparidad: cada so­ ñador se distingue de los demás en la idiosincrasia, en la incomuni­ cabilidad de su sueño, como si el conjunto fuera un universo en recí­ proca expansión (a ello aludiría, por lo demás, el espacio dejado en blanco). Y si se intenta, muy ilustradamente, desterrar «vulgarida­ des», es decir: lugares compartidos sin reflexión propia, ¿cómo es que este destierro coincide con la atropellada avalancha de las aladas criaturas de pesadilla? Horror vacui: la expulsión de los prejuicios comunes da lugar a. la irrupción de monstruos, esto es: de lo singular y extraño (cuerpos de murciélago con cabeza de búho y rasgos de­ masiado humanos: los mismos de las brujas del aquelarre). Por fin, ¿cuál es el propósito? ¿Dar testimonio de la verdad, o mostrar que la verdad misma es testimonio de algo que, eo ipso, no es ya verdade­ ro? Lo primero podría venir abonado por el Comentario al Ms. del Museo del Prado: «La fantasía abandonada de la razón produce mons­ truos imposibles: unida a ella es madre de las artes y origen de la maravilla». Sólo que esto no es sino un celebrado lugar común de la Ilustración, o s§a: una vulgaridad. Lo encontramos ya en la Poéti­ ca de Luzán, publicada el año de la Revolución Francesa; en esa obra se distinguen los «monstruos disformes», partos de «la fantasía del Poeta, obrando por sí sola, sin dar oídos a los consejos de la razón y del juicio», frente a la «verdadera belleza», propia de los bue­ nos poetas, «sirviéndose de la bizarría y de los bríos de la fantasía, pero moderada y regida por los consejos del juicio».1 Pintor y poeta vienen entonces a decir lo mismo (y en ello abundará el propio Kant en su Crítica de la facultad de juzgar, de 1790). Pero lo que en el dibujo se da a ver no se compadece con tan sensatas manifestacio­ nes, de manera que cabría incluso pensar en una cautela — más o menos irónica — de Goya, por temor a la censura. En efecto, la fantasía, representada simbólicamente por el lince (otro lugar común dieciochesco), ni sueña ni obra: tiene los ojos bien abiertos y, de patas cruzado, guarda cuidadosamente sus garras. El lince se nos pre­ senta inactivo. Por otra parte, quien susurra al oído del poeta y le ofrece los útiles de trabajo (incitación a la acción), no es desde luego el juicio, sino uno de los monstruos. En fin, el título de 1798, con toda su ambigüedad: El sueño de la razón produce monstruos, sólo

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puede ser dilucidado, si atendemos a lo anterior, en el sentido de que es la misma razón la que está soñando. No se trata de un sueño como dominación, como un dejar en blanco la mente para que se apodere de ella la fantasía. Al contrario, la quietud de esta última — el lince — delata que es la razón, si abandonada por la fantasía, la que engendra esos monstruos. ¿En qué consiste su monstruosi­ dad? En primer lugar, las aves tienden a llenar todo el espacio, ro­ deando al soñador, fundiéndose progresivamente con el fondo de pro­ veniencia, sin dejar que el vacío, la discontinuidad, se manifieste, en una siniestra parodia del natura non facit saltus. Sus alas son de murciélago, la criatura de la noche que representa al vampiro: el muerto que, para seguir estando muerto, necesita sorber la sangre de lo vivo, al igual que el ideal de la razón ilustrada: la abstracción formal, ne­ cesita llenarse del contenido de la intuición. Y los ojos de los búhos se clavan obsesivamente en la semisepultada cabeza del intelectual, como queriendo escudriñar su origen. Sólo una de las bestias, con inquietud y aprensión, mira hacia el lince, extendiendo también ha­ cia éste un ala acusadora. Es la razón, funcionando en vacío, y sus siniestras criaturas, las que se han separado pues de la fantasía creadora. El viento hela­ do de la razón analítica se extiende sobre la vieja Europa, a pesar de las protestas contra el formalismo logicista de hombres como Goya, como Hegel, o como William Blake. También Hegel, en efecto, avisa de este abandono del mundo. Es verdad que, para él, la naturaleza, el estar-fuera-de-sí se despeda­ za en múltiples, insensatas ocurrencias. La libración de los planetas, el incesante descubrimiento de nuevas especies de papagayos o de verónicas, anuncian esta «impotencia» de la naturaleza para ajustarse al concepto, o sea: para ser de verdad. Pero no menos cierto es que, siendo ella ciega indiferencia, máquina de extrapolación, las divisio­ nes y especies que en ella «encontramos» no son tanto descubrimien­ tos cuanto «invenciones»: hallazgos forjados en una Materiatur blan­ da, abierta a las «ocurrencias arbitrarias del espíritu en sus manifestaciones»2. Es, por tanto, el propio espíritu el que, desenfre­ nadamente, se pierde en la maquinaria de sus análisis: el que gusta de rebajarse, de nuevo, a la vida, cuando había alcanzado el grado superior de la Idea del conocer. En William Blake encontramos igualmente este caveat contra los sueños de la razón (esto es: de una razón que se alimenta de sí misma, en lugar de abrirse a la fantasía creadora). El mismo año en que Kant pretendía, en vano, establecer un precario acuerdo entre imaginación y razón (sin pasar por el entendimiento, ni degradar la razón a esa máquina de hacer conceptos), publica Blake su Marriage o f Heaven and Hell (1790). Detengámonos, por un momento, en las

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Plates 17 a 20 de las Memorable Fancies, realmente memorables. Allí se presenta ante el poeta el ángel de Swedenborg, el místico ilus­ trado que había pretendido extender la razón newtoniana a las regio­ nes del cielo y el infierno, haciendo de ellas un tranquilo y sensato mecanismo de relojería, el tema de una conversación razonable entre burgueses. El ángel conmina a Blake a la conversión (esto es, en el fondo: a que abrace el principio de razón). La via redemptionis no puede ser pintada con trazos más crueles: inversión grotesca de Vir­ gilio y el Dante, el ángel conduce al poeta de un establo a una iglesia, y de la cripta de ésta a un molino (el molino cansino del racionalis­ mo, triturador de las ideas). Bajo el molino se extiende una caverna: pura grisalla, por el cielo inferior transitan ¿tañas blancas y negras, como la monótona lógica de la verdad y falsedad, que excluye todo medio. Y en el sombrío mar interior se yergue la cabeza, gigante y mostrenca, del Leviatán: la democracia burguesa del EstadoMáquina, esa mediocridad contra la que el propio Blake creía se ha­ bía alzado la Revolución Francesa, y que le había llevado a pasear con la escarapela tricolor en el sombrero por los parques de Londres. Asqueado por esta visión, Blake se refugia con el ángel en una sólida casa de ladrillos, repleta de monos y mandriles en proceso de autofagocitación: uno de ellos andaba incluso atareado en la sabrosa ocu­ pación de arrancar la carne de su propia cola (Píate 20). Claro tra­ sunto de la triste rutina del científico mecanicista. Hasta el ángel se horroriza de esta visión, de modo que, con Blake, se refugia en el molino, yéndose a topar este último con el esqueleto de un cuerpo: los Analíticos de Aristóteles. Cuando el ángel, que empieza a ser ga­ nado por la causa contra la que combatía, se vuelve al poeta en peti­ ción de ayuda, sólo recibe empero de éste una cortante negativa. Ese ángel mira solamente hacia atrás. Imposible dialogar con él, dictami­ na Blake, porque sus «obras son, sólo, Analytics». (ibid ). Es el organon de la filosofía, pues, el rechazado por el pintor, el filósofo y el poeta, y casi simultáneamente. Ese instrumento lo es de muerte. Los monstruos de la razón son el formalismo en las cien­ cias; la economía de mercado, que entroniza el valor de cambio en la vida colectiva, haciendo que el peso y sentido únicos de cada hom­ bre y cada cosa se diluyan en el seno de un equivalente general; la estólida política del Estado-Nación, que reduce lo extraño y ajeno a fuente de materias primas, mientras convierte su interior en una máquina gigantesca de producción artificial, a la vez, de necesidades y consumo. Pero el mayor y más peligroso de los monstruos, que vive de la contradicción entre el deseo y el deber, es el Sujeto autó­ nomo: la idea de la Razón autolegisladora. Una idea que Kant, como el más alto de los ilustrados, sacó a la luz, y contra la que el mismo Kant, como primero de los románticos, combatió — como un adelan­

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tado Doctor Frankenstein — durante los quince últimos años de su vida. Si seguimos, en efecto, la ética kantiana, presente en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica, nos encontramos con una denodada defensa de la libertad, entendida trascendentalmente como autonomía: la sobera­ nía de la razón legisladora, que obliga incondicionalmente a obrar por deber, dejando aparte toda coerción sensible y no aceptando como resorte o móvil de las acciones sino la acción negativa, represora, de la ley sobre las inclinaciones: el sentimiento moral del respeto. Brilla aquí la gélida estrella del Norte sobre una naturaleza que se quiere achatada y que, de hecho, juega subrepticia, providencialmen­ te al terrible juego de su suicidio — a través de convulsiones y gue­ rras, que liberan a los hombres del hastío producido por el refina­ miento de su cultura —. Pero si pasamos a la filosofía kantiana de la religión, y especialmente al tratado Sobre el mal radical en la na­ turaleza humana, de 1792, el panorama cambia entonces por entero. Pues allí se afirma la inextirpable propensión al mal, presente desde el inicio en todo corazón humano. Un mal que no es ya achacable a la presencia insidiosa de la sensibilidad, al lado animal del hom­ bre, por caso, que ha de ser siempre trabajosamente vencido por el alma inmortal de aquél. Un mal que no es ya entendido como mera falta o defecto: algo que no es nisi privatio bonis, sino que es una realidad positiva, una inversión querida del orden moral y divino, repugnantia realis, activa contra el bien. Y es en virtud de esta presen­ cia universal, en todas las épocas, en todas las culturas, como puede hacer suyas Kant las palabras del Apóstol de los Gentiles: «No hay aquí diferencia alguna, todos, sin excepción, son pecadores: nadie hay que haga el bien (según el espíritu de la ley), ni tan siquiera uno».4. El mal, en general, consiste para Kant en la inversión, racio­ nal y libre, de los motivos impulsores de la moralidad, anteponiendo, porque así viene solicitado por la razón misma en su perversidad, la inclinación sensible (el amor de sí mismo) al sentimiento moral (el respeto para con la ley). Sólo que esta resurrección del agustiniano non posse non peccare entra en inmediata colisión con los funda­ mentos, éticos y lógicos, del criticismo kantiano. Pues, en efecto, esos fundamentos exigen la coincidencia, al me­ nos en intención (y siempre, pues no hay modo de constatarlo como hecho), entre la máxima del individuo agente y la universalidad de la ley, o, si se quiere, entre la propia voluntad y la voluntad universal, buena. Pero de hecho, ¿no hay aquí una subordinación de lo singular a lo universal, e incluso una destrucción de aquél en provecho de éste? Pues, cuando así se obra, por deber, ya no importa quién ha obrado: la acción, y el actor, se han convertido en casus datae legis, como en el juicio determinante de la lógica. Todo lo que podría dis­

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tinguir al agente de otros ha muerto. Muere el hombre, éste concreto: queda, intangible, la Humanidad. Al menos en idea. Pues, ya de siem­ pre, por una acción inteligible, los hombres han decidido seguir sien­ do ellos mismos: cada uno contra todos, y Dios — el Universal — contra todos ellos. Por eso, esta caída libre en el mal no es un peccatum origínale, sino un peccatum originarium5, puesto que da origen, no al Hombre, en la pureza de su Ideal inalcanzable, sino a los hom­ bres, en la realidad natural e histórica. Si el mal no fuera de algún modo innato, si la razón práctica misma (al menos en su querencia de Humanidad, por la que el hombre se ve como un ser racional, sí, pero viviente6) no hubiera ya ah initio elegido el pecado (es pensable — posible — que haya hombres buenos, pero la experiencia «prueba» lo contrario, como un tanto incoherentemente afirma Kant7), no sería desde luego posible la imputación — pues el hombre siem­ pre podría aducir que algo externo lo constriñó a la acción —. Pero el salvamento de este concepto jurídico sobre la responsabilidad de las acciones deja por una parte al hombre como solo responsable del mal, descargando de culpa a Dios o a la Naturaleza, es verdad; mas sin embargo hace imposible el arrepentimiento, el propósito de enmienda, por un lado, y hace sobre todo inexplicable, por otro, la elección por propias fuerzas del sentimiento moral de respeto, condu­ ciendo de hecho a los hombres de carne y hueso a la desesperación y a la obstinación (y con ello apuntamos ya a dos rasgos, atribuidos habitu'almente al demonio, y que ahora hace arraigar Kant en el pro­ pio corazón humano). A la desesperación, porque el obrar por deber sigue siendo un pium desiderium por lo que toca al hombre concreto, por más que el género humano en su conjunto avance hacia lo mejor, se supone que aplastando los deseos e inclinaciones de ese material de su realización: un rasgo hiperdiabólico, que heredará de Kant el Weltgeist hegeliano. A la obstinación, porque si per impossibile se lo­ grara hacer el bien, incondicionalmente y por deber, los hombres desaparecerían: sólo quedaría el magma indiferenciado de la Idea Universal de Humanidad. De ahí que el individuo se obstine en se­ guir siendo tal. De modo que, en la cumbre de la Ilustración, bien puede decir Goethe, y con él Hegel, que los hombres se han liberado del Malig­ no, pero que el Mal permanece8: Pero si el mal es imputable sola­ mente a los hombres, y el bien sólo a un Hombre Ideal (digamos, el Cristo), entonces la dignidad humana se refugia en un nuevo De­ ber Ser. El mayor monstruo de la Razón sería, entonces, la Idea Hom­ bre, que conduce a los hombres concretos a la desesperación y la obstinación. Así pues, y por extraño que al pronto parezca, la reac­ ción romántica en este punto contra el kantismo ha de ser vista — dejando a un lado las innegables motivaciones conservadoras e inte-

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gristas que acompañaron a esa reacción — como un verdadero litigio por restablecer la dignidad del hombre singular, viviente. Y ese resta­ blecimiento pasará necesariamente por la vuelta del demonio, es de­ cir, por la restauración del Príncipe de este Mundo: el monstruo en­ gendrado por la coyunda del sentimiento y la fantasía, y llamado ahora a enfrentarse al monstruo de la razón. Un primer indicio de esta vuelta puede encontrarse ya en William Blake, para quien: «el Bien es lo pasivo, que obedece a la Razón. El Mal, lo activo, que surge de la Energía. El Bien es Cielo. El Mal, Infierno»9. Claro que Blake pos­ tula — en un irenismo pseudo hegeliano avant la lettre — una unión de los contrarios en la síntesis que es el hombre. Con mayor radicalidad, es una figura hoy casi olvidada la que hace volver al Maligno por sus fueros. Una figura que, en justa ala­ banza de Hegel: «se enfrenta vigorosamente tanto al aquietamiento propio de la irrelevancia, carente de contenido, de la Ilustracioncilla (Aufklarerei), como de la piedad, empeñada en permanecer en la mera intensidad».10. Se trata del filósofo y místico católico Franz von Baader, que tanto influyera en Schelling (especialmente en el Freiheitsschrift de 1809). Por una parte, von Baader sigue los pasos de Kant — y aún va más allá de él — por lo que toca al enraizamiento del mal en la libertad — y por ende, en la racionalidad — humana. La naturaleza no es culpable, ni instigadora, del pecado. Al contrario, es ella la que resulta «infectada» por el mal moral (una idea ésta que, tras las continuas catástrofes de nuestro siglo, no resulta desca­ bellada). Es en cierto modo un bien que el hombre participe de la naturaleza animal, pues sólo un espíritu puro puede ser absoluta­ mente maligno11. Anticipándose en dos años a una formulación que Schelling haría famosa, Baader afirma que el hombre sólo puede es­ tar por encima o por debajo del animal12, pero nunca igualarse a él. Por eso, ni siquiera en el uso analógico que Kant hace del término «naturaleza» (a saber: sin excepción conocida) cabe decir que el hom­ bre sea por naturaleza malo. Es el abuso de la racionalidad lo que inclina al mal, puesto que el conjunto de lo creado por Dios (y apro­ bado por él, al considerar que era valde bonum, como dice la Vulgata) no puede ser ni origen del mal, ni incitación a él. Es en cierto modo un privilegio reservado al espíritu el que éste sea capax mali. Pero ese origen e incitación, estando también en el corazón del hom­ bre, no pueden ser debidos a la sola voluntad de éste (una formula­ ción que no deja de recordar el inicio de la primera Crítica kantiana: si todo conocimiento se da en la experiencia, de ello no se sigue que sea debido a ésta). Es el maestro de Franz von Baader, LouisClaude de Saint Martin, quien con mayor vigor ha señalado este mysteriurn irúquitatis (en UHomme de desir): «Aprended ahora un secreto a la vez inmenso y terrible. Corazón del hombre, tú eres la única

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salida por donde el río de la mentira y la muerte se introduce diaria­ mente sobre la tierra. Tú eres el único paso por donde la serpiente emponzoñada levanta su ambiciosa cabeza, y por donde sus ojos go­ zan incluso de alguna luz elemental: porque su prisión está bien por debajo de la nuestra». «El espíritu humano, según esto, es colabora­ dor (Mitwirker) del Mal, pero no un absoluto agente único (Alleirvwirker) de éste13. Si así fuera — como parecía darse el caso en Kant — no sólo dejaría de tener sentido la Pasión y Redención de Cristo (un argumento, si se quiere, extraiilosófico, pero desde luego válido para Baader, que filosofa desde la fe), sino que sobre todo quedaría sin explicación cómo un hombre que por una «acción ininteligible», fuera por tanto del tiempo (no tanto previa a él, como en Schelling, cuanto válida para toda la vida), ha elegido el mal como motivo im­ pulsor, desechando la augusta majestad de la Ley Moral, pueda utili­ zar luego el respeto hacia ésta, para al menos tender a ella. Tal impo­ sible acción recuerda a la del Barón de Münchhausen, que pretendía haber salido de la ciénaga, con caballo y todo, tirando hacia arriba de su propia coleta14. Una Revolution der Denkungsart es impensa­ ble sin la ayuda divina, y sin presuponer a la vez la constante incita­ ción del demonio. Ahora bien, lo interesante no es aquí profundizar en la concep­ ción baaderiana del Maligno (llena de profusa hojarasca) cuanto ha­ cer valer la profunda inversión del kantismo ético que von Baader lleva a cabo. Es justamente la arrogancia kantiana — aunque sea en idea — de que la voluntad propia (la máxima del individuo) coincida con la ley universal lo desenmascarado por Boehmius redivivas (se­ gún le llamaba Schlegel) como el más alto pecado del hombre. Kant no necesita del Maligno porque ha demonizado al ser humano, al poner como rasgo capital de éste la autonomía. Darse a sí mismo la ley implica la ausencia real de ley; en verdad, anomía, a saber: «que su interna separación de Dios es sólo su propia obra y la conse­ cuencia de su propia culpa».15. Invirtiendo el argumento que antes he formulado (una inversión que, en el fondo, da igual): la libertad trascendental como autonomía llevaría a una peraltación de la propia voluntad como buena (pues que la libertad es la ratio essendi de la ley, sin la que ésta no se realizaría), y por ende al abandono de una legislación universal encamada. En suma, y Baader pone aquí el punto en la llaga: no se trata de una mera posibilidad lógica de la morali­ dad, sino de su realización. Y para ello se precisa la conversión de la ley en mandamiento divino: una conversión en la que el propio Kant hace hincapié (por ejemplo, en el opúsculo Das Ende aller Dinge), pero que exige contar primero con la disparidad absoluta entre Creador y Creatura, a menos que se haga de la religión una mera ficción útil.

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El mal, para Baader, consiste en la realización de la vieja pro­ mesa de la Serpiente: «seréis como dioses». Y ser como Dios es de acuerdo a una tradición bien establecida ya desde el Pantheismusstreit entre Jacobi y Mendelssohn: für sich bestehen zu wollen, «pre­ tender tener consistencia de por sí» (la figura lógica del Fürsichsein: «ser para sí», será también en Hegel el prototipo del mal). La volun­ tad de ser por sí mismo, sin Dios, de fundamentarse por sí mismo y de imponerse a la voluntad de Dios es para Baader, paradójicamen­ te, demasiado pura (no se olvide que el pecado satánico es el de superbía) para que le haya venido por sí sola a las mientes a un ser que, por su género animal, sabe muy bien de la necesidad de suje­ ción heteronómica para subsistir, justamente como individuo. (Dicho sea de paso, aquí bien podría haber hecho incidir Kant su símil teo­ rético de la «ligera paloma» en el territorio práctico.) El verdadero mal, cuya raíz no está ciertamente en el hombre: «éste es demasiado «natural» para ello, estriba en la tendencia, fijada en la criatura, una tendencia tautálica y que se ha hecho radical, de no ser para su Crea­ dor, sino de ser enteramente de por sí, y por ende, de vivir y ser también por sí mismo (von sich)11'. Y bien, ¿qué pueden significar para nosotros, hombres del final del siglo XX, al margen quizá tanto de la Ilustración como del Ro­ manticismo, estas querellas, teológicas y demonológicas, en torno a la dignidad del hombre? Música a lo mejor, más infernal que celes­ tial, si se quiere: puro viento, incluso estéticamente agradable. A lo sumo, se le puede dedicar la misma sonrisa irónica que Klopstock confiere a Poncio Pilatos, cuando éste pregunta qué es la verdad.17 Y sin embargo... Sin embargo, a mí no me interesa — aquí y ahora — reivindicar ni refutar la figura del Príncipe de las Tinieblas. Una figura que, a lo largo del siglo pasado, se va convirtiendo en el Caballero de la Triste Figura: más ridículo que temible. No hay que olvidar que la más cuidadosa investigación estética del Demonio, la ofrecida por Karl Rosenkranz en su Aesthetik des Hasslichen, hace seguir inmediatamente al tratamiento de lo satánico el de la caricatura18. El sueño de la razón puede producir monstruos, sea. Pero el del sentimiento piadoso puede mover a risa. Véase si no, el demonio de Théophile Gautier: Ce n’ était pas un diable Empoisonnant le soufre et d’aspect effroyable, Un diable rococco.- C’était un élégant Portant Fimpériale et la fine moustache, Faisant sonner sa botte et siffler sa cravache.19 Pero interesa resaltar, y mucho, la razón que da Rosenkranz

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para esta segunda «caída» del Diablo: de lo terrorífico a lo cómico: «Su empresa, pretender fundar en el universo un estado de excep­ ción (Ausnahmezustand), parece tanto más necia cuanto mayor es el formal entendimiento y voluntad aplicados a ella».20 La empresa es, en efecto, necia, supuesta la Omnipotencia divina. Es obvio que, ante la mirada de Dios, las pretensiones del Diablo deben resultar bien ridiculas. Sólo que nosotros no somos Dios, ni podemos hacernos la menor idea de cómo sería su mirada, en el supuesto de que tal antropomorfismo quiera decir algo. Lo que sí podemos afirmar, con Novalis, es que: «En efecto, para Dios no hay ningún demonio; pero para nosotros es él, por desgracia, una elucubración mental (Himgespinsi), mas muy eficaz (würcksames). Reino de lo demoníaco».21 Ahora, unamos los dos temas: una criatura de nuestra mente (del corazón, si queremos, más que un ens ratianis) pretende declarar un «estado de excepción». Las resonancias no son aquí cosa baladí, cuan­ do un Francois Miterrand ha calificado al imán Jomeini de «mal ab­ soluto», mientras que el fallecido líder tildaba a los Estados Unidos de «Satán». El diablo, ¿una metáfora política? Sí, entre otras cosas. Su repetida mención en estos últimos tiempos entra muy bien en la fenomenología de eso que BaudriUard ha denominado phénoménes extremes22, y cuyo interés va mucho más allá de la politología, hasta llegar a configurar un análisis de la ideología de nuestro fin de siglo, tras la más o menos violenta desaparición del llamado socialismo real y, por ende, del marxismo-leninismo (para muchos, otro ejemplo de Mal absoluto). Pero retrocedamos un poco, hasta enlazar de nuevo con Rosenkranz y su investigación estética sobre el mal, para encontrar una cierta apoyatura teórica. Rosenkranz, que toma mucho más en serio la figura del Demonio que su maestro Hegel (et pour cause: él escribe en 1853), establece el siguiente esquema. El género de lo «adverso» (das Widrige) engloba la oposición negativa de lo bello placentero (ni que decir tiene que, aquí, el sucesor de Kant — tras Krug y Herbart — en Kónigsberg sigue más la concepción kantiana de la repugnantia realis que la hegeliana de la «negación determinada»). El efecto estético producido por lo adverso es de repulsión (o mejor: atracción por repulsión), y sus especies son la obtusa pesadez (que suscita de­ sagrado), lo mortecino (Todtheit) (que suscita horror), y lo abomina­ ble (que produce asco). Lo abominable puede ser, a su vez, insípido (negación ideal de la Idea: sinsentido), asqueroso (negación real de la belleza) y, por último, malo (das Bose): negación ideal-real, tanto del concepto (en lo verdadero y bello), a través de la mentira, como de la realidad de ese concepto en su aparición fenoménica (fealdad simbólica, representación del crimen). El mal es calificado de positive Unidee2i: «contraidea positiva», una categoría impensable dentro

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de la Lógica hegeliana, y que rompe el marco de lo puramente estéti­ co para enfrentarse a la Idea absoluta como algo irreductible: no lo otro del ser, esto es: la mera nada, sino la voluntad positiva de aniqui­ lación, la voluntad de nada2*', una formulación que se adelanta en casi cien años a los análisis heideggerianos sobre el nihilismo. Si se quiere, en un remedo sacrilego del levinasiano Autrement que’etre, po­ dría hablarse aquí de lo Otro que el ser: no lo que difiere de éste, pues toda diferencia implica repetición de lo Mismo, sino la pura, negra Alteridad. Rosenkranz no desarrolla, lamentablemente, esta idea, que será tratada en profundidad — con seguridad, sin conocer la obra del hegeliano, por Georges Bataille25 y por Jean Baudrillard26 —. Al contrario, parece retroceder, espantado ante esta aparición ab­ solutamente alógica, convirtiendo al mal en un sucedáneo negativo y recuerdo del bien. En este sentido, el mal conseguiría siempre lo contrario de lo que pretende, y serviría a la postre de estímulo y acicate del bien (una idea presente — bien que con unas dosis de ironía que faltan en Rosenkranz — en la figura del Mefistófeles goetheano). La conclusión, que no deja de ser edificante, es clara: el mal es pura locura21. Mas lo importante es, claro está, utilizar el entramado lógicoestético de Rosenkranz para llevarlo más allá de sí mismo: en la cla­ sificación resuena en efecto una carga potencial de destrucción que seguramente escapó a la atención del, en suma, piadoso profesor de Kónigsberg. Pues el mal se divide a su vez en lo criminal (das Verbrecherische), lo fantasmal (das Gespenstische), y lo diabólico (das Diabolische). Lo primero es la apariencia de la «mala entraña» (das Unwesen): la presentación real, empírica, de la mala voluntad en el mundo. Lo segundo es la interiorización o recuerdo, en la conciencia del agente, de la certeza de la nulidad de esa acción. El mal aparece aquí como Scheindasein: una existencia que se agota en ser mera apariencia, inextirpable, sin embargo (recuérdese la apariencia trascendental kan­ tiana). Lo tercero, lo diabólico, es el reconocimiento de por sí de esa mala voluntad: una verdadera creatio ex nihilo, condenada eo ipso a disolverse en la Nada. Pura negación del bien, puesta como fin absoluto. La reflexión de esta última categoría sobre las anteriores arroja, al insuflar en ellas la personificación del Mal, figuras concretas, ope­ rativas. Así, lo diabólico criminal se muestra en el fenómeno de la posesión: la pérdida libre de la libertad por parte del hombre, que ha permitido el acceso de lo diabólico, para llenar un alma que, de otro modo, estaría vacía: es la heteronomía en estado puro. Lo diabó­ lico fantasmal se encarna en el mundo mágico de las brujas y hechi­ ceros: un eco del Mal, puesto aparte de la sociedad de los vivos, para conseguir de modo inmediato la satisfacción de las inclinaciones car­

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nales. Un tráfico de muerte (se recoge, en doble repetición, la catego­ ría adversa de lo mortecino), que aparece con mayor fuerza que lo vivo, pero que existe gracias al peso común de las estructuras genera­ les societarias (es inevitable no pensar aquí en el vampirismo y la licantropía). Por último, lo diabólico reflexionado sobre sí mismo, lo diabólico en y para sí, es lo satánico: el Mal en Persona; un saberse (lado teórico), quererse (lado práctico) y actuar como Maldad. Si lo criminal tiene a su base la debilidad plena de los agentes, los posesos que se dejan invadir por el Maligno para dar sentido a una vida de lo contrario sin sentido (una positividad que se yergue sobre una fuerza prestada), y lo fantasmal es el reflejo de la carga destructiva, aniquila­ dora, sobre el propio agente portador, qué- se convierte así en un manojo de satisfacciones instantáneas y efímeras, sin centro (de ahí la idea del muerto en vida), en lo diabólico se da en cambio la im­ pensable producción de la negación misma: el reverso de la Lógica hegeliana. Aquí se produce la fusión absoluta, pero negativa, del singular y el universal; el hombre se convierte en demonio: absolutes Selbstsucht, ansia — siempre insatisfecha — de ser-sí-mismo. Pero, puesto que esta ansiada autoidentidad es parasitaria: vive exclusivamente de la negación del bien, se presenta siempre, necesariamente, bajo las formas — en definitiva, irrisorias — de la máxima concentración del Poder: la Iglesia y el Príncipe. Y son irrisorias porque la negación, que fjrecisa de la tesis positiva, llega siempre demasiado tarde: el Bien ha pasado ya a otra forma, cuando el Mal pretende negarlo. Por eso se presenta al Demonio bajo figuras anticuadas: la del monje (en una sociedad protestante, y que avanza avasalladoramente hacia lo laico) y la del cazador (es decir, la del príncipe mundano, que recorre bosques y lugares salvajes, lejos de la industriosa civilización burguesa. Recuérdese la figura de Samiel, en Der Freischütz, de Weber. Hasta la pluma que adorna su sombrero pertenece a una especie en extinción, el urogallo). A mi entender, sería bien superficial la creencia de que las fun­ ciones lógico-estéticas evocadas por Rosenkranz hace ciento cuarenta años no tienen ya sentido alguno en el mundo de hoy. Por una parte, incluso las figuras por él trazadas perviven, prostituidas y banalizadas, en la provechosa industria del horror y la pornografía, que nu­ tren la frustración e insatisfacción secretas de amplias capas de la población, y que siguen ejerciendo — hoy como ayer — una función paradójicamente profiláctica: alimentar los sueños del hombre inte­ grado en la Razón y el Bien — en suma, en el control y la planifica­ ción universales — sin espacio para el desarrollo de una individuali­ dad distinta (y distinción significa, en todo caso, negación de lo positivo; una negación que es, aquí, puro simulacro: el sueño de un sueño,

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servido por ramificaciones de los detentadores del orden, de la mis­ ma manera que, en el polo opuesto, las industrias y los departamen­ tos de la Administración del Estado tienen gabinetes dedicados al medio ambiente o, colmo del sarcasmo, a la defensa del menor, la mujer o el homosexual). Pero por otra parte, de lejos la más impor­ tante, las junciones (socialmente asocíales, valga la paradoja) de lo criminal, lo fantasmal y lo diabólico son hoy más operativas que an­ tes. A los ojos del ciudadano medio, esas funciones son cumplidas por figuras que representan el mal absoluto: el Terror, que se impone mediante la destrucción de vidas ajenas; el Placer, que se cumple destruyendo la propia vida, y la Difusión Sexual, que se establece destruyendo el sentimiento de la propia identidad: una apariencia que se empeña en ser lo que no es, y que recuerda así, involuntariamen­ te, la necesidad de retomar a la propia esencia. Está claro que me refiero a las tres encarnaciones del Mal en las postrimerías de nues­ tro siglo: el terrorismo criminal, la drogadicción fantasmal, y el traves­ tido transexual, diabólico, que, en el imaginario colectivo, encarna además una suerte de síntesis de estas tres formas, en cuanto porta­ dor de la epidemia, del estigma de esta era: el SIDA. Basta un poco de reflexión para parar mientes en la función nostálgica, melancólica de estas figuras, en cuanto encarnación de un pasado imposible: un pasado que nunca tuvo lugar. De ahí su carga mítica; de ahí, también, su irresistible fascinación, como tacha­ dura simbólica de un mundo que ha anulado el espacio y el tiempo, y en el que la narración y comunicación (entrega de un pasado como tradición) coinciden en tiempo real con los acontecimientos. Un mun­ do en el que no existe pasado, ni futuro, sino sólo la tediosa repeti­ ción de un presente inmóvil: nunc stans. Así el terrorista reivindica la surgencia de la propia tierra (Terra Lliure, se denominaba el grupo catalán, recientemente desaparecido. La primer inicial de ETA es la ficción «Euzkadi»; la del IRA, la per­ tenencia a una no menos soñada «Irlanda»), como si el Estado no existiera: como si no fuera el propio Estado el que, al ordenar y ra­ cionalizar las fuerzas, supuestamente primigenias, de la tierra y la sangre, ha conferido a éstas una existencia imaginaria, fantasmática, y que se elevan ahora, ominosa o promisoriamente, sobre la realidad mostrenca del comercio y la técnica planetarios. Además, como buen fenómeno maligno, el terrorismo es parásito de aquello que pretende destruir: se nutre anímicamente de la insatisfacción generada por la profilaxis universal (literalmente, se juega la vida, y destruye otras vidas, en un mundo al que sólo parece inquietarle la conservación de la salud, sin saber muy bien por qué), y muy realmente del co­ mercio y tráfico internacional de armas, que contribuyen en parte a mantener el status de bienestar (¡al fin, genera «puestos de traba­

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jo»!; de «hombres» no se habla ya) que el terrorismo se dedica, ciega e indiscriminadamente, a destruir. Es esta sentida falta última de mo­ tivación, más allá de las proclamas e idearios, este sentimiento último del goce de la destrucción, de la quema intensa, arriesgada, de la propia vida, en un mundo regido por la anomía y la falta de finalidad interna, la que presta al terrorismo su fuerza de irradiación. Mas, por el lado del sufrido ciudadano, la conciencia de que no todo va a seguir como antes, de que una casa va a convertirse en volcán o un coche en llamarada: en suma, la conciencia de la mentira última de la omnipresencia de la Ley Universal, el sentimiento de que pue­ de uno morir por nada, es lo que presta paradójicamente al terroris­ mo su fascinación. No todo es posible, est» es, pensable: no todo es lógico. El «estar a la muerte» heideggeriano ya no es cosa que suceda en el sagrario de la intimidad, en la Jemeinigkeit, sino que es algo colectivo, obscenamente exhibible: pura gratuidad, que se zafa a todo monstruo racional, a todo sueño de la razón. La introyección, la interiorización y recuerdo del terrorismo en el propio individuo: el lado esencial o reflexivo de la maldad (léanse estas denominaciones de la Lógica hegeliana como un sarcasmo) es el multiverso de la drogadicción. Si en el terrorismo era el ente imagi­ nario «tierra» lo reivindicado, el drogadicto reivindica — parasitaria y paradójicamente, pues que destruye lo que exige — el derecho a usar de su propio «cuerpo». Como si el ente imaginario «cuerpo» fue­ ra un instrumento al servicio de la voluntad, una voluntad empeñada en quemar intensa, placenteramente, su base «material». Si la melan­ colía del terrorista estriba en que necesita de la existencia del Estado para oponer a él lo primigenio: el macizo pasado de la propia Tierra, la del drogadicto consiste en que necesita de la existencia del Alma (la mente, la voluntad, la dignidad de ser hombre) para oponer a ella, por medios igualmente anímicos, la reivindicación de un Cuerpo que se va desmoronando paulatinamente, al igual que el territorio hollado por el terrorista. Surge así un figura realmente fantasmal, presente incluso fenoménicamente en la traslucidez del cuerpo, en su paradójica espiritualización (es un placer triste, como el producido por el frío y estéril semen del Diablo, constatar la estrecha semejanza entre los santos y apóstoles del Greco, o las representaciones de los eremitas de la Tebaida, y las figuras cadavéricas que pueblan el cen­ tro de nuestras ciudades). El drogadicto, como Santa Teresa, vive sin vivir en sí, y muere porque no muere. Su «vida» está enteramente fuera, en la sustancia que consume. Su placer es su muerte. Y ade­ más, como buen fantasma, recibe su sustento de aquello que odia y desearía destruir: de la industria química y farmacéutica, del tráfi­ co de estupefacientes que emplea parasitaria, simulacralmente las mis­ mas vías que el comercio, digamos, honrado. En el drogadicto se

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hace carne (una carne protésica, en verdad) la protesta del individuo frente a la Ley, que admite sólo la permutación incesante de fuerzas de trabajo y consumo. El drogadicto supone la última, desesperada resistencia de la sustancialidad, del «esto concreto» aristotélico, frente a la racionalidad, a la relacionalidad (de dinámica de fluidos) del universo legal. De ahí su fuerza de irradiación: se juega — peligrosa­ mente — a acercarse a la drogadicción, a asomarse a lo prohibido, para quedar al margen, para no encuadrarse en el Man heideggeriano. Mas se consigue — al fin, es un fenómeno demoníaco — justa­ mente lo contrario de lo pretendido: el orgulloso non serviam del dro­ gadicto, se torna en absoluta servidumbre a los focos técnicos y políticos del Poder. Y sin embargo, aunque sea por un instante, el drogadicto logra ser efectivamente para sí: fuera del mundo, fuera de la reali­ dad. No se busca realmente una intensificación de la percepción, una peraltación de los sentidos. Lo que se busca es la radical Alteridad: lo otro de los sentidos, lo inefable, lo impensable aun para el propio individuo que lo experimenta, el punto álgido de la reflexión es la absoluta falta de reflexión: el estar «enganchado» a la droga es, no sólo el desenganche del mundo, sino del propio Yo. De ahí la estre­ cha conexión entre la mística y la drogadicción: el muerto en vida está en suspensión entre los dos mundos. Es, sardónicamente, demo­ níacamente, el Angel de Rilke. Sólo por un instante; pero en ese ins­ tante se experimenta el pasado absoluto: ser, nada más, Naturaleza: estar-fuera-de-sí. A ello se debe la inextirpable fascinación de la dro­ gadicción: el vértigo del punto de no retorno. Ser sola, absolutamen­ te, aparición (en términos hegelianos: Schein ais Unwesen). Por último, la personificación actual del Maligno (a un paso ya de la caricatura) es el travestido. Naturalmente, cabe pensar figuras del mal intermedias, de transición y «repetición» de las formas ante­ riores en ésta, puramente satánicas. En efecto, los diferentes fenóme­ nos de bestialismo podrían ser románticamente considerados como una hibridación del terrorista y el travestido (al fin, Satán se presenta en el Aquelarre como macho cabrío, con el que copulan las brujas): el amor a la propia tierra, al fondo abismático, puede conllevar esta coyunda antinatural: la fusión del animal y el hombre (recuérdese la serpiente, entrelazada con el hacha, de ETA). También las distintas formas de necrofagia y de coprofagia: las lamias, pueden ser vistas como cruce de lo diábolico y lo fantasmal. Aquí es el vivo el que se nutre de lo muerto. Pero, como muy hegelianamente nos recuerda Rosenkranz, las representaciones estéticas del Demonio como una Fuerza Sobrehu­ mana (al estilo del Satán de Milton, o del Lucifer de von Baader) pueden suscitar sentimiento de respeto, y aun de admiración, dado el siniestro entusiasmo y perseverancia desesperada, trágica, en una

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obra que se sabe abocada al fracaso, por parte del Ángel Caído. Por otro lado, la simplicidad espiritual de esta forma se opone diametral, abismáticamente, a la proteica variedad infrahumana con que se ani­ maliza lo demoníaco (baste pensar en los cuadros del Bosco): mas esta pluralidad acaba por suscitar irrisión y hastío28; asco, en fin, ya que se aprecia aquí una usurpación y degradación (el reino ani­ mal y vegetal está más acá del bien y del mal: es pura inocencia; recuérdese a Baader y Schelling: el hombre sólo puede estar por encima o por debajo del animal, pero nunca identificarse con él). Sólo la representación humana del Demonio alcanza valor esté­ tico. Sólo ella, hija de la fantasía y el corazón insatisfecho de los hom­ bres, puede mover de verdad a los hombres' porque no hay otra ma­ nera de intuir la personalidad del espíritu, sino en el ser humano29. Ahora bien, el hombre está, por naturaleza, escindido sexualmente, hasta el punto de que, simbólicamente, bien se puede decir que el Angel es la representación del Hombre asexuado, mientras que el Animal es el sexo ubicuo, promiscuo (de ahí que Baader — como antes el Aristófanes de Platón, y después Mircea Eliade — vea en el Andrógino la representación completa del hombre). Con un punto de exageración y simplificación, bien puede decirse que en el siglo pasado se ha asistido a la paulatina traslación de la encarnación del Demonio en el Hombre (el Satán miltoniano y blakeano es puramen­ te varonil), pasando por una figura ambigua como la de Mefistófeles (buerí espadachín, pero demasiado melifluo — recuérdese lo ajusta­ do de sus ropas, en escandalosa coincidencia con el pintor que sue­ ña, en Goya — para aceptar su compañía sin escalofríos) hasta llegar, en Baudelaire y Wagner, a la figura trágica de la Diablesa (recuérde­ se la Venus de Tannhauser). En todo caso, sin embargo, esta trasla­ ción no llegaba — con toda su profunda atención al misterio del sexo y la muerte — sino a una oscilación entre dos sexos bien fijados. Al fin, el varón sabe a qué atenerse cuando se enfrenta a Venus. No creamos, con todo, que basta con forjar un tercer o cuarto sexo: la homosexualidad, masculina o femenina, para alcanzar el escalofrío suscitado por lo diabólico. Ahí están, sin ir más lejos, las justas rei­ vindicaciones de los colectivos «gays». exigiendo su derecho a la dife­ rencia: es decir, exigiendo su integración en el Bien, en el entramado universal de la Ley (al igual que la lógica es hoy polivalente, ¿por qué no admitir una sociedad plural, mientras los antes marginados se comporten como buenos ciudadanos y paguen sus impuestos?) No: la figura realmente satánica es la del travestido, porque éste no es diferente, sino Otro: pura irreductibilidad. En el caso del travestido masculino, éste exagera hasta la caricatura los rasgos femeninos, en ropaje, pintura y adornos, a la vez que hace alarde de sus atributos naturales: el vello, por ejemplo, o lo musculoso de su figura (dicho

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sea de paso, el llamado Body-Bilding de los Fit-Centers no corres­ ponde sino a la banalización del travestido, a una posible neutraliza­ ción del mal). La mujer excita e incita al hombre: le recuerda su procedencia natural, animal. El travestido seduce y pervierte: en él, todo es artificial, protésico: pura mentira. Más allá de la escisión en­ tre los sexos, el travestido presenta una sexualidad mecánica, indus­ trial, si se quiere: él es la contrahechura demoníaca del Hombre kan­ tiano, y aun del Dasein heideggeriano: ambos, como es sabido, neutrales. Aquí se enfrentan, inicio y fin de la Modernidad, los dos monstruos de ella surgidos: de un lado el Sujeto racional, que diluye su individualidad en el seno abstracto del Género Humano, y que es autónomo a fuerza de mostrenca indistinción; de otro, la vuelta del Demonio: la pura, espiritual tentación de estar más allá del sexo, más allá también del terror y el placer, para encontrar el puro simu­ lacro, el constructo del andrógino. El travestido no es bisexual ni, por caso, polisexual, sino transexual: está más allá de la división y la diferencia: es lo Otro. Habla con voz varonil, fingida sólo hasta el punto de realzar, sin género de dudas, su virilidad de origen. Su exterior presenta trazas femeninas, pero exageradas hasta la irrisión: es, de veras, el engaño manifiesto. Su interior queda, por otra parte, delatado por múltiples signos. No promete terror ni placer puros, sino la fusión de ambos: la ceremonia de la confusión. Todo él es transgre­ sión. Por eso, justamente, fascina. El último reducto del individuo es ser pura neutralidad: toda identidad queda aquí borrada. Por fin se ha conseguido encarnar en la tierra la prote ousía aristotélica: «esto concreto» no participa en ningún luego lógico, ni de subsunción ni de inhesión. Mas lo irrisorio del travestido, su revelación como mentira, consis­ te en su carácter umversalmente parasitario (como corresponde a la sín­ tesis suprema de lo diabólico): su lugar no son los montes ni las celdas monásticas, sino las calles de la gran ciudad, de noche; su instrumental depende por entero de la industria de horror y pornografía que el pa­ rásito pretendía, con su presencia singular, exorcizar; sus clientes no son otros travestidos (pues por definición no pueden formar grupo: como el Angel, cada individuo agota su especie), sino hombres o mujeres insatisfechos de la carga de prejuicios sociales que conlleva su natural sexualidad. Vampiro absoluto, el travestido se refleja, en fin, en la postrada figura con cuyo recuerdo abrí este breve ensayo: el pintor que sueña monstruos, en Goya, tiene su casaca abierta, con pliegues que recuerdan las faldas femeninas, mientras que sus apretadas calzas parecen denotar un sexo masculino. También su sueño es neutro: la máxima fascinación de Occidente es la neutralidad del individuo, la no pertenencia a especie alguna. Mas esa fascinación conduce a lo grotes­ co: la transgresión es, en el fondo, desajustada mixtura.

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Mas sin esa perversión, sin esa seducción maquinal, artificiosa, de lo neutro, de la Alteridad irrevocable, nosotros no existiríamos. Y además, ¿quién sabe? La carrera del Demonio no se ha extinguido, gracias a Dios: habrá que esperar al travestido femenino y al juego diabólico de la inversión de la pederastia infantil (del cual son pró­ dromos los casos de niños terroristas y drogadictos), para seguir ex­ perimentando el goce sacrilego de lo satánico, para seguir estando vivos, dentro de un orden. Dentro del Orden. ¡A la salud de la Ser­ piente!

Notas 1. I. Luzán, La Poética o Reglas de la Poesía en General y de sus Principales Especies. Madrid 1789, T.I, 226 y 230. (Gt. en J.M.B. López Vázquez, Los Caprichos de Goya y su interpretación. Santiago 1982, pl.173 2. Wissenschafi der Logik. G.W. 12: 39 15-16. 3. Agustín, De Civitate Dei. XI, 22. También en Tomás de Aquino, Summa contra gentes. I, 71; y en Leibniz, Essais de Théodicée. & 153: «Le mal ne vient que de la privation». 4. I. Kant, Die Religión... Ak. VI, 39. 5. ib. VI, 31. Ó. ib. VI, 26. 7. ib. VI, 33. 8. Hegel, Enz. Vor. 1827 ( Werke 8: «Den Bosen sind sie los, das Bose ist geblieben». Goethe (Faust 1. Hexenhüche, v. 2509) presenta un original menos pregnante: «Den Bosen sind sie los, die Bósen sind geblieben». Pues si todos son malos, no hay diferencia entre ellos, y sólo queda el abstracto mal. 9. The Marriage o f Heaven and Hell, Píate 3. (En: The llluminated Blake. Annotated by D. V. Erdmann. Londres 1975, p. 100. 10. Enz. Vor. 1827 { W, 8: 29). 11. Uber die Behauptung: das.skein übler Gebrauch der Vemutift sein kónne. (Fr. Hoffman, Hrg., Samíliche Werke. Leipzig 1851-1860; I, 37). 12. ib. I, 35. 13. Fr. v. Baader, Vorlesungen über spekulative Dogmatik. S.H?11,344 s. 14. Drittes Sendschreiben (a Fr. Hoffmann, 1937). S.R? IV, 400 s. 15. Vorlesungen. S.IK II, 81. 16. ib. II, 383 s. 17. «... mit der Mine des Weltmanns, Die kurzsichtig, doch lachelnd, des Ernstes Sache verurtheilt». (Der Messias. Siebenter Gesang. Hegel cita estos versos, con leves modificaciones, en WdL. 12: 528-29.) 18. Konigsberg, 1853. (Neudruck Darmstadt 1979, p. 386. 19. Albertus ou Tame et le péché, Str. 114; Poésies completes. París 1970, pp. 127-188. 20. op. cit. p. 383. 21. Fragmente und Studien. 1798/1800. Fr. 441; ed. Hanser III, 842. 22. La Transparence du Mal. Essai sur les phénoménes extremes. París 1990. 23. Asthetik des Hasslichen, cit. p. 300.

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24. 25. 26. 27. 28. 29.

ib. Cf. op. op. op. op.

p. 371: ÂŤWillen, der das Nichts willÂť. La literatura y el mal.Madrid. 1987. c i t espec. p. 146 s. cit., p. 363. cit. p. 372 s. cit. p. 379.

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La mancha Derrida Jorge Pérez de Tudela Velasco

«C’est comme si j’allais, passant la Manche en sens inverse, rencontrer Sócrates et Plato en personne, lá-bas, au tournant..».1

Nosotros somos (así decimos) «los occidentales». Y todo el múl­ tiple peso de una tradición, cuanto menos doble (aunque en realidad triple: Atenas, Roma, Jerusalén) parece concentrarse intacta en ese adjetivo al que nos remitimos. Pero hay otras raíces que también nos reclaman. También de los egipcios tenemos cosas para contar, algo «oído de nuestros antepasados, pero cuya verdad saben ellos mis­ mos» (Fedro, 274c). Si nos oyesen aquéllos, en efecto, de inmediato comprenderían según su saber que nos consideramos a nosotros mis­ mos, literalmente, los muertos: los habitantes del país al oeste del Nilo sobre el que la diosa Amentet ha extendido su protección. Pen­ sarían de nosotros, en consecuencia, que nos juzgamos a salvo en el reino de Osiris, asimilados al rey unificador que asesinado y des­ membrado por su hermano, asistido por su esposa y vengado por su hijo, vino a ser resucitado como dios — siempre, al fondo, la eter­ na escena familiar2 —. Y supondrían, por ende, que enfrentados al dios y a los cuarenta y dos jueces, atentos Anubis, Horus y sobre todo Thot el médico y calculista, el escriba y jugador, ese dios de la escritura «tourné vers l’ouest»3, nuestro corazón no dió testimonio en contra nuestra y se inclinó la balanza del lado de la pluma o del lado del ojo, del lado de Ma’at (lo verdadero, lo justo, el orden, la rectitud). Así que, siempre según ellos, se nos vio livianos y sin gravi­ dez, desprovistos de cargos y de cargas. En la sala de las dos Ma’at, en efecto, habría resonado la fórmula ancestral que ocupa hoy el ca­ pítulo 125 del Libro de los Muertos: No cometí iniquidad contra los hombres. No maltraté a (las) gen­ tes. No cometí pecado en la sede de Maat. No (intenté) conocer lo que no debía (conocerse). No hice mal. No comencé el día recibiendo una comisión de parte de las gentes que debían tra­ bajar para mí y mi nombre no llegó a las funciones de un jefe de esclavos. No blasfemé contra dios. No empobrecí a un pobre

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en sus bienes. No hice lo que era abominable a los dioses. No perjudiqué a un esclavo ante su amo. No fui causa de aflicción. No hice padecer de hambre. No hice llorar. No maté. No di orden de matar. No causé dolor a nadie. No disminuí las ofren­ das alimentarias de los templos. No mancillé los panes de los dioses. No robé las tortas de los bienaventurados. No fui pede­ rasta. No forniqué en los santos lugares del dios de mi ciudad. No robé con la medida de áridos. No disminuí la arura. No hice trampa con las tierras. No añadí (peso) al peso de la balan­ za. No falseé el peso de la balanza. No arrebaté la leche de la boca de los niños. No privé al ganado de sus pastos. No cacé pájaros en el coto de los dioses. No pesqué peces en sus lagu­ nas. No retuve el agua en su estación. No opuse al agua corrien­ te ningún dique. No apagué nunca un fuego en su quema. No pasé por alto los días de las ofrendas de carne. No quité ganado (destinado) a la comida del dios. No me opuse a (ningún) dios en sus salidas procesionales. Incansable letanía que una cuádruple exclamación debía resu­ mir al final: «¡Soy puro, soy puro, soy puro, soy puro!»4 Soy puro. «Mi pureza», se añadía, «es la pureza del gran fénix ...». Soy puro. ¿Acaso no late en esta ansiosa proclamación el signo último de cuan­ to significa «cultura»?5 Tal parece para los egipcios, pero ¿no reco­ rre esta misma ansiedad fundante las páginas del Levítico, todas las minuciosas prescripciones con que Israel, cada vez más angustiada­ mente, ha tratado de regular sus relaciones con cuanto es «impuro»? ¿Con la sangre, el semen, la comida, la lepra y la muerte, sobre todo con la muerte? Dicen, sin embargo, que es en los textos griegos don­ de nosotros, los occidentales, encontramos la más poderosa fuente de nuestras obsesiones. Y que, más concretamente, es en Platón don­ de debemos buscar el sentido y la resolución de nuestras bifurcacio­ nes más antiguas. Ahora bien, hay justamente un texto platónico en el que el espacio de esta encrucijada decisiva se fija con toda su crudeza. Es al comienzo del Parménides: — Y en lo que concierne a estas cosas que podrían parecer ridiculas (geloia), tales como pelo (thrix), barro (pelos) y sucie­ dad {rapos), y cualquier otra de lo más despreciable (állo ti atimótaton) y sin ninguna importancia (te kaí phaulótaton) ¿tam­ bién dudas si debe admitirse que de cada una de ellas hay una Forma separada (eíte chré phánai kai toúton hekástou eidos einai chorís) que sea diferente de las cosas que nosotros manejamos (metajeiridsómetha)? ¿0 no? — ¡De ningún modo! — repuso Sócrates —, sino que estas

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cosas, por cierto, así como las vemos son (allá tauta mén ge háper horómen, tauta kai einai). Pero figurarse que hay de ellas una Forma sería en extremo absurdo (átopon).6 «De ningún modo» (Oudamós). En verdad, el vigor de esta ne­ gativa parece atravesar nuestra memoria más olvidada. Para el joven Sócrates de esta escena ancestral, ser, como las perras de Laconia, hábil en seguir con el olfato el rastro (ichneúo) de las argumentacio­ nes (tá lechthénta: Parménides, 128c)7 no significa «de ningún modo» aceptar que lo manipulable, el universo de cuanto tocamos, sea de otro modo que como lo vemos. Y la razón se nos da: carentes de timé, carentes de valor y de honor, el pelo* el barro y la suciedad resultan indignos de lo eidético por cuanto que carentes (aquí de la lección heideggeriana) de «propiedad», de «usía; por cuanto que ca­ rentes de «parte» en el «reparto» de un botín, el del ser, del que en modo alguno les cumple «participar». ¿Acaso estas cosas ofenden por ahora su olfato? Sea de ello lo que fuere, conocemos la respuesta de Parménides: Sócrates no es todavía el viejo Sileno omnirrastreador que algún día llegará a ser. Todavía no le ha atrapado la filosofía, como algún día llegará a suceder, cuando ya no desprecie estas co­ sas, que ahora le hacen rechazar las opiniones de los hombres. El augurio del viejo sophós se verá cumplido. Se cumplirá, de hecho, en el texto platónico posterior, cuando el «Extranjero de Elea», tanto en el Sofista como en el Político, continúe esta incoada pedago­ gía cuya meta es, una vez y otra, hacer ver al inexperto que «a este método de argumentación no le preocupa más un tema venerable que uno que no lo es, y no asigna menos valor a lo más pequeño y más a lo más grande, sino que siempre, en conformidad consigo mismo, logra alcanzar lo que es más verdadero»8. Hay pues un «ca­ mino de las argumentaciones», un méthodos ton lógon, para el que en punto a purificaciones el arte de la esponja (hé spoggistiké) rivaliza en relieve con la ingestión de fármacos (he pharmakoposía), y que en punto a la caza, valorando como valora todas las técnicas por igual, considera que la misma importancia tiene el arte de atrapar piojos que la estrategia militar (a salvo el hecho de que esta última, se aña­ de, suele ser siempre más pretenciosa) (Sofista, 227b). Vaticinio cum­ plido, pues. Pero vaticinio que, al cabo, el texto platónico no deja de atribuir al foráneo, al extranjero. ¿Previa ya también ese texto, en­ tonces, que no sería aquella espléndida neutralidad asumida del ca­ mino la que vendría a determinar el «platonismo» — ese otro nombre, se dice, de «Occidente» —, sino más bien ese rotundo oudamós, ese rechazo decidido de lo innoble que fue, dudas metódicas aparte, la opción inicial de Sócrates? A esta pregunta, una tradición altamente efectiva, la tradición nietzscheana, contesta como se sabe con una

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afirmación. Y si «platonismo» es, como decimos, otro nombre de «Oc­ cidente», decir «platonismo» es, en esta interpretación, tanto como decir: Apolo. Ahora bien, es esta vez el propio Sócrates el que cami­ nando en otro texto platónico, el Crátilo, por los senderos de un aná­ fisis lingüístico delirante, pero pleno de oído, nos ilustra sobre lo que significa, en última instancia, la determinación epocal que recibe el nombre de «Apolo»: «— Por consiguiente, éste sería el dios que purifica (hathairón theós), así como el que lava (kaí hó apoloúon) y libra (te kaí apolúon) de tales males (kakórí). — Desde luego. — Entonces, en virtud de las liberaciones y abluciones — en la medida en que es médico (iatrós) de tales males — recibi­ ría con propiedad el nombre de «Apoloúon» (el que lava). Y, en virtud de la adivinación (katá dé tén mantikén), la verdad (kai tó alethés) y la sinceridad (te kaí tó haploun) — pues son la misma cosa (tautón hár éstin) —, recibiría con toda propie­ dad el nombre que le dan los tesalios, pues todos ellos llaman «Aploun» a este dios».9 Etimología falsa, se observará. Sin duda. Pero no falsa determi­ nación. Sócrates, aquí, quiere decir: «Apolo» quiere decir «pureza», y también quiere decir «salud». Este dios de la adivinación es tam­ bién el dios que aborrece el contacto, es Phoibos que no tolera la mezcla ni la polución; este dios que envía la plaga nunca pierde la soberanía de la distancia, él es (el terror de) lo luminoso, neto como la verdad. Nosotros, los occidentales, que nos decimos — nos dicen — herederos de Apolo ¿no nos reconocemos en todo esto? ¿No dire­ mos que es en este texto, mucho más que en los anteriores, en donde realmente «wir sind zu Hause»? Tan en casa que — si se me permite el enorme salto histórico — hace apenas unos meses que ¿nuestra? ¿civilización? aceptó sin mayores protestas el hecho de que una gue­ rra de dimensión potencialmente planetaria fuera interpretada oficial­ mente como una guerra «limpia» y «lejana» que hombres «claros» llevaron a término, por la «salud» del orden mundial, contra unos hombres «oscuros» y de nada «claras» intenciones... Y todo por el bien de una «casa» (oikos: de ahí «economía»; volveremos sobre ello) que se dice común. Si «Occidente» es pues, ante todo, «apolíneo», su planetarización, a la luz del texto platónico, es la de una cultura — acaso «la» cultura — que habiendo asociado estrechamente entre sí los valores de limpieza, salud, conocimiento y verdad, ha establecido a su vez una límpida diferencia entre esos valores y las categorías, supues­

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tamente contrarias, de impureza, enfermedad, falsedad e ignorancia. El hecho de que, de nuevo, la tradición interpretativa nietzscheanoheideggeriana no haya visto, en el despliegue de tamaña inflexión, sino la puesta en obra del gesto metafísico, sólo significa, en este contexto, que a las escisiones fundamentales que de siempre han acom­ pañado a la instauración de ese gesto (escisiones del tipo espiritual/cor­ poral, ideal/empírico, transcendente/inmanente, profundo/superficial, invisible/visible, transparente/opaco, interior/exterior, esencial/accidental, permanente/transitorio, sensible/inteligible... y cuantas armonizan con ellas), debe también unirse esta dualidad que separa a lo «puro» y «simple» de lo «mezclado» y «complejo»; duqjidad que no parece tra­ ducir, por su parte, sino la experiencia primaria de una no-identidad entre lo que está limpio y lo que está manchado; entre lo contamina­ do y aquello otro que carece de mácula. Apenas hay texto filosófico que no se haga eco, de uno u otro modo, de este antiquísimo rasgo, de esta rasgadura sin edad que hoy aún nos cobija. No es así sorprendente que huellas de la misma atra­ viesen insistentemente, y en verdad que a título decisivo, trayectos de escritura como el que hasta aquí se ha venido urdiendo cabe la firma de Jacques Derrida. Pocos textos, en efecto, se hallan tan próxi­ mos como los suyos a esa sensibilidad de estirpe heideggeriana y nietzscheana a la que arriba hemos aludido, capaz de apresar el todo del pepsar llamado «filosófico» con el único lazo de alguna decisión fundante y cisoria. Cualesquiera protestas y matizaciones previsibles no alteran, me parece, este alcance inicial del horizonte derridiano10. Si «Occidente», así, no fue para cierta interpretación sino «platonis­ mo»; y si «Occidente» no fue, para otra interpretación no tan alejada de la primera, sino el primado de una «presencia» ideal y ausente con cuyas indefinidas «representaciones» derivadas se constituye, vi­ cariamente, el impreciso universo de la apariencia, «Occidente» sería a su vez, en ciertos textos de Derrida, el lugar y la época del olvido de la «escritura», de la represión del significante; del dominio, en suma, del significado ideal. Decisión, a su juicio, tan fundante como aquéllas y no menos cisoria; ejercicio de una voluntad de precisión excluyente cuya rotunda amplitud, sin embargo, nunca ha logrado otra cosa que realzar todavía más, a modo de contraste, la densa som­ bra de lo excluido, el oscuro peso de lo secundario. Espiral pues de dos centros, ese largo periplo que convencio­ nalmente denonimamos «la metafísica» no habría dejado nunca de pensar, junto a la salud, la infección y el contagio, la enfermedad; junto a lo diáfano, lo opaco; junto a la pureza, la contaminación; jun­ to al honor, la infamia; junto a la simplicidad, la mezcla; junto a la lejanía y la distancia, el contacto y la proximidad; junto a la autoclausura de lo unívoco, la propagación, el derrame, la porosidad; junto

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al imperio, en definitiva, de lo uno e idéntico, la fuerza equipotente de la diferenciación. Siempre una mancha en el fondo de la tela, siempre una malla (macula)11 que enrede a los héroes henchidos de timé: siempre esa contaminación que (el pensar de) lo impuro inyecta en (el pensar de) la transparencia, siempre esa red con que (el pen­ sar de) lo que acaece, el pensar de la caída y el caso, mantiene apre­ sado (al pensar de) lo absoluto y ab-suelto12. Porque la mancha es principio de diferencia. Antes y no al margen de designar, como di­ cen impagablemente nuestros diccionarios, «en sentido figurado» la vergüenza, la culpa, el deshonor, el término designa efectivamente, en sentido «propio», una «marca» distintiva, un cambio o alteración superficial (por ejemplo de color); la señal individualizadora que un líquido o sustancia ha dejado sobre algo del que, así, queda patente su carácter extenso, invadible, múltiple, corporal. Cuando la investiga­ ción fija entonces su mirada sobre aquel terreno en que se yerguen los pivotes primarios de la empresa «metafísica», nada hay más difícil de evitar, por contraste, que una meditación sobre la señal y sobre la mixtura, sobre la infección y sobre lo expuesta que está toda cosa a la corrupción y al contacto. Pero si esta ley, como decimos, se cumple plenamente en los textos de la deconstrucción, ciertamente lo hace a título ejemplar. Hay una constante alusión derridiana al universo de la contaminación. Hay una base, sin duda fragmentaria y no siempre expresa, pero suficien­ te, para anudar en efecto un discurso que lleve por título éste mismo, «La mancha Derrida», que un día me fue propuesto, y que si no pue­ do considerar como hijo natural mío sí que recibí, y tranquilamente, en adopción. No se espere de esta contribución, sin embargo, la im­ posible sistematización exhaustiva del motivo de la mácula «en Derri­ da». Y no sólo por las consabidas limitaciones... etc. Es que, como ya hace algún tiempo mostró Paul Ricoeur, «resulta imposible a la larga agotar o desarraigar ese simbolismo de la mancha: porque ese simbolismo ha tendido la exuberante red de sus tentáculos por todas las «sacralizaciones» cósmicas... y porque la mancha se extiende a todo lo insólito, a todo cuanto en el mundo hay de terrorífico, que a la vez atrae y repele»13. Con la mancha, en verdad, «penetramos en el reino del terror»14, en una zona intermedia, «en el clarooscuro de una infección cuasi física que apunta hacia una indignidad cuasi moral»15. Así que intentaré mostrarme a la altura (¡qué expresión!) tanto de las exigencias de la mancha en general cuanto de la conta­ minada elusividad de los textos derridianos. Me limitaré, digamos, a esbozar la mancha — en el sentido pictórico del término — de lo que sería un elaborado cuadro final de la cuestión; me limitaré, en suma, a dibujar — con grandes y macizos rasgos — la «machietta», la «maquette», la maqueta tan sólo de un acorde, de un tañido

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(fúnebre o no), que resuena a todo lo largo del bosque derridiano, y cuya caza en verdad pide técnica de «maquis», estrategia de mero­ deador. Yarrancaré de la lengua. De las lenguas, en realidad, puesto que ya arriba se acaban de mezclar algunas que la lingüística nos enseña aquí a considerar como hermanas. ¿Qué mejor cota de malla, sin embargo, que ésta de la lengua y de las múltiples lenguas para abordar asuntos que, como la deconstrucción, tienen todo que ver con la traducción y con la tradición, todo que ver con Babel y con un lema, plus d ’une langue]f,‘í Ahora bien, es justamente no tanto un juego de lenguaje, diría él, cuanto un fuego de lenguaje, el que ha permitido a Derrida subrayar con especial vigor el íntimo lazo que reúne a la determinación ¡metafísica», entendida como dominio de la «propiedad» y de lo «propio», y esta otra determinación, quizá más «antigua», de lo puro y lo limpio, que en francés, como sabemos, se recoge también en un término («propre») perteneciente a la misma familia semántica — «familia», una vez más, a la que por lo demás también pertenece la proximidad, lo próximo (lo «proche») —. Reite­ radamente, en efecto17, Derrida ha hecho ver, al hilo de esta subra­ yada familiaridad que liga a lo «propio» con lo «próximo» y a ambos con lo «apropiado», que si (ya) en Hegel el horizonte del saber abso­ luto no es otro que el cumplimiento de la «métaphysique du propre»18, justamente es ése, el hilo del valor «du propre (propriété, proprier, appropriation, toute la famille de Eigentlichkeit, Eigen, Ereignis)», quizá «le plus continu et le plus difficile de la pensée heideggerienne», el que simboliza con más fuerza su distancia respecto de ese mismo pensar19. Y es que, en Heidegger «L’originaire, l’authentique c’est déterminé comme le propre [eigentlich), c’est-á-dire le proche (propre, proprius), le présent dans la proximité de la présence á soi. On pourrait montrer comment cette valeur de proximité et de présence á soi intervient, au début de Sein und Zeit et ailleurs, dans la décision de poser la question du sens de l’ étre á partir d’une analytique existentiale du Dasein. Et l’on pourrait montrer le poids de la métaphysique dans une telle décision et dans le crédit ici accordé á la valeur de présence á soi. Cette question peut propager son mouvement jusqu’á tous les concepts impliquant la valeur de ’ propre’ (Eigen, eigens, ereignen, Ereignis, eigentümlich, Eignen, etc.)»20 Todo lo cual significa tanto como que en Heidegger siguen reso­ nando, y a título mayor; los mismos tonos dominantes que La voix et le phénoméne venía desde 1967 detectando implacablemente en

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Husserl, cifra misma del idealismo. Los mismos tonos, pues, de la metafísica de la presencia, ese pleonasmo, que cree encontrar la rea­ lización de su sueño en la pura y absolutamente transparente presen­ cia del alma a sí misma en su vida solitaria, en su diálogo interior sin significante interpuesto, pero pleno de significación21. «Car ainsi s’entend l ’etre: son propre. II assure sans reláche le mouvement relevant de la réappropriation»22. Pero, por lo mismo, ya no cabe otra cosa, para la deconstrucción, que la constante solicitación, el asiduo desplazamiento y seismización23 de los valores de «presencia» y de «propiedad» que rigen lo metafísico: «de la philosophie-s’écarter»24 (hacia la exterioridad absoluta de otro lugar que ya no sería, sin em­ bargo, lo otro de la filosofía, su otro)25, y hacer el correspondiente hincapié en el hecho de que, «frente» a toda la tradición, «la différance n’est pas un procés de propriation en quelque sens que ce soit. Elle n’en est ni la position (appropriation) ni la négation (expropriation) de l’autre».26 Apartamiento de la presencia, apartamiento de la proximidad y de la auto-proximidad excluyente que no debe apro­ ximarnos a su vez sino al emborronamiento y a la difuminación, al ensuciamiento si se quiere de los límites que corren entre lo puro y lo impuro, lo propio y lo impropio, lo opaco y lo diáfano, la escritu­ ra y la voz. Si hasta ahora, en efecto, hemos ido siguiendo los rastros de este hilo en los bordes más que nada del texto derridiano, atentos más que nada a las notas (como suele decirse) «a pie» de página, ese último eslabón de la cadena textual que acabamos de inscribir irrumpe ya decididamente, en cambio, en el (como suele decirse) «cuer­ po» de un texto significativamente dedicado a un escritor, Antonin Artaud, en verdad que nada ajeno a la corporalidad: «La parole soufflée»27. Y es en efecto como comentario al dictum de un escritor que ha sostenido que «’toute l’écriture est de la cochonnerie’ (le PéseNeifs, I, p. 95)»28 como pueden enlazarse entre sí, no tanto en serie cuanto en «seriatura»29, los diversos eslabones de esta cadena que perseguimos, a los que ahora, además, viene a añadirse otro de no menor entidad: el operador textual «nombre propio». Leamos el texto: «Ainsi, ce qui me déposséde et m’ éloigne de moi, ce qui rompt ma proximité á moi-méme, me salit: je m’y départis de mon propre. Propre est le nom du sujet proche de soi — qui est c’est qu’ il est —, abject le nom de l’object, de l’oeuvre á la dérive. J’ai un nom propre quand je suis propre. (...) Cachée sous sa dispersión apparente, l’unité de ces significations, l’unité du propre comme non-souillure du sujet absolument proche de soi, ne se produit pas avant l’ époque latine de la philosophie (proprius se rattache á prope) et pour la méme raison, la déter-

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mination métaphysique de la folie comme mal d’aliénation ne pouvait pas commencer á murir».30 Es pues toda la lucha por la identidad, toda la lucha por el nombre y la propiedad del nombre, toda la lucha por la presencia y la autopresencia, la que se oculta en definitiva bajo la decisión de excluir, y a radice, el contagio, la mezcla, la contaminación. El texto, por lo demás, también insinúa: que este fondo ancestral de proble­ mas no sólo enhebra en el tejido de la metafísica el hilo de la locura, sino asimismo, y siempre bajo el signo ambiguo del nombre «Babel», nombre a la vez pmpio y común, nombre intraducibie y a la vez inme­ diatamente traducido (por «Confusión»), nombre de un Dios que deconstruye^, siempre bajo este signo, decimos, anuda igualmente un cabo digamos «teológico» al gran nudo de semejante cuestión. Doc­ trina de la identidad, la metafísica, que parece alcanzar su ápice en aquel coágulo del ser cuyo nombre propio designa la más próxima y h'mpida presencia a sí misma de la presencia, es también, y por lo mismo, la doctrina de — en el múltiple sentido de este término — la propiedad. Doctrina de la presencia, la metafísica alcanza pues su más alto sueño en el ideal del «punto», del «instante» infinitamente simple, totalmente «puro» y «determinado» que asigna el único lugar que le es propio a cada «presente» (aquí, ahora, ante mí) absoluta­ mente precisado, tajantemente separado de los demás. Así que es el ideal del «punto», signo puro del puro presente, quien determina no sólo la concepción occidental del tiempo como conjunto lineal­ mente ordenado de «instantes», sino, a partir de este esquema nu­ clear, muchas otras facetas del pensar dominante. Ahora bien: si en alguna familia de palabras se han reunido — y bastante pacíficamen­ te, por cierto — los motivos entrecruzados de la «propiedad», del «pre­ sente» y de la «puntualidad», es, a buen seguro, en la de los deriva­ dos de stídso, verbo cuyo significado original es, como se sabe, el de «picar, tatuar, marcar», tanto como signo de propiedad cuanto como marca de oprobio. De modo que si «la stigmé, la ponctualité, est done le concept qui, chez Hegel comme chez Aristote, détermine la maintenance (nuil, jetzt)»''1, este término, stigmé, comparte raíz con stígma, que no sólo significa «marca» o «tatuaje», «picadura», sino, tam­ bién, «signo de puntuación», en un contexto gramatical, «punto», en otro matemático y, al cabo, señal hecha a fuego, marca al rojo. Todo lo cual hace que en la lengua griega — y no sólo en ella — lo «instan­ táneo», lo «puntual», lo «muy pequeño» (stigmaios) enlace así su sen­ tido con el de la «propiedad» y lo «distinto»; pero a la vez, e inelucta­ blemente, con el de la punzada que marca al autor o autora de una infamia. No es obligatorio creer en la llamada de la sangre lingüística,

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sin duda. Pero lo que sí resulta verdaderamente difícil, por lo dicho, es internarse en el espacio de la primera fundación metafísica sin tropezar, a renglón seguido, con la mácula. Ahora bien: hay suficien­ tes motivos, a mi juicio, para suponer que si algún télos anima el trabajo derridiano no es otro que éste: investigar qué es el idealismo, cuál es su fuerza y su necesidad, cuál, también, su límite interno33. Una investigación cuasi-transcendental, pues, y cuyo más incisivo in­ terrogante es aquel que pregunta, insisto en ello, no por el «funda­ mento» del proyecto de idealización o de la abstracción idealizante, desde luego, pero sí por aquello que permite dicho proyecto de ideali­ zación y paso al límite34. Derrida, en efecto, ha explorado los veri­ cuetos múltiples de esta cuestión no sólo desde el registro, en 1957, de aquel primitivo proyecto de Tesis, nunca llevado a término, que se proponía estudiar «La idealidad del objeto literario». Lo ha hecho ya desde su primer texto publicado, su larga «Introduction» de 1962 a la traducción (Lorigine de la Géometrie) de un texto sólo aparente­ mente «menor» del último Husserl35. Y desde este mismo arranque de sus investigaciones ha subrayado elementos de desestabilización intrínseca del proyecto idealista a los que ya nunca ha debido renun­ ciar. Enfrentado, efectivamente, al problema del estatuto y constitu­ ción de unos objetos ideales, los de la ciencia36, respecto de cuya objetividad la de la geometría es absoluta y sin h'mite de ninguna clase37, será conclusión general de su estudio — y hallazgo, como decimos, con visos de definitivo — que las condiciones de posibilidad de la constitución de la idealidad son al mismo tiempo, y por necesi­ dad, las condiciones mismas de la imposibilidad de su constitución. Un teorema de sabor godeliano que puede decepcionar, escandalizar o exaltar; pero que, en todo caso, se presenta con la fuerza de una demostración cuasi-formal cuyas líneas maestras intentaremos repro­ ducir a continuación. Según el proyecto fenomenológico, que a estos efectos nunca desmintió su unidad, la categoría última de todo lo que puede apare­ cer, es decir, de todo lo que puede ser para una conciencia pura en general, es el concepto de objeto en general38. El modelo abso­ luto del mismo es el objeto ideal39 y, más específicamente, el objeto matemático, cuyo ser se agota totalmente en su fenomenalidad, y que siendo absolutamente objetivo, es decir, hallándose libre de la subje­ tividad empírica, no es, sin embargo, sino lo que aparece, y no tiene más ser que el puro ser objeto para una conciencia pura40. Ahora bien: «constituir» un objeto ideal, en Husserl, es ponerlo a disposi­ ción permanente «d’un pur regard»41. De ahí que la idealidad del objeto, exigencia dual de una pura manifestabilidad a la conciencia y de una pura no-dependencia de subjetividad empírica alguna, se trasluzca para Husserl en la investigación acerca no sólo del origen de

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la objetividad ideal en la Ur-Region de la conciencia42, sino, espe­ cialmente, sobre la peculiar historicidad, intrínseca y la intrínseca tradicionalidad de los objetos ideales: vale decir, sobre las raíces de su permanencia y de su universalidad43. Y la respuesta, en primer término, dice así: repetibilidad. Posibilidad infinita de repetición como marca constitutiva de la pura presencia ideal44. La paradoja estalla desde el momento en que es el lenguaje, y más concretamente el lenguaje escrito el que, advierte Husserl, aparece como condición de posibilidad de esa tradicionalidad de los objetos ideales que los hace independientes de cualquier subjetividad fáctica: es la posibilidad de la escritura, en efecto, la que «assurera la traditionalisation absolue de l ’objet, son objectivité idéale absolue, c ’est-á-dire la pureté de son rapport á une subjectivité transcendentale universelle. Elle le fera en émancipant le sens á l ’égard de son évidence actuelle pour un sujet réel et de sa circulation actuelle a Vintérieur d ’une communauté déterminée».4,5 El propio Husserl hace la observación: en tanto no pueda ser dicha y escrita, la verdad no llegará a ser plenamente objetiva; esto es: ideal, universalmente inteligible, indefinidamente perdurable. La verdad, en otros términos, vive lo que sobrevive. Pero he aquí, de nuevo*'la paradoja: si es la encarnación lingüística la que garantiza esa supervivencia de lo perdurable y su efectiva libertad respecto a toda facticidad lingüística dada, tal libertad no es posible, a su vez, sino desde el momento y bajo la condición de que la verdad pueda en general decirse o escribirse. «Paradoxalement, c ’est la possibilité graphique qui permet l’ultime libération de l’idéalité»^. Pero esa li­ beración del sentido que el lenguaje posibilita no acontece sino al precio de su «encadenamiento»47. De ahí que en la escritura, anota Derrida, no se acuse en realidad sino la ambigüedad de todo lengua­ je: de ese «movimiento de la incorporabiüdad esencial y constituyen­ te» que es, a la vez, el «lugar de la incorporación fáctica y contingen­ te para todo objeto absolutamente ideal»48. Independizando así a la verdad de todo «dicho» y de todo «escrito» intramundanos, la escritu­ ra, por modo paradigmático, muestra la dependencia que toda ver­ dad tiene respecto de la pura posibilidad del «decir» y del «escri­ bir»49; según este anáfisis, por tanto, el acto de escritura no es, en última instancia, sino la más alta posibilidad de toda «constitución»50. Ahora resulta obvio: a esta primera conclusión de sus investiga­ ciones, Derrida nunca habría dejado en lo sucesivo de ser fiel. ¿Se vería ya entonces con idéntica claridad esto que también ahora nos resulta obvio, a saber, que semejantes investigaciones sólo podían con­

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ducir a la aceptación de la insalvable labilidad, de la irrestañable degradación que la verdad sufre en y por su lenguaje?51. La ¿brus­ ca? introducción del vocabulario de la impureza — el de la mancha, la caída, la degeneración; el mismo que coetáneamente estaba mane­ jando Ricoeur — no tiene aquí nada de arbitrario. Un texto en cierto modo paralelo, La voix et le phénomene, culminará también una dis­ quisición en apariencia exquisitamente conceptual con una aprecia­ ción de vasto alcance, y que en todo corre parejas con lo que hasta aquí acabamos de presentar: si aquello que constituye la presencia a sí mismo del presente viviente, se dice allí, es la diferencia pura, esta misma diferencia reintroduce ahí mismo, originariamente, toda la impureza que se creyó poder excluir de ella52. Nos hallaremos pues de nuevo, acabando ya este segundo periplo husserliano, en el mismo complejo lugar del que partimos, y al que antes hemos termi­ nado por llegar: aquel lugar, volveremos a él, en que la gestación excluyente del reino de la pureza gesta al mismo tiempo, y por el mismo gesto, la no-exclusión de este reino del reino de la contamina­ ción. La elevación de la escritura al rango de condición de posibilidad de la constitución de la idealidad, supuesto el carácter de modelo ab­ soluto que el objeto ideal tiene respecto al objeto en general, significa, en consecuencia, la elevación de la escritura al rango de condición de posibilidad de la constitución de todo objeto en general. A partir de este momento, la experiencia-de-escritura se transforma en paradig­ ma de la experiencia en cuanto tal; y las condiciones de la primera, en paradigmas de las condiciones de la segunda. De ahí que cuando la deconstrucción, escritura de la escritura, inscribe las característi­ cas estructurales de la escritura, las características necesarias de todo posible grafema, lo que en realidad está ofreciendo son las notas cons­ titutivas de un «texto general» que no es, en último término, sino el propio campo de eso que llamamos «la experiencia»53. Ahora bien: intrínseca originalidad del campo de escritura es la de que éste pue­ de prescindir, en su sentido, de toda lectura actual en general; pero no de la pura posibilidad jurídica de ser inteligible para un sujeto transcendental en general54. Así que es de esencia de todo grafema el poder siempre funcionar in absentia: en ausencia y más allá de la «muerte» del emisor, el receptor, el referente y aun el «significado» de la expresión; en ausencia y más allá de todo destinatario empírica­ mente determinado en general — pero no del destinario transcenden­ tal —. Dicho con otras palabras: es esencial que una marca escrita pueda seguir siendo legible con total independencia, con total sepa­ ración de la plena intención de significación que la «animaba» en el momento de ser emitida — aunque no de toda posibilidad de significación55 —. Intrínsecamente citable, intrínsecamente reinjerta-

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ble en un contexto distinto de aquel que rodeó su «primera» emisión, el grafema es pues, en definitiva, esencial y constitutivamente iterable: indefinidamente repetible e indefinidamente alter-able a la vez. Extender por tanto a los propios «elementos» de la experiencia en general las notas inscritas por la escritura de la escritura acerca del escribir significa tanto como extender al campo entero de la expe­ riencia no sólo el rasgo dominante de una «ley» o «estructura» de iterabilidad, sino, asimismo, todo el sentido y alcance de su despliegue. En la medida en que pueda aceptarse, en efecto, «qu’il ríy a pas d ’expérience de puré présence mais seulement des chames de mar­ ques différentielles»56, «experiencia» y «texto» terminan por confun­ dir sus límites entre sí. Pero a partir de ese fnomento, la experiencia en general ya no tendrá otro «fundamento» que esta misma condición de posibilidad de la escritura que, al tiempo que funda dicha escritu­ ra, funda también, y por lo mismo, las condiciones de su propia im­ posibilidad: vale decir, de la imposibilidad de su pureza07. Y es que la iterabilidad, fundamento de la escritura (fundamento por su parte de la idealización), es en verdad un extraño fundamento: un funda­ mento que no funda más identidad que la que diferencia, ni más idealidad que la que arruina; que no discierne más pureza que la que contamina, ni más claridad que la que ensombrece. Hemos di­ cho, en efecto, que sólo una estructura o una ley de iterabilidad per­ mitirá «pensar» un «texto general» que no está constituido sino por marcad, marcas en las que necesariamente han de haber dejado su marca, re-marcándolas (tatuándolas, manchándolas), las infinitas po­ sibilidades ausentes de cuya posibilidad vive aquélla (puesto que no nace sino para, eventualmente, suplirlas)58. Buscar, sin embargo, en el resorte de la repetición, de la cita, de la re-citación o del re-lato («ré-cit»), la doble raíz ambigua que abre paso a la idealización, signi­ fica no sólo la renuncia a ese valor de «género» a que justamente alude la ley que prohíbe mezclarlos; significa, en realidad, que si la ley a que a su vez obedece esa ley del género no es otra que la pureza, acaso la condición de posibilidad de dicha ley sea el apriori, alojado en su propio corazón, de una contra-ley: de un axioma de imposibilidad, una ley de impureza o un principio de contaminación59. La iterabilidad de la marca, en efecto, su intrínse­ ca citabilidad, emborrona, arruina, amenaza desde el «origen» la pu­ reza de toda oposición. En este campo sin límites de una textualidad general60, ese citarse y recitarse mutuamente, sin tregua, la ley y la contra-ley, la posibilidad y la imposibilidad, si de algo asegura es de que nunca se está rigurosamente seguro de poder discernir entre la cita y la no-cita, entre el re-lato y el no-relato: estos «elementos» ya siempre deportados, exiliados, autoescindidos...; estos «elementos» siempre vicarios que no repiten sino su propia repetibilidad... ¿qué

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otra cosa significa la repetición de los mismos en forma de lo uno, sino la repetición de su posibilidad de ser repetidos bajo la forma de lo otro61? A partir de este momento, el propio límite que supues­ tamente separa lo «serio» de lo «ficticio», lo «literal» de lo «metafóri­ co», lo «puro» de lo «corrupto», lo «saludable» de lo «parasitario»... etc., ese límite es ya siempre, y por necesidad, un límite corrompible; un límite insusceptible, y rigurosamente, de plena determinación. A partir de este momento, en otros términos, experiencia y escritura, modos de la iterabilidad, excluyen ya de su campo, y sin paliativos, no ciertamente la exclusión; sino sólo aquel sueño que legisló acerca de la posible simplicidad pura de toda exclusión. *

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Si pues, como occidentales que somos, nos presentamos algún día ante el hábil dios de la escritura, acaso queramos recordar esa larga letanía que desglosa la legitimidad de nuestra pretensión a la pureza. Pero acaso también nos convenga recordar — y quizá con más urgencia — esto otro que subraya Derrida: que este dios del tránsito «napas de lieu ni de nompropres. Sapropriété est l ’impropriété, l’indétermination flottante qui permet la substitution et le jeu»62. Tejido de marcas, hechura de Thot, en el campo derridiano, que no conoce más cuerpos que los vulnerables, ni más signos que los borrables, la posibilidad del riesgo no tiene nada de coyuntural. Toda «posición» es aquí, por el contrario, «ex-posición». Constituidas, en efecto, por la repetición, líneas, trazos de separación, demarcaciones de todo tipo se ven siempre afectados, infectados por una perturba­ ción esencial, hija de la primera, por una «anomalía» perturbante «que je vous laisse pour l’instant qualiiier de toutes les (a<;ons que vous voudrez: división interne du trait, impureté, corruption, contamination, décomposition, perversión, déformation, cancérisation méme, prolifération généreuse ou dégénérescence»63. Impureza, corrupción, contaminación, proliferación cancerosa... por cierto que la eventual ampliación de este catálogo de «manchas» no nos haría cambiar nuestro diagnóstico: si «ser», en esta escritura, es tanto como «ser (re-)iterable», ser reiterable es tanto, asimismo, como «ser contaminare», como ser manchable o ser, en general, afectable. Habría una suerte de estructura de «falibilidad», a priori más vieja que todo a priori64, que sella, desde su propia raíz, la esencial «contaminabilidad», la esencial «parasitabilidad» de toda presencia. Por eso es por lo que, insistiremos en ello, nunca es neta la separa­ ción entre lo «propio» y «próximo», lo «apropiado» y «hogareño», por un lado, y lo «extraño» y «lejano», lo «inapropiado» y «errante», por el otro. Pero oigamos bien: no se trata en absoluto — como alguna

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vez se ha interpretado — de que sea intención de Derrida denunciar primero la dualidad y jerarquía de las oposiciones metafísicas e in­ vertir simplemente aquéllas para, con un gesto que no haría sino per­ petuar la escisión, pasar a hacer, de la mancha, el «auténtico» funda­ mento del ideal de limpieza; de la impureza, el del ideal de lo puro; de la enfermedad y el contagio, el de la salud y la esterilidad. De lo que aquí se trata, antes bien, es de acosar por escrito, incansable­ mente, esa extraña «lógica», esa extraña «gráfica» de la estructura de un «fundamento» que, como acabamos de ver, si «explica» la pure­ za no es sino en tanto que omnipresente posibilidad de impureza; y que si «explica», a su vez, la contaminación y el desorden, no es sino en tanto que permanente posibilidad de asepsia, de orden, de exclusividad. Pues esa lógica a la que todavía aquí se denomina «ex­ traña», si alguna «virtud» (farmacéutica o no) tiene, es esta de mos­ trar que la línea divisoria entre lo noble y digno de consideración filosófica y aquello otro que, por su parte, semeja innoble y contami­ na y contagia por su mero contacto, no es tan fácil de determinar, a su vez, con nobleza. Que hay una línea, sí, de división, entre lo «económico», en todos los sentidos del término, y el errante despilfa­ rro de lo que no se puede recoger; mas justamente la economía de esa línea no siempre ha de plegarse a la determinación de lo domés­ tico. Que la frontera que corre entre mi cuerpo y el exterior que me infecta, derribando mis defensas, poder de una enfermedad nomina­ da con Siglas (la frontera, en otros términos, entre lo «natural» y «sa­ ludable» y lo «artificial» y «perverso»), es tan ajena a la supuesta sim­ plicidad de cada uno de esos campos como lo es a ambos e, incluso, a su misma neutralidad: un pensar complejo, un pensar para hacer frente a la complejidad. Lógica de erizo, en verdad. Lógica de animal humilde, modesto, pegado a la tierra; lógica de animal erizado y vulnerable, hecho una bola, que se vuelve hacia el otro o hacia lo otro en el mismo gesto con que se vuelve hacia sí65. Lógica del poema: «ni ‘poésie puré’ ni reine Sprache, ni ‘mise-en-oeuvre-de-la-vérité’. Seulement une contamination, telle, et tel carrefour, cet aecident-ci»66. Lógica de lo poemá­ tico: «le poéme peut se rouler en boule mais c ’est encore pour toumer ses signes aigus vers le dehors».67 Lógica de una contaminación que ya no es propiamente riesgo, sino una fatalidad que sólo cabe asumir68, a fin de dar oportunidad a que la regla de lo mismo no llegue nunca, justamente, a contaminar lo otro: lógica de negocia­ ción69. Arte de la escritura y del con-trato, saber paciente de gue­ rrillero que no se desenvuelve nunca, sin embargo, resignadamente, sino siempre, y «ya» desde siempre, en el elemento seminal de la afirmación. O mejor dicho: en el escindido elemento de la doble afir­ mación, repetible, repetida, del «oui» («oui, oui»); de la doble afirma­

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ción, repetible, repetida, del «yes» («yes, yes»): elemento líquido de un idioma filosófico que celebra el cruce entre idiomas, el cruce en ambos sentidos de ese canal que llamamos de la Mancha — o bien, por otro nombre, canal de James Joyce: Or voici, le rapport d ’un oui á l ’Autre, d ’un oui á l ’autre et d’un oui á l ’autre oui, doit etre tel que la contamination des deux oui reste fatale. Et non point seulement comme une menace: aussi comme une chance. Avec ou saris mol, entendu dans son événement minimal, un oui exige a priori sa répétition, sa mise en mémoire, et qu ’un oui au oui habi­ te Varrivée du ‘premier oui, qui n’est done jamais simplement originaire. On ne peut dire oui sans promettre de le confirmer et de s 'en souvenir, de le garder, contresigné dans un autre oui, sans la promesse et la mémoire, la promesse de mémoire. Molly se rappelle.70 Moviéndose ya siempre en el «sí» («oui», «ja», «dé-já»); movién­ dose ya siempre en la alegre fatalidad — que es suerte — de la repe­ tición del «sí», el trabajo derridiano rotura así un campo múltiple, a cuya intrínseca no-simplicidad sólo la supuesta simplicidad de un primer e irrepetible origen podría ser ajena. Quizá sea esa la razón de que tal trabajo se avenga a celebrar «Babel», o la imposible nece­ sidad de traducir, de entregar (y entregarse a) la ineluctable tradi­ ción. Pero celebración, aquí, en modo alguno significa frivolidad. Se trata más bien, y estrictamente, de lo contrario: si a algo, como suele decirse, «llama» este pensar, no es, por cierto, sino al rigor y a la responsabilidad: a la responsabilidad del rigor y al rigor de la respon­ sabilidad. Averiguar, en efecto, que la afirmación es ya siempre repe­ tición de sí misma; averiguar que lo que hay al comienzo es la ruina71, y que no hay más autonomía que la abierta al flujo conta­ minante de la exterioridad; averiguar todo esto — y tantas cosas más — no es sino abrir surcos en ese territorio en donde el oscuro terror de la mancha y la engañosa placidez de lo etéreo han llegado a mos­ trar lo escindido de su hermandad. Pero nada en este terreno recla­ ma contención. Se requiere, por el contrario (pues hay Necesidad72), que una fidelidad más fiel que el propio respeto co-rresponda como es debido (puesto que hay Necesidad) a una intrínseca afectabilidad de lo que hay que ni siquiera la fuerza hipnótica de aquel brujo lla­ mado Sócrates, quien gustaba de sumergir los pies en las fuentes de agua, pudo llegar a exorcizar.

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Notas 1. Jacques Derrida: «Télépathie», en Psyché. Inventions de l’autre. Galilée, París, 1987, pp. 237-270, p. 264. 2. Uno de los más importantes «temas», como se sabe, de la «Work-in-progress» de Derrida. «Todo» Glas (Galilée, París, 1974) se enrosca como un erizo en torno a él. «Toda» «La pharmacie de Platón» (en La dissémination, París, Editions du Seuil, 1972, pp. 71-196), «todo» Mémoires d ’aveugle. Lautoportrait et autres ruines (Editions de la Réunion des musées nationaux, París, 1990), «todo»... 3. Jacques Derrida: «La pharmacie de Platón», cit., p. 105. 4. Libro de los Muertos. Edición preparada por José María Blázquez y Federico Lara Peinado. Editora Nacional, Madrid, 1984, pp. 228-229. 5. Vid.: Mary Douglas: Purity and Danger — An Analysis o f Concepts o f Pollution and Taboo. Routledge and Kegan Paul, Londres, 1966. (Tr. esp.: Pureza y Peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y Tabú. Traduce. E. Simons, Siglo XXI de España eds., Madrid, 1973). Debo la aproximación a este texto a la generosidad del profesor Félix Duque. 6. Parménides, 130c-d. — Distintas en parte a la propuesta, pueden consultarse con provecho las traducciones del pasaje de María Isabel Santa Cruz {Diálogos. Vol. V.Gredos, Madrid, 1988, p. 43) y Guillermo Rodríguez de Echandía (.Parménides, Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 59). 7. Permítaseme remitir en este punto a mi artículo «Tras las huellas de Siieno. Imágenes del conocer», «Fragmentos de Filosofía». 1 1992, pp. 167-183. 8. Político, 266d. Sigo la traducción de María Isabel Santa Cruz, ed. cit., p. 521. 9. Crátilo, 405b-c. Obsérvese que, en griego, haplóos o haploús significa «puro», «simple», «único», «sencillo», «franco», «sin mezcla», etc. Sigo la traducción de J.L.Calvo (Diálogos, II, Gredos, Madrid, 1983, p. 402). 10. «En ce qui me concerne je voulais préciser que je ne parle pas de la déconstruction de la métaphysique; depuis longtemps, les choses, ici, pour moi, se mettent au pluriel» (declaración transcrita enLes fins del ’homme.Apartir dutravail de Jacques Derrida. Colloque de Cérisy 23 juillet-2aout1980. Galilée, París,1981,p.53) 11. Jacques Derrida: «La pharmacie de Platón», op. cit., p. 78. 12. Sobre esta constelación entrelazada de motivos, vid.: Jacques DERRIDA: «En ce moment méme dans cet ouvrage me voici», en Psyché, c it, pp. 159-203 (tra­ duce. esp. de Patricio Peñalver en «Jacques Derrida: «¿Cómo no hablar?» y otros tex­ tos», Suplementos Anthropos, n.13, Barcelona, 1989, pp. 42-62). 13. Paul Ricoeur: Finitude et Culpabilité. Montaigne, París, 1960 (cito la tra­ duce. esp.: Finitud y Culpabilidad, traduce, de Cecilio Sánchez Gil. Taurus, Madrid, 1982, p. 175). 14. Op. cit., ed. cit., p. 189. 15. Idem, p. 198. 16. «If I had to risk a single definition of deconstruction, one as breif, elliptical, and economical as a password, I would say simply and without overstatement: plus d ’une langue — both more than a language and no more of a language» (Jacques Derrida: «Mnemosyne», en Mémoires: for Paul de Man. Columbia University Press, New York, 1986, p. 15). Sobre los temas entrelazados «Babel» y «traducción», cfr., entre otros muchos: «Des tours de Babel», en Psyché, cit., pp. 203-237. 17. Vid.: «La difíerance», en Marges -de la philosophie, Les Editions de Minuit, París, 1972, pp. 1-29, pp. 27-28, nota 1; «Ousia et Grammé», en Id., pp. 31-78, p. 74, nota 26; «Les fins de l’homme», en Id, pp. 129-164, p. 160; «Tvmpan», en Id, pp. I-XXV; Positions, Minuit, París, 1972, p. 74; De la Grammatologie, Minuit, París, 1967, pp. 41 y concordantes. Entre nosotros, este aspecto ha sido subrayado por Cristi­ na de Peretti: Jacques Derrida. Texto y Deconstrucción. Anthropos, Barcelona, 1989, p. 109. 18. De la Grammatologie, cit., loe. cit.

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19. Positions, c i t l o e . cit. 20. Jacques Derrida: «Ousia et Grammé», c.it., loe. cit. — Cfr. a este respecto «Les fins de l’homme, cit., pp. 158-159, notas 19 y 20, así como p. 160: «... si Tétre est le proche de l’ homme et que Fhomme est le proche de l’ etre. Le proche, c’est le propre; le propre. c ’est le plus proche {prope, propius). L’homme est le propre de l’ étre, qui de tout prés lui parle á l’oreille, l’étre est le propre de l’homme, telle est la vérité qui parle, telle est la proposition qui donne le la de la vérité de’ étre et de la vérité de l’homme». 21. «Si l’étre est en effet procés de réappropriation, on ne pourra percuter la ’question de l*étre’ d’un nouveau type sans la mesurer á celle, absolument coextensive, du propre. Or celle-ci ne se laisse pas séparer de la valeur idéalisante du trés-procke qui elle-méme ne regoit ses pouvoirs déconcertants que de la structure du s’entendreparler» (J. Derrida: «Tympan, cit., p. XIII). 22. Jacques Derrida: «Tympan», cit., p. VIII. 23. Vid. Jacques Derrida: «Some Statements and Truisms about Neologisms, Newisms, Postisms. Parasitisms, and Other Small Seismisms», en The States o f «Theory», David Carrol cd., Columbia University Press, Nueva York, 1990, pp. 63-94. 24. «Tympan», cit., p. V. 25. Ibid. 26. J. Derrida: «La différance», cit., p. 27, n. 1. 27. En Uécriture et la Différence. Editions du Seuil, París, 1967, pp. 253-293 (traduce, esp. de Patricio Peñalver: «La palabra soplada», en La escritura y la diferen­ cia. Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 233-271). 28. Op. cit., p. 272. 29. Vid.: «En ce moment méme..»., cit,, passim. 30. J. Derrida: «La parole souflée», cit., p. 272 (traduce, esp., cit., p. 251: «Así, lo que me desposee y me aleja de mí, lo que rompe mi proximidad conmigo mismo, me ensucia: con lo cual me aparto de mi propio ser. Propio es el nombre del sujeto próximo a sí — que es lo que es —, abyecto, el nombre del objeto, de la obra a la deriva. Tengo un nombre propio cuando soy limpio, propio. (...) Oculta bajo su dispersión aparente, la unidad de estas significaciones, la unidad de lo propiolimpio como sin-mancha del sujeto absolutamente próximo a sí no se produce antes de la época latina de la filosofía (proprius se vincula a prope) y, por la misma razón, la determinación metafísica de la locura como mal de alienación no podía empezar a madurar»). 31. Vid.: «Des tours de Babel», cit., pp. 203 y ss. 32. J. Derrida: «Ousia et Grammé», cit,, p. 47. 33. J. Derrida: Limited Inc a b c..., Johns Hopkins University Press, Baltimore and London, 1977, p. 66. 34. Op. cit., pp 42 y 64. 35. E. Husserl: Lorigine de la Géometrie. Traduction et Introduction par Jac­ ques Derrida. P. U. E, París, 1962. Recientemente, sin embargo, ha visto la luz pública un texto {Le probléme de la genése dans la philosophie de Husserl, P.U.F., París, 1990) cuyo presentación se remonta al año 1954. 36. Op. cit., p. 3. 37. Op. cit., p. 64. 38. Op. cit., p. 54. 39. Idem, p. 58. '4 0 . Op. cit., p. 6. 41. Op. cit., p. 72. 42. Op. cit., p. 54. 43. Op. cit., p. 4: «L’historicité des objectités idéales, c’est-á-dire leur origine et leur tradition — au sens ambigú de ce mot qui enveloppe á la fois le mouvement de la transmission et la perdurance de l’héritage — obéit á des regles insoiites..».. 44. »... cette détermination de l’étre comme présence, idéalité, possibilité abso-

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lúe de la répétition» (J. Derrida: La voix et le phénoméne. P.U.F., París, 1967, p. 60; traduce, esp.: La voz y el fenómeno. Traduce, de Patricio Peñalver, Pre-Textos, Valencia, 1985, p. 104). 45. J. Derrida: «Introduction» á L'Origine... cit., p. 84. 46. Op. cit., pp. 87-88. 47. Idem. p. 87, nota 3: «Par le langage, l’ idéalité du sens se libere done dans la labeur méme de son ‘enchaínement'». 48. Op. cit., p. 90. 49. Ibidem. 50. Idem, p. 86. 51. Op. cit., fx 90. 52. J. Derrida: La voix..., cit., p. 95 (traduce, esp. cit. p. 145). 53. J. Derrida: «Signature Evénement Contexte», en Marges -de la philosophie, cit., pp. 365-393, p. 378: «...je voudrais démontrer que les traits qu on peut reconnaítre dans le concept classique et étroitement défini d'écriture sont généralisables. lis vaudraient non seulement pour tous les ordres de 'signes' et pour tous les langages en général mais méme, au-delá de la communication sémio-linguistique, pour tout le champ de ce que la philosophie appellerait l’expériencc, voire l’expérience de l’étre: ladite ‘présenceV 54. J. Derrida: «Introduction» á L’Origine..., cit., p. 85. 55. J. Derrida: «Signature..»., cit., p. 375. 56. J. Derrida: «Signature..»., cit., p. 378. 57. J. Derrida: Limited Inc..., cit., pp. 54 y ss. 58. J. Derrida: Limited Inc., cit., p. 22. 59. J. Derrida: «La loi du genre», en Parages. Galilée, París, 1986, pp. 249-287, pp. 253-254. 60. Op. cit., loe. cit., p. 262. 61. Idem, p. 255. 62. J. Derrida: «La pharmacie...», cit., pp. 105-106. 63. J. Derrida: Op. cit., p. 254. 64. J. Derrida: «En ce moment méme...», cit., p. 163 (traduce,esp.,cit., p. 44). 65. J. Derrida: «Che cos’é la poesia?», en Poesía, Milán,vol.1,n. 11, pp. 5-10 (en versión bilingüe italiano-francés. Puede confrontarse una versión bilingüe fran­ cés/inglés en Peggy KAMUF ed.: A Derrida Reading. Between the Blinds. Columbia University Pres, Nueva York, 1991, pp. 221-237; traducción esp. de Cristina de Peretti: «¿Qué es poesía?», en Er, n. 9-10, 1989-1990, pp. 165-170). 66. Ibidem. Subrayado mío. 67. Op. cit., p. 234. 68. J. Derrida: «En ce moment méme..»., cit., p. 182 (traducc. esp., cit., p. 53). 69. Op. cit., pp. 177 y 198 (traducc. esp., cit., pp. 50 y 60, respectivamente). 70. J. Derrida: Ulysse gramophone. Deux mots pour Joyce. Galilée, París, 1987, pp. 136-137. 71. «La ruine ne survient pas comme un accident á un monument hier intact. Au commencement il y a la ruine. (...) ¿Comment aimer autre chose que la possibilité de la ruine? ¿Que la totalité impossible? (...) La ruine...est l’expérience méme» (J.Derrida: Mémoires d ’aveugle. Uautoportrait et autres ruines. Réunion des musées nationaux, París, 1990, p. 72). 72. Vid.: J. Derrida: «The Time of a Thesis: Punctuations», en Philosopky in France Today, ed. by Alan Montefiore, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, pp. 34-50 (versión francesa en J. Derrida: Du Droit á la philosophie, Galilée, París, 1990; traducc. españ. en el número monográfico de la Revista «Anthropos»: Jacques Derrida. Una teoría de la escritura, la estrategia de la desconstrucción, Febrero 1989, n. 93, pp. 20-26).

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La huella del Mal en la literatura


Holderlin. Celan — La conciencia de lo ausente próximo Eustaquio Barjau

En el breve prólogo que precede a la primera de las versiones del Hyperion que conocemos, el llamado «Thalia-Fragment», se lee: Hay dos estados ideales para nuestra existencia: el de la extre­ ma simplicidad, en el que nuestras necesidades, en virtud de la mera organización natural, sin nuestra intervención, concuerdan consigo mismas, con nuestras energías y con todo aquello con lo que estamos relacionados; y el de la extrema cultura, en el que, gracias a la organización que somos capaces de dar­ nos a nosotros mismos, se obtiene el mismo resultado que antes, pero ahora con necesidades y energías infinitamente más com­ plejas y poderosas.1 A continuación el autor dice que con su obra se propone pre­ sentar la «exzentrisch Bahn» — la «vía excéntrica» — que el ser hu­ mano recorre desde un estado al otro. Esta introducción, en su últi­ mo párrafo, cita el epitafio de Ignacio de Loyola: non coerceri máximo, contineri tamen a minimo que, de un modo un tanto libre, podríamos traducir así: «carecer de trabas para lo grande, pero mantenerse dentro de los límites de lo pequeño»; una sentencia, fijémonos, que, al igual que el pasaje cita­ do hace un momento, contiene también dos elementos contrapuestos. Antes de transcribirla, el autor del prólogo, insistiendo de nuevo en esta dualidad, indica que el ser humano ansia estar en todo y a la vez por encima de todo. El fragmento de Thalia — la revista dirigida por Schiller y en la que apareció esta versión del Hyperion — data de 1794; su redac­ ción remonta a los meses que su autor pasó en Walthershausen como preceptor del hijo de Charlotte von Kalb. La última versión de esta

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novela, cuya elaboración tuvo lugar en Frankfurt, en casa del ban­ quero Gontard, el marido de Susette-Diotiroa, apareció en Cotta — en 1797 el primero libro y en 1799 el segundo —. En 1920 K. Viétor encontró entre los papeles del hermanastro del poeta un esbozo de prólogo que debió de estar destinado a esta última redacción de la novela. En esta nueva introducción se vuelve a hablar de la «exzentrische Bahn»; en este texto encontramos todos los elementos del prólo­ go del «Thalia-Fragment», pero en un grado de mayor explicitud; se añaden también ideas y precisiones que son de sumo interés para nuestro propósito. Conviene que nos detengamos unos momentos en este texto. Ante todo hay que decir que en él se explícita en qué consiste este «salir del centro» con el que empieza la «exzentrische Bahn»: es la pérdida de la unidad-unión — «Einigkeit» — del Ser, el fin de la paz del kv xoii irav. Lo que en el prólogo del «Thalia-Fragment» era el estado «de extrema simplicidad», en el que el hombre anhela «estar en todo», es ahora el estado en el que nos parece que «el mun­ do es Todo y nosotros Nada»; en el estado de «extrema cultura», en cambio, nos parece que «nosostros somos Todo y el mundo Nada». (No es difícil, en esta última frase, oír ecos de Fichte, el autor que Hólderlin escuchó con entusiasmo en Jena). Los elementos de novedad más importantes de este nuevo pró­ logo son, sin embargo, los siguientes: a) el hombre tuvo que perder esta unión con la Naturaleza, sólo así podía recuperar aquélla con mayor plenitud. b) lo que impulsa este movimiento de un estado a otro es la idea que tenemos «de aquella infinita paz, de aquel Ser», por­ que no aspiraríamos a este segundo estado «si no existiera (...) aquella unión infinita, aquel Ser» c) este camino que va de un estado al otro no es obra ni «de nuestro saber» ni «de nuestro actuar». Conviene que retengamos la última de las frases de Hólderlin transcritas en b) porque va a ser crucial para nuestra reflexión. Por lo que hace a c) hay que decir que, con estas características de la «exzentrische Bahn», el poeta se aparta del pensamiento de Fichte, que de algún modo está aún presente en la versión métrica del Hyperion y, como acabamos de ver, resuena aún en algún momento del prólogo descubierto por Viétor. Este itinerario de un estado a otro es el sentido último de la

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novela de Holderlin — un sentido, dicho sea de paso, qué pasa inad­ vertido a la mayoría de sus lectores, lo que no habla mal ni de éstos ni del autor del libro dado que ésta es una de las características de las grandes obras literarias... —. Esta «vía excéntrica» se ejemplifica en la historia de un joven griego contemporáneo de Hórderlin, edu­ cado por Adamas — posible alusión a Schiller — en los ideales de belleza y libertad, que, después de haber conocido a Alabanda — posiblemente Isaac Sinclair — y haber fracasado en la fundación de la república ideal en Smirna — que termina siendo una comuni­ dad basada únicamente en la unión de progreso y cultura —, se en­ rola en la rebelión de los griegos contra los turcos de 1770 — un hecho histórico con el que Holderlin quiere disfrazar la Revolución Francesa —; después de haberse separado de su amigo al saber que pertenece a la «liga de Némesis», de conocer el amor de Diotima, de reconciliarse con Alabanda, de participar en acciones bélicas que terminan también con el fracaso y el desengaño, tras visitar Alemania — el país en el que esperaba encontrar «la verdad» y en el que no encontró más que «palabras por todas partes; nubes y ninguna Juno» —, regresa a su patria, desde donde, en forma de una serie de cartas dirigidas a su amigo Bellarmin, escribe este relato. Conviene que digamos algo sobre la forma epistolar de este li­ bro porque resulta relevante para nuestro propósito. No olvidemos que Hyperion empieza a escribir este epistolario cuando ya ha ocu­ rrido todo lo que cuenta en él — el Hyperion no es una novela episto­ lar donde las cartas se vayan escribiendo conforme van ocurriendo los acontecimientos —. En las primeras cartas del libro, recién regre­ sado a su patria, el joven griego ve la alegría y el dolor como fases alternantes de la vida, en la última carta, en cambio, leemos: «¡Belleza del mundo, indestructible, fascinante, en tu eterna ju­ ventud! Tú existes; ¿qué son, pues, la muerte y todo el sufri­ miento de los hombres? (...) Como riñas entre amantes son las disonancias del mundo. En la disputa está latente la reconcilia­ ción, y todo lo que se separa vuelve a encontrarse. Las arterias se dividen, pero vuelven al corazón y todo es una única, eterna y ardiente vida».2 De este modo, con este uso un tanto extraño del estilo epistolar, el lector de esta novela asiste al proceso que tiene lugar en el espíritu de Hyperion; como dice L. Ryan, en esta novela «lo narrado y la narración se cierran sobre sí mismos en una unidad conclusa». Es sabido que el Hyperion es una suma de la obra entera de Holderlin; todo el pensamiento de este poeta se encuentra en este relato, desarrollado en algunos puntos y prefigurado en otros. El sen­

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tido nuclear de esta obra es la «exzentrische Bahn» que, a grandes rasgos, he esbozado hace unos momentos. Pues bien, cabe decir sin temor alguno a exageración que este recorrido que se dibuja en la novela de nuestro autor está presente en la totalidad de su obra. El binomio «primer estado»-«segundo estado», el dinamismo del Todo que se refleja en las cartas del «eremita en Grecia» es el ángulo des­ de el que Hólderlin presenta la totalidad de las parcelas de su pensa­ miento, tanto si se trata de su doctrina sobre los géneros poéticos, como del destino cultural o político de Alemania o de cuestiones epis­ temológicas relativas a conocimiento y lenguaje. El circuito que va de una alfa a una omega, que no es otra cosa que el retorno en plenitud al punto de origen, y la presencia de lo ausente, que es lo que mueve este dinamismo, son la entelequia que conforma la obra entera de este poeta. La estructura de la «exzentrische Bahn» la po­ demos encontrar tanto en los grandes himnos y elegías de los prime­ ros años del siglo XIX como en los ensayos sobre filosofía y estética que Hólderlin escribió en Homburg entre 1798 y 1800 como en re­ censiones, notas e incluso cartas. Por razones de espacio no puedo desarrollar este tema con la amplitud que tal cuestión requiere. Me limitaré a ofrecer cuatro calas — como cuatro instantáneas — en la obra de este poeta con el propó­ sito de mostrar lo que acabo de decir. Aparentemente estas rápidas incursiones abordan zonas y aspectos distintos del pensamiento de Hólderlin, sin embargo el lector advertirá inmediatamente la profun­ da unidad y trabazón de este pensamiento; es más, el hecho de que en estas cuatro vistas se adviertan repeticiones y aparezcan con fre­ cuencia, desde distintos ángulos, los mismos temas no hará más que probar lo que acabo de decir. Poesía y filosofía: la poesía como metáfora

En la última carta del primer volumen del Hyperion — una de las más largas y más densas del libro, en la que, entre otros temas, se aborda la cuestión de la génesis de la cultura ateniense, la especi­ ficidad de la cultura griega frente a la del Norte y la de Egipto — se teoriza sobre la relación entre poesía y filosofía. Un interlocutor le pregunta a Hyperion cómo es posible que un pueblo «poético y religioso» como el griego haya sido también un pueblo filosófico; le dice que no se explica qué pueda tener que ver con la poesía «la fría sublimidad de esta ciencia» — la filosofía —. Hyperion contesta que sin la poesía el pueblo griego no hubiera llegado nunca a la filosofía, porque aquélla «es el principio y el fin de esta ciencia». Y argumenta de esta manera: El hombre que no haya sentido en sí al menos una vez en su

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vida la belleza en toda su plenitud (...) con las fuerzas de su ser jugueteando entre sí como los colores en el arco iris, el que nunca ha experimentado cómo sólo en horas de entusiasmo con­ cuerda todo interiormente, tal hombre no llegará nunca a ser ni un filósofo escéptico; su espíritu no está hecho ni siquiera para la destrucción, así que menos aún para construir. Porque, créeme, el escéptico, por serlo, encuentra en todo lo que se piensa contradicción y carencia sólo porque conoce la armonía de la belleza sin tachas, que nunca podrá ser pensada. Si desdeña el seco pan que la razón humana le ofrece con buena intención, es sólo porque en secreto se regala en la mesa de los dioses.3 Unas líneas más abajo se dice que la poesía es a su vez el desti­ no de la filosofía porque, una vez pensado el Todo, analizado y dividi­ do en sus partes, «se podía pensar de nuevo junto lo dividido». Otro texto en el que Holderlin aborda el tema de las relaciones entre poesía y filosofía es su ensayo «Sobre los modos de proceder del espíritu poético». En estas páginas el poeta habla de estas dos actividades del espíritu como dos formas de relacionarse el hombre con el Todo, dos organa para acceder a esta unidad indivisible. La filosofía representa la «primera reflexión» del ser humano en relación con el Ser; en este modo de pensar se produce una abstracción de la unidad-unión de aquél, esta unidad originaria se eleva a un nivel intelectual y se consuma en un «todo de naturaleza espiritual». En la «segunda reflexión» — la poesía —, en cambio, el hombre da vida a esta unidad abstracta, recupera lo material, lo viviente que en la «primera reflexión» había sido aprehendido sólo de un modo ideal. De ahí que estos dos organa estén subordinados el uno al otro: la filosofía comporta una relación precaria con el Todo por cuanto lo objetiva, lo analiza y en consecuencia lo priva de vida; la poesía, por el contrarío, no piensa el Todo — recordemos que en la carta del Hyperion que acabamos de citar se dice que la armonía de la belleza «nunca podrá ser pensada» — sino que lo crea, o más bien lo re-crea después del rodeo por la filosofía. Desde esta perspectiva es como podemos entender la doctrina holderliniana de la poesía como metáfora. Que la poesía sea metáfo­ ra no significa en modo alguno que tal actividad utilice la figura de lenguaje que se ha dado en llamar con este mismo nombre; nada más lejos del pensamiento de Holderlin. El término metáfora hay que tomarlo aquí en toda su literalidad, es decir, traslación; traslación del Ser — de la totalidad del mundo y de la vida — a un microcos­ mos tangible y humano; un pequeño mundo, sin embargo, que no tiene nada que ver con el idilismo en el que el hombre, alejándose del resto de la realidad, intenta a veces encontrar un refugio ante el


miedo que provoca el Todo. En el pequeño mundo que presenta el poema se siente la totalidad del Ser. (Quien lea de un modo empático, por ejemplo, la primera estrofa de «Brod und Wein», unos versos que Clemens Brentano confesaba haber leído cientos de veces, podrá sa­ ber qué es esta metáfora). En la poesía queda restablecida y revivifi­ cada esta unidad del Ser que la filosofía había desmembrado. De ahí la jerarquía que existe entre estos dos organa. Vista desde otra perspectiva, la misma problemática recibe en la obra de Hólderlin otro término, «fundamentación», es decir, remi­ sión — no pensada, sino puesta, realizada en el poema — del tema de éste a la trama indivisible de la que, aparentemente, ha sido des­ gajado. Esta es la forma como este poeta aborda el tema de la poesía en la breve recensión del drama Die Heroine de Siegfried Schmid. Antes de pasar a la siguiente cala nos interesa retener de lo que hemos dicho lo siguiente: 1) entre la poesía y la filosofía existe una relación de circularidad, de modo que esta última es el paso intermedio que, partiendo de aquélla, está destinada a volver a ella; ambas actividades del espíritu dibujan por tanto una «exzentrische Bahn» como la que presenta el Hyperion, un movimiento que es a la vez centrífugo y centrípeto; 2) lo que hace posible el regreso de la filosofía a la poesía es el recuerdo de la unidad y la armonía apre­ hendidas en la primera intuición — poética — del Ser; tal recuerdo es lo que explica que «el filósofo escéptico» descubra lagunas e inco­ herencias en los sistemas filosóficos a los que se enfrenta; y por últi­ mo 3) en el poema, entendido como metáfora, se realiza de algún modo los dos anhelos contrapuestos del ser humano, estar en todo y estar por encima de todo, de los que se nos habla ya en el prólogo del «Thalia-Fragment» del Hyperion. El Danubio y el Rin o Héllade y Hesperia

El Rin nace en los Alpes, junto al paso de San Gotardo; en un tramo de su curso superior, abriéndose paso difícilmente entre roquedos y montañas, parece querer dirigirse hacia el Este, hasta que en Chur y en Rheinecke el relieve del terreno le encamina definitiva­ mente hacia su destino: atravesando el macizo de Renania, entra en la llanura de Colonia y se dirige hacia el Mar del Norte, donde de­ semboca. En su camino — digámoslo con palabras del poeta — «cul­ tiva la tierra y alimenta a los queridos hijos de las ciudades que él ha fundado». El Danubio se origina en la Selva Negra — en Donauischlngen — por la confluencia del Breg y el Brigach. También él cultiva campos y funda ciudades, pero su destino, el Cáucaso, el Mar Negro, está muy alejado del de su hermano «el padre Rin». La idea de los ríos como imágenes de la vida humana es harto

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conocida — y en nuestra lengua tenemos un ejemplo ilustre —; tam­ bién Hórderlin se encuentra dentro de esta tradición; pero en este poeta hay más: los ríos simbolizan a veces los destinos de los pue­ blos; ellos son la voz de los celestes que les hablan a los humanos sobre los designios de sus vidas como pueblos. Cabe tomar los poemas «Der Rhein» y «Der Ister» — nombre griego para el Danubio, el poema de Holderlin tiene elementos toma­ dos de Píndaro como una unidad — vamos a ver en seguida por qué —, lo mismo con los poemas «Die Wanderung» («La migración») y «Germanien» («Germania»), Pues bien, el viaje que dibujan ambos ríos tiene puntos en común con el itinerario de Hyperion; para empe­ zar las estaciones fundamentales de este itinerario, Grecia y Alema­ nia — aquí, de un modo amplio, tomamos el Cáucaso y el Mar Negro como pertenecientes al ámbito del mundo griego —. Pero no sólo esto: la «exzentrische Bahn» — geográfica, de momento — del «ere­ mita en Grecia» — de Grecia a Alemania para volver luego a Grecia — se produce de algún modo también en cada uno de estos ríos: tanto en el Rin como en el Ister se advierte una vacilación en relación con el destino de cada uno de ellos. Ya hemos visto cómo en su curso alto el Rin parece dirigirse hacia el Este — «su alma regia», dice el poeta, «le impulsaba impaciente hacia Asia» —. También al Danu­ bio le ocurre algo parecido: Pero casi parece andar hacia atrás y pienso que tiene que venir del Este.4 Esto por lo que hace a los ríos. En los dos poemas el sujeto poético que toma la palabra experimenta vacilaciones parecidas a las de los dos ríos. Bajo el castillo de los Alpes, junto a las fuentes del Rin al poeta el alma pensando muchas cosas se le iba a Italia, y a lo lejos, a las costas de Morea.5 Por otra parte, en la primera estrofa de «Der Ister» leemos: Pero nosotros cantamos habiendo llegado de lejos desde el Indo y del Alteo.6 En este último poema se justifica así esta vacilación:

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no sin vacilar puede uno echar mano a lo más próximo, derecho, y arribar a la otra orilla.7 Y también en el himno «Der Rhein» se habla de esta dificultad para conocer el propio destino: Los más ciegos de todos, no obstante, son los hijos de los dioses. Porque el hombre conoce su casa y el animal sabe dónde debe construirla, pero al alma inexperta de aquéllos le fue dado el defecto de no saber adonde debe ir.8 Añadamos un último elemento a este movimiento de vaivén que presentan estos dos ríos, los dos formando un conjunto y cada uno de ellos por separado. Decíamos que el poema «Der Ister» contiene elementos de la 3 a Olímpica de Píndaro que Hólderlin tradujo; éste, concretamente: el viaje de Hércules a las fuentes del Danubio; este héroe, buscando las sombras de los bosques que hay junto a las fuentes de este río vino del cálido Itsmo, pues llenos de coraje estaban allí ellos; pero a los espíritus les hace falta también frescor.9 He aquí pues, simbolizado en estos ríos, el movimiento pendu­ lar del viaje del «eremita en Grecia». No olvidemos que en el prólogo esbozo de la versión definitiva del Hyperion el protagonista dice: «Grecia fue mi primer amor y no sé si decir que será el último». Lo que en estos poemas queda arropado dentro de una comple­ ja imaginería de símbolos lo encontramos ahora, en un registro com­ pletamente distinto pero apuntando básicamente a la misma proble­ mática, en unas cartas de Hólderlin que vamos a examinar con algún detalle. El 2 de junio de 1801 este poeta escribe a Schiller pidiéndole su mediación para obtener un puesto en la Universidad de Jena; en la relación que hace de sus méritos señala sus muchos años de estu­ dio de la cultura griega y añade algo que a primera vista puede lla­ mar la atención pero que tiene que ver con lo que nos ocupa:

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creo estar en condiciones de ser útil a los jóvenes que se intere­ sen por ella (la literatura griega) liberándoles de la servidumbre de la letra griega y haciéndoles ver que la gran precisión de estos servicios es una consecuencia de la plenitud de su espíri­ tu.10 Dos años más tarde — el 28 de septiembre de 1803 — Hólderlin escribe a Friedrich Wilmans, el editor de sus traducciones de Só­ focles, y se expresa en estos términos: El arte griego, que nos es extraño — por conformismo nacional y por determinados defectos con los cuales ha sabido siempre salir adelante —, espero presentarlo con esto (la traducción de Sófocles) de un modo más vivo que de costumbre, acentuando su carácter nacional, que él siempre ha negado, y corrigiendo sus defectos estéticos cuando haga falta.11 Pues bien, ¿por qué es necesario liberar a los jóvenes estudian­ tes de Jena de la servidumbre de las letras griegas?, ¿en qué consiste «lo oriental» de estas letras?, ¿qué significa que aquel arte negó siem­ pre este elemento oriental? La respuesta a estas preguntas se encuen­ tra en la carta que Holderlin escribió a Casimir Ulrich Bóhlendorff el 4 de diciembre de 1801 y que ha pasado a ser uno de los textos cruciales para la comprensión del pensamiento de nuestro autor. Aunque los textos que acabamos de citar se encuentran, desde el punto de vista formal, a gran distancia de los poemas que hemos examinado hace unos momentos, no es difícil descubrir que en ellos está en juego la misma problemática que en «Der Rhein» y «Der Ister», la tensión entre Héllade y Hesperia, la dificultad que estos pue­ blos tienen para encontrar su destino propio. Es conocida la veneración que por Grecia sentía Holderlin. La obra entera de este poeta está impregnada de imágenes y figuras del mundo griego. Los llamados «Himnos de Tübingen» son una buena prueba de ello. Susette Gontard pasa a ser para el poeta Diotima — la sacerdotista del amor en el Banquete de Platón —; luego la vemos aparecer en el Hyperion, cuyo protagonista es también un grie­ go. Los esbozos de la tragedia Empedocles se sitúan también en el ámbito griego, etc. En este sentido cabe ver a nuestro autor dentro de una estela en la que se encontrarían, entre otros, Winckelmann, Goethe, Schiller, Heinse y de algún modo también Herder con su veneración por Homero. Sin embargo conviene señalar aquí dos ca­ racterísticas que separan a Holderlin de los autores mencionados: 1) en este poeta — y ello una vez más por la estructura de la «exzentrische Bahn» que conforma su obra entera — la recuperación de

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Grecia, el retorno de los dioses están esencialmente vinculados a la desaparición de estos dioses; la elegía «Brod und Wein», por ejem­ plo, es una buena prueba de ello. Ya Melite, la antecesora de Diotima en el «Thalia-Fragment», ante las lamentaciones por la desaparición de las virtudes del mundo griego clásico, replica que «lo perfecto sólo llegará en el país extranjero, en el país del reencuentro y la eter­ na juventud»; 2) desde su época de Homburg Hólderlin, utilizando los módulos de la cultura griega, inicia un estudio de lo propio y específico de la cultura alemana que no tiene nada que ver con la actitud de sus contemporáneos, basada fundamentalmente en la imi­ tación y el aprendizaje de los modelos clásicos. Con lo cual vuelvo ya al hilo conductor que dirige mis reflexio­ nes sobre este autor: para Hólderlin, tanto la cultura alemana como la cultura griega deben recorrer una «exzentrische Bahn» para en­ contrar lo más propio y genuino de sí mismas. Llegados a este punto podemos abordar ya el pasaje de la carta de Bóhlendorff que hemos mencionado más arriba. Este escritor, a quien Hólderlin conoció en Homburg, que llevó una vida azarosa pretendiendo, sin éxito, imponerse literariamente y que terminó suicidándose, le había mandado al poeta su drama Fer­ nando o la consagración al arte. Hólderlin, después de alabar esta obra y valorar lo mucho que su amigo ha ganado «en precisión, efica­ cia y agilidad», razona así su juicio: No hay nada que nos cueste tanto aprender a usar de un modo libre como lo nacional. Y según creo para nosotros la claridad en la presentación es algo tan originario como natural es para los griegos el fuego del cielo. Precisamente por ello habrá que superar a éstos antes en la hermosa pasión, que tú también has conservado, que en aquella presencia de espíritu y aquel don de presentar las cosas propios de Homero. Suena paradójico. Pero lo vuelvo a afirmar una vez más (...); lo propiamente nacional será siempre el mérito menos impor­ tante en el progreso de la cultura. Por esto los griegos son menos maestros en el sagrado pathos, porque les es innato; en cambio, desde Homero, sobresalen en el don de la descripción, porque este hombre extraordinario tuvo la suficiente inspiración para ga­ nar para su reino de Apolo la sobriedad occidental de Juno y para de este modo apropiarse de un modo tan auténtico de lo ajeno. A nosotros nos ocurre lo contrario. Por ello es tan peligro­ so abstraer las reglas del arte única y exclusivamente de las cua­ lidades sobresalientes de los griegos (...) Pero lo propio debe aprenderse tan bien como lo ajeno. Por esto los griegos son tan imprescindibles para nosotros.12

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Suena paradójico el juicio de Holderlin sobre lo griego y «lo nacional»; como es paradójico también que el Rin, destinado al país alemán, parezca querer encaminarse hacia Asia, o que el Danubio parezca andar hacia atrás, o que Hércules haya venido a calmar sus ardores a los bosques de la Selva Negra... De nuevo un camino que sale de un lugar para volver a él. La autoposesión, la entrada en sí mismos de cada uno de estos pueblos debe recorrer un camino que se dirige hacia lo ajeno para recuperar en plenitud lo propio; una vez más aquello en pos de lo cual hay que ir se manifiesta en su ausencia, en este caso en la excelencia de unas cualidades que resultan ser las adquiridas y que ocultan las innatas. Aplicando a la cultura griega y alemana lo que hemos oído decir a Hyperion en el esbozo de prólogo descubierto el año 1920, podríamos decir aho­ ra que Hesperia y Héllade tuvieron que sobresalir, respectivamente, en el pathos y el fuego y en la luz y el sentido de la forma para que, descubriendo lo propio en — detrás de — aquello en lo que se habían acreditado, regresaran a sí mismos con mayor plenitud. El nacimiento de la lengua (poética). La teoría de los «tonos» y el género trágico

Como la anterior, esta cala tiene también dos partes y se desa­ rrolla en dos registros distintos — a pesar de tratar de lo mismo —, uno extraordinariamente abstracto y concentrado y otro más explícito y suave. En la primera nos centramos en el ensayo «Wink für Sprache und Darstellung» y en la segunda en el titulado «Uber den Unterschied der Dichtarten». Lo que se esboza en aquel escrito es el proceso de entrada en sí mismo del yo; un proceso que, en concordancia con lo que hemos visto hasta ahora, empieza con la salida del yo de sí mismo. Los dos elementos implicados en este itinerario son el conocimiento y la len­ gua: en la primera parte de esta «exzentrische Bahn» el conocimiento presiente la lengua, en la segunda la lengua recuerda el conocimiento. Al inicio de este recorrido, el yo, al entrar en sí mismo, descu­ bre en él disonancias y contradicciones; en la recurrencia de éstas el conocimiento presiente la lengua, que dará acogida a tales fenóme­ nos. En los distintos intentos por entrar en sí mismo y al descubrir tales repeticiones, el yo busca encontrarse en un ámbito universal que le trascienda. Una vez ha conseguido esto, saliendo de sí mismo, asomándose al mundo y descubriendo en él la suma de las vicisitu­ des — impresiones, visiones y saberes — que había encontrado en sí mismo, por obra de la lengua, presentida antes en su exploración interior, lo individual y particular queda elevado a lo externo y objeti­ vo. Hasta aquí se habría llevado a cabo la primera parte de este viaje del yo a sí mismo.

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En la segunda la lengua recuerda el conocimiento. En este pro­ ceso armonizador, generalizador que se ha producido por obra de aquélla se ha perdido la inmediatez y la vida del momento primero en el que el yo, desprovisto aún de la lengua, entró dentro de sí mis­ mo. Pues bien, la lengua no es sólo un instrumento de orden y armo­ nía sino también un memorial de todo aquello que ella ha puesto en concordancia. En este segundo momento del circuito centrífugocentrípeto, en el Todo espiritual se encuentra de nuevo el Todo vi­ viente, la vida infinita está presente en el hombre, lo más abstracto se siente como lo más íntimo, al espíritu se le devuelve la vida y a la vida se le devuelve la forma, lo vivo se une con lo espiritual y lo formal se une con lo material: espíritu y vida son una misma cosa. La memoria — Mnemosyne, madre de las musas — es un con­ cepto central en Hórderlin. En perfecta sintonía con la memoria de la que se habla en este ensayo están estos versos de la 3 a versión de «Mnemosyne»: Y siempre a lo desatado se dirige un anhelo. Pero hay mucho que conservar. Y es necesaria la fidelidad.13 Vamos a observar ahora la misma problemática desde otro án­ gulo, vamos a resumir brevemente lo que cabría llamar la poética de Hólderlin, su teoría de los tonos. Según este autor, en todo poema se pone en relación un contenido espiritual con una forma artística. Empleando, en un sentido paralelo, el concepto de metáfora que he­ mos explicado más arriba, podemos decir que todo poema traslada un contenido a una forma. Al primero lo llama el poeta el «tono fun­ damental» y a la segunda el «carácter artístico». En todo poema, tan­ to el contenido como la forma se encuentran en uno de estos tres «tonos»: el tono «ingenuo», el «ideal» y el «heroico». En cuanto esta­ dos del espíritu, estos tonos significan lo siguiente: el tono «ingenuo» corresponde a la simplicidad, a la armonía del alma; el tono «heroi­ co», a la grandeza, la fuerza, la tenacidad, la resistencia; el tono «ideal», a la armonía de las fuerzas interiores, a la integridad y perfección con que el hombre percibe las impresiones del mundo. Como modos de realidad, los tonos representan estas tres correspondencias: el «in­ genuo» corresponde a los sucesos, las realidades concretas objeto de la intuición; el «heroico», a los afanes y pasiones del ser humano; el «ideal», a las fantasías. Pues bien, la combinación del «tono funda­ mental» y el «carácter artístico», según los distintos «tonos» en los que uno y otro puedan encontrarse, da lugar a los tres géneros poéti­ cos. De este modo: la lírica es una combinación del «tono fundamen­ tal» «ingenuo» con el «carácter artístico» «ideal»; la épica se da cuan­

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do a un «tono fundamental» «heroico» se asocia un «carácter artísti­ co» «ingenuo», y la tragedia se da por la combinación de un «tono fundamental» «ideal» con un «carácter artístico» «heroico». A su vez, cada género poético puede estar modalizado por un «tono» especial; así se puede dar una poesía lírica épica — aquella en la que domine el «tono» «ingenuo» —, una lírica trágica — cuando el «tono» que domina es el «heroico» — y una lírica lírica — con predominio del «tono» «ideal». Para explicar por qué se producen estas combinaciones y no otras — lo «ingenuo» con lo «ideal», lo «heroico» con lo «ingenuo», y lo «ideal» con lo «heroico» — hay que recurrir de nuevo a la doctri­ na hólderliniana de la dinámica del Todo — y en este punto volvemos a encontrar la «exzentrische Bahn» que conforma la obra entera de este autor —: donde mejor encuentra su expresión el espíritu — el contenido del poema, el «tono fundamental», es en el tono opuesto a aquel en el que se encuentra: si está en el «tono» «ingenuo», se expresa en el «tono» «ideal»; si se encuentra en el «tono», se expresa en el «tono ingenuo», y si se encuentra en el «tono» «ideal», se expre­ sa en el «tono» «heroico». Y ello es así porque, siendo el poema me­ táfora del Todo, traslación de éste al microcosmos de la obra de arte escrita, y siendo este Todo un dinamismo que va de la unidad-unión primigenia, no reflexiva, a la unidad-unión recobrada, consciente — recuérdese el Hyperion y su itinerario del «primer estado» al «se­ gundo estado» —, tal dinámica se re-produce, se re-crea en el poema y en la tensión que éste representa entre estos dos estados contra­ puestos. De ahí que, dentro de esta misma óptica, el género poético por excelencia sea la tragedia, porque en ella la tensión entre los tonos — el «ideal» y el «heroico» — es máxima, y de este modo este género es el que mejor ejemplifica la «resolución de las disonancias» en el Todo, en la armonía del f x a l irav. Lo que nace en el ocaso o revolución y tragedia

Con la primera parte del epígrafe de esta última cala traduzco, libremente, el título del ensayo en el que tal incursión se va a basar: «Das Werden im Vergehen», «El devenir en el perecer». En este trabajo, también densísimo, se asocian, bajo el mismo prisma — el de siempre, la «exzentrische Bahn» —, un fenómeno histórico-político, la revolución — la Revolución Francesa —, y un fenómeno estético literario, la tragedia. En ambos se trata de una disolución que está destinada a una unión: la disolución real, la revo­ lución, y la disolución ideal, la tragedia. La disolución se siente como tal sólo porque en ella está el recuerdo del Uno que se disuelve: «pues, ¿cómo podría sentirse la disolución sin la unión?» El sentido de esta disolución es en la tragedia el opuesto del que se da en la

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revolución: en ésta se parte de lo estable y seguro; un elemento nue­ vo, desconocido e inquietante lanza a la historia por un rumbo desco­ nocido; en la tragedia, en cambio, la irrupción de un elemento que pertuba el orden de la vida de los hombres conduce a ésta a la re­ conciliación consigo misma en la totalidad. Por esto la disolución real, la revolución, está dominada por el miedo mientras que la ideal, la tragedia, es un proceso seguro, atrevido, el acto de reproducción de lo real por medio del cual la vida se despliega en todos sus puntos con el fin de ganarse a sí misma como un todo. La disolución real tiene lugar en tres estadios: en el primero domina lo particular sobre lo general, en el segundo éste sobre aquél, en el tercero se identifican ambos extremos, en lo íntimo y particular se encuentra lo infinito y en éste alienta aquél. El haber insistido cuatro veces en este proceso nos dispensa, creo, de alargarnos más en esta última cala: no es difícil descubrir en este tercer estadio del que acabamos de hablar el final del circuito conocimiento-lengua-conocimiento de «Wink für Sprache und Darstellung» y el cumplimiento de los dos anhelos contrapuestos del hom­ bre de los que nos habla el Hyperion, la aspiración de estar en todo y por encima de todo. Debemos dejar a Holderlin y pasar a Paul Celan. (Dentro de unos momentos veremos cuál es el enlace que cabe establecer entre estos dos autores y qué es lo que su situación histórica y su poesía puedan tener en común.) A] hablar de la «exzentrische Bahn» como estructura y contenido de todo el sistema filosófico-poético de aquel autor hemos mencionado, aunque sólo de pasada, dos poemas del año 1801, «Brod und Wein» («Pan y vino») y «Heimkunft» («Regreso al hogar»). Tomemos dos pasajes de estos poemas; ellos pueden in­ troducirse en las reflexiones que van a seguir y a la vez servir de enlace — de momento provisional — entre estos dos poetas. En los versos 119-120 del primero leemos: A menudo debemos callar; faltan los nombres sagrados, los corazones laten y sin embargo las palabras quedan atrás14 y en el verso 90 de «Brod und Wein»: Ahora, ahora deben surgir para esto palabras, como flores15 Hay que situar estos dos pasajes en el clima adventista tan fre­ cuente en Holderlin: el crepúsculo vespertino de los dioses que se han ido coincide con el crepúsculo matutino de los dioses que se anuncian; en el quicio entre el momento actual y un futuro inminen­ te. En esta frontera epocal ha periclitado un lenguaje y se está a la espera de otro nuevo. El silencio, pues.

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El silencio: para empezar la segunda parte de esta meditación hay que decir que este término es uno de los que con mayor frecuen­ cia aparecen en la exégesis de Paul Celan, tanto en la que han practi­ cado sus intérpretes como en la que de sí mismo ha hecho el poeta. Paul Celan, nacido el año 1920 en Czernowitz, en la Bukowina, perteneciente en la actualidad a Rumania, fue víctima y testigo de la barbarie nazi; sus padres murieron en un campo de concentra­ ción; él, internado en otro, pudo escapar; huyó a Bucarest, a Viena y finalmente a París, donde murió — voluntariamente — en 1970. En el año 1958 recibió el premio literario de la ciudad hanseática de Bremen. Oigamos unas frases del poeta en el breve discurso de acción de gracias pronunciado con este motivo. Celan habla de lo que para él, en su juventud, era la ciudad de Bremen — ciudad de autores, de libros y editores —; a diferencia con lo que ocurría con esta ciudad de la Hansa, Viena fue — por un breve lapso de tiempo sólo... — aún una ciudad alcanzable Alcanzable y no perdida siguió siendo, en medio de las pérdi­ das, esta sola cosa: la lengua. Ella, la lengua, siguió siendo algo que no se había perdi­ do. Pero ahora tenía que atravesar sus propias carencias de res­ puesta, atravesar un espantoso enmudecimiento, atravesar los mi­ les de tinieblas de un discurso letal. Los atravesó y no entregó ninguna palabra a lo que estaba sucediendo; pero atravesó esto que estaba sucediendo. Lo atravesó y le fue dado salir de nuevo a la luz, «enriquecida» por todo esto.16 ¿Qué es lo que estaba sucediendo? Ya lo saben, el holocausto, o si quieren el Holocausto. Claudio Magris, en su libro El Danubio dice de Celan: Celan (...) vivió el holocausto judío, en el cual perecieron sus padres, como la noche absoluta, que aniquila cualquier posibi­ lidad de historia y de vida verdadera, y experimenta más ade­ lante la imposibilidad de echar raíces en la civilización occiden­ tal (...) Su lírica se asoma a la orilla del silencio, es una palabra arrancada al callar y florecida del callar, del rechazo y la impo­ sibilidad de comunicación.37 El silencio, una palabra que ha salido ya varias veces en lo que venimos diciendo últimamente; «la palabra arrancada al silencio» de la que habla Magris es una expresión que traduce bastante de cerca otra de Celan: «das erschwiegene Wort». El silencio y las palabras

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que deben seguir a él; «como flores», dice Hólderlin en «Brod und Wein», «la palabra florecida del callar» es para Magris la poesía de Celan. Oigamos ahora una frase de la continuación del discurso de Bremen del que acabamos de citar un pasaje; en ésta Celan termina­ ba diciéndonos que la lengua, el alemán, atravesó estos sucesos y estas tinieblas. Pues bien, el poeta continúa: En esta lengua, en aquellos años y en los que vinieron después, he intentado escribir poemas.18 El silencio, pues, y las palabras, nuevas — la poesía —, que debe seguir a este silencio. He aquí el paralelismo que quería yo señalarles y que justifica que estos dos autores figuren en una misma reflexión. Hólderlin y Celan; ciertamente, dos poetas muy alejados en el tiempo — exactamente ciento cincuenta años separan el nacimiento del uno y del otro. Entre ellos, sin embargo, cabe establecer también paralelismos de carácter histórico. Uno fundamentalmente: cada uno de ellos ha vivido uno de los acontecimientos más importantes ocu rridos en Europa en los últimos 250 años, la Revolución Francesa Hól­ derlin y Celan la Revolución Rusa — para ser más exactos la implan­ tación y consolidación del Comunismo en la Unión Soviética — y el auge y la caída del nazismo. Sin duda son los vuelcos más importan­ tes de la historia del espíritu europeo; se trata de estos sucesos que no se dejan medir con los módulos que proporcionan el discurso al que el hombre está habituado — es decir, en el que el hombre habi­ ta... —; en los dos casos se siente la insuficiencia de las palabras de este discurso — o su carácter letal... — y la necesidad de inventar un discurso nuevo y con él un futuro nuevo. En las páginas que siguen me propongo examinar este intento de hablar de otra manera; me propongo llevar a cabo esta reflexión en tres tiempos cuyos rótulos tomo de Th. Adorno el primero y de Paul Celan los dos últimos. El silencio después de Auschwitz

El silencio. ¿Qué clase de silencio? ¿Por qué el silencio? Se calla — se guarda silencio — por muchos motivos: callamos porque no tenemos nada que decir; porque — generalmente sin tener gran­ des cosas que decir... — queremos dar a entender que podríamos decir muchas cosas; porque estamos pensando cómo vamos a formu­ lar aquello que queremos decir; callamos también porque... quere­ mos decir «la última palabra», por muy paradójico que ello parezca. (Imaginemos la siguiente situación, que aunque aparentemente banal

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es absolutamente pertinente para las reflexiones que vendrán en se­ guida: en una discusión, de repente uno de los interlocutores se en­ cierra en un silencio obstinado y compacto. Ya pueden decirle los demás, por ejemplo: «sí, sí, no digas nada, ya puedes callarte, ya, pero ya sabes que..». El otro sigue en su silencio. ¿Quién ha dicho realmente la última palabra? Por muy aguda, ingeniosa, contundente que hubiera sido una respuesta verbal — «les dejé que no supieron qué contestar...» —, ¿qué garantía tenía el interlocutor silencioso de que aquello fuera realmente «la última palabra»?, ¿quién le asegura­ ba de que en la reunión no hubiera alguien aún más agudo que pu­ diera salir con una respuesta todavía más definitiva? Con el silencio, en cambio, esto no puede ocurrir; el silencio, como signo dialógico, es absolutamente último e irreplicable. Con algo de esto tiene que ver el silencio de Celan... Vamos a verlo en seguida.) Decíamos que hay muchos tipos de silencio. Existe también el silencio del pasmo — «no hay palabras...» —; el silencio del que no encuentra las palabras para responder, no las encuentra porque no las hay. Es el silencio que podríamos llamar transüminar, el que se encuentra más allá del lenguaje; el silencio que provoca lo sublime y también el horror, dos fenómenos muchas veces emparentados — ¡en modo alguno en el caso que va a ocuparnos dentro de unos momen­ tos! —. Ya saben adonde voy: el silencio de Celan es el silencio des­ pués de Auschwitz. Ya conocen la frase de Adorno, que dijo que después de Auschwitz no es posible escribir literatura sin caer en la barbarie; una frase modificada más tarde — tal vez con ocasión de haber conocido la poesía de Celan — en este sentido: después de Auschwitz sólo es posible escribir poesía que se refiera a aquella pavorosa realidad. Es la poesía (silenciosa) de Celan. Volvamos a la situación dialogal que hemos esbozado hace unos momentos. Refirámosla ahora al holocausto nazi. El interlocutor aho­ ra no se calla, discute — se presta a discutir... —; ¿cómo va a preten­ der ser él el último que hable?; si él habla, ¿por qué no van a poder hablar también los verdugos?; éstos contestan... Nuestro interlocutor ha caído en el «discurso letal» — la «todbringende Rede» — de la que habla Celan en el discurso de Bremen. Hemos traducido aquí Rede por discurso. El léxico alemán po­ see una diferencia muy útil para lo que nos está ocupando en estos momentos: la que existe entre los verbos sprechen y reden y los sus­ tantivos Sprache y Rede. Sprechen es hablar, reden podría traducirse por algo así como «decir cosas»; la Sprache sería entonces la lengua y la Rede algo así como «lo que se dice con la lengua» — el «se» hay que entenderlo aquí como el man heideggeriano — o, si se quie­ re, «la lengua y lo que decimos con ella».

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Es difícil acusar a una lengua — Sprache — de letal, al igual que calificarla de salvífica. Otra cosa ocurre con la Rede: en efecto, en ocasiones la lengua, a través de la Rede, invade hasta tal punto el ámbito de lo decible — cuando el «se» se ha enseñoreado de las relaciones entre los humanos... —, que... ya no es posible decir nada. Peter Handke, tan sensible a esta dimensión esterilizadora de «la len­ gua que se habla», en el prólogo a su diario El peso del mundo, dice del imperio de la Rede: Me ejercité en reaccionar de inmediato con el lenguaje a todo lo que me sucedía, y me di cuenta de cómo en el momento mismo de la vivencia — en este instante, precisamente — el len­ guaje revivía también y se hacía comunicable; un momento des­ pués volvía a ser el desvalido «ya sabes a qué me refiero» de la Era de la Comunicación, oído a diario y trivial por lo fami­ liar.19 Celan, que se sintió también víctima de este discurso letal — «aquí, ahora que soy libre, me doy cuenta de hasta qué grado de malignidad he sido engañado allí, al otro lado» — escribe una poesía animada por el decidido propósito de callarse, de no prestarse a la «todbringende Rede», de reaccionar de un modo condigno — ya no susceptible de réplica — al sacrificio del pueblo judío. En el discurso que el poeta pronunció en Darmstadt el año 1960 ante la Academia Alemana de la Lengua y la Literatura, con motivo de habérsele con­ cedido el premio Büchner, aquel autor habla repetidamente de un giro, de un cambio radical de dirección: es ist Zeit umzukehren — «es hora de dar media vuelta» —; en otro pasaje de este discurso dice: Dichtung: das kann eine Atemwende bedeuten — «la poesía: esto pue­ de significar un cambio de aliento» —. Atemwende es precisamente el título de uno de los libros de poemas de Celan, el publicado el año 1967. He traducido, de un modo provisional, este término por «cambio de aliento». Detengámo­ nos un momento en esta expresión alemana creada por nuestro autor — un compuesto ciertamente insólito — y, más que intentar descifrar­ la, dejémonos fecundar por ella, que es lo que hay que hacer con todo poema e incluso con todo texto literario. Otras versiones posibles de este término serían «giro del aliento», «cambio de dirección del aliento»... El aliento es un flujo de aire que se produce en dirección perpendicular al plano de la cara del hablante y que es lo que sostie­ ne físicamente el habla. Existe en castellano una expresión para de­ signar la u-topía, es decir, aquello que no tiene lugar — en el sentido estrictamente literal de esta expresión: aquello que no encuentra lu­ gar en el mundo —: «donde dobla el aire». La Atemwende sería en

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tonces «donde dobla el aliento»... pero el aliento, como el aire, no dobla... Atemwende puede significar también el momento entre la ins­ piración y la espiración, el momento de cambiar la dirección del alien­ to; pero en este momento precisamente no se puede hablar. El violi­ nista no puede tocar una nota de una duración muy larga; por muy lentamente que pase el arco sobre la cuerda, siempre hay un instante en el que se le ha terminado aquél y debe «cambiar de arco»; en este momento la nota queda interrumpida, no se oye nada. Todas las interpretaciones de este título nos llevan a lo mismo, el si­ lencio. Los títulos de los libros de Celan son muchas veces indicadores del sentido de su poesía. Muy cercano al de Atemwende es el que lleva el libro publicado en 1955, Von Schwelle zu Schwelle — «De umbral en umbral» —, un rótulo que señala un camino impracticable, la cuerda floja que recorre solamente umbrales, sin meterse en mora­ da ni habitación — habituación — alguna. El título Sprachgitter (1959) — algo así como «la verja de la lengua» — está en la línea de la «todbringende Rede» de la que hay que huir y de la que el poeta nos habla en su discurso de Bremen. En Celan el horror a la lengua que se habla, o a lo que se dice en la lengua, se asocia muchas veces con el horror a la luz. El libro aparecido en el año de la muerte del poeta lleva por título Lichtzwang, que yo traduciría por «Forzosa luz», un término que, como ocurre otras veces con los títulos de los poemarios de este autor está tomado de un poema concreto. Vale la pena detenerse un momento en él; dice así: Estábamos tumbados ya en lo hondo de los matorrales, cuando al fin te acercaste reptando. Pero no pudimos abrirnos un pasadizo de tiniebla hacia ti: reinaba / una luz forzosa.20 Antes, interpretando el título Atemwende me he dejado fecun­ dar por las asociaciones que este peregrino compuesto suscitaba en mí. Intentando hacer ahora lo mismo con Lichtzwang me viene a la mente ahora la inicua costumbre de la policía de todo el mundo de mantener bajo «luz forzosa» a los detenidos durante los primeros días de su reclusión — impedir la oscuridad para que no se abran «un pasadizo de tiniebla» —. Del mismo modo como la poesía de Celan es la poesía del silencio, es también una rotunda afirmación de la oscuridad y la sombra. En un poema del libro Von Schwelle zu Schwe­ lle se dice:

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Da a tus palabras también el sentido: dales la sombra. (...)

Habla verdad quien habla la sombra.21 A esta necesaria noche para llegar a «la nueva claridad» — «ich blicke der neuen Helligkeít ins Auge»: «miro a los ojos a la nueva clari­ dad», dice el poeta — parece referirse ya el título del libro publicado el año 1952, Mohn und Gedachtnis — «Adormidera y memoria» —: el sueño necesario para recuperar el verdadero recuerdo de lo perdi­ do. En el discurso de Darmstadt, el poeta, valiéndose de unas pala­ bras de Pascal, hace explícita profesión de fotofobia: saliendo al paso del reproche general de «oscuridad» que suele hacerse a la poesía, Celan se define con unas palabras del filósofo francés: permítanme aquí citar unas palabras de Pascal (...) «Ne nous reprochez pas le manque de clarté car nous en faisons profession!22 Harald Weinrich, refiriéndose también a la presunta «oscuridad» de la poesía de Celan dice: ¿Son oscuros los poemas de Celan? Los poemas de Celan, cier­ tamente, no son accesibles a quien desee una comprensión coti­ diana del mundo. Son oscuros, efectivamente, en el supuesto de que encontremos claro el discurso de todos los días.23 El «pasadizo de tiniebla»

Ya sabemos de dónde hay que huir: del discurso letal, de la luz. Pero: ¿cómo abrirse tal pasadizo?, ¿Cómo huir del lenguaje con el lenguaje? ¿Cómo mirar a los ojos a esta «nueva claridad»? ¿Hay más de una luz? La consecuencia de lo que acabamos de decir, ¿no llevaría al silencio real, a la página en blanco? Pero el silencio puede tener distintos sentidos, y sólo lo que rodea a este silencio — como lo que rodea la ventana... — es capaz de orientar el silencio en un sentido o en otro. Por esto el mismo Celan ha hablado de la poesía como «ein durch Sprache umgrenztes Schweigen» — «un silencio ro­ deado y limitado por la lengua» —. De ahí que las palabras del poe­ ma estén destinadas a llevarnos más allá de ellas; el poeta lo ha di­ cho de un modo exph'cito en su discurso de Darmstadt; para Celan sus poemas son: «ein Appell an den Leser, über die Worte, hinauszulauschen, auf das Nicht-Gesagte» — «una llamada al lector para que, escuche más allá de las palabras», para que dirija su escucha a lo no-dicho» —. Este es el sentido de estos versos del poema «Nách-

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tlich geschürzt» — «Con delantal de noche» — de Vori Schwelle zu Schwelle: una palabra — ya sabes: un cadáver24 o la extraña fórmula con la que termina la primera estrofa de un poema de Atemwende: mipoema, el no-ema.25 Muchos son los procedimientos que la crítica ha descubierto en la poesía de Celan encaminados a lograr esta «Selbstüberführung ins Schweigen» — «autotransposición al silencio» — de la que nos habla Otto Lorenz. No es posible aquí recorrerlos todos sino sólo ha­ cer un breve muestreo. ¿Cómo es posible callar hablando? Podríamos empezar dicien­ do que ante todo con dos preceptos negativos: 1) no usar nunca un lenguaje explícito — es casi ocioso decirlo en el caso de este poeta — y 2) no usar tampoco una especie de lenguaje cifrado tal que, descu­ briendo la clave, pudiéramos traducirlo y... entender lo que Celan quiere decir con sus poemas, lo que obviamente tendría el mismo resultado que el lenguaje explícito. Estaría en primer lugar tal vez lo que el poeta llama la «contra­ palabra» en su discurso «Meridian», la palabra incendiaria, el anar­ quismo verbal que reduce a cenizas todo lo hablado hasta ahora. En este texto Celan cita algunas contra-palabras de Büchner. En el dra­ ma Dantons Tod — «la muerte de Danton» —, una vez ha tenido lugar la ejecución del protagonista — con todo el ritual y el aparato de discursos —, Lucile se acerca al cadalso y grita: «¡viva el rey!». No se trata, comenta Celan, del grito de una monárquica, a quien se está rindiendo pleitesía aquí es a «Su majestad el Absurdo»; es la palabra que rompe los hilos que mueven las marionetas. En el relato Lenz se dice que el 20 de enero Lenz andaba contento por el monte pero que «de vez en cuando le resultaba desagradable no poder an­ dar cabeza abajo». Hay más procedimientos. El mismo Celan ha hablado de la crea­ ción de interferencias por la yuxtaposición de dos términos contra­ puestos — el mismo fenómeno que se produce por la yuxtaposición de dos rayas de luz de distinta longitud de onda —; lo importante en este símil es lo siguiente: la interferencia crea un efecto que es distinto de los dos elementos que le han originado. La interrupción repentina de un verso, el uso de neologismos, las citas de otros auto­

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res, como para eludir la responsabilidad de lo que el poeta dice, la distribución sobre la superficie de la página de islas de palabras, de bloques erráticos verbales, de espacios blancos... En ocasiones la poesía de Celan es un producto espacial y debe contemplarse casi como se contempla una obra de arte abstracto. A veces la palabra llega materialmente a convertirse en ruido, como en el final de uno de los poemas de Atemwende: Tiefimschnee, Iefmnee, I -i -e. Nada puede ser nombrado directamente; el poema intenta crear a veces un clima como el del entendimiento mutuo entre varios inter­ locutores: aquellos momentos en los que un silencio, un gesto, una mirada, unas palabras sueltas... hacen sentir a los presentes aquello a lo que se está aludiendo, aquello que todo el mundo sabe... y que nadie sería capaz de formular. Al principio de estas reflexiones hablábamos del silencio como última palabra, como respuesta irreplicable: pues bien, imaginemos que a este interlocutor callado al fin se logra «arrancarle una pala­ bra» y que esta palabra es también la última, tampoco es replicable... porque está más allá del «discurso letal»: ésta sería entonces la poe­ sía de Celan. El meridiano

Ahora bien, ¿adonde lleva este «pasadizo de tiniebla» recorrido, o abierto, con tan peregrinos procedimientos? Resulta difícil imaginarlo. Sin embargo, en el discurso de Darmstadt encontramos distin­ tas caracterizaciones positivas de la poesía. Allí se habla de «eine Art Heimkehr» — «una especie de regreso al hogar», el título precisa­ mente de uno de los poemas de Holderlin que nos ha servido para enlazar a estos dos autores... —; de haber llegado «in die Nahe eines Offenen und Freien» — «a las proximidades de algo abierto y libre» —; se afirma que «Das Gedicht behauptet sich am Rande seiner selbst; es ruft und holt sich, um bestehen zu konnen, aus seinem Schon-nicht mehr in sein Immemoch zurück» — «el poema se afirma al borde de sí mismo; para poder existir y subsistir, se llama a sí mismo y, sacán­ dose de su ya-no se hace volver a su todavía-sí —; se habla también de la proximidad de la utopía», de un encuentro con uno mismo, etc. Cabría encontrar más caracterizaciones. Dentro de unos momen­ tos volveré a otra, la que da título a este discurso y la que he escogi­ do como último epígrafe de mi reflexión. Pero antes quiero deternerme un momento en un poema; se titula «Der Gast» — «El huésped» —. Dice así:

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Mucho antes del atardecer llega a tu casa el que ha cambiado el saludo por la oscuridad. Mucho antes de que amanezca se despierta y atiza, antes de marcharse, un sueño, un sueño, atravesado por el sonar de pasos: le oyes medir las lejanías y lanzas hacia allí tu alma.26 Del sentido de la obra de Kafka dice Valverde: El gran truco de Kafka (...) consiste en tomar la realidad coti­ diana más conocida, la que a fuerza de conocida parece que no necesita justificar su sentido, dejándola suspendida sobre la nada y el absurdo (...) Pensemos en estas visiones que nos dan los bombardeos: un comedor burgués, con su papel floreado en las paredes, y su reloj todavía andando, suspendido sobre el hueco de la casa destruida.27 Pues bien, a mí este comentario tan agudo me ayuda a leer — quiero evitar a toda costa el término «interpretar», por lo que pue­ da tener de promesa, o propósito, de decir lo que algo significa — este poema. Me gustaría enfocar estas asociaciones: el huésped ha cambiado el saludo por la oscuridad; ciertamente un trueque insólito — la sospecha de que esta oscuridad pudiera ser la oscuridad de la noche, la que buscan los humanos después de la luz del día, que­ da anulada por el primer verso: el huésped ha llegado mucho antes de que oscurezca. Otro contraste: el huésped atiza un sueño — aquí la palabra sueño, Schlaf, significa lo opuesto a la vigilia, no lo que se ve a veces durmiendo —; el sueño sugiere más bien un fuego que se apaga, no algo que pueda atizarse. Más sorpresas: el huésped «mide las lejanías» — ¿se pueden medir? —; el sueño que él ha atiza­ do está atravesado por sonidos: ¿se oye algo en un sueño, sobre todo en un sueño «atizado»?. A mí este poema se me asocia al «Psalm» de Die Niemandsmse — «La rosa de nadie»20 —: Nadie nos vuelve a amasar con tierra y barro, nadie pronuncia las palabras sobre nuestro polvo. Nadie. Alabado seas tú, Nadie. Por amor a ti queremos florecer. Delante de ti.28

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Poemas de la ausencia. El huésped... no ha venido. Aquel para quien florecemos... no existe. Fijémonos en que estos dos poemas, por su estructura, se adaptan perfectamente a sus títulos — «El hués­ ped» y «Salmo» —, podríamos hacer incluso este experimento: con­ servando la estructura de estas obras, sustituyendo unos términos por otros sería perfectamente posible componer dos poemas «con senti­ do». Recordemos el comentario de Valverde a la obra de Kafka. Yo lo veo aplicable a estos poemas también. Imaginemos la siguiente situación: llamamos, nos abren, se nos recibe, se nos hace pasar a una sala de espera, se nos llama, se abre una puerta... no hay nadie, ni nada: «es ist Zeit umzukehren», «es hora de dar media vuelta». He anunciado volver al topos al que debe conducirnos este «pa­ sadizo de tiniebla»: en el discurso de Darmstadt, Celan, replicando a la divida «élargissez l’art» de Mercier, habla del camino del arte como de un camino que conduce «a la más angosta angostura»; en otro pasaje hemos visto cómo habla del poema como algo que se acerca hasta el borde de sí mismo, que se mueve en la cresta entre el «ya-no» y el «todavía-sí». Límites, estrechuras, lugares lineales — Hilos de sol se titula el libro que este poeta publicó en 1968 —; el topos del poema es la u-topía, el no-lugar, o si quieren el lugar geométrico, un lugar que no existe pero que se define por determina­ das propiedades. A esto apunta la imagen del meridiano que da títu­ lo al discurso de Darmstadt, una imagen que, después de 16 pági­ nas, anfractuosas, entrecortadas, titubeantes, parece haber dado al poeta la clave para definir lo que para él es el lugar de la poesía. Con estas palabras termina Celan su parlamento: Encuentro algo — como la lengua — inmaterial, pero terreno, terrestre, algo circular, que vuelve sobre sí mismo pasando por los dos polos y — alegremente — atravesando incluso los trópi­ cos: encuentro... un meridiano. Con ustedes y con Georg Büchner y con el Land de Hessen creo haberlo tocado otra vez en este mismo momento.29 Madrid, agosto de 1991

Notas 1. Es gibt zwei Ideale unseres Daseyns: einen Zustand der Hochsten Einfalt, wo unsere Bedürfnisse mit sich selbsl, und mit unseren Kráften, und mit allem, womit wir in Verbindung stehen, durch die blosse Organisation der Natur; ohne unser Zuthun, gegenseitig zusammenstimmen, und einen Zustand der hochsten Bildung, wo dasselbe statt finden wíirde bey undendíich verviel falligten und verstárkten Bedürfnissen

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und Kráften, durch die Organisation, die wir uns selbst zu geben im Stande sind. (Hólderlin — Grosse Stuttgarter Ausgabe, 3, S. 163) Traducción castellana de Anacleto Ferrer, Madrid, Hyperion 1989, p.35. 2. Schónheit der Welt! du unzerstórbare! du entzükende! mit deiner ewigen Jugend! du bist; was ist denn der Tod und alies Weh der Menschen? — (...) Wie der Zwist der Liebenden, sind die Dissonanzen der Welt. Versóhnung ist mitten im Streit und alies Getrennte findet sich wieder. Es scheiden und kehren im Herzen die Aderan und einiges, ewiges, glühendes Leben ist Alies. (ibid. 3, S. 159-160) Traducción castellana de Jesús Munárriz, Madrid, Hype­ rion, 1976, p. 210. 3. Der Mensch (...) der nicht wenigstens im Leben Einmal volle lautre Schónheit in sich fühlte (...) wie die Farben am Irisbogen in einander spielten, der nie erfuhr, wie nur in Stunden der Begeisterung alies innigst übereinstimmt, der Mensch wird nicht einmal ein philosophischer Zweifler werden, sein Geist ist nicht einmal zum Niederreissen gemacht, geschweige zum Aufbauen. Denn glaubt es mir, der Zweifler findet darum nur in allem, was gedacht wird, Widerspruch und Mangcl, weil er die Harmonie der mangellosen Schónheit kennt, die nie gedacht wird. Das trokne Brod, das menschliche Vemunft wohlmeinend ihm reicht, verschmáhet er nur darum, weil er ingeheim am Góttertische schwelgt. (ibid. 3, S. 81) Traducción castellana de J. Munárriz, op cit. p. 115-116. 4. Der scheinet aber fast Rückwárts zu gehen und Ich mein, er müsse komen von Osten (ibid. 2, 1, S. 191) 5. Sich manches beredend, die Seele Italia zu geschweift Und fernhin an die Küsten Moreas. (ibid. 2, 1, S. 142) 6. Wir singen aber vom Indus her Femangelommen und Vom Alpheus (ibid. 2, 1, S. 190) 7. Nicht ohne Schwingen mag Zum Náchsten einer greifen Geradezu Und kommen auf die andere Seite. (ibid. ” , 1, S. 190) 8. Die Blindesten aber Sind Góttersohne. Denn es kennet der Mensch sein Haus und dem Thier ward, wo Es bauen solle, doch jenen ist Der Fehl, dass sie nicht wissen wohin? (ibid. 2, 1, S. 143) 9. Vom heissen Isthmos kam, Denn voll des Muthes waren Daselbst sie, es bedarf aber, der Geister wegen, Der Kühlung auch. (ibid. 2, 1, S. 191) 10. ich glaube, im Stande zu sevn, Jüngeren, die sich dafür interessieren, besonders damit nützlich zu werden, dass ich sie vom Dienste des griechischen Buchstabens befreie und ihnen die grosse Bestimtheit dieser Schriftsteller ais eine Folge ihrer Geistesfülle zu verstehen gebe. (ibid. 6, 1, S. 422)

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11. Ich hoffe, die griechische Kunst, die uns fremd ist, durch Nationalkonvenienz und Fehler, mit denen sie sich immer herum beholfen hat, dadurch lebendiger, ais gewóhnlich dem Publikum darzustellen, dass ich das OrientaJische, das sie verleugnet hat, mehr heraushebe, und ihren Kunstfehler, wo er vorkommt, verbessere. (ibid. 6, 1, S. 434) 12. Wir lernen schwerer ais das Nationelle freí gebrauchen. Und wie ich glaube, ist gerade die Klarheit der Darstellung uns ursprünglich so natürlich wie den Griechen das Fcucr vom Himmel. Eben desswegen werden diese eher in schoner Leidenschaft, die Du Dir auch erhalten hast, ais in jener homerischen Geistesgegenwart und Darstellungsgabe zu übertreffen seyn. Es klingt paradox. Aber ich behaupt’ es noch einmal (...) das eigentliche natio­ nelle wird im Fortschritt der Bildung immer der geringere Verzug werden. Desswegen sind die Griechen des heiligen Pathos weniger Mcister, weil es ihnen angeboren war, hingegen sind sie vorzüglich in Darstellungsgabe, von Homer an, weil dieser ausserordentliche Mensch seelenvoll genug war, um die abendlándische Junonische Nüchternheit für sein Apollonsreich zu erbeuten, und so wahrhaft das fremde sich anzueignen. Bei uns ists umbekehrt. Desswegen ists auch so gefahrlich sich die Kunstregeln einzig und allein von griechischer Vortrílichkeit zu abstrahíren (...) Aber das eigene muss so gut gelernt seyn, wie das Fremde. Desswegen sind uns die Griechen uncntbehrlich. (ibid. 6, 1, S. 426) 13. Und immer Ins Ungebundene geht eine Sehnsucht, Vieles aber ist Zu behalten. Und Noth die Treue. (ibid. 2, 1, S. 197) 14. Schweigen müssen wir oft; es fehlen heilige Nahmen, Herzen schlagen und doch bleibet die Rede zuriick? (ibid. 2, 1, S. 99) 15. Nun, nun müssen dafiir Worte, wie Blumen, entstehen. (ibid. 2, 1, S. 93) 16. Erreichbar, nah und unverloren blieb inmitten der Verlustedies eine: die Sprache. Sie, die Sprache, blieb unverloren, ja, trotz allem. Aber sie musstenun hindurchgehen durch ihre eigenen Antwortlosigkeiten, hindurchgehen durch furchtbares Verstmmen, hindurchgehen durch die tausend Finsternisse todbringender Rede. Sie ging hindurch und gab keine Worte her für das, was geschah; aber sie ging durch dieses Geschehen. Ging hindurch und durfte wieder zutage treten. «angereichert» von all dem. (Paul Celan. Ansgewahlte Gedichte. Nachwort von Beda Allemann. Frankfurt a Main, Suhrkamp 1968, S. 127-128) 17. Claudio Magris. El Danubio (trad. castellana de Joaquín Jordá) Ed. Anagra­ ma, Barcelona 1988, p. 295. 18. In dieser Sprache habe ich, in jenen Jahren und in den Jahren nachher, Gedichte zu schreiben versucht. (Paul Celan. Ausgewahlte Gedichte. Nachwort von Beda Allemann. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1968, S. 128) 19. Ich übte mich nun darin, auf alies, was mir zustiess, sofort mit Sprache zu reagieren. und merkte, wie im Moment des Erlebnisses gerade diesen Zeitsprung lang auch die Sprache sich belebte und mitteilbar wurde: einen Moment spáter wáre es schon wieder die táglich gehórte, vor Vertrautheit nichtssagende. hilflose, «Du weisst schon, was ich meine» Sprache des Kommunikations-Zeitalters gewesen. (Peter Handke. Das Gewichi der Welt. Salzburg, Residenz Verlag 1977, S. 6. Traducción castellana de Víctor Canicio. Barcelona Ed. Laia 1981, p. 12) 20. Wir lagen schon tief in der Machia, ais du endlich herankrochst.

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Doch konnten wir nicht hinüberdunkeln 2U dir: es herrschte Lichtzwang (Paul Celan. Gedichte II. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1979, S. 239) 21. Gib deinem Spruch auch den Sinn: gib ihm den Schatten.

(.-) Wahr spricht, wer Schatten spricht (Paul Celan. Gedichte I. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1978, S. 135) 22. Erlauben Sie mir, hier ein Wort von Padcal zu zitieren (...): «Ne nous reprochez pas le manque de clarté car nous en faisons profession». (Paul Celan. Ausgewahlte Gedichte. Nachwort von Beda Allemann. Frankfurt a Main, Suhrkamp 1968, S. 141) 23. Sind Celans Gedichte dunkel? Die Gedichte Celans sind gewiss nicht von einem alltáglichen Weltverstandnis her zugánglich. Sie sind tatsáchlich dunkel, vorausgesetzt, dass man die Alltagsrede hell iindet. {Deutsche Literatur der Gegenwart. Band I hg. Dietrich Weber. Stuttgart, Kroner Verlag 1976, S. 286) 24. Ein Wort — du weisst: eine Leiche. (Paul Celan. Gedichte I. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1978, S. 125) 25. Meingedicht, das Genicht. (Paul Celan. Gedichte II. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1979, S. 31) (Paul Celan. Gedichte II. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1979, S. 39) 26. Lange vor Abend kehrt bei dir ein, der den Gruss getauscht mit dem Dunkel. Lange vor Tag wacht er auf und facht, eh er geht, einen Schlaf an, einen Schlaf, durchklungen von Schritten: du horst ihn die Fernen durchmessen und wirfst deine Seele dorthin. (Paul Celan. Gedichte 1. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1978, S. 102) 27. (José María Valverde. Historia de la Literatura Universal. Barcelona, Ed. Planeta 1968, 3er vol. p. 317). 28. Niemand knetet uns wieder aus Erde und Lehm, niemand bespricht unsera Staub. Niemand. Gelobt seist du, Niemand. Dir zulieb wollen wir blühn. Dir entgegen. (Paul Celan. Gedichte I. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1978, S. 225) 29. Ich finde etwas — wie die Sprache — Immaterielles, aber Irdisches, Terrestrisches, etwas Kreisformiges, über die beiden Polen in sich selbst Zurückkehrendes und dabei — heitererweise — sogar die Tropen Durchkreuzendes —: ich finde... einen Meridian. Mit Ihnen und Georg Büchner und dem Lande Hessen habe ich ihn soeben wieder zu berühren geglaubt. (Paul Celan. Ausgewahlte Gedichte. Nach, cont von Bede Alleman. Frankfurt a. Main, Suhrkamp 1968, S. 148)

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El mal y el sufrimiento en Leopardi Remo Bodei

I. El orden del mal

La sólida nada 1. En la tradición cristiana tiene el mal una connotación negati­ va: el mal es privación de bien. Si, al nivel que le compete, todo lo creado resulta bueno, el mal del mundo no puede sino derivar de elecciones, cumplidas intencionadamente, por seres libres y res­ ponsables. Es el caso de los ángeles caídos o de hombres soberbios, que introducen en el mundo rebelión y desorden. Desde esta pers­ pectiva, la fascinación del mal se presenta como atracción por la nada y la anarquía. Leopardi destruye metódicamente desde la base los presupues­ tos de tal concepción. En primer lugar, demuestra que el mal no es una perturbación accidental, voluntaria y humana de un orden divino o natural que, de otro modo, seria en sí perfecto; en segundo lugar, aduce que eso que llamamos realidad es una paradójica «sólida nada», un tejido de ilusiones promovido por la razón misma1. Cae así la concepción sustancialista de la plenitud del ser y de la existencia de un orden divino del cosmos, pilares de las arquitectónicas del bien que vienen existiendo — casi sin solución de continuidad — de Pla­ tón a Leibniz. Dado que todo conocimiento procede de los sentidos y viene integrado por la imaginación y la razón (sin que ambas puedan acce­ der a ese origen), sobre la base de la elaboración incesante de los materiales a ellas transmitidos, lo único que resulta de ello es de hecho el indeducible carácter de ‘ser dado’ que todas las cosas pre­ sentan: «la destrucción de las ideas innatas destruye el principio de la bondad, de la belleza y la perfección absoluta, y también de sus contrarios. Vale decir: la destrucción de una perfección, etc., que tenga un fundamento, razón o forma superior a la existencia de los sujetos que la contengan y sea por ende eterna, inmutable, necesaria, pri­

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mordial y existente antes de dichos sujetos, e independiente de ellos»2. Al derivar, en definitiva, todo nuestro conocimiento de sen­ saciones irreductibles, resulta absurdo hablar en general del bien y del mal, de la belleza y de la fealdad, del orden y del desorden. De hecho, una vez eliminadas las ideas innatas, «no hay otra razón posible por la cual deban ser las cosas, absolutamente, de esta o de la otra manera: éstas buenas, malas las otras, con independencia de toda voluntad, de todo accidente, de todo hecho , que en realidad es la única razón del todo, y que es por ende siempre y solamente relativo; por tanto, nada es bueno, verdadero, malo, feo, falso, sino relativamente; y a ello se debe que la conveniencia mutua de las co­ sas sea — si cabe hablar así — absolutamente relativa»3. La hormiga australiana 2. No hay pues a la raíz de todas las cosas ningún principio ordenador independiente (absolutus), ninguna fuente de justificación metafísica o moral del mundo o de las acciones humanas: «En suma, el principio de las cosas, y de Dios mismo, es la nada. Y ello porque ninguna cosa es absolutamente necesaria, es decir, no hay razón ab­ soluta para que ella pueda no ser, o no ser de tal modo, etc. ... vale decir: un principio primero y universal de las cosas o no existe, ni existió jamás, o bien si existe o existió es algo que en modo alguno podemos conocer, ya que nosotros no tenemos ni podemos tener el más mínimo dato para juzgar de las cosas antes de las cosas, o para conocerlas más allá del puro hecho real ... Incluso la necesidad de ser, o de ser de tal modo, así como de ser con independencia de toda razón, es una perfección relativa a nuestras opiniones, etc. Lo cierto es que, destruidas las formas platónicas preexistentes a las co­ sas, viene destruido Dios»4. Con el Summum bonum cae también el summum malum; con Dios, también Satanás. Jugando, como en ale­ mán, con la oposición complementaria de Grund y Ab-grund (funda­ ción y abismo), se podría decir, pues, que toda ética aparece en Leo­ pardi fundada/desfondada sobre una retórica de las ilusiones, de la «sólida nada». Al no tener bien y mal una esencia separada, cesa también la atracción por el mal, en el sentido de una voluntad de aniquilación dirigida contra el origen del bien como acto de Ubre rebelión, de grandiosa soberbia, de voluntad de desorden. El mal es algo «ordina­ rio», o sea, forma parte del «sistema» de la naturaleza y es insepara­ ble de él5. Contra Rousseau, que ha «rehabilitado» la naturaleza hu-

* Leopardi dice cosa di fatto, en clara alusión al matter o f fact del empirismo inglés. (N. del T.)

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mana frente a la tradición paulina y calvinista al juzgar a aquélla originariamente buena, y simétricamente contra quienes sostienen la existencia del «mal radical», Leopardi — que, por lo demás, no cono­ cía a Kant6 — señala que, a este nivel, la cuestión es inexistente e insoluble. De hecho, el hombre no es de suyo ni bueno ni malo: sólo du­ rante su desarrollo histórico ha acabado su naturaleza por ponerse en contradicción consigo misma. Es decir, el hombre sufre por estar delineado a partir de tendencias opuestas: de un lado, al igual que cualquier otro animal, tiende por instinto — con una inmensa vivendi cupiditas — a la autoconservación7; de otro lado, su «descontento» por la existencia ha alcanzado hoy un grado tal que, al contrario de los animales, niega a tal punto el instinto de autoperpetuación y bús­ queda de la felicidad normal que llega al suicidio8 y al cupio dissolvi. El materialismo antiguo, epicúreo y lucreciano, y el moderno, de Hélvetius y de D’ Holbach, el empirismo de Locke y el sensismo de Condillach se encuentran y entrecruzan aquí fecundamente con la enseñanza trágica de Pascal y con el sentido de la caducidad de estados y constituciones, estudiado por los historiadores antiguos, desde Maquiavelo y Montesquieu. También las ciencias (de la astro­ nomía antigua — sobre la cual había escrito Leopardi desde su ado­ lescencia — a Newton, de la geología «vulcanista» — que sitúa la historia de la tierra bajo el signo de gigantescos cataclismos naturales — a la zoología) contribuyen a plasmar tal imagen conílictual y con­ tradictoria de la historia natural del hombre y de su conciencia, histo­ ria inserta en la más general de un cosmos indiferente al destino de los seres que en él nacen y perecen, renovando la existencia del todo. El hombre se ha convertido, por ello, en un animal degenerado, en un negador de la vida: un enemigo de sí mismo, tocado por esa ansia de autodestrucción a la que a veces alude también Holderlin con el nombre de Todeslust. Leopardi apunta agudamente al conflicto entre el «deseo infantil», el ansia de «bien sin límites»9: su infantil y adolescente voluntad de ser y durar por siempre, y la evidente vani­ dad de todas las cosas: «Peri l’inganno estremo / ch’eterno io mi credei» [«Murió el extremo engaño / de creer que yo era eterno»]10. Nous ne vivons que pour perdre et pour nous détacher repite Leopardi, citando a Madame Lambert11. El hombre es así, de una parte, un ser cuya esencia misma es, spinozianamente, deseo, (en el sentido según el cual la cupiditas está articulada en la Etica en los tres grados ascendentes de la imagi­ nación, la razón y el amor intelectual, de tal modo que la razón no es más que el grado intermedio, no el supremo del deseo) mientras que, de otra parte, está escindido entre razón e imaginación, sin ah

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canzar jamás realmente y con suficiente estabilidad el estadio culmi­ nante del deseo. Una bifurcación fatal 3. El problema es por qué la naturaleza humana se ha desvia­ do, entrando en conflicto consigo misma, convirtiéndose en campo de batalla y transformándose en esa especie de hormiga australiana — de la que habla Schopenhauer — que, dividida en dos, combate contra sí misma hasta alcanzar una doble muerte12. La respuesta de Leopardi es que ello depende de la formación de una oposición entre «ilusiones» (tendencia a una autoconservación de la especie humana, basada en el impulso generoso hacia el bien público, o sea, aquello que los antiguos llamaban «virtud») y «razón», desarrollada a través de la alianza con el egoíismo (con el estrecho, calculador y mezquino sentimiento de autoconservación, que niega los valores de solidaridad entre seres humanos). Al contrario del egoís­ mo, el bien público (e incluso el privado) no es, sin embargo, racio­ nalmente susceptible de fundamentación, justificación y programa­ ción. En consecuencia, y a pesar de todos los esfuerzos de la política moderna de impronta iusnaturalista — que, de Hobes a Rousseau (incluido Kant), ha hecho, de formas variadas, protagonistas del «pac­ to social» a individuos egoístamente racionales — la sociabilidad y solidaridad humanas no son hoy sino débiles ilusiones a las que se intenta «apuntalar» con razonamientos capciosos: «suprimidas las ilu­ siones y las creencias naturales no hay razón, no es ni posible ni humano que otros sacrifiquen aquello que les resulta ventajoso, por pequeño que ello sea, al bien ajeno»13. A ello se debe que «el mun­ do haya caído enseguida en este estado, ya desde el principio del imperio romano y hasta nuestro siglo»14. Aun cuando la virtud antigua estuviese ya debilitada, al cristia­ nismo se debe que las ilusiones y pasiones naturales se disolvieran ulteriormente y se hundiera la potencia generadora de mitos cívicos, propia del paganismo15. San Pablo, al pretender debilitar la carne, ha debilitado también de hecho al espíritu, abriendo las puertas al peor de los despotismos16. En general, el cristianismo produce ilu­ siones debiles, ya que la idea de salvación está ligada en él al interés del individuo por su suerte eterna. De este modo, se ha abierto en el tiempo una bifurcación entre razón e ilusión. O mejor, ha tenido lugar un crecimiento que ha coin­ cidido con una debilitación de ambas. De un lado, con sus desmesu­ radas pretensiones de dominio absoluto sobre la naturaleza y sobre los hombres, y con sus promesas prometeicas, la razón misma se ha transformado en una «gran ilusión»; del otro, al haberse hecho cóm­ plice del egoísmo, ha destruido desde la base los instintos naturales,

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que — como si fuesen una medicina dirigida a aliviar sus dolores — impusaban a los hombres a una autoconservación de amplias mi­ ras. Así que no han quedado ahora sino razones e ilusiones débiles. La naturaleza, manifiesta directamente a través de las ilusiones vita­ les, sigue siendo sin duda superior a la razón, que se limita a comba­ tirlas sin comprenderlas17, pero su poder sobre el hombre se ha visto drásticamente reducido. Para decirlo de nuevo en el lenguaje de Spinoza: su vis existendi o vis agendi ha mermado peligrosamente, cre­ ciendo en cambio la infelicidad producida por el desengaño y las frustraciones debidas a expectativas irrealizables. ¿Verdad que las ilusiones y falsedad de la razón? 4. Sin embargo, no hay que confundir la razón con la verdad, ni las ilusiones con la falsedad. De hecho, ellas son tan sólo dos ca­ ras de una misma moneda. Lo necesario aquí sería — del modo que veremos — hacer que la verdad quedara «desclavada» de la razón, y la falsedad, de las ilusiones, transformando a ambas, en lo posible, en algo que no fuera su suma, o su sustracción. Si se quiere comprender el problema y, con él, nuestra condi­ ción es necesario partir del «conocimiento de la gran nada»18. Sin embargo, para hacer tal cosa no es posible confiar en la razón mo­ derna que, al haberse hecho egoístamente mezquina, empequeñece las cosas, y que en tal sentido, «es la verdadera madre y razón de la nada»19. En el supuesto de que exista una «fascinación» moderna por el «mal», ésta no consiste de hecho sino en la voluntad de la razón de realizar el bien siguiendo sus perspectivas estrechas y conflictuales, inevitablemente destinadas al fracaso. Haciéndose portadora del bien, pero continuando aliada al egoísmo, la razón llega, al contrario, a producir el mal de la lucha de todos contra todos, enmascarándola de universalidad y de buenos sentimientos. En otros términos, la ra­ zón así concebida es destructora, mientras que el mal no es otra cosa que la racionalización del egoísmo: la verdad del mundo tal como éste ha llegado a ser, de modo que el poder efectivo de aquélla es mayor que el frágil poder del «bien». El querer imponer el bien — la razón como factor de orden — siguiendo confusas ilusiones de justicia o felicidad, engendra pa­ radójicamente el mal, tanto más triunfante y radiante cuanto más se pretende afirmar el bien, futuro o presente. Cuando se razona, los móviles de la solidaridad caen y el egoísmo triunfa justamente por servirse de aquellos refinados instrumentos racionales, de los que el bien no puede disponer. La banalidad del mal consiste en actuar con la inocencia de los animales o con la ingenuidad de los antiguos (como ha hecho Robespierre, al querer resucitar el concepto de virtud), ahora

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que ya no somos tales, ahora que el gusano de la conciencia y la razón ha corrompido al hombre y está la virtud sostenida por la sola razón pura.

II. El fracaso de las estrategias modernas de la convivencia

Revolución francesa 1. Los revolucionarios franceses han sido las primeras víctimas de su funesta ilusión. Han pretendido «extinguir la pasión con la ra­ zón» en lugar de «convertir la razón en pasión»20. Por vez primera en la historia, esos revolucionarios abrigaban la intención de «geometrizar» la vida, superponiendo a ella la razón e intentando levantar por este medio un nuevo orden artificial, que habría transformado la naturaleza humana: «Es verdaderamente digno de compasión el ver el modo en que esos legisladores franceses republicanos creían conservar y asegurar la revolución como algo perdurable, yendo tras los pasos de la naturaleza y finalidad de aquélla, mediante la reduc­ ción de todo a la pura razón, pretendiendo por vez primera ab orbe condito geometrizar la vida entera»21. Estos legisladores — sigue Leopardi, usando expresiones de Burke — «no veían que el imperio de la razón es el del despotismo, y ello por mil motivos. He aquí, suma­ riamente, uno de ellos. La razón pura disipa las ilusiones, y lleva em­ parejado el egoísmo»22. Ellos combatían ciertamente al egoísmo y le contraponían la virtud, como un antídoto, pero no se daban cuenta de la íntima complicidad existente entre la razón reducida al cálculo (una vez privada, pues, de la ilusión) y la virtud, su opuesto especu­ lar: una disposición contradictoria, que pretendía elevar a todos los hombres al bien común. No se percataron de que el sacrificio egoísta es complementario al egoísmo de una autoconservación mezquina­ mente perfilada. No vieron que, de este modo, la libertad y la igual­ dad desaparecían, sin restar otra cosa que la tiranía del egoísmo, bajo las solemnes vestiduras clásicas del bonum commune. Con la esclavi­ tud disfrazada de libertad, Bruto está verdaderamente muerto23. Es verdad que el fracaso de los revolucionarios se debe tam­ bién a la creación de monstruos teóricos y prácticos, a una teratolo­ gía conceptual que ha unido lo que, desde hace milenios, había esta­ do separado. Cuando los jacobinos hablan, en efecto, de «despotismo de la libertad», vinculan esclavitud y emancipación, violencia y auto­ nomía, pasividad y constricción sobre los hombres para que éstos salgan kantianamente de su «estado de minoría de edad». Al consi­ derar el mal como transitoria levadura de la historia, los revoluciona­ rios acaban cayendo en fatales contradicciones, enredándose en ellas de un modo que hace difícil su liberación. Sin embargo, y en este

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respecto, Robespierre no es de hecho un representante de la «banali­ dad del mal», un gélido funcionario de la muerte en serie, como lo describirá De Maistre. Es, más bien, una figura trágica, que ha pre­ tendido realizar el bien a través de los instrumentos tradicionales del mal y del terror, pero que — contra sus intenciones — no ha logrado hacer de este modo a los hombres ni «nuevos» ni mejores. El error principal de todos los revolucionarios franceses (y no sólo de los «fanáticos», sino también de los doctos e ilustrados perse­ guidos, como Condorcet) no consistía tanto, empero, en el intento de eliminar el mal radical a través de un mal transitorio, usando de las propias armas de aquél, cuanto, justamente, en la perversa voluntad de «formar un pueblo que fuera exactamente filósofo y razonable». De esa manera han invertido el orden de las cosas, un orden que quiere que la razón humana — cual nietzscheana «razón pequeña» — esté fundada sobre la vida y sobre la naturaleza; por el contrario, ellos consideraban que el orden era como un modelo mudo de la «gran razón», a la cual debería dar voz el pensamiento: «De aquí que yo no me extrañe, ni les compadezca principalmente por haber creído en la quimera de que se pudiera realizar un sueño, una uto­ pía, sino por no haber visto que la razón y la vida son dos cosas incompatibles, y por haber estimado incluso que el uso íntegro, exac­ to y universal de la razón y de la filosofía debería ser el fundamento, el móvil y la fuente de la vida, fuerza y felicidad de un pueblo24. Leopardi no estaba a favor de esta revolución, pero no está en contra de la idea de revolución, de cambios radicales. Del mismo modo, como veremos, está en contra de este tipo de progreso, pero no en contra del progreso25. Ilusiones necesarias 2. Toda la época postrevolucionaria se enfrenta al hecho de te­ ner que contar con la simultánea consciencia de la pérdida de las ilusiones (desde el punto de vista racional) y de la insustituible fun­ ción de éstas (desde el de las necesidades, individuales y sociales, de sentido). Con un alto y significativo nivel de elaboración teórica y poética, este conflicto se presenta también en el ámbito de la litera­ tura italiana de los primeros decenios del siglo XIX. Piénsese en el Ugo Foscolo de los Sepulcros, para quien tumbas, «nozze, tribunali ed are» [«nupcias, tribunales y aras»] vienen, también ellos, presenta­ dos como ilusiones necesarias para la vida en sociedad; o en el velo de Las Gracias, símbolo de belleza y civilización que ennoblece, enal­ tece y sustrae a la barbarie la ‘nuda e tremante natura umana ’ [«‘des­ nuda y temerosa naturaleza humana’]. Sin embargo, es en Leopardi donde el problema alcanza una función estratégica. Para él, las ilu­ siones, necesarias a la especie humana, son un producto de la natu­

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raleza: «Tengo para mí que las ilusiones son algo en cierto modo real, puesto que son ingredientes esenciales del sistema de la naturaleza humana dados por la naturaleza a los hombres todos; de modo que no es lícito despreciar esas ilusiones como si fueran sueños de un individuo, sino que son verdaderamente propias del hombre y queri­ das por la naturaleza; sin ellas, nuestra vida sería cosa bien misérri­ ma y bárbara, etc.»26. La naturaleza, directamente manifiesta a tra­ vés de ilusiones y pasiones, es superior a la razón, que se limita a combatir a aquéllas con ciega obstinación, sin penetrar en la esencia del deseo de felicidad, de la cupiditas. Justamente por ignorar su más profundo significado en el momento mismo en que cree cono­ cerlas, proclamando la propia victoria, ni siquiera la razón que se tiene por triunfante (ya sea la de los ilustrados, la de los revoluciona­ rios, los liberales o los sansimonianos del período de la Restauración) es capaz de extirpar las ilusiones y las pasiones: por más que langui­ dezcan, desenmascaradas por la razón, las ilusiones siguen existien­ do en el mundo, y constituyen la mayor parte de nuestra vida. «No basta con conocer todas las cosas para perderlas, y ello aunque se las sepa vanas. Y aun cuando alguna vez se pierden, no deja de ha­ ber por ello una raíz vigorosísima, de modo que siguen viviendo y vuelven a aflorar, a pesar de toda la experiencia y certeza conquista­ das»27. Las ilusiones perduran a despecho de la razón, y la vehe­ mencia misma con la que los fautores de la razón las atacan revela en éstos un lado pasional de naturalidad. Si la moderna tendencia a la divulgación de la filosofía, que se encuentra con la «positiva falta de casi todos los objetos de ilusión», debiese — por hipótesis — pre­ valecer y conducir a una salvaje destrucción de las ilusiones, la hu­ manidad se extinguiría, al igual que esos grandes animales cuyos res­ tos fósiles fueron estudiados en el siglo XVIII, y que seguían siendo activamente estudiados en tiempos del poeta, gracias a un Lamarck o un Cuvier. En el caso de que los hombres pudieran habituarse de hecho, realmente a «tener ante los ojos continuamente y sin cesar la verdad desnuda, no quedaría de esta raza humana más que sus huesos, al igual que ocurrió con otros animales de los que se habló en el siglo pasado. Tan posible es que el hombre viva de hecho sepa­ rado de la naturaleza, de la cual nos alejamos cada vez más, como que un árbol cortado de raíz florezca y fructifique»28. Ilusiones sublimes A pesar de la afinidad temática cpn respecto a las ilusiones, las posiciones de Leopardi y Burke son completamente divergentes. En Burke, las ilusiones sirven en efecto para fundamentar de nuevo — en contra de las tesis de los revolucionarios franceses — un poder autoritario apoyado sobre la fe, no sobre la razón.

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Paradójicamente, la idea revolucionaria de égalité es para Bur­ ke verdadera, mientras que la desigualdad entre los hombres es una ilusión. Sin embargo, ésa es una ilusión benéfica e irrenunciable, un factor civilizador, cuya pérdida haría que la humanidad recayera en la barbarie de los orígenes. Privados del aura de superioridad que la imaginación de sus súbditos les presta, reyes y reinas se muestran como hombres y mujeres iguales que los demás, e incluso peores que los demás. Mas este descubrimiento provoca el desencadenamiento de luchas fratricidas. Por esto, cuando la revolución ha desacralizado el carácter sagrado y sublime de la monarquía tiene lugar una radical inversión de los valores, que alcanza a la entera civilización moder­ na29. Al decir algo que es verdadero, la equivocación de los jacobi­ nos radica en que, de ese modo, procuran a los hombres una infelici­ dad sin ilusiones, arrancando las guirnaldas que ocultaban las cadenas de su esclavitud’ y privando a los pobres del único consuelo a que podían recurrir. La igualdad es naturaleza, pero la desigualdad es civilización. Evaporadas las ilusiones, todo rueda ahora hacia el abismo, bajo la atracción de lo peor30. De hecho, con el fin de las ilusiones no se consigue emancipación ninguna. En vez de progresar hacia un nivel más elevado de civilización, el «nuevo imperio de la razón» arroja a los hombres al estado de naturaleza. Las gélidas luces de la razón, que habrían debido disipar las tinieblas de los prejuicios y la opaci­ dad de los sentimientos, dejan ver ahora a individuos y pueblos retor­ nados a la violencia primordial, entregados a la furia de los elemen­ tos, dispersos por una tierra desvantada en la que dominan — sublimes y terribles — las pasiones elementales de la autoconservación egoísta y del miedo inarticulado31. Burke parece aplicar a estos aspectos de la revolución francesa categorías por él introducidas más de treinta años antes en las Inves­ tigaciones sobre lo bello y lo sublime, en las que había colocado lo sublime bajo el signo del terror y la muerte: «Todo aquello ... que es terrible ... es sin embargo sublime»32. Y sublime son justamente las pasiones más violentas, suscitadas por el peligro y la amenaza contra la autoconservación (selfpreservation) del individuo33. Contem­ plada desde una distancia de seguridad, pues, la revolución francesa aparece imph'citamente como un espectáculo sublime, al mostrar no sólo el terror en estado puro, la desnuda amenaza de la muerte con­ tra la autopreservación de los individuos, sino, al mismo tiempo, la reducción de la civilización al estado salvaje, al haber despojado al rey y a los poderosos de toda esa superioridad que las ilusiones les conferían. Burke procede, en consecuencia, a un consciente reencantamiento del mundo, con el fin declarado de restablecer por otros medios la

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vieja jerarquía del poder. Mas una vez producido el desencanto, una vez que, aun terrible, la verdad ha sido entrevista, privada del velo de las ilusiones, es difícil acreditar a otro nivel todo aquello que la razón ha probado como inconsistente. ¿Van a estar todavía los hom­ bres dispuestos a arrodillarse ante el fetiche de la soberanía, a obe­ decer a un «rey desnudo», privado del aura de su cuerpo místico e incapaz de servir ya de custodia viva de la autoridad de Dios sobre la tierra? La respuesta es positiva, bajo la sola condición de que sea sacrificado el intelecto y de que vengan introducidas, con falsa con­ ciencia, creencias racionalmente injustificables. Al contrario que en Leopardi (y que en Hegel, Schelling y Hólderlin, que intentaron fun­ dar en torno a 1796/97 un Mythos der Vemunft), las ilusiones son en Burke, por tanto, y como lo serán más tarde en De Maistre, menti­ ras de las que se es consciente. Comienza de este modo ese proceso de consciente fabricación de mitos que llegará bien lejos, alcanzando con efectos desastrosos a nuestro propio siglo.

III. Las fanfarrias del progreso

Entre razón y egoísmo 1. Ni los revolucionariso franceses ni quienes a ellos se opusieron34 son capaces de ofrecer soluciones practicables. Ambos constityen las dos caras de la misma moneda: una, la razón; otra, el egoísmo. Así, mientras los primeros exaltan la razón a expensas del egoísmo, los segundos enaltecen el egoísmo a expensas de la ra­ zón. Los unos creen en la virtud del universal frente al particular, de la colectividad sobre el individuo; los otros en la del particular frente al universal, del individuo sobre la colectividad. Sus diferen­ cias estriban en que la revolución presenta la violencia como algo regenerador, desplazando al futuro la realización del mundo nuevo, mientras que los liberales la esconden, en cambio, bajo la palabra imperativa del progreso ordenado, estimando que la felicidad ya está aquí o, al menos, está a nuestro alcance gracias a los efectos del «dul­ ce comercio», la difusión de los medios de comunicación y los descu­ brimientos científicos. En su exhibición de la difusión de la civiliza­ ción, del mercado mundial y del bienestar o confort como si fueran procesos pacíficos, los liberales olvidan hasta qué punto han estado acompañados siempre esos procesos de conflictos, guerras y desequi­ librios, tanto a nivel local como mundial: la prosperidad de unos se paga con el infortunio de los otros (por ejemplo, el desarrollo intensi­ vo, por medio de las máquinas, de la industria algodonera inglesa implica la destrucción de las bases materiales de la existencia en la India):

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... Universale amore, Ferrate vie, molteplici commerci, Vapor, tifi e choléra i piü divisi Popoli e climi stringeranno insieme ( .. . )

Tanto la possa Infin qui de’lambicchi e delle storte, E le macchine al cielo emulatrici Crebbero ... 35 [... Amor universal, De hierro vías, el múltiple comercio, Vapor, tifus y cólera los pueblos Y climas más lejanos oprimirán a un tiempo (...) Tanto el vigor En fin aquí de retorta y alambique, Y máquinas al cielo, emuladoras, Crecerá...] El «progreso» estará empero constelado de guerras y estragos, lacerado por las luchas en pos del poder y la conquista de los mercados: ... E giá dal caro Sangue de’ suoi non asterrá la mano la generosa Stirpe: anzi coverte Fien di stragi l’Europa e l’altra riva Dell’atlantico mar, fresca nutrice Di pura civiltá, sempre che spinga Contrarié in campo le fraterne schiere Di pepe o di cannella o d’altro aroma Fatal cagione o di melate canne ( - . ) 36.

... Y de la sangre Querida de los suyos ya la mano No se abstendrá del pródigo linale: antes cubiertas Pasto de estragos la Europa y la otra orilla Del atlántico mar, de pura Civilidad fresca nodriza, siempre que incite Contrarias en el campo a las fraternas huestes

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Por pimienta o canela u otro aroma Fatal razón, o por melosas cañas

(-) Si no debiese cambiar radicalmente el cuadro de esta situación, nun­ ca dejarían los ‘vicios’ de los hombres de ser los mismos — maquia­ vélicamente —, aun cuando cambiaran las circunstancias: ... Ardir protervo e frode, Con mediocritá regneran sempre, A galleggiar sortiti. Imperio e forze, Quanto piü vogli o cumulate o sparse, Abuserá chiunque auralle, o soto Qualunque nome. Questa legge in pria Scrisser natura e fato in adamante; E co’ fulmini suoi Volta né Davy, Lei non cancellera, non Anglia tutta Con le macchine sue, né con un Gange Di politici scritti U secol novo37. [Proterva audacia y fraude, Con la mediocridad reinarán siempre, A flotar destinados, De imperio y fuerzas, Cuanto se quiera, bien juntos o esparcidos, Abusará quien quiera que los haya 0 bajo cualquier nombre. Natura y hado en el primordio Esta ley escribieron en diamante; Y ni Yolta ni Davy con sus rayos Anularla podrán, ni con sus máquinas La Inglaterra entera, ni el nuevo siglo con un Ganges De escritos de política.] Con seguridad, las ventajas ofrecidas para hacer la vida más soporta­ ble, el confort, podrán expandirse, también, hiperbólicamente; pero ello no compensará los dolores sufridos, ni los que ya se anuncian: ... Piü molli Di giorno in giorno diverran le vesti 0 di lana o di seta. I rozzi panni Lasciando a prova agricotori e fabbri, Chiuderano in coton la scabra pelle, E di castoro copriran le schiene. Megüo fatti al bisogno, o piü leggiadri Certamente a veder, tappeti e coltri,

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Seggiole, canapé, sgabelli e mense, Letti, ed ogni altro arnese, adorneranno Di lor menstrua beltá gli appartamenti; E nuove forme di paiuoli, e nove Pentole ammirerá Farsa cucina38. [Más suaves Los vestidos se harán de día en día Sean de lana o seda. Los toscos paños Labradores y artífices dejando Por ganada experiencia, vestirán de algodón la piel hirsuta Y de castor abrigarán la espalda. A las necesidades adecuados, o más bellos Ciertamente a la vista, cortinas y tapetes Mesa, escabel, canapé y silla, Lechos y otros enseres cualesquiera, las viviendas Con su varia belleza adornarán; Y nuevos tipos de cazuela y nuevas Ollas la encendida cocina admirará.] De todo ello depende la estúpida y presuntuosa soberbia del presente, su ‘mal’ sin culpa, en cuanto producto anónimo de las ilu­ siones débiles y desviadas y de la razón que ha perdido su orienta­ ción hacia el bien común efectivo: Qui mira e qui ti specchia, Secol superbo e sciocco, Che il calle insino allora Dal risorto pensier segnato innanti Abbandonasti, e volti addietro i passi, Del ritornar ti vanti E procedere il chiami39. [Mira aquí y mírate al espejo Siglo soberbio y necio, Que el camino hasta entonces Antes marcado del pensar resurgido Abandonaste, y atrás vueltos los pasos, Del retornar te jactas, Y progreso lo llamas.] Aquellos que, en tiempos de Leopardi, e incluso entre sus amigos más cercanos, se proclaman fautores de la libertad y del avance en el saber y la sociedad, ni siquiera se percatan de que lo que ellos

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denominan progreso es retroceso, de que están sojuzgando continua­ mente el pensamiento, poniéndolo bajo nuevas y fútiles ilusiones, pri­ vadas de capacidad para movilizar y ‘aglutinar’ las capacidades humanas: Liberta vai sognando, e servo a un tempo Vuoi di novo il pensiero, Sol per cui risorgemmo Dalla barbarie in parte, e per cui solo Si cresce in civiltá, che sola in meglio Guida i pubblici fati, Cosi ti spiacque il vero Dell’aspra sorte e del depresso loco Che natura ci dié. Per questo il tergo Yigliaccamente rivolgesti al lume Ch’el fe’ palese: e, fuggitivo, appelli Vil chi lui segue, e solo Magnanimo colui Che sé schernendo o gli altri, astuto o folie, Fin sopra gh astri il mortal grado estolle40. [Libertad vas soñando, y siervo a un tiempo Quieres de nuevo el pensamiento, Por el que solamente resurgimos De la barbarie en parte, y sólo por el cual En cultura se crece, la sola que mejor De públicos destinos es la guía. Por eso la verdad te disgustaba De la ardua suerte y del lugar mezquino Que natura te dio. Bellacamente Las espaldas por esto a la luz diste Que a aquella verdad hacía patente: y fugitivo Dices que es vil el que la sigue, y sólo Que magnánimo es aquél Que de sí haciendo mofa o de los otros, astuto o loco La mortal condición a las estrellas alza].

El animal magnánimo 2. Necesario es quebrantar la alianza entre razón e ilusiones, construyendo una racionalidad más fuerte, una segunda naturaleza que llegue a ser, a su vez, primera, haciendo laicas las palabras evan­ gélicas,según las cuales es necesario llegar a hacerse como niño: hacerse, no serlo. Leopardi tiende pues a un grado mayor de ilustra­

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ción, no a rebajar ésta. A ello se accede a través del conocimiento exacto de los males físicos y psicológicos que los eventos reparten entre nosotros, así como uniendo y separando de manera diversa pen­ samiento e imaginación, esto es haciéndonos «animales magnánimos». Pero Leopardi no es por ello «irracionalista», como tampoco, por contra, un «progresista» en el sentido tradicional, y menos, ha­ blando estrictamente, un «nihilista» en el sentido postnietzscheano del término41. No se debe en efecto confundir su polémica contra la ra­ zón, contra algunos aspectos de la ilustración, contra la revolución francesa en fin, como un elogio de las ilusiones y la ignorancia, redu­ ciendo así su pensamiento a elogios tales o a mero refugio esteticista. Su problema es otro, a saber: si será posible separar la razón del egoísmo, y cómo lo será separar la razón del egoísmo. Y ello debería acaecer únicamente a través de la búsqueda imparcial de la verdad y del desenmascaramiento como incapaces e ilusos de quienes dicen creer en la revolución y en el progreso, en cuanto que atribuyen al hombre, con ligereza y mala consciencia, facultades prometeicas que él no posee. A esos tales les falta magnanimidad, en sentido aristoté­ lico, es decir capacidad de valorar a la humanidad actual de un modo justo: sin soberbia, mas también sin humildad cristiana (sendos de­ fectos complementarios). Por el contrario, aquél que «en lugar de a sus cosas / estima al vero igual» es un «animal magnánimo»42. La nobleza y la dignidad del hombre no consisten tan sólo en conocer la fragilidad de su estado, en saber pascalianamente que se es «una caña, mas una caña pensante», sino también y sobre todo en combatir las fuerzas destructoras de la naturaleza, consolidando los vínculos civiles que — lucrecianamente — surgen como réplica al horror suscitado por la naturaleza. Confederación de los hombres y lucha contra la enemiga naturaleza. Filosofía civil que no basa el «conversar ciudadano», la praxis política, la justicia y la piedad sobre «soberbias fábulas» y presuntuosas historias, sino sobre esa base que, aun no siendo susceptible de fundamento racionalmente cierto, nace de la necesidad de autoconservación colectiva. El mal que en suerte nos fue dado 3. Qui auget scientiam, auget et dolorem, se dice en el bíblico Eclesiastés. Leopardi viola la prohibición de conocer el nefas, aquello que no se puede saber ni decir. Aun proclamando la nulidad de Dios y eliminando las ilusiones prometeicas tanto como las edificantes, a través del desencanto propio del conocimiento productivo o poiético, el conocimiento de la verdad no implica sin embargo una fatalista entrega al destino. El «mal» (sufrimiento, descontento, aburrimiento) debe ser combatido, no aceptado. Para ello sería preciso que los hom­ bres, en vez de combatirse mutuamente, se «confederasen», empren­

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diendo una lucha común contra las fuerzas naturales que les oprimen y hacen infelices: Nobil natura e quella Che a sollevar s’ardisce Gli occhi mortali incontra Al común fato, e che con franca lingua, Nulla al ver detraendo, Confessa il mal che ci fu dato in sorte, E il basso stato e frale; Quella che grande e forte Mostra sé nel soffrir, né gli odie l’ ire Fraterne, ancor piü gravi D’ogni altro danno, accresce Alie miserie sue, l’ uomo incolpando Del suo dolor, ma da la colpa a quella Che veramente é rea, che de’mortali Madre é di parto e di voler matrigna, Costei chiama inimica; e incontro a questa Congiunta esser pensando, Siccome é il vero, ed ordinata in pria L’umana compagnia, Tutti fra sé confederati estima Gli uomini, e tutti abbraccia Con vero amor, porgendo Valida e pronta ed aspettando aita Negli alterni perigli e nelle angosce De la guerra comune (..-)43[Naturaleza noble aquélla Que a levantar se atreve En contra del común destino ojos mortales Y que con franca lengua, A la verdad en nada sustrayendo, Confiesa el mal que en suerte nos fue dado Y el bajo estado y frágil; Esa naturaleza grande y fuerte Que en el sufrir se muestra, sin que odio ni ira Fraterna, más grave todavía Que ningún otro mal a su miseria añade, de su dolor Echando culpa al hombre, mas da la culpa a aquélla Que de verdad es rea, que de mortales Madre es de parto y en el querer madrastra. Llama enemiga a ésta y contra ella

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Pensando que está unida Como es verdad, y al inicio ordenada, La humana compañía Que todos entre sí confederados Estima está en los hombres, a todos abrazados Con verdadero amor, prestando Válida y pronta ayuda, y la esperando En las angustias y peligros varios De la guerra común. (...)]

IV. La ultrafilosofía

La verdad, allende la razón 1. Leopardi pretende llevar a cumplimiento a la Ilustración in­ terrumpida, mediante una «ultrafilosofía» aliada con la poesía, con la valoración exacta de la naturaleza del hombre en cuanto ser de deseos, incapaz de realizar la infinitud de su deseo y de su búsqueda de placer. Parafraseando a Clausewitz, cabría decir que la «ultrafilosofía» no es sino la prosecución de la filosofía con otros medios, o sea, con los de la poesía. El primer paso para salir del dolor actual consiste — según se ha apuntado — en el reconocimiento previo y sobrio de nuestra con­ dición de miseria y dolor. Es preciso confesar, justamente: «el mal que en suerte nos fue dado», quebrantando aquello que, en términos de René Girard, podría denominarse «mecanismo victimario»44. En este caso, la tendencia a echar la culpa al hombre, a conferir — indi­ vidual y colectivamente — al hombre la responsabilidad del mal. El ‘ mal’ del hombre depende, por el contrario, de la «naturaleza», es decir de la machina mundi impersonal, sin rostro y a la vez con to­ dos los rostros y aspectos posibles (incluido el nuestro), máquina que funciona instaurando un cuadro móvil de relaciones recíprocas entre los fenómenos. La naturaleza actúa ateleológicamente, sin intenciones enderezadas al bienestar del hombre, indiferente a todo cuanto ella engendra y hace desaparecer. Acaece — dice Leopardi, quizás en trágica parodia del mítico episodio de la manzana newtoniana — como cuando un fruto cae, por su sola maduración y aumento de peso en relación con el pecíolo que lo mantenía unido al árbol, o sea por fuerza de gravedad, sobre un hormiguero, provocando la muerte y destrucción de sus habitantes: Non ha natura al seme Dell’uom pifi stima o cura Che alia fórmica; e se piü rara in quello

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Che nell’altra é la strage, Non awien ció d ’altronde Fuor che l’ uom sue prosapie ha men feconde45. [Naturaleza no tiene por la humana Estirpe ni estima ni cuidado Mayor que por la hormiga; y si en aquélla Más raro que en la otra es el estrago, Se debe ello tan sólo A que menos fecundo es el linaje humano.] A pesar de la alternancia de la generación y corrupción de los entes singulares y de sus actuales estructuras de organización para la convivencia, la naturaleza, en su integridad, se mantiene eterna­ mente joven: Sta natura ognor verde, anzi procede Per si lungo cammino Che sembra star. Caggiono i regni intanto, Passan genti e linguaggi; ella nol vede: E l’ uom d’eternitá si arroga il vanto46. [Persiste la natura siempre verde, y aun avanza Por tan largo camino Que parece inmóvil. Los reinos caen, en tanto, Sin ella percibirlo, las lenguas y los pueblos pasan: Y el hombre de su eternidad se jacta.| «El conversar ciudadano» 2. Para contrarrestar tal inmenso poder — un poder autorregenerador — de las fuerzas naturales destructoras, coaligadas contra la especie humana, es preciso crear otra forma de política, una nueva alianza y confederación entre los hombres. Para que ello sea posible es necesario tener plena conciencia del hecho de que lasolidaridad, y la mejora de las condiciones sociales que de ella se seguirían, no están basadas en la suma procedente de las ilusiones débiles y de las igualmente débiles racionalizaciones del egoísmo, sino en la justa estimación de nuestra propia condición de animales de deseo, de ani­ males que, en su búsqueda del placer y la felicidad, encuentran infi­ nitos obstáculos para alcanzar tal cosa. ■ La hipótesis de Leopardi es ‘atópica’, más que utópica. Esto es: no muestra una sociedad perfecta futura, sino una sociedad posible que, actualmente, parece cosa absurda e inclasificable (átopos, justa­ mente), pero a la que deberán mirar quizás los hombres cuando su

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felicidad haya tocado fondo, cuando sea la naturaleza misma la que los desaloje de su condición corrupta. Cuando los hombres logren disculpar al hombre del mal volverán a encontrar las raíces de su convivencia, que — lucrecianamente — empujó a los primeros repre­ sentantes de la especie a establecer una comunidad nacida, no del egoísmo racional del pactum unionis iusnaturah'stico, sino del «ho­ rror» y del miedo ante las fuerzas naturales: en ese momento, los hombres podrán hallar, reconstruida, elevada a la segunda potencia, la vida buena, el «conversar ciudadano». Esta expresión ha de ser entendida como política basada sobre el discurso y la acción común, sobre el con-versar en cuanto confluencia y convergencia de intereses comunes (o sea, ya no egoístas, por estar en el interior de una socie­ dad que ha abandonado finalmente la bifurcación entre ilusiones dé­ biles y formas de racionalidad cómplices del egoísmo): E quell’orror che primo Contro l’empia natura Strinse i mortali in social catena, Fia ricondotto in parte Da verace saper, l’onesto e il retto Conversar cittadino, E giustizia e pietade, altra radice Avranno allor che non superbe fole, Ove fondata probitá del volgo C osí star suole in piede Qual star puó quel ch’ha in error la sede47. [Y aquel horror que antaño Contra la impía natura Abrazó a los mortales en social cadena, Se restablezca en parte Por el veraz saber, el probo y recto Conversar ciudadano, Y justicia y piedad tendrán entonces Raíz distinta a las soberbias fábulas En que se funda la honradez del vulgo, Tal como estar en pie suele Aquél que en el error su asiento tiene.] Rejugium dignitatis Sin embargo, esta solución no deja de ser, tan sólo, un presagio. El proceso de salida del estado actual de degradación no será — si es que alguna vez se logra — fácil. Leopardi no pretende culti­ var nuevas ilusiones, ni quiere ser la reencarnación del doctor Pan-

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gloss, de Candide. Él no deja de tener en consideración — al igual que los efectos del terremoto de Lisboa, descritos por Voltaire — los efectos producidos en los hombres por todas las catástrofes naturales e ‘históricas’, pero tiene al mismo tiempo una esperanza inconmovi­ ble en la tenacidad de las ilusiones humanas, en su capacidad de consolación contra toda evidencia, aun cuando todo se vuelva hacia lo peor48. Será verdaderamente necesario tocar el fondo de la de­ sesperación para atravesar el círculo de fuego del cambio, para aban­ donar el aislamiento egoístamente racional, con todo su cortejo de compensaciones fantásticas y religiosas. Por lo demás, Leopardi no promete ningún paraíso sobre la tierra. Al igual que sostendrá Freud respecto a una curación psicoanalítica lograda, el objetivo leopardiano parece bien modesto: «hacer pasar a los hombres de una infelici­ dad patológica a una infelicidad normal». Al final, todo ser — incluido el hombre «magnánimo» — será destruido por las mismas potencias naturales que habían contribuido a crear las condiciones previas de su existencia (los fértiles terrenos de lava de la zona vesubiana, según el ejemplo de La ginestra [La retama]). Sin embargo, un individuo semejante no será tan vil como para volverse a esos poderes o a cualquier otra divinidad, en la vana esperanza de evitar de este modo sus males, ni tan soberbio como para ignorarlos, creyendo haberlos derrotado gracias a los progresos de la ciencia y la sociedad. Morirá, ciertamente, mas no se sentirá íntimamente derrotado, ni en connivencia con el agresor: E tu, lenta ginestra, (...) piegherai Sotto il fascio mortal non renitente II tuo capo innocente: Ma non piegato insino allora indarno Codardamente supplicando innanzi Al futuro oppressor; ma non eretto Con forsenato orgoglio inver le stelle

(-.)49 [Y tú, lenta retama, (...) doblarás Bajo el peso mortal sin resistencia Tu cabeza inocente: Mas no doblada hasta entonces vanamente, Cobardemente suplicando enfrente Del opresor futuro, ni tampoco alzada Con insensato orgullo a las estrellas].

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El mal viene dado únicamente por el ciego, estúpido y vanidoso orgullo de una ideología del progreso que no valora adecuadamente los fines, que rechaza al pensamiento y al acrecentamiento posible de la verdad porque no quiere conocer adecuadamente el estado en que se encuentra.

Una nueva alianza, bajo el signo de la poíesis 4. El «conversar ciudadano» no es, con todo, sino un aspecto de una nueva poíesis, de una política ‘poiética’, creativa, de una cons­ telación formada por un pensar y obrar nuevos, manifiestos también bajo la forma de unidad-oposición de poesía y filosofía. La poesía debe adquirir ‘verdad’, hacer más prieta la trama racional de la ima­ ginación (abandonando el sentimentalismo romántico sin caer, empe­ ro, en el purismo neoclásico); y la filosofía debe, a su vez, poetizarse comprehendiendo lo otro de ella misma, la naturaleza de las ilusio­ nes y la lógica del deseo, que se expresan al máximo nivel en la poesía. Sin embargo, cada una ha de permanecer en su puesto, evi­ tando toda confusión (falta pues en Leopardi toda idea de denkende Dichtung [poesía pensante] de tipo heideggeriano, sobre el modelo de Holderlin). Para no ser un «filósofo a medias», el pensador debe experi­ mentar en efecto pasiones e ilusiones, «no ya porque el corazón y la fantasía hablen a menudo con más verdad que la fría razón, sino porque la misma, frígidísima razón tiene necesidad de conocer estas cosas si quiere penetrar en el sistema de la naturaleza y desarrollar­ lo... La razón tiene necesidad de la imaginación y de las ilusiones que ella destruye; a lo verdadero le hace falta lo falso; a lo sustancial, lo aparente; a la más perfecta insensibilidad, la sensibilidad más viva; al hielo, el fuego; a la paciencia, la impaciencia; a la impotencia, la suma potencia; a la geometría y el álgebra, la poesía, etc.»50. Lo que se busca aquí es una «ultrafilosofía» que sea el resulta­ do de la interacción entre filosofía, poesía y dimensión civil, y que nos vuelva a aproximar a la comprensión de la naturaleza (que inclu­ ye también al hombre). Aun cuando la empresa no se lograra políti­ camente, la buena filosofía y la buena poesía — yendo más allá de la pura mimesis de una presunta realidad ya dada, y de la mera, arbitraria y caprichosa invención — mostrarían intermundia atópicos de vida buena, universos de sentido, pasos y recorridos, posibles jus­ tamente porque la estructura del mundo es porosa en su «sólida nada».

(Traducción de Félix Duque)

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Notas: 1. Cf. G. Leopardi, Zihaldone di pensieri, a cargo de A. M. Moroni, Milán (Mondadori) 1988, 2 vols, ( = Z; obra utilizada, en espera de la nueva edición crítica anunciada por Pacella). Vol. I, 90: «Parece absurdo, mas es absolutamente verdad que, siendo todo lo real una nada, no existe otra sustancia en el mundo que Jas ilusio­ nes». El orden del mundo está construido sobre el mal o, mejor, sobre aquello que a nosotros nos parece tal. No es preciso atribuir a ello validez ontológica, ni negársela, pues posee la naturaleza paradójica de la «sólida nada» (ibid. I, 79) a la que todo se reconduce (cf. también I. 71). 2. Z. I, 483. 3. Z. I, 483-4. 4. Z. I, 484. 5. «Concebimos con mayor facilidad males accidentales que regulados y ordi­ narios. Si en el mundo existieran desórdenes, los males serían extraordinarios, acci­ dentales; nosotros diremos: las obras de la naturaleza son imperfectas como lo son las del hombre; pero no diremos que es mala (...). Pero, ¿qué epíteto dar a aquella razón y potencia que incluye el mal en el orden, que funda el orden en el mal? El desorden valdría bastante más: él es vario, mutable; si hoy hay mal, mañana podrá haber bien, estar todo bien. Pero, ¿qué cabe esperar cuando el mal es ordinario? ¿Qué esperar de un orden en el que el mal es esencial?» (Z. I, 1184). En el mismo pasaje, Leopardi se enfrenta a la posición del Rousseu de los Pensées, que atribuye al hombre la responsabilidad del mal: «Homme, ne cherches plus l ’auteur du mal; cet auteur c ’est toi-méme. U n’existe point dautre mal que celui que tu fais ou que tu souffres, et Vun et l ’autre te vient de toi. Le mal général ne peut étre que dans le désordre, et j e vois dans le systéme du monde un ordre qui ne se dément point». 6. Una contextualización de la afirmación kantiana: que el hombre es malo por naturaleza (der Mensch ist von Natur bóse), se halla en Ch. Schulte, Radikal bóse, Die Karriere des Bósen von Kant bis Nietzsche, Munich 19SS. 7. Según la tradición teórica del oikeiosis presente en Teofrasto y los estoicos, y recogida en la edad moderna a partir de Hobbes, Spinoza y Locke bajo el nombre de utilitas. 8. Cf. Z. I, 56-57: «Así como es muy constante e indivisible instinto de todos los seres el conservar la propia existencia, así tampoco hay duda de que la cumplimentación de ésta no sea el estar contento, y de que odiarla o no estar satisfecho de ella no sea un principio contradictorio; un impulso que no puede estar en la naturaleza, y mucho menos en aquel ser que -sin entrar en la teología- es claro que, al ser el orden animal el primero en este globo, y probablemente en toda la naturaleza, — o sea, en todos los orbes —, y al ser evidentemente el grado supremo de este orden, viene así a ser el primero de todos los seres de nuestro globo. Ahora bien, vemos que en éste es tal el descontento por su existencia que no sólo se opone al instinto de la conservación de aquélla, sino que llega a truncarla voluntariamente, cosa total­ mente opuesta a los hábitos de todos los demás seres, y que no puede darse sino en una naturaleza corrompida por completo. Y sin embargo vemos que cualquiera, en nuestra edad, con tal de que posea cierto ingenio, debe necesariamente, tras poco tiempo, ser presa de este descontento. Yo creo que, en el orden natural, el hombre puede, en cierto modo, ser feliz, viviendo naturalmente y como las bestias, esto es, sin grandes, vivos ni singulares placeres, sino con una felicidad y contento siempre, más o menos, iguales y moderados (salvo los infortunios que pueda haber en su vida, como son los engendras, las tempestades, y tantos otros desórdenes accidentales, mas no sustanciales, que hay en la naturaleza), en suma, como son felices las bestias cuando no sufren desventuras ocasionales, etc. Pero yo no creo que seamos ya capaces de esta feli­ cidad, dado que hemos conocido la vacuidad de las cosas y las ilusiones: la nulidad de esos mismos placeres naturales, algo de lo que no debíamos siquiera sospechar: ‘Tout homme que pense est un étre corrompu’, dice Rousseau: nosotros somos ya tales».

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9. Entre las numerosas afirmaciones de este tenor, cf. p.e. Z. I, 349. 10. A me stesso, w. 2-3; cf. M. de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, Madrid 1967, p. 41, en el contexto del capítulo El hambre de inmortalidad. Sobre el hombre como «ser contradictorio» ha insistido recientemente, desde un punto de vista diverso, E. Severino, II nulla e la poesía. Alia fin delletá della técnica: Leopar­ do Milán 1990, p. 661 s. 11. Cf. Mme la Marquise de Lambert, Traite de la Veillesse, en Oeuvres comple­ tes. París 1808, p. 145, y Leopardi, Z, I, 347. 12. Cf. A. Schopenhauer, Die Welt ah Wille und Vorstellung, §27, donde se relaciona la «escisión de la voluntad consigo misma», advertida por los hombres, con la presente en toda la naturaleza: «Muchos insectos (especialmente los icneumónidos) depositan sus huevos sobre la piel, o incluso dentro del cuerpo de larvas de otros insectos, cuya lenta destrucción es la primera tarea del gusanillo salido del huevo (...). Pero el ejemplo más singular de este tipo es el dado por la hormiga (bulldog ant) de Australia: si se la escinde, comienza una lucha entre la parte del cuerpo y la de la cola; la primera aferra a la segunda con las mandíbulas, mientras que ésta se de­ fiende bien picando a aquélla. La batalla suele durar una media hora, hasta que las dos partes mueren y otras hormigas se las llevan». He apuntado a este paralelo porque gracias al famoso libro de Francesco de Sanctís, Schopenhauer e Leopardi, se había hecho cnónico acercar el poeta italiano al filósofo alemán, sobre la base de un genéri­ co «pesimismo» que habría olvidado las fuentes científicas ‘ materialistas’ comunes. La otra razón, permanente, de este emparejamiento se debe a la crítica del «nihilismo de la debilidad» y las actitudes dictadas por la compasión, que Nietzsche dirigirá con­ tra ambos, luego de haberlos admirado inmensamente con anterioridad. Véanse sobre Leopardi los textos ahora recogidos en el volumen F. Nietzsche, Su Leopardi y W. F. Otto, Nietzsche e Leopardi, II Melangolo, Genova 1991. 13. Z. I, 324. 14. ibid. 15. Véase, sobre todo, la poesía Bruto Minore, en la que Bruto, poco antes de darse muerte, tras la batalla de Filippi, dice adiós a la ilusión de que el bien gene­ ral prevalezca y sea posible: Poi che divelta, nella tracia polve Giacque ruina immensa L’italica virtute Sudato e molle di fraterno sangue [Bruto declara lo siguiente]: Stolta virtú, le cave nebbie, i campi Deirinquiete larve Son le tue scole, e ti si volge a tergo II pentimento. (vv. 1-3, 10, 16-19). [Ya que arrancada, en el tracio polvo, Ruina inmensa, yace La itálica virtud (...) Sudoroso y bañado en sangre hermana (...) Estúpida virtud, las vacuas nieblas y los campos De fantasmas inquietos Son tu escuela, y a la zaga te sigue El arrepentimiento!. [De los Cantos de Leopardi hay versiones de J. B. Bertrán (Río Nuevo, Sant Cugat 1983) y de Diego Navarro (orig. Plaza & Janes; ahora en Orbis, Barcelona 1982). Pero no he seguido ninguna, N. del T.]. 16. Cf. Z. I, 185: «La máxima y costumbre de mortificar la carne y debilitar

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el cuerpo para reducirlo — como dice San Pablo — a servidumbre, debía necesaria­ mente hacer languidecer las pasiones y el entusiasmo, conduciendo así también a la sujeción de los ánimos de aquel que buscaba subyugar el cuerpo, de modo que, por una parte se contribuía infinitamente a apagar la vida del cuerpo, mientras que por la otra se allanaba el camino al despotismo (...). En el cuerpo esclavo, también el alma es esclava». De hecho, el despotismo — según el modelo del despotismo oriental propuesto por Montesquieu — se caracteriza por el hecho de que cada uno piensa en sí mismo, y está al mismo tiempo dominado por el más bajo espíritu ríe autoconservación y por el miedo. 17. Cf. Z. I, 168: «la naturaleza es desmesuradamente más fuerte que la razón, hasta el punto de que, aun deprimida y debilitada más allá de cuanto quepa creer, le sigue quedando vigor suficiente para vencer a su enemiga, y ello en sus mismos secuaces y en el mismo momento en que la predican y divulgan; es más, con ese mismo predicar y divulgar la razón cotra la naturaleza declaran vencedora a la natura­ leza sobre la razón. 18. Z. I, 189. 19. Z. II, 833. 20. Z. I, 206. 21. Z. I, 130. 22. Z. I, 131. 23. Cf. Z. 1, 206: «Pero si la sola pasión del mundo es el egoísmo, se tiene entonces razón cuando se grita contra la pasión. Sólo que, ¿cómo apagar el egoísmo con la razón, que es quien lo alimenta, disipando las ilusiones?. Vid, también Z, I, 324: «suprimidas las creencias e ilusiones naturales, no hay razón, no es ni posible ni humano que otros sacrifiquen su posible beneficio por el bien ajeno, cosa esencial­ mente contraria al amor propio esencial a todos los animales»; Z. I, 303-304: «Quien está dominado por el egoísmo no puede sino servir o reinar. Así nuestros príncipes. Reinan, y sabrían servir (...). La libertad requiere homines non mancipia, andras kai ouk’andrapoda [hombres, no siervos], y quien es esclavo, bien sea de amos, sirviendo, o de sí mismo, del egoísmo o de bajas inclinaciones, reinando, no puede entrañar en sí el estado libre ni igual. El amor de sí mismo es inseparable del hombre. Este lo porta, a fin de enaltecerse. Donde enaltecerse es imposible, en definitiva, donde lo es la satisfacción del amor propio, el hombre no puede vivir. Ahora bien, en el mismo estado de perfecta libertad e igualdad, el individuo no hace progresos sin vir­ tud y méritos verdaderos; ya que su virtud, los honores, riquezas, ventajas, etc. depen­ den de la multitud, la cual no puede juzgar según Jos afectos e inclinaciones particula­ res, pues éstos son variados e infinitos y además no concuerdan entre sí, es preciso que ella juzgue según reglas y opiniones universales, esto es, verdadera». Estos pasa­ jes, citados por extenso, muestran el uso — con intenciones a menudo diametralmente opuestas a las de Burke — que Leopardi hace de las ilusiones: incluso en el momento en que se descubra de hecho su vacuidad (cf. p. e. la poesía Bruto minore, sobre la virtud, la cual no sería sino una palabra vacía), ellas sirven para mantener viva la tendencia al bien general, la libertad y la igualdad. El pensamiento que ha com­ prendido la naturaleza de las ilusiones razona sin embargo según un esquema de jure: de cómo deberían ser las cosas, y no de fa d o : de cómo actualmente son, a causa de la debilitación general de la naturaleza. 24. Z. I, 233-234. 25. Dicho sea de paso: también la democracia actual deriva de la vinculación de racionalidad y egoísmo, se basa en la idea (pluralística, sin embargo) de individuos autónomos, racionales y egoístas que persiguen sus propios planes de vida. 26. Z. 1, 52. 27. Z. I, 167. 28. Z. I, 169. 29. E. Burke, Reflexions on the Revolution in Francés [Hay tr. de E. Tierno Galván, I.E.P. Madrid 1954]. La «servidumbre» ha perdido su atractivo cuando la

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virtud monárquica del «honor» ha cedido el paso a la republicana de la «igualdad». 30. Cf. Burke, ibid, p. 245. 31. ibid, p. 246. 32. . E. Burke, A Philosophical Inquiry into the Oiigins our Ideas o f the Subli­ me and Beautifiü (1759). Londres 1959, libro II, cap. II. [Hay ir. esp. de 1807, de Juan de la Dehesa: Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello. Reed. Murcia 1985. N. del T.J. 33. E. Burke, ibid, libro I, cap. VI; y cap. V il. 34. Para Leopardi, no ío son ni siquiera los terroristas: políticos: véase ia de­ nuncia de las «patrañas místicas» del estudiante alemán Sand, con ocasión del asesina­ to de Kotzebue, en Z. I, 93. 35. Leopardi, Palinodia al márchese Gino Capponi, II strofa. 36. ibid. III strofa. 37. ibid. 38. ibid. IV strofa. 39. Leopardi, La ginestra. 40. ibid. 41. Me refiero a la discusión desarrollada en Italia (y fuera de ella) sobre la naturaleza de la filosofía y la actitud política e ideológica de Leopardi. Cf. p.e. A. Tilgher, La filosofía di Leopardi, Florencia 1939, C. Luporini. Leopardi progresivo, así como los muchos trabajos de Sebastiano Timpanaro, que subrayan el lado «mate­ rialista». Distinta es la posición expresada por el ya citado libro de e. Severino. Su tesis fundamental es que Leopardi se encuentra al final de ese «camino de la noche» iniciado por Esquelio al acentuar el devenir a expensas del ser (o sea, sobre el surgir de todas las cosas de la nada y su regreso a ella), en cuanto que es él quien hace emerger las más radicales contradicciones de esa vida. A este respecto, de entre las pocas obras españolas de relieve me place recordar el libro de R. Argullol, Leopardi: infelicidad y titanismo, Madrid 1986. 42. La ginestra, III strofa. «IVobil natura» es aquella que ve al verdadero culpa­ ble: la naturaleza. 43. ibid. III strofa. 44. Cf. p.e., de R. Girard, Le bouc émissaire. París 1982. 45. La ginestra. V strofa. 46. ibid. VI strofa. 47. ibid. II strofa. 48. Este es el motivo suplementario de la preferencia leopardiana por Pascal (pensador trágico de las laceraciones y de las ilusiones humanas, asícomo dela impo­ tencia de la razón paradominarlas) y por Locke (enemigo del innatismo yfautor de los derechos de la experiencia), contra el Leibniz teórico del «mejor de los mundos posibles» y de la «armonía preestablecida». 49. ibid. VII strofa. 50. Z. II, 663, 665.

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El problema del obrar (A propósito de Robert Louis Stevenson)

Enrique Lynch

La ética, como es bien sabido, es una de las ramas principales de la reflexión filosófica. Sin embargo, por evidente que sea este enun­ ciado, lo cierto es que con él sólo se dice que hay un conjunto de problemas que se inscribe dentro de una de las tradiciones del pen­ samiento occidental. Al cabo de una consideración más atenta, llegar a saber cuál pueda ser la pregunta decisiva de la ética, la pregunta que intentan responder quienes se dedican a estudiarla (que la practiquen o no, eso parece que ya no tiene tanta importancia filosófica), es una cues­ tión bastante más problemática. Quien quiera comprobarlo puede ha­ cerlo con sólo dedicar unas horas a hojear la abundante bibliografía disponible. Llegar a saber de qué trata en verdad la ética es una cuestión endiabladamente difícil. Y tanto o más problemático es ha­ cer un compendio de los asuntos que la ética va poniendo a la luz a medida que avanza en su cometido. En general, todas las cuestiones morales resultan bastante oscu­ ras: la virtud, el bien, la responsabilidad moral, la obligación, la equi­ dad, la justicia, etcétera, junto con el análisis de sus correspondien­ tes enunciados y contextos de aplicación, y el siempre inasible problema de saber en qué consiste seguir una regla. Incluso si la ética se propone como no normativa sino tan sólo prudencial, su esta­ tuto de consistencia es sumamente frágil. Más aún, me atrevería a decir que los temas de la ética resultan racionalmente inexpugnables en la medida en que su dominio no parece que sea un ámbito de resolución exclusivamente teórico sino más bien la consecuencia de una decisión práctica. Se puede «hacer justicia», así como se puede «practicar una forma de virtud», pero no parece que la justificación teórica de esa práctica o de ese hacer sea convincente en ningún caso. Por otro lado, razones elementales llevan a desconfiar del llama­ do universo ético. A menudo compruebo que los asuntos de la filoso­

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fía ética nada tienen que ver conmigo, que no puedo asumirme como sujeto de sus predicados, que en ningún momento soy o he sido bue­ no, ni justo, ni libre, ni igualitario, y menos aún responsable de mis actos, y que tampoco aspiro o me he propuesto serlo. Si, por otro lado, observo a mi alrededor, hacia el llamado prójimo, menos aún encuentro que tales aspiraciones o condiciones estén en los otros: todo lo contrario, me ocurre comprobar hasta qué punto era atinada la observación de Freud en una lúcida carta dirigida a su amigo Pfister: «Confieso haber hallado muy poco bien entre los hombres. Por lo que he llegado a saber de ellos, en su mayoría no son más que escoria, tanto si apelan a tal o cual doctrina ética como si no recono­ cen a ninguna». Pero esta contraprueba fáctica no es suficiente para dar por des­ pachada la ética. ¿Qué sería de la filosofía en conjunto si se le aplica­ ran cortapisas tan veleidosas? Conocemos las reservas de los científi­ cos frente a la tarea de los filósofos de la ciencia, la indiferencia de los artistas frente a las especulaciones de los estéticos y el desinterés de los políticos con respecto a las arideces de la filosofía del derecho y la politología, reacciones coincidentes casi todas ellas en la común resistencia a la teoría. No obstante, lo cierto es que este recelo frente a la pretendida autoridad de la ética sobre el problema del hacer tiene una connotación especial puesto que se lo puede enunciar des­ de la filosofía misma. Tal como se formula, en su versión prudencial, o sea incapaz de dictar una regla, el pensamiento ético tiene algo de gratuito y de ilegítimo, y bastante de especulativo, tanto como tra­ tar de determinar el sexo de los ángeles o establecer si los dioses griegos trabajaban o no. Con una diferencia importante: el sexo de los ángeles puede ser un problema teológico delicado y la cuestión de si los dioses griegos trabajaban o no quizá interese para una even­ tual genealogía del concepto de trabajo, mientras que trajinar en filo­ sofía ética no parece que añada ninguna luz para lo único que podría importar, esto es, para guiar nuestros actos, por mucho que la ética invoque estar directamente referida a ellos. De ahí que la reflexión en torno al mundo de la moralidad pro­ duzca a algunos cierto fastidio, que aumenta cuanto mayor es la dis­ tancia que los filósofos, al abordarla, ponen en su trabajo con respec­ to al tronco originario religioso del que proceden todas las elaboraciones filosóficas. Cuando más prudencial y razonado es el abordaje intentado, menos referido a mí me parece y menos perti­ nente con respecto a mis problemas íntimos, menos comprometido con respecto al problema de mi obrar, a diferencia de cómo se suele enfocar el mismo asunto en el discurso religioso (aunque quizá con­ venga aclarar que no soy yo un individuo religioso, sino todo lo con­ trario). Recordemos que una de las cualidades definitorias de la reli­

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gión es que no reconoce el punto de vista de la ética en la medida en que ésta requiere del presupuesto de la libertad. La religión siempre presupone la existencia de un ser por encima de las cualidades huma­ nas que se eleva como juez supremo de los actos desde un orden tras­ cendente al orden mundano. Por consiguiente, la religión se destaca de la ética al rechazar cualquier pretensión de concebir un sujeto libre. No hay ética en la religión porque no hay libertad legitimada en sus principios, así como tampoco hay contenidos éticos en cual­ quier teoría del comportamiento ni siquiera eso que suele llamarse «ética profesional», en cualquiera de las ciencias o saberes de la con­ ducta, porque todas ellas abierta o encubiertamente adhieren a los postulados del determinismo o bien, como es el caso del psicoanáli­ sis, son solapadamente pesimistas. En este terreno, me atrevería a afirmar que la psicología ha asestado un golpe mortal al pensamiento ético, así como la teoría de la sociedad y la antropología han acabado con el sueño de una filosofía de la historia. He aquí otra de las razo­ nes que abonan mi desaliento frente a la ética: puesto que las motiva­ ciones y los deseos que guían nuestra conducta permanecen, como decía Nietzsche, «en su mayor parte inconscientes», la seguridad y la confianza en su propio discurso con la que los filósofos éticos abor­ dan los problemas teóricos del hacer me deja perplejo. No compren­ do cómo se puede soslayar el enorme caudal de actividad incons­ ciente que subyace a cualquier acto, ese abrumador componente parao sub-racional que tienen todas nuestras acciones. Este, como cual­ quier otro discurso que se muestre tan condescendiente con la natu­ raleza humana, por bien intencionado que esté, despierta en mí un irreprimible y descorazonador escepticismo. De ahí que con frecuen­ cia encuentro que las razones éticas esgrimidas, cualquiera que sean, en el fondo son triviales, por compleja que sea la formulación argumental de que se trate o por sanos y buenos que sean los propósitos que las hayan inspirado. Y si a esto agregamos, desde una perspecti­ va más pragmática y positiva, la evidencia de que ninguna filosofía ética ha logrado impedir la comisión de la más irrelevante iniquidad por no decir que ninguna ética ha podido siquiera explicar las atroci­ dades de las que periódicamente tenemos noticia, cometidas en el presente y en el pasado por sujetos libres, racionales y responsables el escepticismo teórico que me inspiran sus argumentos abona una cierta sensación de escándalo. En este punto, me veo en la obligación de confesar que mi natu­ ral e idiosincrásica desconfianza hacia cualquier abordaje filosófico edificante, hacia cualquier «moral filosófica», se convierte en recelo racional hacia la ética en su conjunto, como universo del discurso y como continente teórico, y que esta desconfianza debo reconocerlo se extiende a los éticos en tanto que filósofos.

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Pero sería un desatino sostener que puesto que desconfío de los éticos y reniego de sus cuestiones y tropiezo con sus textos, la cuestión del hacer, de los contenidos de una acción, de sus conse­ cuencias humanas o naturales, no merezcan ser tratadas filosófica­ mente, sea lo que sea lo que queramos decir con esta palabra. Cada acción determina un campo operativo, extensional, para el juicio en la medida en que se hace objeto de un tratamiento de la razón y, aunque las oscuridades de la ética (libertad, responsabilidad, bien, justicia, etcétera) no lleguen a iluminarnos para desplegar ante nues­ tros ojos la valoración del acto, lo cierto es que el actor, el que actúa, no puede evitar sentir como correlato de su acción, placer, culpa, miedo, repulsión, esperanza, y establecer con esas determinaciones un vínculo que da que pensar. De modo que si bien desde la perspectiva del escepticismo mo­ ral en que me sitúo la ética no dice casi nada acerca de los proble­ mas del hacer, de mi hacer, sé que cada una de mis acciones dibuja los contornos de un problema que requiere de mi juicio, que me cons­ tituye — como diría un psicoanalista lacaniano — en tanto que sujeto de esa acción como lugar de un placer, un miedo, una culpa, una repulsión, una esperanza, y me constituye en tanto que sujeto que no sólo hace sino que además juzga sobre aquello que hace. De ma­ nera que si bien puede que no sea legítimo hablar de o desde una ética general, por llamarla así, hay un campo de la experiencia refle­ xiva — y por lo tanto un espacio para el pensamiento — en el que el sujeto del obrar se ve impulsado a revisar los contenidos y las consecuencias de su acción, llevado por los contenidos y las conse­ cuencias que esa acción tiene sobre él mismo, sobre los demás y sobre el mundo, y cuyos indicios, cuyos signos, percibe anticipada­ mente en el miedo, la culpa, el placer, la repulsión, la esperanza, que siente a tenor de sus actos. Hay pues una ética, poblada de fantasmas, — y con una posibi­ lidad de plantear sus problemas —, una ética que me interesa: es la que surge, la que comparece en una circunstancia privada, íntima, intransferible, propia, irrenunciable, por mucho que deneguemos auto­ ridad a la sanción que nos coloca bajo una regla general, una idea compartida o un juicio universal, o a la teoría que intenta avalarlas. La ética que me atañe, aquella que somete a mi propio juicio el pro­ blema del obrar, la relación íntima que establecemos con nuestra ac­ ción, es el eje en torno al cual ha operado desde tiempos ancestrales la religión, cuyos preceptos a menudo no hacen sino objetivar, poner ante nosotros como letra de la Ley — y ponerse entre nosotros y el acto — la interpretación sobre la relación de nosotros mismos con nuestra experiencia del obrar propio. La superioridad de la religión — que no su transparencia —

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como contexto espiritual para elaborar esos temples privados que sus­ citan los contenidos y las consecuencias de una acción, radica en que, descartando la instancia racional machaconamente propuesta por la ética filosófica, habla e interviene cuando ya ha dejado oír su voz el juicio, es decir; cuando el sujeto ya se ha constituido en la culpa, la repulsión, el placer, la esperanza, el miedo, que le inspiran sus propios actos. La religión no desconoce esos temples sino que más bien responde a sus imperativos, de ahí que permita comprender el problema del obrar allí donde la ética filosófica nos deja perplejos, elaborando toda la riqueza simbólica implicada en esos temples sub­ jetivos. La diferencia originaria entre bien y mal, la distinción axiológica correspondiente que es fuente de reglas de vida y de juicios éti­ cos, está íntimamente relacionada con este caudal simbólico, como trataré de demostrar en el análisis siguiente. Mi propósito es introducir la cuestión del mal, y sobre todo sus implicaciones para la consideración del problema del obrar, en el marco de una reflexión que vuelve sobre las consecuencias y los con­ tenidos de un acto en la persona del sujeto de la acción, por media­ ción del sentimiento de culpabilidad que, como es sabido, es una de las fuentes de las que abreva la noción occidental de consciencia moral, o de consciencia a secas. A través de la culpabilidad, en su versión judía o en su versión helénica, el sujeto se descubre como tal, esto es, reencuentra su libertad al cabo de un doloroso retorno sobre sí mismo. Como fuente textual emplearé una pieza que aparentemente ca­ rece de implicaciones o pretensiones filosóficas. No es una fuente filosófica ni religiosa aunque sí puede decirse que es una sutilísima reflexión moral. Se trata de un maravilloso relato de Robert Louis Stevenson que lleva por título el nombre de su atribulado protagonis­ ta: Markheim. Stevenson, como es sabido, es un escritor de relatos de aventuras y ficciones morales, incomparable por sus dotes narrati­ vas y seriamente interesado por la problemática del mal, con ese acento de tan marcado puritanismo que se detecta en la celebérrima historia del Doctor Jekyll y Mister Hyde, en la idea de que hay una naturaleza mala, un componente maligno en el hombre, un elemento que coexis­ te como el «otro yo» de la personalidad. La ventaja especial que re­ porta Markheim como texto es que, por así decirlo, se aleja un tanto del dualismo moral característico del espíritu puritano para concen­ trarse en la consideración del problema del obrar, lo cual permite descubrir, a mi juicio, una dimensión diferente del mal, en tanto que símbolo que incide directamente en el juicio ético. El relato de Stevenson es muy breve, a diferencia de mi lectura,

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que será todo lo minuciosa que sea preciso, y todo lo atenta que re­ quiera la cuestión tratada. La acción transcurre en vísperas del día de Navidad, en la tien­ da de un anticuario, y comienza con un diálogo cortante y rispido entre el protagonista — Markheim, personaje cuyos atributos iremos conociendo a medida que transcurra el relato —, y un odioso anticua­ rio, que recibe al cliente justo al final de la jornada, en el momento en que se dispone a cerrar la tienda y a cuadrar los libros de la caja. El anticuario supone que Markheim ha llegado con la intención de pignorar o de vender alguna pieza hurtada y le advierte que «ha­ brá de pagar por ello», pero Markheim le aclara que no ha venido para vender sino para comprar. Le dice que busca un regalo de Navi­ dad para una dama. Una sutil intimidad está esbozada desde el co­ mienzo entre los personajes ya que el anticuario conoce a Markheim de otras oportunidades. Así que el comerciante, con evidentes mues­ tras de disgusto, acepta atender al inoportuno cliente, entre protestas y burlas crueles que atañen a toda su clientela. Casi de inmediato tenemos un primer indicio de que algo ominoso está a punto de de­ sencadenarse entre los dos protagonistas: Markheim siente afluir so­ bre sí un cúmulo de pasiones tumultuosas cuando el anticuario le ofrece un espejo. Le pido un regalo de Navidad — dice Markheim — y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras ...¡una consciencia de mano! [...] Ambos parecen coincidir en que los espejos desnudan la natu­ raleza execrable de los hombres, circunstancia que aprovecha el anti­ cuario para profundizar en su agresividad verbal hacia el cliente: alu­ de burlonamente a la condición de enamorado que ha confesado Markheim, deja entrever que puede estar borracho, y al final, cuando éste le reprocha sus modos, acaba intimándolo para que, de una bue­ na vez, haga la compra y se marche. Pero Markheim no parece ami­ lanarse por los modales de su interlocutor, recupera la compostura, se siente dominando la escena, da a entender que sabe lo que piensa hacer, aunque — su obrar aún no es cabalmente problemático — no sepa qué contenidos tienen sus actos. Comienza aquí un largo monólogo que abarca toda la primera sección del relato y que está cargado de resonancias morales. ¿Por qué tanta prisa? — le dice — Es muy agradable estar acá hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer. [...]

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Y agrega:

Cada segundo es un precipicio [...] lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta la última traza de humanidad. De pronto brota en él un arrepentimiento anticipado sobre el crimen que ya por entonces nos parece evidente que va a cometer: [...] hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿Por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confiden­ cias. ¡Quién sabe, hasta es posible que podamos ser amigos! Pero su odioso interlocutor no está dispuesto a involucrarse en intimidades, quiere despacharlo todo cuanto antes, así que, sin que­ rerlo, desencadena la circunstancia fatal de su vida. El acto decisivo está descrito en cuatro o cinco frases concisas. El anticuario se aga­ cha para colocar el espejo de nuevo en su sitio, Markheim se le acer­ ca, echa la mano al bolsillo, mientras su rostro demuestra «terror y decisión, fascinación y repulsión física», extrae una daga y, enseñan­ do los dientes, degüella al anticuario con un solo gesto. Hasta aquí Stevenson nos presenta, con la frialdad de un infor­ me forense, la escena de un crimen: han quedado retratadas sin ma­ tices la aborrecible personalidad de la víctima, la banalidad del acto y la gratuidad de la intención criminal del asesino. Incluso se permite el autor ciertos detalles macabros y truculentos al describir descarna­ damente la forma en que muere el anticuario: El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y se desplomó sobre el suelo como un rebuño de trapos. No hay nada que nos predisponga a mayor trascendencia en el crimen descrito que la mera presentación del acto, quizá con la finalidad de introducir al lector en una típica historia policiaca, una fábula sin pretensiones en la que toda trasgresión resulta castigada. Lo único que hace peculiar a este texto es esa omnipresencia del mal que asoma en la torva naturaleza de sus personajes y en ese acto irreflexivo por el que Markheim mata al anticuario sin invocar razón o propósito. Cometido el acto, expuesta la representación efectiva del mal en una acción inicua, criminal, que acaba en muerte violenta, el rela­ to de Stevenson, por decirlo así, se interioriza. A partir de la muerte del anticuario, Markheim emprende una aventura diferente al conver­ tirse en el sujeto de una reflexión intimista sobre su propia acción.

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Como resultado de ello, el vulgar protagonista de un homicidio come­ tido con alevosía, pasa a ser el centro de un drama moral que atañe a la naturaleza del mal, un drama en el cual él parece haber sido víctima propiciatoria. El seguimiento minucioso de las condiciones que dan lugar a esa extraordinaria transformación, aparte de que po­ dría servir como ejemplo singular de lo que se denominan transfor­ maciones narrativas, nos presenta la reconstrucción pormenorizada de una revisión de consciencia que, a mi juicio, conlleva consecuen­ cias de extraordinaria relevancia ética, como pocas revisiones de cons­ ciencia podían haber producido. Stevenson subraya el momento decisivo del cambio: hay una fron­ tera que se traspone en determinado momento, un pasaje abierto en el horizonte ético de un ser humano, una trasgresión, un corte en el límite, un salto al precipicio aludido al comienzo. El acto criminal produce un corte en el orden del ser. Las cosas, nos recuerda el narrador, siguen allí tal como antes, pero animadas por «un concierto de voces» que devuelve a Markheim la consciencia de lo que tenía a su alrededor. Su reacción ante esa diferencia es el pavor. Retengo aquí dos elementos: en primer lugar, la idea de que no es posible determinar el mal sino a partir de una diferencia, un límite, un corte en el ser que, por cierto, no es expiable por inversión del proceso de su descubrimiento; en segundo lugar, el hecho de que el temple de ánimo que define la nueva circunstancia nacida de la trasgresión es el pavor, el miedo. Esa diferencia en la escena al cabo del acto, contra lo que pu­ diéramos pensar, no está deparada por la muerte en sí, y tampoco parece determinada por la presencia del muerto: Markheim comprueba que el infeliz anticuario: [...] yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increí­ blemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarba­ da actitud, [...] yacía como un montón de aserrín. La visión del muerto lo devuelve a la pura banalidad del acto criminal, tan banal como un montón de aserrín. No es el muerto — o la muerte — lo que genera el corte. De modo que Markheim no sabe aún cómo sintetizar la diferencia que su acción ha decidido en la serie del tiempo, aunque esté claro para él — como para todo aquel que ha obrado — que su acción ha operado una ruptura en el orden del ser. Markheim se apercibe del corte en el orden del ser por su miedo, toma consciencia de su propia acción por el miedo, y lo único que siente es la envergadura de su miedo. Y tan patente es ese miedo que lo único que atina Markheim

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es a mitigarlo, aunque sus recursos no sean muy eficaces. Mientras recorre la tienda revisando los cajones en busca del dinero, echa mano de lo que podríamos llamar el recurso a la racionalización, un auxilio que, dicho sea de paso, suele ser la vía común de la mayor parte de los análisis «filosóficos». La racionalización de las condiciones y las consecuencias de su acción no hace sino agravar la angustia del asesino puesto que le permite repasar los «mil defectos de su plan»: revisa y comprueba la endeblez de su coartada, especula acerca de la necesidad de matar también a la criada del anticuario, que está a punto de llegar y que muy posiblemente lo descubra. Este ejercicio «racionalista» no hace más que elevar al máximo el pavoroso estruen­ do que le llega desde las cosas, y le hace imaginar por anticipado «el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd». Las inútiles reflexio­ nes racionalistas (como es habitual que suceda a quienes se entregan inopinadamente a filosofar) le resultan tan banales como el cadáver, puesto que tan sólo consiguen devolverlo, como en un eco, a lo insig­ nificante de la situación en que se encuentra y que contrasta cada vez más con su espanto. Tan poco sentido tiene el cadáver, la cosa muerta, como sus posibles excusas y sus escapatorias. Tan inexplica­ ble parece ese espanto. Para habérselas con su miedo, es preciso que Markheim dé un paso de mayor trascendencia, es preciso que se constituya ante él mismo lo que empieza a atisbar como una presencia y que Stevenson describe así: Estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente, de una presencia. En efecto; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una som­ bra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio. Nuevos incidentes banales aumentan la crispación del asesino: un vecino que pasa junto a la tienda, un comprador que llama insis­ tentemente a la puerta sin obtener respuesta, de nuevo el cadáver, y los recuerdos infantiles de Markheim que le traen imágenes de fe­ ria en las que se retratan crímenes famosos: Markheim siente asco y repugnancia por esas escenas, una vaga sensación de náusea, y un poco de piedad por su víctima, pero — aclara Stevenson — «de contrición, nada; ni el más leve rastro». Hasta aquí, dada la banali­ dad del acto y del resultado, que es la banalidad del mal, no parece

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que la revisión moral pueda proporcionar al asesino un alivio a sus tribulaciones y, al relato — o sea a nosotros, lectores — la necesaria trascendencia. Tanto la historia como la estructura del relato requieren de un punto de elevación. El tono de la reflexión, y en cierto modo, la posi­ bilidad de que el propio Markheim ascienda en el nivel del conoci­ miento de sí y de sus actos, tiene que trascender la pura banalidad de la acción criminal, tiene que experimentar un cambio. Así es que Markheim, sobreponiéndose a su miedo, consigue subir por la esca­ lera de la casa hasta los aposentos del anticuario. La metáfora de la escalera se espacializa y se convierte en metonimia: Markheim sa­ cará algo en claro de su miedo, elevándose sobre el sentimiento, y nosotros seremos elevados en nuestra reflexión moral una vez que, guiados por Stevenson, conozcamos la esencia de su conflicto. Y todo ello tendrá lugar en la planta superior de la casa. Están dadas las bases para que los escrúpulos de consciencia puedan corporizarse o realizarse en una idea del mal y en una nueva situación ética que trasciende el limitado contexto del crimen. El relato, a su vez, se trans­ formará, dejará de ser una fábula truculenta para convertirse en una auténtica reflexión filosófica, aunque eso sí, sin innecesarias raciona­ lizaciones;. Llegado a la planta superior de la casa, Markheim se confiesa a sí mismo que, más que a Dios, teme a un corte en el orden natural, teme a las leyes inmutables de la naturaleza. Resulta curioso compro­ bar que, en la personalidad del criminal retratada por Stevenson, Dios no aparece como un juez implacable sino como un aliado seguro, como una especie de cómplice. Apunta el narrador: [...] en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero tam­ bién lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en este tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia. Markheim se pone entonces a revolver la habitación como quien revuelve en los vericuetos de la consciencia hasta que, de pronto, es­ cucha el ruido de unos pasos que suben por la escalera. Se abre la puerta y aparece un ser que entra, sonríe, titubea, y sale, y luego vuelve a entrar, para preguntar cordialmente: ¿Me llamaba usted? La aparición de este nuevo personaje concentra el relato en el contenido de un diálogo entre el asesino y un desconocido, un diálo­

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go que se centra directamente en el problema del obrar, una vez que lo banal del crimen ha quedado en el mundo cotidiano, allá abajo. No sabemos quién es el recién llegado, no tiene trazas de nada cono­ cido, ni rasgos que lo identifiquen. Podría ser una alucinación, una presencia fantasmal, la encarnación de la consciencia culpable de Marheim, podría ser el Demonio, la figura del mal, etcétera. Lo im­ portante es su función contrapuntística en la elaboración del sujeto sobre los contenidos y las consecuencias de su acción. Markheim — igual que el lector — sospecha que pueda ser el Demonio, pero el visitante le advierte que lo que él sea no afecta en nada a los servicios que pueda prestarle. El visitante afirma que conoce muy bien al asesino, a quien viene estudiando desde mucho tiempo atrás. Y esta inesperada familiaridad entre los personajes pa­ rece inducir a Markheim a iniciar una larga y penosa confesión: sin vacilar, Markheim reconoce haber vivido para contradecir a su pro­ pia naturaleza, afirma ser peor que la mayoría de los hombres y al mismo tiempo una víctima de las circunstancias, una persona que no puede ser juzgada por sus actos; dice odiar el mal y haber vivido atribulado por su mala consciencia, «algo tan común como la huma­ nidad: un pecador que no quiere serlo». Pero el visitante es indiferente al imprevisto acto de contrición de Markheim. A él le tienen sin cuidado los pruritos morales, aunque no los hubiera, él está dispuesto a ofrecer abiertamente sus servicios al asesino: él puede decirle dónde está el dinero, y le ofrece este favor sin pedirle nada a cambio, «como regalo de Navidad». Horrorizado, Markheim pronuncia una frase decisiva al recha­ zar el ofrecimiento: «no quiero nada que venga de sus manos» [...] no haré nada que me ligue voluntariamente al mal». La cuestión del vínculo voluntario al mal señala que estamos ante una dimensión diferente de la valoración del acto. Estamos ya en pleno juicio, en el momento en que el sujeto se manifiesta dis­ puesto a considerar los contenidos y las consecuencias de su obrar, un poco más allá del miedo. Me detengo un momento aquí para exa­ minar el planteamiento desarrollado por Stevenson. Hay una acción criminal, que no precisa de mayores matices para ser presentada. Un individuo comete un crimen alevoso, sin ate­ nuantes. Está dado un prototipo de mala acción. Pero se plantea la paradoja de que, como el propio asesino admite en tanto que motiva­ ción de todo pecador, su acción no es condenable porque, como cual­ quier pecador, no reconoce que su acción sea voluntaria. Esto no significa que no sea vista como pecado a los ojos de otro, que no sea un verdadero crimen, puesto que queda subsumida bajo las con­ diciones que sanciona la Ley. Significa que no puede ser vista como pecado a los ojos del sujeto de la acción, de uno mismo. Aquí hay

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señalado un límite para la razón, la explicación de porqué toda coar­ tada es una inútil racionalización o toda racionalización no es más que una coartada (y todas las coartadas son débiles). Parece como si estuviéramos incapacitados para juzgar moralmente nuestros pro­ pios actos, aun cuando nos sintamos legítimamente autorizados para juzgar los actos de los demás. A menudo, cuanto mayor es la contun­ dencia de este juicio ético que aplicamos a los demás, más notable es la flaqueza en la valoración de las conductas propias. Este límite señalado, que la razón no consigue superar como no sea apelando al derecho natural, al imperativo categórico o a al­ gún otro sucedáneo, revela una limitación aún más seria: el descubri­ miento de un límite para la voluntad, que coincide con la impresión vertiginosa de que la voluntad parece no tener limites ya que un hom­ bre puede quitar la vida a otro hombre y seguir como si nada hubie­ ra ocurrido. En realidad, la incapacidad para juzgarme a mí mismo, que me inhibe de ver pecado en mis propios actos inicuos, me de­ muestra racionalmente que no se puede querer pecar, que el pecado, en tanto que acto cargado de contenido moral, es un caso límite para la racionalidad porque es, como diría Jon Elster, un sub-producto. Nin­ gún pecador/criminal puede ver en su acción una voluntaria adhesión a un propósito o un designio maligno. Es lo que advierte Markheim al inquietante desconocido. Esto significa que, aunque podemos tra­ zar el límite para la valoración de todas las acciones, no podemos representar la medida imaginaria que permite establecer dicho lími­ te, el mal. Esto es, no podemos amarrarlo conceptualmente, sólo lo tenemos presente como símbolo, y podemos operar con el símbolo, verlo actuar de una manera, por así decirlo, fantasmal, un poco como se le aparece a Markheim. Sabemos del mal por sus efectos en el otro, por el juicio del otro. Si lo representamos como símbolo nacido de una diferencia originaria (orden/desorden; puro/impuro; limpio/con­ taminado; mácula/inmaculado; etcétera) lo hacemos para emplearlo como la idea regulativa que nos habilita para juzgar la propia acción y recrearla como pecado: es la idea que nos juzga, la idea que em­ pleamos para juzgar a los otros, sólo que nos exculpa a nosotros al tiempo que condena a los demás. Si hay una ética, si hay un compor­ tamiento bueno que se derive de la consciencia del mal, será — como veremos — una ética paradójica que nos autoriza a juzgar la conduc­ ta de los otros y a eximirnos del juicio de la conducta propia. El meollo del texto de Stevenson se centra entonces, a partir de este momento del relato, en la resolución de la paradoja: ¿cómo es posible que quien ha cometido un acto maligno no sienta que está voluntariamente ligado al mal, que obra mal? ¿Cómo es posible que quien tiene razón para descubrir el mal en su propia acción no se reconozca a su vez como malo?

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Al introducir el tema de la voluntad, el diálogo sitúa al lector en una posición crítica, en la necesidad de admitir que no hay accio­ nes malignas, lo que haría innecesaria o inconsistente la ética y todas sus elucubraciones; o bien en la necesidad de asumir lo contrario, que todas las acciones son malas aunque ninguna de ellas esté guia­ da por la intención de obrar mal. Para una inteligencia convencional están dadas las condiciones para la satanización de la escena. Bastaría con postular que Satanás es la causa de las malas acciones para disolver los efectos paralizan­ tes de la paradoja. La resultante sería: no obro mal por mi propia voluntad sino porque soy poseído por un agente maligno que actúa desde fuera de mí. Pero Stevenson pretende sacar mucho más parti­ do de la situación. El relato acepta la posibilidad de postular la sata­ nización, para lo cual se presta la actitud del visitante cuando los dos personajes dialogan acerca del arrepentimiento. El visitante su­ giere la posibilidad de un arrepentimiento por parte de Markheim, aún advirtiendo que la rendición final del pecador en la antesala de la muerte no afecta en nada a la índole de la ayuda que él ofrece al asesino. Pero Markheim se niega a arrepentirse porque ese gesto daría a sus actos un contenido moral que él, en el fondo, no admite que tengan. ¿Por qué reclamar perdón cuando él no se considera en falta? La cuestión entonces se convierte en un problema de califica­ ción: ¿cuál es la razón última del acto malo, de la mala acción? El visitante argumenta que, para él, «todos los pecados son asesinatos, así como toda vida es guerra». «Descubro en todos» — agrega — «que la última consecuencia es la muerte». Si admitimos la causali­ dad satánica según la lógica de la Muerte, tenemos que aceptar el argumento del visitante cuando asegura que la diferencia que separa los actos buenos de los actos malos es «el espesor de un cabello». El misterioso interlocutor de Markheim es tajante: [...] desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesi­ no como usted. La conclusión del argumento está servida: el mal no reside en la acción sino en el carácter: no hay acciones malas sino hombres malos. En esto tanto el visitante como Markheim parecen estar de acuerdo, el uno desde la perspectiva del juicio, el otro desde la pers­ pectiva del pecador. El visitante ha visto a Markheim bajar uno tras otro los peldaños que conducen hacia su propia perdición y, por lo tanto, puede asegurar que Markheim es malo; Markheim reconoce

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que su carácter es malo porque se ha sentido incapaz de sobreponer­ se a la turbación que le llega desde sus bajos instintos. De ello dedu­ ce Markheim la lección del crimen: comprende que, en la necesidad de satisfacer sus deseos, aun a costa de cometer iniquidad, el hom­ bre se constituye a sí mismo, adquiere la firme decisión de ser él mismo. Existe pues, una solución airosa para la parálisis impuesta por la paradoja de la voluntad: se trata, en todo caso, de ser uno mismo. Pero subsiste un inconveniente adicional. La constitución de uno mismo a través de la reflexión sobre los contenidos y las consecuen­ cias de las propias acciones conlleva tener que admitir que uno está dominado por una naturaleza mala, que uno es malo, hipótesis que, como todos los argumentos sustancialistas, es problemática. La autoafirmación de la libertad y de la individualidad va aparejada del reco­ nocimiento — típicamente puritano — de la naturaleza mala del hom­ bre. Parece, pues, que la contrapartida de la autenticidad es la autocondena moral que promueve el puritanismo. Pero aún queda la lógica de la Muerte. Markheim, fortalecido por su salida de la paradoja tras asumir su autocondena, recupera momentáneamente su entereza y piensa que, una vez hallado el dine­ ro, conseguirá frenar la caída que lo arroja a la abyección. Cree que aún cabe tener esperanza de salvación en el reencuentro con uno mismo (y subrayo aquí el papel de la esperanza). Pero el visitante le advierte que esa salvación es precaria, que aunque encuentre el dinero, lo perderá; ¿y si guarda la mitad?.., también la perderá. Acorralado, Markheim apela a la posibilidad de invocar el bien: aún le queda la alternativa de la vida buena. «También el bien es una fuente de actos» — dice, sin mucha convicción. Pero el visitante le advierte que no puede contrariar su destino, y si toda su vida ha sido consecuente con el camino del mal, la definitiva desembocadura de esa vida descarriada es la muerte. Le propone, pues, que modifi­ que su visión de sí mismo, que se acepte tal como es, que vea el bien en su propia laxitud, en su propio abandono frente a sus malos designios. Le propone, en definitiva, siguiendo un oportuno sofisma, que se reconozca como malo consecuente, como Markheim, no sólo como él mismo sino como él mismo malo. Esta sería la solución pro­ puesta por el psicoanálisis, para el cual el problema no está en la acción sino en la mala consciencia. La salida a la mala consciencia pasa por reforzar los soportes que sustentan al yo. En realidad, el visitante le propone una manera recursiva de entrega y capitulación. Ni siquiera la gracia, a la que Markheim ha apelado en otro tiempo, cuando era un fiel asistente a las reuniones evangelistas, puede salvarlo. El relato, tras cumplir una trayectoria de impecable economía expresiva y con la acostumbrada elegancia narrativa de Stevenson,

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llega a su definición. Suena la campanilla de la puerta: la criada del anticuario ha vuelto. El visitante aconseja a Markheim una coartada y lo alienta: ¡Levántese y actúe! Nos encontramos ahora en el momento culminante de la narra­ ción. Obsérvese que la invocación es a actuar. Quiere decir entonces que todo lo que ocurra a partir de este momento será auténtica ac­ ción, ya no deliberación o diálogo o decisiones banales. Es la ocasión para el auténtico acto, para la acción éticamente elaborada, cuando ya se ha consumado todo el recorrido de la reflexión sobre el proble­ ma del hacer, sobre la naturaleza del mal y la problematicidad del juicio ético, cuando ya el sujeto de la acción ha aprendido a consti­ tuirse como tal y cuando ya se han descartado todas las posibles coar­ tadas. La verdadera acción es la que ahora tendrá lugar. Conviene repasar con atención el preámbulo de Markheim an­ tes de su gesto definitivo: Si estoy condenado a hacer el mal, todavía tengo una salida hacia la libertad... puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas las tentaciones. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad: quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal: y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sa­ car energía y valor. [El subrayado es mío] Al oír esto los rasgos del visitante se transfiguran y adquieren una impresión, dice Stevenson, «de triunfo». Al final resulta que la misteriosa presencia no era Satanás sino Dios — se cumple otra de las típicas transformaciones narrativas, apuntaría un estructuralista —. Y toda la parábola descrita y desarrollada por el diálogo, el diseño para un reencuentro con Dios. El desenlace del relato es previsible. Markheim abre la puerta y, casi sonriendo delante de la criada, exclama: Será mejor que llame a la policía: he matado a su señor. La decisión de Markheim resulta, vista desde la psicología del criminal, sorprendente. El final del relato reconstruye toda la escena desde una perspectiva insólita, diferente, imposible de prever desde la secuencia diseñada por la trama. No es que el cuento no autorice

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la lectura lineal sino que induce una lectura reflexiva, en el sentido kantiano, es decir, una lectura que extrae el sentido del relato desde su desenlace. No hemos asistido entonces a la historia de un desdi­ chado cuya mala acción desemboca necesariamente en el triunfo del bien y en su condena moral, sino a la experiencia privilegiada de quien se salva apelando a la libertad para no obrar. La libertad a que apela finalmente el protagonista trasciende la dicotomía bien/mal para reafirmar la vía de la no-acción, donde esa dicotomía se hace irrelevante. A la luz de su definición, no cabe ver en el cuento una fábula de contenido moral, una historia con moraleja, sino más bien la narración de una suerte de askesis. Markheim aprende, tras su breve iniciación, una dimensión diferente de su libertad en el obrar: la libertad de no obrar, un obrar perfecto porque no hace nada. No es que efectivamente no haga nada — de hecho su gesto último es una entrega —, lo relevante es que, para él, ese gesto equivale a no hacer y un no hacer que él siente que lo eleva moralmente, lo salva, porque le permite trascender la dicotomía bien/mal. ¿Cómo ha sido posible semejante resultado? Apelo aquí a la referencia libresca. Paul Ricoeur, con el rigor y la erudición que lo caracterizan, ha estudiado el proceso de forma­ ción del símbolo del mal en la tradición religiosa occidental, en la primera parte de su Simbólica del mal, incluida en su libro Finitud y culpabilidad. Para Ricoeur, la fuente de la que abreva el símbolo del mal, cuya personificación en el cuento de Stevenson es asumida por el misterioso visitante, es la mancha. «La mancha» — afirma Ri­ coeur — «es el esquema primordial del mal». De ella derivan, a par­ tir del espanto que produce el ser contagiado por ella, una cadena de reacciones ligadas al contagio, la contaminación, el tabú, el peli­ gro, así como ciertas determinaciones negativas aplicadas a ámbitos sucios y contaminados, como son la sexualidad, la promiscuidad, el contacto con extranjeros, los humores corporales, los genitales, etcé­ tera. Sentado el origen del símbolo del mal en la mancha, Ricoeur rastrea, siguiendo un minucioso recorrido de los mitos fundacionales de la cultura judía y helénica, el nacimiento de una protoconsciencia ética. El miedo a la mancha y al contagio da lugar a la fijación del pecado. «El hombre entra en el mundo ético no a impulsos del amor, sino por el acicate del miedo» (la frase es de Ricoeur, pero también — justo es recordarlo — podría ser de Hobbes). El pecado, a través del miedo a los ritos de purificación, cristaliza en la consciencia cul­ pable, cuyos vestigios observamos en distintas configuraciones de la tragedia griega y en la religión judía. La experiencia de la conscien­ cia culpable reclama un sistema de expiación del pecado, una reden­ ción que libere al pecador del peso de su culpabilidad. Es más, se diría que viene aparejada con la creencia en la posibilidad de una

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expiación. Toda expiación debe pasar por un proceso de aligeramien­ to de la consciencia, es decir, por una extroyección de la naturaleza mala, que ha sido identificada en el pecador a partir de su culpa. El pecador ha de poder liberarse del sufrimiento que le impone car­ gar con su culpa, lo cual significa llegar a sacar el mal de sí mismo. La redención del pecado conlleva pues la objetivación del mal. Inclu­ so, como algunos piensan (Girard, por ejemplo), por la mediación de un chivo expiatorio. El Mal objetivado es la consecuencia necesa­ ria de la redención de los pecados, y al mismo tiempo la condición conceptual para que pueda desplegarse la reflexión ética tradicional. La idea de Satanás, así como sus atributos (malo, sucio, promiscuo, maldito, perverso, etc.) se disemina en los atributos negativos de lo Otro, contribuyendo a la constitución de castas privilegiadas y parias, a las diferencias irreductibles entre los hombres, al etnocentrismo y al racismo. Resulta curioso comprobar, según esta impecable genea­ logía, que la condición para el ejercicio del pensamiento ético, del derecho y la moralidad coincidan con el momento en que el Mal ha sido extroyectado e investido en Otro. Y resulta también curioso que todas estas transformaciones sim­ bólicas decisivas sólo nos atañan en la medida en que contribuyen al reencuentro con nosotros mismos, a ese «descubrimiento» de la consciencia moral que permite hablar ya de consciencia a secas. Re­ cuérdese que la experiencia del mal tiene, en nuestra cultura, la con­ notación de un estar extrañado, una experiencia de enajenación, y de ahí la base de una constitución del ser propio como autoconsciencia. Podría decirse que el desdichado Markheim, al elevarse por en­ cima de la banalidad de su crimen, recorre paso a paso esta trayecto­ ria, asumiendo en sí mismo lo que ha sido el destino de la conscien­ cia moral de la cultura occidental. El tránsito de lo que Ricoeur llama, con evidentes resonancias protestantes, el pasaje del «siervo albedrío» al «libre albedrío», que se consuma con la autoafirmación del hom­ bre occidental en la libertad. Este pasaje es posible porque antes el sujeto ha pasado por la infección, el extrañamiento y experiencia del mal y el descubrimiento de la vía de escape a su indigencia moral. Si aceptamos como razonable la analogía entre el proceso des­ crito por Ricoeur y el extraño destino de Markheim, y entendemos la historia de Markheim como la narración no de una peripeleia sino de una iniciación, de una askesis, lo curioso es la resolución de la trayectoria propuesta por Stevenson, porque la liberación de Mark­ heim no está mediada por ningún rito purificatorio, que podría haber sido introducido por la reflexión ética. El relato carece de moraleja. La ética habría servido de catalizador, pero Markheim no se afirma espiritualmente en su propia libertad a través de un enunciado ético, sino no haciendo nada.

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A mi juicio, cuando ya están dadas las condiciones espirituales para una regla de vida, Stevenson nos propone una reflexión que es­ cape al imperativo de lo edificante. Por eso el relato carece de mora­ leja. Más bien parece que su tema no fuera la vida buena, como si hubiese sido escrito contra la ética, contra el bien y el mal. ¿Y cuál es la iniciación que consagra a su protagonista: la santidad. Leo este cuento entonces, desde el fondo de la analogía con el proceso reconstruido por Ricoeur, como una alegoría de la santidad. La afir­ mación de la libertad de Markheim, su alegato final en defensa del no-hacer, su gesto terminal que lo libera de la enajenación, que lo des-sataniza, que lo purifica sin la mediación de un rito, lo convierte en santo. Pero de ello se deduce una consecuencia inquietante: lo que está verdaderamente en juego en el problema del obrar, en la reflexión en torno a los contenidos y las consecuencias de mi hacer, es la posibilidad de una vida santa. La santidad, la alternativa que cada uno de nosotros tiene de llegar a ser santo, o sea, de ser absolu­ tamente bueno, esa es la genuina cuestión que se plantea un sujeto cuando se pregunta por su obrar. Pero esta es una cuestión por cierto nada ética.

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El aborto de la revoluci贸n y la historia irredenta


Metáforas y símbolos del mal en la modernidad Adriano Fabris

Me propongo discutir aquí sobre las metáforas y símbolos del mal en la Edad Moderna; o bien, podríamos hablar, con mayor gene­ ralidad, de las figuras que el mal ha tomado en la conciencia moder­ na y de los diversos sentidos y modos de esta configuración del mal. Podríamos recordar algunas de estas figuras, que han dejado de ser meros sucesos históricos para convertirse en acontecimientos simbóli­ cos, y ello desde la persecución de los hugonotes, cantada por Aggripa d’Aubigné en su Poema trágico, pasando por el terremoto de Lis­ boa — centro de un debate en el que intervendrán Voltaire, Rousseau, Diderot y aun el Kant precrítico — hasta llegar a la metáfora converti­ da en Príncipe del Mal en nuestro siglo: Auschwitz. Antes de todo es necesario señalar que incluso en la Edad Moderna los hechos y acontecimientos históricos en los que el mal se anunciaba han sido elaborados en referencia a figuras y metáforas de la Biblia; es decir, estaban todavía mediados por el lenguaje y las imágenes de la teolo­ gía. Así, el Libro de Job y la narración de la matanza de los inocen­ tes siguen siendo, por ejemplo, un modelo de elaboración narrativa, y paradigma constante de reflexión: de este modo, el problema del mal — ya se entienda como malum mundi, o como malum hominis — viene reconducido a la temática del pecado y de la culpa originaria. Por otro lado, y sobre todo a partir del siglo XVIII, va determi­ nándose cada vez con mayor claridad una suerte de secularización del discurso sobre el mal. Y ello sucede no sólo porque se intenta dar razón del mal en una perspectiva no teológica — evitando el re­ curso de un hecho acaecido antes del tiempo, el pecado original, y reconociendo en la libertad humana el principio de un mal siempre posible —, sino sobre todo porque emergen entonces otros conceptos, que dan expresión nueva a las diversas figuras del mal. Asistimos así a un abandono progresivo y difícil de la perspectiva teológica, verificándose una mutación del sentido, interna a muchos de los con­ ceptos usados como expresión del mal: sucede, en efecto, que los

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diversos sentidos de tales conceptos, los cuales son obtenidos a partir de una problemática surgida de la perspectiva teológica, correspon­ den a las diferentes figuras, metáforas y símbolos que el mal ha to­ mado en la Modernidad. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el caso del concepto elegido por nosotros como hilo conductor de nues­ tras reflexiones: el concepto de revolución, en los diversos sentidos que en el latín revolutio resuenan todavía. Para orientarnos en el la­ berinto de símbolos y metáforas del mal, para encontrar una vía en la selva en la que se entremezclan conceptos teológicos y su uso se­ cularizado, analizaremos ahora tres sentidos distintos, que coexisten en el concepto de revolución. Advertiremos que a ellos corresponden otras tantas figuras del mal, otras tantas metáforas en las que éste se anuncia problemáticamente en un mundo como el nuestro, cada vez más secularizado, y sin embargo ligado todavía fuertemente a sus sugestiones teológicas. 1. afirmaba:

En sus famosas Comidérations sur la France, Joseph de Maistre

«Ahora bien, lo que distingue a la Revolución Francesa, y hace de ella un acontecimiento único en la historia, es que aquélla es radicalmente mala; no hay elemento de bien que conforte el ojo del observador: se trata del más alto grado de corrupción conocido; es la pura impureza. ¿En qué página de la historia cabrá encontrar una cantidad tan grande de vicio actuando a la vez sobre el mismo teatro? ¡Qué entramado espantoso de bajeza y crueldad! ¡Qué profun­ da inmoralidad! ¡Qué olvido de todo pudor!» (cap. IV). Es necesario que comencemos por esta pregunta: ¿cuál es la razón de la maldad de la Revolución Francesa, dentro de la óptica de ese autor, y de otros autores pertenecientes al llamado «tradicio­ nalismo francés»? La respuesta es conocida: la Revolución es el mal, fundamentalmente, porque hace surgir el desorden que interrumpe la regularidad del universo, porque introduce, contra natura, una se­ paración en el ámbito del ser («el mal es el cisma del ser», señala igualmente de Maistre, ib. I, 50). Si la revolución es el mal, ello se debe no sólo a que trastorna todo lo tradicionalmente aceptado, sino a que suscita discordia y división en el interior de la naturaleza autén­ tica del hombre. La revolución es, pues, el mal, ya sea por invertir el orden natural de las cosas, o porque, consiguientemente, muestra que aquello que era tenido por estable y consolidado en realidad no lo es. En suma: el movimiento que la revolución introduce (de acuerdo al primer sentido del término revolutio, que aquí emerge, y

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que nosotros debemos examinar: y este primer sentido implica la in­ versión de relaciones consolidadas) es una dinámica productora de catástrofes. Una ejemplificación de este proceso, y una inmediata confirma­ ción de cuanto hemos dicho puede seguirse de la consideración su­ frida por el concepto de virtud experimentada en este período. Ya se ha visto, en la cita de de Maistre, que la Revolución Francesa se considera teatro de vicios de todo tipo. «Vicio», aquí, viene entendido sea en el sentido de consecuencia de determinados actos (es decir, en el plano del agere), sea como determinación de la naturaleza de quienes los ejecutan. En este último caso, se asiste justamente a la inversión violenta — en la atribución a la naturaleza del mismo sujeto, el pueblo revolucionario — de aquello que, haciendo referencia a Rous­ seau y su concepto de naturaleza, los teóricos de la revolución, a su vez, denominaban «virtud». En la óptica de de Maistre, la revolu­ ción introduce una división en la sociedad y en el hombre mismo, haciendo del individuus un dividuus. Para él, virtud es, en cambio, conformidad a una naturaleza exenta de escisiones. Por otra parte, el concepto de virtud experimenta una transfor­ mación y un cambio de sentido, por lo que hace a los términos de su referencia, en el curso incluso de la primera fase de la Revolución Francesa. Tomemos por ejemplo el debate acaecido en torno al pro­ ceso del Rey, y que tuvo lugar en la Convención en la segunda mitad de 1792; pensemos, particularmente, en las intervenciones de Robespierre (ver tomos VII y IX de sus Discourses, así como las recen­ siones de las sesiones de la Convención, publicadas en el «Moniteur Universal»), Se asiste aquí, progresivamente, al paso de la atribución de la virtud al pueblo (según las tesis rousseaunianas; cf. el discurso, del mismo Robespierre, de abril de 1791: «De la necesidad de revo­ car el Decreto sobre el marco de plata») al énfasis en la ignorancia, debilidad y carácter influenciable de las decisiones populares — una tesis encaminada a impedir la apelación al pueblo para salvar la vida del Rey —. Por ello, el pueblo ha de ser guiado por una minoría de patriotas: los únicos depositarios verdaderos de la virtud, dado que «la virtud está siempre en minoría en la tierra» (Discurso del 26.12.1792). La virtud se convierte pues en cualidad de alguien sin­ gular, no del pueblo: nace la figura del hombre virtuoso, encarnada hasta el exceso justamente por Robespierre (el Incorruptible), objeto de una hagiografía laica, como la surgida por ejemplo de las Mémoires de Charlotte Robespierre sur ses deux fréres (1834). Ahora bien, mientras para el cristiano conduce el exceso de vir­ tud a la santidad, en el ámbito laico de la Revolución Francesa de­ semboca el exceso de virtud en el Terror. Como es sabido, la índole excesivamente abstracta de esta virtud, y su conexión con el Terror,

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han sido expuestas por Hegel en célebres páginas de la Phanomenologie des Geistes. No se trata ahora de mostrar de nuevo los agudos análisis hegelianos, sino sólo de subrayar que, en la perspectiva aquí delineada, la revolución — entendida como inversión violenta — debe su dinámica a ese carácter excesivo, que le es intrínseco. El exceso — aun el exceso de virtud — es aquí el mal; y lo es en razón de ese carácter de constituir el «medio», carácter que define a la virtud — una vez más — desde su primer tratamiento extenso: el libro II de la Ethica Nicomachea de Aristóteles (cf. B 6, 1106a, 25 s.). Mas si el exceso, la acumulación de divisiones extremas — como ponen de relieve los adversarios de la Revolución Francesa — es el agente productor de los trastornos e inversiones propios de una revolución, y si — en una esfera laica secularizada, en la cual no existe la posibi­ lidad de una asintótica aspiración a la perfección divina — el exceso es el mal, entonces la conexión entre la revolución y el mal no puede ser sino la de un nexo estrecho y necesario, aunque no sea en el sentido de de Maistre. Tenemos así la primera figura del mal, ligada a un primer senti­ do de revolutio: el mal que se presenta como exceso, con poder para dividir y escindir, inserto en una evolución caracterizada por inversio­ nes y mutaciones, en cuyo interior — justamente como núcleo de esta evolución — el mal mismo parece tener justificación. Ahora bien, jus­ tamente sobre este punto (la posibilidad de justificar el mal de la revolución) debemos hacer hincapié. Al plantear esta pregunta, ca­ racterística de toda teodicea, veremos surgir una segunda figura del mal con sus símbolos y metáforas, en conexión con un nuevo sentido de revolutio. 2. Veamos dos célebres pasajes del Libro de Job: «Estaba tranquilo y (Dios) me ha aplastado, (...) púsome por blanco de sus saetas. (...) aunque no hubo en mis manos injusticia, y fue limpia mi oración» (XVI, 12-17). «Si pequé, ¿qué daño te inferí con esto (...)? ¿Por qué me haces blanco tuyo? si ante ti no tengo peso alguno? ¿Por qué no perdonar mi pecado y borrar mi culpa?» (VII, 20-21). Estos interrogantes de Job, estos «¿por qué?» que Job dirige a Dios, se han repetido innumerables veces en el curso de la historia humana; y es desde esta perspectiva desde donde ha sido avistado

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por lo común el problema del mal. ¿Por qué existe el mal? Si Dios es autor y sentido de la creación, ¿por qué está permitido el mal? Vuelven a la memoria los argumentos de Epicuro, citados por Lactancio en su De ira Dei (cap. 13): Si Dios quiere suprimir el mal y no puede, es que es débil, luego no es Dios; si puede y no quiere, es que es hostil al hombre; si no puede y no quiere, es que es débil y hostil; si quiere y puede, ¿por qué existe entonces el mal? De modo que si se quiere plantear el dilema en sus justos términos y se entien­ de a Dios como bueno y omnipotente, o bien no existe el mal o bien es Dios de algún modo responsable de él. Mal, aquí, viene entendido como mal físico («dolor», propiamente hablando) y mal moral, penu­ ria espiritual (lo que podríamos denominar genéricamente «sufrimien­ to»). Como dice Emmanuel Levinas, el mal es la negatividad enraiza­ da en la constitución misma del hombre. Puede ser una negatividad referida a ciertos estados de la existencia humana (y puede ser por tanto debida a una ausencia, a una falta remediable, como es el caso de las malas acciones, ejecutadas por ignorancia), o bien puede con­ figurarse como negatividad absoluta, como deficiencia ontológica insuprimible. En este último caso resulta más irritante y difícil llevar a buen término una explicación y, más radicalmente, una redención de este tipo de mal. El dolor del inocente, el sufrimiento «inútil» e inexplicable, que provocan el desahogo contenido en las duras y re­ beldes palabras de Job, han recibido, como es sabido, respuestas mi­ tológicas, religiosas y filosóficas de distinto género. En el terreno filosófico, las distintas tentativas por dar sentido a la presencia del mal han buscado siempre ir más allá del mero fenómeno de sufrimiento o dolor, encuadrándolo en un contexto más amplio que diera justificación de aquél, y, de un modo más indirecto, tomase sobre sí la tarea — casi blasfema — de justificar a Dios ante las acusaciones de Job. El mal viene encuadrado así en un orden cósmico más amplio, dentro del cual resulta funcional, y es pensado dentro de criterios de justicia retributiva (cosa únicamente posible si se considera a la humanidad en su conjunto y en una perspectiva eterna, como sucede por ejemplo, por citarlo una vez más, en el de Maistre de título Les soirées de Saint Petersbourg), está siempre com­ pensado por algún tipo de bien comprehensivo. El mal viene a ser, en suma, reltativizado, puesto como complemento de un designio más vasto, mas cuya aceptación precisa en definitiva de un acto de fe. Tal es en general la posición de los amigos de Job; tal es también podríamos decir el punto de vista de la Teodicea de Leibniz (en la cual, sea dicho de pasada, el Libro de Job es citado sólo en dos oca­ siones). Y sin embargo, esta solución es notoriamente rechazada en el extraordinario comentario al Libro de Job que es el escrito kantiano

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Ueber das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theodizee (1791). Según Kant, Dios, en su intervención final (caps. 38-42) hon­ ra a Job, es verdad, poniéndole ante los ojos la sabiduría de la crea­ ción, pero al mismo tiempo hace hincapié en el carácter insondable de sus designios. Los caminos que manifiestan la sabiduría del crea­ dor son ya para el hombreinsondablespor lo que hace al orden físico de lo creado, para nohablar de lo que concierne a su or moral (cf. A 216; ed. Weischedel, XI, 118). En la intervención deDios y en la subsiguiente respuesta de Job (vid. XLII, 1-6), de otra parte, sale a la luz una ulterior secuela de la problemática del mal, descuidada aquí sin embargo por Kant — aun cuando, posteriormente, este tema será puesto de relieve en la Allgemeine Anmerkung de la primera parte del Die Religión —, y que nos permitirá enlazar este concepto con un segundo sentido del término «revolución». El nexo entre revolución y mal se pone aquí de manifiesto cuando se considera la revolutio en su sentido de retor­ no, de conversio. En general, la conversio, la «conversión» — que no es preciso entender en un sentido religioso —, indica por un lado la salida del propio enclaustramiento dentro de sí mismo, de la so­ berbia adhesión al amor sui, a fin de volverse hacia lo otro de sí, abriéndose a él; y por otro lado apunta a ese retorno, esa reditio que converge hacia el origen propio, auténtico. Desde un punto de vista tal, el Libro de Job — tomando sobre todo en consideración el segundo estrato de la andadura del poema, que es el fundamental, y desembarazándonos del aspecto de justicia retributiva que revela el Epílogo, perteneciente junto con el Prólogo al primer y más anti­ guo estrato de la obra — se configura como la trayectoria de una revolutio, de una conversio que lleva a una confrontación cara a cara con Dios, y que sólo la experiencia del sufrimiento hace posible. Aquí, el mal es entendido como mal sufrido (como dolor físico y sufrimien­ to moral), y no como mal ejecutado y conducido al exceso, como mal fruto de una acción (en el sentido de la figura precedente). Es pues signo de un padecer, de una pasividad innata al hombre que consien­ te que se haga, en sí misma, la experiencia de lo otro de sí (vid. al respecto las esclarecedoras páginas de Philippe Nemo en su Job et l'exces du Mal. Grasset, París, 1977). Así pues, el sufrimiento se convierte en testimonio (martyrion) de la radical pasividad humana, y lugar en el que el sujeto se des­ compone, en el que acaece la experiencia del otro. Emmanual Levinas, en especial, ha desarrollado esta constelación conceptual, en la cual el mal se configura en el sujeto como algo externo a todo contex­ to, algo refractario a toda posible síntesis, algo que excede a toda capacidad de comprensión: algo constitutivamente insoportable. De­ sarrollando estas sugerencias levinasianas, podríamos llamar a este

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aspecto la contradicción absoluta del mal: en ella, el sufrimiento se revela como algo sin redención, por la simple razón de que ninguna comprensión puede cancelar a posteriori el hecho de haber ocurrido, porque el solo hecho de su acaecimiento es ya algo escandaloso. El carácter fáctico refractario a toda redención, del mal y del sufrimien­ to, se ejemplifica en algunas figuras humanas — o características de la historia reciente de la humanidad — como el idiota, el loco, el perseguido por su mera pertenencia a una raza determinada, los ni­ ños inocentes, víctimas de Auschwitz, figuras para las cuales resulta bien difícil la remisión no sólo a una teodicea, sino a una convenio. Por tanto si, por lo que hace a la segunda figura del mal, que hemos examinado, el sufrimiento inexplicable e inútil (y cuyo carácter fáctico resiste a toda reducción a una conexión de sentido) resulta problemática también la vía de la vuelta atrás de la «revolución en la intención del hombre» de la que hablaba Kant, la vía consistente en aferrarse a un Dios advertido como estando cada vez más ausente, viene por otra parte a ser experimentado otro modo de relacionarse con el mal, de acoger su presencia y de convivir con él. El mal se hace mal cotidiano, cosa de costumbre, habitual sin que escandalice ya ni sea contrapuesto al bien: se ha encarnado (aunque no hasta el punto de no sufrir desarrollos dialécticos) en el producirse de las cosas y de los sucesos humanos. Tal es la tercera figura del mal que, brevemente es necesario tomar en consideración, por lo que hace a su posible tendencia interna hacia una violenta inversión, hacia una revolución. En un pasaje célebre de Los hermanos Karamazov, y descri­ biendo al íncubo de Iván Karamazov, Dostoyevski nos da esta sugesti­ va imagen del mal, del demonio: el diablo no tiene otro ideal que «encarnarse definitivamente en una tendera gorda que pese un quin­ tal, y luego creer en todo lo que ella crea, e ir a la iglesia y encender una vela de todo corazón». El mal cotidiano que emerge del íncubo de Iván Karamazov es el mal que se ha hecho banal, habitual. El diablo, al hacerse ba­ nal, gana realidad y eficacia, lleva a cumplimiento su encarnación en el mundo al quitarse las vestiduras grandiosas y terribles del exce­ so luciferino, mezclándose de tal modo con lo habitual que, gracias a este su carácter mostrenco, logra que sea olvidada hasta su propia existencia. Como es sabido, el tema de la banalidad constituye el trasfondo del reportaje de Hannah Arendt sobre el proceso al criminal de gue­ rra nazi Adolf Eichmann (Eichmann in Jerusalem. A Report o f the Banality o f Evil. Viking Press, Nueva York 1963). Pero este tema atraviesa en general otros escritos de Arendt, como por ejemplo su libro juvenil sobre Rachel Varnhagen. Banal es, de una parte, la fi­

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gura de Eichmann, el relato de sus acciones, la manera en que él ha cumplido las funciones que le eran propias. El exterminio de los judíos es llevado a cabo con una actitud de empleado, al mismo modo en que el pequeño burgués, honesto funcionario y padre de familia cumple sus deberes. De otra parte, empero, la banalidad es justa­ mente aquello que viene desesperadamente buscado por quien tiene conciencia de estar excluido de la propia comunidad civil a causa de su excepción, a despecho de todos los intentos de asimilación, en el contexto social y estatal en que vive la propia historia. Por eso escribe Hannah Arendt, haciendo suyas las palabras de Rachel Varnhagen, que «para quien desea encarnar la vida misma, tanto en su inquietante excelsitud como en la banalidad inevitable y vulgar, éstas pueden ser más importantes que el sentirse excepcional». La banali­ dad misma, en sí misma, se convierte para el judío en un fin a alcan­ zar, si es que no en un espejismo: el espejismo de una imposible asimilación. Conectando estos dos aspectos subrayados por Arendt, la trage­ dia del pueblo judío en nuestro siglo alcanza toda su complejidad: el judío intenta asimilarse a esa realidad banal en la que el mal mis­ mo se ha consustanciado desde ahora, busca la homologación con el mismo mal encarnado del que él está destinado a seguir siendo la víctima. El ámbito de la banalidad así configurado es el ámbito en el que el mal celebra su triunfo pleno, precisamente porque, al estar ya realizado, no es ya reconocido como tal. Su victoria consiste justamente en su desaparición, en su disimulo tras lo completamente mostrenco, tras la indiferencia entre las distintas oposiciones (bue­ no/malo, bien/mal, precisamente) por las que tradicionalmente era definido y, por ende, en la caída de esas oposiciones. Se delinea así una situación en la que, a causa de tal indiferencia, desaparece toda tensión y toda dialéctica. Un cambio brusco, una revolutio, mas tam­ bién una conversio, son cosas que se hacen por ello cada vez más problemáticas. Sólo que, ¿están las cosas realmente así? Quizá esta situación de indiferencia que caracteriza a nuestra época sea la descrita por Hólderlin en la elegía Pan y vino como diirftige Zeit [«tiempo de indi­ gencia»]. Y a esta situación ha dedicado, como es sabido, Martin Heidegger — pensador que ciertamente puede ser interrogado, o incluso imputado, respecto a determinadas elecciones, a fin de cuentas de­ masiado trágicamente banales — Beitrage zur Philosophie [Aportes a la filosofía], ésta es la época del Unter-Gang, del ocaso [lit. «vía de descenso»], del hundimiento de una particular experiencia de pen­ samiento: es la época en que se llega más rápidamente al abismo del sentido, y en la que se experimenta el peligro de disolución de toda salvación. Mas, como subraya Heidegger, siguiendo las palabras

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de Hólderlin, «donde está el peligro, allí crece también lo que salva». Ahora es cuando, incitados por estas sugestivas metáforas, po­ demos apuntar, al menos, desde un nuevo punto de vista, a un ulte­ rior vínculo simbólico entre mal y revolución, un vínculo que quizá nos permita dar una ulterior ubicación al mal, en nuestra época. A la tercera figura del mal: el mal que, en su banalidad, se ha hecho indiferente, podemos añadir, tras las huellas de Heidegger, la tensión hacia una revolutio que, ahora, debe ser entendida como posible sal­ vación, como posibilidad de un viraje histórico y epocal que nos per­ mita sobrepasar (Uberwinden o, al menos, Verwinden [«remontar»] una situación del pensamiento que hoy está llegando a su extinción: la perspectiva greco-cristiana. La espera, en plena Gelassenheit [sereni­ dad], de un tal viraje nos permite ya vislumbrar, según Heidegger, el nuevo terreno al que podrá conducir la Uberwindung, la revolutio-. un terreno en el que se dirá adiós a toda dialéctica de tipo metafísico o religioso. La banalidad de nuestro tiempo, la banalidad del mal realizado e indiferente, puede así, quizá, remitir a un nuevo inicio. Pues, como dice también el poeta, con un acento casi religioso y un pathos casi profético: «Zu Geringem auch kann kommen Grosser Anfang». [«También a lo de poca monta advenir puede Inicio grande»].

(Griechenland, Hólderlin, vv. 23-24).

[Traducción de F. Duque]

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Mal y dictadura en Donoso Cortés José L. Villacañas

I. Introducción

1. El tiempo histórico. La teoría kantiana del tiempo defendida en la Crítica de la razón pura, tiene un poderoso efecto cuando, lejos de sus previsiones iniciales, se aplica a la teoría de la historia. Pues sus dos axiomas esenciales, que el tiempo en sí mismo es una estruc­ tura vacía, y que su orden le viene dado por la secuencia de repre­ sentaciones materiales, realizadas por la espontaneidad imaginativa del sujeto, poseen una imparable energía antimitológica. La conse­ cuencia más básica de esta energía se puede glosar de esta manera: no hay en el tiempo de la experiencia humana ninguna teleología interna, y sus órdenes empíricos son productos humanos. El sujeto está arrojado en el torbellino de una mera secuencia indefinida, y tiene el encargo de ordenarla mientras naufraga en sus olas. Kant anticipa, en estos pasajes abstractos de la Crítica, la dificultad real de la objetivación del tiempo histórico. Pues el curso del orden de tiempo objetivado tiene que seguir abierto a una corriente impetuosa que, con su próxima ola, puede destruir ese mismo orden desde el que se juzga. Si el tiempo sólo es ordenado por la experiencia, y la experiencia por principio está abierta, los órdenes de tiempo con­ cretos son por esencia cambiantes. El tiempo ordenado, el tiempo de la experiencia histórica, es un imaginario móvil. Desde la precisa ontología de la Crítica no hay ningún suelo rocoso extratemporal des­ de el que hacer frente a este dilema. Kant no podía mantenerse en este punto. La historia como disci­ plina natural se mostraba incapaz de construir una objetividad, salvo en la medida en que albergara leyes naturales recurrentes. Pero la objetivación del tiempo histórico, como la objetivación del espacio, era una condición esencial para la obtención de las señas de identi­ dad de un sujeto capaz de decidirse a la acción. La mitología progre­ sista, que el propio Kant creara como limitación de aquella potencia

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desmitologizadora del tiempo vacío, pretende una solución precisa y elemental. Puesto que nada en el tiempo mismo permite un orden unívoco, la fijación de un ideal extratemporal permitirá una orienta­ ción práctica del hombre en la historia. Mediante la comparación per­ manente del contenido material de ese ideal con la materia del pre­ sente, actividad en la que se acredita la crítica, se puede establecer un orden temporal unívoco, un avance o un retroceso, un contenido esencial al tiempo, una orientación en las decisiones prácticas. El punto esencialmente kantiano de esta mitología progresista consiste en afirmar que ese orden del tiempo como progreso sólo está mantenido por la voluntad humana, por las decisiones prácticas, por la virtud moral. Por lo tanto, la tensión del tiempo hacia el ideal es, de hecho, la tensión de la voluntad hacia el ideal. Esta tensión construye un tiempo en la medida en que la voluntad moral toma el aspecto de la sustancia de la historia, en la medida en que se hace permanente. La realidad trascendental del tiempo mismo es opaca a esta propia tensión de la voluntad. Ni ayuda ni obstaculiza, sino que deja en libertad. Esta es la teoría del mal radical como origen del tiempo, como trascendental de la historia1, que deja a la volun­ tad moral sola consigo misma en el piélago infinito de una sucesión vacía sin positividad2 2. La utopía liberal. Este momento kantiano no fue mantenido en su pulcritud práctica por los defensores de la utopía liberal de la primera mitad del siglo X IX 3. Y así, la mitología progresista dejó de ser un elemento autoconsciente y neutralizado del sistema kantia­ no, para convertirse en un mito propiamente dicho, con vida autóno­ ma. Su utilización inconsciente y masiva permitió una alteración radi­ cal de las estructuras ontológicas sobre las que se basaba. Así, de un sistema regulador del juicio y de la crítica, servidor de las decisio­ nes prácticas, pasó a ser una ontología del tiempo histórico amplia­ mente aceptada y con funciones legitimadoras de la emergente socie­ dad burguesa. Esta conversión no resulta ingenua. Pues proyectó sobre todo presente una intencionalidad, una tensión hacia la meta, una afinidad electiva hacia el pleno cumplimiento de las exigencias de la razón y, con ello, una especie de automatismo en los procesos so­ ciales progresistas previstos. De esta forma, Tiempo y Razón llegaron a ser profundos alia­ dos, tan unidos que incluso podían prescindir de la crítica y de la decisión práctica. Esta representación del tiempo como expresión de la Razón era estructuralmente cercana a la visión teológica del tiem­ po como fenómeno del Bien y, con otros componentes, se puede se­ guir en la obra de Fichte. La diferencia esencial resultante fue que la apelación al ideal dejó de ser un instrumento de la crítica para

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convertirse en una afirmación, un tanto miope y autosatisfecha, de las fuerzas burguesas que a lo largo del siglo XIX, al menos hasta 1871, se autorrepresentaron siempre en la senda del progreso. El tiempo dejó de ser vacío y llevó en sí mismo la noticia de la tendencia al Bien. Hasta qué punto se ha mantenido esta visión de las cosas se puede registrar con un «tic» usado por los marxistas actuales: al reflexionar sobre la crisis de su sistema esgrimen la res­ puesta de que el ciclo de sus previsiones es muy largo, de que la sustacia del tiempo no se deja dominar con una mirada estrecha y cercana: en la esencia del tiempo puede germinar o hibernar el ger­ men de la emancipación, pero no destruirse. Es como si el tiempo fuera una energía moral racional: no se destruye, por mucho que se transforme. Cuando se compara este mito con su origen kantiano sólo se puede decir: la invocación que hacen las ideologías progresis­ tas de la objetividad de la tendencia del Tiempo histórico es inversa­ mente proporcional a la fuerza de sus compromisos éticos, subjetivos y prácticos con los viejos ideales, y directamente proporcional a su incapacidad para asumir una crítica decente de los mismos. Y cuan­ do un kantiano descubre esa carencia de compromisos subjetivos de una sociedad con el ideal republicano, sólo le queda una salida: re­ troceder al tiempo vació e ingobernable de la Critica de la razón pura. Pues un kantiano decente debe renunciar antes a su mitología que a su ontología. 3. No todas las filofofías han defendido esta síntesis metafísica entre Tiempo y Razón, canalizada por cualquier mediador histórico que goce del estatus mesiánico de ser sustancia del tiempo y de la razón a la vez4. Al contrario, existen filosofías rivales de esta mitolo­ gía progresista y hacia ellas se vuelve siempre la mirada en los tiem­ pos oscuros. Pero esto no significa que estas filosofías hayan perma­ necido sólidamente ancladas en este tiempo vacío inicial de Kant, por el que navegan los sucesos, los acontecimientos, las tensiones, las fuerzas, como náufragos sin rumbo. Al presentarlas como opues­ tas a la utopía liberal, no quiero decir que estas filosofías hayan asu­ mido la tesis de que el tiempo no ayuda a la historia ni a suceso alguno en ella. Estos filósofos no han mantenido con objetividad la mirada que caracteriza el talento de un Weber: una mirada que con­ sidera toda realidad histórica como una planta crecida en su humus individual, cognoscible sólo comparativamente con otras, que a su vez serán mejor conocidas en comparación con ella, y que vivirá en el tiempo según su capacidad de invadir terrenos, de luchar firme, y de conocer las estrategias de la duración. A estos talentos que mi­ ran al tiempo como terreno neutro de esta lucha, sólo le preocupa la duración como un espectáculo, como un enigma, y mientras obser-

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van no poseen interés en la supervivencia de fenómeno alguno. To­ man acta de su defunción y de su nacimiento, y de sus estrategias de duración en la lucha contra el tiempo. Pero finalmente, en esa lucha hay tantas variables que, para estos talentos contemplativos post­ kantianos, el tiempo juega también como un niño: se da y se retira como una gracia azarosa. Aquellos pensadores en los que pienso ahora, Donoso y Schelling por ejemplo, no tienen esta actitud desinteresada ante el tiempo que caracteriza a los grandes contemplativos, a Hegel, a Weber. Y sin embargo, en el núcleo secreto del tiempo ellos no poseen la ten­ sión hacia lo perfecto. Antes bien, allí donde el tiempo se genera estos filósofos ponen el germen mismo del Mal, de un mal radical, que puede parecer pequeño, niño, pero que tiene toda la historia para presentar su verdadero rostro. El curso completo del tiempo, la historia, si tiene algún sentido, es el de manifestar la forma apro­ piada que corresponde a su origen, al mal. En esta línea habló Dono­ so de la «fuerza omnipotente del mal en la historia»5. Quien quiera el Bien debe superar la forma de la historia y del tiempo. Esto tam­ bién lo pensaba la utopía liberal. Pero en estos pensadores superar la historia no tiene sentido. Pues los liberales, interpretando a Kant, pensaban que el reino de la libertad, de la igualdad, de la indepen­ dencia y autonomía burguesa, esa Weltbürgerlichegesellschaft trans­ ciende la historia porque la culmina, mientras que transcender la his­ toria como reino desplegado del mal significa destruirla en su raíz, en el hecho mismo del devenir6. La utopía liberal se autopresenta como un tiempo indefinido. La utopía que pretendo describir se autopresenta como un tiempo destruido en lo que tiene de más propio: la sucesión. Por eso, si hay una misión en la historia, si hay algún fenómeno del bien, es el que lleva como germen la destrucción del tiempo. Esta renuncia al tiempo significa para ellos una apuesta por un orden esencial, estable, ideal, sub aespecie aetemitate. Podemos decir que, en la medida en que para ellos el tiempo sólo constituye un fenómeno del Mal7, estos pensadores son la con­ trapartida incongruente de aquellos primeros que defendían la afini­ dad electiva entre el tiempo y la razón. De hecho, su filosofía ha nacido para oponerse al optimismo burgués. Mas, en su conjunto, se legitima recíprocamente. Con independencia de su representación material de la historia, poseen algo en común: juntos han configura­ do el tiempo de la Teología política8 que ha dominado la moderni­ dad europea posterior a la Revolución francesa, pero sobre todo pos­ terior al Vonnarz. Este tiempo ha sido denunciado de muchas maneras, desde luego. La más afortunada ha consistido en llamarle el tiempo de la dialéctica de la Ilustración. La esencia de esta dialéctica consis­ te en la transformación de la Ilustración en un mito. Yo creo que

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esa transformación se refiere sobre todo a la mencionada metamorfo­ sis del tiempo vacío en tiempo mesiánico. Pues estas teologías políti­ cas son dos formas muy claras de interpretar el mito mesiánico.

II. El mal y el tiempo: mito mesiánico y mito paradisíaco o la denuncia de la modernidad 1. La geografía moral. Las últimas legitimaciones de la razón moderna, de forma autoconsciente, han apelado al mito como fuente de fundamentación. De esta manera, la propia razón moderna confe­ só sus límites. Sobre una hermenéutica del mito se ha fundado la filosofía de la historia progresista y apocalíptica que conocemos. Ya se trate de Kant, con sus Comienzo verosímil, de Schiller con su co­ mentario De la primera sociedad...9, o del Schelling de las Lecciones sobre la Libertad o de las Lecciones sobre Mitología, en las diferentes exégesis de este mito paradisíaco se han acreditado las diferentes ac­ titudes sobre el destino del hombre moderno. Pues lo más decisivo de ese mito es que lleva incorporado el mito mesiánico; de la inter­ pretación que se hace de la esencia del mal, se sigue de una manera precisa la previsión acerca de la esencia del Bien. Lo común de to­ das esas hermenéuticas kantiana, schilleríana, schellinguiana, donosiana, etcétera, reside en que este mito juega siempre dentro de una histo­ ria de la libertad10. Con ello ya podemos hacer una previsión: la geo­ grafía de este mito es la que viene delineada por los cuatro puntos car­ dinales de libertad, mal, tiempo y salvación. La conversión de la ilustra­ ción en mitología es también descriptible como la transformación de la hermenéutica de los mitos que asisten a la ilustración misma. Esta tesis se puede concretar aún más. Pues tanto la ilustración kantiana, como la filosofía que pretendemos describir coinciden en una cosa: en propiciar una exégesis del mito de la expulsión del pa­ raíso en términos de tragedia11. Esta categoría se convierte en la cla­ ve de comprensión no sólo de la existencia humana individual, sino de la misma existencia histórica. Pues en efecto, tragedia es el ámbito donde se revela y se constituye la libertad humana. En sí mismo, su encarnación en el mito del Génesis supone algo decisivo: la trans­ formación de las categorías dominantes del Estoicismo y su noción central de Natura como Fatum. En esta transformación se ha creído ver lo propio del cristianismo frente al mundo pagano. Pues bien, en todos estos puntos de la geografía moral, el pensamiento de la Teología política de Donoso Cortés ha medido sus armas con el pen­ samiento progresista ilustrado. Y al hacerlo ha configurado un cos­ mos en cuyas órbitas giró, consciente o inconscientemente, un ancho río de pensadores contemporáneos.

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Una comparación de los análisis kantianos con los análisis de Donoso puede sernos de ayuda. Pues Kant entiende la emergencia de la libertad como una ruptura del orden natural producido por la propia dinámica de éste. Libertad sólo existe allí donde el dolor pro­ ducido por la ruptura del orden natural, ese dolor esencial a la natu­ raleza humana, cuyos trazos Donoso ha forzado anticipándose a la cultura expresionista de primeros de siglo12, es asumido responsa­ blemente por el hombre como consecuencia de su propia acción. No es una causa más de la naturaleza, aunquetambién es una causa de la naturaleza. Ese cambio de estatuto es llevado a cabo por el propio hombre que, ante la posibilidad de encogerse de hombros ante el dolor como un efecto natural más, se levanta y lo considera efecto de su propia acción y el dolor consecuencia de su culpa. Nada forzó la aceptación de esa responsabilidad, salvo el gesto de proclamarse sujeto Ubre de acciones, ajeno a la naturaleza. Nada fue libertad sino esta valoración del dolor como consecuencia de la propia acción. La tragedia siempre es una mirada sobre el pasado producida por el dolor presente, una mirada que hace emerger una cierta voz que dice: así debió ser, es justo que sea. Pero la voz más profunda que subyace a esta tragedia de la libertad, una voz que el joven Schelling proclamó con valentía13, tie­ ne otro mensaje. Dice esencialmente: «mas no debe seguir siendo así». En este mismo momento la libertad y la tragedia producen el tiempo humano. Pues si el dolor se sustrae a la naturaleza como cau­ sa y se lanza sobre el hombre, entonces no es un dolor necesario, es un dolor que está en las manos del hombre. La condición para que esté en sus manos es transformarlo en pago de una culpa; pues por esa misma lógica el dolor dejará de ser una realidad tan pronto como la acción cambie. Pasado y futuro se diferencian como culpa y promesa. De ahí que el hombre, por esta interpretación de su ex­ pulsión del paraíso como tragedia, venga a decir: no acepto la dicha como regalo de la naturaleza, sino como conquista propia. Para eso libremente me separo de ella y libremente la reconstruiré. El paraíso es el eco que guía el curso de la acción libre del hombre en la histo­ ria, el arquetipo del Elíseo que pone en el futuro. Hay aquí un acti­ vismo, una primacía de la acción humana, que es afín a la premisa del criticismo. Por eso Kant encuentra aquí el punto de partida de una historia de la libertad, la metacrítica más precisa de su Crítica de la razón. Kant no tiene esa palabra todavía. Pero Schelling se la ha prestado. Toda la filosofía crítica es una teoría de lo trágico. Para Donoso, también el hombre y la historia están situados en­ tre un gran recuerdo y una gran esperanza14. También para él re­ sulta incomprensible el hombre sin el mito genésico de la expulsión. También para él la libertad es el misterio15. También para él, todo

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olvido del mito del Paraíso significaría el fin de la humanidad.16 Y también lo que sucedió allí, el tremendo suceso, es una gran tragedia17 que ilumina a través del tiempo entero la tragedia de ser hombre. Pero también, e igual que en Kant, esa genealogía del mal lleva consigo la comprensión del bien, íntegra un mito mesiánico. Pero, y esto es lo más peculiar, Donoso interpreta el mito de tal manera que lo convierte en un mensaje negador de toda la modernidad. Al hacerlo, extrae todas las consecuencias de la interpretación agustiniana de la caída, las radicaliza más allá de Lutero y, en esta misma medida, las toma inutilizables para el proyecto secularizador en curso. 2. Libertad y mal. El punto de partida más básico para enten­ der la irrupción del mal reside, para Donoso, en la originariedad de la libertad humana18. Esa originariedad de una potencia que puede oponerse a su propio origen es el misterio19. Pero en sí misma la libertad es inviolable. Ni el mismo Dios puede atentar contra ella20. Y sin embargo esta originariedad lo es con respecto al tiempo y al curso de la historia. No respecto al orden esencial de las cosas crea­ das, respecto del cual libertad es obediencia y respeto21. Este es el agustinismo subyacente a Donoso. Cuando, con su tono profético ca­ racterístico anuncia que «estamos lejos del principio»22, quiere decir realmente que estamos lejos del principio del mal, lejos del primer acto originario de la libertad. Pero todavía más lejos de la forma ori­ ginaria en que fuimos creados, aquella criatura celeste que habitó los primeros días del paraíso. Aquel hombre perfecto que la filosofía alemana ha buscado bajo la forma reflexiva del hombre completo, entero, desde Hamann a Marx. El acto originario de la libertad respecto del tiempo y del mal es algo derivado del orden volitivo del hombre celeste. Ante todo, afirma la inevitabilidad del querer entre las potencias humanas. Pero por esencia no es propio del querer fundar el tiempo y el mal. En el hombre perfecto creado el primer día de la creación no existía la libertad en este sentido, sino un continuo orden ajeno al tiempo. No porque entre la libertad y la perfección haya una oposición radical23. Lo radicalmente contrario a la perfección es un acto acci­ dental constitutivo de la libertad. Un acto que anula buena parte de su potencia y de su perfección, pero que en sí mismo sólo es posible por un genuino misterio. Por eso el acto originario de la libertad, en tanto que accidental, funda un reino de accidentes. Ese es el tiem­ po y ese es el mal: una mera modalidad, una mera contingencia. El hombre es libertad, esa es la tesis. En la tradición del hom­ bre completo, que fundara Platón en su crítica a Protágoras, y que continuara Agustín, el querer originario debía caminar indisoluble­ mente unido al entender. Libertad no es aquí cosa distinta de «su

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mismo entendimiento y su misma voluntad juntas en uno.»24 Entre el orden de la libertad y el orden de la perfección no hay contradic­ ción interna. La libertad es perfecta si la voluntad y el entender son perfectos. Por eso Dios es perfectamente libre. Ahora bien, el hom­ bre completo ha sido puesto en un orden de conocimiento y de vo­ luntad en el que comprende y quiere adecuadamente, en el que es libre obedeciendo la estructura de este orden que conoce por esencia. El hombre perfecto es un ser relativo, con un bien relativo25 en una gradación perfecta del universo, ordenada al fin que es bueno sobe­ ranamente. El acto de la libertad que funda mal26 y tiempo, es la ruptura subjetiva de ese orden esencial. Y esa ruptura se lleva a cabo cuando el hombre quiere conocer más allá de los límites a los que está orde­ nado su entendimiento. Esta desviación de la voluntad es un misterio, pero en sí misma es potencial a toda voluntad que no sea infinita­ mente buena ni conozca infinitamente. Pues todo querer considerado en sí mismo tiende al infinito. Con ello, la voluntad se separa del bien relativo que constituye su objeto27. Al exceder la potencia de la voluntad a la del conocimiento, al querer conocerlo todo, se produ­ ce el desorden interno al hombre, la quiebra de su estructura esen­ cial, la desunión de sus capacidades. Pues el entendimiento no pue­ de responder al deseo de la voluntad, ya que el entendimiento es finito. Y al no conocer todo lo que la voluntad quiere, al errar más allá de sus límites, la voluntad no puede querer sino confusamente, y obrar con ceguera28. La tesis central es que esa retirada del bien relativo, por mor de un bien absoluto que puede conocer, significó la destrucción «de aquella soberana armonía que puso en las faculta­ des el divino Hacedor»29. El «orden perfecto y aquella trabazón ad­ mirable [...] con una gravitación amorosa» desapareció por la acción de la voluntad humana, por la tensión entre una voluntad devenida infinita y un entendimiento finito. Ese acto es el de la libertad originaria del mal y del tiempo30. En sí mismo, en relación con la estructura ideal de la creación, es un hecho insignificante, que no destruye el orden esencial sino en la representación y en la voluntad del hombre. Con ello tenemos que el des-orden introducido por el mal es, ante todo, un des-orden de representación y de voluntad humana31. Aquí se unen la cultura ba­ rroca residual en Donoso con la neobarroca de Schopenhauer. La consecuencia es una acusación general de trivialidad, de banalidad, sobre las cosas humanas. El nihilismo también es el tema de Donoso. Mas lo importante ahora es la insuperable relación entre libertad, mal y desorden que se sigue desde el acto fundacional del tiempo.

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3. Mal y Giro Copemicano. Desde lo dicho podemos entender que el mal recién descrito posee la estructura transcendental del giro copernicano. De esta forma, Donoso niega donde Kant afirma. Con ello se niega también la modernidad como conjunto, como estructu­ ra. Pues el resultado inevitable de aquella ruptura del orden esencial a la creación colocó al hombre como centro de una teleología propia. Aquí está la distancia mayor respecto de Kant. Pues el acto de la libertad como negación del orden esencial de la naturaleza estoica es transformado por Kant en acto afirmador del orden libre propio del cristianismo32. Donoso también sabe de la inevitable necesidad de este acto afirmador. Pero para él lo que tiene de fundacional como orden del tiempo y de la historia es una consecuencia de su insisten­ cia en la ruptura del orden divino. Por eso el mesianismo de Donoso es restaurador del orden y de la ley, no reconstrucción soberana de la misma. El agustinismo de Donoso es ante todo platonismo. Kant, al rechazar ese orden de esencias, puede entender el acto afirmador de la centralidad del hombre como la primera donación de sentido al universo entero. Donoso no puede dejar de verlo como una insis­ tencia en la voluntad perversa del hombre. El quid pro quo del nihi­ lismo ya estaba tejido o b initio en el análisis del mito mesiánico. En todo caso, lo que describe Donoso como la vida en el peca­ do es un fiel reflejo de la vida de la razón kantiana. «Habiendo deja­ do el hombre de gravitar hacia su Dios con su entendimiento, con su voluntad, y con sus obras, se constituyó en centro de sí propio, y fue el último fin de sus obras, de su voluntad y de su entendimien­ to».33 Pero no sólo registra Donoso el antropocentrismo, inevitable en el acto originario del mal, sino que entiende que esta elevación sólo tiene sentido desde la pérdida de la armonía de sus facultades, que adquieren vida propia, escindida, alienada. «Sus potencias se apartaron unas de otras, constituyéndose a sí mismas en otros tantos centros divergentes: su entendimiento perdió su imperio sobre su vo­ luntad, su voluntad perdió su imperio sobre sus acciones, [...] Todo había sido antes en el hombre concordancias y armonías; todo fue después de él guerra, tumulto, contradicciones y disonancias. Su na­ turaleza se convirtió de soberanamente armónica en profundamente antitética». La crítica kantiana de las facultades aparece ante una luz profunda y poderosa: como trabajo propedéutico para reconstruir la armonía del hombre perdida por la libertad y el mal. Su tendencia centrípeta es un eco de la armonía perdida, pero su insistencia trans­ cendental un eco del acto originario del mal. La crítica al antropo­ centrismo que, Heidegger ha llevado a sus consecuencias, es un viejo motivo donosiano. Esa insistencia transcendental en la subjetividad, sólo puede ocul­ tar el supuesto fundamental de aquel acto perverso con un postulado

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excesivo, blasfemo, a todas luces falso para Donoso. El primer gran error del mundo moderno — hacer del hombre el centro del sentido — sólo puede ser ocultado por un segundo error todavía mayor, por cuanto olvida directamente el relato genésico. Pues en efecto, ¿a qué viene proponer la independencia y soberanía de la razón humana si no se propone al mismo tiempo que sirve a una voluntad buena? ¿Y no son ambos los supuestos centrales de la revolución copernicana y con ello de la mitología progresista del hombre como fin en sí mismo?34 Al proponer la escatología del hombre como fin en sí, sostenida por la voluntad buena del género humano, por mucho que se esté aspirando a reconstruir el paraíso y el hombre completo, lo que de hecho se hace es insistir en la misma estructura originaria del mal, reproducirlo, fortalecerlo. Este esquema entrega al sujeto co­ rrupto el proyecto de perfección. Esta estructura, que es justamente la clave del proceso de secularización moderno, no puede significar sino la identidad entre historia progresista y profundización del mal, vale decir, entre historia y catástrofe. El hombre de la revolución copernicana se hace dueño de su historia, pero sólo como una ilusión35. De hecho, en la reconstrucción del paraíso, se hace due­ ño de su mal, lo mima y lo desarrolla. De esa continua reproducción del acto originario del mal, surge la «fuerza omnipotente del mal en la historia»36. Las mejores galas expresionistas de Donoso surgen de esta dinámica infernal de la historia, mediante la cual el progreso hacia el mal último es ocultado al quedar representado como progre­ so hacia la utopía. Contra esa representación, Donoso exclama: «Los mismo que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión. Está en que cabal­ mente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser creída por todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y la tierra se trans­ formaría en infierno.»37 4. El problema del Yo y de la razón. Si el mal es la sustancia de la historia, lo es porque en cada momento se reproduce la deci­ sión constitutiva del tiempo y del mal, la insistencia en el desorden entre la voluntad y el conocer. Que la estructura de la historia sea accidental respecto del orden divino no cambia las cosas para que, en relación con el hombre, el tiempo sea esencialmente desorden. Pues debemos recordar que Donoso confirma la estructura subjetiva y apariencial del tiempo. Cada momento es igualmente equidistante del origen, en la medida en que el hombre se siga eligiendo a sí mismo como fin, investigándose a sí mismo, esto es, en tanto siga participando de la estructura socrática y transcendental de la moder­ nidad. Todo antropocentrismo es blasfemia38. Y el eco creciente, la

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marea poderosa de esa blasfemia es la historia. Su resultado: el vien­ to de la destrucción, esos «grandes estragos, esos acumulados escom­ bros.»39 El viento condensado de esa blasfemia tiene una palabra pro­ pia, general, capaz de ser Usada por cualquiera, abstracta y concreta a un tiempo y por eso capaz de extenderse con un eco infinito. Es la palabra capaz de extender la ilusión del paraíso, la ilusión que ha de ser creída por todos, la ilusión que debe anteceder a la gran catástrofe. Ese nombre, la piedra basal de la modernidad, de la filo­ sofía transcendental, de la razón, la clave de la afirmación de una ilusión, es conocida. Se trata del Ego cartesiano. Del Yo transcenden­ tal. Yo es el nombre satánico. En la Correspondencia con Gabino Teja­ do, Donoso nos propone la brillante empresa de una fenomenología de la historia no en base al uso de los nombres, sino en base al uso de los pronombres40. La época de la modernidad se halla des­ de luego dominada por el pronombre «Yo». Este yo perpetuamente resonando es el viento que siembra de escombros la historia, «y hace de la tierra la imagen viva del infierno.»41 Donoso ha llamado a este «yo por naturaleza satánico» y ha mantenido que en el infierno no hay más pronombre que este Yo. La razón de todo esto es que al pronunciar la palabra «Yo» se reproduce el acto de expulsión del paraíso, se autoafirma la centralidad del hombre, se recrea el centro de gravedad propio, como una reacción ante la huida de la esfera amorosa de Dios. En cada pro­ nunciación de la palabra «Yo» hay un acto de separación, una acción desmedida de la voluntad guiada por la confusión del entendimiento. En esa fácil reproducibilidad del pronombre, en su propia transcendentalidad, se cifra por tanto la esencia misma de la herencia del pecado original, como sucede con el principium individuationis de Schopenhauer42. Justo por esta herencia pecaminosa que todo hom­ bre recibe, y que le autoriza a decir «Yo», crece la ilusión de que la tierra será un paraíso en el que cada sujeto pueda afirmarse hasta el final: pues en ese pronombre se le vuelve a ofrecer el fantasma del orden unitario de las capacidades humanas que, si bien resulta espurio, es suficientemente seductor. Puesto que las facultades deben obrar, y puesto que han perdido el orden esencial, prefieren la insis­ tencia en la errancia al acto de olvido y de reposo43 de sí que signi­ ficaría la renuncia al empleo de la palabra «Yo». Y sin embargo, Dios debe respetar esta individualidad humana44, debe observar sus ac­ ciones y saber acomodarlas a su providencia40. Pues el Yo satánico, ese Luzbel no es sino un Mefisto en manos del Gran Fausto, no un rival sino un esclavo de Dios46. La modernidad es el experimentum crucis para verificar la gloria de Dios4'. Pues el mal no es sino el instrumento de Dios para restaurar su propio orden48.

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5. Razón negativa. Dos cosas son importantes para profundizar en esta denuncia de la razón moderna. Ante todo, los argumentos que la denuncian como razón negativa, en la misma línea que ScheUing. Segundo, y como consecuencia de lo dicho, el reconocimiento en ella de un potencial deinocratizador que hará que se extienda su ilusión. Razón negativa viene definida por Donoso como aquella que tiene en lo absurdo su esencia, su afinidad secreta. La base más pre­ cisa de ese absurdo consiste en la doble dimensión de la razón hu­ mana, que ha de considerarse centro de sentido y al mismo tiempo debe saberse esencialmente infundada. Donoso lo dice en su lengua­ je expresionista, forzando las dimensiones existenciales del asunto. En su jerga, el absurdo consiste en considerarse un Dios sabiéndose esencialmente carente de garantías y de fundamentos para este dere­ cho.49 La raíz filosófica del absurdo reside en fundamentar la razón en el hecho de su propia existencia, un círculo en el que finalmente el criticismo tiene que desembocar con su apelación al Faktum der Vemunji. De esta forma, todos los hechos de razón se consideran fundamentados en otro hecho, que a su vez caprichosamente se niega a ser fundamentado50. En este abismo de fundamentación la razón teje su existencia como una tela de araña, sin suelo alguno. Por eso su sabiduría es un abismo sin fin51. Donoso no se preocupa mucho de la expresión filosófica del problema, para lo cual carece de tradición y de medios. Pero sabe lo suficiente como para reconocer que el instrumento de la razón sólo puede ser el camino de la duda, del interrogar, del preguntar, en la medida en que quiera construir un saber de fundamentos52 partiendo del entendimiento finito. Y sabe que en este interrogar re­ sulta muy difícil llegar a un punto finalmente sólido53. Por eso ha intuido lo justo como para negar el concepto moderno de razón como razón causal, razón de fundamentos, o razón explicativa, para refu­ giarse en una teoría de la razón como contemplación,54 mucho más acorde con el platonismo de base que ya hemos denunciado. En este movimiento, Donoso sigue por su cuenta los pasos de otros pensado­ res igualmente críticos del proyecto ilustrado. A su manera, Donoso ha cuestionado la capacidad de la razón moderna para construir un orden universal capaz de sostener las expectativas de la vieja humani­ dad acostumbrada al concepto de orden divino y, en este sentido, ha mostrado hasta la saciedad los déficits del proyecto secularizador. 6. Demagogia y Democracia. Los órdenes provisionales de fun­ damentación de la razón, junto con la necesidad de su autoafirmación continua, han impulsado a la representación de los procesos ra­ cionales como esencialmente cooperativos, abiertos a cualquiera que pueda enunciar responsablemente — con razones — la palabra «Yo».

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Este es el motivo de la extensión universal de la creencia de la razón, ese colonialismo conquistador denunciado por Donoso con fuerza55. Este fenómeno, en si mismo observable en todo racionalismo, es com­ prendido por sus críticos como una huida hacia adelante. Pues la carencia de fundamento intensivo jamás podrá ser sustituida por la universalización de una conducta no sólo finalmente infundada, sino levantada sobre supuestos falsos, como el de la buena voluntad. Des­ de la perspectiva que levanta Donoso, esta generalización de la parti­ cipación en el proyecto racional no puede ser contemplada sino como un ocultamiento de estos mismos déficits de fundamentación. En este sentido, el democratismo es visto como una coartada ideológica del racionalismo. Antes que proponerse a sí mismo como infundado, el racionalismo hace de la necesidad virtud, y propone que sólo la par­ ticipación universal en su proyecto tornará en perfección su estado precario. El racionalismo busca salvarse de su mal haciéndolo uni­ versal. La consecuencia es inevitable: la demagogia de la razón es el mecanismo para hacer extensible la palabra «Yo» sobre la faz de la tierra. La historia no sólo es la repetición de la soberbia actitud del ángel caído, sino su extensión a las masas por la demagogia56. Con ello Donoso reconquista la verdadera lógica de la Teología políti­ ca, tras los meandros de la crítica a la modernidad filosófica. La ilusión no es peligrosa como tal, es peligrosa porque inevita­ blemente tenderá a ser creída por todos. El democratismo es la semi­ lla del diablo. Oportunamente, al hilo de la reflexión sobre el Vormarz, Donoso ha introducido el gran problema de la cultura conservadora del siglo XIX y del XX: la denuncia del papel de las masas, movilizadas por las ideas racionalistas. Pero con ello ha visto claro que el comunismo es el único heredero del racionalismo, el racionalismo llevado a sus últimas consecuencias, que condena a muer­ te ese híbrido histórico y cultural que es el aristocratismo burgués. Pues si efectivamente, la razón tiene necesidad de procesos universa­ les para llevar a perfección su propio orden, y si insiste en ser juzga­ da por sus frutos sólo al final de los tiempos, sorteando así la acusa­ ción que se puede lanzar sobre todo presente, carece de sentido negar la participación a un hombre por motivos externos a su humanidad, como su formación, censo, clase o profesión. El universalismo prole­ tario es para Donoso el único heredero real del transcendentalismo idealista. Si la razón es orden provisional, no puede renunciar a ninguna razón individual, a ningún Yo. No puede impedir la libertad de discu­ sión como forma estructural de la constitución de una verdad siem­ pre provisional. No puede evitar la forma política del parlamentaris­ mo levantado sobre el sufragio universal, sobre la contribución de todos los sujetos a la formación de la verdad social. Aceptado el su­

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puesto de toda razón, — la afirmación del hombre, su elevación al centro de sentido y de bondad —, la libre discusión es la única he­ rramienta de la que no puede prescindir el entendimiento finito. Do­ noso no olvida la problematicidad del supuesto: que la constitución de esa verdad universal debe llevarse a cabo en base a la reunión de «Yo» satánicos, esencialmente individualistas5'. Pero ante todo in­ siste en la problematicidad del proceso mismo. Pues si se reconoce la razón como orden de verdad provisional, en todo momento se vivi­ rá en esa misma provisionalidad. La incertidumbre de la razón res­ pecto a sus propias afirmaciones será esencial a todos sus momentos y actos. Pero si esta incertidumbre es esencial a todos sus actos, la discusión en sí misma será infinita y su final absurdo e inconcebible. Pues una discución que no acaba en verdad cierta es un absurdo.58 Siendo consciente de este proceso, la razón puede representar­ se sus certezas como verdades convencionales, fruto de acuerdos mo­ mentáneos. Pero el reconocimiento de su falta de fundamento no puede esquivar la acusación de arbitrarias.59 Sólo el recuerdo de esta po­ sibilidad permite la denuncia de todo acuerdo, de todo contrato, en cualquier momento. El escepticismo final de la razón respecto de sus propias producciones, en la medida en que nunca ofrece el ideal que proclama, será una tentación permanente, una llaga abierta en todo racionalismo. En esta misma medida, la razón exige de sí una creen­ cia tanto o más gratuita que la exigida por la revelación, una fe que hoy empieza a resultar insoportable para los mismos parámetros de racionalidad que ofrece el mundo occidental. Ese acto de fe, conce­ bido como sustancia del progreso racional, ha sido elevado a con­ ciencia por el comunismo, piensa Donoso. Por eso el comunismo es el summum del racionalismo, y por eso constituye el gran enemigo del catolicismo. 7. Revolución comunista e Infalibilidad humana. Hemos defen­ dido en lo que antecede que la sustancia de la historia es la repro­ ducción del mito de la expulsión por el que se crea el tiempo y el mal. Ahí se reconcilia esa aparente contradicción que hace del mal algo pasajero, accidental, y al mismo tiempo esencial a la historia. Pues la historia entera es accidental, el tiempo mismo es lo pasajero. El tiempo no ha sido dado para gozar del tiempo, dice Donoso.60 Ha sido dado como terreno de lucha por la salvación. En sí mismo se reproduce en la medida en que el hombre se elige a sí mismo y se destruye en la medida en que se niega y se salva. La misma tesis puede reconocerse de esta manera: lo que sucedió el mismo día de la constitución del tiempo fue una revolución. Cada momento del tiempo reproduce esa revolución. Por eso, el aumento de la revo­ lución en el mundo es un signo preciso del aumento del mal. La

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propuesta de una revolución universal es el reconocimiento del mal universal. El democratismo, con la extensión de su bandera, del «Yo», en el fondo extiende la voz de la serpiente: «Y seréis como dioses». Esa es la voz de la revolución democrática con el sufragio universal, pero también de la revolución comunista61, en tanto que eco de la única revolución originaria, la realmente existente. En la terrible simplicidad de su espíritu, Donoso ha mirado la historia desde este juego de espejos producido por la palabra «revo­ lución». Pues la revolución inicial sólo puede ser contrarrestada por otra revolución que ponga orden en el mundo invertido. Esta revolu­ ción, como la inicial, debe tener como escenario el interior del hom­ bre. El mal que está en las almas debe ser curado en las almas.62 Pero esta revolución interior, que deja las cosas en el sitio del primer día de la creación, no es el triunfo del hombre sino de la gracia, es una conversio, una vuelta al origen, que no se realiza en el tiempo, sino en el milagro de la intervención directa de Dios63. Si esta revo­ lución interior no se realiza, el mal está condenado a extenderse. Por eso el mundo no tiene donde elegir: quien no hace la revolución inte­ rior está condenado a realizar la revolución exterior.64 En la segun­ da el mal señorea al tiempo. En la primera, el orden estable y eterno lo niega. Si la historia es mal, la revolución comunista significa la antesa­ la de la colonización completa de la tierra por el mal. La penetración de esta convicción en el pecho de Donoso es tan fuerte que le brinda su más tremenda veta profética. Pues esta inundación de mal le hace decir de la revolución del 48 que no es el castigo, sino la amenaza que antecede al castigo.65 En la medida en que esta colonización universal del mal significa, en brazos del comunismo, la culminación de la gran cultura filosófica, Donoso puede decir de una manera con­ vencida: «La tierra por donde ha pasado la civilización filosófica será maldecida: será la tierra de la corrupción y de la sangre.»66 ¿Pero por qué el comunismo significa la culminación de la cul­ tura filosófica? ¿Por qué es la culminación del racionalismo? Sobre todo porque ha comprendido el déficit intrínseco de la razón. Vimos que este déficit estaba en la imposibilidad de confiar en los órdenes del diálogo para conquistar verdades universales. Pero también vimos la necesidad que tiene la razón de estas verdades. Ahora podemos reunir estos dos elementos y proponer una tesis relevante. El déficit de la razón, con palabras de Donoso, reside en su incapacidad de construir autoridad, esto es, propuestas que sean umversalmente acep­ tables y que impliquen la obediencia de la universalidad de los suje­ tos. El dilema racionalista fue proyectado al futuro en la medida en que supuso que la verdad obedecida por todos se cumpliría al final de los tiempos. Pero el comunismo comprende algo esencial: que en

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el camino se aumenta el desacuerdo, de tal manera que la construc­ ción de una universalidad se ve impedida. No cabe avanzar hacia lo universal mediante la libre discusión, sino mediante la lucha: esto es lo que el comunismo no acepta del mundo burgués. Donoso, como es obvio, da la razón filosófica al comunismo. Ahí reside el fondo de todas sus denuncias acerca de la impotencia de las clases medias, que tantas veces ha sido repetida por los análisis marxistas como una legitimación y una autoprofecía. Pero entonces, sólo queda un camino para establecer autoridad, orden racional, creencias universales: otorgando a la razón existente en un tiempo concreto la infalibilidad que resulta imposible median­ te los órdenes discursivos. Pero esto significa algo esencjal: el comu­ nismo ha comprendido la necesidad de la forma de la Iglesia para la gobernabilidad del hombre y para las pretensiones universalistas de la razón67. El comunismo ha entendido perfectamente que el pro­ blema de la razón es el Absoluto, y que siendo imposible para la razón encontrarlo dado, o encontrarlo por su propia dialéctica al final de los tiempos, sólo le cabe crearlo por decreto. Resulta entonces claro que el comunismo representa el final del proceso de seculariza­ ción, el triunfo perfecto del mimetismo diabólico por el que se imita la acción divina. Pues ese decreto de la razón es la imitación del decreto absoluto de la creación, y por eso mismo su negación absoluta, la construcción de un nuevo orden68. Formalmente, la propuesta co­ munista acaba imitando ía propuesta católica y, justo por eso, tiene tanto poder de seducción sobre las masas acostumbradas a este sistema de representaciones, masas que mantienen vivas las promesas del cristia­ nismo. Justo por eso puede decir Donoso, lúcidamente, que «el socialis­ mo es el mal de las sociedades católicas que han dejado de serlo»69.

III. Comunismo y revolución mundial 1. El problema de la secularización. Esta estructura imitativa que el comunismo ejerce respecto del catolicismo, y que Donoso explica como actuación mimética del diablo respecto de Dios, de hecho cons­ tituye la estructura del proceso de secularización que nuestro autor ha expuesto con simplicidad, pero con una fuerza radical. De lo di­ cho anteriormente, podría definirse la historia como la extensión de la ola de la revolución y del mal originarios en brazos de la razón filosófica. Pero esto no explica el aspecto seductor de esta extensión ni define la razón profunda de la misma. Propone un hecho, pero no da razón del mismo. La teoría completa de la secularización da cuenta y razón de este éxito del mal, de esta fuerza seductora de la gran ilusión de la modernidad.

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Una vez reconstruida, la tesis dice que la secularización es la apropiación de lo divino por parte del diablo.70 Pues en efecto, la tesis tiene que ser reconstruida. Donoso habla de secularización con motivo del ateísmo del Estado, de la separación completa del Estado y de Dios71, y del final radical de la sociedad católica, donde Igle­ sia y Estado eran inseparables, como en la época de los Austrias, en la que todavía habita el espíritu de nuestro autor. Y sin embargo, también es consciente de la unidad de los procesos históricos desde la Reforma Luterana, esos «tres siglos reprobados»72. «El verdadero peligro para las sociedades humanas comenzó el día en que la gran herejía del siglo XVI obtuvo el derecho de ciudadanía en Europa. Desde entonces, no hay revolución ninguna que no lleve consigo para la sociedad un peligro de muerte. Consiste esto en que, fundadas todas ellas en la herejía protestante, son fundamentalmente he­ réticas»73. La cuestión reside en encontrar el hilo conductor que vincula la herejía protestante'4 con la revolución comunista. La clave reside en que la revolución protestante permitió que la Biblia, y sobre todo el Evangelio, fuera usado por sujetos ajenos a la Iglesia. Lo que la herejía protestante cuestiona es el sujeto que tiene derecho a citar el Evangelio. Y lo que decide es que no debe usarlo la Iglesia como institución concreta, sino cualquier cristiano que ejerza el libre exa­ men, la capacidad de duda, la capacidad de crítica. Con ello puso en circulación la palabra sagrada como mero contenido, separados de un sujeto que se considerase socialmente sagrado y soberano. De tal manera que la cuestión ante todo palabra sagrada, para Donoso, ya no es ella misma, sino el sujeto que la pronuncia. Respecto de la palabra sagrada, lo importante para Donoso también es la Genea­ logía, el sujeto. La transferencia de la Palabra a otro sujeto es lo decisivo del proceso de secularización. Es lo que explica el sansculotismo, la trans­ figuración de Marat y de Robespierre en figuras mesiánicas, la sínte­ sis de figuras evangélicas y socialistas en las revoluciones de 1848, en las propuestas de Saint-Simon.75 Pero cualquier sujeto que pro­ nuncie una palabra sagrada sin ser él mismo sagrado se convierte en una fuerza satánica76. No le falta razón a Donoso al afirmar que este proceso significó la entrada de muchos dementes en un almacén de pólvora con la vela encendida de su capacidad de exégesis o de seducción. Sin duda, él no quiere sobre todo desalojar las energías mesiánicas que puedan emerger en los tiempos de crisis. Quiere so­ bre todo centralizarlas en la institución de la Iglesia, hacer de la ins­ titución eclesiástica realmente existente la única boca que pronuncia palabras sagradas, detraer éstas de la libertad del individuo carismático. Sin embargo, dado el estado de la Iglesia en la mitad del siglo XIX

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la propuesta de Donoso significó destruir de facto la presencia de fuerzas realmente carismátieas en la historia. Bien mirado, este de­ fecto oculta una ambigüedad. Pudo tener un efecto beneficioso para denunciar todo fanatismo, pero obligó a Donoso a entregar su aplau­ so ante cualquier farsante productor de orden secular. En todo caso, el siglo XIX recoge los frutos de la planta heréti­ ca de la Reforma77. Pues sin una institución teológica autorizada, transferida al individuo la capacidad de interpretar la doctrina de salvación (otra vez el contrapunto de aquel «Yo» de la filosofía), el cristianismo herético y sus herencias, tarde o temprano, tendrían que proponerse resolver este déficit social, usando la nueva interpretación de la palabra para constituir un orden social. Esta transferencia de la cuestión religiosa a la cuestión social y poh'tica, descrita en toda su simpleza, nos propone un mapa esquemático de la Modernidad. Pues justo esta transferencia es lo que permitió que las cuestiones religiosas, generalmente reconocidas como problemas internos a la exégesis y a la hermenéutica del Texto, pasarán a ser cuestiones pro­ pias de masas, y que las discusiones sobre el verdadero sentido de la salvación pasarán a ser movimientos sociales.78 Por lo tanto, el pro­ ceso de secularización desvela la centralidad de la estructura de la Teología política. De la misma manera que la Iglesia reunía en su seno la teoría del estado y de la moral, así, la teología política quiere construir un Estado desde una interpretación secularizada de las ver­ dades religiosas, vale decir, desde una lectura social y política de las mismas realizada por un sujeto que ya no era Institución alguna. Si todo este proceso fue considerado por Donoso una fuerza demoníaca, no se debió en último extremo a su capacidad para en­ contrar analogías en imágenes más bien distantes y que, en su pala­ bra terrible, recibían una sorprendente fuerza expresiva. Como los cuadros de Munch, las cosas apenas se reconocen en su identidad, pero dejan traslucir la angustia del artista. La misma metamorfosis sucede en la pluma de Donoso. Este texto es una de las muestras más decididas de su autor: «De dos pláticas del ángel de las tinieblas tenemos noticia exacta: la primera la tuvo con Eva en el paraíso; la segunda con el Señor en el desierto. En la primera, habló palabras de Dios, desfiguradas a su modo. En la segunda, citó la Escritura, interpretada a su manera. ¿Sería temerario creer que así como la palabra de Dios, tomada en su sentido verdadero, es la única que tiene el poder de dar la vida, es la única también que, siendo desfi­ gurada, tiene el poder de dar la muerte? Si esto fuera así, quedaría suficientemente explicado por qué las revoluciones modernas, en las que se desfigura más o menos la palabra de Dios, tienen esa virtud destructora.»79

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2. Infalibilidad. Resulta a todas luces claro que la lógica de los fenómenos que denuncia Donoso debía conducir al gran proble­ ma que antes dejamos apuntado. Pues la transferencia de la palabra religiosa a la cuestión social y política, realizada desde la libre crítica del individuo alejado de toda Institución, albergaba un cúmulo de cuestiones contradictorias que Hegel ha señalado con frialdad. Por una parte la palabra sagrada debe ser universal, pero por otra se entrega al libre examen finalmente individual. En esa misma medida, la Palabra dejó de ser pronunciada por la Institución para entregarse al individuo. De ahí que de alguna manera se tuvo que revestir al individuo de alguna dimensión Universal, ocupando el espacio de catolicidad que detentaba la Institución. Los fenómenos que esta pre­ sentación universal del individuo, que esta personificación individual de la razón moral ha generado, en la aguda mirada de Hegel, son el Terror de la Revolución Francesa, que en su fracaso testimonia la distancia entre el status de la verdad universal que se quiere pre­ sentar y la forma individual de presentarla. Por tanto, la transferencia de la religión al libre examen, en la medida en que quisiera mantener su valor universal, base de su di­ mensión social, debía plantearse tarde o temprano el tema de la cons­ titución de un sujeto universal para una verdad universal. Debía re­ plantearse el tema de la Institución. Este problema es exactamente el mismo que el de la verdad infalible que la razón no puede cons­ truir mediante los procesos discursivos. Pues el Terror es el problema de la impotencia de la discusión y del Parlamentarismo, y es inevita­ ble cuando lo que se discute son palabras sagradas de salvación en­ tregadas a los individuos. Hegel y el comunismo coinciden en afirmar que la única ver­ dad universal que puede ser dicha por un sujeto universal es la ver­ dad del Estado. Y que esta verdad es infalible.80 Pues bien, esta es la función del comunismo que Donoso, apenas apuntado el fenóme­ no, describe con claridad. Pero al hacerlo así, entiende que el comu­ nismo finaliza la mimesis de la cultura católica. No sólo se apropia de la Palabra, del contenido de la Palabra, y de su interpretación, sino que se apropia de la forma del sujeto sagrado que puede enun­ ciarla. Se apropia de la institución, y de la forma de funcionamiento de la institución como infalibilidad. En esto va más allá de Proudhom, quien deja que la sociedad sea el sujeto absoluto. La diferen­ cia es demasiado obvia: la sociedad por sí misma no puede ser, en una época de lucha de clases, expresión de la universalidad e infali­ bilidad de la razón81. Donoso sabe perfectamente que no habla de fenómenos consu­ mados. Todavía no se ha producido una doctrina que eleve tan alto al Estado. Pero la mimesis del comunismo respecto de la historia sa­

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grada es radical. Se deja sentir esa necesidad, porque es la lógica de los tiempos. De la misma manera que en algún oscuro lugar del Imperio fermentaba el evangelio de la Iglesia, la metafórica de Dono­ so se aplica con rigor al tiempo nuevo. «El nuevo evangelio del mun­ do se está escribiendo quizás en un presidio. El mundo no tendrá sino lo que se merece cuando sea evangelizado por los nuevos após­ toles»82. Pero dejemos las profecías ahí.83 La tesis consiste en la afir­ mación inequívoca de que el comunismo es el catolicismo sin el pun­ to de partida: la doctrina del mal originario de la historia84. Y que justo por esto es el anticatolicismo por excelencia, una excelencia en la que domina una satánica grandeza. Lo sumamente interesante es el descubrimiento de la diferencia entre socialismo y comunismo. En la carta al Cardenal Fornari se trata este tema con la más detenida reflexión. El socialismo se acredi­ ta en la tendencia a la afirmación de una anarquía individualista, propia de una comprensión ilimitada de la dialéctica de los indivi­ duos soberanos, que profesan un odio radical a las instituciones. El comunismo, desde la conciencia de los déficits de organización que sufren las sociedades que han llegado al final de la experiencia libe­ ral, tiende hacia la formación de «Un despotismo de proporciones inauditas». La limitación radical de la libertad individual, junto a la extensión «gigantesca de la autoridad del Estado» son las claves del comunismo85. Donoso no ha comprendido a la Iglesia de otra manera. De he­ cho, en Donoso no cabe un mesianismo separado de la fundación de la institución de la Iglesia, como imagen en el tiempo del orden eterno de la creación, capaz de propiciar obediencia y autoridad in­ falible. Donoso no ha valorado en la Iglesia otra cosa que su intole­ rancia, su negación de la libertad individual, su capacidad de incul­ car obediencia, su capacidad para producir orden estable, para reclamar la infalibilidad, para extenderse universalmente. Por eso no tiene otro concepto para referirse al comunismo sino la iglesia invertida86, y su dios como el dios invertido, ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luzbel, dios del orgullo? Por eso Donoso no sólo llama a los comunistas semicatólicos o malos católicos,87 sino lisa y llana­ mente anticatólicos. «El socialismo es fuerte porque es una teología satánica»88. 3. Soberanía. Lo que permite que el comunismo haya llevado al final el proceso de la secularización es lisa y llanamente el que se haya propuesto la cuestión de la soberanía. Esta es otra forma de decir que se ha planteado el problema del origen supremo de la autoridad, y el problema de la obediencia. Y que ha llegado a comprender de una manera clara que el orden liberal está pleno de

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contradicciones que deben ser eliminadas. La principal de ellas es la falibilidad de cualquier propuesta racional discursiva, y por tanto, la imposibilidad de ser sacralizada y obedecida como fuente de or­ den. Esta cuestión torna sospechosa toda propuesta humana. Y esta sospecha se ejerce mediante la discusión, cuyo esquema central es el Parlamento. En la medida en que toda propuesta que emerja del Parlamento está sometida a su vez a discusión, la cuestión de la fali­ bilidad viene a traducirse en la perpetua discusión parlamentaria a la busca de un consenso finalmente utópico. Todas las denuncias contra la falibilidad de la razón discursiva, se reproducen respecto de los mecanismos e instituciones de discu­ sión propiamente dichos: nunca producen una base firme que repre­ sente las promesas de universalismo. La eternización del proceso de discusión, del que tenemos ejemplos en la época tan preclaros como la ineficacia de la Asamblea de Frankfurt, muestra el poder disolven­ te de las instituciones discursivas. Éstas no sólo no promueven las esperanzas de universalismo, sino que promueven justamente su con­ trario. Para evitar finalmente el escepticismo, las instituciones discur­ sivas sufren una evolución histórica según la cual los supuestos del acuerdo son posiciones de poder aceptados como ratio última del consenso. El parlamentarismo moderno ha funcionado así y lo segui­ rá haciendo, a costa de olvidar el supuesto racionalista de la discu­ sión simétrica y libre de prejuicios. Pero en la época del Parlamento sacralizado, donde esa evolución todavía estaba bloqueada, los pro­ cesos discursivos sólo promueven procesos de división endémica y de paulatino escepticismo89. Ante tales evidencias, la clave sólo po­ día residir en una sustitución del modelo de institución central de la sociedad, si ésta deseaba aspirar a un orden universal. La Iglesia ofrecía para esta sustitución un modelo claro. Donoso conoce el fenómeno, aunque la aséptica palabra esceptismo no le basta. Pues lo importante no es lo que sucede en el seno de la institución discursiva del Parlamento, sino ante todo lo que se proyecta sobre la sociedad y sobre los pueblos, como espectáculo de impotencia. Esa reverberación es lo que impresiona a un pensador católico que, por principio, siempre está atento al pueblo90. Y ese defecto es el que resulta radical y pernicioso. «La discusión es el título con que viaja la muerte cuando no quiere ser conocida y anda de incógnito»91. La muerte porque la vida es acción, y porque la eterna discusión bloquea y paraliza la vida, y sobre todo su gran pa­ labra, la gran palabra de la libertad y de la vida, en la que siempre de nuevo se abre un espacio para la salvación, la gran palabra del pensamiento conservador, la DECISION92. La palabra que resitúa las cosas en el momento inicial del paraíso, con plena autoconciencia de la responsabilidad y de la ocasión93, la que puede hacer reversi­

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ble el curso de la historia y del mal. A esta palabra, como vamos a ver, echa mano el Comunismo para superar las ambigüedades bur­ guesas. 4. Estado. Donoso ha comprendido avant la lettre la impotencia del liberalismo en las sociedades del siglo XIX. Y con ella la incapa­ cidad de la clase burguesa para conformar un orden general. Debido a esta impotencia, Donoso ha verificado que la clase burguesa se ha visto obligada a reducir su programa a una mera reivindicación económica, y a efectuar una traducción de la capacidad discursiva a la capacidad económica mediante el programa censatario. Con ello, la burguesía ha producido al enemigo, con sólo intuir allí donde se hallaba: en la radical universalización de su programa. La intuición temerosa de la burguesía ha coagulado al propio objeto del pavor. Esto lo ha visto Donoso con claridad. Sus continuas diatribas contra la lucha de clases no debe hacemos olvidar que siempre entiende la tal lucha producida por la propia burguesía94. Pero el acento prin­ cipal reside en el papel transitorio de la escuela liberal y burguesa. Pues acaba propiciando una secularización económica de todas las categorías metafísicas (bien como riqueza, catolicismo como expan­ sión industrial95, igualdad como libertad de comercio) que ofrece un terreno de juego muy preciso para la universalización, pero también un terreno muy preciso para la demostración de sus déficits y su propia transformación materialista. Pues a Donoso no le ha pasado inadvertido que el comercio y la riqueza tienen por sí mismos una tendencia acumulativa y monopolista que en modo alguno se deja penetrar por los sistemas de universalización96. Por lo tanto esta reducción del programa liberal a mero progra­ ma económico acelera su propia separación por parte del socialismo. Puesto que el liberalismo significa ya de facto en teoría la «expropia­ ción universal», el comunismo se dispone a llevarla a efecto97. Pero lo que caracteriza al comunismo es su aguda conciencia de los pro­ blemas institucionales que esta aceleración lleva consigo. No sólo si­ gue la vieja lógica burguesa, y recoge la divisa del universalismo de su Razón, sino que, con plena conciencia de los problemas de fundamentación racional de la sociedad, genera una teoría del orden social más allá del parlamentarismo y de sus medias tintas. Por una parte, exige la verdadera universalidad de la propiedad. Pero se niega a recoger un sistema institucional que unlversalice las instituciones bur­ guesas. Lo que el comunismo ha visto es que la universalización de la propiedad no puede significar también la universalización del sis­ tema burgués, sino antes bien su máxima negación. Pues de hecho, este sistema parlamentario de la libre discusión, es a su vez el culpa­ ble del enquistamiento del avance de los ideales burgueses98.

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Esto significa que la universalización de la propiedad no puede hacerse mediante la burguesización de todos los hombres, sino me­ diante la concesión de la propiedad al universal que a todos los hom­ bres alberga y representa: al Estado". Este movimiento lleva consi­ go una doble dirección: asumir todas las dimensiones económicas y productivas de la burguesía, pero transformando la cuestión del Estado respecto del ideario burgués. Debemos reparar en que los dos elementos son inseparables y están en relación recíproca. Pues sólo una nueva definición del Estado permite desarrollar de una ma­ nera sólida las potencialidades expansivas del sistema productivo bur­ gués. Pues sólo una nueva teoría del Estado permite desplegar la gran innovación que necesita la nueva producción: la centralización. En este doble movimiento, el comunismo perfecciona el estadio interme­ dio de la revolución burguesa, se vincula con su origen en la Revolu­ ción Francesa, cierra el ciclo tras el momento enquistado y larvado del Parlamentarismo, y muestra la verdadera faz teleológica de la modernidad100. En este doble movimiento, que tiene su cúspide en la nueva perspectiva del Estado, el Comunismo ha reintroducido el asunto esencial: el de la soberanía. Este problema converge con el tema que el liberalismo se muestra incapaz de resolver: el de la deci­ sión. La conclusión es muy clara: el liberalismo, como mal, sólo pue­ de ser extirpado por el mal mayor del comunismo. La teleología de la modernidad es el avance del mal,101 porque es el avance por el cual el mal se hace soberano y decide. Pues en efecto, para la escuela liberal el Estado desaparece ante el problema del Gobierno. Los motivos schmittianos de la crítica al liberalismo constitucional tienen así un antecedente preciso102. Y en este punto es donde la metafórica de la teología política se aplica con evidencia final. La pregunta clave reside en averiguar por qué el gobierno es para los liberales lo único importante. Las diferentes respuestas de Donoso apuntan a esa creencia optimista en una ten­ dencia de la sociedad a organizarse, a religarse con un cemento pro­ pio y autónomo. Esta creencia de base oculta el problema de la sobe­ ranía, y resuelve a su manera el problema social y religioso103. De ahí la apuesta del liberalismo por una institución mínima que deje libre la disponibilidad de la sociedad hacia el orden. El mal reside de esta forma en las instituciones políticas heredadas. Se trata así de un problema que tiene connotaciones esencialmente técnicas, pero supuestos metafísicos optimistas muy evidentes. Ante todo, el optimis­ mo progresista, propio de una consideración del tiempo que sitúa el mal en el pasado, en una herencia inercial, y el bien en el futuro104. El liberalismo conoce males, pero no ese Mal radical a la historia que Donoso siente con la mirada furiosa de los dioses orientales105.

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El mecanismo inventado por el liberalismo para que la sociedad pueda recuperar el orden ha sido la división de Poderes. Con ello ha dejado abierta la brecha de la evolución revolucionaria tanto como el problema del comunismo. Pues al proponer tal sistema, por mucho que implícitamente dejara a la sociedad la soberanía, el liberalismo consumó el supremo suicidio de todo orden político. Separó la sobe­ ranía del Poder. La división de poderes significa que ninguno de ellos puede reproducir y representar la soberanía completa, que sólo está en el origen, como el Dios de Descartes está solo al origen de la creación. Como es obvio, esta relegación de Dios al origen es solida­ ria de la creencia en el tiempo ordenado. Lo mismo sucede en la teoría constitucional burguesa. El orden de influencia de los poderes está marcado por la legitimidad constitucional y en ese respeto a la legitimidad está el mayor bien106. Pero esta legitimidad prevé sólo el funcionamiento en los casos de acuerdo. Prevé un poder que no es una persona, sino que tiene que concordar con otros dos poderes para ser persona. Y por tanto, en el caso de lucha entre ellos, no prevé realmente instancia que pueda decidir. Este es el mecanismo de la división de poderes de la II República francesa, y justo la bre­ cha por donde puede introducirse tanto la dictadura del emperador como la revolución comunista. Ambos aprenden de los déficits del Estado burgués que la reconstrucción del orden sólo puede venir de la mano de un Poder Soberano, vale decir, único. Comprenden que el soberano o es Poder único o no es nada. Aquí la Teología política rinde sus mejores servicios al Comunismo107. La tesis de Donoso viene expresada mediante la diferencia en­ tre capacidad soberana constituyente y capacidad soberana actual. El liberalismo tiene una teoría de la soberanía. Pero en tanto que soberanía constituyente, la coloca al principio de la división de pode­ res y no se la entrega a ninguno. Cuando la división legítima de po­ der produce un conflicto, no puede intervenir la instancia de la sobe­ ranía, situada meramente al principio y privada de todo poder, esto es, de toda soberanía actual. Para hacer frente a esta situación hay que introducir en el concepto de la Política algunas representaciones de Dios. Este no sólo es soberano al principio de la creación y de su orden, sino que interviene en todo momento de la misma con un supremo poder. Intentando resolver este problema, el liberalismo de­ mocrático ha radicalizado sus posiciones y ha concedido al pueblo la soberanía consituyente de modo permanente108. Pero esta solu­ ción produce una fatal carencia de instituciones y una dinámica que finalmente deviene revolución permanente. Toda esta dinámica no hace sino acelerar la revolución del pro­ blema del Estado hacia las posiciones comunistas. Pues no sólo signi­ fica la licuefacción de todas las formas de legitimidad establecidas,

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que pasan a ser mera legalidad inerte. Significa ante todo que la vo­ luntad, sobre la que recae la soberanía, siempre pertenece al pueblo. Y con ella los atributos del poder soberano: afirmar y negar en tér­ minos absolutos, decidir sin ninguna instancia correctora109, plantear­ se un 0... 0 en el que ejercer la misma libertad del primer día, para elegir entre potencias diferentes110. Naturalmente, lo que se niega aquí es cualquier otra instancia transcendente. Dios es uno de los términos de la disyunción. El otro es la invocación al Pueblo como Universalidad, como instancia racional en la tierra. La soberanía vie­ ne concedida por tanto a la razón111. Y con ello se afirma la sole­ dad radical del hombre frente a Dios112, su bondad radical. Mas para proclamar al pueblo soberano y racional al mismo tiempo, y no caer de nuevo en los problemas del liberalismo, para que las decisiones de este soberano sean «Sí» y «No» rotundos, capa­ ces de hacer surgir la diferencia precisa113, y el derecho de su voz114, no sólo se tiene que asegurar la intervención continua y actual de ese soberano, su íntima vinculación con el poder, sino que además se tiene que producir todo ello de una manera efectivamente cons­ tructora de universalidad, que esquive la revolución permanente y el déficit de instituciones. Y para esto tiene que presentarse como infalible y encarnada en una institución. Esta soberanía actual al mis­ mo tiempo que constituyente, inseparablemente la una y la otra, ac­ tuante en todo momento con plena autonomía, produciendo universa­ lidad sin fisuras, es la voz del Estado revolucionario. Esta soberanía es la dictadura de la Razón, de la universalidad constituida sobre el Estado republicano. Ese propio Estado es la Dictadura revolucio­ naria. Por eso la República es una Dictadura encubierta o es una propedéutica de la Dictadura115. Pues la forma de no perpetuar los problemas del liberalismo — con su revolución permanente — reside en elevarse por ese movimiento interno hacia la reconstrucción de la soberanía mediante la dictadura, hacia la construcción del Estado comunista. «Aquí se suponen tres cosas: la unidad, la solidaridad y en defi­ nitiva la infalibilidad social: cabalmente las tres cosas que el comu­ nismo afirma o supone en el Estado; y se niega otras cosas: la capa­ cidad y la competencia de los individuos para gobernar las naciones; lo mismo que en ellos niega el comunismo cabalmente. [...] El go­ bierno es infalible, es decir, omnipotente, y siéndolo, excluye toda la libertad en los individuos, los cuales, puestos bajo la jurisdicción de un gobierno omnipotente o infalible, no pueden ser otra cosa sino esclavos»116. Cuando, en su memorable discurso sobre la Dictadura, Donoso se enfrenta a las reticencias liberales para proclamar el estado de excepción y la dictadura, arroja a los bancos progresistas esta conse­

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cuencia final de su diagnóstico de la evolución de occidente117, casi como un sarcasmo. Al hacerlo, ha pronunciado la sentencia de muer­ te del liberalismo burgués y ha propiciado la certeza suprema del pensamiento conservador. «La libertad acabó»118. La fúndamentación de esta expresión reside en el segundo movimiento por el que el co­ munismo supera al liberalismo burgués. Pues su Estado usará y po­ tenciará, en una afinidad electiva evidente, los mecanismos del desa­ rrollo industrial y material entregados por el liberalismo económico burgués. Por esos mecanismos, la servidumbre del hombre indivi­ dual dejará de ser una metáfora política, para convertirse en una rea­ lidad social; la infalibilidad del Estado será un efectivo despotismo. Pues aquella expropiación universal de los derechos políticos de los individuos a favor del Estado no puede consumarse sino a costa de una mayor represión de los mismos. La teoría donosiana de la represión religiosa y de la represión política — que aquí funciona perfectamente — tiene su base en los continuos paralelismos entre el comunismo y la iglesia católica. Lo que constituye el fondo de esta teoría no es otra cosa que la cuestión de la revolución interior y la exterior, o la necesidad de los poderes coactivos del Estado, tal y como se organizó en la tradición kantianaliberal. Cuanto más internamente libre sea el hombre, cuanto más dotado de represión religiosa, menos necesidad de represión externa o de coacción política. Pero el Estado final de Occidente no tiene ningún valor de religado entre los individuos que no sea el propio Estado. No puede dejar a los individuos esta energía de religatio, porque es una energía disolvente. Por lo tanto, sólo queda la partici­ pación en la voluntad soberana del Estado o la represión desde la misma. La progresión de la historia del occidente cristiano, por lo tanto, también se puede medir por la erección de monumentos represivos, en los que el propio liberalismo ha ido por delante del comunismo119. Donoso ha sospechado que ahí reside la auténtica raíz del progreso occidental. Sus descripciones en este sentido son de una fuerza arrebatadora. Esta progresión va desde la secta primitiva de Jesús, y desde la iglesia de los Padres, autorregulada por su capaci­ dad de arbitraje, hasta la construcción de los ejércitos permanentes, ese millón de brazos de las monarquías absolutas, en su raíz anticris­ tianas. «Tenemos un millón de brazos y no nos bastan; necesitamos más, necesitamos un millón de ojos». «Y tuvieron la policía y con la policía un millón de ojos». La centralización administrativa y judicial constituye el más pre­ ciso mecanismo por el que el Estado se hace presente en la vida de los individuos, y se legitima en su omnipotencia. Pero también el sistema por el que interviene en la industria, moviliza las energías,

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y ejerce su propiedad sobre todas las dimensiones de la vida social. Toda la vida del Estado se torna ahora la vida del único Dios sobre la tierra. Con una especie de melancolía histórica, como si lamentara que el poder de la Iglesia no haya coincidido con la capacidad técni­ ca de los tiempos modernos, Donoso ve cómo el Estado asume la figura del Dios medieval y de su Iglesia. No sólo se convierte en el juez supremo de todos los pleitos, ese millón de oídos. Sino que ade­ mas, en un alarde de ingenio, se eleva al don supremo de la divini­ dad, el de ubicuidad. «Necesitamos el privilegio de hallarnos a un mismo tiempo en todas partes». «Y lo tuvieron, y se inventó el te­ légrafo»120. De esta forma, la cuestión de la propiedad pasa a un segundo plano, para que se eleve a cuestión central el problema del control y la gobernabilidad de individuos que, exentos de vinculación religio­ sa con el Estado, se han tornado ingobernables. El despotismo, la centralización administrativa, la movilización de las energías de la in­ dustria, la represión militar, política, policial, judicial, se torna en todo caso el verdadero rostro social de un Estado que, desde el punto de vista de la economía política, se define como propietario univer­ sal, expropiador de los expropiadores. La gran coartada del pensa­ miento reaccionario emerge de aquí. Puesto que éste es en todo caso el destino, sólo con sus mismas armas cabe hacer frente a la direc­ ción en la que se mueve Europa. Si la libertad ya está evolutivamente entregada y perdida, las grandes cuestiones se juegan en otro ámbito.

IV. Dictadura y decisión

Mi gran época no ha llegado, pero va a llegar. Mis ideas triunfa­ rán después del diluvio, le dice Donoso a Gavino Tejado121. Eran otros tantos avisos de la gran cuestión que, a decir de Donoso, llama­ ba ya a la puerta del destino de Europa. Su ensayo había sido el Vormarz, con su germen de dictadura revolucionaria. La debilidad endémica del Imperio francés de Luis Napoleón determinaba que ese germen pudiera manifestarse en cuanto que el presidente, cón­ sul, o emperador fuera derrotado. La Comuna de París removería de alegría la tumba de Donoso. Era su gran momento. A partir de enton­ ces, hasta la revolución de 1917, es la gran época de Donoso. Es el diluvio. En sus previsiones, Donoso ha dado armas al pensamiento anticomunista para interpretar los diferentes fenómenos. Esas armas son las que constituyen su doctrina del Decisionismo. La revolución del 48, como las sucesivas, son el fanal de la historia. Signos para iluminar la inteligencia del Hombre122. Lo que Donoso ve ahora, al primer aviso, lo verá después la humanidad en­

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tera. Apenas le cabe duda de ello. Eso que se ve, en la iluminación de una revolución, es ante todo la inmanencia progresiva del mal a la historia. Pero esta conciencia del mal, en la que está depositada la dignidad del hombre y su virilidad123, recibida por la ilumina­ ción entregada por la revolución, es al mismo tiempo un mecanismo de la salvación. Cómo pueda suceder tal cosa, cuál pueda ser el mecanismo de esa iluminación, es quizás la parte más sutil de la metafísica histó­ rica de Donoso, que desde luego coincide en parte con tradiciones del pensamiento reaccionario, como Jacobi124. Ante todo, esa ilumi­ nación es acerca de la esencia del mal. Donoso, en la línea del pen­ samiento reaccionario, ha expresado la esencia del mal que conquista Occidente como nihilismo125 comunista. Lo decisivo es la estructura de esta conquista. Pues en sí misma significa la inmanencia del mal a la historia, su dominio y su triunfo natural en el tiempo. La gran catástrofe, que el mal manifieste su faz universal, es el crecimiento del germen inaugural del tiempo. Por eso es inevitable126. El triunfo del mal es natural. En la historia vencerá la filosofía, levantada sobre el olvido interesado del mal originario que propicia su extensión. El agustinismo de Donoso se presenta aquí alterado y violento. La gran cuestión es su mesianismo político, las formas de la salvación. Pues desde un aspecto del pensamiento de Donoso, sostenido por un inicial odio al hombre fácilmente visible,127 la pregunta ine­ vitable es claramente si esa crucifixión del hombre culpable a manos del hombre culpable no será una justa solución de la evolución de Occidente. Si no será algo así como la cólera de Dios entregada a las propias manos que le niegan. Si la victoria del mal sobre el tiem­ po histórico lleva consigo esta condenación universal en un despotis­ mo personal y estatal, ¿por qué aún trabajar con categorías de salva­ ción? Donoso distingue con cuidado estos dos planos de toda revolución. Pues en todo caso la consecuencia natural de las mismas es la cólera de Dios que usa el instrumento del mal. Pero por encima de esta consecuencia existe otra iluminación de salvación. La primera dimensión permite a Donoso expresar con amplitud su odio a la bur­ guesía. La revolución comunista es el juicio final para esta clase128. Pero la iluminación procede justamente desde esta impotencia social que la revolución descubre al mostrarse omnipoderosa. «Cuando Dios quiere obrar reduce a todos a la impotencia y luego actúa»129. Impotencia e Iluminación son dos extremos inseparables. Pues la primera muestra que la salvación sólo puede venir de una inter­ vención directa, milagrosa, de una irrupción de la gracia divina en la marea perversa de la historia. Por eso la revolución es un fanal de la Providencia. Sin aquella impotencia, la iluminación no sería divina130. Los esquemas que el cristianismo agustiniano aplicó a la

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descripción de la conversión interior, son aplicados ahora a la histo­ ria. La impotencia en la lucha contra el enemigo interior, y la deses­ peración que debe anteceder a la gracia, antes de que ésta ilumine con la fe las potencias interiores, se reproduce a nivel de la historia. En ambos casos se reconoce la misma dimensión de tragedia. El com­ bate es el deber, la premisa. La certeza del fracaso de las propias fuerzas la consecuencia131. En la noche de la impotencia, la iluminación es una realidad en la medida en que permite distinguir los elementos de la gran deci­ sión. «Y como Pilatos, el mundo no recibirá respuesta hasta que, des­ cendiendo de lo alto un rayo de luz, se ilumine de súbito esta obscu­ rísima noche y tomen hacia el Oriente su vuelo las palomas, y hacia el Occidente las arpías»132. Dejando aparte el escollo de la metáfora geográfica133, lo importante es que el rayo divino que aparece en la revolución distingue la dualidad ante la que Donoso quiere situar a la historia. O la impotencia que debe entregarse a la crucifixión del hombre por el hombre, o la impotencia que debe entregarse a Dios. En todo caso: o la entrega al despotismo del comunismo o la entrega al despotismo ordenado de Dios. La revolución es una ilumi­ nación porque muestra la gran ocasión de la acción divina en la his­ toria. Y esto es así, porque, situada la historia frente a una Dictadura secular, personal, despótica, estará en condiciones de aceptar el go­ bierno dictatorial de Dios. Pues Dios sólo gobierna dictatorialmente. Sólo cuando el crecimiento del mal asume la forma de la dicta­ dura, el hombre puede aceptar lo que no ha querido aprender en su historia: que el gobierno de Dios sea igualmente una dictadura. Ahora la gran cuestión no es la libertad, ese malentendido del mun­ do burgués, sino justamente la elección entre la dictadura de Dios o la del Diablo. Lo que el hombre moderno destruyó con su filosofía, ese mundo de la obediencia incondicional a la Iglesia, se le impone ahora de todas formas, sólo que como obediencia a un Dictador co­ munista. Esa es la venganza de Dios. No quiso aceptar el hombre su dictadura, ahora tendrá la que se merece. Esa parece ser la clave del profetismo donosiano, la base de su tenebrosa alegría ante la evo­ lución de Occidente. La revolución es iluminación porque siempre propone dos dic­ taduras posibles ante las que el hombre debe decidirse. Se trata de un Entweder... oder no tanto existencial, sino histórico si bien de la misma raíz agustiniana. En todo caso, en este aut... aut entre el cato­ licismo y el comunismo134 no hay posibilidad más que de la victoria de aquél. Porque la dictadura católica es coherente con el axioma básico del catolicismo (la maldad del hombre, el mal uso de la liber­ tad corruptora del orden, la necesidad de la obediencia incondicio­ nal), mientras que la dictadura comunista es incoherente con el dog­

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ma básico del comunismo (la bondad del hombre y de su libertad, de su voluntad, de su pasionalidad). La clave de toda dictadura, la obediencia135, es conforme con la propuesta de un Dios personal en su relación con los hombres, mientras que esa obediencia es contra­ dictoria con el panteísmo social básico del comunismo, que afirma la bondad e igualdad universal de lo real. La superioridad del catoli­ cismo es ante todo una superioridad lógica, dice Donoso mucho an­ tes que aquel agudo Nafta de Thomas Mann. 2. Otra teología política. Donoso siempre ha visto a la Iglesia como un Universo. Y en esta capacidad de constituir un universo136 le ha concedido el status de ser un milagro en la historia, un modelo perpetuo de gobierno. Universo significa para Donoso resolver el pro­ blema de la Soberanía y del orden social a un tiempo. Ante todo, posee la unidad de Poder propia de la soberanía. Luego las jerar­ quías que atraviesan el versum social. En esta capacidad de penetrar el tiempo con esta estructura ordenada, la iglesia representa una glo­ riosa dictadura137 que — asegura Donoso con cierta ligereza — ja­ más permitió una dictadura política.138 Cuando Donoso alaba el or­ den medieval139, como el mejor orden conseguido en la tierra, de hecho alaba que la soberanía haya recaído sobre una instancia espiri­ tual frente a la cual las formas poh'ticas eran secundarias. Frente a esta soberanía espiritual sólo cabe la obediencia, pero a condición de que las formas políticas respeten la libertad moral que la propia institución eclesiástica defiende y controla con su poder de crítica y sanción. Por eso en aquella obediencia para Donoso reside la liber­ tad verdadera140. Y por eso la verdadera monarquía católica no es la monarquía absoluta141. La dictadura de la Iglesia es estructuralmente idéntica a la dic­ tadura de Dios sobre el pueblo judío. Sin ningún tipo de trabas, la forma de gobierno espiritual de la Iglesia se puede reconocer como un reflejo de Dios en la tierra. La Teología política es aquí un motivo interno de legitimación. Pues bien, cuando se analiza la acción de Dios sobre el pueblo judío, aparece como una acción «personal y directa.»142 De la misma forma la iglesia encarna la infalibilidad de sus decisiones, la capacidad de afirmar y de negar, la capacidad de decidir. En suma, la soberanía. Justo por eso es intolerante: por ser soberana143. De la misma manera que esa soberanía está en Dios como ser Personal, la iglesia la ejerce como monarquía que conserva intacta la plenitud de su derecho144. De la. misma forma que todos los hombres tienen una relación fraternal con Dios, la Iglesia es una sociedad democrática «en la gloriosa acepción de la palabra», «esen­ cialmente popular y democrática».145 Esta forma de gobierno de la iglesia es una imagen de la estructura constitutiva del universo celes­

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te. Por eso es el espectáculo más rico del tiempo: porque es la única imagen perfecta del orden celeste. Schelling cantará esta perfección, desde luego. Cuando se mira más cerca en qué consiste este univer­ so, se descubre la síntesis de monarquía, oligarquía y democracia, reunidas e implicadas.146 Rey, jerarquía y pueblo. He aquí el único germen de bondad en el tiempo, demostrado por su duración conti­ nua, como testimonio de que Dios quiere el orden sobre la tierra, si ésta es imagen de su orden celeste. Por eso la potencia mesiánica de Cristo no es entregada a su labor profética, ni a su individualidad salvadora, sino a su poder fundacional de una estructura institucional sagrada. El desorden del tiempo sólo puede ser superado si el hombre es amado infinitamente147. Esa reparación es la gracia, la ilumina­ ción. Pero lo más propio de la doctrina católica es que esa gracia ha quedado depositada en la Iglesia. Esto significa que sólo en refe­ rencia a la institución cabe reconstruir el orden del tiempo. Pues bien, el orden no existe en el universo si no hay nada en él que manifieste ese amor por el que Dios entregó al mundo su Iglesia148. La gran desgracia es que la institución eclesiástica ya no puede ejercer esa función. Esta es la base de la crítica de Valera al utopismo de Dono­ so. Pero si no se tiene Iglesia, la propuesta de Donoso implica que se debe imitar a la Iglesia para fundar un orden político. Justo enton­ ces la Teoría de la Iglesia como Dictadura espiritual entra en función como modelo de la Dictadura política conservadora. 3. La copia de la copia. La teoría donosiana de la Iglesia como dictadura espiritual es peligrosa en la medida en que debe servir de modelo para la dictadura política en el momento de la gran deci­ sión revolucionaria. Hundido el poder temporal de la Iglesia, incapaz de movilizar energías políticas reales para producir orden político y justicia social, la iglesia entrega en la ocasión revolucionaria la cásca­ ra vacía de su modelo como guía orientadora de la dictadura política conservadora. La transferencia se legitima, obviamente, en la medida en que ya la ha consumado el propio comunismo. Esta proyección, una especie de teología política de segundo grado, capaz de hacer frente a la teología negativa del comunismo, es rica en implicaciones. Significa ante todo, desprecio hacia la invo­ cación de la libertad individual, bajo el supuesto de su maldad radi­ cal y de su afinidad con la revolución. Pero también desprecio hacia las formas de gobierno propias de la legalidad. De nuevo, la dictadu­ ra debe salvar a la sociedad, no la sociedad salvar a la ley. Esa invali­ dez de la legalidad es la teoría del estado de excepción, cuyo punto de comparación en Teología es la existencia del milagro149. Pero, so­ bre todo la dictadura debe considerarse como la verificación del jui-

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ció de Dios, como un asunto divino. Y esto significa que debe esta­ blecerse una analogía estructural entre el dictador y Dios, entre el dictador y la Iglesia. En palabras de Donoso, «aquí se trata de una cuestión muy grave: se trata de averiguar nada menos cuál es el ver­ dadero espíritu del catolicismo acerca de las vicisitudes de esa lucha gigantesca entre el mal y el bien, o como san Agustín diría, entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo. Yo tengo para mí por cosa probada y evidente que el mal acaba siempre por triunfar del bien acá abajo, y que el triunfo sobre el mal es una cosa reservada a Dios, si pudiera decirse así, personalmente»150. Donoso insiste en que la acción que supera el mal debe ser directa, personal y soberana. Así también debe ser la acción del dictador iluminado por la disyuntiva ante la dictadura comunista. Desde luego, en el Discurso sobre la Dictadura, Donoso exige una reacción religiosa capaz de religar la sociedad. Pero mientras se cumplen sus previsiones de restauración religiosa, y se reconstru­ ye la potencia perfecta de la iglesia, Donoso ha sido más explícito para referirse a los acontecimientos a los que debe aplicarse la Teolo­ gía política. Y más claro: «Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba porque viene de regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadu­ ra del sable. Yo escojo la dictadura del sable porque es más noble». Esta decisión ocultaba otra más básica, más precisa: «se trata de es­ coger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del go­ bierno»151. La clave finalmente no estaba en el mimetismo estructural de la Iglesia. Este ideal no siempre se puede cumplir. La clave estaba en la decisión entre orden y desorden. Pues más allá de ser revelada, y de ser imagen del universo celeste, la Iglesia era el fenómeno más estable que habían producido los siglos. Antes que católica, o justo por eso, la Iglesia es romana152, heredera de esta capacidad orde­ nadora del imperio. Y por eso mismo se trataba de la institución ca­ paz de vencer al tiempo, a su poder destructivo, a su maleficio153. Esta visión de las cosas enaltece a la Iglesia no por su contenido religioso, sino ante todo por su ser estable, como una planta perenne de la historia154 que desafía la catástrofe que el tiempo prepara para todo lo que vive155. La clave decisiva de la Iglesia no está aquí en un mensaje religioso que pueda ser interpretado según el modelo de la bondad moral, o de la justicia, sino en su bondad ontológica, en el hecho puro y simple de que la Iglesia tiene Ser156, estabilidad, equilibrio, capacidad de vencer al tiempo. Es la única realidad que tras la destrucción del orden por el pecado, ha sido entregada a la tierra con la perfección anterior al pecado.

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Pero en la copia de la copia, en la construcción de una dictadu­ ra política, desde luego no tan gloriosa, sólo cabe regirse por la imi­ tación de su estructura institucional. Y esto significa, reconocer a un dictador, como soberano, único poder, capaz de actuar en el estado de excepción, capaz de decir sí y no, de reconocerse como infalible. Para que esta dictadura se convierta en la copia derivada de un uni­ verso, deberá tener una estructura oligárquica-aristocrática, que Do­ noso sólo podía ver en la jerarquía militar. Pero también una base democrática, estrictamente popular, antiburguesa, capaz de obedecer desde la autoentrega de la libertad, como los antiguos fieles de la iglesia. En esta estructura el pensamiento de la revolución conserva­ dora forjó su sueño, que acabó realizándose donde esa invocación al pueblo acabó cristalizando en i .ia invocación nacionalista a las masas contemporáneas. En la medida en que Luis Napoleón pudo configurar ese equili­ brio, Donoso le entregó su aplauso. En la medida en que comprendió que el Imperio moriría por su política expansiva, no se le ocultó que el peligro comunista regresaría con la destrucción del Imperio. Pero en todo caso, la aguda mente del político Donoso nos interesa poco aquí. Deseo subrayar únicamente los rasgos del teórico. Y concluir con algo muy concreto: en esta reducción del Bien al Ser y del Ser a la estabilidad, la imitación política de la Iglesia finalmente se resu­ me en la producción de orden en un tiempo amenazado por la catás­ trofe. Pero con esta reducción, Donoso quedaba al mismo tiempo in­ defenso. Pues ¿acaso el despotismo comunista no lo producía igualmente? ¿Que el orden sea de Dios o del diablo, qué importa en este mundo? La victoria sobre el tiempo debía ser una vez más el criterio. Y ese criterio es el que legitima la alegría de la Iglesia católica ante el naufragio del comunismo. Es posible que, después de todo, Donoso tenga más de un gran momento. Pues ningún profe­ ta ha ignorado la ambigüedad del tiempo.

Notas 1. C. Claudio La Rocca, «La distinzione kantiana tra “ Wille” und “ Willkür” ed il problema della liberté», en Eticidad y Estado en el Idealismo Alemán». Ed. Na­ tán, Valencia, 1987, pág. 19-41; ahora reeditado en C. La Rocca Slmtture kantiane, ET3, 1990, pág. 75-101. 2. Para esta interpretación de Kant cf. Weininger, Geschlechl und Charakter, ed. italiana, Sesso e Carattere, ed. Feltrinelli, Bocca, con una introducción de Franco Relia, sobre todo pág. 174-5.

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3. Para la plena afinidad de esta utopía liberal con la teoría kantiana del Estado y de la sociedad civil, cf. los textos de Dieter Langewiesche, liberalismus im Deutschland. Suhrkamp 1988. Sobre todo el primer capítulo, «Frühliberalismus und bürgerJiche GeseUschaft». pág. 12-39. 4. Sea la propia burguesía como clase, sea el propio proletariado como soporte subjetivo de los medios de producción. 5. O. II. 701. Cito siempre por la Edición de Biblioteca de Autores Cristianos, Obras Completas de D. Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, recopiladas y anotadas, con la aportación de nuevos escritos por el Dr. Don Juan Jurectschke, Ma­ drid, 1946, en dos volúmenes. Cito de la siguiente manera: Obras Completas va abre­ viado en «O». Indico tomo en números romanos y página. 6. C. para el primer Schelling mi trabajo «Mito y Estado», en Eticidad y Estad» en el Idealismo alemán, op. cit. pág. 89-113. 7. La historia es para Donoso la variedad infinita de las formas del mal. Cl. O. II, 209. 8. Donoso Cortés ha recuperado para el pensamiento europeo contemporáneo esta asociación spinoziana. La divisa de su escrito más influyente, El Ensayo, la consti­ tuye una cita de Proudhom, que sin embargo ha escapado a su contexto y ha trascen­ dido a su autor. Aquí el citado desaparece ante el enorme éxito del que cita: «Eil toda gran cuestión política va siempre envuelta una gran cuestión teológica» (O. II, 347). Más positivamente se dice que «La Teología es la luz de la Historia» (O. 13» 353) a la que de otra forma se le reconoce como un laberinto. Pero la misma estructu­ ra de una teología política se puede ver en toda la obra del Schelling final (cf. los diferentes ensayos de Die praktische Philosohie Schelling und die gegen wartige Rechíiphilosophie, Frommann-Holzboog, 1989. De especial interés para el tema son los tra­ bajos de Folkers, Losurdo, Pettoello). Desde Donoso Cortés pasó a Cari Schimitt (Cí. Poliúsche Teologie, Vier Kapitel sur Lehre von der Souveránitat, München und Leipzig» 1922, Verlag von Ducker & Humblot, sobre todo pág. 67-84.), desde donde hizo foituna en Benjamín, (Thesen iiber die Geschichte) y en los comentaristas de Schmitt (Lowith. Marramao, etc.). 9. Cf. ahora la edición, a cargo de Lucía Camarena, de todos sus Escritos ds Filosofia de la Historia, en las Publicaciones de la Universidad de Murcia. 1991. 10. Para una reflexión sobre este punto, cf. mi trabajo: «Expulsión y Paraíso». Trabajo en vías de publicación en la revista Pensamiento. 11. Para una exégesis del primer Schelling, cf. mi Experiencia e Historia, Escri­ tos de Juventud de Schelling. Editorial Tecnos. 1990. Se trata del trabajo inicial de Schelling «Sobre los mitos y filosofemas más antiguos». 12. Donoso es un autor esencialmente expresonista, y lo es en la medida en que está en contacto con la gran cultura barroca de los Austrias, el único punto de referencia real de su pensamiento. En esta afinidad secreta entre expresionismo y ba­ rroco ha sido recibido por Cari Schmitt. Para los vínculos de Cari Schmitt con el ex­ presionismo cf. el artículo de Ellen Kennedy, «Politischer Expressionismus: die Kulturkritischen und Metaphysischen Ursprünge des Begriffs des Politischen von Cari Schmitt», en Compl&áo Oppositorum. Über Cari Schmitt, Votráge und Diskussionsbeitráge des 28 Sonderseminars 1986 der Hochschule für Verwaltungswissenschaften SpeyerHerausgegeben von Helmut Quaritsch, Duncker / Humblot, Berlín, pág. 233-269De este humus surge igualmente la teoría estética de Benjamin, y luego su teoría política13. cf. sus Cartas sobre Criticismo y Dogmatismo, sobre todo las VIII, y la X14. O. II, 212. 15. O. II, 319: «jCuán profundo misterio es el misterio de la libertad humana!»16. O. II, 361. 17. Kant dice: es un suceso desgraciado desde la naturaleza, pero afortunado desde la libertad. Donoso dice: «La razón natural llama desgracia a lo que se nos transmite. El dogma lo llama con tres nombres: culpa, pena y desgracia; es desgracia por lo que tiene de inevitable, es pena por lo que tiene de voluntario por parte de

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Dios, es culpa por lo que en ello hay de voluntario por parte del hombre. La maravilla está en que siendo una verdadera desgracia, de tal manera lo es, se convierte en ventura; que siendo verdaderamente pena, de tal manera es pena que también es medicina; y que siendo una verdadera culpa, de tal manera que lo es, que es una culpa dichosa» 0. II, 474. Para la superación del estoicismo, cí. op. cit. 475-480. 18. «El hombre sería inexplicable no siendo libre» O. II. 397. 19. II, 319. 20. «El mismo que se la dio no se la puede quitar, y con la cual puede resistir y vencer al mismo que se la dio, con una resistencia invencible, y con una tremenda victoria.» O. II, 396. 21. O. II, 428. 22. O. II, 219. 23. De aquí se seguiría una consecuencia de vital importancia para nuestro tema. «Es claro que entre la perfección y la libertad del hombre hay una contradicción patente, incompatibilidad absoluta. Lo absurdo de esta consecuencia está en que, siendo el hombre libre debiendo ser perfecto, no puede conservar su libertad sino renunciando a su perfección, ni puede ser perfecto sin renunciar a ser libre» 0. II, 398 (énfasis mío). Donoso se opone a esta teoría, según la cual, el hombre creado perfecto a imagen de Dios no posee libertad porque Dios no posee libertad. La relación arquetipo-imagen, que ha jugado un papel tan central en Kant y en Fichte para definir la relación entre el hombre y lo absoluto, impone aquí su estrategia. «La consecuencia relativa a Dios consiste en que, no habiendo en Dios solicitaciones contrarias, carece de todo punto de libertad». (0. II, 398). Con ello tendríamos reformulado el spiozismo. A toda esta teoría se opone Donoso como veremos. 24. 0. II, 399. 25. 0. II, 415-6. 26. Esta cuestión aparece tratada en 0. II, 416 ss. 27. Dado que el mal realmente no existe en este universo de perfección, el mal sólo puede consistir en un acto de la voluntad, no en una realidad. El mal es humano, no divino. Consiste en «separarse del bien, en afirmarle con su unión o ne­ garle con su apartamiento» 0. II, 416. 28. «No pudiendo dejar de poner en ejercicio sus facultades íntimas [...] que consistían en entender, en querer y en obrar, siguió entendiendo, queriendo y obran­ do, si bien lo que entendía, apartado de Dios, no era la verdad, ni lo que quería era el bien, ni lo que obró pudo ser el bien, que ni entendía ni quería.» 0. II, 416-7. 29. 0. II, 417. 30. «De donde se sigue que el mal, producido por el libre albedrío angélico o el libre albedrío humano, no pudo ser y no fue otra cosa sino la negación del orden que puso Dios en todas las cosas creadas, cuya negación va envuelta en la palabra misma que la significa, con lo cual se afirma lo mismo que se niega; esa negación se llama desorden. El desorden es la negación del orden, es decir, de la afirmación divina, relativa a la manera de ser de todas las cosas» 0. II, 418. 31. «El verdadero orden no deja nunca de existir, y el verdadero desorden no existe. El pecado es una negación tan radical, tan absoluta, que no sólo niega el orden, sino también el desorden; después de haber negado todas las afirmaciones, niega sus propias negaciones, y hasta se niega a sí propio. [...] El pecado es negación de la negación, sombra de sombra, apariencia de apariencia». Ensayo, 0. II, 438. 32. Cf. mi trabajo, «Kant en España: ¿una situación ideal de habla?» en ¡ a i Balsa de la Medusa, número especial con motivo de la Feria de Frankfurt. Otoño de 1991. 33. 0. II, 418. 34. «El primer error religioso en estos últimos tiempos fue el principio de la independencia y de la soberanía de la razón humana. [...] El segundo error es relativo a la voluntad y consiste [...] en afirmar que la voluntad, recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del impulso de la gracia» 0. II, 623-4. La teología política se sustancia al derivar de estos errores religiosos los consiguientes

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errores políticos. Cf. la misma página 624. 35. «La pretensión del hombre cuando afirma que él hace los acontecimientos y que él teje la trama maravillosa de la historia es una pretensión insostenible.» Cartas al Cardenal Fomari. 0. II, 628. 36. 0. II, 780. 37. Ensayo, 0, II, 524. 38. «El hombre no sabe de por sí sino blasfemar: cuando pregunta blasfema, si el mismo Dios, que le ha de dar la respuesta,no le enseña lapregunta» Ensayo, 0 . II, 405. 39. Ensayo, 0. II, 410. 40. «Recorra usted, amigo mío, las páginas de la Historia y observará con ad­ miración que el secreto de los crecimientos y de las decadencias de las sociedades está en el uso que hacen de los pronombres» 0. II, 589. 41. 0. II, 589. 42. Cf. mi trabajo La existencia y la Culpa, el problema del mal en Schopenhauer y Sckelling. Conferencia inédita en el simposio de la Universidad Complutense destinado al Segundo Centenario del nacimiento de Arthur Schopenhauer. 43. «Para mi nombre quisiera el olvido, para mi persona el olvido y el reposo». O. II, 591. Para Jas dimensiones místicas de Donoso, cf. sus afirmaciones sobre el ideal de la vida monástica, II, 227. 4 4 . «El respeto de Dios a la individualidad humana, o lo que es lo mismo, hacia la libertad del hombre es tal, que ha dividido con ella el imperio de todas las sociedades» O. II, 377. 45. «Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre, fuera de la providencia divina no Hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella providencia constituye la trama variada y rica de la Historia» En­ sayo, O. II, 397. 46. «Luzbel no es el rival, es el esclavo del Altísimo» Polémica con la Prensa española, 0. II, 216. 47. «El mal mismo viene a transformarse en bien bajo el omnipotente conjunto de aquel que no tiene igual ni en lo potente, ni en lo grande, ni en lo maravilloso; que es el que es y sacó todo lo que es fuera de él de los abismos de la nada» 0. II, 217. 48. «Lo que se llama mal entre los hombres, y lo que lo es en realidad, consi­ derándole en su origen, que es el pecado, se convierte en bien en la mano de Dios por sus efectos» 0. II, 220. 49. «Entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentes­ co estrechísimo. Lo absurdo triunfa sobre el hombre cabalmente porque está desnudo de todo derecho anterior y superior a la razón humana. El hombre lo acepta cabal­ mente porque viene desnudo, porque careciendo de derecho no tiene pretensiones; su voluntad le acepta porque es hijo de su entendimiento y el entendimiento se com­ place en él porque es su propio hijo, su propio verbo, porque es testimonio expresivo de su potencia creadora: en el acto de su creación el hombre es a manera de Dios y se llama a sí propio Dios. Y si es Dios a manera de Dios, para el hombre todo lo demás es menos. ¿Qué importa que el otro sea el Dios de la verdad, si él es el Dios de lo absurdo? Por lo menos será independiente, a la manera de Dios, adorando a su obra se adorará a sí propio, magnificándola será magnificador de sí mismo» 0. II, 379. 50. «No hay espectáculo más triste de ver que el que presenta el hombre de esclarecido ingenio cuando acomete la empresa imposible y absurda de explicar las cosas visibles por las visibles, las naturales por las naturales; lo cual, como quiera que todas las cosas visibles y naturales, en cuanto naturales y visibles son una misma cosa, viene a ser tan absurdo como explicar un hecho por el mismo hecho, una cosa por la cosa misma» Ensayo, 0. II, 393. 51. Ensayo, 0. II, 432.

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52. «Si por razón se entiende la facultad de inventar la verdad o la de descubrir aquellas verdades fundamentales que son madre de todas las otras, sin el auxilio de la revelación divina, entonces no solamente no la venero y no la acato, sino que la niego resueltamente. Sus adoradores adoran una sombra, menos que una sombra real, una sombra soñada» Polémica con La Prensa Española, O. II, 221.Donoso recoge así tópicos del pensamiento conservador desde Jacobi, por lo menos. Lo decisivo en am­ bos casos es la propuesta de una teoría de la revelación a partir de la teoría de la visión. De esta manera se defiende un empirismo inteligible, o un realismo inteligible que sería del gusto de Jacobi. Cf. op. cit. 221. 53. «El filosofismo propone a la razón un problema insoluble, cuyos términos son los siguientes: sacar, por medio de la fecundación, la verdad a la luz de la duda y de la oscuridad, que son cosas expuestas a la fecundación de la razón humana. De esta manera, el filosofismo pide al hombre una solución que el hombre no puede dar sin un trastorno anterior de las leyes eternas e inmutables» Cartas al director del Heraldo. O. II, 608. 54. «Entre las ideas fundamentales de todas las ciencias y la razón hay la mis* ma relación que entre los objetos exteriores y la pupila del ojo. Su relación no es una relación de causalidad, sino una relación de coexistencia.» O. II, 221. Esta es su teoría de la iluminación tal como él supone que puede adscribirse a S. Agustín. 55. «Los conquistadores que van empujando a las gentes, van empujados por las furias, y no atropellan a los otros sino porque van huyendo de sí mismos» O. II, 480. 56. «La demagogia es una negación absoluta: la negación del gobierno en el orden político, la negación de la familia en el orden doméstico, la negación de la propiedad en el orden económico, la negación de Dios en el orden religioso, la nega­ ción del bien en el orden moral. La demagogia no es un mal, es el mal por excelencia: no es un error, es el error absoluto». Los sucesos de Roma, 0. II, 184. 57. «La cuestión consiste en averiguar si la naturaleza humana es falible o infali­ ble; lo cual se resuelve forsozamente en esta otra, conviene a saber: si la naturaleza del hombre es sana o está caída y enferma» Ensayo, 0. II, 366. 58. «Esa incertidumbre está de una manera esencial en todos los hombres. [...] Si todas las afirmaciones y negaciones son inciertas, la discusión es absurda e inconcebible. 59. 0. II, 367. 60. 0. II, 615. 61. «El germen de las revoluciones está en los deseos sobreexitados de las mu­ chedumbres por los tribunos que las explotan y benefician. Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra la clase media. Y seréis como los nobles, ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes, ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias contra los reyes. Por último señores, y seréis a la manera de los dioses, ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhom, el último impío, esa es la fórmula de todas las revoluciones» Discurso sobre la Dictadura, O. II, 193. 62. «El mal que sufrimos es moral, está en las almas» 0 . II, 784. 63. 0. II, 466-7. 64. 0. II, 459. 65. 0. II, 214. 66 . O. II, 228. 67. Esta clave permite el uso de los mecanismos de la Iglesia católica para la extensión del racionalismo comunista. Momento privilegiado de esta tradición es la aplicación de las descripciones del Gran Inquisidor de Dostoyevski a los procesos comunistas de Moscú. Pero esta figura, tan repetida en Camus o en Kloester, ya se usa anteriormente por Thomas Mann en Zauberberg, en la figura de Nafta. 68. «El catolicismo es la afirmación soberana, la revolución es la negación ab­ soluta» Carta al vizconde de Latour. 0. II, 562.

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69. O. II, 600. 70. O. II, 502. 71. «El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre. [...] Así sucede cuando comienza a secularizarse o a apartar­ se de Dios.» 0. II, 523, 72. O. II, 508. 73. O. II, 501. 74. Donoso, antes que Menéndez Pelayo, ha tenido que insistir en la inevitable necesidad que tiene la Iglesia de realizar una historia de las herejías como forma de mantener vivo el espíritu cristiano. Se trata en suma de una proyección secular y permanente de la forma constitutiva misma de la filosofía cristiana por parte de Agustín. 75. Cf. II, pág. 501. 76. 0. II, 502. 77. Carta a Cardenal Fomari, O. II, 614. 78. «La audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente, de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados» O. II, 614. «Las cuestiones puramente teológicas [...], siendo teológicas en su origen y en su esencia, han venido a convertirse, sin embargo, en virtud de transformaciones lentas y progresi­ vas, en cuestiones políticas y sociales» Idem. 79. 0. II, 502. 80. La afinidad electiva entre Hegel y el comunismo de Estado de inspiración revolucionaria, bien percibida por Lukács, no la perdonan los liberales como Haym. Cf. para todo esto Doménico Losurdo, Hegel, Marx e la tradizione liberale, editori riuniti, 1988. Roma, sobre todo 129-165. 81. Cf. el largo texto central de la página. O. II, 505. 82. 0. II, 524. 83. Los que gustan de profecías sin duda encontrarán en este texto una aún más brillante: «Cuando se consideran atentamente estas abominables doctrinas, es im­ posible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de llevar en los tiempos apocalípticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formidables, no me sería difícil apoyar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por un plebeyo de satánica grandeza, que será el hombre del pecado» O. II, 623. Seguro que estos mismos amantes de las profecías tienen más de un nombre para poner en el lugar de la X. 84. O. II, 505. 85. O. I, 622-3. 86. «Su grandiosidad les viene de la atmósfera que le rodea, impregnada toda ella de emanaciones católicas; y sus contradicciones y su flaqueza, de la ignorancia del dogma, del olvido de la tradición, y de sus desprecios por la iglesia» 0. II, 468. «Los socialistas de nuestros tiempos están perpetuamente ocupados en dar un sentido racionalista a las palabras católicas» 0. II, 469. 87. Cf. 0. II, 514-5. 88. O. II, 446. 89. O. II. 446. 90. «Su efímera dominación [de la escuela liberal] ha sido funesta a las socie­ dades humanas, y durante su reinado transitorio, el principio disolvente de la discu­ sión ha dado al traste con el buen sentido de los pueblos. En este estado de la socie­ dad no hay trastorno que no sea de temer, ni catástrofe que no pueda venir, ni revolución que no sea inevitable» O. II, 468. Para su política de privilegiar al pueblo contra las clases medias, cf. O. II, 543, 559. 91. 0. II, 447.

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92. «El hombre ha nacido para obrar y la discusión perpetua contradice a la naturaleza humana, siendo, como es, enemiga de las obras» O. II, 446. 93 . En este contexto debe situarse la crítica de Donoso al periodismo, tan cer­ cana a la cultura expresionista de primeros de siglo. 0. II, 333-4. 94. El momento esencial de este aspecto del pensamiento de Donoso se puede encontrar en la Carta a la Regente, 0. II, 596, donde analiza la revolución burguesa como una lucha de los ricos para los ricos contra Reyes y Pobres. 95. «Descartado así todo lo que es sobrenatural y convertida la religión en un vago deísmo, el hombre J...] convierte sus ojos hacia la tierra y se consagra exclusiva­ mente al culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sistemas utilitarios, de las grandes expansiones del comercio, de las fiebres de la industria, de las insolen­ cias de los ricos, y de las impaciencias de los pobres. Este estado de riqueza material y de indigencia religiosa es seguido siempre de una de aquellas catástrofes gigantescas.» 96. Cf. Discurso sobre la situación de España. «El problema [..,] de regularizar en la sociedad la distribución más equitativa de la riqueza [...] no lo ha resuelto ningún sistema de economía política. El sistema de los economistas políticos antiguos va a parar al monopolio por medio de las restricciones. El sistema de los economistas políti­ cos liberales va a parar al mismo monopolio por el camino de la libertad, por el cami­ no de la libre concurrencia, que produce fatal e inevitablemente el mismo monopolio» O. II, 338-9. 97. El más importante pasaje para esta aguda penetración de Donoso debe verse en 49 3-494: «la desamortización eclesiástica y civil, proclamada por el liberalis­ mo en tumulto, traerá consigo en un tiempo más o menos próximo, pero no muy lejano si atendemos al paso que llevan las cosas, la expropiación universal. Entonces sabrá [el liberalismo] lo que ignora: que la propiedad no tiene razón de existir sino estando en manos muertas, como quiera que la tierra, perpetua de suyo, no puede ser materia de apropiación para los vivos que la pisan, sino para estos muertos que siempre viven. [...] Por último, cuando después de haber suprimido la propiedad individual, el comu­ nismo proclama al Estado propietario universal y absoluto de todas las tierras, aunque es evidentemente absurdo por otros conceptos, no lo es si se le considerara desde nuestro actual punto de vista. [...] Los títulos del estado son superiores a los de los individuos, como quiera que el primero es por su naturaleza perpetuo y que los segun­ dos no pueden perpetuarse fuera de la familia» O. II, 493-4. 98. Quizás el mejor ejemplo de esta correlación entre problema parlamentario y el enquistamiento de los ideales burgueses sea la historia de Alemania bajo la hege­ monía de Prusia, el hecho de que el liberalismo alemán no se planteara de una mane­ ra clara ser un parlamento de Gobierno, sino de control del Gobierno, y sobre todo el que nunca en absoluto se planteara el problema de la soberanía. 99. «El sistema comunista va a parar al mismo monopolio por medio de la confiscación universal, depositando toda la riqueza pública en manos del Estado» 0. II, 339. 100. El parlamentarismo es definido como «espíritu revolucionario en el parla­ mento» O. II, 649. Esto significa en estado de parálisis, en estado de indecisión. Pero en el momento en que surge una decisión del Parlamento, sólo puede ser una revolu­ ción. Este es el sentido preciso de la tesis de Donoso, según yo la veo. 101. O. II, 576. Esta teología se ha mostrado con una penetrante claridad en el Vormars. En esta experiencia se afirma la inevitable tendencia de la revolución socia­ lista cuando se opera sobre bases liberales, cf. 0. II, 696-7, y sobre todo 698: «No hay revolución ninguna que no haga imposible alguna cosa, y esa es la cosa que la revolución de febrero ha hecho imposible: f...j la preponderacíón pacífica y organiza­ da de las clases medias. Lo único que no es posible es lo que hasta ahora se ha llamado Gobierno constitucional». Cf. igualmente la pág. 709, donde se muestra la clave de la revolución de nuevo en la incapacidad de las clases medias. 102. «El error fundamental del liberalismo consiste en no dar importancia sino a las cuestiones del gobierno» 0. II, 448.

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103. «Cuando el liberalismo prescindiendo por un lado de todos los problemas sociales, y por otro de todos los religiosos ... » O. II, 448. 104. 0. II, 458. «La escuela liberal tiene por cierto que no hay otro mal sino el que está en las instituciones políticas, que hemos heredado de los tiempos, y que el supremo bien consiste en echar por el suelo estas instituciones». La clave está en afirmar de alguna manera la potencialidad hacia el bien del hombre. 105. «Prescinden de la cuestión relativa al mal en sí, al mal por excelencia, para ocuparse de cierto número de males» 0. II, 468. 106. Para el problema de la legitimidad burguesa cf. las importantes páginas 0. II, 444-445 correspondientes al Ensayo. Allí distingue Donoso entre soberanía cons­ tituyente y actual. Esta diferencia la tendremos a la vista en lo que sigue. 107. Naturalmente que la metafórica también se aplica al Rey sin soberanía de los liberales, es a ese rey al que se le debe culto, pero no obediencia, cf. 0. II, 444-5. Para la metafórica completa cf. Discurso sobre Europa O. II, 307-9. 108. 0. II, 445. 109. Soberanía es afirmación y negación absoluta, cf. 0. II, 523, 446. 110. 0. II, 469. 111. «Supone en la razón una soberanía completa y una independencia absolu­ ta» O. II, 449. 112. 0. II, 450. 113. Cf. O. H, 491. 114. 0. II, 641. 115. Donoso ha llegado a esta conclusión en el análisis de la República france­ sa, pero de hecho la presenta como una ley de la historia. «La Historia atestigua que de una república cualquiera puede salir y sale siempre una dictadura más o menos efímera, más o menos consistente. Y como en una república todo está bajo el yugo del dictador». 0. II, 667, cf. Los análisis de las Cartas acerca de Francia: En Francia no hay dictadura posible y menos dictadura durable si no viene del pueblo. 0 . II, 696. 116. 0. II, 505. ' 117. «El fundamento, señores, de todos vuestros errores, consiste en no saber cuál es la dirección de la civilización y del mundo». 0. II, 197. 118. 0. II, 197. 119. Cf. Doménico Losurdo, «Marx e la storia del totalitarismo», en Storia e problemi contemporánea n. 6. julio-diciembre 1990, pág. 41-61. 120. 0. II, 200. 121. 0. II, 578-9. 122. «Debo declarar aquí ingenuamente, le dice a Montalembert, que [...] mi conversión a los buenos principios se debe en primer lugar a la misericordia divina, y después al estudio profundo de las revoluciones. Las revoluciones son los fanales de la Providencia y de la Historia [...]. Son como las herejías porque confirman en la fe y la esclarecen» 0. II, 210. 123. cf. idem, pág. 210. 124. C. mi libro Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi, un ensayo sobre los orígenes del Irracionalismo contemporáneo, Anthropos, Barcelona, 1989. El capítulo destinado a la Iluminación v la Providencia en la Historia. 125. O. II, 512 ss. 126. 0. II, 209. 127. a . II, 380, 532, 497-8, 545. 128. 0. II, 192. 129. 0. II, 678. 130. «Deum de deo, lumen de lumine», dice Donoso frente a la razón filosófica. O. II, 608. 131. 0. II, 209. 132. 0. II, 590. 133. Para los intérpretes anticomunistas de Donoso, desde la experiencia de

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Rusia, la metáfora debería invertirse. No hay que olvidar, sin embargo, que Donoso es filoruso y que entiende a la Rusia como el contrafuerte más importante del catolicis­ mo. Occidente, por el contrario, es el reino de la filosofía y de la revolución. 134. Pues de ese se trata, cf. Correspondencia con Montalembert, O. II, 207. Pero no sólo de eso. Cf. los análisis del golpe de estado de Luis Napoleón, acerca de la estructura decisional de la revolución, O. II, 702. Aquí la cuestión estaba entre una dictadura militar, que impondría una restauración legalista, entre una dictadura revolucionaria, que establecería el socialismo, y una dictadura consular, que establece­ ría el imperio. El caso francés es rico en enseñanzas. Sobre todo reseñaré una más: la necesidad inevitable de ganar al pueblo para sostener la dictadura conservadora, frente a las clases bajas, y frente a los trabajadores propiamente dichos. Esta enseñan­ za la aprenderá Alemania por su cuenta, con la síntesis entre dictadura conservadora y nacionalismo. 135. «El catolicismo, divinizando la autoridad santificó la obediencia» O. II, 360. 136. O. II, 637. 137. Sobre todo es una dictadura de la enseñanza, de las doctrinas, O. II, 569. 138. cf. Cartas al director del diario Heraldo, O. II, pág. 611. cf. también las reflexiones sobre el poder político bajo el cristianismo como servicio y como martirio, que tan de relieve puso luego Benjamín en su Barockbuch. Donoso, Carta al Cardenal Fomari, O, II, 619. Ensayo, O. II, 359. 139. cf. la alabanza del orden medieval en 0. II, 632. 140. O. II, 620. 141. Cf. O. II, 639. Antes bien, la monarquía absoluta sólo fue posible cuando el catolicismo desaparece como fenómeno histórico, tras las guerras de la religión. Estas guerras desplazaron el centro de la soberanía desde la Iglesia al Estado. Cf. para esto Koselleck, Crítica y Crisis en el mundo burgués. Ed. Rialp. Madrid, 1964. 142. O. II, 636. 143. O. II, 367. 144. O. II, 371. 145. O. II, 372. 146. O. II, 373. 147. O. II, 530. 148. O. II, 374. 149. La dictadura, afirmará Donoso, es un hecho constitucional, histórico, y divino. O. II, 190. 150. O. II, 208. 151. O. II, 204. 152. Roma como imperio es vista por Donoso ante todo como una realidad teológica con capacidad de síntesis (O. II, 352-3, 364), en lo que ya se anticipa el espíritu de Catolicismo. 153. «La duración es aquí, como en otras muchas cosas, la medida de las per­ fecciones. Entre la familia divina y la humana de los claustros, hay la misma propor­ ción que entre el tiempo y la eternidad» (0. II, 362). Por eso la Iglesia es fundada «para la eternidad» y esto significa que es al mismo tiempo «nueva y antigua» (O. II, 363). Esto le hace fácilmente vencer a las injurias del tiempo. 154. El ideal de Donoso para habitar el tiempo es el de la vegetación, cf. O. II, 488. 155. De hecho Donoso mantiene que la Iglesia es como el hombre antes del pecado: «La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante» O. II, 367. 156. cf. los textos de la pág. O. II, 488: «El hombre ni puede mantener en equilibrio las cosas sino manteniéndolas en su ser, ni mantenerlas en su ser sino abste­ niéndose de poner en ellas su mano. Puestas todas y bien asentadas por Dios en sus firmísimos asientos, toda mudanza en su manera de estar asentadas y puestas es necesariamente un desequilibrio. Los únicos pueblos que han sido a un tiempo mismo

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respetuosos y libres, los únicos gobiernos que han sido a un tiempo mismo mesurados y fuertes, son aquellos en que no se ve la mano del hombre y en que las instituciones se vienen formando con aquella lenta y progresiva vegetación con que crece todo lo que es estable en los dominios del tiempo y de la Historia. Esta gran potestad ha sido negada al hombre». Resulta evidente que la única institución semejante es la Iglesia.

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El mundo del mal: política y redención. Dostoyevski y Nietzsche Yincenzo Vitiello

1. Para empezar.; una breve reflexión sobre el título, como para señalar la huella que nuestra meditación seguirá, libremente — o sea, no sin desvíos ni revueltas —. «El mundo del mal» puede ser leído, también, de esta guisa: «El mal del mundo». La inversión sirve para esclarecer, o subrayar, el hecho de que redención no se opone a polí­ tica, de que política y redención no son dos cosas, sino una y la misma. Más expresamente: no se trata de que el mundo del mal sea la política, y de que como contraste se alce la redención, como el bien frente al mal. No: tanto política como redención son el mal: el mal del mundo. Por ende, la conjunción «política y redención» expre­ sa una identidad. Es claro que para pensar la política como lo mismo que la re­ dención es necesario tener un alto concepto de la política. Sólo un elevado concepto de ella puede hacer que la entendamos como «el mundo del mal». Un elevado concepto de la política significa: un concepto filosó­ fico — o sea, metafísico — y religioso. Filosófico: al respecto conviene recordar aquí que el término mismo de philosophía, en cuanto opuesto a philo-doxía, aparece en una obra cuyo tema es la polis (Platón, Rep. 480a). Tal es, no simplemente la comunidad humana, sino la esencia, el Wesen de la comunidad humana, aquello que hace que la comunidad de los hombres sea. Para que haya «polis» no basta que varios hombres se unan para perseguir un mismo fin; es necesa­ rio que el fin perseguido sea el fin último: aquel fin que se persigue por sí, y no por otra cosa. Se define al fin como «bien» cuando es querido por sí. Por eso es la idéa toü agathoü la idea suprema: por­ que más allá del bien, más allá de aquello que es fin por sí, no pue­ de haber otro fin. Todos los demás fines están subordinados a él. Mas si la polis es aquella comunidad constituida por la prosecución del «fin por sí», entonces no puede tal comunidad estar regida por la dóxa, de la misma manera que tampoco puede hallar su base en

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la sophía, en la Verdad revelada al sóphos y custodiada por éste en oscuras sentencias. La polis es, por esencia, philo-sophica, dado que la «palabra», el Lógos que dice el «fin por sí» deberá ser la palabra de todos y de cada uno. Esa palabra debe ser una — como uno es el «fin por sí»: pero una de todos, y para todos. La palabra de la Verdad ha de ser exotérica: participativa y comunicativa. Ha de ser. Lo debe, no lo es. Al oponerse a la vez a la dóxa y a la sophía, a las opiniones que «los muchos» poseen y a la \ferdad de la cual sólo «uno» es el depositario, la philo-sophía pone a la luz el carácter constitutivamente «futuro» de la polis. La polis debe ser, de modo que no es aún. La polis es en y para su ser-futuro. Hay polis en la medida en que se libera de las opiniones que se tienen y de la Ver­ dad que ha sido revelada. La polis es constitutivamente, esencialmen­ te, liberadora, o sea: redentora. Y este carácter «redentor» es el as­ pecto religioso de la política. De la política, entendida filosóficamente. De la polis, en cuanto ejercicio de virtud. Virtuoso — esto es, fuerte y bueno — es aquel que va en pos, que «sabe» (también en el sentido de que «puede») ir en pos del «fin por sí». Así pues, es a esta política a la que nos referimos — y no a la mera fuerza desvinculada del fin verdadero — cuando se habla del «mundo del mal», del «mal del mundo». Antes de transpasar el umbral del inicio, todavía una precisión. Cabe preguntarse: ¿y por qué Dostoyevski y Nietzsche? La respuesta es que son ellos los que definen el topos, el lugar en el que el ethos moderno expresa su pro­ pia contradicción interna, y su vinculación con el antiguo, de forma trágica. Otro, antes que ellos, la ha expresado de forma lógica: Kant.

1. El carácter trágico de la política

2. En los Demonios de Dostoyevski hay un personaje,Chigalev, que puede parecer secundario, dadas las pocas páginas dedicadas a él. Al describirlo, el autor no ahorra desde luego la ironía. Es «Chi­ galev, el orejudo», repite Dostoyevski al presentarlo, cuando aquél se dispone a hablar en esa extraña sesión política-revolucionaria en casa de Virginski. Escuchémoslo: «Deseo exponer al auditorio el contenido de mi libro en la for­ ma más concisa posible; pero veo que será necesario añadir además muchas explicaciones orales, y que por eso la exposi­ ción completa precisará al menos de diez veladas, tantas como los capítulos de mi libro. (Se oyeron risas). Además, declaro desde ahora que mi sistema no está acabado. (Nuevas risas). Me he hecho un h'o con mis propios datos, de modo que mi conclusión es diametralmente opuesta a la idea original de partida. Partien­

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do de la libertad ilimitada, concluyo en un ilimitado despotis­ mo. Añado, empero, que fuera de mi solución de la fórmula social, no hay ni puede haber otra». En la primera parte de este pasaje, Dostoyevski no parece tener otras miras que las de subrayar que este personaje no es tomado en serio. Aparte de las risas que se oyen desde las primeras palabras de Chigalev, que declara precisar de diez sesiones para exponer su sistema político, está la «irónica» puesta de relieve del contenido. El proyecto era fundar un orden social basado en la libertad ilimitada; la conclusión es un despotismo igual de ilimitado. Un verdadero «lío». Y es él mismo el que está liado, él, el autor del plan para la futura ordenación socio-política: «me he hecho un lío con mis propios da­ tos». Todo ello lleva a considerar su última afirmación: que no hay manera de salir del despotismo ilimitado, tan sólo como un signo de su exaltación teórica. Uno lo llama «loco». Otro, «desesperado». Y él mismo reconoce estar desesperado: desesperado por la conclusión a la que él ha debido llegar. Detengámonos empero un tanto en este «lío». Chigalev, el oreju­ do, propone dividir a la Humanidad en dos partes desiguales. A un décimo de ella se le confiere, junto con una ilimitada libertad, el po­ der absoluto sobre las otras nueve décimas partes que, reducidas a un sojuzgamiento total, deben — a través de una «serie de regenera­ ciones» — tornar a la «inocencia primitiva», aun cuando estén obliga­ dos a trabajar. Alguno pregunta: ¿y no sería mejor dejar con vida sólo a esta décima parte de hombres libres, suprimiendo a los demás, con los que no se sabe qué hacer? Chigalev está de acuerdo: eso sería lo mejor, mas no siendo viable un tal proyecto, preciso es conformarse con el «paraíso terrestre». Por más que Dostoyevski se proponga burlarse de su personaje, se advierte que tras la «ironía» se agita un problema real. La deses­ peración de Chigalev es la desesperación de Dostoyevski. Chigalev es la máscara cómica de un personaje trágico que está madurando en el ánimo del autor. Evidentemente, Dostoyevski no sufría tanto como para poder darle, de golpe, la forma trágica correspondiente. Por eso, el primer esbozo se da en clave cómica; es casi una liberación del ánimo mediante una sonrisa. Lo que se da a leer, empero, no es sólo un retrato risueño, sino también amargo y triste: lóbrego. El alma no lograba liberarse de su peso, y al no encontrar paz, se atormenta­ ba a sí misma. La ironía se tornaba en sarcasma Chigalev anticipa al Gran Inquisidor. También el viejo Cardenal de Sevilla se ha hecho un lío con sus propios datos, yendo del extre­ mo del amor al odio extremo, de la verdad a la mentira, del deseo

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de Vida, de Vida universal, a la más despiadada donación de muer­ te. De la libertad absoluta al absoluto despotismo. La Sevilla del Gran Inquisidor es la representación in re del proyecto político de Chigalev. Un décimo — o muchos menos — de seres libres, nueve décimos de súbditos, reducidos a la condición de rebaño. Y es conveniente decir enseguida que el Gran Viejo — aquel que ordena a la guardia encarcelar al Cristo retornado y reconocido por la multitud — no es el Anticristo. El no es el genio del mal: no encarna la voluntad de poder, el puro ejercicio de la fuerza por la fuerza. Si él levanta la espada de César, ello se debe a otro fin, más noble. Y si él no es un malvado, tampoco encarna la ciega necesidad del orden mecánico, expresado en la técnica moderna. La necesidad a la que se pliega la voluntad del Cardenal está subordinada a un gran fin: es ideológi­ ca, no mecánica. La verdad es que el Gran Viejo es una elevada conciencia cristiana, quizá el ejemplo más grande del cristianismo histórico. Si al final se alza frente al Cristo, desafiándolo: «¡Condéna­ me si puedes!», ello se debe a que lo por él cumplido no ha sido dictado por ambiciones y deseos personales: también él ha estado en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; también él ha purificado su ánimo de todo «amor propio». Si él no teme el juicio del Hijo de Dios es por su conciencia de haber osado algo más extre­ mo que él. Su osadía consiste en haber amado a las creaturas más de lo que pudiera haberlas amado su Creador. El no ha amado a los «elegidos», a los nobles y fuertes, a aquellos que saben soportar el peso de la libertad, de la fe sin milagros ni poder, el tormento del conocimiento del bien y del mal. El Hijo no ha hecho sino conti­ nuar la obra del Padre, el amor del Padre por la creación: por los Elegidos. No: el Viejo ha osado asomarse a algo más extremo. El ha amado a los «renacuajos del pantano» (Nietzsche), a los más débi­ les, a los pobres de espíritu incapaces de soportar libertad y conoci­ miento, y que se limitan a pedir «pan». A éstos, el Gran Viejo los ha descargado de un peso insoportable. Y para hacerlo, ha mentido: ha tenido que mentir. Ha tenido que construir un orden inflexible, obligándolos al trabajo, para darles después, como donación, eso mis­ mo que ellos habían producido. Para descargarlos del peso de la li­ bertad, los ha reducido a rebaño, otorgándoles la «felicidad» de la inconsciencia. El ha re-construido el Edén primitivo. Y para llevar a efecto todo esto, él mismo ha pasado del batallón de los Elegidos de Dios al de los réprobos. Ha usado de su libertad — don de Dios — no para salvarse, sino para «redimir» a los demás del «sufrimiento» — del mal — de la libertad. Él no ha amado al pobre como a sí mismo, sino que lo ha amado más que a sí mismo. Su sacrificio es más grande que el del Hijo.

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«... también yo he bendecido la libertad con la que Tú habías bendecido a los hombres; y también yo he estado preparado peira entrar en el número de Tus elegidos, en el número de los capaces y fuertes, ansiando «completar el número». Pero yo he abierto los ojos, y no he querido servir a la multitud. He cambiado de rumbo, agregándome al batallón de aquellos que han enmendado tus hechos. Le he vuelto la espalda a los orgu­ llosos y me he volcado en los humildes, por la felicidad de estos humildes». El amor divino por la creatura es el momento del círculo de amor en que Dios se re-fleja: en el que se refleja el amor de Dios hacia sí mismo. El Gran Inquisidor ha despedazado el círculo del amor. Su amor no conoce retorno. El no se puede amar a sí mismo. Las hogueras que él enciende son la consecuencia necesaria de esta falta de amor hacia sí mismo. La consecuencia de este odio. Si él condena al fuego a los heréticos — a fin de salvar el orden de la «felicidad» de su grey — es porque él se ha condenado ya de siempre a sí mismo: condenado a la mentira, a la negación de la libertad, al alejamiento de Dios. Sus hogueras queman a los «elegidos». A él mismo, en cada caso. «Condénanos si puedes, y si te atreves». En la narración del Gran Inquisidor se revela el sentido más auténtico de la desesperación de Chigalev. No es la ausencia de liber­ tad de los otros — de los pobres de espíritu, de los dejados de la mano de Dios — lo que lleva a la desesperación: ésta es la «felicidad» edénica, el gozo de la inconsciencia, alcanzada a través de sucesivas regeneraciones: la ausencia de libertad, sin deseo de libertad. No cabe siquiera tildar de despotismo a este despotismo. Bien se puede discutir sobre la «felicidad» de la vida animal, ¡pero no sobre si una rana, un pez o un gato sufren por la pérdida de libertad moral! El despotismo — el verdadero despotismo — es aquél al que se conde­ nan por amor los Elegidos, la décima parte del cuerpo social. El des­ potismo del poder, de la mentira y del odio... por amor. Por la «re­ dención» de los muchos, la condena, la autocondenación de los pocos. Es el sentido trágico de la infame ocurrencia de Liamsin: «Pues yo, en vez del paraíso, cogería a estas nueve décimas partes de la huma­ nidad, si es que no se sabe qué hacer con ellas, y las haría saltar por los aires, dejando tan sólo a un puñado de personas instruidas, las cuales empezarían a vivir contentas y felices, según los principios científicos». Liamsin anticipa la muerte eterna de los rechazados, la separación absoluta: el infierno. 3. El Gran Inquisidor es la figura política de la redención cris­ tiana. De la redención del mal. El Viejo priva a los pobres de espíritu

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del sufrimiento de la libertad; los redime del conocimiento del bien y del mal. Los redime del pecado original. Pero es justamente esta redención la que Iván Karamazov no acepta. El no niega a Dios, no niega la armonía futura, la compensa­ ción de bien y mal. No niega el concepto — expuesto ya por Sócrates en la República platónica (419-421c) — de que la perfección compe­ te al todo y no a las partes, o bien de que es necesaria la imperfec­ ción de la parte por la perfección del todo, el mal y el sufrimiento por el bien y la dicha. Él no niega ni refuta nada de esto. Simplemen­ te, no lo acepta. Su alma es demasiado elevada para aceptar el dolor aun de un solo inocente, o de un solo instante de inocencia: por eso quiere devolver el «billete de ingreso». Y si bien se ve, Alioscha, el buen Alioscha, que replica a su hermano mostrándole la figura de Cristo, que con su propio sacrificio inocente rescata al mundo del mal — la figura, pues, del dolor inocente-, no se mueve a un nivel más alto del de la lógica del Gran Inquisidor, o sea: de la lógica de la redención cristiana del mal. Sólo que ésta no es la única redención que Dostoyevski conoce. Quedémonos aún un poco en compañía de Iván. Sus terribles pala­ bras son conocidas, conocidísimas: «Si Dios no existe, todo está per­ mitido». Mas, repitiendo una aseveración hegeliana: «lo notorio, justo por ser notorio, no es conocido». Es verdad que el propio Dostoyevski hace todo lo posible por confundir las cartas y complicar el juego. Él mismo pone en labios de Iván la interpretación más trivial de su «hipótesis»: aquélla que hará suya Smerdiakov, y que él pondrá en obra. Sólo que, justamente, interpretar «si Dios no existe, todo está permitido» al modo en que se hace: como una «bajeza propia de un Karamazov», significa, sin más, la incapacidad de ver el inmenso problema suscitado por esa hipótesis. Todo está permitido significa: no hay ya separación entre valor y disvalor. No hay ya separación entre el bien y el mal. Si cae el valor — y Dios es el valor supremo, el «fin por sí» — cae también el mal. Aquí, la «redención» no viene después del pecado, sino que lo anticipa. Redime — suprime — el pecado antes incluso de que él tenga lugar. Todo está permitido signi­ fica: todo está bien. Dostoyevski ha llevado a sus consecuencias extremas esta inter­ pretación, que no es cristiana, pero que no por ello deja de ser «reli­ giosa», de la redención. El hecho de que la haya ofrecido en los De­ monios subraya la conexión entre Chigalev y el Gran Inquisidor. Kirilov representa, de hecho, una forma de redención alternativa a la de Chi­ galev y el Cardenal, a la redención fundada sobre la división social entre dirigentes y súbditos y sobre la separación metafísica entre el mal y el bien. Kirilov es el auténtico demonio de esta obra. Todos los demás sin excluir a Nicolai Stabrogin — no son más que demo­ 210


nios. Pero, ¿qué es lo que afirma Kirilov? La inversión metafísica, la Umwertung del Cristianismo: no el Dios-Hombre, sino el hombredios. Los términos de la relación son los mismos, pero la relación está invertida. El presente no es ya promesa de futuro, como en las Palabras del Cristo: es ya futuro. Un futuro realizado ya de siempre: un futuro presente. «¿Es que váis a creer en la eternidad de la vida futura?», le pregunta, despectivo, Stabrogin. Kirilov replica: «No, en la eternidad de la vida futura no, sino en la de esta vida. Hay momentos, uno llega a ciertos momentos, en los cuales el tiempo, de golpe, se cierra y se hace eternidad... En el Apocalipsis, un ángel jura que ya no habrá más tiempo». Extraña expresión: «ya no habrá más tiempo». La cancelación del tiempo... ¡en el tiempo! El futuro negará al futuro... en favor de lo eterno. Algo eterno.que debe venir. ¡Una eternidad futura! Mas, en vez de fijar la atención en esta paradoja, es mejor fijarla sobre la sola actitud que a esta eternidad conviene: «Dirijo mis oraciones a todo (dice todavía Kirilov, el demonio religioso). Mirad, una araña trepa por el muro; yo la miro y le estoy reconocido porque trepa». El hombre-Dios está re-conocido: ruega por el hecho de que la araña que trepa por el muro trepe por él. Ruega por el presente: por aquello que es en cuanto es. Por el hecho de que «todo está bien, todo». Bien están hambre y ultraje, al igual que saciedad y ven­ ganza. «Aquél que sabe que todo está bien — dicta la religión de Kirilov — es feliz. Si los hombres supieran ser felices, serían felices». Y sin embargo, no lo son. Así que son infelices. ¿Sólo infelices? ¿No serán también, y al mismo tiempo, malvados? Volveremos más ade­ lante sobre esta pregunta, que replantea el tema de la relación entre lo eterno y el tiempo. Ahora es necesario escudriñar a fondo el senti­ do de la «religión» de Kirilov. A tal fin, nos dirigiremos a Nietszche. Y ello porque es Nietszche quien expresa al nivel filosófico más alto la «verdad» religiosa de Kirilov. 4. El discurso de Zaratustra sobre la «redención» es, sin duda, una réplica del Evangelio. Los lisiados — jorobados, ciegos, paralíti­ cos — piden de Zaratustra un milagro para poder creer en él. Pero Zaratustra rehúsa: «Si se le quita la joroba al jorobado, se le sustrae el espíritu: así enseña el pueblo». 211


Abo lehrt das Volk: éstas son las palabras decisivas. Cuando pedía un milagro, el lisiado presuponía que era el pueblo el que apren­ día de Zaratustra y tenía fe en su doctrina. Mas éste responde que es él el que aprende del pueblo. El lisiado es el «pobre», el «rechaza­ do», la criatura malograda que quiere ser «salvada»: redimida. El lisiado espera la palabra salvífica. El sigue representando la fe cristia­ na. La fe en el futuro. El lisiado tiene una meta, que otro puede realizar por él, haciéndolo así, de «infeliz», «feliz». Zaratustra niega la meta. Reniega de la separación entre presente y futuro. No es que él niegue la buena nueva, sino la «nueva» tout court. No tiene nada nuevo que enseñar. Repite la sabiduría del pueblo. Esta es la negación más radical de la redención cristiana. La negación más radical del valor distinto y contrapuesto al hecho, a lo existente. No hay ninguna escisión que recomponer. Ninguna con­ ciliación que realizar. La «naturaleza», tal como ella de vez en vez se presenta, es ya «espíritu». «Espíritu» — valor, bien — es la joroba, la ceguera, la parálisis. Espíritu es la verdad del «yo ruego porque la araña que trepa por el muro trepe por el muro»; la verdad del «estoy reconocido a todo y por todo». La oración del hombre-Dios suprime todo sentido a la oración. No se pide nada que no sea ya. El mismo dar gracias deja de tener sentido. Se da gracias por aquello que es, y también se estaría agra­ decido si ello no fuese. Pero el anuncio del hombreDios, ¿suprime el anuncio? ¿Llega a tanto? No es «nueva» la palabra en Zaratustra, sino antigua. Tan anti­ gua como la sabiduría del pueblo. Y sin embargo, Zaratustra la «repi­ te». Y se la repite a los lisiados, y en su favor. La sabiduría del pue­ blo que Zaratustra «rememora» no es cosa sabida por el pueblo; al menos por aquella parte del pueblo que sigue pidiendo milagros. La palabra de Zaratustra contra el ascetismo cristiano, contra la separa­ ción de cielo y tierra, de espíritu y naturaleza, habla al presente. Pero el presente de Zaratustra sigue siendo algo futuro para aquellos que esperan ser salvados, redimidos. Para aquellos que no saben que ya están «salvados»; que saben que la redención se da «antes del peca­ do». No saben que la joroba es espíritu: el espíritu de la joroba. «Si los hombres supieran ser felices, serían felices, pero hasta que no sepan ser felices son infelices». Así hablaba Kirilov. El pro­ blema, pues, no es la «joroba», sino la interpretación que se dé de ella. Bien puede ser ella el «espíritu» del jorobado, pero hasta que éste no lo sepa, hasta que la sabiduría del pueblo no sea también su propia sabiduría, el jorobado advertirá que algo sobra tras de él. «Son malvados — continúa Kirilov — porque no saben ser bue­ nos. Cuando lo sepan, no violarán ya a una niña. Hace falta que sepan que son buenos, y entonces todos se harán, de golpe, buenos, 212


del primero al último». La interpretación crea el hecho. No saber ser buenos significa ser malos. Es el saber el que hace ser buenos. No es verdad, pues, que se es bueno sin saberlo. Es el no saberlo lo que impide ser aquello que se es, o sea: bueno. O mejor: todos son buenos para aquél que lo sabe, para Kirilov. Pero no para los demás: no todos son buenos. Podrán serlo: deberán serlo con el saber. El presente de Kirilov, el eterno presente de su saber, se parte en dos mitades: presente para él, futuro para los demás. El tiempo sigue sin ser superado. La fuerza de lo eterno sigue siendo débil en el mundo, entre los hombres. El Angel del Apocalipsis sigue sin venir. Es Kirilov el que carga sobre sí esta tarea. ¿Cómo superar la necesidad del tiempo? ¿Cómo vincular lo eterno ya presente a aquella eternidad que sigue siendo futuro? ¿Cómo lle­ var a todos — también a los lisiados: a los ignaros — a la eternidad ya de siempre presente y sin embargo todavía futuro, a la eternidad del «todo está bien»? ¿Qué apocalipsis, qué Offenbarung — o sea, revelación — se requiere para llevar a cabo tal empresa, tamaña em­ presa? Un acto, un gesto que sea a la vez lo más extremo de la liber­ tad y el ápice de la necesidad. Que tenga a la vez — en sí — las dos eternidades: la presente y la futura. Es decir: que esté a la vez vinculada al tiempo y sea libre, absolutamente libre. Este acto es el suicidio. El acto más libre, por depender exclusi­ vamente de la de-cisión de Kirilov. De su interpretación. Es decir, de la eternidad, en la que él solo, por ahora, vive: la eternidad del todo es bien, del todo está bien. Porque todo está bien, el suicidio es un acto de amor hacia la Vida, hacia la eternidad de la Vida: de esta vida, no de otra futura. El futuro, en la eternidad del «todo está bien» de Kirilov, simplemente no existe. Y sin embargo, este acto absolutamente libre es... necesario. Por­ que sólo él — con su absoluta gratuidad, y por ella prueba, muestra que «todo está bien». Sólo mediante este acto es posible, para Kirilov, vincular la eternidad presente a la eternidad futura, realizar el hombredios en la comunidad de los hombres-dioses. Sólo el suicidio — este acto gratuito y a la vez necesario — conduce a la universalidad del «todo está bien». Es decir, a aquel estar reconocido al principio, que no hace sino dar realidad al principio. En el futuro, también el pre­ sente de Kirilov halla su «verdad». Sólo que entonces la eternidad «aislada» de Kirilov sigue sin ser eternidad. También Kirilov, su pre­ sente eterno, cae en el tiempo. También su redención es «futuro». Con el suicidio, ya no levanta más Kirilov sus oraciones al presente. También Kirilov se ha «hecho un lío con los propios datos». Y con Kirilov, Nietzsche. Ahora es Kirilov, el «lío» de Kirilov, el que nos revela la «verdad» de Zaratustra. Lo que aflige a Zaratustra-Nietzsche no es el jorobado, el ciego,

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el paralítico, sino los lisiados al revés (umgekehrte Krüppet), esos hom­ bres que no son más que una gran oreja, o un gran ojo. Esos hom­ bres definidos por el pueblo — de nuevo, el pueblo — como grandes hombres, como genios. «Mas yo no creo nunca al pueblo cuando ha­ bla de grandes hombres» (p. 178). Zaratustra ya no aprende del pue­ blo: su doctrina es otra. Ya no presente, sino futuro. 0 mejor: lo que es presente para Zaratustra es futuro para los demás. «Ando errante entre los hombres como entre fragmentos de futuro: de aquel futuro que yo contemplo» (p. 179). Para suprimir la escisión del tiempo, para llevar a cabo la re­ dención de los redentores, para llevar a cumplimiento el retomo a la Tierra — cancelando toda trascendencia del valor respecto al he­ cho, del espíritu respecto a la naturaleza — Zaratustra flexiona el fu­ turo sobre el pasado, cerrando en círculo el tiempo. Eterno es el re­ torno. Eterno es el querer que a sí mismo se quiere. Todo sí-mismo es eterno: pasado, presente, futuro. Eterno es el querer capaz de le­ vantar el macizo del pasado, de aceptarlo todo: bien y mal, alegría y dolor, vida y muerte. Eterno es el querer para el cual todo es digno de vivir... y de revivir, infinitas veces. Demencia es tanto la condena como el perdón. Demencia es la escisión. El eterno círculo del tiempo recompone lo escindido. Concilla más allá de toda conciliación: porque, si todo viene aceptado, tam­ bién vienen aceptadas las escisiones, la condena y el perdón y la demencia. También éstas vienen aceptadas: aceptadas, tal como han caído, acaecido en la eterna rueda del tiempo. No «así fue», sino «así quise que fuese». También la voluntad habla en pasado. Si hablase tan sólo en presente, al presente, la voluntad que quiere la integridad del tiempo no estaría, de verdad, conciliada con el tiempo, porque acogería a éste «dentro» de sí, pero no como siendo sí misma. La escisión, como tal, habría sido dejada fuera, quedaría fuera del cír­ culo de lo eterno. Esto es, Nietzsche piensa en una conciliación que esté también «sobre» y «más allá» de la conciliación; piensa en una conciliación que sepa conciliar consigo misma la escisión. Bien pue­ de expresarse la «cosa» con palabras de Hegel: die Verbindung der Verbindung und der Nichtverbindung (Systemfragment, p. 422): pero va pensada «allende» Hegel, allende el presente que no pasa, sino que es y tan sólo es. «¿Y quién ha enseñado a la voluntad la conciliación con el tiem­ po y aquello que está más alto que toda conciliación? Esto que está más alto que toda conciliación debe querer la voluntad que es volun­ tad de poder: ¿pero cómo puede acaecerle esto al querer? ¿Quién enseña la voluntad el querer a retro-tiempo?» (p. 181). La meta es lo eterno, entendido como el tiempo mismo. Pero no deja de ser una meta. Todavía, una meta. Lo eterno sigue siendo

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«futuro». Futuro sigue siendo la conciliación de la conciliación y de la no-conciliación. También Zaralustra se ha hecho un lío con sus propios datos. Y Nietzsche era plenamente consciente de ello. El 1886, en el prefacio de la 2 a edición de Humano, demasia­ do humano, vuelve Nietzsche sobre el camino recorrido. El ovillo del tiempo se le devana como una sucesión de deberes: «Debías convertirte en amo de ti mismo, también de tus propias virtudes... Debías llegar a dominar tus pros y contras y apren­ der a desconectarlos y volver a conectarlos, según el dictado de tu fin superior... Debías llegar a comprender la injusticia for­ zosamente inherente a todo pro y contra, la injusticia como algo inseparablemente ligado a la vida... debías ver por tus propios ojos el problema del orden jerárquico... Debías...» Basta ya; el espíritu libre sabe ahora a qué «tú debes» ha obedecido, y tam­ bién qué es ahora capaz de hacer, qué tiene ahora derecho a hacer..».. El espíritu libre sabe a qué tiene «derecho», qué le está permi­ tido. Vuelven a la mente las «liberadoras» palabras de Ivón Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Porque todo está bien. El espíritu libre lo es por no tener ya «deberes». Así debería ser. Pero no es así. La «cadena» del tiempo no se rompe. Ella vincula también, y aun antes de toda otra cosa, a los espíritus libres. El he­ cho de que Nietzsche hable aquí en plural y no — como Kirilov — en singular, hace que resulte aún más el sentido de impotencia: «Nuestro destino guía nuestros pasos, incluso cuando aún no lo conocemos; es el futuro quien rige nuestro presente. Supo­ niendo que el del orden jerárquico sea el problema del que a nosotros, los espíritus libres, nos es permitido decir que es nuestro problema». Y si antes parecía necesaria la vía, más libre el modo de acce­ so, ahora parece que la conclusión es aún más obligatoria que el itinerario recorrido o por recorrer: «... llegando a todas partes, casi sin temor, sin desdeñar nada, sin perder nada, saboreándolo todo, depurándolo todo de lo con­ tingente, dijérase cerniéndolo; hasta que al fin a los espíritus libres nos ha sido dable decir: «¡He aquí un problema nuevo! ¡He aquí una larga escalera en cuyos escalones nosotros mis­ mos hemos estado sentados, que nosotros mismos hemos subi­ do, que nosotros mismos hemos sido una vez! ¡He aquí un más

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arriba, un más abajo, un debajo de nosotros, un orden inmen­ samente largo, un orden jerárquico, que percibimos'.: ¡He aquí nuestro problema!»», (pp. 20-22). Orden, jerarquía, problema. Después de dar tamaña vuelta, he­ nos aquí de nuevo ante la majestuosa — fascinante y pavorosa figura del Gran Inquisidor. Las formas por él adoptadas, ¿constituyen pues una parábola necesaria? ¿Es necesario el paso de la redención del propio mal a la redención del mal? ¿De la pagana aceptación del Todo al más duro ascetismo cristiano? Tal es la enseñanza de Kirilov, ilustrada por Nietzsche: el asce­ tismo surge precisamente de la aceptación del Todo. Este es el lío de Chigalev: de la absoluta libertad al despotismo ilimitado. La desesperación de Chigalev es la desesperación de Dostoyevski... y de Nietzsche. Pero los dos han leído en el futuro. En nuestro presente, ya que, hoy, su desesperación es la nuestra. Una desespera­ ción que a todos nos atañe, en verdad. ¿Es posible salir de ella? ¿Es posible salir del mundo del mal, del mal del mundo?

II. Para una moral más allá de lo trágico 5. El contraste entre eternidad y tiempo, manifiesto en el pensa miento trágico de Dostoyevski y Nietzsche se manifiesta en forma éticoreligiosa, «política», está ya presente en la forma lógica de la antino­ mia, en las páginas de la kantiana Critica de la razón pura dedicadas al problema de la libertad. La antinomia consiste en que, si de un lado no cabe hallar, den­ tro del orden temporal-causal del universo fenoménico, la causa sufi­ ciente ni siquiera de un solo fenómeno, por ser toda causa el efecto de otra precedente, de otro lado se hace imposible todo orden en cuanto se admite un acto espontáneo, un acto fuera del tiempo causal propio de la física. Kant busca la solución distinguiendo dos planos, diversos: el de la necesidad temporal-causal, propia del mundo feno­ ménico, y el plano nouménico, inteligible, de la libertad. No se trata empero de dos realidades distintas, sino de una y la misma realidad. Lo mismo que aparece, es en cuanto fenómeno, necesario, y, en cuan­ to noúmeno, libre. Pero, ¿en qué consiste esta libertad? Consiste en el hecho de no ser fenómeno: en el hecho de no estar en el tiempo. Kant ve de manera clarísima la inconciliabilidad de libertad y tiempo. Libertad es incondicionalidad. Hay libertad, por tanto, no en el tiempo, sino fuera de él. En lo eterno, justamente. Allí donde nada es «anterior» al acto libre. ¿En qué sentido cabe decir entonces que la misma cosa que, como fenómeno, es necesaria, es libre como noúmeno?

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Considerando en la totalidad de sus relaciones con todo lo a él distinto, o sea en la totalidad que lo constituye, que lo hace ser, en esa totalidad que no está fuera de él, que no es distinta a él ni le es ajena, sino que es él mismo — totalidad, por lo demás, que nunca «aparece», que no es fenoménica, siendo qua totalidad sólo «pensada», sólo noumenon —, el ente, así considerado, no está condi­ cionado por otro, sino por sí mismo: es, por tanto, incondicionado. Libre. Pero esta libertad, al coincidir de todo punto con la totalidad no-aparente de aquello que aparece (o sea, con la no-fenoménica to­ talidad del fenómeno), no es distinta a la necesidad. Es la necesidad misma, en su incondicionalidad. Aquí, libertad quiere decir: eterno presente, sin pasado. Mas para que no haya pasado no puede haber tampoco futuro. Esta libertad no es entonces la libertad finita, no es libertad de elección, posibilidad de esto o aquello. Y en efecto: Kant afirma que en el mundo nouménico nichts geschieht (KrV, A541 / B569). Nada acaece; nada puede acaecer, si cuanto acaece lo hace en el tiempo; si el acaecer está por esencia vinculado al tiempo. Más aún: si es tiempo. En el desarrollo de su argumentación, Kant pasa (¿inadvertida­ mente?) al territorio de Spinoza. Y es que su solución de la antinomia es un salto, fuera de la finitud. Para poder dar razón de la libertad, el filósofo de lo finito y del límite se ha puesto en la perspectiva de Dios: en la perspectiva de lo eterno. ¿Acaso se ha hecho también Kant un h'o con sus propios datos? 6. «Tú sabes que no Te temo». Estas palabras del Gran Inquisi­ dor signan el punto de inflexión: de la defensa del propio proceder a la condena de Cristo, del Prisionero. «Te haré quemar, por haber venido aquí a perturbarnos. Si hay alguien que haya merecido más que ningún otro nuestra hogue­ ra, ése eres Tú. Mañana te haré quemar. Dixi». Durante todo el tiempo, el Prisionero no ha dicho una palabra. Y el silencio pesa sobre el viejo Cardenal. Le gustaría que Aquél dijese algo, aunque fuese cosa «amarga y terrible». Mas la condena no rompe el silencio. De pronto, el Prisionero se acerca al Viejo y «besa levemente los labios del nonagenario». El Inquisidor se estre­ mece. Abre la puerta de la cárcel y le ordena que no vuelva nunca más. Por dos veces repite: «nunca más». ¿Y el Cristo? «El Prisionero desaparece». Tales son las solas palabras de Dos­ toyevski. Desaparece en los «oscuros meandros de la ciudad». El Prisionero, el Encadenado — no Jesús, ni Cristo — dice Dos­ toyevski. El fin del relato — la desaparición — quiere dar pues a

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entender que no se trata del Cristo, sino de una «figura», de una «imagen» de El presentada al Gran Viejo: ¿una imagen que ensegui­ da «desaparece»? Absurdo es pensar tal cosa. El beso es justamente su apocalipsis, su revelatio. Es el signo de aquel amor que rompe incluso las «cadenas» de lo eterno. De aquella philia — ¿humana, divina? — que no conoce h'mites: ni siquiera los límites de la «elec­ ción» divina. ¿Cuál es el sentido, entonces, de la desaparición del Cristo «en los oscuros meandros de la Ciudad»? El Cristo retornado no va a la hoguera. No vuelve a sufrir el Calvario de la Cruz. Desaparece en los meandros de la Ciudad... por­ que Él no ha venido a redimir. El Cristo retornado — no el Resucitado — sabe que el mal del mundo no es redimible. Sabe que ninguna redención es posible, ya sea en el Cielo — «Elohim, Elohim, lamma sabactani» — ni en la tierra, ni cristiana ni pagana. Sabe que el mal sigue siendo el mal. Esta conciencia no es empero indiferencia. Por el contrario. Es com­ prensión del sufrimiento: del propio y del ajeno. Comprensión uni­ versal del dolor universal. Y algo más aún. El beso no es la palabra. Y sin embargo, rompe la inmovilidad del silencio. No es palabra, por­ que ésta ha sido enteramente ocupada, y devastada, por el discurso de la redención. Por el decir «político» del Gran Viejo. El beso apun­ ta a una palabra más íntima y profunda. A una palabra que no es sonido, aunque tenga como destino el ruido del mundo, de la Ciu­ dad. Como es sabido, por la continuación del relato, el gesto del Cris­ to — la inexpresada palabra del beso — es repetido por Alioscha. La repetición indica algo así como la «memoria». Y la memoria con­ serva, custodia. Custodia el mal, el sufrimiento, el dolor del mundo: irredentos e irredimibles. Podemos citar grandes ejemplos. ¡Cuántos judíos, supervivientes del Holocausto han advertido la necesidad de dejar una huella de él, de dejar memoria! ¿Para vengarse de las tor­ turas que Amalek les ha infligido? Respuesta demasiado fácil, y de­ masiado mezquina. En el aterrado estupor ante el odio que en ellos se cebaba, los mejores percibieron que Amalek no era un pueblo. No solamente un pueblo, pervertido, sino la humanidad entera. El Holocausto había abierto el abismo del dolor y de la maldad del hom­ bre. El abismo del mal inferido y sufrido. Ellos han escrito para guar­ dar el recuerdo, para custodiar en la memoria de la humanidad la experiencia del dolor. Quizás solamente la memoria impida que se añada dolor a dolor, que se respete el dolor. Pero la experiencia del dolor no es exclusiva de grandes ejem­ plos. Ante el dolor toda experiencia, grande o pequeña, es igual. Así se nos recuerda en el epílogo de los Karamazov: una pequeña histo­ ria al margen de la narración grande. Iliucha, un muotiacho, poco más que un niño, ha muerto. Alioscha, al despedirse de sus jóvenes

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compañeros, les encomienda la memoria, la memoria del muchacho adorable, y a la vez, de su amistad: de su philia. Aquella philia que había movido a Kolja a decir: «Quiero sufrir por todos los hombres». Aquí es donde se ilumina el sentido de la desaparición del Cris­ to en los meandros oscuros de la Ciudad, de la polis. La experiencia sobre la cual puede descansar la philia — la «amistad» que no cono­ ce límites — es el dolor: la más universal experiencia del hombre, ya que lo es de todos los hombres y a la vez de todo el hombre. El dolor «toca» al alma y al cuerpo, lo interno y lo externo: por eso hay experiencia posible de él tan sólo en el «mundo», en el mundo de los hombres: la Ciudad, la polis, el lugar del mal necesario. 7. La Critica de la razón práctica propone la siguiente paradoja: la libertad de un ente finito, del hombre. ¿Por qué es ello una para­ doja? Porque libertad significa: incondicionalidad, atemporalidad, in­ finitud. Plantear el problema de la libertad del hombre significa pues plantear el problema de la infinitud de lo finito. Se trata de conjuntar los extremos de la antinomia que en la primera Crítica habían sido cuidadosamente distinguidos y ubicados en planos diferentes. ¿Cuál será el anillo de conjunción, y dónde ha­ llarlo? La empresa parece desesperada. Veamos por qué. Para lo finito, lo infinito no puede ser actual. Su actualidad anu­ laría lo finito. Por ende, aquél puede presentarse tan sólo como «de­ ber» (Sollen). Lo infinito debe ser... porque él no es. El no-ser (la inactualidad) es constitutiva de la esencia de lo infinito. Cuanta mayor distancia haya entre el ser (actual) y lo infinito, tanto mayor será la fuerza del deber-ser: el carácter imperativo de la ley. «Debes» es algo que tiene sentido solamente si «no eres» lo que «debes ser». Puesto en acto, lo infinito deja de ser «deber», o sea: infinito para un ser finito, infinito en relación con lo finito. Y de otro lado, ¿cuándo ad­ vierte lo finito la índole de «deber» propia de lo infinito? No cuando está ligado al tiempo, o sea a las condiciones empírico-sensibles que definen trascendentalmente su finitud, sino cuando es libre, cuando está sustraído al tiempo, es decir a la finitud. Lo infinito se manifiesta como «deber ser» sólo para lo finito que no lo es ya... y así al infinito. Es el círculo ley-libertad-ley. Vale decir: el imperativo manda ser libre sólo a quien ya lo es, pues quien no es libre ni siquiera percibe el mandato. La ley manda que se sea lo que se es. Lo que ya se es. La ley manda respetar a la ley que actúa ya, que es respetada. La desigualdad finito-infinito no tiene vigor aquí. Lo infinito cancela ne­ cesariamente lo finito. La cancelación de la finitud — la superación definitiva de las inclinaciones sensibles — es aquello que hace del querer algo santo. Mas es posible pensar un querer libre — es decir, racional — no

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santo. Un querer libre que ha superado ciertamente, en cuanto libre, las condiciones sensibles, pero que no deja de seguir teniendo que luchar contra ellas. Esta es la solución kantiana de la relación fínitoinfinito. Una solución que invierte los términos iniciales del proble­ ma. Lo infinito es ahora actual. Está presente como libertad: como ley en acto, como imperativo realizado. Sólo que, a la vez, está siem­ pre en entredicho, siempre en peligro. La finitud — las inclinaciones sensibles que encadenan al hombre al orden temporal-causal de los fenómenos — ha sido vencida, mas no extinguida: siempre puede volver a la carga y afirmar su poder. Es claro que esta dialéctica infinito-finito trasciende de hecho la libertad. La «libertad» es uno de los términos de la relación. No es pues «elegir» entre el uno o el otro, entre lo infinito de la ley o lo finito de las inclinaciones. Libertad no es elección. Libre es aquel, y sólo aquel, que sigue la ley. Sólo en la ley se es libre. Libertad y necesidad — la necesidad de la ley — se muestran, aquí también, como siendo idénticas. Y el hecho de que la necesidad (de la ley) no esté necesariamente en acto — ya se ha dicho que ella está siem­ pre en peligro, en entredicho — ello no aumenta en nada el espacio de la libertad. Al contrario, muestra sus límites. Que la ley pueda no entrar en vigor, que no sea respetada, no es algo debido a la liber­ tad, sino a una fuerza, a un poder y facultad que está más allá, fuera de la libertad. ¿Acaso la libertad no significa sino necesidad? ¿Es que la con­ clusión de la segunda Crítica repite la solución de la tercera antino­ mia de la Crítica de la razón pura? Es verdad que la Critica de la razón práctica vuelve a tomar la solución primera. Mas no sin mos­ trar otra cosa, antes no percibida. La libertad, en cuanto sustracción al mundo fenoménico de la sensibilidad y del sentimiento, está sin embargo acompañada de un «sentimiento», del sentimiento negativo de la sustracción de sí (del sí mismo) al mundo (KpV, p. 75 s.). La finitud está, así, radicada en el querer, que aun en lo infinito de la libertad sigue siendo el vínculo con el mundo. El último vínculo es... la liberación de todo vínculo. Lo in-finito, lo in-condicionado, lo absoluto está estructural­ mente en relación con lo finito, lo condicionado, lo relativo. Justamen­ te en el hecho de desligarse del tiempo es donde lo eterno muestra su ligamen con el tiempo. La libertad, incomprensible en el tiempo, no puede ni siquiera ser comprendida sin el tiempo. Y no porque «tenga» tiempo, sino al contrario: porque «no tiene» tiempo, por estar desligada del tiem­ po. Aquí, el sentimiento negativo se convierte en positivo: en la satis­ facción experimentada ante la propia independencia de las inclina­ ciones del mundo; satisfacción de sí (Selbstzujriedenheit) puramente 220


intelectual (p. 117 s.). Es el sentimiento de la propia auto-nomía. Si la «negatividad» del sentimiento que acompaña la libertad atestigua que el ligamen con el mundo se da también allí donde se está desligado de él y en el acto mismo de hacerlo, la «positividad» de este sentimiento, la «satisfacción de sí», demuestra que es posible vivir en el mundo sin ser presa de él. Es necesario mantener siempre unidos los dos aspectos, el positivo y el negativo, de este sentimiento (definido justamente por Kant como «moral»), para que sea posible estar en el mundo, en el mal del mundo, en la polis, participando en el dolor, mas no en el mal. El sentimiento moral de Kant, por su radical impoliticidad y por su universalidad, prefigura esa philia que, fundándose sobre la experiencia del dolor, supera toda polis, toda barrera entre amigo y enemigo. No se trata de una actitud «gnóstica» sino, más bien de un estoi­ cismo renovado. 0 mejor: de un cristianismo sin redención. De una conformidad a una «libertad» que no es «elección» sino... necesidad. * * * «El Prisionero desaparece, — ¿Y el viejo? — Aquel beso le abrasa el corazón, pero el viejo sigue fijo en la idea de antes». No: Werde, was du bist!, sino: wir werden, was wir sind: la forma imperativa está de más. ¿Es el tiempo esquema de lo eterno? ¿Y por qué lo eterno tiene necesidad de esquema? Abyssus abyssum vocat.

(Traducción Félix Duque)

Bibliografía

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Textos citados: G. W. F. Hegel, Systemfragment von 1800, Werke. I. Frankfurt/M. 1971. I. Kant, Kritik der reinen Vemunft (KrV), Ak, IV (1781 = A); III (1787 = B). Kritik der praktischen Vemunft (KpV). Ak. V. F. Nietzsche, Menschlich.es, Allzumenschliches, Werke, ed. G. Colli y M. Montinari. 2. Munich/Berlin/Nueva York 1988. Also Sprach Zamthustra, Werke. 4.

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Pol铆ticas del tedio: Dispersi贸n e insignificancia del Mal


Incidencia del judaismo en la problemática actual del Mal Javier Sádaba

Un título como el presente podría tener dos respuestas o enfo­ ques distintos. Enfoques, sin duda, diferentes, pero que podrían con­ seguir una cierta complementación. El primero se referiría, antes de nada, a lo que ha sido el pensamiento hebreo (o judío) para proyec­ tarlo sobre la situación de nuestros días. El segundo se pararía en alguno de los representantes más genuinos del judaismo actual para, después, relacionarlo con lo que es el mundo de hoy. Por mi parte no voy a hacer ni una cosa ni otra aunque me sitúe más cerca del segundo punto de vista que del primero. Es desde ahí desde donde también se podrá hacer alguna referencia más general. Finalmente me centraré en un judío sumamente importante, Rosenzweig — e intentaré decir dos palabras sobre su concepción del mal. En un esquema un tanto simplificado podríamos decir que quien quisiera conocer el pensamiento hebreo de los últimos años, en un sentido preciso y no sólo en sus tendencias generales [tendencias ge­ nerales que habrían de cubrir personajes que van desde Marx a Chomsky pasando por Freud, Einstein, Wittgenstein y un número in­ calculable de pensadores que han construido, en buena parte, lo que es la historia de nuestras ideas] debería anotar lo siguiente. En la Modernidad está la figura, bien estimada por Kant, de Mendelssohn. En un momento más reciente es H. Cohén el personaje principal. Filósofo al que se le conoce, sobre todo, como neokantiano y, en nuestro país, como profesor y maestro de Ortega. Pocas veces se dice que dejó la Universidad y que se dedicó a enseñar en un Seminario filo­ sofía de la religión. Más aún, frente al antijudaísmo de Kant, Hegel, Fichte, etc., Cohén representa una ilustración que busca dar cuenta de la religión y de la razón. Para Cohén, corrigiendo y ampliando al Kant de «La religión dentro de los limites de la simple razón», la razón y la religión son compatibles siempre que se entienda por reli­ gión la más perfecta y racional, esto es, la judía. Cohén tendrá una influencia decisiva en lo que va a ser lo que podríamos llamar la filo­

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sofía judía de nuestros días. El mismo Rosenzweig respirará su in­ fluencia. Como la de Buber, un autor mucho más conocido dentro del marco que no es estrictamente judío. (Su populismo existe ncialista, por cierto, estará más cerca de la filosofía de una buena parte del siglo veinte que del pensamiento religioso de raíz hebrea). Final­ mente Scholem y W. Benjamín componen un dúo alrededor del cual se podría construir lo que es el núcleo del judaismo actual. Tal vez, en este esquema muy simplificado, habría que introducir a Kafka aun­ que no fuera sino por el dictum de Scholem y según el cual la mejor introducción a la Cábala es «El Proceso» del citado Kafka. Me parecía de interés hacer esta pequeña introducción. Eviden­ temente quedan fuera otros autores de importancia. Igualmente es mucho más complicada la relación que se da entre ellos. Pero sirve, al menos, para tener en cuenta una serie de elementos que son deci­ sivos a la hora de valorar el judaismo y su concepción del mal. Y es que en todos ellos observamos una actitud previa de creencia. En Dios o en la Nada han depositado una confianza que no es la con­ fianza en este mundo. Por eso no es fácil llamar ilustrados a nuestros autores. En el caso de W. Benjamín (sobre el cual no me voy a exten­ der pues requeriría un monográfico) la situación es especialmente paradójica. El Benjamín menos sistemático y menos teólogo se apro­ ximará a los detalles y no a sistema alguno. «Dios habita en los deta­ lles» escribía. Y desde esos detalles habrá que entender su acerca­ miento a Baudelaire o Proust, su entusiasmo por la grafología, el ajedrez o el misterio, su concepción del marxismo transhistórico, su idea de un «aura» que está emparentada con la revelación y su con­ cepción de la historia como ruptura apocalíptica, su idea mesiánica del tiempo, etc. Todos estos conceptos no entran fácilmente en una filosofía que esté expurgada de lo que sería adherencia religiosa. No sé hasta qué punto Benjamin es o no un autor actual. Parece que lo es. Y cada día más. Si esto es así, se hace necesario entonces, romper esa idea obtusa según la cual hablar, por ejemplo, de la Crea­ ción es tarea que incumbe sólo a teosofistas o despistados. No deja de ser curioso, como observaba en cierta ocasión Scholem, que de las cuatro partes que componen el judaismo — creación, revelación, redención y mesianismo — el pensamiento secularizado sólo se haya quedado con el mesianismo (aunque, a lo que parece, últimamente ni con eso). Lo digo para dar a entender que, muchas veces, no es tan fácil delimitar lo que sería estrictamente filosófico de lo que no lo es. En cualquier caso, mi intención era, además de dar aquel pe­ queño cuadro inicial que nos sitúe en el tema, ofrecer alguna carac­ terística de aquellos autores que, dentro de la tradición judía, influ­ yen, y a veces decisivamente, en el pensamiento de nuestros días. Pero, ¿cuál sería su concepción del mal? Aquí se impone una

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pequeña parada. Una parada que nos permita una mirada de conjun­ to a nuestra vida intelectual. Supongamos que tenemos delante las teologías que nos son más cercanas. Estas son la católica, la protes­ tante y, finalmente la judía. Para la primera — y desde luego en un alarde de simplificación que raya en la arbitrariedad — Dios crea el mundo. Y lo crea desde la nada [gran frase que se abre a mil interpretaciones. No obstante se excluye la gran cosmogonía y teogo­ nia griega; de origen, a su vez acadio, y según la cual la creación, o sea, lo diferenciado, procede de lo indiferenciado en un proceso de ruptura mediado por el Caos. De esta manera el mal se desplaza al comienzo de la diferenciación, al momento en el que se rompe el reposo y comienza el mundo. Como ha solido notarse, este tipo de teogonias comportan una teodicea: el mal se justifica por la misma aparición del mundo]. De esta manera el mal hay que colocarlo fuera de un Dios que no pertenece al mundo, que no es naturaleza en el sentido que después recibiremos de Grecia. Y, más concretamente, el mal será producto del pecado o transgresión que supone, por su parte, la libertad humana. El mal, esa zona oscura de la teología ca­ tólica que inunda de penumbra el resto, queda fijada, sea como sea, en algo tan débil y dependiente del Creador como es la voluntad libre de los seres humanos. El mal, así, gana en fascinación en cuan­ to que el hombre adquiere el poder inmenso de pecar. Pero pierde en peso explicativo ya que lo inverosímil de la empresa no hay forma de que se oculte'. Nada tiene de extraño que la teología de la Re­ forma, y muy especialmente Calvino, transfirieran alguna semiresponsabilidad en el mal al mismo acto creador [por cierto, una buena parte de la filosofía de la religión actual, y muy especialmente A. Plantinga y sus discípulos, han desarrollado, en los últimos tiempos, una especie de teología fundamental muy potente que intenta mostrar la racionalidad del acto de fe cristiano]. Existiría lo que algunos se­ guidores actuales de Calvino llaman Transworld depravity. En otras palabras, la creación no podría hacerse sin mal. (Es curioso lo que recuerda esta actitud a las viejas cosmogonías). Finalmente está el judaismo. Hay, desde luego, muy distintas tradiciones hebreas. La Cábala, mucho más recientemente, tiene un grado de complejidad que se aleja de la rigidez de la tradición talmúdica. Scholem, dicho entre paréntesis, distinguía tres estadios en la tradición judía. No voy a repetirlos. Simplemente los recuerdo para mostrar, efectivamente, que hablar de una tradición o de una sola fuente no es correcto. Hay, según la Cábala — al menos la Cábala de Salomón Luria — una idea de Dios (En-Sof) infinito y oculto que, en su contracción o limitación, da lugar al espacio en el que tiene lugar el mundo. Des­ pués de esta creación dramática, puede ya desarrollarse una emana­ ción más plena de lo divino. No hace falta insistir en la cantidad de

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elementos gnósticos — ¿cómo entender el mal sin un vistazo a los gnósticos? — que encierra dicha concepción de lo divino. 0, para ser más exactos, de Dios.2 La consecuencia a extraer de este breve repaso por las tres tra­ diciones que se reclaman una de otra es, de momento, la siguiente. El mundo, al revés que en los griegos, es un lugar de retorno. No se le puede, por tanto, entender como simple naturaleza. Hay que entenderlo como una de las partes de un complejo de estadios. El tiempo, en consecuencia, no es irreversible y progresivo. El tiempo está subordinado a la eternidad, comprendida ésta como lo que está juera del tiempo. No hay lugar para la tragedia griega. Hay lugar para la redención [y la visión del mundo desde cada uno de los suje­ tos. No al revés]. El mal, por tanto, o está en la falta de respuesta de dichos sujetos o en las necesidades de ese complejo proceso en el cual cada una de las partes ha de entenderse en función de la totalidad. El pecado y la esperanza se dan la mano. Naturalmente tal concepción está lejos del pensamiento moderno. Escribía Franz Rosenzweig que «la idea preferida de la Modernidad es la reducción del todo al “ yo” ». Obviamente en los sistemas citados el «yo» y la razón sólo alcanzan su punto de absoluto más allá de ellos mismos. El tiempo se cancela no dentro de un sistema filosófico. El mal se cancela no dentro de un sistema filosófico. El yo se realiza no dentro de un conjunto de conciencias. El tiempo, el mal y el yo sólo alcan­ zan su plenitud juera del mundo. Más concretamente en un absoluto que se llamará Dios. Esto, sin duda, es teología. Pero no es teología barata. Como antes indiqué es difícil entender el pensamiento actual (y no sólo a los citados anteriormente. Piénsese, por ejemplo en Levinas) sin referencias a la teología en cuestión. Secularizándola, por un lado. Traduciéndola a moldes filosóficos, por otro. Pero sin des­ preciarla por incomprensible, desmadrada o excesivamente religiosa. La soberbia sigue siendo un pecado filosófico que nos hace avanzar poco. E Rosenzweig (1886-1929) no es un autor fácil. Más aún, sigue siendo un desconocido. Afortunadamente Isidoro Reguera y Francis­ co Jarauta nos han dado, en castellano, un extracto de su pensamien­ to. No se trata de su gran obra «Der Stem der Erlosung» sino de «La Célula Originaria» y «El nuevo pensamiento». No convendría olvidar tampoco que una de las últimas actividades de F. Rosenzweg consis­ tió en traducir y presentar al judío español — mitad de Tudela, mitad de Toledo — Yehuda Hallevi. Como tampoco habría que olvidar que J. Gil-Albert y M. J. Kahn nos han ofrecido la traducción e introduc­ ción de los espléndidos poemas paganos y profanos de dicho autor. Se suele poner de manifiesto que F. Rosenzweg recibió una gran influencia de H. Cohén y de M. Buber. De la misma forma que él

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influenciará, después, a W. Benjamin y muy especialmente, ya en nuestros días, a Levinas. Sea como sea, voy a intentar dar un resu­ men de F. Rosenzweg, y relacionarlo con el mal. Evidentemente es un resumen muy personal. Y lo digo señalando que no sé hasta dón­ de he entendido al pensador judío. Pienso que entender a F. Rosenzweg, en su defensa del «nuevo» pensamiento contra el viejo — el idealismo y racionalismo de la tradi­ ción — es considerar la primacía del individuo frente a lo universal (recuerda en esto a Kierkegaard). Los sistemas filosóficos parecerían resolver todo y no resuelven nada. El hombre ante la muerte sigue tan indefenso como antes. Todo sería una farsa disimulada con am­ pulosos conceptos. La muerte hace a toda filosofía insuficiente. Ahora bien, la muerte es temor. Es mal. En consecuencia, el mal no lo extirpa la filosofía. Lo disimula. Con lo cual se convierte en su gran cómplice. En un rápido repaso de las nociones que conforman la postura de F. Rosenzweg podríamos decir lo siguiente. Lo viejo es ir a por la esencia. De ésta se ocupa la lógica. Es la filosofía que se orienta en el ser universal. La nueva filosofía partiría de la facticidad pura. No tiempo sino instante. No estatismo sino dinamismo. No dar vueltas a lo mismo sino producción de algo distinto. No individuos aislados que se reducen unos a otros sino tres grandes esferas (Dios, mundo y yo) con sus relaciones. No totalidades abstractas sino individuos que saltan por encima de su esencia. No la clásica teoría del conoci­ miento sino una experiencia total; experiencia que necesita ser con­ firmada por otro. No escritura sin palabra y escucha. No lógica sino gramática. La revelación, en suma, hace pasar de la pura facticidad a la realización. El judaismo y el cristianismo serían figuras que nos ayudan a entender lo que sucede. Y en lo que sucede hay algo de suma impor­ tancia en este pensamiento: hay que sacar al yo del mundo (el yo es un límite del mundo). Pero en modo alguno hay que reducir el mundo al yo o el yo al mundo. Sólo podría reducirse algo a lo que es absoluto. Y ese es Dios. Dios cancela todo. Desde la Creación a la Redención. Pasamos por la orientadora Revelación. Sólo Dios es la verdad. El mal, por lo tanto, sería parte de un proceso que exige sus momentos y que, al final, anula aquel mal que no es com­ prensible si no es a través también del milagro de la Revelación y la Redención. F. Rosenzweg utiliza un lógica muy poco formal. Utiliza letras (en este punto podría ser criticado tanto o más que Hegel) y lo hace en forma cercana a la Cábala. Así, A = A/B = B querría decir (además de otras muchas cosas que requerirían por

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su parte, otra serie de letras) que Dios, al hacerse Dios (Pero no en un A —A fichteano o de la lógica formal) hace que el hombre se haga humanidad. A 4 B, por su parte, es la mera objetualidad, lo que existe en cuanto que existe diferenciado y hasta opuesto. Así, se le puede con­ siderar, como hace el pensamiento viejo, en su diferencia esencial. Pero de ahí se aparta F. Rosenzweg. Porque lo que desea es que cada uno llegue a ser real y todo ello en la relación que se da entre hombre/mundo y Dios.

Notas

1. Kant opinará casi igual: el mal no tiene principio. Es una desvia del bien. ¿No se acerca esto, más de lo que parece a la escolástica y a S. Agustín? 2. Curiosas semejanzas con Schelling. No en vano se ha aprovechado — Rosenzweig/Benjamín — su filosofía narrativa. Lo importante no sería captar la esencia sino el acontecimiento.

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La convivencia del judaismo y el mal Remo Bodei

1. Si tuviera que resumir las contribuciones específicas del pen­ samiento y tradición judíos al conocimiento del problema del mal en la edad moderna, pondría de relieve los puntos siguientes: 1) la auto­ ridad y credibilidad de quienes hablan sobre la base de una milena­ ria y compartida experiencia de un dolor injustificable, de una larga cadena de persecuciones intensificadas de manera inaudita durante la primera mitad de nuestro siglo; 2) el volver a descubrir — en cir­ cunstancias particulares — la «fragilidad» del bien, de las leyes mora­ les y de las instituciones civiles; 3) la imposibilidad de una «reconci­ liación» (en el sentido del término alemán Versóhnung) actual o inmediata de la contradicción, y la búsqueda de formas diferentes de «dialéctica negativa», de utopía o de esperanza mesiánica1; 4) la frecuente complicidad entre la víctima y su verdugo; 5) el carácter de hecho indediícible e irreductible, la difusión y, desde luego, la «banalidad del mal» — por decirlo así— en la época de su reproducibilidad técnica: del mal fabricado en serie. 2. No cabe duda de que, como desde tiempo inmemorial, la nación judía ha conocido el mal casi sin solución de continuidad. Como «el siervo del dolor», del que habla el profeta Isaías, ese pue­ blo es, colectivamente, «experto en dolor», porque la persecución y la brutalidad no ha sido dirigida contra los individuos, sino contra una comunidad histórica geográficamente deportada, separada y dis­ persa en todas las direcciones. Los judíos han aprendido a convivir con el mal y a preguntarse sobre su sentido, sobre su relación con la voluntad de Dios y la suer­ te asignada por Este al pueblo que sigue considerándose «elegido», sobre el aparente triunfo de los malos, de los impíos y, en cambio, la derrota de los justos, de los piadosos. ¿Por qué permite Dios todo eso? La interrogación de Job — como demostró Margarette Susmann, una amiga de Walter Benjamín — es la misma que Kafka se plantea

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en El proceso, la misma que, en otra obra de Kafka, en el relato Ante la ley, demuestra que, aunque la puerta del bien y de la salvación esté siempre abierta, nosotros lo sabemos sólo cuando es demasiado tarde, cuando ya se ha cerrado. 3. En el episodio, ejemplar, de Job se pone de manifiesto lo que Paul Ricoeur ha llamado «crisis de la idea de retribución». Esta crisis engendra — al nivel del relato y del mito — una «réplica a doble entrada, a través de la cual entabla el hombre causa contra Dios, del mismo modo que Dios sustancia un proceso incesante con­ tra el hombre»2. El mal tiene existencia, es decir, precede a la con­ ciencia que tenemos de él. Nuestra moral es débil, en su tentativa de explicarlo, de modo que el cual puede ser justificado sólo a través de la fe, del abandono a un juicio superior, de un sacrificium intellecti. Los criterios para juzgar el bien y el mal están efectivamente basados sobre «juicios vacilantes», sobre los «murmullos de una voz subjetiva, que no se refleja ni confirma ya a través de un orden obje­ tivo». Por eso, como afirma Levinas, «el judaismo es la humanidad al borde de una moral sin instituciones»3- El judío representa a todo hombre que haya conocido el poder del mal, de la servidumbre, de la iniquidad del mundo y, al mismo tiempo, la soledad de su concien­ cia y de su comunidad frente a toda ley que no sea la del más fuerte. En este sentido, la religión hebrea no es — según Levinas — una religión particular que emane de una única fuente, sino «la maravilla de la confluencia» de la moral humana. 4. A esta incertidumbre respecto al «murmullo» de la concien­ cia moral corresponde la destrucción del concepto mismo de «reali­ dad» por parte de los perseguidores, su demostración práctica de la labilidad de las fronteras entre razón y delirio. Según palabras de Elias Canetti, Hitler advirtió «que era absolutamente posible transfor­ mar su propio delirio en realidad. Descubrió, diríamos, el punto dé­ bil de la realidad, el punto en que ésta es sumamente fluida, y frente al cual retrocede la mayoría de quienes temen a las masas. Por eso, Hitler no tiene mucho respeto para con la otra realidad, la realidad estática»5 En tiempos de crisis e inseguridad encuentran terreno abonado las «flores del mal» de la ideología, los mitos y la supersti­ ción. El hombre está dispuesto a creer en cualquier afirmación. No vive sólo de pan, «sobre todo cuando no lo tiene»6. Parafraseando a Heráclito, se da entonces un paradójico mundo común de los dur­ mientes, una devaluación de la realidad y de las reglas de conducta, las cuales se disuelven en favor de autoridades indiscutibles, de un poder administrado a través de la violencia y la ilusión. El conflicto entre Job y Dios encuentra su solución en la acep-

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tación por parte del primero del sufrimiento, y en su testimonio de Dios, en el amor gratuito hacia Dios7. Según Ricoeur, ésta es la res­ puesta a la cuestión del mal: «renuncia a ser recompensado por las virtudes propias; renuncia al deseo de ser salvado del sufrimiento; renuncia a la componente infantil del deseo de inmortalidad»8. Al abandonarse por completo a la voluntad de Dios — como ocurre por otra parte en el cristianismo», en el Pater noster — el justo consigue ser «liberado del mal», mientras confía en la destrucción de los sím­ bolos seculares de éste: Babilonia, Egipto, Roma, la Alemania de Hitler. La convivencia con el mal produce la convicción de que éste sea, por el momento, ineliminable, de que lo negativo y la muerte no pueden ser eliminados del ámbito de la vida, como pretendería — según Rosenzweig — la filosofía idealista, y como denuncia la ini­ cial marcha fúnebre de La estrella de la redención: «Del sentimiento de la muerte, del miedo a la muerte se inicia y eleva toda conciencia de totalidad. La filosofía presume de ser capaz de acabar con el mie­ do que atenaza a todo lo terrestre de arrancar a la muerte su aguijón venenoso, de quitar al infierno su miasma hediondo»9. A lo sumo es posible, en el sentido de Adorno, una «lógica de la disgregación», una lógica negativa. 4

5. El judaismo ha enseñado la plasticidad de la presunta «natu­ raleza humana» en situaciones extremas, últimas, en el interior de instituciones totales. La dificultad que todos encuentran de adherirse a criterios de «dignidad», criterios en los que, en tiempos normales, muchos se reconocen. Ya no se trata de esa «servidumbre voluntaria» de la que habló Etienne de la Boétie, sino de esa «zona gris» por conseguir un relativo privilegio, esa zona de colaboracionismo y sa­ dismo a que se prestaban muchos presos en los lager nacionalsocia­ listas. «La clase híbrida de los prisioneros-funcionarios constituye el armazón, y a la vez la articulación más inquietante. Es la zona gris, de contornos nunca definidos, que a la vez separa y une los dos cam­ pos: amos y siervos. Posee en su interior una estructura increíble­ mente complicada, y alberga en sí cuanto basta para hacer una con­ frontación con nuestra capacidad de juzgar»10. Cuando el mal penetra en la esfera de lo cotidiano, transformán­ dola y alienándola, cuando únicamente el futuro — como tiempo mesiánico de la espera — es capaz de dar sentido al mal, cuando la pacien­ cia y la prueba constituyen virtudes de resistencia, ninguna teodicea y ninguna patodicea es directamente posible. ¿Tendremos pues un mundo sin redención, salvo con una remota e improbable esperanza? 6. Hannah Arendt, estudiando los documentos del proceso de Eichmann, ha descubierto algo de aquello que ya De Maistre, en el

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siglo pasado, creía haber advertido a propósito de Robespierre, a sa­ ber: que quien cumple el mal al pormayor no tiene nada de grandio­ so, ni está fascinado por él como por un fruto prohibido. Es sólo un burócrata de la muerte, de su serialidad, un ayudante del mal. Es un jefe, o un gregario que transforma el homicidio, la tortura y el sufrimiento ajenos en un trabajo, en una rutina, y que se justifica apelando a la obediencia, al deber. Se asume una tarea, y se sigue siendo «respetable». Considerar a personas semejantes como demonios, verlas como monstruos, es justo, pero choca con la ausencia de un sentimiento de culpabilidad, es más, con la buena conciencia de estar llamado a una misión superior. Se derrama la sangre con sentido del deber. Rebelarse no constituye una virtud. Se demuestra así, la extrema duc­ tilidad de la conciencia individual. Quienes hacen el mal son buenos padres de familia: «Creo que ha sido Péguy quien llamaba al padre de familia grand aventurier du 20e siécle, pero es demasiado pronto para aprender que ese tipo de hombre era también el criminal del siglo... No hacía falta otra cosa que el genio satánico de un Himmler para descubrir que, des­ pués de una tal degradación, este hombre habría estado completa­ mente dispuesto a hacer literalmente cualquier cosa con tal de que se lo ordenaran y si la irrelevante existencia de su familia hubiera estado amenazada. La sola condición puesta por ese hombre era la de no ser considerado responsable de lo que hacía»11. El instigador del mal es aquí, al pie de la letra, un «demonio mezquino». Ya no hay allí pues, propiamente hablando, un mal radical, sino la banali­ dad del mal, que confía en la «amnistía-amnesia de la memoria» aje­ na, en un «Termidor del olvido», que rehúsa tomar sobre sí la res­ ponsabilidad del pasado y prevenir un futuro que no sea catastrófico. El pueblo hebreo, por el contrario, ha apuntado siempre al mismo tiempo a la memoria y a la pietas del pasado y a la esperanza del futuro o, mejor, a la paradójica «memoria del futuro», aunque recien­ temente parece determinado a rechazar su papel de víctima.

[Esta contribución del proi. Bodei a la mesa redonda que tuvo lugar bajo el mismo título (vease el escrito del prof. Sádaba) ha sido escrita directamente en castellano. El compilador se ha limitado a revisar el estilo].

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Notas 1. No siempre se lo espera; recuérdese lo que dijo un rabino medieval: «¡Que venga el Mesías, pero yo no quiero verlo!». 2. P, Ricoeur, Lo scandalo del male («Lettera internacionale», VII — abril/junio 1991, n, 28, p. 74 — El mito no significa renuncia a la explicación: «contrariamente a su apariencia irracional, la fuerza del mito está en que él parece dar una explicación, y, así, pretende dar respuestas a las lamentaciones, cuando éstas se erigen en interro­ gaciones dirigidas a los dioses. ¿Por qué el mal? ¿Por qué tanto mal? ¿Por qué a los niños?». 3. E. Levinas, Nomes propres, Montpellier 1976, pp. 178-181. 4. E. Levinas, Difficile liberté, París 1976, p. 45. 5. E. Canetti, Hitler in base a Speer. En: Potere e soprawivenza, Saggi, Milán 1974, p. 120. 6. E. Bloch, Sokrates und die Propaganda. En: Von Hasard zur Katastrophe Politische aufsátze aus den Jahren 3934-1939. Frankfurt/M 1972, p. 196. 7. Cf. F. Rosenzweig, Stem der Erlosung, Frankfurt/M 1921: «Como bien sabe el Satán del libro de Job (1, 11; 2,5), lo único que garantiza plena certeza es el testimo­ nio que se mantiene fírme entre los tormentos de la tortura; el testimonio a precio de la sangre es el testimonio verídico». 8. P. Ricoeur. Lo scandalo del male, cit. p. 75. 9. F. Rosenzweig, Stem der Erlosung, cit. 10. P. Levi, I sommersi e i salvad, Turín 1986, p. 29; cf. pp. 244-52. Por lo demás, la víctima del mal es «llevada a callar», más que a hablar (cf. para conside­ raciones análogas en otro plano, P. Ricoeur, Lo scandalo del male, p. 73). 11. H. Arendt, La banalitá del male, Milán 1965, pp. 71-72.

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Bien y Mal: Fracaso de dos categorías en la relación entre Este y Oeste Volker Rühle

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No hace mucho tiempo, un presidente norteamericano ha ca­ racterizado a la Unión Soviética como el «reino del mal», y un vice­ presidente llamó a las fuerzas armadas de su propio país: «instru­ mento del bien en el mundo». Por absurdas que nos parezcan tales afirmaciones, el horizonte de la conciencia que las abarca ha determinado sin embargo, y por mucho tiempo, la imagen del mundo en el Oeste — y también de los países del llamado Tercer Mundo que crecen a su sombra —; y no hay razones para pensar que, hoy en día, esa imagen ya no esté en vigor (al menos en el imaginario colectivo, más lento que los acontecimientos). La formación y la identidad de las democracias par­ lamentarias tras la Segunda Guerra Mundial están determinadas, de una manera todavía imprevisible, por necesidades de delimitación y de seguridad, necesidades que dependen de la escisión ideológica del mundo y que, a la vez, han producido esa misma escisión. La dependencia del funcionamiento de las sociedades occiden­ tales del complejo industrial-militar, la dependencia del progreso científico-técnico del armamento, las prohibiciones de expresión libre del pensamiento y los tabúes que dominan el lenguaje de las disputas y conflictos políticos, así como la conciencia a ellos subyacente, y por último las prácticas estatales criminales y el hecho de que la ne­ cesidad de mantenerlas secretas haya sustraído amplios campos de la actividad estatal al control público, todas estas cosas han venido a ser una parte natural de la identidad de estas sociedades: tan natu­ ral que casi no es ya visible. Pero si es verdad que esta identidad de los países democráticos del Oeste se debe precisamente a las ne­ cesidades de delimitación y autoconservación por parte de éstos, en­ tonces nos será difícil plantear siquiera, adecuadamente, la tarea de comprender la presente transformación histórica. El horizonte de la consciencia que había producido y reproducido la situación interna­ cional antes de esa transformación es demasiado estrecho para efec­

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tuar esa transformación misma. Mas los puntos señalados no son, de ninguna manera, meras necesidades surgidas de la guerra fría, de modo que pudieran considerarse obsoletos cuando acabe definiti­ vamente esa guerra fría. Esos puntos son más bien síntomas de una corrupción y desvalorización latentes, que afectan y ponen en entre­ dicho la base de legitimación de los estados modernos, o sea: los valores de la ilustración burguesa. Estos valores, que se manifiestan filosóficamente en la ilustra­ ción y, casi al mismo tiempo, políticamente en la Revolución France­ sa, se basan en la idea de la autonomía de la razón humana. Es decir, no encuentran ya su orientación a partir de la voluntad de un Dios creador, así como de un orden cósmico eterno, deducido de esa voluntad, sino que es la propia razón humana la que genera es­ pontáneamente su orientación, desde sí misma. Esta conciencia ilus­ trada se expresa políticamente en una concepción del estado que ve a éste como una conexión Ubre de las voluntades de sujetos autóno­ mos. Mientras que esta concepción seguía permitiendo la adopción de criterios, reconocidos universalmente, para distinguir entre razón y sinrazón, entre bien y mal, es esta misma distinción la que ha per­ dido hoy su carácter coercitivo y vinculante frente a la dinámica de la racionalidad moderna, movida por imperativos de necesidades eco­ nómicas y técnicas; una dinámica que domina ya sobre la transfor­ mación presente en Europa, y que socava la idea fundamental de la Ilustración: la idea de una razón autónoma humana que encuentra su concreción y expresión en sujetos razonables, que forman el mun­ do según su voluntad. El sujeto experimenta hoy el mundo, cada vez con mayor fuer­ za, en sus dimensiones amenazadoras e incalculables, y no desde luego, ni con mucho, como campo de objetos configurable según su voluntad subjetiva y racional. Catástrofes ecológicas reales y potencia­ les, riesgos no susceptibles de cómputo y razón por parte de la mis­ ma tecnología moderna que los ha ocasionado, problemas de sobrepoblación, conflictos dimanantes de la injusta distribución de poder y riqueza entre Norte y Sur, etc.: tales problemas, que acompañan a la sensación de pérdida de realidad, suscitada cada vez con más fuerza por el velo tejido por los mass media, hacen que la considera­ ción de que la marcha de la modernidad hacia un progreso infinito haya perdido definitivamente su dirección y su meta resulte, hoy, algo incontrovertible. Ya desde el romanticismo se ha diagnosticado la ló­ gica del proceso de autodevaluación de los valores dependientes del sujeto: si somos nosotros quienes construimos ciertos valores y recha­ zamos otros, ¿no son entonces estos valores, ya de antemano, algo relativo? ¿Y no está ya sentenciado el final de su pretensión de uni­ versalidad en la lucha de valores competitivos, como dijo Nietzsche?

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De hecho, las ideas de «libertad, igualdad y fraternidad» están ya tan profundamente desgastadas en su uso ideológico que la refe­ rencia a ellas no puede fundarse ya de un modo convincente en su universalidad. Lo que hoy en día está siendo elevado al rango de valor — especialmente a través del antagonismo entre Este y Oeste — ya no son ideas, que sirven de orientación para la acción, sino formas de organización de las sociedades, formas tales como «socia­ lismo» o «economía de mercado». Según esto, importante es notar que, en el fondo, lo que ocupa ahora el lugar de los valores son... instrumentos para realizar valores. La euforia sobrevenida tras la caída del socialismo leninista y el fin del antagonismo que había dividido al mundo fue capaz sólo por un corto tiempo de alimentar la ilusión de que las democracias basadas en el libre mercado estaban en disposición de alentar un consenso general, de un modo tal que, en estas democracias, se ma­ nifestasen todavía valores universalizables. En contra de la imagen con que el Oeste gustaba de verse a sí mismo, y que había venido configurándose a través del antagonismo entre Este y Oeste, la demo­ cracia occidental ha efectuado un viraje fundamental, de modo que esa democracia «real» en modo alguno corresponde a las ideas y ex­ pectativas que, después de la experiencia del «centralismo democráti­ co», tiene la Europa del Este respecto a lo que sea «democracia». Los imperativos del progreso económico y técnico, que calculan ca­ tástrofes ecológicas como riesgos imprescindibles, han socavado la vieja idea de la autodeterminación de los sujetos con voluntad autó­ noma; algo logrado también por culpa de los rituales de una política que hace abstracción de la vida cotidiana; unos rituales puestos en escena por los profesionales de la publicidad. Esta es una política que, en el mejor de los casos, puede seguir reactivamente a esos im­ perativos, que funcionan de un modo maquinal e incontrolable. Hoy en día, la legitimación de las democracias occidentales depende ya, y cada vez con más intensidad, de la prosperidad económica crecien­ te de que gocen al menos dos tercios de sus ciudadanos; una prospe­ ridad cuyos costos se cargan sobre la naturaleza y sobre los excluidos de la dinámica de prosperidad. Y ya en un futuro previsible, en la Unión Económica Europea, dicha legitimación quedará definitivamente separada de la voluntad de sujetos autónomos, que es lo que debiera justamente constituir al Estado, según una vieja idea. Esta forma de unidad europea, que en última instancia es producto de las necesida­ des de la competencia económica internacional, dará definitivamente el golpe de gracia a la democracia estatal política, ya que, en esta unidad, la función política del estado (a saber, garantizar la compe­ tencia interna nacional, de intereses encontrados) será superada to­ talmente por una superburocracia que, astronómicamente alejada de

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los sujetos singulares, podrá deducir su legitimidad del solo hecho de su efectividad en la competencia económica internacional. Mientras existía el antagonismo entre Este y Oeste cabía ocultar todavía esta desaparición de la función política del estado-nación tras velos de retórica, ya que ese antagonismo parecía convalidar las dis­ tinciones clásicas de la filosofía moral de la Ilustración: libertad vs. falta de libertad, bien vs. mal, razón vs. sinrazón, etc. Pues era preci­ samente la libertad de los ciudadanos para expresar su voluntad lo que la democracia parlamentaria había reclamado, contra la burocra­ cia del estado de tipo leninista. Pero nunca ha llegado a tematizarse en qué medida la propia legitimación, cada vez más socavada y falta de credibilidad e interés, dependía y vivía, en el fondo, de la existen­ cia de su contraimagen. Mientras que esa idea de libertad se hacía valer contra una situación de fuerza y escasez, fue fácil pasar por alto el grado en que tal idea estaba ya a su vez fijada en las necesida­ des de la lógica de la autoconservación y el autocrecimiento; el lla­ mado progreso técnico y económico. Por eso, la euforia producida por la caída de la contraimagen del socialismo real se ha convertido rápidamente en desilución y desencanto, y ello por los dos lados. La exigencia de democracia, el establecimiento de una república re­ presentativa entrañada en la voluntad libre de sus ciudadanos, esta exigencia de la Europa Oriental tenía que chocar rápidamente con la falta de comprensión e interés en el lado occidental. Y ello, no sólo porque esta exigencia estorba la veloz expansión de los imperios económicos occidentales, sino también, y sobre todo, porque en este lado, frente a las necesidades y fuerzas de los mercados modernos, intemacionalmente entrelazados, por más que están separados en gran parte de la esfera de lo político, esta exigencia de democracia política aparece como un anacronismo; en estas sociedades modernas ya no hay lenguaje para expresar las viejas ideas sobre el estado —ni inte­ rés para ello—, ya que tales ideas (la educación cultural, para formar la voluntad de ciudadanos autónomos) no caben ya en la dinámica acelerada de las sociedades industriales. Es evidente, y nadie lo im­ pugna seriamente, que ni en los centros de control de consorcios in­ ternacionales ni en los aparatos — independizados de la voluntad e intereses de sus miembros — de las organizaciones de partidos y go­ biernos encuentra ya expresión adecuada la supuesta voluntad sobe­ rana de los ciudadanos; una voluntad ya desde hace largo tiempo quebrantada, manipulada y, en definitiva, paralizada. Los pueblos de la Europa Oriental van a aprender rápidamente la lección de que los mecanismos de fuerzas mercantiles concatena­ das, y apolíticas —en sentido ilustrado—, que se imponen inmediata­ mente sobre los pueblos no les deparan un incremento de libertad volitiva, articulable políticamente, sino que los entregará a una com­

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petencia febril, para la que en absoluto se hallan preparados. En la Europa del Este se impone la exigencia, casi contradicto­ ria, de crear instituciones para la formación y el cultivo de la volun­ tad política (a fin de acercarse al ideal regulativo de la igualdad de posibilidades), y a la vez de crear estructuras de economía privatizada, de generar una capa social de empresarios privados, lo cual re­ quiere y presupone graves diferenciaciones sociales. Se trata de so­ ciedades que no están en absoluto preparadas para asumir el fenómeno del paro, y que apenas conocen diferencia salarial importante entre, digamos, el obrero industrial y el profesor universitario. Y son estas mismas sociedades las que han de asimilar súbitamente, y con el telón de fondo de las ilusiones y expectativas nacidas con el cambio, los fenómenos del paro en masa y de las grandes diferencias en el status de vida. Como «cambio de conciencia» y «experiencia» no son, hoy por hoy, categorías políticamente operativas, y como, en cambio, se está haciendo un esfuerzo gigantesco por borrar todas las huellas del «mal» pasado, cabe dar por descontado, desde luego, que el deseado cam­ bio no va a ser posible, al menos con la rapidez exigida por la diná­ mica económica. El individuo adaptable y competitivo, que es postu­ lado y puesto en escena por las sociedades industriales de Occidente es algo que, simplemente, no existía en el horizonte de la conciencia y experiencia de las sociedades basadas en el marxismo-leninismo. Éstas han venido entendiendo siempre al hombre como ser social, como algo particular en su relación con otros particulares (subsumido bajo el universal «sociedad»), premiando en consecuencia formas de vida convenientes a esa idea, y sancionando las formas discrepan­ tes. Esas sociedades debían, quizá, haber caído en la cuenta de que es constitutivo del individuo el que éste se distinga, el que tenga, a través de su autodeterminación, la posibilidad de experimentar lo universal — su ambiente, la sociedad y el estado — también como algo opuesto a él, así como de entrar en conflicto — controlable y regulable públicamente — con lo universal. Y por el contrario, hay que insistir a la vez en que el ser social, definido por su pertenencia a roles o clases sociales, ni escapa a lo universal (como difunde el neoliberalismo) ni tiene la posibilidad de tematizar o regular conflic­ tos, públicamente, con lo universal. Mientras que la individualidad absolutizada encuentra su expre­ sión — ideologizada — en la sociedad competitiva, se ha creado para las sociedades del socialismo real la expresión de «sociedades de ni­ chos», esto es, sociedades que no permiten la articulación pública de la singularidad y la peculiaridad, y que sólo encuentran su espa­ cio — muy pequeño — en «nichos» privados.

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El mal de la banalidad José Luis Pardo

En nuestra época no menos que en otras, el mal tiene múltiples metáforas, múltiples símbolos y formas de presencia: Jean Baudrillard ha hecho recientemente el censo de algunas de las más pregnantes1. Sucede, no obstante, que cuando pasamos revista a las figuras contemporáneas del mal en la sociedad posindustrial, las en­ contramos en cierto modo irrisorias, banales, desvaídas o meramente repugnantes, pero de una repugnancia que tiene en sí misma algo de falso, de artificioso y de ridículo o inocuo. Este relativo ocaso del mal es, sin duda, efecto de los procesos de secularización, democrati­ zación, racionalización, mercantilización, desencanto y, en suma, de modernización de los que somos el resultado. Como decía Bataille, desde que los «espíritus libres» dejaron de creer en el pecado, desde que se institucionalizó la negación racionalista del mal, estamos ame­ nazados por la trivialidad y al mismo tiempo por la atrocidad de un mundo enteramente profano en el que no habría nada más que la mecánica animal2 y, podríamos añadir, el consenso universal de la irrelevancia. Hemos aprendido, por ello, a ver las consecuencias de­ vastadoras de la modernización con cierto espanto, a desear que el mal no desaparezca del todo, o a regocijarnos al comprobar su resis­ tencia tenaz, porque ahora sentimos que su presencia nos vacuna contra ese cierre total, contra esa clausura concluyente de la moder­ nidad realizada que nos parece definitivamente lo peor. Es así que el mal ha empezado a resultarnos imprescindible y deseable, y hoy nos esforzamos por defender y conservar sus últimos reductos de for­ ma parecida a como los ecologistas se esfuerzan en conservar las últimas reservas de una naturaleza amenazada de extinción; es así como nos hemos convertido en conservadores de todo aquello que representa el mal (la diferencia, la otredad, la carencia, el terror, la epidemia, etc.), incluso aunque haya perdido ya la virulencia anterior al desencantamiento. Sucede, sin embargo, que, al hacer esto, inevita­ blemente hemos conseguido que el mal no sea malo sino bueno,

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que no suscite terror sino simpatía, que no provoque repugnancia sino fruición, porque, aunque malo, resulta ser un mal menor en com­ paración con el mal absoluto que sería, según se desprende de ello, el triunfo definitivo de las Luces sobre las Tinieblas, la extensión pla­ netaria de la banalidad y la indiferencia en cuyo seno ya sería impo­ sible aquel sentimiento evocado por Baudelaire: la certeza de estar haciendo el mal. Y, por este camino, llegamos a una paradójica situa­ ción: estamos ante dos clases de mal; uno es radiante y fascinante porque parece agresivo e irreductible a la nivelación planetaria de la sociedad posavanzada, aunque cuando valoramos positivamente su resistencia ya lo estamos haciendo bueno y, en esa medida, casi ino­ fensivo; el otro es el mal de la degradación del mal, el mal genuinamente malo que nada irradia y que a nadie fascina: es opaco, estéril y banal; carece de todo prestigio debido a lo mucho que se parece — aunque también en una representación rebajada y sin gloria — al bien. Y es de él — lo auténticamente malo, no el otro mal que añoramos y al que de ese modo desarmamos — del que diremos algunas generalidades. No se trata, pues, de que el mal se haya vuel­ to banal, de que ya no aterrorice ni suscite rechazo, sino más bien de que la vulgaridad se ha vuelto mala3, despreciable. El nacimiento de la Clínica

En un texto ya antiguo viejo, al reconstruir el clima intelectual que rodeó a la instauración en Europa de la medicina clínica, Foucault desenterraba un núcleo de problematización moral que acom­ pañaba como una sombra al discurso científico; algo que para noso­ tros, en términos generales, ha dejado de ser un problema capital, ha dejado de contar en nuestras grandes preocupaciones morales con­ temporáneas. Pero lo que ya no es problema en el territorio de la clínica, puede serlo en el de la comunicación social, como veremos. Hemos de situarnos, pues, en la época de nacimiento del hospi­ tal. «El problema moral más importante que la idea clínica había sus­ citado» — dice Foucault — «era éste: ¿con qué derecho se podía trans­ formar en objeto de observación clínica a un enfermo al cual la pobreza había obligado a solicitar asistencia al hospital?» No sería muy difícil, hoy, convertir esa pregunta en esta otra: ¿con qué derecho se puede transformar en objeto de comunicación masiva a alguien cuya miseria le ha obligado a solicitar asistencia pública? (¿con qué derecho se pueden hacer reportajes sobre la miseria en que viven los habitantes de Las Hurdes, o sobre las enfermedades infecciosas que padecen las víctimas secundarias de una guerra internacional o civil?, ¿con qué derecho se pueden fotografiar o filmar las escenas trágicas de un pueblo que perece abandonado en su éxodo huyendo del terror, de un moribundo que relata su experiencia de la agonía, de una

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población que padece la violencia de un Estado totalitario, de una madre hambrienta que sostiene en sus brazos el cadáver de su hijo recién nacido o de un soldado con los miembros arrancados o que­ mados por las bombas?) Inmediatamente se responderá: ello es preciso para que todo el mundo sepa, incluso para que aquellos que no saben aprendan que existe una miseria que nadie atiende, que hay gente que muere de enfermedades horribles, que hay pueblos víctimas del etnocidio, que hay moribundos que desean hacer escuchar su voz desahuciada, que hay ciudadanos que padecen el terror de Estado, que hay ma­ dres que tienen que ver morir de hambre a sus hijos, que hay solda­ dos que pierden la vida o una parte de ella en las guerras. Todo ello contribuye a que nadie pueda hacer el mal en secreto y a escon­ didas. «Pero» — continúa la cita de Foucault«mirar para saber, mos­ trar para enseñar, ¿no es violencia muda, tanto más abusiva cuando guarda silencio ante el sufrimiento de un cuerpo que pide ser alivia­ do, no manifestado? ¿Puede el dolor ser espectáculo?» Aquí ni si­ quiera es preciso adaptar la cita de Foucault a nuestro problema ac­ tual, que es precisamente ese, si puede o debe el dolor ser un espectáculo. La;historia de la clínica responde así: «El dolor puede e incluso debe ser un espectáculo en virtud de un derecho sutil que reside en que nadie es único, y el pobre menos que nadie, ya que sólo puede recibir asistencia por mediación de los ricos», A saber, los ricos están interesados en la investigación médica para preservar su propia salud e incluso para preservar su fortuna; así pues, se avie­ nen a financiar hospitales para los pobres que son los semilleros de aquellos conocimientos que un día podrían salvarles la vida a ellos. Cuatido, hoy, el mal se convierte en espectáculo en los medios de comunicación, lo hace frecuentemente bajo el argumento de que tal transformación debe sensibilizar a quienes podrían remediar esas desgracias, debe avergonzar a quienes las causan y las toleran, debe alertar o movilizar a quienes podrían paliarlas; se tiende a argüir que informar sobre el mal, transmitirlo, mostrarlo, evidenciarlo, es ya una forma de contribuir a que disminuya o al menos no aumente, a que si persiste nadie pueda alegar ignorancia. Y Foucault concluye: «El hospital se hace rentable para la iniciativa privada a partir del mó­ ntente en el cual el sufrimiento se convierte en espectáculo»4. Esto es: el mál se hace rentable cuando se convierte en espectáculo. , La rentabilidad del mal

Esto no podría ser más cierto que en nuestros días y en nues­ tros medios de comunicación. Por una parte, el mal se convierte en espectáculo al hacerse rentable: puede imaginarse una especie de com­ petición internacional de los pueblos hambrientos, azotados por en­

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fermedades o lacras, de las ciudadanías torturadas y amordazadas, de los sobreexplotados y los enfermos desahuciados, de los persegui­ dos y los marginados, rivalizando con los terroristas y los hooligans para rentabilizar sus males, para presentarlos como lo más malo y así conseguir una plaza en los informativos de mayor audiencia que quizás ponga su problema en vías de solución (o, si no, al menos deje constancia de su desgracia para la eternidad, aunque este «dar testimonio» no sea más que aquello que decía Andy Warhol: conver­ tirse en superestrella de televisión durante treinta segundos). Si no basta con ser bueno, sino que además hay que parecerlo, tampoco basta con sufrir, hay que saber además escenificar el sufri­ miento, representarlo de modo impactante. Y como los que sufren en general no tienen (aunque esto es cada vez menos cierto) el saber preciso para escenificar su dolor, los profesionales de la escenifica­ ción (las grandes cadenas de entretenimiento audiovisual y agencias de prensa) escriben su guión y crean los decorados necesarios para ello. Lo hacen porque, también para ellas, el mal es lo más rentable. Y el mal más rentable es el más malo, el mal de todos los males, la guerra. Así, el mal se hace rentable al convertirse en espectáculo. Los más potentes anunciantes compran para su publicidad los espa­ cios inmediatamente anteriores o contiguos a los reportajes de la gue­ rra del Golfo Pérsico, que se convierten así en los noticiarios-estrella, los periódicos aumentan sus tiradas (y atraen así a nuevos anuncian­ tes) como no lo consiguieron hacer con la caída del muro de Berlín o con algún magno acontecimiento deportivo y, de este modo, para ver las noticias de la guerra hay que ver también la eficacia de los pañales de celulosa, la música que produce en la boca un refresco efervescente o la alegría de ciertos aperitivos saladísimos. Publicidad espléndida y sórdidos partes de guerra: en raras ocasiones veremos un mosaico más fiel de nuestra época. Tanto es así que incluso los periodistas más concienciados y menos alineados, y todo lo que podríamos llamar la cultura tradicio­ nal de la izquierda, protestan contra el secuestro informativo de las escenas de guerra en manos de la inteligencia del ejército; dicen: quieren darnos la idea de una «guerra limpia», sin muertos, sin cadá­ veres, sin sangre, sin miembros amputados, sin cabezas descerebradas, sin gritos de cólera o de horror, nos quieren escamotear la reali­ dad. Es inevitable que esta reivindicación recuerde a la de los espectadores de cine pornográfico: quieren más carne, live show, hardcore, nada de planos generales ni de fingimientos, quieren ver la últi­ ma parte, la definitiva, de Viernes y 13, en directo y en primer plano5. Quieren comprar (aunque sea de contrabando) las imágenes más caras, las más malas, quieren comprar la imagen misma del mal en estado bruto, no trivializado. La confluencia de esos dos factores,

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el estado de plena audiencia por una parte, y la escasez de imágenes del mal (debida a motivos más hondos que la mera ocultación o tergi­ versación de la propaganda militar), por otra parte, hace que durante las crónicas de la guerra se tengan que poner en escena de vez en cuando males terribles, y que las empresas tengan que exponer a sus corresponsales al bombardeo o a la detención, ponerse máscaras antigás para transmitir las noticias, imaginar cifras millonarias de hi­ potéticas víctimas para mantener la tensión, para sostener la audien­ cia y sugerir que el mal aún no ha terminado, que — nuevamente como si se tratase de la publicidad de peh'culas pornográficas o terro­ ríficas — aún no hemos visto lo peor y que, si permanecemos atentos, llegaremos a verlo en cualquier momento. Con la mejor intención se fundan diarios exclusivamente para transmitir los males de la guerra, para aprovechar el boom de consumo informativo provocado por la guerra, provocado por el mal, todo ello para compensar la sequía informativa, la escasez de catástrofes, prometiendo que van a mostrar el mal que otros ocultan. Cuando se habla de «trivialización del mal en los medios de comunicación» se alude, sin duda, a esta idea de que el mal se com­ pra y se vende como espectáculo. Se tiende a pensar que la conver­ sión del mal en espectáculo es un mal, un segundo mal o un mal de segundo orden. Mientras los medios de comunicación no pueden ser responsables del mal de primer orden (las guerras, las hambru­ nas o las persecuciones políticas, aunque ciertamente hay guerras que no llegarían a estallar si no fuera porque, en su estrategia, se han asegurado una buena cobertura informativa), sí serían en cambio res­ ponsables de la trivialización, es decir, de la conversión del mal en un espectáculo, sí serían culpables del mal de segundo orden, de lo que podríamos llamar la perversión del mal: las víctimas se hacen más víctimas, se hacen las víctimas, se quieren víctimas para así ad­ quirir protagonismo, los malos — hooligans o terroristas — se hacen más malos, se hacen los malos, se quieren malos para ganar espacio en los media. Ahora bien, puesto que todo lo que pasa por los me­ dia, debido a su propia naturaleza de medios de masas, se convierte en espectáculo, entretenimiento, diversión, moda, publicidad y seduc­ ción, ¿cómo sería un mal no trivializado, de primer orden, ajeno y resistente a los medios de comunicación? La idea de que se oculte la imagen del mal, con toda su buena intención, genera la gran ilu­ sión de que el mal puede verse, de que podríamos llegar a asistir en directo a su transmisión de no mediar intereses mezquinos6. La puesta en escena del mal

Sigamos con la analogía médica que tomábamos del texto de Foucault: la problematización moral del hospital clínico como tratado

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vivo, de. patología, dramatizado, y escepificado por lo.s módicos, se Ha convertido en un prejuicio casi olvidado. ¿Por qué? ¿Acaso porque herims cqtnprendido que es, mejor par» nosotros, cuando estamos en­ fermos (y a veces también puandonolo estamos), ceder gratuitamen­ te los derechos de jn)¡agen ,de;,h\ie.§tro cuerpo, fiojwejlir.ouesttas, yíscezas en templq de la ciencia, que es,e nuil es un mal trienor comparado P.on e l q j p j e , ¡pued^ .d^riyafSfi de, empbservacipniflaquración pro­ pia ajena)’ P^gde,,^ uj^a,,razói^ itnpflr^te, pero hay p^lefy^r^te, J^.tnecficiija §e ha convertido e ,n ís f0 EíPff:moí}ftíT}^ 4$ffitprpr<^Rián ^e, !»9¡5%. ¡p u ^ f ie¡n,% ^ene, y Jb#.:tenido lOtías formas ele i^ippeta^ip^ ¡(^ligipsa^jfpítiija, nrági<^,¡ poética, social.; poUticai, ?tp,.),.¡Peí;0 jfr ~ ¡ Í W ¡PfítQfápVWk WW.Sfilfr ,mefl^ Mlfjtpitftffiifa .patológica., d,e Jjos ,hechos. Es ítecir,:W«<;a hifbo eafertíiedades sin;iiiter:prftta(:ión,, fJoJor<".s a losque po se ptribur ,ye,ra(¡fjgún, s^ntydp, (¡q^sj ,( líricos, ,qi|p _$}, sentfdcv el .tener algún sentir do, es lo único que hace al dolor posible .9 .^e^alil^),, nunca Jíubo Un suíp;iípient(j qHe, 0,9 , fupra ¡dfanj^izafjft ñiterpr^tado q .españoleado por el prppiq ,eíj^r^ 9 ^ por jquienes lp £^tenc(íat},: Rodífe pareqeKnos <pfe,,Ja, piedi^jn^ ¿Jípwa .!<^jy^ali?a», el, 4Mo,Fval, few??r;ciencia de; <flf ¡ í4 >-Cfl^v?fitirla?:fin.. plyRto ,;^p;í^p^]isis * las, safes IWS, ¡RPÍT?! f e <W«?R awfi ,,fl9 uwe, ¡?ft,qiíB' 1#, .^¡difima ¡d ín k » $?, ^ííftRF-ftíP P í^ fl# 5 fifíte,.q!W)hpXim9jnORqÍi^ W M Á m lw [Pedios ,íte !ifi;4a.íe)^ í ? í ed ^ í;(yr^Ptla ¿w m ítn W ?$ e)i!¿foto;e.s ^ ,«jna¿p»? ¿E)es^¡gjjé, l ^ ^ ^ i^dría ¡W W iiW -iiW

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superficial., en .comparación con; otras (lq cual es una idea verdaderaijj^pte^tfffii^l.y difícil Q bj?tt; Prefiere — y de gustibus nQti,$hputQndi4jn,— f}\x%$ formas,,qq^ b^y son ininpritari^s o margi­ nales. d<: <;xperi mentar, ipterpf^Ur y . dr^piajizat el mal.

,¡ jiPfltífp^o «Ro, pwe,c<e que, 4 el tít|ilq :<<la,tr¡viíÜiz3 ción del nial QPj Jq$!i$^dÍQS¡ de coniunicacipn» contiepp .yn^¡especie de, reproche ft dfi .aci^sapipp, se, ti;ata, de, mfl,a a^usaciólvMfupd.ada al,men,os en dps ¡^pecitias,,Prim^rp, pt>rqu,e es,jjpa, ,dfi¡ filósofos contra periodistas,,,Que,los ^ló^pfo^.sqn Jos, fic^ s^ lo ^ lo:,infp4mPS de. la expi^tóp ¿«el,ng^>;,¡a,di%¡enpÍ9 ,de ^¡i^sticiai, la.desigpjaldad, el kawfrrq,io,laie%pl()fá$ÍQft (qye siigjieiei) coffloJptprfo<;ytaj%s $ spqiplpgos, juristas o economistasj, ,el mal. como todo ej mundo sabe, es ^psUpitejfi^liigivo,ja-,reügióp y.la filo-sofía. ,Y los^mp^pf^. ^ np lial^ iq f^ ,jj#,;la,;f i m i n ¡ ,¡p^fiefiep: ^ppfji^lmqntf poco ¡facultados para oj$f$er: squ s^ófl,.pif, ,este pfo^esp,, parque, $i §e ¡faciera. un1camp^pnatp.^e. e)lps.tendrían siii duda plrécord; ba pasado ^j^Q^asHfJií^ris,,---, #1 nfPlíP? d^sde Platón — j^y^dj^a^do gl n ^ l , ; ^ p . £ s , n^(^, que; es,nada o .casi ijadfi^q^a^p. eg-para^tapto,; ;y, fia, i^lpjjfíid0;,íjP,I/;to,ílos Iqs pedios ^ e^' se^ fi^ ^ n qu^ se .¡emplea psfS;téwnif>p p^rgja dep}jj!íu;jóriidel idñíPWi negro ,-^j blfinqufarlpi sur p g ^ lp , jp^g^rlo^ i^pp-bexlp,,o, ,ajfc^o}yp4p., Pe>-f>,,es ,qup,,en segundo j#g#» tftdps, es$$ (paj^siqfigi wu^fpo^ ^ ^ s.perjo^tíis de ^f-íyjalizar .e^istííían^nj.^i^pliíiipt ,f)p8^trvs,4f. WftiS?r-'.B°S^os. dfi fl^}^qÍcg)SÍj5D,iA#,qjlf, ,¿pg4fí , ^ 1 0 PWfltPi ífc•xiífft;i-.y> f ^ í * 5? ift pri^ j-^ tjp n ojy^ ííj —,, ,ñfl ftjgww MrI m i-. <?&ips.Ffffe,idft,pproqpi<p?ÍTO!ti( _ 01>.¡ uj í . ...., ¡ , , , - :; < ií l- > .J| ijj

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La primera función social de los medios de comunicación es precisamente hacer diariamente la lista de las cosas anómalas que han sucedido, de las perturbaciones de la normalidad, de las dene­ gaciones o transgresiones de la regularidad. Pero al hacer eso, inevi­ tablemente, los medios cumplen una segunda función: transmiten la idea de que todo aquello de lo que no informan, todo aquello que no aparece en sus páginas, en sus ondas o en sus pantallas es nor­ mal, es trivial, monótono, aburrido, ininteresante, habitual, usual, es decir, en este sentido moderno y rebajado del bien, bueno. Como vemos, la banalidad parece así ser lo que está fuera, no dentro de los medios de comunicación, es aquello de lo que no se habla porque es normal. Ahora bien, estas dos funciones pueden des­ cribirse también de otra manera. Puede decirse que los medios de comunicación de masas cumplen una función mayoritariamente tri­ vial desde el punto de vista social, que consiste en informar sobre lo anómalo, en presentar como espectáculo lo relevante (lo malo sola­ mente en el sentido de no-normal, non-standard), y esa es su función directa y manifiesta. Pero también cumplen, al contrario, una función políticamente crucial que consiste en proyectar — diríamos que veladamente, indirectamente o de forma no manifiesta, no en el centro de la pantalla sino más bien en sus márgenes, no en los grandes titulares sino más bien en los hábitos de su lectura y comprensión — una imagen vaga, ambigua, muy general pero muy eficaz de la normalidad. No es tanto que esa normalidad exista en su exterior como el telón de fondo o incluso la condición de posibilidad a partir de la cual ellos pueden presentar las anomalías, sino más bien que producen esa normalidad — la producen como imagen —, producen y expanden una imagen invisible de lo que es normal, de aquello por lo que no merece la pena interrogarse, de aquello que es bueno, que va bien, que es trivial. Y de este modo, producen su propio telón de fondo como una cortina de humo, producen y reproducen sus propias condiciones de posibilidad, producen y reproducen la nor­ malidad con el pretexto de reflejar las anomah'as que sobre ella se yerguen. El hecho de que la guerra sea noticia de portada obligada o de que cope la práctica totalidad del tiempo informativo en las emiso­ ras de radio y televisión nos mantiene informados de los aconteci­ mientos relativos a ese mal superlativo; pero, al hacerlo así, presupo­ ne y pasa de contrabando la idea de que la guerra no es normal, de que las relaciones polémicas o estratégicas no son las relaciones normales en nuestra sociedad, de que el mal principal se encuentra siempre y solamente en los titulares o en las pantallas y de que todo lo demás, lo contrario, lo que no es suficientemente anómalo como para ser mostrado, es bueno. Al ampliar ensordecedoramente el

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espectáculo de un mal relativamente lejano, llegamos a creer que la guerra, la muerte, el hambre, la enfermedad, el totalitarismo, los gol­ pes de estado o los secuestros son cosas anormales, que lo normal es solucionar las diferencias mediante el diálogo y el consenso racio­ nal y argumentativo, que la muerte es una excepción, una forma de romper la normalidad, que el hambre es algo absolutamente desa­ costumbrado en nuestro mundo, que las enfermedades o los regíme­ nes totalitarios son casos raros e infrecuentes, que los golpes de esta­ do o los secuestros son tácticas en desuso o en trance de extinción. En este sentido, y sólo en él, puede hablarse hasta cierto punto de trivialización del mal en los medios de comunicación, o acaso con más acierto de trivialización del bien. Creando nuestras costumbres como algo a lo que estamos o de­ beríamos estar completamente acostumbrados, los medios nos difi­ cultan la tarea de pensar lo rara, anómala, excepcional, infrecuente, desacostumbrada y sorprendente que es nuestra normalidad. Esta se­ gunda conclusión tiene al menos la ventaja de que, a todos aquellos que se sienten asfixiados por la capacidad omnívora de los medios de comunicación de masas, a todos aquellos que padecen por sentir que ya no queda nada al margen del brillo liso de las imágenes vir­ tuales, a todos los que se quejan de la desertización de sus sentidos a manos de los media, a todos los que temen por la definitiva desa­ parición del mal, les ofrece un mar — tan ilimitado como la triviali­ dad misma — en el que aún pueden ahogarse. Es lo común, lo vul­ gar, lo corriente; pero Kant recuerda, en el parágrafo 40 de la Crítica del Juicio, que lo común del sentido común — aquello que garantiza que podamos pensar lo que sentimos y sentir lo que pensamos, y en donde residiría la huella de la desconocida raíz común del enten­ dimiento y la sensibilidad — tiene también el sentido humillante o bastardo de lo vulgar y lo trivial.

Notas 1. La transparencia del mal, trad. cast. J. Jordá, Ed. Anagrama. Barcelona, 1991. 2. G. Balaille, El erotismo, trad. cast. T. Vicens, Ed. Tusquets, Barcelona, 1979, pp. 176-195. 3. En su «teoría de la Halbbildung» (Sociológica, II), Adorno llamaba la aten­ ción sobre (a paradoja de que no hay más crítica posible de la cultura de masas que el discurso aristocrático, hecho en nombre de unos valores erosionados por la so­

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ciedad burguesa y que se han convertido en reaccionarios. Naturalmente, él defendía una suerte de crítica aristocrática de la cultura de masas no en nombre de un pasado noble, sino de una nobleza futura. Ahora bien, cuando la indeseabilidad de las revolu­ ciones ha hecho casi imposible esa crítica progresista, ¿cómo criticar la cultura de masas? ¿cómo evitar el hecho irrebasable de que sea una trivialidad hablar de la trivialización del mal? 4. Foucault, El Nacimiento de la clínica, trad. cast. F. Perujo, Ed. Siglo XXI, México, 1966, pp. 125-128. 5. «Nuestro porno aún tiene una definición restringida. El porvenir de la obsce­ nidad es ilimitado», J. Baüdrillard, De lá Seducción, trad. cast. E. Benarroch, Ed. Cátedra, Madrid, 1981, p. 36. 6. A propósito de la imposibilidad de filmar en directo esa figura suprema del mal que es la muerte, hemos analizado en La Banalidad (Ed. Anagrama, 1989, pp. 81-83) la estrategia de B. Tavernier en Deathwatch: su autoprohibición de filmar «la muerte en directo» es una filmación directa de la muerte.

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Colección Odós 1. D e camino al habla Martin Heidegger 2. Serenidad Martin Heidegger 3. La proposición del fundamento Martin Heidegger 4. Sileno. Idea y validez de la simbología antigua Friedrich Creuzer

Colección Délos 1. La palabra hendida Vincenzo Vitiello 2. La voluntad de poder como amor Manuel Barrios 3. Heidegger: la voz de los tiempos sombríos Félix Duque (comp.) 4. Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar José Luis Pardo 5. Hólderlin y la Revolución francesa Pierre Bertaux 6. El otro cabo. La democracia para otro día Jacques Derrida 7. El Mal: irradiación y fascinación Félix Duque (edición al cuidado de)

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Bertold Brecht escribía: «También se cantará sobre los tiempos sombríos». A Brecht le sobraba quizá optimismo (y todo optimismo es científico, aun revestido de poesía) y le faltaba sentimiento trágico de la vida. Si se canta «sobre» algo, se canta entonces «fuera» de él... y entonces ya no es canto, sino coplilla. ‘ Se canta lo que se pierde’, decía en cambio Machado. Y ahora parece perdida no tanto una po­ sesión antigua cuanto la promesa misma de posesión. No: estar arrojados del paraíso, sino la íntima conciencia de que la añoranza del paraíso es indeseable. No: soñar con el bien, sino vivir lúcida, trágicamente en el seno del mal. Quizá a nuestra época le esté destinada el ser, no el final de la utopía, sino el final del deseo de utopías... sin caer por ello en la desesperación (la característica capital del Réprobo por excelencia), el egoísmo (la señal, la mancha radical del mal en el hombre) y la bovina resignación (la banalidad del mal, propia de una sociedad en la que todo se consume, menos el deseo). Una extensa panorámica de las distintas formas del mal en la actualidad, de sus raíces y de la fasci­ nación que suscita se expone en esta obra, escrita por un puñado de estudiosos de España, Italia y Alemania, cuyo rasgo común es el de aunar la pasión por el rigor del con­ cepto y el rigor con que acogen la pasión de la poesía, el mito y la religión.

ISBN 8 4 - 7 6 2 8 - 1 1 1 - 0

9 788476 281116



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