La CaĂda de Talos.
De pequeño siempre admiré a mi tío Dédalo. Excelente trabajador y reconocido maestro de la ciudad de Atenas. Creció con la gracia de las musas. En cuanto nací yo, Talos, su sobrino, conoció la alegría familiar. A lo largo de mi infancia me inició y dotó en la cualidad de artesano y de inventor. Policasta, mi madre, le veneraba, agradecía el cariño que me ofrecía y procuraba puesto que mi padre Lego a lo único que se dedicaba era a mantener su embriaguez. Mi tío lo que más codiciaba era tener descendencia directa. Deseaba tener un hijo de su sangre. Añoraba un linaje propio y no tardó mucho en encontrar a una bella y buena mujer que le diera un hijo, Adara y con ella nació mi primo Ícaro. Un fuerte impulso déspota se apoderó de él al ver crecer guapo y fuerte a su primogénito. Orgulloso de su sangre, empezó a desatenderme y de privarme de sus enseñanzas, para dárselas a él. Se centró tanto en su hijo que esté llegó a ser caprichoso, mezquino y presuntuoso. Yo, que siempre había sido un alumno aventajado en la arquitectura y en habilidades artesanas, seguí mi camino como autónomo. Inventé la primera sierra, el torno de alfarero y el compás. Y alcancé, gracias a ellos, reconocimiento y fama. Ícaro se convirtió en un joven holgazán y vanidoso. Pero a pesar de eso, mi maestro no cesaba en repetir lo orgulloso que estaba de él.
Mi primo, en uno de sus arrebatos de envidia, al ver que yo superaba la fama de su padre y le superaba en gracia y virtud intelectual, se quejó a Dédalo y este receloso y angustiado de los sentimientos de Ícaro, me convocó en una cita en el mirador del templo. Allí me esperaba, con la paciencia que se les otorga a los maestros, cerca del barranco en las terminaciones del Panteón. El día era muy soleado y a las faldas del templo se encontraba el pueblo que nos había visto nacer. Antes de yo pudiese decir nada mi tío Dédalo apartó la mirada ensimismada del horizonte para caer en la mía y con su brazo izquierdo se apoyó en mi hombro, con el derecho, señaló al sol. “¿Ves el sol? Allí va a llegar mi hijo, no guardes rencor y no te fustigues si tú ya no llegas…. –y con despreció y alevosía continuó- yacerás a ras del suelo, donde te mereces estar”. Y me empujó desde lo alto del templo. Y como batiendo las alas encontré mi muerte. Pues Dédalo amaba a su hijo por encima de cualquier cosa, pero no se cometen asesinatos en el Partenón de Atenea. 26/05/2016 San Aguja