Nadie es profeta

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Laidi Fernรกndez de Juan

Nadie es profeta


Estoy hecho de agua, y no resisto los razonamientos de nadie Mark Twain


N

atacha Roque Sockler tuvo la impresión de que en algún lugar cercano estaba lloviendo, pero se abstuvo de hacer comentario. Ayudó a sus hijos a desvestirse, mientras el resto de la familia corría por la arena que no era tan blanca ni tan fina como a ella le pareció desde la ventana de la habitación. Los niños se negaron, una vez con las trusas puestas, a esperar a que su madre encontrara en alguno de los incontables bolsos las cremas protectoras, las gafas contra los rayos UVA y las lociones antipruriginosas. Se lanzaron escaleras abajo, incluso sin las chancletas especiales que ella les había comprado para evitar los hincones de los guizazos de playa. Natacha, mientras los observaba correr, se sacó el collar de cuentas rojas y negras para besarlo, y repetir su eterna oración: Cuídamelos, Elegguá. Volvió a colocárselo confiando en la efectividad de su plegaria sin mirar hacia la playa. Agrupó todas sus maletas en la habitación y fue acomodando el contenido de cada una hasta que se sintió segura de saber dónde estaba cada cosa, para dedicarse luego a ubicar en un estante junto al baño, el ar-


senal de medicamentos y el material de urgencia que previamente había rotulado. Todo lo demás, como ayudar a los viejos con sus maletines y empezar el primer almuerzo de la temporada, podía esperar. Definitivamente no iba a mover un dedo para aliviarle el trabajo a su hermana ni a sus hijas, las dos sobrinas que Natacha veía una vez al año, cuando regresaban, como en ese momento, para pasar las vacaciones en familia y tomar juntos los baños de mar que tanto añoraban en su aterciopelada lejanía. Llegaban siempre en la misma fecha porque no creían demasiado en las consignas, por mucho que hubieran proliferado en los últimos años hasta llegar a ser insoportables. La propaganda de que Cuba era un eterno verano resultaba ineficaz para la familia. Bien decía el viejo Eladio Roque que los meses de playa son los que no tienen letra erre en el nombre. Así, Katia Roque Sockler llegaba con sus hijas desde principios de mayo, y aunque siempre amenazaba con quedarse hasta agosto, partía en la primera quincena de julio, cuando la situación se tensaba más de lo habitual. En la medida en que avanzaba el verano, la tirantez en la familia adquiría matices teatrales, especialmente entre Natacha y Katia, y el carácter histriónico de los diálogos contagiaba todo intento de comunicación. Era entonces cuando el matrimonio Roque-Sockler decidía que era hora de irse a la playa. Seleccionaban una casa que cumpliera todos los requisitos de la familia, cuya disfuncionalidad intentaban disimular zambulléndose en el bienamado mar que los recibía verano tras verano, como si por ósmosis pudiera sacarles el humor acumulado durante un año.


A Natacha le pareció escuchar un trueno cuando colocaba el frasco de lactato de calcio en el improvisado botiquín, pero no quiso cerciorarse. Regresó a la habitación que compartiría con sus hijos y encendió el equipo de música. Sonrió al escuchar en la voz del dominicano Juan Luis Guerra viviré en tu recuerdo como un simple aguacero, pensando que la lluvia sería inminente con esa señal y que mejor se apuraba con los medicamentos para el asma. Aun así, no pudo evitar la tentación de escribir unas pocas líneas. Era un acto compulsivo que satisfacía no sólo por ella, sino para cumplir con el único deseo de su amigo Rafael Carrabedo. Ya estamos en la playa, le dijo en la carta del día. Cuando me deje abrazar por las olas, les voy a decir que cierta persona les manda saludos. Y yo, mi querido Coronel de aguas dormidas, voy a hacerme la idea de que estás a mi lado como tú querías, como si nunca te hubieras ido. Natacha


Jeannette no sólo no creía, sino que no estaba dispuesta a escuchar absolutamente nada que se relacionara con deidades ni con creencias en el más allá. Sin embargo, a los setenta años deseaba irse de una vez hacia lo infinito, sin saber a quién pedirlo ni cómo. Le daba lo mismo que fuera en una manga de viento o a través de una tromba marina. Nunca había sido exigente con otra cosa que no fuera la lealtad de su marido, Eladio Roque, y había llegado casi al final de su vida sin saber si al menos en eso había logrado triunfar. Hija de Hermione Sockler, una judía no practicante cuyo país de origen no estuvo claro jamás para nadie (cuando más, Natacha y Katia, siendo pequeñas, lograron que la abuela dijera, como señalando en un mapa invisible, que había nacido entre Francia y Polonia), y de un cubano que con decir “Pérez” se había diluido entre la masa inmensurable de los Pérez de la isla (por demás, casado y con hijos en varias provincias), Jeannette creció con la convicción de que lo único seguro en su existencia era su madre. En cuanto tuvo diecisiete años y cuatro pesos en el bolsillo hizo que le borraran el primer apellido, argumentando en el Registro Civil que bien podía ser hija de Matías Pérez y que no estaba dispuesta a estar explicando toda su vida para dónde se había ido el globo ni el objetivo de aquel viaje tan estúpido. Luego de una pequeña discusión en las oficinas del Registro entre admiradores espontáneos y detractores confesos del conocido Matías Pérez, el asunto fue cerrado.


Así ingresó en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Habana, la muchacha de mágica belleza que dijo llamarse Jeannette Sockler. Con los ojos casi transparentes y el pelo caoba de su madre, en contraste con el tono aceitunado de la piel y la amplitud de caderas que le otorgaban el inequívoco sello de hija de cubano, aquella joven (quien para colmo de atractivos hablaba inglés y francés a la perfección) fue provocando en las demás mujeres la envidia rabiosa que la acompañaría hasta el final que, según se lamentaba, demoraba en llegar. Nunca se sabrá a ciencia cierta el motivo del carácter pernicioso que tuvo el amor desde el primer día en que Jeannette se dejó besar por el único varón de la clase, Eladio Roque, cuya brillantez le proporcionaba un sello de distinción demasiado peligroso para la época. Eso fue lo que sospechó Hermione Sockler cuando él la visitó en su casa del Vedado para pedirle que le enseñara los idiomas que su hija Jeannette dominaba tan bien. A cambio, dijo, él le iría desnudando el castellano de los libros de Cervantes y de Unamuno, que su padre, el difunto profesor Roque, le había enseñado a amar en sus noches de asma infantil. En largas y agónicas noches en que la lectura, si bien no le había abierto los bronquios, lo había enviciado con la lengua de la madre patria. Era esa su carta de presentación, su ofrenda de pago y, al mismo tiempo, su soplo de rareza entre la muchedumbre que no pronunciaba correctamente las dobles erres y se comía las eses finales de las palabras, amén de las omisiones características en


la mayoría de los chinos de La Habana de los años cuarenta, cuyo aprendizaje escapaba a las posibilidades de una extranjera, motivo por el que Hermione aceptó el trato. Ella pudo comprobar que sus sospechas eran ciertas al ver que Eladio era capaz de aprender simultáneamente inglés y francés. Se resignó a que él desnudara (como había prometido) no sólo las intríngulis del idioma español, sino también a la hija que tuvo con el tal Pérez, el hombre por quien había decidido su destino en Cuba. Es posible que parte de la perniciosidad del amor entre Eladio y Jeannette se debiera precisamente a la aceptación de Hermione, quien (como una manera de reivindicar al hombre cubano luego del abandono a que la sometiera Pérez yéndose a la oriental provincia de Santiago el mismo día que nació Jeannette) permitió que Eladio se mudara con ellas. Jeannette, que había crecido como lo que era, una extraña sin padre, que no asistía a misa y que leía Las flores del mal de Baudelaire mientras masticaba tallos de apio, se alegró de que al fin, a sus dieciocho años, apareciera un cubano legítimo que no pensara en un cerdo asado ni en las nalgas de una mulata. Entre variadísimas lecturas y la contemplación de atardeceres desde el Malecón habanero, empezaron a soñar con un universo donde todo fuera menos grosero y brutal, más exquisito, refinado y hermoso. La primera contradicción (y posiblemente la única) que surgió entre ellos fue en cuanto a la dimensión que debía tener el mundo perfecto que armaban en sus delirios. Jeannette proponía olvidarse del resto y concentrarse en una familia, aduciendo


que la vulgaridad los penetraría si intentaban ampliar las intenciones a una escala mayor. Sin embargo, Eladio hablaba de la necesidad de purificar el alma humana en toda la extensión e intensidad de su significado, de cambios radicalmente profundos a todos los niveles, y de la trascendencia de formar lo que ya empezaba a conocerse como la nueva sociedad. Jeannette se plegó al fin ante la erudición de Eladio. Lo acompañó a firmas de proclamas y durante las ventas de bonos para la causa, y aunque confesaba no comprenderlo del todo, con esa reverencia suya marcó el rumbo de su destino que, como había hecho Hermione, se debía en definitiva al amor y no a otra cosa. Cuando se volvió tan perseguida como él, le pidió dinero a su madre para embarcarse hacia los Estados Unidos. Le recomendó a varios amigos del grupo de célula que dirigía Eladio y que tenían necesidad de aprender inglés, para que ella no se sintiera tan abandonada. Hermione los acompañó al aeropuerto y se despidieron en el francés que les había enseñado, intentando confundir a los guardias de la aduana, que tenían órdenes de detener a la pareja en cuanto asomaran el pelo. Lo último que vio Jeannette antes de subirse en el avión de la Panamerican fue a su madre con un vestido de flores rosadas, que el viento de Boyeros se empeñaba en levantar. ¡Si pudieras ver a Tomás y a Rafael! No se trata de un lamento. Es más bien la ilusión de que llegues a verlos aún siendo niños. Ninguno se parece a ti, pero los dos me recuerdan partes tuyas. A veces pienso que tienen esos


pedazos que compartías con tu hermano, y claro está que tienen que parecerse a ustedes. Pero otras, como en las noches en que los veo dormir, vuelvo a sentir la dulce paz que tú irradiabas, y es cuando se parecen exclusivamente a ti. Durante mucho tiempo los mantuve alejados del mar con la excusa de que eran demasiado pequeños para nadar, pero lo que se hereda no se hurta, y ¡si los vieras ahora! Es otro de los momentos en que me recuerdan sólo a ti, a esa felicidad tuya cuando te dejabas llevar por el vaivén de las olas. Los niños se sumergen y flotan con el mismo alborozo que nos producía el mar (sólo allí éramos inocentes, ¿recuerdas?) pero no lo disfrutan como yo, sino como tú. No lo hacen pensando en Yemayá ni en el cielo (que sigo creyendo que es un lugar de aguas errantes) sino que se dejan arrastrar por los abrazos del mar como hacías tú, sin asustarte nunca, como si hubieras nacido y vivido siempre allí, entre las aguas, que de todas formas son siempre errantes. Aunque esté mal que yo lo diga, son niños encantadores. No precisamente con el ambiguo encanto de un Coronel como usted, pero encantadores de todas maneras. Así que a pesar de no poder verlos, confórmese, compañero Coronel, con saber que Tomás y Rafael recibieron el irresistible legado que usted les dejó de confiar en el mar, siempre en el mar, y que (ay, Dios mío) a veces me recuerdan al santo divino que era usted. Natacha


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