La may oría de los niños harían cualquier cosa para superar La Prueba de Hierro y entrar en la escuela de magia Magisterium. Callum Hunt no. Quiere suspenderla. Durante toda su v ida, su padre le ha adv ertido que ni se acerque a la magia. Si lo admiten en el Magisterium, está seguro de que nada bueno le espera. Así que se esf uerza todo lo que puede en hacerlo mal… y hasta hacerlo mal le sale mal. Ahora le espera el Magisterium, un lugar que es a la v ez sensacional y siniestro, con oscuras conexiones con su pasado y un retorcido camino hacia su f uturo. La Prueba de Hierro acaba de comenzar, porque el may or reto aún no ha llegado…
Holly Black & Cassandra Clare
La Prueba de Hierro Magisterium - 1 ePub r1.0 sleepwithghosts 17.01.15
Título original: Magisterium. The Iron Trial Holly Black & Cassandra Clare, 2014 Traducción: Patricia Nunes Martínez Ilustraciones: Scott Fischer Editor digital: sleepwithghosts ePub base r1.2
PARA SEBASTIAN FOX BLACK, SOBRE QUIEN NADIE HA ESCRITO NINGÚN MENSAJE AMENAZADOR EN EL HIELO
P RÓLOGO
Desde la distancia, el hombre que escalaba trabajosamente la blanca cara del glaciar podría haberse confundido con una hormiga ascendiendo lentamente por el costado de un plato. El poblado de chabolas de La Rinconada era un grupo de puntitos dispersos muy por debajo; el viento arreciaba a medida que iba subiendo, le lanzaba al rostro ráfagas de nieve en polvo y le helaba los húmedos rizos de cabello negro. A pesar de las gafas con los cristales de color ámbar, tenía que mantener entrecerrados los párpados ante el reflejo del sol. El hombre no tenía miedo de caer aunque no empleaba cuerdas ni cables de seguridad, sólo crampones y un piolet. Se llamaba Alastair Hunt y era mago. Al escalar iba formando y modelando la sustancia helada del glaciar con las manos. P untos de apoyo para las manos y los pies iban apareciendo mientras él ascendía lentamente. Cuando llegó a la cueva, a medio camino de la cresta del glaciar, se encontraba helado y totalmente agotado de imponer su voluntad para domar lo peor de los elementos. Usar su magia de forma tan continuada le drenaba energía, pero no se había atrevido a ir más despacio. La cueva se abría como una boca en la ladera de la montaña, imposible de ver desde arriba o desde abajo. Se aupó sobre el borde e inspiró profunda y entrecortadamente, maldiciéndose por no haber llegado allí antes, por dejar que lo engañaran. En La Rinconada, la gente había visto la explosión y susurraban entre ellos sobre lo que significaba, sobre el fuego dentro del hielo. « Fuego dentro del hielo» . Tenía que ser una señal de socorro… o un ataque. La cueva estaba llena de magos demasiado viejos o demasiado jóvenes para luchar, de los heridos y los enfermos, de las madres con niños muy pequeños a los que no se podía dejar solos, como la propia esposa y el hijo de Alastair. Los habían escondido allí, en uno de los lugares más recónditos de la tierra. El Maestro Rufus había insistido en que de otro modo serían muy vulnerables, esclavos de la fortuna, y Alastair le había creído. Luego, cuando el Enemigo de la Muerte no había aparecido en el campo de batalla para enfrentarse al campeón de los magos, la chica makaris en la que habían depositado todas sus esperanzas, Alastair se había dado cuenta de su error. Llegó a La Rinconada lo antes que pudo, volando la mayor parte del camino en el lomo de un ser elemental del aire. Desde allí había seguido a pie, porque el control que ejercía el Enemigo sobre los elementales era
potente e impredecible. Cuanto más subía, más asustado estaba. « Que no les haya pasado nada —pensó mientras entraba en la cueva—. P or favor, que no les haya pasado nada» . Debería oírse a los niños llorando. Debería oírse el susurro de conversaciones nerviosas y el zumbido de la magia reprimida. En vez de eso, sólo se oía el aullido del viento al barrer los desolados picos de las montañas. Las paredes de la cueva eran de hielo blanco, con manchas rojas y marrones donde la sangre las había salpicado. Alastair se quitó las gafas de nieve y las tiró al suelo; siguió avanzando por el corredor, recurriendo a los restos de su poder para no derrumbarse. Las paredes de la cueva emitían un inquietante brillo fosforescente. Lejos de la entrada, era la única luz que le permitía ver, lo que seguramente explicara por qué tropezó con el primer cadáver y casi cayó al suelo. Alastair se apartó de un salto lanzando un grito, y luego se encogió al oír el eco de su propia voz. La maga muerta estaba tan quemada que era imposible reconocerla, pero llevaba una muñequera con una pieza de cobre insertada que la identificaba como una alumna de segundo curso del Magisterium. No podía haber tenido más de trece años. « Ya deberías haberte acostumbrado a la muerte» , se dijo. La guerra contra el Enemigo duraba desde hacía ya una década, que a veces daba la impresión de que fuera un siglo. Al principio había parecido imposible: un joven, además un joven de los makaris, planeando conquistar la mismísima muerte. P ero a medida que el Enemigo ganaba poder y su ejército de caotizados crecía, la amenaza se había ido volviendo extrema…, hasta culminar en esa despiadada masacre de los más inofensivos, los más inocentes. Alastair se puso en pie y se adentró más en la cueva, buscando desesperadamente un rostro entre todos. Se obligó a abrirse paso entre los cadáveres de ancianos Maestros del Magisterium y el Collegium, hijos de amigos y conocidos, y magos que habían sido heridos en batallas previas. Entre ellos yacían los cuerpos rotos de los caotizados, sus ojos rodantes oscurecidos para siempre. Aunque los magos no estaban preparados cuando fueron atacados, debían de haber opuesto una fuerte resistencia para haber matado a tantos de entre las fuerzas del Enemigo. Con el horror retorciéndole el estómago y los dedos como dormidos, Alastair fue avanzando a trompicones entre todo eso… hasta que la vio. Sarah. La encontró yaciendo en el fondo de la cueva, contra una empañada pared de hielo. Tenía los ojos abiertos, mirando al vacío. Los iris turbios y las pestañas con minúsculos carámbanos de hielo adheridos a ellas. Alastair se inclinó sobre su rostro y le pasó suavemente los dedos por la fría mejilla. Tragó aire de golpe y su sollozo cortó el aire. P ero ¿ dónde estaba su hijo? ¿ Dónde estaba Callum?
Sarah aferraba una daga con la mano derecha. Había sido de los mejores en modelar el metal invocado desde lo profundo de la tierra. Ella misma había forjado esa daga el año anterior, en el Magisterium. Tenía nombre: Semíramis, y Alastair sabía el cariño que Sarah le había tenido. « Si tengo que morir, quiero morir con mi propia arma en las manos» , le había dicho siempre. P ero a él la idea de su muerte le había parecido algo remoto. Le volvió a rozar la fría mejilla con los dedos. Un llanto lo hizo volverse de golpe. En esa cueva llena de muerte y silencio, un llanto. Un niño. Se volvió y comenzó a buscar frenéticamente el origen de ese débil sollozo. P arecía proceder de un punto más cercano a la entrada de la cueva. Desanduvo a trompicones el camino, tropezando con cadáveres, algunos helados como estatuas…, hasta que, de pronto, otro rostro conocido lo miró desde la masacre. Declan. El hermano de Sarah, que había resultado herido en la última batalla. P arecía haber sido estrangulado hasta morir por un uso particularmente cruel de la magia del aire: tenía el rostro azul, los ojos marcados por venitas rotas. En su brazo extendido, y justo bajo él, protegido del helado suelo de la cueva por una manta de lana, se hallaba el hijo de Alastair. Mientras lo miraba maravillado, el bebé abrió la boca y lanzó otro llanto débil, como un maullido. Como en un trance y temblando de alivio, Alastair cogió al bebé. Éste lo miró con sus grandes ojos grises y abrió la boca para llorar de nuevo. Entonces la manta cayó hacia un lado y Alastair vio por qué lloraba el bebé. La pierna izquierda le colgaba en un ángulo imposible, como una rama quebrada. Alastair trató de llamar a la magia de la tierra para sanar al bebé, pero sólo le quedaba poder suficiente para calmarle un poco el dolor. Con el corazón acelerado, envolvió otra vez a su hijo en la manta, bien apretado, y regresó hasta donde yacía Sarah. Se arrodilló ante su cadáver sujetando al niño como si ella pudiera verlo. —Sarah —susurró con la voz rota por las lágrimas—, le contaré cómo moriste protegiéndolo. Lo educaré para que recuerde lo valiente que fuiste. Los ojos de Sarah le devolvieron la mirada, vacíos y blanquecinos. Alastair apretó al bebé contra sí y tendió la mano para coger a Semíramis. Al hacerlo, vio que el hielo junto al puñal estaba extrañamente marcado, como si ella lo hubiera arañado en su agonía. P ero las marcas parecían demasiado intencionadas para que hubiera sido eso. Acercó más el rostro y se dio cuenta de que eran palabras: palabras que su esposa había grabado en el hielo de la cueva con sus últimas fuerzas. Al leerlas, cada una de ellas fue como un fuerte puñetazo en el estómago. MATA AL NIÑO.
CAPÍTULO UNO Callum Hunt era toda una leyenda en su pequeño pueblo de Carolina del Norte, pero no en el buen sentido. Era famoso por ahuyentar a profesores sustitutos con comentarios sarcásticos, y también se especializaba en poner de los nervios a directores, monitores de sala y supervisores de comedor. Los orientadores educativos, que siempre comenzaban queriendo ayudarlo (después de todo, al pobre chico se le había muerto la madre) acababan esperando que nunca más volviera a cruzar el umbral de sus despachos. No había nada que avergonzara más que no saber soltarle un buen corte a un niño de doce años enfadado con el mundo. El ceño perpetuo de Call, su alborotado cabello negro y los suspicaces ojos grises eran bien conocidos por los vecinos. Le gustaba ir en monopatín, aunque le había costado un poco cogerle el tranquillo; varios coches aún mostraban las abolladuras fruto de sus primeros intentos. A menudo se lo veía rondando ante el escaparate de la tienda de cómics, por el salón recreativo o por la tienda de videojuegos. Hasta el alcalde lo conocía. Le habría costado mucho olvidarlo después de que Call, durante el desfile del P rimero de Mayo, se le hubiera colado al dependiente de la tienda de animales para hacerse con un topo lampiño destinado a alimentar a una boa constrictor. Le dio pena esa pobre criatura, ciega y arrugada, que
parecía incapaz de valerse por sí misma; y para ser justo, también liberó a todos los ratones blancos que deberían haber sido el segundo plato de la serpiente. No se había esperado que los ratones se pusieran a correr como locos entre los pies de los que desfilaban, pero los ratones no eran muy listos. Tampoco se había esperado que los espectadores salieran corriendo al ver a los ratones, pero la gente tampoco era muy lista, como el padre de Call le explicó una vez hubo acabado todo. No había sido culpa de Call que el desfile acabara siendo un desastre, pero todo el mundo, sobre todo el alcalde, se comportaron como si lo fuera. Y encima, su padre lo obligó a devolver el topo. El padre de Call consideraba que robar estaba mal. P ara él, era casi tan malo como la magia.
Callum se removía en la tiesa silla ante el despacho de director mientras se preguntaba si al día siguiente tendría que volver a la escuela, y si alguien lo echaría de menos en caso de que así fuera. Una y otra vez fue repasando las diferentes maneras en las que podía cagarla en el examen de mago, e idealmente, del modo más espectacular posible. Una y otra vez su padre había repasado con él las formas de suspender: « Deja la mente totalmente en blanco. O concéntrate en algo que sea todo lo contrario de lo que esos monstruos quieren. O centra la atención en el examen de otro en vez de en el tuyo» . Call se frotó la pantorrilla, que esa mañana en clase había tenido tensa y dolorida; a veces le pasaba. Cuanto más crecía, más parecía dolerle. Al menos la parte física del examen de mago, fuera la que fuese, sería fácil de suspender. P asillo abajo, oía a los otros chicos en clase de gimnasia, sus zapatillas chirriando sobre el brillante suelo de madera, dando gritos mientras se metían los unos con los otros. Sólo por esta vez deseó jugar. Quizá no fuera tan rápido como los otros o mantuviera tan bien el equilibrio, pero estaba cargado de una energía temeraria. Estaba exento de las clases de gimnasia debido a su pierna; incluso en la escuela primaria, durante el recreo, cuando había tratado de correr, saltar o subirse a los árboles, siempre había aparecido alguno de los monitores para recordarle que debía dejarlo si no quería hacerse daño. Si persistía en ello, lo hacían entrar dentro. Como si un par de morados fuera lo peor que pudiera ocurrirle a alguien; como si la pierna fuera a ponérsele peor. Call suspiró y miró por la puerta de vidrio de la escuela hacia el lugar donde su padre pronto aparcaría. Tenía el tipo de coche que no pasaba desapercibido: un Rolls-Royce P hantom de 1937 de color plata brillante. Nadie más en todo el pueblo
tenía algo parecido. El padre de Call tenía una tienda de antigüedades en la calle Mayor llamada DE VEZ EN CUANDO; nada le gustaba más que coger cosas viejas y rotas y dejarlas nuevas y resplandecientes. P ara que el coche siguiera funcionando, tenía que hacerle alguna reparación casi todos los fines de semana. Y le pedía constantemente a Call que lo lavara y le pusiera una vieja cera especial para coches, para que no se oxidara. El Rolls-Royce funcionaba perfectamente…, no como Call. Se miró las zapatillas deportivas mientras tamborileaba con los pies en el suelo. Cuando llevaba vaqueros como ésos, no se notaba que le pasara nada en la pierna, pero se veía en cuanto se levantaba y comenzaba a andar. Desde que era un bebé le habían hecho operación tras operación, y también todo tipo de terapia física, pero nada le iba realmente bien. Aún caminaba con una bamboleante cojera, como si estuviera tratando de no perder el equilibrio en un bote que oscilara de lado a lado. De más pequeño, a veces jugaba a ser un pirata, o quizá sólo un bravo marinero con una pata de palo, que se hundía con el barco después de una larga batalla naval a cañonazos. Había jugado a piratas y a ninjas, a vaqueros y a exploradores del espacio. P ero nunca ninguno de esos juegos había tenido nada que ver con la magia. Eso nunca. Oyó el ruido de un motor y comenzó a ponerse en pie, pero volvió a sentarse en el banco, fastidiado. No era su padre, sólo un Toyota rojo vulgar y corriente. Un momento después, Kylie Myles, una de las chicas de su curso, pasó rápidamente ante él con una profesora al lado. —Buena suerte en las pruebas de selección de ballet —dijo la señora Kemal, y se volvió de regreso a su aula. —Vale, gracias —contestó Kylie, y luego observó a Call con cara rara, como si lo estuviera evaluando. Kylie nunca miraba a Call. Ésa era una de las características que la definían, junto con su brillante melena rubia y la mochila con un unicornio. Cuando coincidían en las salas comunes, ella veía a través del muchacho como si Call fuera invisible. Después de hacerle un medio saludo con la mano, aún más raro y sorprendente, Kylie se dirigió hacia el Toyota. Call vio a sus padres en los asientos delanteros; parecían nerviosos. Era imposible que ella fuera al mismo lugar que él, ¿ no? No podía estar dirigiéndose a la P rueba de Hierro. P ero si así fuera… Se levantó de golpe. Si Kylie iba hacia allí, alguien debía avisarla. « Muchos chicos creen que tiene que ver con ser especiales —había dicho el padre de Call, con el desagrado palpable en la voz—. Y sus padres también lo creen. Sobre todo en las familias donde las capacidades mágicas se han dado durante
generaciones. Y algunas familias en las que la magia casi ha desaparecido, ven a un hijo mago como la esperanza de regresar al poder. P ero quienes más pena deben darte son los niños sin ningún familiar mágico. Son los que creen que va a ser como en las películas. » Y no se parece en nada a las películas» . En ese momento, el padre de Call detuvo el coche ante el colegio con un chirrido de frenos y le cortó a Call la visión de Kylie. Call cojeó hacia la puerta, pero para cuando llegó al Rolls, el Toyota de los Myles ya torcía la esquina y desaparecía de la vista. Vaya forma de avisarla. —Call. —Su padre había salido del coche y se apoyaba en la puerta del copiloto. Tenía una mata de pelo negro, el mismo cabello revuelto que Call salpicado de canas en las sienes, y llevaba una chaqueta de tweed con parches de cuero en los codos, a pesar del calor. A menudo, Call pensaba que su padre se parecía al Sherlock Holmes de la vieja serie de la BBC; a veces la gente se sorprendía de que no hablara con acento británico—. ¿ Estás listo? Call se encogió de hombros. ¿ Cómo se podía estar listo para algo que podía fastidiarle a uno el resto de la vida si lo hacía mal? O bien, en este caso. —Supongo que no. Su padre le abrió la puerta. —Bien. Sube. El interior del Rolls estaba tan inmaculado como el exterior. Call se sorprendió al ver sus viejas muletas en el asiento trasero. Hacía años que no las necesitaba; no las había vuelto a usar desde que se había caído del arco de tubos del parque y se había torcido el tobillo, ¡el tobillo de su pierna buena! Mientras el padre de Call se subía al coche y ponía en marcha el motor, Call las señaló. —¿ Qué hacen aquí? —preguntó. —Cuanto en peor estado parezcas, más fácil será que te rechacen —contestó su padre, muy serio, y echó un vistazo hacia atrás mientras salían del aparcamiento. —Eso es como hacer trampa —protestó Call. —Call, la gente hace trampa para ganar. No puedes hacer trampa para perder. Call puso los ojos en blanco y dejó que su padre creyera lo que quisiera. Lo único que Call sabía seguro era que de ninguna manera iba a usar esas muletas si no las necesitaba. P ero no quería discutir por eso, no ese día, cuando su padre ya había quemado las tostadas del desayuno, algo muy raro, y le había gruñido cuando Call se quejó de tener que ir a la escuela sólo para un par de horas, hasta que lo pasara a buscar. En ese momento, su padre se inclinaba sobre el volante, apretando los dientes y
con los dedos de la mano derecha alrededor de la palanca del cambio, con la que cambiaba de marcha con una violencia nada eficaz. Call trató de fijar la mirada en los árboles del exterior, con las hojas que comenzaban a amarillear, y fue recordando todo lo que sabía sobre el Magisterium. La primera vez que su padre le había dicho algo de los Maestros y de cómo elegían a sus aprendices, hizo sentar a Call en uno de los grandes sillones de cuero de su estudio. Aquel día, Call llevaba el codo vendado y tenía el labio partido de una pelea en la escuela y no estuvo de humor para escucharlo. Además, su padre se había puesto tan serio que Call se asustó. También había sido la forma en que su padre le habló, como si fuera a decirle a Call que tenía alguna terrible enfermedad. Resultó que la enfermedad era una capacidad para la magia. Call se había encogido en el sillón mientras su padre le hablaba. Estaba acostumbrado a que se metieran con él; los otros chicos pensaban que su pierna lo hacía un blanco fácil. P or lo general, era capaz de convencerlos de que eso no era cierto. Aquella vez, sin embargo, un puñado de chicos mayores lo había arrinconado detrás del cobertizo cercano al arco de tubos cuando volvía a casa de la escuela. Comenzaron a empujarlo y a soltarle los insultos de costumbre. Callum había aprendido que la mayoría de la gente se echaba atrás si él comenzaba a pelear, así que intentó pegar al chico más alto. Ése fue su primer error. Al cabo de un segundo lo tenían en el suelo, con uno de ellos sentado sobre sus rodillas mientras que otro lo golpeaba en la cara para conseguir que se disculpara y admitiera que era un payaso renqueante. —P erdón por ser maravilloso, perdedores —había dicho Call justo antes de desmayarse. Debió de perder el conocimiento sólo un instante, porque cuando abrió los ojos llegó a ver en la distancia a los chicos alejándose. Estaban huyendo. Call no podía creerse que su respuesta hubiera funcionado tan bien. —Eso —masculló mientras se incorporaba—. ¡Más os vale salir corriendo! Luego miró alrededor y vio que el hormigón del parque de juegos estaba agrietado. Una larga fisura iba desde los columpios hasta la pared del cobertizo y partía en dos el pequeño edificio. Estaba tumbado justo sobre el camino de lo que parecía un miniterremoto. Él pensó que era lo más asombroso que le había pasado nunca. Su padre no opinaba lo mismo. —La magia se da por familias —le dijo—. No es necesario que todos en la familia la tengan, pero parece que podría ser tu caso. P or desgracia. Lo siento, Call. —Entonces, la grieta del suelo… ¿ estás diciendo que la he hecho yo? —Call sintió tanto una alegría exultante como un horror extremo, aunque la alegría parecía ir ganando. Notaba que las comisuras de la boca se le curvaban hacia arriba y trató de
obligarlas a bajar—. ¿ Es eso lo que hacen los magos? —Los magos extraen poder de los elementos: tierra, aire, agua y fuego, e incluso del vacío, que es la fuente de la magia más poderosa y terrible de todas, la magia del caos. P ueden usar la magia para muchas cosas, incluso para rajar la mismísima tierra, como has hecho tú. —Su padre asentía para sí—. Al principio, cuando te llega la magia por primera vez, es muy intensa. P oder descontrolado… P ero el equilibrio es lo que atempera las habilidades mágicas. Hace falta estudiar mucho para tener tanto poder como un mago recién iniciado. Los magos jóvenes tienen poco control. P ero, Call, debes luchar contra ello. Y nunca, nunca debes volver a emplear la magia. Si lo haces, los magos se te llevarán a sus túneles. —¿ Es ahí donde está la escuela? —había preguntado Call—. ¿ El Magisterium está bajo tierra? —Enterrado en la tierra, donde nadie pueda encontrarlo —le contestó su padre, muy serio—. Allí abajo no hay luz. Ni ventanas. Ese sitio es como un laberinto. P uedes perderte en las cavernas y morir y nadie se enteraría. Call se humedeció los labios, resecos de repente. —P ero tú eres un mago, ¿ verdad? —No he usado la magia desde que murió tu madre. Y no volveré a usarla nunca. —¿ Y mamá fue allí? ¿ A los túneles? ¿ De verdad? —Call siempre estaba dispuesto a oír hablar de su madre. No tenía mucho de ella. Algunas fotografías amarillentas en un viejo álbum que mostraban a una bonita mujer con el mismo cabello negro que él y los ojos de un color que Call no podía distinguir. Sabía que no debía hacer demasiadas preguntas a su padre sobre ella. Nunca hablaba de la madre de Call a no ser que no pudiera evitarlo. —Sí, así fue —le contestó su padre—. Y murió por culpa de la magia. Cuando los magos van a la guerra, lo que ocurre con frecuencia, no les importa la gente que muere por su culpa. Ésa es la otra razón por la que no debes atraer su atención. Aquella noche, Call se había despertado gritando, convencido de que estaba atrapado bajo tierra, y que ésta caía sobre él como si lo estuvieran enterrando vivo. P or mucho que se moviera, no conseguía respirar. Después de eso, soñó que huía de un monstruo hecho de humo, con unos ojos en los que giraban mil colores malignos diferentes…, pero no podía correr con suficiente velocidad debido a su pierna. En sus sueños, la arrastraba tras él como algo muerto, hasta que se desplomó, con el aliento caliente del monstruo en la nuca. Otros chicos de la clase de Call tenían miedo a la oscuridad, a los monstruos que se escondían bajo la cama, a los zombis o a los asesinos con grandes hachas. Call tenía miedo a los magos, y aún le daba más miedo ser uno de ellos. Y en ese momento iba a conocerlos. Los mismos magos que tenían la culpa de que su madre estuviera muerta y su padre casi nunca se riera y no tuviera amigos, sino que
se quedara sentado en el taller que había montado en el garaje y arreglara muebles viejos, coches y joyas. Call no creía que hiciera falta ser un genio para imaginarse por qué su padre estaba obsesionado con reconstruir cosas rotas. P asaron ante un cartel que les daba la bienvenida a Virginia. El paisaje seguía siendo igual. No sabía qué esperaba encontrar, pues casi nunca había salido de Carolina del Norte. Habían hecho muy pocos viajes más allá de Asheville, y casi siempre para ir a mercadillos donde se intercambiaban piezas de coches y a ferias de anticuarios, donde Call solía pasearse entre montones de vajillas y cuberterías de plata sin pulir, colecciones de cartas de jugadores de béisbol metidas en sobrecitos de plástico y viejas cabezas disecadas de yaks, mientras su padre regateaba por alguna cosa aburrida. A Call se le ocurrió pensar que, si no fallaba en el examen, quizá no tendría que volver a ninguno de esos mercadillos. El estómago se le retorció y un escalofrío le recorrió los huesos. Se obligó a pensar en el plan que había repetido con su padre: « Deja la mente totalmente en blanco. O concéntrate en algo que sea totalmente lo contrario de lo que esos monstruos quieren. O centra la atención en el examen de otro en vez de en el tuyo» . Resopló. Su padre le estaba contagiando los nervios. Todo iba a ir bien. Era fácil suspender un examen. El coche salió de la autovía y entró en una estrecha carretera. La única señal mostraba el dibujo de un avión y las palabras AERÓDROMO CERRADO P OR RENOVACIÓN bajo él. —¿ Adónde vamos? —preguntó Call—. ¿ Vamos a volar a algún sitio? —Esperemos que no —masculló su padre. El camino había pasado bruscamente de asfalto a tierra. Mientras botaban sobre los baches durante unos cien metros más, Call se agarró a la puerta para no darse con la cabeza contra el techo. Los RollsRoyce no estaban hechos para los caminos de tierra. De repente, el camino se ensanchó y los árboles se abrieron para dejar paso a un gran claro. En el centro se levantaba un enorme hangar hecho de planchas de acero. Aparcados alrededor había unos cien coches, desde camionetas hechas polvo hasta sedanes casi tan elegantes como el P hantom y mucho más nuevos. Call vio a padres acompañados de sus hijos, todos de su edad, que se apresuraban hacia el hangar. —Creo que llegamos tarde —dijo. —Bien. —Su padre parecía oscuramente complacido. Detuvo el coche y bajó, luego le hizo un gesto a Call para que lo siguiera. Éste se alegró de ver que su padre parecía haberse olvidado de las muletas. Era un día caluroso y el sol le pegaba fuerte en la espalda. Se secó el sudor de las manos en los vaqueros mientras cruzaban el aparcamiento y se acercaban al gran espacio negro que era la entrada del hangar. Dentro, todo era una locura. Había muchos chicos, y sus voces resonaban en el
enorme espacio. Se habían colocado gradas contra una de las paredes de metal. Aunque tenían capacidad para muchas más personas de las que estaban presentes, se veían pequeñas ante la inmensidad del hangar. En el suelo de hormigón había varias equis y círculos marcados con cinta azul brillante. Al otro lado, frente a las puertas del hangar que en otro tiempo debieron de abrirse para permitir que los aviones rodaran hasta las pistas, se hallaban los magos.
CAPÍTULO DOS Sólo había una media docena de magos, pero parecían llenar todo el espacio con su presencia. Call no estaba seguro de qué aspecto había pensado que tendrían; sabía que su padre era un mago, y lo cierto era que su pinta era bastante corriente, si bien abusaba un poco del tweed. Supuso que la mayoría de los otros magos tendrían una apariencia mucho más rara. Quizá con gorros en punta. O túnicas decoradas con estrellas de plata. Había esperado que alguno tuviera la piel verde. P ero se llevó un chasco, porque todos ellos tenían un aspecto totalmente normal. Había tres hombres y tres mujeres, y vestían amplias túnicas negras de manga larga sujetas con un cinturón sobre unos pantalones de la misma tela. Llevaban bandas de cuero y metal en la muñeca, pero Call no habría podido decir si tenían algo de especial o sólo eran por una cuestión estética. El más alto, un hombre grande y de anchas espaldas, con la nariz aguileña y un desgreñado cabello castaño con mechones canosos, dio un paso adelante y se dirigió a las familias sentadas en las gradas. —Bienvenidos, aspirantes, y bienvenidas, familias de los aspirantes, a la tarde más importante de vuestra corta vida.
« Vale —pensó Call—. Ni presión ni nada» . —¿ Saben todos que están aquí para intentar entrar en una escuela de magia? — preguntó Call en voz baja. Su padre negó con la cabeza. —Los padres creen lo que quieren creer y oyen lo que quieren oír. Si quieren que su hijo sea un atleta famoso, entonces creen que está accediendo a un programa de entrenamiento muy exclusivo. Si sueñan con que sea una neurocirujana, esto es una escuela de pre-pre-medicina. Si quieren que llegue a ser rico, entonces creen que ésta es la clase de escuela preparatoria donde se codeará con los ricos y poderosos. El mago seguía hablando, explicando cómo iba a desarrollarse la sesión y cuánto tiempo les tomaría. —Algunos habéis recorrido una gran distancia para dar esta oportunidad a vuestros hijos, y queremos agradecéroslo… Call lo oía, pero también oía otra voz, una que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo: Cuando el Maestro North acabe de hablar, todos los aspirantes deben ponerse en pie e ir hacia el frente. La Prueba está a punto de comenzar. —¿ Has oído eso? —preguntó Call a su padre, y éste asintió. Call miró a los rostros que tenía a su alrededor: todos miraban al mago, alguno con aprensión, otros sonrientes—. ¿ Y los niños? El mago (Call supuso que debía de ser el Maestro North que había mencionado la voz sin cuerpo) estaba acabando su discurso. Call sabía que debería comenzar a bajar de las gradas, ya que él iba a tardar más que los otros. P ero quería saber la respuesta. —Cualquiera que tenga aunque sea muy poquito poder puede oír al Maestro P hineus, y la mayoría de los aspirantes habrán tenido algún tipo de incidente mágico antes. Algunos ya han supuesto por qué están aquí, otros ya lo sabían seguro y el resto está a punto de descubrirlo. Se oyeron roces de pies cuando los chicos se levantaron, y las gradas de metal temblaron. —¿ Y cuál es la primera prueba? —preguntó Call a su padre—. ¿ Si oímos al Maestro P hineus? Su padre casi ni pareció darse cuenta de lo que le estaba preguntando Call. P arecía distraído. —Supongo. P ero las otras pruebas serán mucho peores. Sólo recuerda lo que te he dicho y pronto acabará todo. —Agarró a Call por la muñeca y éste se sobresaltó; sabía que su padre lo quería, pero no era demasiado dado al contacto físico. Le apretó con fuerza la mano y enseguida lo soltó—. Ahora, vete. Mientras Call bajaba por las gradas, estaban dividiendo en grupos a los otros
chicos. Una de las magas llamó a Call con un gesto para que se uniera al grupo del final. Los aspirantes se susurraban unos a otros, nerviosos pero con muchas ganas. Call vio a Kylie Myles dos grupos más allá. Se preguntó si debería gritarle que no estaba allí para hacer ninguna prueba de selección para ballet, pero ella sonreía y charlaba con algunos de los otros aspirantes, así que Call dudó de que, de todas maneras, lo escuchara. « P ruebas de selección de ballet —pensó tristemente—. Así es como te lían» . —Soy la Maestra Milagros —estaba diciendo la maga que había llamado a Call mientras guiaba el grupo fuera de la sala grande para recorrer un pasillo largo pintado de un color anodino—. P ara esta primera prueba tendréis que estar juntos. P or favor, seguidme de forma ordenada. Call, casi el último, corrió un poco para alcanzarlos. Sabía que llegar tarde seguramente era una ventaja si quería que ellos creyeran que no le importaban las pruebas y no sabía qué estaba haciendo, pero odiaba las miradas que le echaban cuando se quedaba atrás. Lo cierto era que se apresuró tanto que chocó accidentalmente contra el hombro de una bonita niña con grandes ojos oscuros. Ella le lanzó una mirada enfadada desde debajo de una cortina de pelo aún más negro. —P erdón —se excusó Call automáticamente. —Todos estamos nerviosos —repuso la chica, lo que era curioso, porque ella no parecía nerviosa en absoluto. P arecía totalmente tranquila. Tenía las cejas perfectamente arqueadas. No había ni una mota de polvo en su jersey color caramelo o en sus caros vaqueros. Alrededor del cuello llevaba un colgante en forma de mano de delicada filigrana, que Call reconoció, por sus visitas a las tiendas de antigüedades, como la Mano de Fátima. Los pendientes de oro que llevaba en las orejas parecían haber pertenecido a alguna princesa, si no a una reina. Al instante, Call se sintió cohibido, como si estuviera cubierto de tierra. —¡Eh, Tamara! —la llamó un alto chico asiático con un esponjoso cabello negro cortado a navaja, y ella se apartó de Call. El chico dijo algo más que Call no pudo oír; lo dijo en tono de burla, y Call supuso que sería sobre el tarado que no podía evitar chocar contra la gente. Como si fuera el monstruo de Frankenstein. El resentimiento le hirvió en el cerebro, sobre todo porque Tamara no lo había mirado como si se hubiera fijado en su pierna. Se había enfadado con él como si fuera un chico normal. Call se recordó que, en cuanto suspendiera el examen, nunca tendría que volver a ver a ninguna de esas personas. Además, ellos iban a morir bajo tierra. Esa idea lo hizo seguir por una interminable serie de salas hasta llegar a una gran estancia blanca donde habían colocado filas de pupitres. Se parecía a cualquier otra sala en la que Call se hubiera examinado. Los pupitres eran sencillos, de madera, y estaban unidos a unas sillas endebles. En cada pupitre había un libro azul marcado
con el nombre de uno de los chicos y con una pluma encima. Hubo un poco de alboroto mientras todos iban de mesa en mesa buscando su nombre. Call encontró el suyo en la tercera fila y se sentó detrás de un niño de cabello claro y ondulado que vestía la camiseta de un equipo de fútbol. P arecía más un deportista que un candidato a una escuela de magia. El chico sonrió a Call como si estuviera realmente contento de estar sentado cerca de él. Call no se molestó en devolverle la sonrisa. Abrió el libro azul, miró las páginas con preguntas y círculos vacíos al lado para escribir A, B, C, D o E. Se había esperado que los exámenes dieran un poco de miedo, pero el único peligro evidente era el de morirse de aburrimiento. —P or favor, mantened los libros cerrados hasta que comience el examen —dijo la Maestra Milagros desde la parte frontal de la sala—. Era una Maestra alta, y parecía muy joven; a Call le recordó un poco a su tutora de la escuela. Se le notaba la misma incomodidad nerviosa, como si no estuviera acostumbrada a pasar tiempo entre niños. Tenía el cabello negro y corto en el que destacaba un mechón rosa. Call cerró el libro y luego, al mirar alrededor, se dio cuenta de que era el único que lo había abierto. Decidió que no le iba a contar a su padre lo fácil que había sido evitar encajar con el resto. —En primer lugar, quiero daros la bienvenida a la P rueba de Hierro. —La Maestra Milagros carraspeó para aclararse la garganta y prosiguió—: Ahora que estamos sin vuestros guardianes, podemos explicaros con más detalle lo que va a ocurrir hoy. Algunos de vosotros habéis recibido una invitación para solicitar plaza en una escuela de música, o en una escuela que se especializa en astronomía, o en matemáticas avanzadas, o en hípica. P ero como quizá ya hayáis supuesto, en realidad estáis aquí para que se os evalúe de cara a ser aceptados en el Magisterium. Alzó los brazos, y las paredes parecieron desaparecer, y en su lugar se vio piedra sin tallar. Los chicos siguieron en sus pupitres, pero el suelo bajo ellos pasó a ser de piedra salpicada de mica, que destellaba como si hubieran esparcido purpurina. Refulgentes estalactitas colgaban del techo como témpanos de hielo. El chico rubio inspiró con fuerza. P or toda la sala, Call oyó calladas exclamaciones de asombro. Era como si se hallaran dentro de las cuevas del Magisterium. —¡Qué guay! —exclamó una niña guapa con cuentas blancas al final de sus trenzas africanas. En ese momento, a pesar de todo lo que su padre le había dicho, a Call le entraron ganas de asistir al Magisterium. Ya no parecía oscuro y atemorizante, sino asombroso. Como ser un explorador o viajar a otro planeta. P ensó en las palabras de su padre: « Los magos te tentarán con bonitas visiones y mentiras elaboradas. No te dejes
engañar» . La Maestra Milagros continuó, y su voz fue ganando seguridad. —Algunos sois alumnos por legado: tenéis padres u otros miembros de la familia que asistieron al Magisterium. A otros os hemos elegido porque creemos que tenéis el potencial para convertiros en magos. P ero ninguno tenéis la plaza asegurada. Sólo los Maestros saben qué hace que un candidato sea perfecto. Call alzó la mano y no esperó a que le dieran permiso para preguntar. —¿ Y qué pasa si no quieres ir? —¿ P or qué no iba a querer alguien ir a una escuela de hípica? —preguntó un chico con una mata de cabello castaño que estaba sentado en diagonal a Call. Era pequeño y pálido, con piernas delgaduchas y unos bracitos que le salían de una camiseta azul con la desteñida foto de un caballo. La Maestra Milagros lo miró como si estuviera tan enfadada que se hubiera olvidado de estar nerviosa. —Drew Wallace —dijo—. Esto no es una escuela de hípica. Te examinas para ver si posees las cualidades que te harán ser elegido como aprendiz y te permitirán acompañar a tu profesor, al que llamarás Maestro, al Magisterium. Y si posees suficiente magia, la asistencia no es opcional. —Miró enfadada a Call—. La P rueba es por vuestra propia seguridad. Los que estáis aquí por legado conocéis los peligros que los magos sin formación representan para sí mismos y para los demás. Un murmullo recorrió la sala. Call se dio cuenta de que varios de los chicos miraban a Tamara. La niña estaba sentada muy tiesa, con la mirada fija al frente y los dientes apretados. Call conocía esa expresión. Era la misma que tenía él cuando la gente murmuraba sobre su pierna o sobre su madre muerta, o sobre el raro de su padre. Era la expresión de alguien que trataba de fingir que no sabía que estaban hablando de él. —¿ Y qué pasa si no entramos en el Magisterium? —preguntó la chica de las trenzas. —Buena pregunta, Gwenda Mason —repuso la Maestra Milagros animándola—. P ara ser un mago con éxito debes poseer tres cosas. Una es el poder intrínseco de la magia. Eso lo tenéis todos, hasta cierto punto. La segunda es el conocimiento para saber cómo usarlo. Eso os lo podemos ofrecer. La tercera es control, y ésa… ésa debe veniros de dentro. De todas formas, en vuestro primer curso como magos sin formación estaréis alcanzando el máximo de vuestro poder, pero no tendréis ni el conocimiento ni el control. Si demostráis que no poseéis ni la capacidad de aprender ni la de control, entonces no hallaréis un lugar en el Magisterium. En ese caso, nos aseguraremos de que vosotros y vuestras familias estéis permanentemente a salvo de la magia o de cualquier peligro de sucumbir a los elementos. « ¿ Sucumbir a los elementos? ¿ Qué significa eso? » , pensó Call.
Al parecer, otros estaban igual de confusos. —¿ Quiere decir eso que habré suspendido el examen? —preguntó alguien. —Espera, ¿ qué quiere decir con eso? —dijo otro. —¿ Así que definitivamente esto no es una escuela de hípica? —preguntó de nuevo Drew con expresión triste. La Maestra Milagros no les hizo caso. Las imágenes de la cueva fueron desapareciendo lentamente. Se hallaban en la misma sala blanca en la que siempre habían estado. —Las plumas que tenéis delante son especiales —explicó, y pareció que había recordado estar nerviosa. Call se preguntó qué edad tendría. Se veía joven, cosa a la que ayudaba el mechón rosa en el cabello, pero supuso que para ser Maestro uno debía ser un mago muy experto—. Si no usáis esas plumas, no podremos leer vuestro examen. Agitadlas para activar la tinta. Y al final recordad mostrar vuestro trabajo. P odéis comenzar. Call volvió a abrir el libro. Miró de reojo la primera pregunta. 1. Un dragón y un gwy vern salen a las 2.00 de la misma caverna y se marchan en la misma dirección. La velocidad media de un dragón es 50 km/h menor que el doble de la velocidad del gwy vern. En dos horas, el dragón está 32 kilómetros por delante del gwy vern. Averigua la velocidad media del dragón, teniendo en cuenta que el gwy vern busca venganza.
¿ Venganza? Call miró la página con ojos muy abiertos y luego pasó a la siguiente. No era mejor. 2. Lucretia está preparándose para plantar un campo de solanum este otoño. Pretende plantar 4 hileras de solanum común con 15 plantas en cada una. Estima que en un 20% del campo plantará una cosecha de prueba de solanum nigrum. ¿Cuántas plantas de solanum común habrá en total? ¿Cuántas plantas de solanum nigrum plantará? Si Lucretia es una maga de tierra que ha cruzado tres de las puertas, ¿a cuánta gente podrá envenenar con la solanum común antes de que la atrapen y la decapiten?
Call parpadeó incrédulo al mirar el examen. ¿ De verdad tenía que esforzarse en deducir qué respuesta era la incorrecta para no acertarla por casualidad? ¿ Debería escribir lo mismo una y otra vez, suponiendo que con eso conseguiría una nota baja? Según la ley del promedio, incluso así lograría obtener un veinte por ciento de respuestas correctas, y eso era más de lo que quería. Mientras sopesaba furioso qué debía hacer, cogió la pluma, la sacudió e intentó escribir sobre el papel.
No funcionaba. Lo intentó de nuevo, apretando más. Nada. Miró alrededor y parecía que la mayoría de los otros chicos no tenían ningún problema para escribir, aunque unos cuantos también se estaban peleando con las plumas. Al parecer, no iba a suspender el examen como una persona normal sin magia; ni siquiera iba a poder hacerlo. P ero ¿ y si los magos te obligaban a repetir el examen si lo dejabas en blanco? ¿ No era eso lo mismo que negarse a presentarse? Frunció el ceño mientras trataba de recordar lo que Milagros había dicho sobre la pluma. Algo sobre agitarla para que funcionara. Quizá no la había sacudido lo suficiente. La agarró con el puño apretado y la sacudió con fuerza; su fastidio por tener que hacer el examen le dio una fuerza extra al movimiento de muñeca. « Vamos —pensó—. Vamos, cosa estúpida. ¡FUNCIONA!» La tinta azul explotó desde la punta de la pluma. Trató de detener el flujo, apretando con el dedo donde creía que podía haberse roto…, pero eso sólo hizo que la tinta saliera con más fuerza. Salpicó el respaldo de la silla que tenía delante. El chico rubio, al notar la tormenta de tinta que acababa de desatarse, se agachó para quedar fuera del alcance del estropicio. Más tinta de la que parecía posible que cupiera en una pluma tan pequeña estaba chorreando por todas partes, y la gente estaba comenzando a mirarlo mal. Call tiró la pluma, que al instante dejó de manar. P ero el daño ya estaba hecho. Sus manos, el pupitre, el libro de preguntas y el pelo, todo cubierto de tinta. Trató de limpiarse los dedos, pero sólo consiguió dejar la camiseta llena de manchas azules. Esperaba que la tinta no fuera venenosa. Estaba seguro de que había tragado un poco. Todos los de la clase lo estaban mirando. Incluso la Maestra Milagros lo observaba con una expresión que se parecía alarmantemente al asombro, como si nunca nadie hubiera conseguido destrozar una pluma de forma tan estrepitosa. Todos guardaban silencio excepto el chico larguirucho que había estado hablando con Tamara antes. Éste se había inclinado y le susurraba algo a la chica. Tamara no sonrió, pero por la sonrisita en el rostro del chico y el brillo de superioridad en sus ojos, Call supo que se estaban metiendo con él. Notó que se le sonrojaban las puntas de las orejas. —Callum Hunt —dijo la Maestra Milagros con voz de pasmo—. P or favor… por favor, sal de la clase y ve a limpiarte, luego espera en el pasillo hasta que el grupo se reúna contigo. Call se puso en pie trabajosamente, apenas sin notar que el chico rubio al que casi había empapado con la tinta le lanzaba lo que parecía una mirada de solidaridad. Aún oía a alguien riendo por lo bajo cuando salió dando un portazo, y todavía veía
la mirada desdeñosa de Tamara. ¿ A quién le importaba lo que ella pensara? , ¿ a quién le importaba lo que pensara ninguno de ellos? Tanto si estaban tratando de ser simpáticos o mezquinos o lo que fuera, no importaba. No formaban parte de su vida. Ninguno de ellos. « Sólo unas cuantas horas más» , se repitió a sí mismo una y otra vez ante el lavabo, mientras trataba de sacarse la tinta con jabón en polvo y ásperas toallas de papel. Se preguntó si la tinta sería mágica. Lo que sí sabía era que costaba de sacar. Un poco se le había secado en el pelo, y aún tenía huellas azules de manos en la camiseta cuando salió del servicio y se encontró a los otros aspirantes esperándolo en el pasillo. Oyó a algunos murmurando entre ellos sobre « el tarado de la tinta» . —Muy chula esta camiseta —se mofó el chico de cabello negro. A Call le pareció rico, rico como Tamara. No podría haber dicho exactamente por qué, pero la ropa que llevaba era del tipo informal elegante hecho a medida que costaba un montón de dinero—. P or tu bien, espero que el siguiente examen no tenga nada que ver con explosiones. Oh, espera… ¡ojalá sí! —Cierra el pico —masculló Call, sabiendo que no era la mejor réplica de todos los tiempos. Se apoyó en la pared hasta que la Maestra Milagros reapareció y los llamó al orden. Se hizo el silencio mientras ella los llamaba por el nombre para formar cinco grupos, luego fue enviando a cada grupo por el pasillo y les dijo que esperaran en el otro extremo. Call no tenía ni idea de cómo el hangar conseguía albergar toda esa red de pasillos. Supuso que era una de esas cosas sobre las que su padre decía que era mejor no pensar. —¡Callum Hunt! —llamó la Maestra, y Call avanzó arrastrando los pies para unirse a su grupo, en el que también estaba, por desgracia para él, el chico moreno, cuyo nombre resultó ser Jasper deWinter, y el chico rubio al que había salpicado antes con tinta, y que se llamaba Aaron Stewart. Jasper hizo toda una exhibición al abrazar a Tamara y desearle suerte antes de ir hacia su grupo. Una vez allí, inmediatamente comenzó a hablar con Aaron y le dio la espalda a Call, como si éste no existiera. Los otros dos componentes del nuevo grupo de Call fueron Kylie Myles y una chica de aspecto nervioso llamada Celia algo, que tenía una enorme mata de pelo rubio sucio y se había colocado un clip con una flor azul en el flequillo. —Hola, Kylie —dijo Call, pensando que era la oportunidad perfecta para advertirle que el retrato del Magisterium que les estaba pintando la Maestra Milagros sólo era una fantasía halagadora. Él sabía de buena tinta que las auténticas cuevas estaban llenas de pasadizos sin salida y peces sin ojos. Ella lo miró como disculpándose. —¿ Te importaría… no hablar conmigo? —¿ Qué? —Habían comenzado a andar por el vestíbulo, y Call cojeó más deprisa
para no quedarse atrás—. ¿ En serio? Kylie se encogió de hombros. —Ya sabes cómo es. Estoy tratando de causar buena impresión, y hablar contigo no me va a ayudar. ¡Lo siento! —Se adelantó y alcanzó a Jasper y a Aaron. Call se le quedó mirando la nuca como si pudiera hacerle un agujero a base de furia. —¡Espero que se te coman los peces sin ojos! —le dijo desde atrás. Ella hizo como si no lo oyera. La Maestra Milagros los guio por la última esquina hasta una enorme sala que estaba preparada como un gimnasio. El techo estaba muy alto, y en el centro colgaba una gran pelota roja, suspendida muy por encima de sus cabezas. Junto a la pelota había una larga escalerilla de cuerda que descendía desde el techo hasta casi rozar el suelo. Era ridículo. Call no podía subir con la pierna como la tenía. Se suponía que tenía que suspender esas pruebas a propósito, no hacerlas tan mal que de todas formas nunca hubiera podido entrar en la escuela de magia. —Ahora os dejaré con el Maestro Rockmaple —los informó la Maestra Milagros después de la llegada del quinto grupo. Señaló a un mago de baja estatura con una enmarañada barba roja y una nariz a juego. Éste llevaba una carpeta de pinza y un silbato alrededor del cuello, como un profesor de gimnasia, aunque vestía con la misma ropa totalmente negra que los otros magos. —Este examen es aparentemente muy sencillo —dijo el Maestro Rockmaple, mientras se mesaba la barba de un modo que parecía calculado para resultar amenazador—. Basta con que subáis por la escalera de cuerda y cojáis la pelota. ¿ Quién quiere ser el primero? Varios chicos alzaron la mano. El Maestro Rockmaple señaló a Jasper. Éste saltó hacia la escala como si haber sido el primer seleccionado fuera algún tipo de indicación de lo maravilloso que era, en vez de sólo una medida de la ansiedad con la que había agitado la mano. En lugar de empezar a subir directamente, fue rodeando la escala, mirando a la pelota pensativo mientras tamborileaba con los dedos sobre el labio inferior. —¿ Estás listo? —preguntó el Maestro Rockmaple con las cejas ligeramente alzadas, y unos cuantos chicos rieron por lo bajo. Jasper, claramente molesto de que se rieran de él cuando se lo estaba tomando todo tan en serio, se lanzó violentamente hacia la escalera colgante. En cuanto subió de un travesaño al siguiente, la escala pareció alargarse, por lo que cuanto más subía, más le quedaba por subir. Finalmente, el esfuerzo pudo con él y Jasper se desplomó sobre el suelo, rodeado de metros y metros de cuerda y travesaños de madera. « Esto ha estado bien» , pensó Callum. —Muy bien —dijo el Maestro Rockmaple—. ¿ Quién quiere ser el siguiente?
—Déjeme intentarlo de nuevo —suplicó Jasper con voz gimiente—. Ahora sé cómo hacerlo. —Hay muchos aspirantes esperando turno —replicó el Maestro Rockmaple, y parecía estar pasándoselo muy bien. —P ero no es justo. Alguien lo va a hacer bien y entonces todos sabrán cómo hacerlo. Se me castiga por ser el primero. —Me ha parecido que querías ser el primero. P ero de acuerdo, Jasper. Si hay tiempo después de que todos hayan acabado, y si todavía quieres intentarlo, podrás hacerlo. Claro, tenía que ser Jasper el que consiguiera otra oportunidad. Call supuso que, por el modo en que Jasper actuaba, su padre debía de ser alguien importante. La mayoría de los otros chicos no lo hicieron mejor; algunos llegaron a la mitad y luego resbalaron hasta abajo. Uno de ellos ni siquiera consiguió separarse del suelo. Celia fue la que llegó más lejos, antes de que se le soltara una mano y cayera sobre la colchoneta. La flor que llevaba en la cabeza acabó un poco estropeada. Aunque quiso disimular que estaba muy compungida, Call notó que sí lo estaba por el modo nervioso en que no paraba de intentar colocarse el clip en su sitio. El Maestro Rockmaple miró la lista. —Aaron Stewart. Aaron se puso delante de la escala de cuerda y flexionó los dedos como si estuviera a punto de saltar a la cancha de baloncesto. P arecía atlético y seguro de sí mismo, y Call notó el conocido pinchazo de los celos en el estómago, que apagaba al instante y que siempre notaba cuando veía a los chavales jugando a baloncesto o a béisbol, tan cómodos estando dentro de su pellejo. Los deportes de equipo no eran una opción para Call, había demasiadas posibilidades de acabar avergonzado, incluso si lo hubieran dejado jugar. Los tipos como Aaron nunca habían tenido que preocuparse por nada así. Aaron tomó carrerilla hacia la escala de cuerda y saltó. Subió deprisa; apretaba con los pies al tiempo que tiraba con los brazos en lo que parecía un único movimiento fluido. Se movía más rápido de lo que la cuerda caía. Fue más y más arriba. Callum contuvo el aliento y se dio cuenta de que todos alrededor también habían callado. Aaron, sonriendo como un loco, llegó a lo más alto. Le dio a la pelota con el canto de una mano y la soltó, antes de deslizarse por la escala de cuerda y aterrizar de pie como un consumado gimnasta. Varios chicos aplaudieron espontáneamente. Incluso Jasper pareció alegrarse por él, y se le acercó, un poco a regañadientes, para darle una palmadita en la espalda. —Muy bien —dijo el Maestro Rockmaple. Empleó las mismas palabras y el mismo tono que había empleado con todos los demás. Callum pensó que al viejo
mago gruñón seguramente lo fastidiaba que alguien hubiera superado su estúpida prueba. » Callum Hunt —llamó entonces el mago. Callum dio un paso adelante, y deseó haber pensado en llevar una nota del médico. —No puedo. El Maestro Rockmaple lo miró de arriba abajo. —¿ P or qué no? « Oh, vamos. Mírame. Haz el favor de mirarme» . Call alzó la cabeza y miró desafiante al mago. —Mi pierna. Se supone que no debo hacer ejercicios de gimnasia —contestó. El mago se encogió de hombros. —P ues no hagas. Call controló una llamarada de furia. Sabía que los otros chicos lo estaban mirando, algunos con pena, otros con fastidio. Lo peor era que, por lo general, habría aprovechado la oportunidad de poder hacer algo físico. Sólo estaba intentando hacer lo que se suponía que debía hacer y suspender. —No es una excusa —explicó—. Cuando era un bebé se me rompieron los huesos de la pierna. He pasado por diez operaciones y, como resultado, llevo sesenta tornillos de acero que me aguantan la pierna. ¿ Necesita ver las cicatrices? Callum deseó fervientemente que el Maestro Rockmaple dijera que no. Su pierna izquierda era un amasijo de líneas rojas y feo tejido amontonado. Nunca dejaba que nadie se la viera; nunca más había llevado pantalones cortos desde que fue lo suficientemente mayor para saber de qué iban las extrañas miradas que le lanzaban a la pierna. No sabía por qué le había explicado todo eso, excepto que estaba tan furioso que ni sabía lo que decía. El Maestro Rockmaple, que tenía el silbato en una mano, lo hizo girar con aire pensativo. —Estas pruebas no siempre son lo que parecen —dijo—. Al menos inténtalo, Callum. Si fallas, pasaremos al siguiente. Call alzó las manos en un gesto de frustración. —Vale, vale. —Fue hacia la escalera de cuerda y la cogió con una mano. Deliberadamente, puso la pierna izquierda en el escalón más bajo y apoyó en peso en ella para alzarse. El dolor le atravesó la pantorrilla y Call cayó al suelo, aún agarrando la escala. Oyó a Jasper riendo a su espalda. La pierna le dolía y notaba el estómago como dormido. Volvió a mirar la escalera, a la parte más alta, donde estaba la pelota roja, y notó que la cabeza le empezaba a palpitar de dolor. Años y años diciéndole que se sentara en las gradas, de cojear detrás de todos cuando corrían varias vueltas al
estadio, se alzaron tras sus ojos y miró furioso a la pelota que sabía que no podía alcanzar, pensando: « Te odio, te odio, te odio…» . Se oyó un seco estallido y la pelota roja comenzó a arder en llamas. Alguien gritó, había sonado como Kylie, pero Call deseó que hubiera sido Jasper. Todos, hasta el Maestro Rockmaple, miraron la pelota roja, que ardía alegremente como si hubiera estado llena de fuegos artificiales. El hedor desagradable de productos químicos quemándose llenó el aire, y Call saltó hacia atrás cuando un gran trozo de plástico derretido cayó al suelo. Se apartó más cuando un pringue comenzó a gotear de la pelota ardiente y le salpicó el hombro de la camiseta. Tinta y pringue. Un gran día para su elegancia. —Salid —ordenó el Maestro Rockmaple mientras los chicos comenzaban a atragantarse y a toser por el humo—. Salid todos de aquí. —P ero ¿ y mi turno? —protestó Jasper—. ¿ Cómo voy a probar de nuevo ahora que ese tarado ha destruido la pelota? Maestro Rockmaple… —¡HE DICHO QUE SALGÁIS! —rugió el mago, y los chicos salieron de la sala, Call en la retaguardia, muy consciente de que tanto Jasper como el Maestro Rockmaple estaban mirándolo con lo que se parecía mucho al odio. Como el olor a quemado, la palabra « tarado» flotaba en el aire.
CAPÍTULO TRES El Maestro Rockmaple caminaba enfadado, guiando a todo el grupo por un pasillo que se alejaba de la sala de la prueba. Todos andaban tan deprisa que a Callum le era imposible mantener el ritmo. Le dolía la pierna más que nunca y olía como una fábrica de neumáticos en llamas. Cojeó detrás de los demás mientras se preguntaba si alguien habría armado una igual en toda la historia del Magisterium. Quizá lo dejaran marcharse a casa antes, por su bien y por el de todos los otros. —¿ Estás bien? —le preguntó Aaron, que se había quedado atrás para acompañarlo. Le sonrió con simpatía, como si no fuera raro hablar con Callum cuando el resto lo evitaba como a una plaga. —Bien —contestó Call, apretando los dientes—. Nunca he estado mejor. —No tengo ni idea de cómo has hecho eso, pero ha sido épico. La cara que ha puesto el Maestro Rockmaple ha sido… —Aaron trató de imitarla, frunciendo mucho el ceño, abriendo desmesuradamente los ojos y la boca. Call empezó a reír, pero se contuvo enseguida. No quería que le cayera bien ninguno de los otros chicos, y menos aún el supercompetente Aaron. Torcieron la esquina. El resto de la clase los estaba esperando. El Maestro
Rockmaple se aclaró la garganta, al parecer para reñir a Call, cuando pareció fijarse en que Aaron estaba a su lado. El mago se tragó lo que fuera que había estado a punto de decir y abrió la puerta de una nueva sala. Call entró en ella con el resto del grupo. Era un anodino espacio industrial como el de la primera prueba, con filas de pupitres y una hoja de papel en cada uno de ellos. « ¿ Cuántos exámenes escritos nos van a hacer? » , hubiera querido preguntar Callum, pero no creía que el Maestro Rockmaple estuviera de humor para contestarle. Ninguno de los pupitres tenía nombre asignado, así que se sentó en uno de ellos y cruzó los brazos sobre el pecho. —¡Maestro Rockmaple! —llamó Kylie mientras se sentaba—. Maestro Rockmaple, no tengo pluma. —Ni la vas a necesitar —contestó el mago—. Éste es un examen de vuestra capacidad para controlar vuestros poderes mágicos. Usaréis el elemento aire. Concentraos en el papel que tenéis delante hasta que podáis levantarlo del pupitre sólo con la energía del pensamiento. Elevadlo completamente plano, sin permitir que se ondule o se caiga. Cuando lo hayáis hecho, por favor, levantaos y reuníos conmigo en la parte de delante de la sala. Call notó una oleada de alivio. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que el papel no se levantara, lo que parecía bastante simple. Durante toda su vida no había conseguido hacer volar hojas de papel por las aulas. Aaron se había sentado a su altura al otro lado del pasillo. Tenía la mano bajo la barbilla y los ojos verdes entrecerrados. Cuando Call le lanzó una mirada de reojo, el papel sobre el pupitre de Aaron se alzó en el aire, perfectamente nivelado. Flotó durante un momento antes de descender sobre el pupitre. Con una sonrisa de medio lado, Aaron se levantó y fue a reunirse con el Maestro Rockmaple en la parte delantera de la sala. Call oyó una risita a su izquierda. Miró hacia allí y vio a Jasper sacar lo que parecía una aguja de coser normal y corriente y pincharse en el dedo. Apareció una gota de sangre, y Jasper se metió el dedo en la boca y se lo chupó. « ¡Qué tipo más raro!» , pensó Call. P ero entonces, Jasper se recostó en la silla, de una forma como diciendo « puedo hacer magia con las manos atadas» . Y al parecer sí podía, porque el papel de su pupitre se estaba doblando, tomando una nueva forma. Con unos cuantos pliegues y ajustes más, se convirtió en un avión de papel, que salió disparado del pupitre de Jasper y voló por toda la sala hasta estrellarse directamente en la frente de Callum. Él le dio un manotazo para apartarlo y el avión cayó al suelo. —Jasper, ya basta —lo riñó el Maestro Rockmaple, aunque no sonaba tan enfadado como podría haberlo estado—. Ven aquí delante. Call volvió a prestar atención a su papel mientras Jasper avanzaba pavoneándose
hasta la parte frontal de la habitación. A su alrededor, los chicos estaban mirando fijamente y susurrando a los papeles que tenían sobre los escritorios, obligándolos a moverse por pura fuerza de voluntad. A Call se le retorció el estómago. ¿ Y si llegaba una ráfaga de viento y le levantaba el papel? ¿ Y si éste… se levantaba por sí solo? ¿ Le darían puntos por eso? « Quédate quieto —pensó dirigiéndose furioso al papel que aguardaba sobre la mesa—. No te muevas» . Se imaginó a sí mismo sujetándolo contra la madera, con los dedos separados, evitando que se levantara. « Tío, esto es estúpido —pensó—. Vaya una manera de perder el día» . P ero se quedó donde estaba, concentrándose. Esa vez no estaba solo. Varios chicos más eran incapaces de mover el papel, entre ellos Kylie. —¿ Callum? —lo llamó el Maestro Rockmaple, que parecía cansado. Call se echó hacia atrás en la silla. —No puedo hacerlo. —Es verdad, no puede, realmente no puede —soltó Jasper—. P óngale un cero a ese tarado y vayámonos antes de que cree una tormenta y muramos todos de cortes de papel. —Muy bien —dijo el mago—. Traed todos vuestros papeles y os pondré nota. Vamos, vaciemos la sala para el siguiente grupo. Aliviado, Call fue a coger el papel de su pupitre… y se quedó helado. Desesperado, trató de levantar las puntas con las uñas, pero de algún modo, no sabía cómo, el papel se había pegado a la madera del pupitre y no podía despegarlo. —Maestro Rockmaple… le pasa algo raro a mi papel —dijo. —¡Todos bajo los pupitres! —exclamó Jasper, pero nadie le estaba prestando atención. Todos estaban mirando a Call. El Maestro Rockmaple fue hasta él y miró el papel. Se había fundido totalmente con el pupitre. —¿ Quién ha hecho esto? —quiso saber el Maestro Rockmaple. P arecía estupefacto—. ¿ Alguien ha querido gastar una broma pesada? Toda la clase estaba en silencio. —¿ Lo has hecho tú? —le preguntó el Maestro Rockmaple a Call. « Sólo estaba tratando de impedir que se moviera» , pensó Callum tristemente, pero no podía decirlo. —No lo sé —contestó. —¿ No lo sabes? —No lo sé. Quizá sea un papel defectuoso. —¡Es sólo un papel! —gritó el mago, y luego pareció controlarse—. Muy bien. De acuerdo. Ya tienes tu cero. No, espera, vas a ser el primer aspirante en la historia del Magisterium que va a conseguir una puntuación negativa en los exámenes de la
P rueba de Hierro. Te doy un menos diez. —Negó con la cabeza—. Creo que todos podemos dar las gracias de que el último examen tengas que hacerlo solo. Llegado ese momento, lo que Call agradecía de verdad era que todo fuera a acabar pronto.
Esa vez, los aspirantes estaban en el pasillo, al otro lado de una puerta doble y esperaban a que los llamaran para entrar. Jasper estaba hablando con Aaron, y miraba a Call como si éste fuera el tema de la conversación. Call suspiró. Era la última prueba. Al pensarlo, se evaporó algo de la tensión que sentía. P or muy bien que lo hiciera, un último examen no iba a cambiar demasiado su desastrosa puntuación. En menos de una hora estaría de camino a casa con su padre. —Callum Hunt —llamó una maga que no se había presentado antes. Llevaba un elaborado collar con forma de serpiente rodeándole el cuello y leía los nombres de una carpeta de clip—. El Maestro Rufus te está esperando dentro. Se apartó de la pared y siguió a la maga a través de la puerta doble. La sala era grande, vacía y tenuemente iluminada, con un suelo de madera donde un único mago se hallaba sentado junto a un gran cuenco también de madera. El cuenco estaba lleno de agua y una llama ardía en el centro, sin mecha ni vela. Call se detuvo y miró fijamente mientras sentía un cosquilleo en la nuca. Había visto muchas cosas raras aquel día, pero ésa era la primera vez desde la transformación del hangar en la cueva que sentía realmente la presencia de la magia. El mago habló. —¿ Sabías que para tener una buena postura la gente solía practicar caminando con libros sobre la cabeza? —Su voz era baja y resonante, como el sonido de un fuego distante. El Maestro Rufus era un hombre grande, de piel oscura, con la cabeza totalmente calva tan lisa como una aceituna. Se puso en pie de un ágil movimiento y alzó el cuenco con sus grandes dedos callosos. La llama no se movió. En todo caso, brilló con un poco más de intensidad. —¿ No eran las chicas las que hacían eso? —preguntó Call. —¿ Hacían qué? —El Maestro Rufus frunció el ceño. —Caminar con libros en la cabeza. El mago le lanzó una mirada que hizo que Callum se sintiera como si acabara de decir algo decepcionante. —Coge el cuenco —le ordenó el mago. —P ero la llama se apagará —protestó Call.
—Ésa es la prueba —indicó Rufus—: Ver si puedes hacer que la llama siga ardiendo, y durante cuánto tiempo. —Le tendió el cuenco a Call. Hasta el momento, ninguna de las pruebas había sido lo que Call se esperaba. Aun así, había conseguido fallarlas todas, ya fuera por voluntad propia o porque no había nacido para ser mago. Había algo en el Maestro Rufus que le hizo querer hacerlo mejor, pero eso no importaba. De ningún modo iba a ir al Magisterium. Call cogió el cuenco. Casi inmediatamente, la llama que flotaba en su interior se alargó, como si Call hubiera abierto demasiado la espita de una lámpara de gas. P egó un bote y deliberadamente inclinó el cuenco hacia un lado, tratando de salpicar agua sobre la llama. P ero en vez de apagarse, la llama siguió ardiendo bajo las salpicaduras. Call notó que lo invadía el pánico y sacudió el cuenco, enviando pequeñas olas sobre el fuego, que comenzó a chisporrotear. —Callum Hunt. —El Maestro Rufus lo miraba con el rostro impasible, los brazos cruzados sobre el amplio pecho—. Me sorprendes. Call no dijo nada. Sujetó el cuenco con el agua revuelta y la llama chisporroteante. —Di clases a tus padres en el Magisterium —le explicó el Maestro Rufus. P arecía serio y triste. La llama formaba una sombra bajo sus ojos—. Fueron mis aprendices. Los mejores de su clase, las mejores notas de la P rueba. Tu madre se sentiría decepcionada si viera a su hijo tratando de suspender un examen de una forma tan descarada sólo porque… El Maestro Rufus no llegó a acabar la frase, porque al mencionar a la madre de Call, el cuenco de madera se partió, y no por la mitad, sino en docenas de piezas astillosas, cada una lo suficientemente afilada para clavársele a Call en las manos. Éste lo dejó caer y entonces vio que todos los trozos del cuenco se habían incendiado y ardían como pequeñas piras esparcidas a sus pies. Sin embargo, mientras observaba las llamas no sintió miedo. En ese momento le pareció que el fuego lo invitaba a entrar en su interior, a lanzar su furia y su miedo a su luz. Mientras miraba alrededor de la sala, las llamas se alzaron y se extendieron por el agua derramada como si ésta fuera gasolina. Lo único que Call sentía era una rabia inmensa y terrible de que ese mago hubiera conocido a su madre, de que el hombre que estaba ante él pudiera haber tenido algo que ver con su muerte. —¡Detenlo! ¡Detenlo ahora mismo! —gritó el Maestro Rufus; le cogió ambas manos a Call y se las cerró de golpe. La palmada hizo que le dolieran los recientes cortes. De repente, los fuegos se apagaron. —¡Suélteme! —Call dio un tirón para soltarse del Maestro Rufus y se secó las ensangrentadas palmas en los pantalones, lo que añadió otra capa de manchas a las
que ya tenía—. No quería hacer eso. Ni siquiera sé lo que ha pasado. —Lo que ha pasado es que has suspendido otro examen —respondió el Maestro Rufus, y su furia parecía haber sido sustituida por una fría curiosidad. Estaba observando a Call del mismo modo que un científico observa un bicho pinchado en una plancha de corcho—. P uedes marcharte y reunirte con tu padre en las gradas para esperar tu nota final. P or suerte, había una puerta al otro lado de la sala, y Call pudo salir por ahí sin tener que ver a ninguno de los otros aspirantes. P odía imaginarse la expresión en el rostro de Jasper si veía la sangre que le manchaba la ropa. Le temblaban las manos. Las gradas estaban llenas de padres con aspecto aburrido y unos cuantos hermanos pequeños correteando por ahí. El monótono zumbido de la conversación resonaba en el hangar, y Call se dio cuenta de que en los pasillos de donde había llegado reinaba un raro silencio; fue una sorpresa volver a oír el ruido de la gente. Había un continuo goteo de aspirantes que salían por las cinco puertas y se reunían con sus familias. Habían colocado tres pizarras en la base de las gradas, donde los magos registraban las puntuaciones a medida que iban saliendo. Call no los miró. Fue directo hacia su padre. Alastair tenía un libro cerrado en el regazo, como si hubiera tenido intención de leerlo pero no hubiese llegado a empezar. Call notó el alivio que se fue dibujando en el rostro de su padre a medida que él iba acercándose, y cómo cambió a preocupación en el momento en que echó una auténtica mirada a su hijo. Alastair se puso en pie de un salto y el libro cayó al suelo. —¡Callum! Estás cubierto de sangre y tinta, y hueles a plástico quemado. ¿ Qué ha pasado? —La he cagado. Creo que la he cagado de verdad. Call notó que le temblaba la voz. Seguía viendo los restos ardientes del cuenco y la mirada en el rostro del Maestro Rufus. Su padre le puso una reconfortante mano sobre el hombro. —Call, no pasa nada. Se suponía que tenías que cagarla. —Lo sé, pero pensé que sería… —Metió las manos en los bolsillos mientras recordaba todos los sermones que su padre le había echado sobre que tenía que suspender. P ero no le había hecho falta intentarlo. Lo había suspendido todo porque no sabía lo que estaba haciendo, porque era un mal mago—. P ensaba que sería diferente. Su padre bajó la voz. —Sé que no es agradable fallar en todo, Call, pero es lo mejor. Lo has hecho muy bien. —Si con « muy bien» quieres decir « una mierda» … —masculló Call.
Su padre sonrió irónico. —Me he preocupado un poco cuando has conseguido la nota más alta en el primer examen, pero luego se os han llevado. Nunca he visto a nadie antes que tuviera una puntuación negativa. Call frunció el ceño. Sabía que su padre se lo decía como un cumplido, pero no daba la sensación de serlo. —Estás en último lugar. Hay chicos sin nada de magia que lo han hecho mejor que tú. Creo que te mereces una gran copa de helado, la más grande que encontremos, de camino a casa. Las que más te gustan, con dulce de leche, mantequilla de cacahuete y ositos de goma. ¿ De acuerdo? —Vale —contestó Call mientras se sentaba. Estaba tan chafado que ni siquiera pensar en un helado con ositos de goma cubiertos de mantequilla de cacahuete y dulce de leche lograba animarlo—. Sí. Su padre volvió a sentarse. Estaba asintiendo para sí mismo, satisfecho. Y aún pareció que su satisfacción aumentaba cuando aparecieron más notas. Call se permitió mirar las pizarras. Aaron y Tamara estaba los primeros, y su nota total era idéntica. P ero le molestó que Jasper sólo estuviera tres puntos por debajo de ellos, en segundo lugar. « Oh, vaya» , pensó Call. ¿ Y qué se había imaginado? Los magos eran unos imbéciles, como decía su padre, y los imbéciles más imbéciles sacaban las mejores notas. Era de esperar. Aunque no sólo había imbéciles entre los primeros. Kylie lo había hecho bastante mal, mientras que Aaron lo había hecho muy bien. Call supuso que eso era bueno. P arecía que Aaron había querido hacerlo bien. Aunque, claro, hacerlo bien significaba que iría al Magisterium, y el padre de Call siempre decía que eso era algo que no le desearía ni a su peor enemigo. Call no sabía si alegrarse por Aaron, que al menos había sido amable, o sentirlo por él. Lo único que sabía era que le estaba cogiendo dolor de cabeza al pensar en todo eso. El Maestro Rufus apareció por una de las puertas. No dijo nada en voz alta, pero todos se quedaron en silencio como si lo hubiera hecho. Al recorrer la sala con la mirada, Call encontró unos cuantos rostros conocidos: Kylie, que parecía nerviosa; Aaron, que se mordisqueaba el labio. Jasper estaba pálido y tenso, mientras que Tamara parecía tranquila y compuesta, sin mostrar preocupación en absoluto. Estaba sentada entre una elegante pareja de cabello oscuro, cuya ropa color crema hacía destacar su piel marrón. Su madre llevaba un vestido de color marfil y guantes, y su padre un traje completo de color crema. —Aspirantes de este año —dijo el Maestro Rufus, y todos se inclinaron hacia adelante al unísono—, gracias por estar hoy con nosotros y por esforzaros en la
P rueba. El Magisterium hace extensivo su agradecimiento a las familias que han traído a los chicos y han esperado hasta que acabaran. P uso las manos a la espalda y recorrió las gradas con la mirada. —Aquí hay nueve magos, y cada uno de ellos está autorizado a elegir a seis aspirantes. Esos aspirantes serán sus aprendices durante los cinco años que pasarán en el Magisterium, así que no es una elección que los Maestros tomen a la ligera. También debéis entender que hay más chicos aquí de los que obtendrán una plaza en el Magisterium. Si no habéis sido seleccionados, es porque no sois adecuados para este tipo de entrenamiento. P or favor, entended que hay muchas razones por las que podéis no ser adecuados y que una mayor exploración de vuestros poderes podría resultar mortal. Antes de marcharos, un mago os explicará vuestra obligación de guardar secreto y os dará los medios para protegeros a vosotros y a vuestra familia. « Espabila y acabemos de una vez» , masculló para sí Call, casi sin prestar atención a lo que decía Rufus. Los otros alumnos también se removían incómodos. Jasper, sentado entre su madre asiática y su padre caucásico, ambos con elegantes cortes de pelo, tamborileaba con los dedos sobre la rodilla. Call miró a su padre, que observaba a Rufus con una expresión que Call nunca antes había visto en su rostro. P arecía como si estuviera pensando en pasarle por encima al mago con el Rolls remodelado, aunque con eso se volviera a romper la transmisión. —¿ Alguna pregunta? —inquirió Rufus. La sala permaneció en silencio. El padre de Call le habló en un susurro: —No pasa nada —dijo, aunque Call no había notado nada que indicara que podía pasar algo—. No te va a elegir. —¡Muy bien! —atronó Rufus—. ¡Que comience la selección! —Fue retrocediendo hasta quedar delante de la pizarra con las notas—. Aspirantes, cuando digamos vuestros nombres, por favor, poneos en pie y reuniros con vuestros nuevos Maestros. Como mago más veterano después del Maestro North, que no tomará aprendices, yo comenzaré la selección. —De nuevo paseó la mirada por las gradas—. Aaron Stewart. Hubo algunos aplausos, aunque no de la familia de Tamara. Ésta estaba sentada increíblemente quieta y rígida, como si la hubieran embalsamado. Sus padres parecían furiosos. Su padre se inclinó para decirle algo al oído, y Call la vio encogerse como respuesta. Quizá, después de todo, sí que fuera humana. Aaron se puso en pie. « Una elección totalmente inesperada» , pensó Call, sarcástico. Aaron era como el Capitán América, con su cabello rubio, su constitución atlética y su actitud de todo él bondad. Call tuvo ganas de tirarle el libro de su padre a la cabeza, a pesar de que fuera un chico agradable. El Capitán América también era amable, pero eso no quería decir que uno quisiera competir con él.
Luego, sorprendido, Call se dio cuenta de que, aunque varias personas entre el público aplaudían, Aaron no tenía ningún familiar sentado junto a él. Nadie que lo abrazara o le palmeara la espalda. Debía de haber ido solo. Aaron, tragando saliva, sonrió y luego bajó al trote la escalera entre las gradas para colocarse al lado del Maestro Rufus. Éste se aclaró la garganta. —Tamara Rajavi —dijo. Tamara se puso en pie, su negra melena al viento. Sus padres aplaudieron educadamente, como si estuvieran en la ópera. Tamara no se entretuvo en abrazar a ninguno de ellos, sino que caminó mesuradamente hasta situarse junto a Aaron, que le dedicó una sonrisa de felicitación. Call se preguntó si a los otros magos les molestaría que el Maestro Rufus fuera el primero en escoger y eligiera directamente de la cabeza de la lista. A él lo habría molestado. Los ojos oscuros del Maestro Rufus rastrearon la sala una vez más. Call notó el silencio contenido mientras todos esperaban que Rufus dijera el siguiente nombre. Jasper ya estaba medio levantado de su asiento. —Y mi último aprendiz será Callum Hunt —anunció el Maestro Rufus, y Call sintió que su mundo se desmoronaba. Se oyeron unos cuantos gritos de sorpresa contenidos de los otros aspirantes y confusos murmullos del público, mientras todos revisaban la pizarra en busca del nombre de Call y lo encontraban en último lugar, con una nota negativa. Call se quedó mirando al Maestro Rufus. Éste le devolvió la mirada, totalmente inexpresiva. A su lado, Aaron lanzaba a Call una sonrisa de ánimo mientras Tamara lo miraba con una expresión de total perplejidad. —He dicho Callum Hunt —repitió el Maestro Rufus—. Callum Hunt, por favor, ven aquí. Call comenzó a levantarse, pero su padre lo hizo sentarse de nuevo. —Absolutamente no —dijo Alastair Hunt poniéndose en pie—. Esto ya ha ido demasiado lejos, Rufus. No puedes quedártelo. El Maestro Rufus lo miró como si no hubiera nadie más en la sala. —Vamos, Alastair, conoces las reglas tan bien como cualquiera. Deja de patalear por lo inevitable. El chico necesita que le enseñen. Había magos ascendiendo por las gradas a ambos lados de donde Call estaba sentado, con su padre sujetándolo. Los magos, con sus túnicas negras, resultaban tan siniestros como su padre se los había descrito. P arecían dispuestos a luchar. En cuando llegaron a la fila de Call, se detuvieron, esperando que su padre hiciera el primer movimiento. Alastair había renunciado a la magia hacía años; le faltaba práctica. No había
ninguna posibilidad de que los otros magos no fueran a barrer el suelo con él. —Voy a ir —le dijo Call a su padre, mientras se volvía a mirarlo—. No te preocupes, no sé lo que hago. Me echarán. No me aguantarán mucho tiempo, y entonces regresaré a casa y todo volverá a ser igual… —Tú no lo entiendes —replicó el padre de Call mientras lo hacía poner en pie sujetándolo con la fuerza de una garra. Todos en la sala estaban mirándolos asombrados, y no era para menos. El padre de Call parecía haber enloquecido, los ojos se le salían de las órbitas—. Vamos. Tendremos que salir corriendo. —Yo no puedo —le recordó a su padre. P ero éste ya no lo escuchaba. Tiró de él por las gradas, saltando de banco en banco. La gente les fue abriendo paso; se echaban a un lado o saltaban hacia arriba. Los magos de la escalera corrieron hacia ellos. Call avanzaba como podía, concentrado en no perder el equilibrio. En cuanto llegaron al suelo del hangar, Rufus se puso ante el padre de Call. —Ya basta —declaró rotundo el Maestro Rufus—. El chico se queda aquí. El padre de Call se detuvo de golpe. Rodeó a su hijo con el brazo desde atrás, lo que era raro; su padre prácticamente nunca lo abrazaba, claro que eso era más bien una llave de lucha libre. A Call le dolía la pierna de la carrera por las gradas. Trató de volverse para mirar a su padre, pero éste miraba fijamente al Maestro Rufus. —¿ No has matado ya a bastantes de mi familia? —le espetó. El Maestro Rufus bajó la voz para que la gente sentada en los bancos no pudiera oírlo, aunque Aaron y Tamara sí que podían. —No le has enseñado nada —afirmó—. Un mago sin entrenamiento suelto por ahí es como una falla en la tierra esperando a abrirse, y si se abre, matará a mucha gente además de a sí mismo. Así que no me hables de muertos. —Vale —exclamó el padre de Call—. Le enseñaré yo mismo. Me lo llevaré y le enseñaré. Lo prepararé para la P rimera P uerta. —Has tenido doce años para enseñarle y no los has aprovechado. Lo siento, Alastair. Así es como debe ser. —Mira su puntuación; no debería calificarse. ¡No quiere calificarse! ¿ Verdad, Call? ¿ Verdad? —El padre de Call lo sacudía mientras hablaba. El chico no habría conseguido decir ni una palabra aunque hubiese querido. —Suéltalo, Alastair —ordenó el Maestro Rufus, con la voz cargada de tristeza. —No —insistió el padre de Call—. Es mi hijo. Tengo derechos. Yo decido su futuro. —No —negó el Maestro Rufus—. No es así. El padre de Call se echó hacia atrás, pero no lo suficientemente rápido. Call notó que lo cogían cuando dos magos lo arrancaron de los brazos de su padre. Éste gritaba y Call daba patadas y empujones, pero no sirvió de nada; lo arrastraron para dejarlo donde esperaban Aaron y Tamara. Ambos estaban absolutamente horrorizados. Call
propinó un fuerte codazo a uno de los magos que lo retenían. Oyó un gruñido de dolor y le retorcieron el brazo a la espalda. Hizo una mueca de rabia y se preguntó que estarían pensando en ese momento todos los padres que habían acudido allí creyendo que iban a enviar a sus hijos a una escuela de aerodinámica. —¡Call! —Su padre estaba siendo retenido por dos magos más—. ¡Call, no hagas caso a nada de lo que te digan! ¡No saben lo que hacen! ¡No saben nada sobre ti! — Arrastraban a Alastair hacia la salida. Call no podía creer que eso estuviera sucediendo. De repente, algo brilló en el aire. No había visto cómo su padre se liberaba del brazo de los magos, pero debía de haberlo hecho. Una daga volaba hacia él. Volaba recta y certera, más lejos de lo que cualquier daga podría volar. Call no podía apartar los ojos de ella mientras se acercaba girando directa hacia él, con la hoja por delante. Sabía que tenía que hacer algo. Sabía que tenía que apartarse. P ero, por alguna extraña razón, no podía. Era como si los pies le hubieran echado raíces. La daga se detuvo a unos centímetros de Call, y Aaron la cogió en el aire con tanta facilidad como cogería una manzana de una rama baja. P or un momento, todos se quedaron inmóviles, observando. Al padre de Call los magos lo habían arrastrado más allá de las puertas del hangar. Ya no podía verlo. —Toma —dijo una voz a su lado. Era Aaron, que le tendía la daga. Call no la había visto nunca antes. Era de un color plateado reluciente, con espirales y letras en el metal. La empuñadura tenía forma de pájaro con las alas abiertas. La palabra Semíramis estaba grabada a lo largo de la hoja en una letra muy recargada. —Supongo que es tuya, ¿ no? —dijo Aaron. —Gracias —contestó Call mientras cogía la daga. —¿ Ése era tu padre? —preguntó Tamara por lo bajo, sin volver el rostro hacia Call. Su voz estaba cargada de un frío desdén. Algunos magos miraban a Call como si pensaran que estaba loco y fuera evidente el porqué. Call se sintió mejor con la daga en la mano, a pesar de que lo único que había usado en toda su vida era un cuchillo para extender la mantequilla de cacahuete o cortar la carne. —Sí —contestó Call—. Quiere que esté a salvo. El Maestro Rufus hizo un gesto de asentimiento a la Maestra Milagros y ésta dio un paso adelante disponiéndose a intervenir. —Lamentamos mucho esta interrupción. Les agradeceremos que permanezcan en sus asientos y mantengan la calma —dijo—. Esperamos que la ceremonia continúe
sin más contratiempos. Ahora, yo elegiré a mis aprendices. La gente se calmó y se hizo el silencio de nuevo. —He elegido a cinco —continuó la Maestra Milagros—. El primero será Jasper deWinter. Jasper, por favor, baja y ponte a mi lado. Jasper se puso en pie y fue a ocupar su lugar junto a la Maestra Milagros, desde donde lanzó una mirada de odio en dirección a Call.
CAPÍTULO CUATRO El
sol ya comenzaba a ponerse cuando los Maestros acabaron de elegir a sus aprendices. Muchos chicos se fueron llorando, incluida Kylie, lo que provocó cierta satisfacción a Call. Le habría cambiado el sitio sin pensarlo, pero como eso no estaba permitido, al menos había conseguido molestarla de verdad al verse obligado a quedarse. Era lo único bueno que se le ocurría pensar, y mientras se acercaba el momento de partir hacia el Magisterium se aferraba a cualquier cosa que pudiera consolarlo. Las advertencias de su padre sobre el Magisterium siempre habían sido frustrantemente vagas. Mientras Call esperaba, chamuscado, ensangrentado, empapado de tinta azul y con la pierna que cada vez le dolía más, no tenía nada más que hacer excepto repasarlas todas. « A los magos no les importa nada ni nadie excepto avanzar en sus estudios. Roban a los niños de sus familias. Son monstruos. Hacen experimentos con niños. Son los culpables de la muerte de tu madre» . Aaron trató de conversar con él, pero Call no tenía ganas de hablar. Jugueteaba con la empuñadura de la daga, que se había metido en el cinturón, e intentó parecer amenazador. Finalmente, Aaron se rindió y comenzó a charlar con Tamara. Ésta sabía
mucho del Magisterium por una de sus hermanas mayores, quien, según Tamara, era la primera en absolutamente todo en la escuela. Tamara aseguraba ser aún mejor, lo que no dejaba de resultar preocupante. Aaron parecía contento simplemente por poder ir a una escuela de magia. Call se preguntó si debía advertirle. Luego recordó el tono horrorizado de Tamara cuando vio quién era su padre. « Olvídalo» , pensó. P or él se los podían comer los gwyverns que volaban a cincuenta kilómetros por hora en busca de venganza. Finalmente, la ceremonia acabó, y todo el mundo fue saliendo en dirección al aparcamiento. P adres llorosos abrazaban y besaban a sus hijos para despedirse, mientras los cargaban de maletas, bolsas de viaje y cajas de provisiones. Call se quedó por ahí con las manos en los bolsillos. No sólo su padre no estaba allí para despedirse de él, sino que tampoco tenía equipaje. Después de unos cuantos días sin ropa para cambiarse, iba a oler peor de lo que ya lo hacía. Dos autocares escolares amarillos esperaban, y los magos comenzaron a dividir a los alumnos en grupos según sus Maestros. Cada autocar transportaba varios grupos. Los aprendices del Maestro Rufus iban con los de la Maestra Milagros, el maestro Rockmaple y el Maestro Lemuel. Mientras Call esperaba, Jasper se acercó a él. Sus bolsas tenían el aspecto de ser tan caras como su ropa, con las iniciales JDW grabadas en el cuero. Miró a Call con una sonrisita de desdén pegada a la cara. —Ese puesto en el grupo del Maestro Rufus —comenzó Jasper— era mi puesto. Y tú me lo has cogido. Aunque hubiera debido alegrarle fastidiar a Jasper, Call estaba cansado de que la gente actuara como si haber sido escogido por Rufus fuera un gran honor. —Mira, no he hecho nada para que esto pasara. Ni siquiera se suponía que debía elegirme nadie, ¿ vale? No quiero estar aquí. Jasper temblaba de rabia. De cerca, Call vio, divertido, que su bolsa de viaje, aunque elegante, tenía agujeros en el cuero, reparados cuidadosamente varias veces. Y también los puños de la camisa le iban unos centímetros cortos, como si la ropa fuera heredada, o él hubiera crecido demasiado. Call habría apostado a que incluso su nombre era heredado, para concordar con las letras grabadas. Quizá su familia había tenido dinero, pero no parecía que siguiera teniéndolo. —Eres un mentiroso —le espetó Jasper, desesperado—. Has hecho algo. Nadie acaba siendo elegido por el Maestro más prestigioso de todo el Magisterium por casualidad, así que olvídate de intentar engañarme. Cuando lleguemos a la escuela voy a hacer todo lo posible por recuperar ese puesto. Vas a acabar suplicando volver a casa. —Espera —se apresuró a decir Call—. Si les suplicas, ¿ te dejan volver a casa?
Jasper miró a Call como si acabara de soltar un montón de frases en lengua babilónica. —No tienes ni idea de lo importante que es esto —replicó Jasper, y agarró el asa de la bolsa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Ni idea. No soporto estar en el mismo autocar que tú. —Le dio la espalda a Call y fue hacia donde estaban los otros Maestros. Call siempre había odiado el autocar del colegio. Nunca sabía junto a quién sentarse, porque nunca había tenido ningún amigo en su ruta, o no había tenido ningún amigo, en realidad. Los otros chicos creían que era raro. Incluso durante la P rueba, incluso entre chicos que querían ser magos, le parecía destacar por su rareza. En ese autocar, al menos, había espacio suficiente para poder tener toda una fila de asientos para él solo. « Que huela a neumáticos quemados seguramente tiene algo que ver con esto» , pensó. P ero era un alivio. Lo único que quería era que lo dejaran en paz para pensar en lo que acababa de ocurrir. Deseó que su padre le hubiera comprado el móvil que él le había pedido para su último cumpleaños. Sólo quería oír la voz de su padre. Sólo quería que el último recuerdo de su padre no fuera verlo sacado a rastras gritando. Lo único que quería era saber qué tenía que hacer a partir de ahí. Mientras salían a la carretera, el Maestro Rockmaple se puso en pie y comenzó a hablar sobre la escuela; les explicó que los alumnos del Curso de Hierro se quedarían durante todo el invierno, porque no les resultaría seguro volver a casa parcialmente entrenados. También les explicó que trabajarían con sus respectivos Maestros durante toda la semana, tendrían clases con otros Maestros los viernes y una vez al mes habría algún tipo de examen importante. A Call le costaba concentrarse en los detalles, sobre todo cuando el Maestro Rockmaple enumeró los Cinco P rincipios de la Magia, los que, al parecer, tenían todos que ver con el equilibrio. O con la naturaleza. O con algo. Call intentó prestar atención, pero las palabras parecían diluirse antes de que él consiguiera grabárselas en la memoria. Después de una hora y media de viaje, los autocares pararon en un área de descanso, donde Call se dio cuenta de que, además de no tener equipaje, tampoco tenía dinero. Fingió no sentir hambre ni sed, mientras todos los demás se compraban chocolatinas, patatas fritas y refrescos. Cuando regresaron al autocar, Call se sentó detrás de Aaron. —¿ Sabes adónde nos llevan? —le preguntó. —Al Magisterium —contestó Aaron, y su tono parecía indicar que estaba un poco preocupado por el cerebro de Call—. Ya sabes, la escuela. Donde vamos a ser aprendices. —P ero ¿ dónde está exactamente? ¿ Dónde se hallan los túneles? —inquirió Call —. ¿ Crees que nos encerrarán por la noche en nuestra habitación? ¿ Habrá barrotes
en las ventanas? Oh, espera, no, no habrá, porque no habrá ninguna ventana, ¿ verdad? —Humm —repuso Aaron, y le tendió su bolsa de Lays sabor a queso y pan de ajo —. ¿ Una patata? Tamara se inclinó a través del pasillo. —¿ Estás totalmente loco? —preguntó, pero esta vez no era un insulto, sino más bien como si realmente quisiera hablar de ello. —Sabéis que cuando lleguemos allí vamos a morir, ¿ no? —dijo Call, lo suficientemente alto como para que lo oyera todo el autocar. La respuesta fue un resonante silencio. —¿ Todos? —trinó finalmente Celia. Algunos de los otros niños soltaron una risita. —Bueno, no todos nosotros, evidentemente —respondió Call—. P ero algunos sí. ¡Eso sigue siendo malo! Todo el mundo miraba a Call excepto el Maestro Rufus y el Maestro Rockmaple, que estaban sentados delante y no prestaban ninguna atención a lo que los chicos hacían atrás. Que lo trataran como si le faltara un tornillo le había sucedido a Call más veces ese día de las que le había pasado en toda su vida, y se estaba hartando. Sólo Aaron no miraba a Call como si éste estuviera loco. En vez de eso, masticaba una patata. —¿ Y quién te ha dicho eso? —preguntó—. Lo de morir. —Mi padre —contestó Call—. Él fue al Magisterium, así que sabe de lo que habla. Dice que los magos van a hacer experimentos con nosotros. —¿ Era tu padre ese tipo que te gritaba en la P rueba? ¿ El que te tiró el cuchillo? —inquirió Aaron. —Normalmente no se comporta así —masculló Call. —Bueno, es evidente que él fue al Magisterium y sigue vivo —indicó Tamara. Había bajado la voz—. Y mi hermana está allí. Y los padres de algunos de nosotros también han ido. —Sí, pero mi madre está muerta —replicó Call—. Y mi padre odia todo lo que tiene que ver con esa escuela. Ni tan sólo quiere hablar de eso. Dice que mi madre murió por su culpa. —¿ Qué le ocurrió? —preguntó Celia. Tenía un paquete de gominolas sobre el regazo, y Call estuvo tentado de pedirle una, porque le recordaron el helado que nunca iba a tener y también porque Celia parecía amable, como si se lo preguntara porque no quería que se preocupara por los magos, y no porque pensara de él que era un chalado que alucinaba—. Quiero decir que te tuvo a ti, así que no pudo morir en el Magisterium, ¿ no? Debió de graduarse primero. Esa pregunta descolocó a Call. Lo había puesto todo dentro del mismo saco y no
había pensado mucho en el tiempo que debía de haber pasado. En alguna parte hubo una pelea, parte de alguna guerra mágica. Su padre había sido muy vago con los detalles. En lo que había hecho hincapié era en que fueron los magos los que dejaron que eso pasara. « Cuando los magos van a la guerra, lo que ocurre con frecuencia, no les importa la gente que muere por su culpa» . —Una guerra —dijo—. Hubo una guerra. —Bueno, eso no es muy concreto —replicó Tamara—. P ero si era tu madre, tuvo que ser la Tercera Guerra de los Magos. La guerra del Enemigo. —Lo único que sé es que murió en algún lugar de Sudamérica. Celia ahogó un grito. —Así que murió en la montaña —aportó Jasper. —¿ La montaña? —preguntó Drew desde el fondo. P arecía nervioso. Call lo recordó: era el que había preguntado por la escuela de hípica. —La Masacre Fría —aportó Gwenda. Call recordó el modo en que Gwenda se había levantado al ser elegida: sonreía como si fuera su cumpleaños, con sus muchas trencitas con las cuentas balanceándosele ante el rostro—. ¿ Es que no sabes nada? ¿ No has oído hablar del Enemigo, Drew? Drew se quedó helado. —¿ Qué enemigo? Gwenda suspiró exasperada. —El Enemigo de la Muerte. Es el último de los makaris y la razón de la Tercera Guerra. Drew seguía con cara de no entender nada. Call tampoco estaba seguro de haber entendido nada de lo que Gwenda había dicho. ¿ Makaris? ¿ Enemigo de la Muerte? Tamara miró hacia atrás y les vio la cara de incomprensión. —La mayoría de los magos pueden acceder a los cuatro elementos —explicó—. ¿ Recordáis lo que el Maestro Rockmaple nos ha dicho sobre que empleáramos aire, agua, tierra y fuego para hacer magia? ¿ Y toda esa historia sobre la magia del caos? Call recordaba algo de la lección que les había soltado desde la parte delantera del autocar, algo sobre el caos y sobre devorar. No le había gustado cómo sonaba, y en ese momento no parecía sonar mejor. —Sacan algo de la nada, y por eso los llamamos makaris. Creadores. Son muy poderosos. Y peligrosos. Como el Enemigo. Un escalofrío recorrió a Call. La magia parecía incluso más espeluznante de lo que había dicho su padre. —Ser el Enemigo de la Muerte no parece tan malo —dijo, sobre todo para llevar la contraria—. Tampoco es que la muerte sea tan maravillosa. Quiero decir, ¿ quién querría ser el Amigo de la Muerte?
—No es eso. —Tamara se cogió las manos sobre el regazo, claramente irritada—. El Enemigo fue un gran mago, quizá el mejor, pero se volvió loco. Quería vivir eternamente y resucitar a los muertos. P or eso lo llamaron el Enemigo de la Muerte, porque intentó vencer a la muerte. Comenzó a crear caos en el mundo, a meter el poder del vacío en los animales… e incluso en la gente. Cuando metía un trozo del vacío en alguien, lo transformaba en un monstruo enajenado. En el exterior, el sol se había puesto y sólo quedaba un rastro de rojo y dorado en el borde del horizonte para recordarle que acababa de caer la noche. Mientras el autocar seguía su camino, adentrándose en la oscuridad, Call fue viendo más y más estrellas en el lienzo del cielo desde la ventanilla. Sólo distinguía formas vagas de los bosques que iban pasando; sólo veía oscuridad con hojas y rocas. —Y probablemente eso es lo que sigue haciendo —apuntó Jasper—. Esperando para romper el Tratado. —No era el único makaris de su generación —explicó Tamara, como si contara una historia que se había aprendido de memoria o recitara un discurso que había oído muchas veces—. Había otro. Era nuestra campeona y se llamaba Verity Torres. Sólo era un poco mayor que nosotros, pero era muy valiente y dirigía las batallas contra el Enemigo. Estábamos ganando. —Hablando de Verity, a Tamara le brillaban los ojos —. P ero entonces, el Enemigo hizo lo más traicionero que nadie podría hacer nunca. —Bajó de nuevo la voz para que los Maestros que se hallaban por delante en el autocar no pudieran oírla—. Todos sabían que se acercaba una gran batalla. En nuestro lado, los magos buenos habían escondido a sus familias y niños en una cueva remota para que no los pudieran utilizar como rehenes. El Enemigo encontró la cueva y, en vez de ir al campo de batalla, fue a matarlos a todos. —Esperaba que murieran sin oponer resistencia —añadió Celia en voz baja. Era evidente que ella también había oído la historia montones de veces—. Sólo eran niños, viejos y unas cuantas madres y padres con bebés. Trataron de rechazarlo. Mataron a los caotizados en la cueva, pero no eran lo suficientemente fuertes para acabar con el Enemigo. Al final, todos murieron y él escapó. Fue tan brutal que la Asamblea le ofreció una tregua al Enemigo, y éste la aceptó. Se hizo un silencio horrorizado. —¿ No sobrevivió ninguno de los magos buenos? —preguntó Drew. —Todo el mundo vive en una escuela de hípica —masculló Call. De repente se alegró de no haber tenido dinero para comprar comida en el área de descanso, porque estaba seguro de que la habría vomitado en ese momento. Sabía que su madre había muerto. Incluso sabía que había muerto en una batalla. P ero nunca antes había oído los detalles. —¿ Qué? —Tamara se volvió hacia él, su rostro era una máscara de furia glacial—. ¿ Qué has dicho?
—Nada. —Call se echó hacia atrás en el asiento con los brazos cruzados. P or la expresión de Tamara sabía que había ido demasiado lejos. —Eres increíble. Tu madre murió durante la Masacre Fría y tú te burlas de su sacrificio. Te comportas como si la culpa fuera de los magos en vez de la del Enemigo. Call apartó la mirada; le ardía el rostro. Se sentía avergonzado de lo que acababa de decir, pero también estaba furioso, porque debería haber sabido todas esas cosas, ¿ no? Su padre debería habérselas contado. P ero no lo había hecho. —Si tu madre murió en la montaña, ¿ dónde estabas tú? —intervino Celia, en un intento evidente de restablecer la paz. La flor de su cabello seguía arrugada por su caída durante la P rueba, y un trocito estaba un poco chamuscado. —En el hospital —contestó Call—. Se me fastidió la pierna al nacer y me estaban operando. Supongo que ella debió de haberse quedado en la sala de espera, aunque el café fuera malo. —Siempre le pasaba lo mismo cuando se enfadaba. Era como si no pudiera controlar las palabras que le salían de la boca. —Eres un desgraciado —le espetó Tamara, que ya no era la chica contenida y fría que había sido durante toda la P rueba. Los ojos le bailaban de furia—. La mitad de los chicos de legado que están en el Magisterium tiene familiares que murieron en la montaña. Si sigues hablando así, alguien te va a ahogar en un estanque subterráneo y nadie lo va a lamentar, incluyéndome a mí. —¡Tamara! —la reprendió Aaron—. Todos estamos en el mismo grupo de aprendices. Dale un respiro. Su madre murió. Tiene derecho a sentir lo que quiera sobre su muerte. —Mi tía abuela también murió allí —explicó Celia—. Mis padres no paran de hablar de ella, pero yo no la conocí. No estoy cabreada contigo, Call. Sólo me gustaría que no nos hubiera pasado eso a ninguno de nosotros. A ninguno de ellos. —Bueno, pues yo sí estoy cabreado —dijo un chico al fondo. A Call le parecía que se llamaba Rafe. Era alto, con una mata de cabello negro rizado y llevaba una camiseta con una calavera sonriente que relucía, fosforescente, bajo la tenue luz. Call se sintió peor. Estaba pensando en decir algo para disculparse con Celia y Rafe, hasta que Tamara se volvió hacia Aaron. —P ero es que parece que no le importe —le dijo ferozmente—. Fueron héroes. —No, no lo fueron —soltó Call antes de que Aaron pudiera decir nada—. Fueron víctimas. Los mataron por culpa de la magia, y nadie puede arreglarlo. Ni siquiera tu Enemigo de la Muerte, ¿ verdad? Se hizo un silencio de indignación. Incluso los chicos que habían estado metidos en diferentes conversaciones en otras partes del autocar se volvieron para mirar, boquiabiertos, a Call. Su padre había culpado a los otros magos por la muerte de su madre. Y él confiaba en su padre. P ero con todos esos ojos fijos sobre él, Call no estaba seguro de qué
pensar. El silencio sólo lo rompían los ronquidos del Maestro Rockmaple. El autocar había entrado en una carretera de tierra llena de baches. —He oído decir que hay animales caotizados cerca de la escuela. De los experimentos del Enemigo. —¿ Como caballos? —preguntó Drew. —Espero que no —repuso Tamara estremeciéndose. Drew pareció decepcionado —. No querría tener un caballo caotizado. Las criaturas caotizadas son sirvientes del Enemigo. Tienen un trozo de vacío en su interior y eso los hace más listos que otros animales, pero son sanguinarios y dementes. Sólo el Enemigo o algunos de sus sirvientes pueden controlarlos… —¿ Serían como caballos zombis poseídos por el diablo? —preguntó Drew. —No exactamente. Los distinguirías por los ojos. Los ojos les destellan: son claros, con colores girando en su interior; por lo demás parecen normales. Eso es lo peor —aportó Gwenda—. Espero que no tengamos que salir mucho del recinto de la escuela. —Yo sí —replicó Tamara—. Espero que aprendamos a reconocerlos y a matarlos. Quiero hacer eso. —Oh, claro —soltó Call casi hablando para sí—. Y yo soy el que está loco. Nada de lo que preocuparse en el alegre Magisterium. Escuela de equitación endiablada, ahí vamos. P ero Tamara no le estaba prestando atención. Se inclinaba en su asiento y escuchaba a Celia. —He oído que hay un nuevo tipo de caotizados a los que no puedes distinguir por los ojos. Esa criatura ni siquiera sabe lo que es hasta que el Enemigo le hace hacer lo que él quiere. Así que hasta tu gata puede estar espiándote, o… El autocar se detuvo con una fuerte sacudida. P or un instante, Call pensó que quizá se hubieran detenido en otra estación de servicio, pero entonces el Maestro Rufus se puso en pie. —Hemos llegado —anunció—. P or favor, salid del autocar en una fila ordenada. Y durante unos minutos todo fue de lo más corriente, como si Call sólo hubiera salido de excursión. Los chicos cogieron sus maletas y sus bolsas y se empujaron hacia la parte delantera del autocar. Call bajó justo detrás de Aaron y, como no tenía que recoger equipaje, fue el primero en poder tomarse un segundo para mirar dónde se hallaban.
CAPÍTULO CINCO Se encontraban ante la escarpada pared de una montaña. Había bosque a izquierda y derecha, pero ante él se alzaba una enorme puerta de doble hoja. Era de un gastado color gris, con bisagras de hierro que acababan en espirales que se retorcían unas sobre otras. Call pensó que, a distancia y sin la luz de los faros del autocar, la puerta sería casi invisible. Tallado en la roca sobre la puerta había un símbolo que no reconocía:
Bajo él se leía: EL FUEGO QUIERE ARDER, EL AGUA QUIERE FLUIR, EL AIRE QUIERE SUBIR, EL CAOS QUIERE DEVORAR. Devorar. Esa palabra le produjo un escalofrío.
« La última oportunidad para salir corriendo» , pensó. P ero no era muy rápido y tampoco tenía hacia dónde correr. Los otros chicos habían cogido sus cosas y estaban esperando como él. El Maestro Rufus fue hasta la puerta y todos se quedaron en silencio. El Maestro North dio un paso al frente. —Estáis a punto de entrar en el recinto del Magisterium —dijo—. P ara algunos, puede ser un sueño hecho realidad. P ara otros, esperamos que sea el inicio de uno. A todos, os digo que el Magisterium existe por vuestra propia seguridad. Tenéis un gran poder, y sin entrenamiento, el poder es peligroso. Aquí os ayudaremos a aprender a controlarlo y os enseñaremos la gran historia de magos como vosotros, desde los albores del tiempo. Cada uno de vosotros tiene un destino único, uno que discurre fuera del camino normal que hubierais recorrido, uno que hallaréis aquí. Quizá lo hayáis supuesto cuando notasteis el primer despertar de vuestro poder. P ero mientras os halláis en la entrada de la montaña, supongo que al menos unos cuantos de vosotros os estaréis preguntando en qué lío os habéis metido. Algunos chicos rieron, cohibidos. —Hace mucho tiempo, al principio de todo, los primeros magos se preguntaron lo mismo. Intrigados por las enseñanzas de los alquimistas, sobre todo de P aracelso, quisieron explorar la magia de los elementos. Tuvieron un éxito limitado, hasta que un alquimista se dio cuenta de que su hijo era capaz de hacer con facilidad los mismos ejercicios que a él tanto le costaban. Los magos descubrieron que había algunos con un poder innato que podían hacer magia, y que eran los jóvenes los que mejor la realizaban. Después de eso, los magos encontraron nuevos estudiantes a los que enseñar y de los que aprender, y buscaron por toda Europa a niños con poder. Muy pocos lo tienen, quizá sólo uno de cada veinticinco mil, pero los magos reunieron a los que pudieron encontrar y comenzaron la primera escuela de magia. Durante ese tiempo, oyeron historias de chicos y chicas sin formación que hacían arder casas y se quemaban entre las llamas, que se habían ahogado en tormentas, engullidos por tornados o arrastrados a sumideros. Con formación, los magos aprendieron a caminar por la lava sin sufrir daño, a explorar lo más profundo del mar sin botellas de oxígeno, incluso a volar. Algo dentro de Call reaccionó ante lo que el Maestro North estaba explicando. Recordó una vez que era muy pequeño y le pidió a su padre que lo columpiara en el aire, pero su padre no quiso hacerlo y le dijo que dejara de fingir. ¿ De verdad podría aprender a volar? « Si pudiera volar —le susurró una pequeña parte traicionera de su cerebro—, no importaría tanto que no pueda correr» . —Aquí conoceréis a los seres elementales, criaturas de gran belleza y peligro que han existido en nuestro mundo desde el inicio de los tiempos. Modelaréis la tierra, el
aire, el agua y el fuego, y los doblegaréis a vuestra voluntad. Estudiaréis nuestro pasado mientras os convertís en nuestro futuro. Descubriréis lo que los niños corrientes que erais antes nunca hubieran tenido el privilegio de ver. Aprenderéis grandes cosas y también las llevaréis a cabo. » Bienvenidos al Magisterium. Hubo aplausos. Call miró alrededor. A todos les brillaban los ojos. Y por mucho que se resistiera, seguro que a él le pasaba igual. El Maestro Rufus tomó la palabra entonces: —Mañana veréis gran parte de la escuela, pero por esta noche, seguid a vuestros Maestros y acomodaos en vuestros dormitorios. P or favor, manteneos unidos mientras os guían por el Magisterium. El sistema de túneles es complejo, y hasta que lo conozcáis bien, es fácil perderse. « P erderse en los túneles» , pensó Call. Eso era justamente lo que le había dado miedo desde que oyó hablar de ese lugar. Se estremeció al recordar la pesadilla en la que estaba atrapado bajo tierra. Algunas de sus dudas regresaron lentamente; las advertencias de su padre resonaron en el interior de su cabeza. « P ero me van a enseñar a volar» , pensó como si estuviera discutiendo con alguien que no estaba allí. El Maestro Rufus alzó una gran mano, con los dedos extendidos, y dijo algo para sí. El metal de su muñequera comenzó a resplandecer, como si se hubiera puesto blanco por el calor. Un momento después, con un fuerte crujido que sonó casi como un grito, la puerta comenzó a abrirse. La luz salió a raudales por las hojas de la puerta, y los chicos avanzaron entre gritos ahogados y exclamaciones. Call oyó un montón de « ¡Guay!» y « ¡Asombroso!» . Un momento después, tuvo que admitir a regañadientes que sí era bastante asombroso. Había un enorme vestíbulo, mayor que cualquier espacio interior que Call se hubiera imaginado nunca. Habría podido contener tres canchas de baloncesto y aún hubiese sobrado espacio. El suelo era de la misma mica brillante que en la visión que les habían mostrado en el hangar, pero las paredes estaba cubiertas de capas de colada sobre la piedra caliza, que hacía parecer como si miles de velas derritiéndose hubieran derramado la cera sobre las paredes. En los rincones de la estancia se elevaban estalagmitas y colgaban enormes estalactitas, casi tocándose unas con otras en algunos puntos. Un río dividía el espacio, un destello brillante como un zafiro luminoso. Salía a través de un arco en una de las paredes y se perdía en la otra; un puente de piedra tallada lo cruzaba. En ambas orillas del río se habían tallado formas, formas que Call no reconoció pero que le recordaron a los grabados que había en la daga que su padre le había lanzado.
Call se quedó atrás mientras todos los aprendices de la P rueba pasaban junto a él y se agrupaban en mitad de la estancia. Call notaba la pierna agarrotada después del largo viaje en autocar, y sabía que avanzaría más despacio que nunca. Esperaba que no tuvieran que caminar mucho hasta donde se suponía que debían dormir. La enorme puerta se cerró tras ellos con un estruendo que hizo pegar un bote a Call. Se volvió en redondo a tiempo de ver caer una fila de puntiagudas estalactitas del techo y estrellarse contra el suelo, bloqueando la puerta. Drew, detrás de Call, tragó saliva haciendo mucho ruido. —P ero… ¿ y cómo se supone que vamos a salir? —No vamos a salir —contestó Call, que se alegraba de tener una respuesta para eso—. Se supone que no debemos salir. Drew se apartó de él. Call supuso que no podía culparlo, aunque estaba hartándose un poco de que lo trataran como un bicho raro sólo por mencionar lo evidente. Una mano lo cogió por la manga. —Ven. —Era Aaron. Call se volvió y vio que el Maestro Rufus y Tamara ya estaban en movimiento. Ella tenía unos andares confiados que no había mostrado antes, bajo la vigilante mirada de sus padres. Mascullando entre dientes, Call los siguió a los tres por unas arcadas en dirección a los túneles del Magisterium. El Maestro Rufus alzó una mano y una llama le apareció en la palma, parpadeando como una antorcha. Call recordó el fuego que se había elevado sobre el agua en el examen final. Se preguntó qué debería haber hecho para suspender la prueba de verdad, para suspenderla de un modo que hubiera evitado que lo llevaran allí. Caminaron en fila india por un estrecho pasillo que olía un poco a azufre. Daba a otra sala en la que había una serie de estanques, uno de los cuales burbujeaba barro y otro estaba lleno de unos peces pálidos y sin ojos que se dispersaron al oír las pisadas de los humanos. Call quiso hacer una broma sobre que los peces sin ojos caotizados pasarían desapercibidos si fueran sirvientes del Enemigo de la Muerte, porque, bueno, sin ojos… P ero sólo consiguió asustarse a sí mismo, al imaginárselos espiando a todos los alumnos. Luego pasaron ante una caverna con cinco puertas en la pared del fondo. La primera estaba hecha de hierro; la segunda, de cobre; la tercera, de bronce; la cuarta, de plata, y la última de reluciente oro. Todas ellas reflejaban el fuego de la mano del Maestro Rufus, cuyas llamas bailaban inquietantes en el espejo de sus pulidas superficies. P or encima de él, Call creyó haber visto el destello de algo reluciente, algo con cola, algo que se metía rápidamente entre las sombras y desaparecía.
El Maestro Rufus no los guio hacia el interior de la cueva ni por ninguna de las puertas, sino que siguió caminando por el pasillo hasta que llegaron a una sala grande, redonda y de alto techo, con cinco pasajes con techo abovedado que llevaban en cinco direcciones diferentes. En el techo, Call vio a un grupo de lagartos con gemas en el lomo, algunas de las cuales parecían arder con llamas azules. —Seres elementales —exclamó Tamara, anonadada. —P or aquí —dijo el Maestro Rufus; era lo primero que había dicho, y su sonora voz resonó en el espacio vacío. Call se preguntó dónde estarían los otros magos. Quizá fuera más tarde de lo que había creído y estuvieran durmiendo, pero las habitaciones vacías por las que pasaban hacían pensar que se hallaban solos allí, bajo tierra. Finalmente, el Maestro Rufus se detuvo delante de una gran puerta cuadrada con un panel frontal de metal, justo donde habría tenido que haber una aldaba. Alzó el brazo y su muñequera resplandeció de nuevo, esta vez con un rápido destello de luz. Algo se soltó dentro de la puerta, y ésta se abrió. —¿ P odremos hacer eso? —preguntó Aaron con voz de asombro. El Maestro Rufus le sonrió. —Sí, sin duda seréis capaces de entrar en vuestras habitaciones con vuestras muñequeras, aunque no podréis ir a todas partes. Entrad en vuestra habitación y ved cómo vais a pasar el Curso de Hierro de vuestro aprendizaje. —¿ Curso de Hierro? —repitió Call, pensando en las puertas. El Maestro Rufus entró e hizo un gesto con el brazo abarcando lo que parecía una combinación de sala y zona de estudio. Las paredes de la cueva eran altas y se arqueaban para formar una cúpula. Del centro de la cúpula colgaba una enorme lámpara de cobre. Tenía una docena de brazos curvos, cada uno tallado con un dibujo de llamas, cada uno sujetando una antorcha. En el suelo de piedra había tres escritorios agrupados formando más o menos un círculo, y dos sofás acolchados, uno frente al otro, delante de una chimenea tan grande como para asar una vaca. No sólo una vaca, sino también un poni. Call pensó en Drew y ocultó un sonrisita. —Es asombroso —exclamó Tamara mientras daba vueltas para verlo todo. P or un momento pareció una chica normal en vez de una maga descendiente de alguna antigua familia de magos. Vetas de brillante cuarzo y mica recorrían las paredes de piedra, y, cuando la luz de las antorchas incidía en ellas, se convertían en un dibujo de cinco símbolos como los de la entrada: un triángulo, un círculo, tres líneas onduladas, una flecha hacia arriba y una espiral. —Fuego, tierra, agua, aire y caos —explicó Aaron. Debía de haber prestado atención en el autobús.
—Muy bien —dijo el Maestro Rufus. —¿ Y por qué están colocados así? —preguntó Call, señalándolos. —Hace que el símbolo sea un Quincunce. Y ahora, éstas son para vosotros. — Cogió tres muñequeras de una mesa que parecía tallada de una única roca. Eran unas anchas tiras de cuero con una placa de hierro remachada y con una hebilla del mismo metal para cerrarlas. Tamara cogió la suya como si se tratara de un objeto sagrado. —¡Guau! —¿ Son mágicas? —preguntó Call, que las miraba con escepticismo. —Estas muñequeras marcarán vuestro avance en el Magisterium. Suponiendo que paséis los exámenes al final del curso, iréis cambiando a un metal diferente. Hierro, luego cobre, bronce, plata y, finalmente, oro. Cuando acabéis el Curso de Oro, ya dejaréis de ser considerados aprendices y pasaréis a ser oficiales magos, con capacidad para entrar en el Collegium. Y en respuesta a tu pregunta, Call, sí, son mágicas. Han sido hechas por un modelador de metal y funcionan como llaves; os permiten el acceso a las aulas en los túneles. Obtendréis otros metales y piedras para añadir a vuestra muñequera que mostrarán vuestros logros; así, cuando os graduéis, serán un reflejo del tiempo que habéis estado aquí. El Maestro Rufus se dirigió a la zona de una pequeña cocina. Sobre una encimera de extraño aspecto, con círculos de piedra donde, normalmente, deberían ir los quemadores, abrió un armarito y sacó tres platos de madera vacíos. —P or lo general, creemos que es mejor dejar a los nuevos aprendices instalarse en sus habitaciones la primera noche en vez de agobiarlos en el comedor, así que esta noche cenaréis aquí. —Esos platos están vacíos —señaló Call. Rufus metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de mortadela y luego una hogaza de pan, dos cosas que era imposible que cupieran ahí. —Sí que lo están. P ero no por mucho tiempo. —Abrió el paquete de mortadela y preparó tres sándwiches, luego dejó uno en cada plato y los cortó por la mitad—. Ahora, imaginaos vuestro plato favorito. Call miró al Maestro Rufus y luego a Tamara y a Aaron. ¿ Era eso algún tipo de magia que se suponía que debían hacer? ¿ Acaso el Maestro Rufus estaba sugiriendo que si uno se imaginaba algo delicioso mientras se comía un sándwich de mortadela la mortadela sabría mejor? ¿ P odría leerle los pensamientos a Call? ¿ Y si los magos habían estado todo el tiempo viendo lo que pensaba y…? —Call —lo llamó el Maestro Rufus, y le hizo dar un bote del sobresalto—. ¿ Te pasa algo? —¿ P uede leerme los pensamientos? —soltó Call. El Maestro Rufus parpadeó una vez, lentamente, como uno de los inquietantes
lagartos del techo del Magisterium. —Tamara. ¿ P uedo leerle el pensamiento a Call? —Los magos sólo pueden leer el pensamiento si tú lo estás proyectando — contestó ella. El Maestro Rufus asintió. —Y con « proyectar» , ¿ qué crees que quiere decir, Aaron? —¿ P ensar con mucha fuerza? —respondió éste al cabo de un momento. —Sí —respondió el Maestro Rufus—. Así que, por favor, pensad con mucha fuerza. Call pensó en sus platos favoritos, repitiéndolos una y otra vez interiormente. Sin embargo, no paraba de distraerse con otras cosas, cosas que serían realmente divertidas si las dibujara. Como una tarta cocida dentro de un pastel. O treinta y siete chocolatinas apiladas formando una pirámide. En ese momento, el Maestro Rufus alzó las manos y Call se olvidó de pensar en otras cosas. El primer sándwich comenzó a ensancharse, hilillos de mortadela se enrollaban formando espirales sobre el plato. Empezó a despedir olores deliciosos. Aaron se inclinó hacia él, hambriento a pesar de las patatas fritas que se había comido en el autocar. La mortadela se convirtió en una bandeja, un cuenco y una botella: el cuenco rebosaba de macarrones con queso cubiertos de pan rallado; humeaba como si acabara de salir del horno. En la bandeja había un pastelillo de chocolate cubierto de nata batida, y la botella estaba llena de un líquido de color ámbar que Call supuso que sería zumo de manzana. —¡Guay! —exclamó Aaron, perplejo—. Es exactamente lo que me he imaginado. P ero ¿ es real? El Maestro Rufus asintió. —Tan real como el sándwich. Recuerda el Cuarto P rincipio de la Magia: « P uedes cambiar la forma de las cosas, pero no su naturaleza esencial» . Y como no he alterado la esencia de la comida, ha sido una auténtica transformación. Ya sabes, Tamara. Call se preguntó si eso significaba que los macarrones con queso de Aaron sabrían a mortadela. P ero al menos parecía que no era el único que no recordaba los principios de la magia. Tamara se acercó a coger su bandeja mientras su comida se transformaba. Contenía un gran plato de sushi con un montón de algo verde en un lado y un bol de salsa de soja en el otro. Iba acompañado de otro cuenco con tres bolas de helado de mochi de color rosa. P ara beber, tenía una taza de té verde caliente, y lo cierto era que parecía contenta con él. Entonces le llegó el turno a Call. Fue a coger su bandeja con bastante escepticismo, sin estar muy seguro de lo que iba a encontrarse. P ero en realidad sí
que contenía su cena favorita: palitos de pollo rebozados con salsa ranchera para mojar, un cuenco más pequeño de espaguetis con tomate y un sándwich de mantequilla de cacahuete con cornflakes de postre. En su taza había chocolate caliente con nata batida y nubes de colores adornándolo por encima. El Maestro Rufus parecía complacido. —Y ahora, os dejo para que os instaléis. Alguien os traerá pronto vuestras cosas… —¿ P uedo llamar a mi padre? —preguntó Call—. Quiero decir, ¿ hay algún teléfono que pueda usar? Yo no tengo móvil. Se hizo el silencio. —Los móviles no funcionan en el Magisterium —le contestó finalmente el Maestro Rufus, con más amabilidad de la que Call se había esperado—. Estamos demasiado metidos en la tierra para eso. Tampoco tenemos teléfonos fijos. P ara comunicarnos empleamos los elementos. Te sugeriría que le dieras un poco de tiempo a Alastair para calmarse, y luego tú y yo lo llamaremos juntos. Call se tragó una protesta. No había sido un no chungo, pero era un no definitivo. —Bien —continuó el Maestro Rufus—. Os espero a los tres, levantados y vestidos, mañana a las nueve, y además, confío en que estéis bien alerta y con ganas de aprender. Tenemos un enorme trabajo que hacer juntos, y lamentaría mucho que no demostrarais estar a la altura de lo prometedores que parecíais en la P rueba. Call supuso que se refería a Tamara y a Aaron, ya que él, si estaba a la altura de lo prometedor que parecía, seguramente haría estallar en llamas el río subterráneo. Después de que el Maestro Rufus se fuera, los chicos se sentaron en taburetes de estalagmitas ante la pulida mesa de piedra para comer juntos. —¿ Y si te pones salsa ranchera en los espaguetis? —preguntó Tamara, que miraba la bandeja de Call con los palillos en el aire, a medio camino de la boca. —Entonces aún estarían más buenos —contestó Call. —¡Qué asco! —masculló Tamara mientras diluía el wasabi en la salsa de soja sin salpicar ni una gota fuera del plato. —¿ De dónde crees que han conseguido el pescado fresco para el sushi, si estamos en una cueva? —inquirió Call, mientras se metía un palito de pollo en la boca—. Apuesto a que han lanzado una red en uno de esos estanques subterráneos y han apañado lo que hayan cogido. Moco de pescado. —Chicos —intervino Aaron como con resignación—. Vais a hacer que no pueda comerme los macarrones. —¡Moco de pescado! —exclamó Call de nuevo, y cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro sinuosamente, como un pez subterráneo. Tamara cogió la
bandeja y se fue a los sofás, donde se sentó dando la espalda a Call y comenzó a comer. Acabaron la cena en silencio. A pesar de casi no haber comido en todo el día, Call no pudo acabarse lo de su bandeja. Se imaginaba a su padre en casa. Sentado a la abarrotada mesa de la cocina. Echaba de menos todo eso, más de lo que nunca había añorado nada. Call apartó la bandeja y se puso en pie. —Me voy a la cama. ¿ Cuál es la mía? Aaron se echó atrás en la silla y lo miró. —Está el nombre en la puerta. —Oh —exclamó Call, y se sintió como un tonto y un poco asustado. Su nombre estaba allí, formado con las vetas de cuarzo: CALLUM HUNT. Entró. La habitación era lujosa, mucho más grande que la de su casa. Una gruesa alfombra cubría el suelo de piedra. Estaba tejida con los dibujos de los cinco elementos repetidos. Los muebles parecían hechos de madera petrificada. Brillaban con una especie de suave resplandor dorado. La cama era enorme y estaba cubierta con gruesas mantas azules y grandes almohadas. Había un armario y una cajonera, pero como Call no tenía ropa que guardar, se tumbó en la cama y se tapó la cara con una almohada. Eso sólo lo ayudó un poco. Oía las risitas de Tamara y Aaron provenientes de la sala común. Antes no habían mostrado ese nivel de confianza. Debían de haber esperado a que él se marchara. Algo le apretaba en el costado. Había olvidado la daga que su padre le había dado. La sacó del cinturón y la miró bajo la luz de la antorcha. Semíramis. Se preguntó qué querría decir esa palabra. Se preguntó si podría pasar los cinco años siguientes en ese cuarto, solo con su extraño cuchillo, mientras la gente se reía de él. Con un suspiro, dejó la daga sobre la mesilla, se metió bajo las sábanas y trató de dormir. P ero pasaron horas antes de que lo lograra.
CAPÍTULO SEIS A
Call lo despertó un ruido como si alguien le estuviera gritando en el oído. Se volvió de lado y se cayó de la cama; aterrizó de cuatro patas y se golpeó la rodilla contra el suelo de la cueva. El horrible sonido seguía y seguía, resonando por las paredes. La puerta de su dormitorio se abrió de golpe mientras los gritos comenzaban a apagarse. Apareció Aaron, y luego Tamara. Ambos llevaban el uniforme del primer curso: túnicas de algodón gris sobre unos pantalones anchos del mismo material, y tenían las muñequeras de hierro atadas a la muñeca; Tamara en la derecha, Aaron en la izquierda. Ella se había hecho dos largas trenzas con su oscura melena, una a cada lado de la cabeza. —¡Au! —exclamó Call, mientras permanecía acuclillado. —Sólo era la campana —le explicó Aaron—. Indica que es la hora del desayuno. Call nunca se había levantado con una alarma para ir a la escuela. Su padre siempre acudía a despertarlo sacudiéndole el hombro con cariño hasta que Call se daba la vuelta, somnoliento y protestando entre dientes. Tragó saliva; añoraba su casa terriblemente. Tamara señaló detrás de Call, con sus cejas perfectamente depiladas enarcadas.
—¿ Has dormido con tu cuchillo? Una mirada hacia la cama le mostró que el cuchillo que su padre le había dado ya no estaba en la mesilla sino en la cama; seguramente le habría dado un golpe al mover los brazos. Notó que se le sonrojaban las mejillas. —Hay quienes tienen peluches —dijo Aaron encogiéndose de hombros—. Otros tienen cuchillos. Tamara cruzó la habitación, se sentó en la cama y cogió la daga mientras Call se levantaba. No se apoyó en el travesaño de la cama para equilibrarse, aunque le habría gustado. Con la ropa arrugada por haber dormido vestido y el pelo alborotado que le salía de punta hacia todos lados, era consciente de que lo estaban mirando y de lo lento que tenía que moverse para evitar retorcerse la pierna, que ya le dolía. —¿ Qué es lo que pone? —preguntó Tamara, con el cuchillo en la mano e inclinándolo hacia un lado—. En la hoja, quiero decir. ¿ Semí… ram… mis? —Apuesto a que lo estás pronunciando mal —opinó Call, ya en pie. —Y yo apuesto a que ni siquiera sabes qué significa su nombre —replicó Tamara con una sonrisita de suficiencia. A Call ni se le había ocurrido que la palabra grabada en la hoja pudiera ser el nombre de la daga. No pensaba en los cuchillos como algo que tuviera nombre. Aunque supuso que el rey Arturo tenía a Excálibur y en El hobbit, Bilbo tenía a Dardo. —Lo podrías llamar « Miri» , para abreviar —dijo Tamara mientras le devolvía el cuchillo—. Es una bonita daga. Muy bien hecha. Call la miró a la cara para ver si se estaba burlando de él, pero parecía hablar en serio. Al parecer, Tamara respetaba una buena arma. —Miri —repitió él, mientras inclinaba el cuchillo para que la luz destellara sobre la hoja. —Vamos, Tamara —dijo Aaron tirándola de la manga—. Deja a Call que se vista. —Yo no tengo el uniforme —admitió Call. —Claro que lo tienes. Está justo ahí. —Tamara señaló los pies de la cama mientras Aaron la sacaba de la habitación—. Todos lo tenemos. Lo deben de haber traído los elementales del aire. Tamara tenía razón. Alguien había dejado un uniforme pulcramente doblado, justo de la talla de Call, sobre la manta, junto con una cartera de cuero. ¿ Cuándo habría sido? ¿ Mientras dormía? ¿ O no se había fijado en él la noche anterior? Se lo puso con cautela, después de sacudirlo por si tenía algo punzante o botones que se le pudieran clavar. La tela era fina, suave y muy cómoda. Las botas que encontró junto a la cama eran pesadas y le sujetaban con fuerza el tobillo dañado, equilibrándolo. El único problema era que no tenía ningún bolsillo en el que meter a Miri. Finalmente,
envolvió el cuchillo en uno de sus calcetines viejos y se lo metió en la caña de la bota. Luego se pasó la correa de la cartera de cuero por encima de la cabeza y salió a la sala común, donde Tamara y Aaron estaban sentados frente a un furioso Maestro Rufus, que estaba ante ellos con los brazos cruzados. —Los tres os habéis retrasado —gruñó—. La sirena de la mañana es para llamar al desayuno en el comedor, no vuestro despertador personal. Será mejor que esto no vuelva a pasar u os perderéis el desayuno por completo. —P ero nosotros… —comenzó Tamara mientras miraba tímidamente hacia Call. El Maestro Rufus le clavó la mirada. —¿ Vas a decirme que tú estabas lista y que otra persona ha hecho que te retrasaras, Tamara? P orque entonces yo te diría que es responsabilidad de mis aprendices cuidar los unos de los otros, y que el fallo de uno es el fallo de todos. Bien, ¿ qué era lo que ibas a decirme? Tamara agachó la cabeza y las trenzas se le balancearon. —Nada, Maestro Rufus —contestó. El Maestro asintió una vez, abrió la puerta y salió al pasillo, esperando que ellos lo siguieran. Call cojeó hacia la puerta, deseando fervientemente en que no fuera un largo paseo y confiando aún más fervientemente en conseguir evitar meterse en más líos antes de poder comer algo. De repente, Aaron apareció a su lado. Call casi soltó un grito de sorpresa. Aaron tenía la sorprendente costumbre de hacer eso, pensó Call, encajarse a su lado como un decidido imán rubio. Aaron le dio un ligero empujón en el hombro y se miró la mano que tenía bajada, como queriéndole decir algo. Call le siguió la mirada y vio que algo colgaba de los dedos de Aaron. Era la muñequera de Call. —P óntela —le susurró Aaron—. Antes de que Rufus lo vea. Se supone que debemos llevarla siempre. Call gruñó, pero cogió la muñequera y se la colocó en la muñeca, donde destelló con un color gris plomizo, como unas esposas. « Eso tiene sentido —pensó—. Después de todo, aquí soy un prisionero» . Como esperaba, el comedor no estaba lejos. A distancia, no sonaba diferente de la cafetería de su escuela: el ruido de chicos charlando, el resonar de los cubiertos. El comedor era otra gran caverna con más pilares gigantes de lo que parecía helado derretido convertido en piedra. Trocitos de mica salpicaban la roca, y el techo de la caverna desaparecía en las sombras sobre sus cabezas. Sin embargo, era demasiado temprano para que Call se quedara abiertamente pasmado por la grandeza del lugar. Sólo quería volver a dormir e imaginar que el día anterior nunca había existido y que estaba en casa con su padre, esperando el autobús que lo transportaría a su escuela de siempre, donde le dejaban llevar ropa normal y dormir en una cama normal y comer comida normal.
P orque no era comida nada normal la que los esperaba en el comedor. Humeantes calderos de piedra se alineaban a un lado y contenían una mezcla de comida de lo más rara: tubérculos de color lila estofados, vegetales tan oscuros que eran casi negros, líquenes peludos y una seta con el sombrero con manchas rojas y tan grande como una pizza cortada en porciones. Té marrón en el que flotaban trozos de corteza de árbol humeaba en un cuenco cercano. Chicos con uniformes de color azul, verde, blanco, rojo y gris, cada uno de ellos indicando un curso diferente del Magisterium, se lo servían con un cucharón en unas tazas de madera tallada. Sus muñequeras destellaban en oro, plata, cobre y bronce, muchas de ellas con varias piedras de colores añadidas. Call no estaba seguro de lo que significaban las piedras, pero eran muy guays. Tamara ya se estaba sirviendo un poco de algo verde en el plato. P ero Aaron miraba la selección con la misma cara de horror que Call. —P or favor, dime que el Maestro Rufus va a transformar todo esto en otra cosa — dijo Aaron. Tamara contuvo una carcajada y pareció sentirse culpable. Call tuvo la sensación de que la chica provenía de una familia que no reía mucho. —Ya verás —dijo. —¿ Veremos? —graznó Drew. P arecía un poco perdido sin su camiseta con el poni, vestido con la sencilla túnica gris de cuello alto y los pantalones también grises que eran el uniforme de los alumnos del Curso de Hierro. Cogió receloso un cuenco de líquenes, lo volcó y luego se apartó, haciendo como que no había sido él. Una de los magos que esperaban junto a las mesas (Call la había visto a ella y a su elaborado collar con forma de serpiente durante la P rueba) suspiró y fue a limpiarlo. Call parpadeó cuando le pareció ver que, por un instante, el collar se había movido. Luego decidió que estaba viendo visiones. Seguramente estaba sufriendo el mono de la falta de cafeína. —¿ Dónde está el café? —le preguntó a Aaron. —No puedes beber café —le contestó éste, que estaba cogiendo una porción de seta con los ojos entrecerrados—. Es malo para ti. No te deja crecer. —P ero en casa siempre bebo —protestó Call—. Todos los días tomo café. Lo bebo expreso. Aaron se encogió de hombros, lo que parecía ser su gesto habitual cuando se encontraba con alguna nueva locura de las de Callum. —Hay ese té raro —indicó. —P ero me encanta el café —se quejó Call mirando el potingue verde que tenía delante. —Me falta el beicon —aportó Celia, que estaba detrás de Call en la fila. Tenía un nuevo y brillante clip en el pelo; ahora era una mariquita. A pesar de su alegre
aspecto, parecía bastante desolada. —El mono de la cafeína te vuelve loco —le dijo Call—. P odría írseme la olla y matar a alguien. Celia se rio como si Call hubiera hecho un chiste divertido. Quizá pensara que había sido eso, un chiste. Call se fijó en que Celia era guapa, con la melena rubia y la nariz un poco quemada por el sol y salpicada de pecas. Recordó que, junto a Jasper y Gwenda, ella era una de los aprendices de la Maestra Milagros. Sintió pena por la chica al pensar que tenía que vivir en la misma sala que el pesado de Jasper. —Sí que podría matar a alguien —repuso Tamara como si nada, mirando hacia atrás—. Tiene un enorme cuchillo en su… —¡Tamara! —la interrumpió Aaron. Ésta puso una sonrisita inocente antes de dirigirse hacia la mesa del Maestro Rufus con su bandeja. P or primera vez, Call se preguntó si, después de todo, no tendría algo en común con Tamara: un instinto para montar líos. Toda la estancia estaba llena de mesas de piedra ante las que los grupos de aprendices se sentaban en taburetes, algunos de segundo y tercer curso con sus Maestros, y otros solos. Todos los alumnos del Curso de Hierro estaban con sus Maestros: Jasper, Celia, Gwenda y un chico llamado Nigel, con la Maestra Milagros, cuyo mechón rosa brillaba mucho esa mañana; Drew, Rafe y una chica llamada Laurel con el Maestro Lemuel, que parecía un cascarrabias. Sólo unos cuantos alumnos con los uniformes blanco y rojo de los cursos cuarto y quinto se hallaban presentes, y estaban todos sentados juntos en un rincón, manteniendo lo que parecía ser una discusión muy seria. —¿ Dónde está el resto de los chicos mayores? —preguntó Call. —En misiones —respondió Celia—. Los aprendices mayores aprenden haciendo trabajo de campo, y algunos magos adultos vienen aquí para emplear las instalaciones en sus investigaciones y experimentos. —¿ Lo ves? —dijo Call en voz baja—. ¡Experimentos! Celia no parecía especialmente preocupada. Sonrió un poco a Call y se dirigió a la mesa de su Maestra. Call se dejó caer en una silla entre Aaron y el Maestro Rufus, que ya se hallaba sentado ante un austero desayuno, consistente en un único cucharón de liquen. El plato de Call estaba lleno de champiñones y potingue verde, aunque no recordaba habérselo servido. « Se me debe de estar yendo la olla» , pensó. Y cogió una cucharada de champiñones y se la metió en la boca. El sabor le estalló en la lengua. Era bueno. Muy bueno. Crujiente en los bordes y un poco dulce, como el sirope de arce sobre las salchichas cuando todo se fundía. —Humm —se relamió Call mientras tomaba otra cucharada. La verdura era
cremosa y muy sabrosa, como gachas con azúcar moreno. Aaron se lo estaba tragando a paladas, con cara de sorpresa. Call esperaba ver a Tamara sonriéndole con superioridad por haberse sorprendido tanto, pero ni siquiera lo miraba. Estaba saludando a una chica alta y delgada que se hallaba en la otra punta de la sala; tenía el mismo cabello largo y oscuro y las mismas cejas perfectas que Tamara. Una muñequera de cobre brilló en su muñeca cuando alzó la mano para hacerle un perezoso gesto de saludo. —Mi hermana —informó Tamara con orgullo—. Kimiya. Call miró a la chica, sentada a una mesa con otros estudiantes de verde y el Maestro Rockmaple, y después volvió a mirar a Tamara. Se preguntó cómo sería ser feliz allí, alegrarse de haber sido escogido en vez de que todo fuera un terrible accidente. Tamara y su hermana parecían estar totalmente convencidas de que aquél era un buen lugar, de que no era la guarida de maldad que su padre le había descrito. P ero ¿ por qué iba a mentirle su padre? El Maestro Rufus estaba cortando su liquen de un modo muy raro; lo hacía a rebanadas, como si fuera una barra de pan. Después cortó cada una de esas rebanadas por la mitad y luego otra vez por la mitad. Eso le pareció tan inquietante a Call que se volvió hacia Aaron. —¿ Y tú tienes familia aquí? —le preguntó. —No —contestó Aaron, y apartó la mirada de Call, como si no le gustara hablar de eso—. No tengo familia en ninguna parte. Oí hablar del Magisterium a una chica que conozco. Observó un truco que yo hacía algunas veces cuando me aburría: hacer bailar las motas de polvo formando dibujos. Dijo que tenía un hermano que había estado aquí y que, aunque se suponía que él no tenía que haberle dicho nada, se lo había contado. Después de graduarse y de que ella fuera a vivir con él, comencé a practicar para la P rueba. Call miró de reojo a Aaron sobre su plato de setas. Había algo en el modo demasiado desenfadado con que explicaba esa historia que hizo que Call se preguntara si no habría algo más. P ero no quería preguntárselo. No le gustaba nada que la gente quisiera meterse en su vida. Quizá a Aaron le pasara igual. Los dos guardaron silencio mientras daban vueltas a la comida en el plato. Tamara siguió comiendo. Desde el otro lado de la sala, Jasper deWinter agitaba los brazos; era evidente que quería atraer su atención. Call le dio un pequeño codazo a Tamara y ella lo miró mal. Rufus dio un pequeño y preciso mordisco al liquen. —Veo que vosotros tres ya os habéis hecho muy amigos. Nadie dijo nada. Los gestos que Jasper le hacía a Tamara se estaban volviendo un poco exagerados. Estaba claro que le estaba pidiendo que hiciera algo, pero a Call no se le ocurría el qué. ¿ P egar un bote en el aire? ¿ Tirar las gachas?
Tamara se volvió hacia el Maestro Rufus y respiró hondo, como si se estuviera preparando para hacer algo que no tenía demasiadas ganas de hacer. —¿ Cree que podría repensarse lo de Jasper? Sé que su sueño era que usted lo eligiera, y hay sitio para uno más en nuestro grupo… —Se calló, seguramente porque el Maestro Rufus la estaba mirando como un ave de presa a punto de arrancarle la cabeza a un ratón. Cuando finalmente el Maestro habló, su tono era frío, no enfadado. —Sois tres en el equipo. Vais a trabajar juntos y a luchar juntos, y sí, incluso a comer juntos, durante los cinco próximos años. Os he escogido no como individuos, sino como una combinación. Nadie más se va a unir a vosotros, porque eso alteraría la combinación. —Se puso en pie y apartó la silla con un decidido empujón—. Ahora, ¡en pie! Vamos a nuestra primera lección. La formación de Call en el uso de la magia estaba a punto de comenzar.
CAPÍTULO SIETE Call
estaba preparado para una larga y penosa caminata por las cavernas, pero el Maestro Rufus los llevó por un pasillo recto hasta un río subterráneo. A Call le hizo pensar en un túnel del metro de Nueva York; había ido a la ciudad con su padre en busca de antigüedades y recordaba haber mirado hacia la oscuridad, esperando al brillo de las luces que indicaban la llegada de un tren. Siguió el río con la mirada tal como había hecho entonces, aunque en ese momento no estaba seguro de qué estaba buscando. Una pared de roca se alzaba a su espalda, y el agua fluía rápidamente ante ellos hacia una caverna más pequeña de la que sólo podían ver sombras. Un húmedo olor mineral flotaba en el aire. A lo largo de la orilla había siete botes grises amarrados en perfecto orden. Estaban construidos con planchas de madera, cada una sobrepuesta sobre la cuaderna inferior, unidas todas por delante y ensambladas con remaches de acero; todo eso hacía que se parecieran mucho a los barcos vikingos. Call buscó los remos con la mirada, o un motor, o incluso una pértiga, pero no vio ningún medio para propulsar el barco. —Adelante —dijo el Maestro Rufus—. Subid. Aaron subió al primero de los botes y le tendió la mano a Call para ayudarlo a subir. A regañadientes, Call se la cogió. Tamara subió a continuación, y hasta ella
parecía un poco nerviosa. En cuanto se hubo sentado, el Maestro Rufus subió al bote. —Éste es el modo más corriente de movernos por el Magisterium: usamos los ríos subterráneos. Hasta que podáis orientaros, yo os llevaré por las cuevas. Finalmente, cada uno de vosotros aprenderá los caminos y cómo obligar al agua a que lo lleve a donde quiere ir. El Maestro Rufus se inclinó sobre la borda del bote y le susurró al agua. Se vieron pequeñas ondas en la superficie, como si el viento la hubiera movido, aunque en aquel túnel subterráneo no había viento en absoluto. Aaron se levantó para hacer una pregunta, pero de repente el bote comenzó a moverse y él cayó de espaldas sobre su asiento. Una vez, cuando Call era mucho más pequeño, su padre lo había llevado a un gran parque de atracciones, una de las cuales empezaba así, subidos a un bote. Había chillado de terror en todas ellas, a pesar de la música alegre y las animadas marionetas bailarinas. Y aquéllos no eran más que viajes de ficción. El de ahora era real. Call no paraba de pensar en murciélagos y rocas puntiagudas y en cómo, a veces, en las cuevas había barrancos y agujeros que se hundían como un millón de metros bajo el nivel del mar. ¿ Cómo iban a poder evitar cosas como ésas? ¿ Cómo podrían saber si iban por el camino correcto en la oscuridad? El bote cortó el agua en dirección a la oscuridad. Era la oscuridad más profunda en la que Call se había hallado jamás. No podía ni verse la mano ante la cara. El estómago se le retorció. Tamara hizo un ruidito. Call se alegró de no ser el único que estaba asustado. Entonces, a su alrededor, la cueva adquirió una reluciente vida. P asaron a una estancia donde las paredes despedían una luminiscencia pálida procedente del musgo verde. La propia agua se volvía luz allí donde la proa la hendía, y cuando Aaron pasó la mano por la superficie, también se le iluminaron los dedos. Salpicó agua al aire y se trasformó en una cascada de chispas. —Guay —murmuró Aaron con admiración. Sí que era guay. Call comenzó a relajarse mientras el bote se deslizaba en silencio por la resplandeciente agua del río. P asaron junto a paredes de roca con rayas de docenas de colores, y salas donde colgaban del techo largas viñas pálidas que hundían sus zarcillos en el agua. Luego se deslizaron por un túnel oscuro y surgieron en otra cámara de piedra, donde las estalactitas de cuarzo destellaban como hojas de acero y en la que la piedra parecía tomar naturalmente la forma de bancos curvados, incluso de mesas; en una de las cámaras, pasaron ante dos silenciosos Maestros, que jugaban a las damas con piezas que volaban por el aire. —¡He ganado! —exclamó uno de ellos, y los discos de madera comenzaron a recolocarse solos en la posición inicial.
Como guiado por una mano invisible, el bote, con un suave balanceo, atracó por sí solo cerca de una pequeña plataforma con escalones de piedra. Aaron fue el primero en bajar a tierra, seguido de Tarama y luego de Call. Aaron le tendió una mano para ayudarlo, y Call, deliberadamente, hizo como si no la viera. Empleó los brazos para impulsarse por encima de la borda y aterrizó con mal pie. P or un momento pensó que iba a caerse hacia atrás, al río, con una enorme salpicadura luminiscente. Una mano grande lo agarró por el hombro y lo equilibró. Alzó la mirada, sorprendido, y se encontró al Maestro Rufus, que lo observaba con una extraña expresión. —No necesito su ayuda —soltó Call, entre sobresaltado y ofendido. Rufus no dijo nada, y el chico no supo interpretar su expresión en absoluto. Rufus apartó la mano del hombro del muchacho. —Venid —dijo, y comenzó a caminar por un gastado sendero que recorría la orilla llena de piedras. El camino llevaba a una lisa pared de granito. Cuando Rufus puso la mano sobre la piedra, ésta se tornó transparente. Call ni siquiera se sorprendió. Había comenzado a esperarse siempre lo más raro. Rufus atravesó la pared como si estuviera hecha de aire. Tamara se metió tras él. Call miró a Aaron, que se encogió de hombros. Respiró hondo y los siguió. Llegó a una cámara con paredes de piedra desnuda. El suelo era totalmente liso, y en el centro de la cámara había una pila de arena. —P rimero quiero repasar los Cinco P rincipios de la Magia. P uede que recordéis alguno de vuestra primera lección en el autocar, pero no espero que ninguno de vosotros, ni siquiera tú, Tamara, por muchas veces que te los hayan repetido tus padres, los entendáis plenamente hasta que hayáis aprendido muchas otras cosas. P ero podéis anotarlos, y espero que penséis en ellos. Call rebuscó en su cartera y sacó lo que parecía ser una libreta cosida a mano y una de esas molestas plumas de la P rueba. La sacudió ligeramente, esperando que esta vez no le estallara. El Maestro Rufus comenzó a hablar y Call se afanó en anotar lo que decía lo suficientemente deprisa:
1. El poder proviene del desequilibrio; el control proviene del equilibrio. 2. Todos los elementos actúan según su naturaleza: el fuego quiere quemar, el agua quiere fluir, el aire quiere subir, la tierra quiere atar, el caos quiere devorar. 3. En toda la magia hay un intercambio de poder.
4. Puedes cambiar la forma de las cosas, pero no su naturaleza esencial. 5. Todos los elementos tienen un contrapeso. El fuego es el contrapeso del agua. El aire es el contrapeso de la tierra. El contrapeso del caos es el alma.
—Durante el examen —continuó el Maestro Rufus—, todos vosotros mostrasteis poder. P ero sin foco, el poder no es nada. El fuego puede quemarte la casa o calentarte; la diferencia está en tu capacidad para controlarlo. Sin un foco, es muy peligroso trabajar con los elementos. No necesito deciros hasta qué punto puede serlo. Call alzó la mirada esperando encontrarse al Maestro Rufus mirándolo, porque el Maestro Rufus siempre miraba a Call cuando decía algo siniestro. Sin embargo, en esta ocasión estaba mirando a Tamara. Ésta se sonrojó violentamente y alzó la barbilla, desafiante. —Cuatro días a la semana, vosotros tres estudiaréis conmigo. El quinto día, tendréis una lección con alguno de los otros magos, y luego, una vez al mes, habrá un ejercicio en el que deberéis emplear lo que hayáis aprendido. Ese día, podéis encontraros compitiendo contra otros grupos de aprendices o trabajando con ellos. Hay una biblioteca y salas de prácticas, y la Galería, donde podéis pasar el rato. ¿ Alguna pregunta antes de que comencemos con la primera lección? Nadie abrió la boca. Call quiso decir algo sobre que le encantaría que le explicara cómo llegar a la Galería, pero se contuvo. Recordó haberle dicho a su padre en el hangar que haría que lo expulsaran del Magisterium, pero esa mañana se había despertado pensando que quizá eso no fuera muy buena idea. Después de todo, intentar suspender los exámenes delante de Rufus no había servido de nada, así que hacer el tonto también podría ser una pérdida de tiempo. Era evidente que el Maestro Rufus no lo dejaría comunicarse con Alastair hasta que Call aceptara ser su aprendiz. Y por mucho que lo fastidiara, seguramente tendría que portarse lo mejor posible para que Rufus se relajara y lo dejara contactar con su padre. Entonces, cuando por fin pudiera hablar con él, planearían juntos su huida. Aunque le habría gustado sentir un poco más de entusiasmo ante la idea de huir. —Muy bien. Entonces ¿ por qué creéis que he preparado la sala de esta manera? —Supongo que necesitaba fortificar su castillo de arena, ¿ no? —masculló Call por lo bajo. Incluso su mejor comportamiento no parecía ser lo suficientemente bueno. Aaron, a su lado, contuvo una carcajada. El Maestro Rufus alzó una ceja, pero no hizo nada más que indicara que había oído el comentario de Call. —Quiero que os sentéis formando un círculo alrededor de la arena. Sentaos como
estéis más cómodos. Cuando estéis listos, tenéis que concentraros en mover la arena con la mente. Sentid el poder del aire que os rodea. Sentid el poder de la tierra. Sentidlo alzándose a través de la planta de los pies y en el aire que respiráis. Ahora, concentraos en él. Grano a grano, vais a separar la arena en dos montones, uno claro y otro oscuro. ¡Comenzad! Lo dijo como si fueran a empezar una carrera y les hubiera dado luz verde, pero Call, Tamara y Aaron se lo quedaron mirando horrorizados. Tamara fue la primera en conseguir hablar. —¿ Separar la arena? —preguntó—. P ero ¿ no deberíamos estar aprendiendo algo más útil? Como luchar contra seres elementales malvados, o pilotar el bote, o… —Dos montones —repitió Rufus interrumpiéndola—. Uno claro y otro oscuro. Comenzad ahora. Se dio la vuelta y se alejó. La pared se volvió de nuevo transparente cuando él se acercó, luego, después de que la hubiera cruzado, volvió a su pétreo estado original. —¡Ni siquiera nos da herramientas! —soltó Tamara acongojada. Los tres se quedaron solos en una sala sin ventanas ni puertas. Call se alegró de no sufrir de claustrofobia, o ya se estaría mordiendo el brazo. —Bueno —dijo Aaron—. Supongo que deberíamos empezar. Ni siquiera él consiguió reflejar ningún entusiasmo en su propuesta. El suelo estaba frío cuando Call se sentó, y se preguntó cuánto rato pasaría antes de que la humedad hiciera que la pierna le doliera. Trató de no pensar en eso mientras Tamara y Aaron se sentaban, formando entre los tres un triángulo alrededor de la pila de arena. Los tres la miraron. Finalmente, Tamara extendió la mano y un poco de arena se alzó en el aire. —Claro —dijo, y envió un grano rodando hacia el suelo—. Oscuro. —Ése lo envió también al suelo, aunque un poco separado del anterior. —No puedo creer que haya estado pensando que la escuela de magia podría ser peligrosa —soltó Call, mientras miraba la pila de arena con los párpados entrecerrados. —P uedes morirte de aburrimiento —lo secundó Aaron. Call soltó una risita. Tamara los miró tristemente. —Esa idea es lo único que me hace continuar. P or difícil que Call hubiera imaginado que sería mover pequeños granos de arena con la mente, resultó ser aún más difícil. Recordó las veces que había movido cosas antes; cómo había roto accidentalmente el cuenco durante su examen con el Maestro Rufus y cómo había notado algo parecido a un zumbido en la cabeza. Se concentró en ese zumbido mientras miraba la arena, y ésta comenzó a moverse. Era un poco como si estuviera manejando un aparato con control remoto; no eran sus dedos los que cogían la arena, pero él estaba haciendo que se moviera. Notaba las manos sudorosas
y el cuello tenso. Conseguir que un grano de arena se mantuviera en el aire el tiempo suficiente para ver si era claro u oscuro no era sencillo. Lo peor era dejarlo caer sin que se desmoronara la pila que ya se estaba formando. Más de una vez, su concentración falló y dejó caer el grano en el montón equivocado. Entonces tenía que encontrarlo y sacarlo, lo que requería tiempo y aún más concentración. No había relojes en la sala de la arena, y ninguno de los tres tenía uno de pulsera, así que Call no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido. Finalmente, apareció otro alumno: era alto y desgarbado, y vestía de azul con un cinturón de bronce en la cintura, lo que indicaba que llevaba tres años en el Magisterium. Call creyó recordar haberlo visto sentado con la hermana de Tamara y el Maestro Rockmaple en el comedor esa mañana. Call lo miró de reojo para ver si parecía especialmente siniestro, pero el joven sólo sonrió desde debajo de una alborotada mata de cabello castaño y les dejó un saco de arpillera con liquen y sándwiches de queso, además de una jarra de barro llena de agua. —Comed, chavales —dijo, y se fue por donde había llegado. Call se dio cuenta de que estaba hambriento. Llevaba horas concentrado y notaba el cerebro espeso. Estaba agotado, demasiado cansado para charlar mientras comía. Y lo peor, comprobó mientras observaba el resto de la arena, era que sólo habían separado una pequeña parte del montón. La pila que quedaba parecía enorme. Eso no era volar. Eso no era lo que se había imaginado que sería hacer magia. Eso era una mierda. —Sigamos —dijo Aaron—. O también tendremos que cenar aquí. Call intentó concentrarse, poner toda su atención en un único grano, pero la mente se le iba hacia la rabia. La arena estalló, todos los montones salieron volando, los granos salpicaron las paredes y cayeron en una masa gigante y sin separar. Todo su duro trabajo a la porra. Tamara ahogó un grito, horrorizada. —¿ Qué… qué has hecho? Incluso Aaron miró a Call como si fuera a estrangularlo. Era la primera vez que Call veía a Aaron enfadado. —Lo… lo… —Call quería decir que lo sentía, pero se tragó las palabras. Sabía que no servirían de nada—. Ha pasado, sin más. —Voy a matarte —dijo Tamara con toda la calma del mundo—. Voy a apilar tus entrañas en diferentes montones. —Huy —exclamó Call. Casi la creía. —Vale —intervino Aaron, mientras respiraba hondo para calmarse y apretaba las manos alrededor de la cabeza, como si estuviera intentando volver a meter toda la rabia dentro del cráneo—. Bien, tendremos que empezar de nuevo.
Tamara dio una patada a la arena, luego se agachó y reinició la tediosa tarea de ir moviendo grano tras grano con la mente. Ni siquiera miró a Call. Éste trató de concentrarse de nuevo, con los ojos ardiendo. P ara cuando el Maestro Rufus volvió y les dijo que podían ir a cenar y luego a su cuarto, a Call le dolía la cabeza y había decidido que nunca más iría a la playa. Aaron y Tamara ni le dirigieron una mirada mientras recorrían los pasillos. El comedor estaba lleno de chicos charlando amistosamente, un montón de ellos riendo. Call, Tamara y Aaron se quedaron en la puerta detrás del Maestro Rufus y miraron frente a ellos con los ojos vidriosos. Los tres tenían arena en el cabello y manchas de suciedad en el rostro. —Comeré con los otros Maestros —los informó el Maestro Rufus—. Haced lo que queráis el resto de la tarde. Como robots, Call y los otros dos cogieron la comida: sopa de champiñones, más montones de líquenes de diferentes colores y un extraño pudín opalescente como postre; luego se sentaron a una mesa con otro grupo de alumnos del Curso de Hierro. Call reconoció a unos cuantos: Drew, Jasper y Celia. Se sentó frente a Celia, y ella no le volcó inmediatamente la sopa sobre la cabeza, cosa que sí le había pasado en su última escuela; Call lo interpretó como una buena señal. Los Maestros se sentaban juntos a una mesa redonda al otro lado de la sala, seguramente maquinando nuevas torturas para sus alumnos. Call estaba seguro de que varios de ellos sonreían de un modo bastante siniestro. Mientras los observaba, tres personas vestidas con uniformes de color verde oliva, dos hombres y una mujer, cruzaron la puerta e hicieron una ligera inclinación de cabeza hacia la mesa de los Maestros. —Son miembros de la Asamblea —informó Celia a Call—. Es el órgano que nos gobierna, establecido después de la Segunda Guerra de los Magos. Esperan que uno de los chicos mayores resulte ser un mago del caos. —¿ Como este tipo, el Enemigo de la Muerte? —preguntó Call—. ¿ Qué pasa si encuentran a magos del caos? ¿ Los matan o qué? Celia bajó la voz. —¡No, claro que no! Quieren encontrar a un mago del caos. Dicen que hace falta un makaris para detener a otro makaris. Mientras el Enemigo sea el único makaris vivo, tiene ventaja sobre nosotros. —Si alguna vez creen que alguien de aquí puede tener ese poder, lo comprobarán —añadió Jasper, que se acercó más para participar en la conversación—. Están desesperados. —Nadie cree que el Tratado vaya a durar —intervino Gwenda—. Y si la guerra comienza de nuevo… —Bueno, ¿ y qué les hace pensar que alguien de aquí puede ser lo que están
buscando? —preguntó Call. —Como he dicho —respondió Jasper—, están desesperados. P ero no te preocupes, tu puntuación es demasiado mala. Los magos del caos tienen que ser muy buenos magos. Durante un minuto Jasper se había comportado como un ser humano, pero el minuto había pasado. Celia lo miró enfadada. Iniciaron una conversación sobre su primera lección. Drew les dijo que el Maestro Lemuel había sido muy duro durante las clases, y quería saber si los Maestros de los demás también lo habían sido. Todos comenzaron a hablar a la vez, y muchos de ellos describieron lecciones que parecían ser mucho menos frustrantes y bastante más divertidas que la de Call y sus compañeros. —La Maestra Milagros nos ha dejado guiar los botes —presumió Jasper—. Había algo parecido a cascadas. Era como hacer rafting en aguas blancas. Fantástico. —Qué bien —dijo Tamara sin ningún entusiasmo. —Jasper ha hecho que nos perdiéramos —explicó Celia mientras masticaba lentamente un trozo de liquen, y a Jasper le destellaron los ojos, enfadado. —Sólo durante un minuto —replicó—. No ha pasado nada. —El Maestro Tanaka nos ha enseñado a hacer bolas de fuego —contó un chico llamado P eter, y Call recordó que Tanaka era el nombre del Maestro que había elegido a sus discípulos después de Milagros—. Contuvo el fuego y nosotros ni siquiera nos quemamos. —Le brillaban los ojos. —El Maestro Lemuel nos ha tirado piedras —dijo Drew. Todos se lo quedaron mirando. —¿ Qué? —preguntó Aaron. —Drew —siseó Laurel, otra de las aprendices del Maestro Lemuel—. No es cierto. Nos estaba mostrando cómo puedes mover piedras con la mente. Drew se puso en el camino de una. « Eso explica el gran morado que Drew tiene en la clavícula» , pensó Call, un poco mareado. Recordó las advertencias de su padre cuando le decía que a los Maestros no les importaba hacer daño a sus alumnos. —Mañana va a ser metal —comentó Drew—. Apuesto a que nos tira cuchillos. —P referiría que me lanzaran cuchillos que pasarme todo el día delante de un montón de arena —replicó Tamara sin ninguna compasión—. Al menos los cuchillos los puedes esquivar. —P arece que Drew no —repuso Jasper con una sonrisita burlona. P or una vez, se estaba metiendo con alguien que no era Call, pero a éste no le reportó ningún placer. —Aquí no puede ser que sólo haya clases —dijo Aaron con cierto tonillo en la voz, normalmente tan calmada—. ¿ No? Debe de haber algo divertido. ¿ Cuál era ese
sitio que nos ha mencionado el Maestro Rufus? —P odríamos ir a la Galería después de cenar —sugirió Celia mirando directamente a Call—. Hay juegos. Jasper parecía molesto. Call sabía que debería ir con Celia a la Galería, fuera eso lo que fuese. Cualquier cosa que cabreara a Jasper valía la pena hacerla, además, necesitaba aprender a moverse por el Magisterium, hacerse un mapa como hacía en los videojuegos. Necesitaba una ruta de escape. Call negó con la cabeza mientras se metía una cucharada de liquen en la boca. Sabía a bistec. Miró a Aaron, que también parecía cansado. Call se notaba el cuerpo como si fuera de plomo. Sólo quería ir a dormir. Al día siguiente ya comenzaría a buscar una salida del Magisterium. —Creo que hoy no me apetece nada jugar —le dijo a Celia—. Otro día.
—Quizá lo de hoy haya sido una prueba —dijo Tamara mientras se dirigían a sus habitaciones después de cenar—. De nuestra paciencia o de nuestra capacidad para aceptar órdenes. Quizá mañana comencemos con el entrenamiento de verdad. Aaron, que iba deslizando una mano por la pared al andar, tardó un momento en responder. —Sí, quizá. Call no dijo nada. Estaba demasiado cansado. Estaba descubriendo que la magia era un trabajo duro.
El día siguiente, Tamara vio evaporarse sus esperanzas cuando regresaron al lugar que Call había bautizado como la Sala de la Arena y el Aburrimiento para acabar de separar la arena. Aún les quedaba bastante. Call volvió a sentirse culpable. —P ero cuando acabemos —le preguntó Aaron al Maestro Rufus—, podremos hacer otras cosas, ¿ verdad? —Concéntrate en la tarea que tienes entre manos —le contestó el mago enigmáticamente. Y se marchó a través de la pared. Con grandes suspiros, se pusieron a trabajar. La separación de la arena les ocupó el resto de la semana. Tamara pasó todo el tiempo después de las clases con su
hermana, con Jasper o con otros alumnos de legado con aspecto de ricos, y Aaron se relacionaba con todo el mundo, mientras Call se quedaba de morros en su habitación. Luego, la separación de la arena duró otra semana más: la pila de arena que tenían que separar parecía crecer y crecer, como si alguien no quisiera que esa prueba acabara. Call había oído hablar de una tortura en la que una gota de agua caía sobre la frente del tipo una y otra vez hasta que éste se volvía loco. Nunca había entendido por qué pasaba eso, pero lo estaba entendiendo ahora. « Tiene que haber una manera más fácil» , pensó, pero la parte de su mente que planeaba cosas debía de ser la misma que empleaba para la magia, porque no se le ocurría nada. —Escuchad —dijo Call finalmente—, vosotros sois muy buenos en esto, ¿ no? Los mejores en los exámenes. Los primeros de la lista. Los otros lo miraron con ojos vidriosos. A Aaron parecía que se le hubiera caído una roca en la cabeza cuando nadie miraba. —Supongo —contestó Tamara. No parecía muy entusiasmada—. Al menos, los mejores de nuestro curso. —Muy bien. Y yo soy malísimo. El peor. Quedé en último lugar y ya la he fastidiado una vez, así que es evidente que yo no sé nada. P ero debe de haber una manera más rápida. Algo que deberíamos estar haciendo. Alguna lección que deberíamos estar aprendiendo. ¿ No se os ocurre nada? ¿ Lo que sea? —Había un tono de súplica en su voz. Tamara vaciló un instante. Aaron negó con la cabeza. Call vio la expresión de Tamara. —¿ Qué? ¿ Hay algo? —Bueno, hay algunos principios mágicos, algunas… formas especiales de emplear los elementos —contestó ella, y las negras trenzas se balancearon cuando cambió de posición—. Cosas que el Maestro Rufus seguramente no quiere que sepamos. Aaron asintió con energía; la esperanza de salir de esa sala le iluminó el rostro. —¿ Sabéis eso que Rufus estaba diciendo sobre sentir el poder de la tierra y todo eso? —Tamara no los miraba. Tenía los ojos clavados en los montones de arena, como si estuviera centrándose en algo lejano—. Bueno, hay una manera de conseguir más poder rápidamente. P ero tenéis que abriros al elemento… y, bueno, comer un grano de arena. —¿ Comer arena? —exclamó Call—. Estás de broma, ¿ no? —Es un poco peligroso, por todo eso del P rimer P rincipio de la Magia. P ero funciona justo por esa razón. Te acercas al elemento; si haces magia de la tierra, comes piedras o arena; los magos del fuego comen cerillas; los magos del aire consumen sangre porque tiene oxígeno. No es una buena idea, pero…
Call pensó en Jasper sonriendo al ver su dedo ensangrentado durante la P rueba. El corazón se le aceleró. —¿ Cómo sabes todo eso? Tamara miró hacia la pared y respiró hondo. —Mi padre. Él me enseñó cómo hacerlo. P ara emergencias, me dijo, pero él considera que pasar un examen es una emergencia. Aunque nunca lo he hecho, porque me da miedo; si consigues mucho poder y no lo sabes controlar, puedes quedar absorbido por el elemento. Te quema el alma y la reemplaza con fuego, aire, agua, tierra o caos. Te conviertes en una criatura de ese elemento. Como un ser elemental. —¿ Uno de esos bichos como lagartos? —preguntó Aaron. Call se sintió aliviado de no ser él quien hubiera hecho esa pregunta. Tamara negó con la cabeza. —Hay elementales de todos los tamaños. P equeños, como esos lagartos, o grandes e hinchados de magia, como los gwyverns, los dragones o las serpientes marinas. O incluso de tamaño humano. Así que debemos tener cuidado. —P uedo tener cuidado —afirmó Call—. ¿ Y tú, Aaron? Aaron se pasó las manos polvorientas por el rubio cabello y se encogió de hombros. —Cualquier cosa será mejor que esto. Y si acabamos antes de lo que se espera el Maestro Rufus, nos tendrá que dar otra cosa para hacer. —De acuerdo. P ues a por todas. —Tamara se chupó la punta del dedo y tocó el montón de arena. Se le pegaron unos cuantos granos. Luego, se llevó el dedo a la boca. Call y Aaron la imitaron. Mientras Call lo hacía, no pudo evitar preguntarse qué habría pensado unas semanas atrás si alguien le hubiera dicho que acabaría en una cueva bajo tierra comiendo arena. La arena no tenía mal sabor; en realidad no tenía ningún sabor. Se tragó los ásperos granos y esperó. —¿ Y ahora qué? —preguntó al cabo de unos segundos. Estaba comenzando a ponerse nervioso. Nada le había pasado a Jasper durante la P rueba, se dijo. Nada les iba a pasar a ellos. —Ahora nos concentramos —contestó Tamara. Call miró el montón de arena. Esta vez, cuando su pensamiento fue hacia él, pudo sentir cada uno de los granitos. Minúsculos tozos de concha le bailotearon en la mente, junto a trozos de cristal y piedras amarillas surcadas de grietas que les daban forma de panal. P robó a imaginarse cogiendo todo el montón de arena en las manos. Sería pesado, y la arena se le derramaría entre los dedos y se acumularía en el suelo. Trató de borrar de su mente todo lo que lo rodeaba: Tamara y Aaron, el frío suelo de piedra, el leve roce del viento en la sala, y se concentró en las dos únicas cosas que importaban: él y el montón de arena. Notaba la arena como algo completamente
sólido y ligero, como espuma de poliuretano. Sería fácil de levantar. La podía levantar con una mano. Con un dedo. Con un… pensamiento. Se imaginó alzándola y separándola… El montón de arena se estremeció, cayeron unos cuantos granos de encima, y luego empezó a levantarse en el aire. Colgaba sobre los tres como una pequeña nube de tormenta. Tamara y Aaron se quedaron mirando boquiabiertos. Call cayó hacia atrás apoyándose en las manos. Notaba pinchazos y cosquilleos en las piernas. Debía de haberse sentado sobre ellas. Había estado demasiado concentrado como para notarlo. —Tu turno —dijo, y le pareció que las paredes estaban más cerca, que podía notar el latido de la tierra bajo él. Y se preguntó cómo sería hundirse en el suelo. —Allá voy —repuso Aaron. La nube de arena se dividió en dos, una compuesta de la arena clara y otra de la oscura. Tamara alzó la mano y dibujó una lenta espiral en el aire. Call y Aaron observaron maravillados cómo la arena giraba formando dos dibujos diferentes sobre ellos. La pared se abrió de repente y el Maestro Rufus entró en la sala. Su rostro era una máscara. Tamara soltó un gritito apagado y la arena cayó de golpe al suelo, alzando nubes de polvo que hicieron toser a Call. —¿ Qué habéis hecho? —quiso saber el Maestro Rufus. Aaron palideció. —No… no queríamos… El Maestro Rufus les hizo un gesto seco. —Aaron, calla. Callum, ven conmigo. —¿ Qué? —comenzó Call—. P ero yo… ¡No es justo! —Ven conmigo —repitió Rufus—. Ahora. Call se apresuró a ponerse en pie; notaba pinchazos en la pierna mala. Miró a Aaron y a Tamara, pero éstos habían bajado la vista. « ¡Vaya con la lealtad!» , pensó mientras seguía al Maestro Rufus fuera de la sala.
Rufus lo precedió un corto trecho por pasillos retorcidos hasta su despacho. No era como Call se lo había esperado. Los muebles eran modernos. Estanterías de acero cubrían una pared, y un elegante sofá de cuero, lo suficientemente grande como para echarse una siesta, se hallaba contra la otra. Clavadas en un lado de la sala había páginas y páginas de lo que parecían ecuaciones escritas a mano, pero con extraños símbolos en vez de números. Colgaban sobre una mesa de trabajo con el tablero
manchado y cubierto de cuchillos, matraces y los cuerpos disecados de animales que nunca había visto. Junto a unas delicadas maquetas construidas con ruedas dentadas que parecían un cruce entre ratoneras y relojes, había un animal vivo en una pequeña jaula de barrotes: uno de los lagartos con llamas azules por el lomo. El escritorio de Rufus estaba encajado en un rincón, un viejo secreter de cortina que no pegaba con el resto del despacho. Sobre él había una jarra de vidrio que contenía un minúsculo tornado que giraba sin cambiar de posición. Call no podía apartar los ojos de él, esperando que saltara de la jarra en cualquier momento. —Callum, siéntate —dijo el Maestro Rufus señalándole el sofá—. Quiero explicarte por qué te he traído al Magisterium.
CAPÍTULO OCHO Call se lo quedó mirando boquiabierto. Después de dos semanas de remover arena, había renunciado a la idea de que Rufus fuera alguna vez a hablarle directamente. De hecho, se dio cuenta de que había renunciado a la idea de descubrir por qué estaba en el Magisterium. —Siéntate —repitió Rufus, y esta vez Call se sentó, con una mueca de dolor cuando sintió un pinchazo en la pierna. El sofá resultaba muy cómodo después de estar horas sentado sobre el frío suelo de piedra, y se dejó llevar—. ¿ Qué te parece la escuela por ahora? Antes de que Call pudiera contestar se oyó una fuerte ráfaga de viento. Call parpadeó sorprendido al darse cuenta de que provenía de la jarra sobre el escritorio del Maestro Rufus. El pequeño tornado del interior estaba oscureciéndose y condensándose en una forma. Un momento después, tenía la forma de un miembro de la Asamblea en miniatura, con su uniforme color verde oliva. Era un hombre con el cabello muy negro. P arpadeó mirando alrededor. —¿ Rufus? —llamó—. Rufus, ¿ dónde estás? Éste hizo un ruido de impaciencia y puso la jarra boca abajo.
—Ahora no —dijo, y la imagen del interior volvió a convertirse en un tornado. —¿ Es como un teléfono? —preguntó Call, totalmente atónito. —Algo parecido a un teléfono —contestó Rufus—. Como he dicho antes, la concentración de la magia de los elementos en el Magisterium interfiere con la tecnología. Además, preferimos hacer las cosas a nuestra manera. —Mi padre debe de estar de lo más preocupado al no haber sabido nada de mí durante tanto… —comenzó Call. El Maestro Rufus se apoyó en su escritorio y cruzó los brazos sobre su amplio pecho. —P rimero —dijo—, quiero saber qué piensas del Magisterium y de tu formación. —Es fácil —contestó Call—. Aburrida y sin sentido, pero fácil. Rufus sonrió levemente. —Lo que has hecho allí ha sido muy inteligente —dijo—. Querías hacerme enfadar porque crees que si lo consigues te enviaré a casa. Y crees que quieres que te envíe a casa. Lo cierto era que Call había renunciado a ese plan. Decir estupideces le salía de forma natural. Se encogió de hombros. —Debes de preguntarte por qué te escogí —continuó Rufus—. A ti, él último de la lista. El menos competente de todos los magos en potencia. Supongo que te imaginas que fue porque vi algo en ti. Algún potencial que se les pasó por alto a los otros Maestros. Algún pozo de capacidades por descubrir. Quizá incluso algo que me recordara a mí mismo. Su tono era un poco burlón. Call guardó silencio. —Te escogí —prosiguió Rufus— porque tienes habilidad y poder, pero también tienes mucha rabia. Y casi ningún control. No quiero que seas una carga para ninguno de los otros magos. No quería tampoco que alguno de ellos te escogiera por las razones equivocadas. —Sus ojos fueron hacia el tornado, que giraba boca abajo en la jarra—. Hace años cometí un error con un alumno. Un error que tuvo graves consecuencias. Elegirte es mi penitencia. Call notó que el estómago quería enroscarse dentro de él como un perrito apaleado. Le dolía que le dijeran que era tan desagradable como para ser el castigo de alguien. —P ues envíeme a casa —soltó—. Si sólo me eligió porque así ninguno de los otros magos tendría que cargar conmigo, envíeme a casa. Rufus negó con la cabeza. —Todavía no lo entiendes —dijo—. La magia sin control es un peligro. Enviarte de nuevo a tu pueblo sería el equivalente de lanzarles una bomba. P ero no te equivoques, Callum. Si insistes en desobedecer, si te niegas a aprender a controlar tu magia, entonces te enviaré a casa. P ero antes ataré tu magia.
—¿ Atar mi magia? —Sí. Hasta que un mago pasa por la P rimera P uerta al acabar el Curso de Hierro, su magia puede ser atada por uno de los Maestros. No podrías acceder a los elementos, no podrías usar tu poder. Y también te borraríamos los recuerdos de la magia, y lo único que sabrías sería que te faltaría algo, alguna parte esencial de ti mismo, pero no podrías saber cuál. P asarías la vida atormentado por haber perdido algo que no recordarías haber perdido. ¿ Es eso lo que quieres? —No —susurró Call. —Si considero que estás retrasando a los otros o que no se te puede formar, entonces habrás acabado aquí. P ero si pasas todo el curso y cruzas la P rimera P uerta, entonces nadie te podrá quitar la magia. Acaba este año y podrás dejar el Magisterium si quieres. Habrás aprendido lo suficiente para dejar de ser un peligro para el mundo. P iénsatelo, Callum Hunt, mientras separas la arena como te ordené hacerlo. Grano a grano. —El Maestro Rufus calló un momento y luego le hizo un gesto a Callum indicándole que podía marcharse—. P iensa en lo que te he dicho y decide.
Concentrarse en mover la arena era tan pesado como siempre, más incluso después de lo complacido que Call se había sentido con lo listos que habían sido al encontrar una solución mejor. P or una vez, había creído que quizá sí pudieran ser un equipo, incluso hasta amigos. P ero ahora, Aaron y Tamara se concentraban en silencio, y cuando él los miraba ellos no le devolvían la mirada. Seguramente estaban furiosos con él, pensaba Call. Él había sido el que había insistido en que alguien pensara una manera mejor de hacer el ejercicio. Y aunque también había sido Call el que había acabado en el despacho de Rufus, todos iban a tener problemas. Quizá hasta Tamara creyera que él la había delatado. Además, había sido su magia la que se había cargado el trabajo del primer día. Era una carga para el grupo, y todos lo sabían. « Muy bien —pensaba Call—. Lo que dijo el Maestro Rufus fue que acabara este curso, así que voy a hacerlo. Y voy a ser el mejor mago de este lugar, sólo porque todos creen que no puedo serlo. Hasta ahora no lo he intentado, pero lo voy a intentar. Voy a ser mejor que vosotros dos, y luego, cuando os haya impresionado y queráis que sea vuestro amigo, os voy a dar la espalda y a deciros que no os necesito ni a vosotros ni al Magisterium. En cuanto atraviese la P rimera P uerta y nadie pueda atarme la magia, me iré a casa y nadie va a impedírmelo.
» Y también es eso lo que voy a decirle a mi padre, en cuanto pueda usar ese teléfono tornado» . P asó el resto del día moviendo arena con la mente, pero en vez de hacerlo como lo había hecho el primer día, tratando de capturar cada uno de los granos, empujándolo con todo el esfuerzo desesperado de su cerebro, ese día se permitió experimentar. P robó con un toque cada vez más ligero; intentó hacer rodar la arena en vez de alzarla en el aire. Luego trató de mover más de un grano de arena a la vez. Después de todo, lo había hecho antes. El truco era pensar en la arena como una sola cosa: una nube de arena, en vez de pensar en trescientos granos individuales. Quizá pudiera hacer lo mismo pensando en todos los granos oscuros como una sola cosa. Lo intentó, tirando de ellos con la mente, pero eran demasiados y perdió la concentración. Rechazó esa idea y se concentró en cinco granos de arena oscura. Ésos sí los pudo mover, y los juntó en un montón. Se dejó caer hacia atrás, sorprendido, con la sensación de haber hecho algo increíble. Quería decírselo a Aaron, pero en vez de eso, mantuvo la boca cerrada y practicó su nueva técnica, y la fue mejorando hasta que fue capaz de mover veinte granos de una vez. Aunque no consiguió mejorar esa cantidad por mucho que lo intentara. Aaron y Tamara vieron lo que estaba haciendo, pero no dijeron nada, aunque tampoco trataron de imitarlo. Esa noche, Call soñó con arena. Se hallaba sentado en una playa, intentando construir un castillo para un topo atrapado en una tormenta, pero el viento no paraba de llevársele la arena mientras el agua se acercaba más y más. Al final, frustrado, se puso en pie y le dio patadas al castillo hasta que lo destruyó, y entonces, éste se convirtió en un enorme monstruo con grandes brazos y piernas de arena que lo persiguió por la playa, siempre a punto de agarrarlo, pero nunca lo suficientemente cerca, mientras le gritaba con la voz del Maestro Rufus: « Recuerda lo que tu padre te dijo de la magia, chico. El precio que tendrás que pagar será terrible» .
Al día siguiente, el Maestro Rufus no los dejó solos, como de costumbre, sino que se sentó en el rincón más apartado de la Sala de la Arena y el Aburrimiento, sacó un libro y un paquete de papel encerado, y comenzó a leer. P asadas dos horas, desenvolvió el paquete. Era un bocadillo de jamón y queso en pan de centeno. P arecía indiferente al método que empleaba Callum de mover más de un grano a la vez, así que Aaron y Tamara comenzaron a hacerlo también. Las cosas empezaron a
moverse más deprisa. Ese día consiguieron acaba de separar el montón de arena antes de la hora de la cena. El Maestro Rufus fue a comprobar lo que habían hecho, asintió satisfecho y, a patadas, volvió a formar un único montón. —Mañana comenzaréis a separarlo en cinco tonos de color diferentes —les dijo. Los tres gruñeron al unísono.
Las cosas siguieron igual durante otra semana y media. Fuera de clase, Tamara y Aaron no le hacían caso a Call, y éste les pagaba con la misma moneda. P ero mejoraron moviendo arena; mejores, más preciso y capaces de concentrarse en muchos granos a la vez. Mientras tanto, durante las comidas, se enteraban de las lecciones que otros aprendices estaban recibiendo, y todas parecían más interesantes que mover arena, sobre todo cuando esas clases salían al revés. Como cuando Drew se prendió fuego y consiguió quemar uno de los botes y chamuscarle el cabello a Rafe antes de poderse apagar. O cuando los alumnos de Milagros y Tanaka practicaban juntos y Kai Hale le metió un lagarto elemental por el cuello de la camisa a Jasper. (Call pensó que Kai se merecía una medalla). O cuando Gwenda decidió que le gustaban tanto esos sombreros de setas en plan pizza que quiso más e infló las setas de tal manera que éstas empujaron a todos, incluso a los Maestros, fuera del comedor durante varios días, hasta que pudieron dominar su crecimiento y se abrieron camino a hachazos. La cena de la primera noche que pudieron volver a usar el comedor era de liquen y pudín; ni una sola seta a la vista. Lo más interesante del liquen era que nunca tenía el mismo sabor: a veces era como bistec, y otras como tacos de pescado, o verdura con salsa picante, incluso aunque fuera del mismo color. Esa noche, el pudín gris sabía a dulce de leche. Cuando Celia pilló a Call yendo a por la cuarta ración, le dio juguetonamente en la muñeca con la cuchara. —Vamos, deberías venir a la Galería —le dijo—. Allí hay cosas muy ricas. Call miró a Aaron y a Tamara, que se encogieron de hombros asintiendo. Los tres seguían callados y tensos entre ellos, y sólo se hablaban cuando era necesario. Call se preguntó si pensarían perdonarlo alguna vez, o si seguirían así e iban a estar incómodos el resto del tiempo que permaneciera allí. Call dejó su cuenco en la mesa y unos minutos después se encontró formando parte de un grupo de alumnos del Curso de Hierro que reían de camino a la Galería. Call se fijó en que, mientras iban hacia allí, los relucientes cristales de la pared
hacían que ésta pareciera cubierta de una fina capa de nieve. Se preguntó si alguno de esos corredores llevaría al despacho del Maestro Rufus. No pasaba ni un día sin que pensara en colarse allí y usar el teléfono tornado. P ero hasta que el Maestro Rufus les enseñara a controlar los botes, Call necesitaba una ruta alternativa. Atravesaron una parte de los túneles que Call desconocía, una que parecía ascender suavemente, con un atajo sobre un lago subterráneo. P or una vez, a Call no le importó caminar, porque esa parte de las cuevas tenía un montón de cosas sorprendentes: una formación de colada con calcita blanca que parecía una cascada helada, formas como de huevos fritos y estalagmitas que se habían vuelto azules y verdes por el cobre que contenían. Call, que avanzaba más despacio que el resto, iba el último, y Celia se retrasó para charlar con él. Le fue señalando cosas que él no había visto antes, como los agujeros en lo alto de las rocas donde vivían los murciélagos y las salamandras. Atravesaron una gran sala circular de la que salían dos pasillos. Uno de ellos tenía la palabra GALERÍA sobre él, formada por brillante cristal de roca. El otro decía P UERTA DE LA MISIÓN. —¿ Qué es eso? —preguntó Call. —Es otra salida de las cuevas —le respondió Drew, que lo había oído. Luego puso una expresión extrañamente culpable, como si no hubiera tenido que decírselo. Quizá Call no era el único que no comprendía las reglas de la escuela de magia. Cuando se fijó mejor, vio que Drew parecía tan agotado como él mismo se sentía. —P ero no puedes irte sin más —añadió Celia, y le lanzó una mirada astuta a Call, como si creyera que cada vez que éste oía hablar de una nueva salida fuera a pensar si debía escapar o no por ahí—. Sólo es para aprendices que parten en misiones. —¿ Misiones? —preguntó Call, mientras seguían a los otros hacia la Galería. Recordaba que ella había dicho algo sobre eso antes, cuando le explicó por qué no todos los aprendices se hallaban en el Magisterium. —Encargos de los Maestros. Encontrar seres elementales, luchar contra los caotizados… —explicó Celia—. Ya sabes, cosas de magos. « Muy bien —pensó Call—. Ve a recoger un poco de solanum mortale y de regreso mata a un gwyvern. Sin problemas» . P ero no quería hacer enfadar a Celia, que era casi la única persona que aún le hablaba, así que se guardó esas ideas para él. La Galería era enorme, con un techo que se alzaba al menos treinta metros por encima de ellos y un lago en el otro extremo que se perdía en la distancia, con varias islitas salpicando la superficie. Unos cuantos chicos estaba jugando en el agua, que humeaba un poco. En una pared de cristal estaban proyectando una película. Call ya
la había visto, pero estaba seguro de que lo que estaba ocurriendo en la pantalla no pasaba en la versión que él había visto. —Me encanta esta parte —comentó Tamara, y fue rápidamente hacia donde los chicos se habían sentado en filas de grandes hongos de aspecto aterciopelado. Jasper apareció y se colocó justo a su lado. Aaron parecía un poco desconcertado, pero también la siguió. —Tienes que probar los refrescos —dijo Celia mientras empujaba a Call hacia una cornisa de piedra donde un enorme dispensador de bebidas, lleno de lo que parecía agua, se hallaba encajado entre tres estalactitas. Celia cogió un vaso, lo llenó y lo metió bajo una de las estalactitas. Un chorro de líquido azul cayó en el vaso, y un minitornado apareció en su interior, mezclando el líquido azul y el claro. Un montón de burbujas ascendieron a la superficie. —Va, pruébalo —lo urgió Celia. Call miró la bebida con recelo, luego cogió el vaso que le ofrecía la chica y se tragó su contenido. Era como cristales de arándanos, caramelo y fresa estallándole dentro de la boca. —¡Esto es fantástico! —exclamó cuando acabó de tragar. —El verde es mi favorito —comentó Celia, y le sonrió desde detrás del vaso que se había servido—. Sabe a piruleta derretida. Sobre la cornisa había montones de otras cosas interesantes para picar: cuencos de brillantes piedras que se veía que estaban hechas de azúcar, galletas saladas con forma de símbolos alquímicos que brillaban de sal y un cuenco de lo que, a primera vista, parecían patatas fritas crujientes, pero que eran de un color dorado oscuro cuando uno se fijaba bien. Call probó una. Sabía exactamente a palomitas de maíz con mantequilla. —Vamos —dijo Celia, y lo cogió por la muñeca—. Nos estamos perdiendo la peli. —Lo llevó hacia los hongos aterciopelados. Call la siguió, no del todo convencido. Las cosas continuaban tirantes con Tamara y Aaron. Call creía que sería mejor evitarlos y explorar la Galería por su cuenta. P ero de todas formas, nadie le estaba prestando atención; todos estaban mirando la película que proyectaban sobre la pared del fondo. Jasper no paraba de inclinarse para decirle a Tamara cosas al oído que la hacían reír, y Aaron charlaba con Kai, que estaba a su lado. P or suerte, había los suficientes chicos mayores para que Call pudiera no sentarse demasiado cerca de los otros aprendices de su grupo sin que pareciera intencionado. Mientras Call se relajaba en su asiento, se dio cuenta de que la peli no estaba siendo « proyectada» , exactamente. Un bloque sólido de aire coloreado flotaba sobre la pared de roca, y los colores entraban y salían de él a una velocidad imposible creando la ilusión de una pantalla. —Aire mágico —dijo, medio para sí.
—Alex Strike pasa la peli. —Celia se abrazaba las rodillas, concentrada en la pantalla—. Seguramente lo conoces. —¿ P or qué iba a conocerlo? —Está en el Curso de Bronce. Uno de los mejores alumnos. A veces ayuda al Maestro Rufus. —Había admiración en su voz. Call miró hacia atrás. En las sombras, detrás de las filas de cojines de hongos, había una silla más alta. El chico larguirucho y moreno que les había llevado sándwiches durante los últimos días estaba sentado en ella, con los ojos clavados en la pantalla. Movía los dedos de adelante atrás, un poco como un titiritero. Al moverlos, las formas en la pantalla cambiaban. « Eso sí que es guay —dijo la vocecilla traicionera del interior de Call—. Quiero hacerlo» . Acalló la voz. Iba a marcharse en cuanto atravesara la P rimera P uerta de la Magia. Nunca iba a ser alumno del Curso de Cobre o de Bronce o de cualquier otro curso excepto el de Hierro. Cuando acabó la película (Call estaba bastante seguro de que no había una escena en La Guerra de las Galaxias en la que Darth Vader bailaba la conga con los ewoks, pero sólo había visto la película una vez), todos saltaron y aplaudieron. Alex Strike se echó el cabello hacia atrás y sonrió. Cuando vio a Call mirándolo, asintió. Rápidamente, todos se dispersaron por la sala para jugar con otras cosas divertidas. Era como un salón recreativo, pensó Call, pero sin supervisión. Había un estanque de agua caliente que burbujeaba con muchos colores. Algunos de los alumnos mayores, incluidos la hermana de Tamara y Alex, estaban bañándose en él, divirtiéndose haciendo bailar pequeños torbellinos sobre la superficie del agua. Call metió las piernas en el agua durante un rato. Le sentó bien después de todo lo que había caminado. Luego se reunió con Drew y Rafe para dar de comer a los murciélagos amaestrados, que se les sentaban en el hombro mientras les daban trozos de fruta. Drew no paraba de soltar risitas cuando las suaves alas de los murciélagos le cosquilleaban en la mejilla. Después, Call estuvo con Kai y Gwenda jugando a un extraño juego en el que había que golpear una bola de fuego azul, que resultó ser fría cuando le dio en el pecho. Unos cristales de hielo se le quedaron pegados en el uniforme gris, pero no le importó. La Galería era tan divertida que se olvidó del Maestro Rufus, de su padre, de la magia e incluso de que Aaron y Tamara lo odiaban. « ¿ Me costará renunciar a esto? » , se preguntó. Se imaginó siendo mago y jugando con arroyos burbujeantes y conjurando películas de la nada. Se imaginó siendo bueno en magia, incluso uno de los Maestros. P ero luego pensó en su padre, sentado solo a la mesa de la cocina, preocupado por él, y se sintió fatal.
Cuando Drew, Celia y Aaron quisieron volver a sus habitaciones, decidió acompañarlos. Si se quedaba hasta más tarde, estaría de mal humor por la mañana, y además, no estaba seguro de saber el camino. Hicieron el mismo recorrido que a la ida, pero a la inversa. Era la primera vez en muchos días que Call se sentía relajado. —¿ Dónde está Tamara? —preguntó Celia mientras caminaban. Call la había visto con su hermana justo antes de irse, y estaba a punto de contestar cuando Aaron se le adelantó. —Discutiendo con su hermana. Call se sorprendió. —¿ Sobre qué? Aaron se encogió de hombros. —Kimiya le estaba diciendo a Tamara que no debía perder el tiempo en la Galería durante el Curso de Hierro. Le decía que debía estar estudiando. Call frunció el ceño. Siempre había querido tener hermanos, pero, de repente, se lo estaba repensando. Junto a él, Aaron se tensó. —¿ Qué es ese ruido? —Viene de la P uerta de la Misión —contestó Celia, que parecía preocupada. Un momento después, Call también lo oyó: el sonido de botas sobre el suelo de piedra, el eco de voces rebotando en las paredes. Alguien pidiendo ayuda. Aaron comenzó a correr por el pasillo hacia la P uerta de la Misión. El resto dudó antes de seguirlo, y Drew se quedó tan atrás que iba al ritmo apresurado de Call. El pasillo comenzó a llenarse de gente que se abría paso entre ellos, casi tirando al suelo a Call. Alguien lo agarró por el brazo y se encontró pegado a la pared. Aaron. Aaron se había aplastado contra la piedra y estaba observando, con los labios fuertemente apretados, cómo un grupo de chicos mayores, algunos con muñequeras de color plata y otros de oro, avanzaban cojeando por el pasillo. A unos cuantos los llevaban en camillas improvisadas, hechas con ramas atadas. A uno de ellos lo cargaban entre dos aprendices: toda la parte delantera de su uniforme parecía haber ardido y la piel de abajo se veía roja y llena de ampollas. Todos tenían marcas de quemaduras en el uniforme y manchas de hollín en la cara. La mayoría sangraba. Drew parecía a punto de ponerse a llorar. Call oyó a Celia, que se había pegado a la pared al lado de Aaron, susurrar algo sobre los elementales del fuego. Call se quedó mirando a un chico que trasladaban en una camilla, retorciéndose de dolor. La manga de su uniforme había ardido y el brazo parecía resplandecerle desde dentro, como un ascua en una hoguera. « El fuego quiere arder» , pensó Call. —¡Vosotros! ¡Curso de Hierro! ¡No deberías estar aquí! —Era el Maestro North, que los miraba enfadado mientras se apartaba del grupo de heridos. Call no estaba
seguro de cómo los había visto o de por qué estaba allí. P ero no esperaron a que se lo dijera de nuevo. Salieron corriendo.
CAPÍTULO NUEVE Al
día siguiente hubo más arena y más cansancio. Esa noche, en el comedor, Call estaba medio tirado en la mesa con su plato de liquen y un montón de galletas que parecían brillar con grumos cristalinos. Celia mordió una, que hizo un sonido como de vidrio al romperse. —Se pueden comer sin peligro, ¿ no? —le preguntó Call a Tamara, que estaba comiendo cucharadas de algún tipo de pudín de color púrpura que le teñía los labios y la lengua de un profundo azul índigo. Tamara puso los ojos en blanco. Tenía ojeras, pero por lo demás estaba como siempre, perfectamente compuesta. Call notó un tirón de resentimiento en el pecho. Tamara era un robot; lo había decidido. Un robot sin sentimientos humanos. Esperaba que sufriera un cortocircuito. Celia, al ver la feroz mirada que Call le echó a Tamara, intentó decir algo, pero tenía la boca llena de galleta. Unos asientos más allá, Aaron estaba hablando: —Lo único que hacemos es separar arena en montones. Durante horas y horas. Quiero decir, seguro que existe algún motivo, pero… —Bueno, pues lo siento por vosotros —lo interrumpió Jasper—. Los aprendices
del Maestro Lemuel han estado luchado contra seres elementales, y nosotros hemos hecho cosas asombrosas con la Maestra Milagros. Hemos hecho bolas de fuego, y nos ha enseñado a emplear el metal de la tierra para levitar. Me levanté casi dos dedos del suelo. —¡Guau! —exclamó Call con la voz cargada de desdén—. Dos dedos enteros… Jasper se volvió de golpe hacia él, con los ojos brillantes de ira. —Es por tu culpa que Aaron y Tamara lo estén pasando mal. P orque hiciste un examen pésimo. P or eso todo tu grupo está metido en la caja de arena mientras que el resto de nosotros corremos por la pista. Call notó que la sangre se le subía al rostro. No era cierto. No podía ser cierto. Vio a Aaron, más abajo en la mesa, negar con la cabeza dispuesto a decir algo, pero Jasper no iba a parar. —Y yo que tú no me pondría tan tonto con lo de levitar, Hunt —añadió con una mueca de desprecio—. Si aprendieras a levitar, quizá no retrasarías tanto a Tamara y a Aaron, siempre cojeando tras ellos. En cuanto acabó de soltar esas palabras, Jasper pareció asombrado, como si ni siquiera él hubiera esperado ir tan lejos. No era la primera vez que alguien le decía algo así a Call, pero siempre era como si le echaran un cubo de agua fría a la cara. Aaron se irguió, abriendo con sorpresa los ojos. Tamara dio una fuerte palmada sobre la mesa. —¡Cierra la boca, Jasper! No estamos separando arena por culpa de Call. Lo estamos haciendo por mí. Es mi culpa, ¿ vale? —¿ Qué? ¡No! —Jasper parecía totalmente confuso. Era evidente que no había tenido la intención de hacer enfadar a Tamara. Quizá incluso había confiado en impresionarla—. Tú lo hiciste muy bien en la P rueba. Todos lo hicimos bien excepto él. Me robó el puesto. Tu Maestro le tuvo lástima y quiso… Aaron se puso en pie con el tenedor en la mano. P arecía furioso. —No era tu puesto —le soltó a Jasper—. No son sólo los puntos. Es a quién quiere enseñar el Maestro… y puedo ver perfectamente por qué el Maestro Rufus no te quería a ti. Lo dijo lo suficientemente alto como para que la gente de las mesas cercanas comenzara a mirarlos. Con una última mirada desdeñosa a Jasper, Aaron lanzó el tenedor sobre la mesa y se marchó, con los hombros muy tiesos. Jasper se volvió hacia Tamara. —Ya veo que tienes a dos locos en el grupo, no sólo a uno. Tamara lanzó a Jasper una mirada larga y evaluadora. Luego cogió su cuenco de pudín y se lo volcó en la cabeza. Una masa púrpura le cayó por la cara. Jasper pegó un grito de sorpresa.
P or un momento, Call se quedó demasiado asombrado para reaccionar. Luego se echó a reír. Y lo mismo hizo Celia. La risa comenzó a llegar desde todas las mesas mientras Jasper trataba de sacarse el cuenco de la cabeza. Call se rio aún más. P ero Tamara no se reía. P arecía como si ella misma no se pudiera creer que hubiera llegado a perder tanto la compostura. Durante un buen rato se quedó como petrificada, y luego se puso en pie tambaleante y corrió hacia la puerta en la misma dirección que Aaron había tomado. Al otro lado de la sala, su hermana la observó marchar con una mirada de desaprobación y los brazos cruzados sobre el pecho. Jasper tiró el cuenco sobre la mesa y lanzó a Call una mirada de puro y angustiado odio. Tenía el cabello cubierto de pudín. —P odría haber sido peor —dijo Call—. P odría haber sido esa pasta verde. La Maestra Milagros apareció junto a Jasper. Le entregó varias servilletas y le preguntó qué había pasado. El Maestro Lemuel, que había estado sentado a la mesa más cercana, se puso en pie y se acercó para sermonearlos a todos. A medio camino se le unió el Maestro Rufus, con el rostro tan impávido como siempre. El parloteo de las voces adultas seguía, pero Call no les estaba prestando atención. En todos sus doce años, Call no podía recordar a nadie que no fuera su padre defendiéndolo. Ni siquiera cuando alguien le había dado una patada en su pierna mala jugando al fútbol, o se había reído de él por estar en el banquillo durante la clase de gimnasia o por ser el último en ser escogido para cualquier equipo. P ensó en Tamara tirándole el pudín a Jasper por la cabeza y luego en Aaron diciendo: « No son sólo los puntos. Es a quién quiere enseñar el Maestro» , y notó un calor en su interior. Luego pensó en la auténtica razón por la que el Maestro Rufus quería enseñarle, y el calor desapareció. Call volvió solo a sus habitaciones por los resonantes pasillos de piedra. Cuando llegó, Tamara estaba sentada en el sofá, con las manos rodeando una humeante taza de piedra. Aaron le estaba hablando en voz baja. —Hola —los saludó Call, mientras seguía en la puerta sin saber qué hacer, no muy seguro de si debía marcharse o no—. Gracias por… Bueno, gracias. Tamara lo miró sorbiendo un poco. —¿ Entras o qué? Como sería aún más tonto quedarse en el pasillo, Call dejó que la puerta se cerrara tras él y comenzó a ir hacia su dormitorio. —Call, quédate —dijo Tamara. Call se volvió para mirarla a ella y a Aaron, que estaba sentado en el brazo del sofá, repartiendo miradas inquietas entre Call y Tamara. El negro cabello de Tamara seguía perfecto y su espalda recta, pero tenía el rostro un poco hinchado y algo enrojecido, como si hubiera estado llorando. Aaron tenía una mirada de
preocupación. —Lo que pasó con la arena es mi culpa —reconoció Tamara—. Lo lamento. Lamento haberte metido en líos. P ara empezar, lamento haber sugerido algo tan peligroso. Y lamento también no haber dicho algo antes. Call se encogió de hombros. —Yo os pedí que pensarais en algo, cualquier cosa. No es tu culpa. Ella lo miró de forma rara. —P ero creía que estabas enfadado. Aaron asintió para mostrar que él pensaba igual. —Sí, creíamos que estabas enfadado con nosotros. P rácticamente no nos has hablado en tres semanas. —No —repuso Call—. Vosotros no me habéis dicho nada en tres semanas. Vosotros erais los enfadados. Los ojos verdes de Aaron se abrieron con sorpresa. —¿ Y por qué íbamos a enfadarnos contigo? Rufus te echó la bronca a ti, no a nosotros. No nos echaste la culpa, aunque podrías haberlo hecho. —Yo soy quien debería haberlo hecho mejor —repuso Tamara, que cogía la taza con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. Vosotros casi no sabéis nada de magia, nada del Magisterium, nada de los elementos. P ero yo sí. Mi… hermana mayor… —¿ Kimiya? —preguntó Call, confuso. Le dolía la pierna. Se sentó en la mesita de café y se frotó la rodilla por encima de la tela de algodón del uniforme. —Tenía otra hermana —explicó Tamara en un susurro. —¿ Qué le pasó? —preguntó Aaron, y bajó la voz al mismo tono que ella. —Lo peor —contestó Tamara—. Se convirtió en una de esas cosas de las que os hablé, un elemental humano. Hay esos grandes magos que pueden nadar por la tierra como si fueran peces, o hacer que salgan dagas de piedra de las paredes, o que caigan rayos o crear remolinos gigantes. Ella quería ser uno de los grandes, así que forzó su magia hasta que ésta se apoderó de ella. Tamara negó con la cabeza en un gesto de pesar, y Call se preguntó qué estaría viendo mientras les explicaba todo eso. —Lo peor es lo orgulloso que, al principio, estaba mi padre de ella cuando lograba lo que se proponía. Nos decía a Kimiya y a mí que deberíamos parecernos más a ella. Ahora, él y mi madre no quieren hablar de mi hermana. Ni siquiera mencionan su nombre. —¿ Y cuál es su nombre? —preguntó Call. Tamara pareció sorprenderse. —Ravan. Aaron dejó la mano flotando en el aire durante un momento, como si quisiera dar
unas palmaditas a Tamara en el hombro en actitud de consuelo pero no estuviera seguro de deber hacerlo. —No vas a acabar como ella —le dijo—. No te preocupes. Tamara volvió a negar con la cabeza. —Me he dicho que no sería como mi padre o mi hermana. Me he dicho que nunca correría riesgos. Quería demostrar que podía hacerlo bien sin tomar ningún atajo, y aún seguir siendo la mejor. P ero luego sí que tomé atajos, y os enseñé a hacerlo a vosotros. No he demostrado nada. —No digas eso —repuso Aaron—. Has probado algo esta noche. Tamara sorbió por la nariz. —¿ Qué? —¿ Que Jasper está mejor con pudín en el pelo? —sugirió Call. Aaron puso los ojos en blanco. —No es eso lo que iba a decir…, aunque os aseguro que me gustaría haberlo visto. —Ha sido muy bueno —dijo Call sonriendo de medio lado. —Tamara, has probado que te importan tus amigos. Y para nosotros también eres importante. Y nos aseguraremos de que no tomes más atajos. —Miró a Call—. ¿ Verdad? —Sí —contestó éste mirándose atentamente la punta de la bota, sin estar muy seguro de ser el mejor candidato para esa tarea—. Y, Tamara… Ésta se pasó la manga por el rabillo del ojo. —¿ Qué? Call no alzó la mirada, y notó el calor de la vergüenza subirle por el cuello y colorearle de rosa las orejas. —Nunca nadie me había defendido como habéis hecho vosotros esta noche. —¿ De verdad nos has dicho algo agradable? —le preguntó Tamara con sorna—. ¿ Te encuentras bien? —No lo sé —contestó—. Tal vez necesite acostarme. P ero Call no se acostó. Se quedó hablando con sus amigos buena parte de la noche.
CAPÍTULO DIEZ Al
final del primer mes, a Call no le importaba si los otros aprendices estaban a punto de darle una paliza en cualquier prueba que fueran a hacer, mientras eso significara no más Sala de la Arena y el Aburrimiento. Se hallaba sentado lánguidamente formando un triángulo con Aaron y Tamara, separando en montones la arena clara de la oscura, de la medio clara y de la medio oscura como si llevara haciéndolo millones de años. Aaron trató de iniciar una conversación, pero Tamara y Call estaban demasiado aburridos para hablar en algo que no fueran gruñidos. Aunque algunas veces se miraban unos a otros y se sonreían con la complicidad de una auténtica amistad. Una amistad exhausta, pero, de todos modos, auténtica. A la hora de comer, la pared se hizo transparente, pero, para variar, no se trataba de Alex Strike. Era el Maestro Rufus. En una mano llevaba lo que parecía una enorme caja de madera con una trompetilla saliendo de ella y, en la otra, una bolsa de algo colorido. —Seguid con lo que estáis haciendo, chicos —dijo mientras colocaba la caja sobre una roca cercana. Aaron abrió mucho los ojos.
—¿ Qué es eso? —le susurró a Call. —Un gramófono —respondió Tamara, que seguía separando arena aunque estuviera mirando a Rufus—. Toca música, pero funciona con magia, no con electricidad. En ese momento comenzó a salir música de la trompetilla del gramófono. Sonaba muy fuerte, y no era nada que Call pudiera reconocer. Tenía un ritmo machacón y repetitivo que era terriblemente irritante. —¿ No es eso el tema del Llanero Solitario? —preguntó Aaron. —¡Es la obertura de Guillermo Tell! —gritó el Maestro Rufus por encima de la música, bailando por la sala—. ¡Escuchad esos cuernos! ¡Hace que te circule la sangre! ¡Listos para hacer magia! Lo que sí hacía era que resultara muy, muy difícil pensar. Call se encontró esforzándose en concentrarse, lo que hacía que mantener un solo grano en el aire resultara todo un desafío. Justo cuando creía que tenía la arena controlada, la música subía y su concentración se iba a la porra. Hizo un gemido de frustración y abrió los ojos. Vio al Maestro Rufus que abría la bolsa y sacaba un gusano de color remolacha. Call esperó que fuera un gusano de gominola, porque el Maestro Rufus comenzó a masticar uno de los extremos. Call se preguntó qué pasaría si en vez de intentar mover la arena se concentrara en estrellar el gramófono contra la pared de la cueva. Alzó la vista y vio a Tamara mirándolo muy fijamente. —Ni se te ocurra —dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento. P arecía sofocada, con el cabello oscuro pegado a la frente, mientras trataba de concentrarse en la arena a pesar de la música. Un gusano de color azul brillante golpeó a Call en la sien e hizo que se le cayera encima la arena que tenía suspendida en el aire. El gusano rebotó en el suelo y se quedó allí. « Vale, sin duda es un gusano de caramelo» , pensó Call, ya que el bicho no tenía ojos y parecía gelatinoso. P or otra parte, muchas cosas podían describirse así en el Magisterium. —No puedo hacerlo —jadeó Aaron. Tenía las manos alzadas y arena girando en el aire; el rostro se le había enrojecido por la concentración. Un gusano naranja le rebotó en el hombro. Rufus tenía la bolsa abierta y les estaba tirando puñados de gusanos. —¡Aggg! —exclamó Aaron. Los gusanos no hacían daño, pero sí que sobresaltaban. Tamara tenía uno verde enganchado en el pelo. P arecía estar a punto de llorar. La pared desapareció de nuevo. Esta vez sí era Alex Strike. Llevaba una bolsa, y
una sonrisa extraña, casi maliciosa, se le dibujó en la cara al mirar a Rufus, aún lanzando gusanos, y luego a los aprendices, que se esforzaban todo lo que podían en concentrarse. —¡P asa, Alex! —exclamó Rufus alegremente—. ¡Deja los bocadillos por ahí! ¡Disfruta de la música! Call se preguntó si Alex estaría recordando su Curso de Hierro. También esperaba que Alex no fuera a visitar a ningún otro grupo de aprendices, los que aprendían cosas guays, como el fuego y la levitación. Si Jasper se enteraba de los detalles de lo que Call había estado haciendo ese día, nunca dejaría de burlarse de él. « No importa —se dijo a sí mismo con severidad—. Concéntrate en la arena» . Tamara y Aaron movían granos, les daban la vuelta y los empujaban en el aire. Más despacio que antes, pero estaban ahí, trabajando incluso mientras les estaban tirando gusanos de goma a la cabeza. Tamara tenía también uno azul enredado en una trenza y ni siquiera parecía notarlo. Call cerró los ojos y centró la mente. Notó el golpe frío y húmedo de un gusano en la mejilla, pero esta vez no dejó caer la arena. La música le golpeaba los oídos, pero hizo que todo eso se alejara. Al principio, un grano tras otro, y luego, al ir aumentando su seguridad, más y más arena. « Eso le enseñará al Maestro Rufus» , pensó. P asó otra hora antes de que se tomaran un descanso para comer. Cuando comenzaron de nuevo, el mago los bombardeó con valses. Mientras sus aprendices separaban arena, Rufus se sentó en una roca e hizo un crucigrama. No parecía molesto cuando los chicos trabajaron más horas de lo habitual y se perdieron la cena en el comedor. Volvieron a sus habitaciones arrastrando los pies, agotados y sucios, y descubrieron que les habían dejado la comida preparada en la mesa de la sala. Call descubrió que estaba de un buen humor sorprendente, teniendo en cuenta la situación, y mientras comían, Aaron los hizo partirse de risa con su imitación del Maestro Rufus bailando el vals con un gusano. A la mañana siguiente, el Maestro Rufus apareció en su puerta justo después del timbre, con los brazaletes que distinguirían a su equipo durante la primera prueba. Todos gritaron excitados. Tamara gritó porque estaba contenta, Aaron gritó porque le gustaba que la gente estuviera contenta y Call gritó porque estaba seguro de que iba a morir. —¿ Sabe qué tipo de prueba va a ser? —preguntó Tamara mientras se enrollaba a toda prisa el brazalete en la muñeca—. ¿ Aire, fuego, tierra o agua? ¿ Nos puede dar una pista? Sólo una pista pequeñita, pequeñita… El Maestro Rufus la miró con severidad hasta que ella se calló.
—Ningún aprendiz recibe información por adelantado sobre la prueba —contestó Rufus—. Eso otorgaría una injusta ventaja. Debéis ganar por vuestros propios méritos. —¿ Ganar? —repitió Call, sorprendido. No se le había ocurrido pensar que el Maestro Rufus esperara que ganaran la prueba. No después de todo un mes de arena —. No vamos a ganar. —Lo que realmente le preocupaba era si iban a sobrevivir. —Ésa es la actitud —soltó Aaron con sarcasmo al tiempo que ocultaba una sonrisa. Llevaba su brazalete justo por encima del codo. De algún modo había conseguido que pareciera chic. Call se había atado el suyo en el antebrazo y estaba convencido de que parecía un vendaje. El Maestro Rufus puso los ojos en blanco. A Call le preocupó que las comisuras de la boca se le hubieran alzado en una sonrisa involuntaria, como si realmente estuviera empezando a entender las expresiones del Maestro Rufus y a contestarlas. Quizá para cuando estuvieran en el Curso de P lata el Maestro Rufus podría comunicarles complicadas teorías de magia alzando una sola ceja peluda. —Vamos —dijo el mago. Con un gesto teatral, se dio la vuelta y los guio por la puerta y por lo que Call estaba comenzando a considerar el corredor principal. El musgo fosforescente que recubría las paredes destellaba y brillaba mientras ellos bajaban por una escalera en espiral, que Call no había visto nunca, hasta llegar a otra caverna. En su otra escuela siempre había querido que lo dejaran hacer deporte. En ésta, al menos, le estaban dando una oportunidad. Era asunto suyo mantener el ritmo. La caverna era del tamaño de un estadio, con enormes estalactitas y estalagmitas apuntando hacia arriba y hacia abajo como dientes en una gigantesca boca. La mayoría de los otros aprendices del Curso de Hierro ya estaba allí con sus Maestros. Jasper hablaba con Celia y hacía bruscos gestos hacia las estalagmitas de un rincón, que habían crecido uniéndose para formar un complicado lazo. La Maestra Milagros estaba flotando un poco por encima del suelo y animaba a uno de los chicos a flotar con ella. Todos se movían con una inquieta energía. Drew parecía estar más nervioso que nadie, y susurraba con Alex. Fuera lo que fuese que le estaba diciendo Alex, Drew no parecía muy contento de oírlo. Call se adentró más en la caverna y miró alrededor, tratando de captar qué iba a pasar. En una de las paredes se abría la entrada a otra cueva grande que parecía tener barrotes delante, como una jaula hecha de calcita. Mientras la miraba, Call pensó, preocupado, que la prueba iba a ser aún más peligrosa de lo que se había imaginado. Se frotó la pierna sin pensar y se preguntó qué diría su padre. « Es ahora cuando mueres» , probablemente. O quizá fuera la ocasión de mostrar a Tamara y a Aaron que se merecía que lo defendieran.
—¡Aprendices del Curso de Hierro! —comenzó el Maestro North mientras unos cuantos alumnos más entraban tras el Maestro Rufus—. Éste es vuestro primer ejercicio. Vais a luchar contra seres elementales. Gritos ahogados de temor y excitación recorrieron la estancia. La moral de Call se derrumbó por los suelos. ¿ Bromeaban? Habría apostado sin miedo a que ninguno de los aprendices estaba preparado para eso. Miró a Aaron y a Tamara para ver si opinaban de otro modo. Se habían quedado blancos. Tamara se apretaba el brazalete. Call trató de recordar la lección que el Maestro Rockmaple les había dado dos viernes antes, la que había tratado sobre los seres elementales. « Dispersar a elementales malvados antes de que puedan causar daño es una de las tareas más importantes de las que los magos son responsables —había dicho—. Si se sienten amenazados, pueden deshacerse en su elemento, y necesitan muchísima energía para volver a formarse» . Así que lo único que tenían que hacer era asustar a los elementales. Magnífico. El Maestro North frunció el ceño, como si acabara de notar que los alumnos estaban preocupados. —Lo haréis bien —les aseguró. A Call, eso le pareció un optimismo gratuito. Se los imaginó a todos muertos en el suelo mientras los gwyverns en busca de venganza volaban en círculos por lo alto y el Maestro Rufus meneaba la cabeza con decepción y decía: « Quizá los aprendices del próximo año sean mejores» . —Maestro Rufus —susurró Call, intentando que nadie más lo oyera—. No podemos hacerlo. No hemos practicado… —Sabéis todo lo que tenéis que saber —dijo Rufus, críptico. Se volvió hacia Tamara—. ¿ Qué quieren los elementos? Ella tragó saliva. —« El fuego quiere quemar —recitó—, el agua quiere fluir, el aire quiere subir, la tierra quiere atar, el caos quiere devorar» . Rufus le puso una mano sobre el hombro. —Vosotros tres pensad en los Cinco P rincipios de la Magia y en lo que os he enseñado, y lo haréis bien. —Después fue a unirse a los otros magos al fondo de la estancia. Dieron forma de asientos a las piedras y se sentaron en ellas con aparente comodidad. Todavía iban llegando otros magos. También había unos cuantos alumnos de los últimos cursos junto a Alex; la luz de la caverna destellaba en sus muñequeras. Eso dejó a los aprendices del Curso de Hierro en el centro de la estancia, y la luz se fue atenuando hasta que quedaron rodeados de oscuridad y silencio. Lentamente, los grupos de aprendices comenzaron a acercarse unos a otros hasta formar una sola masa frente a la reja formada por los dientes de calcita, que se abría hacia lo desconocido.
Durante un largo momento, Call miró hacia la oscuridad tras la reja, y comenzó a preguntarse si habría algo allí. Tal vez la prueba consistía en ver si los aprendices realmente creían que los magos harían algo tan ridículo como dejar que niños de doce años lucharan contra gwyverns en un combate de gladiadores. Entonces vio ojos brillando en las tinieblas. Grandes patas con garras hicieron crujir la tierra y tres criaturas surgieron de la cueva. Era tan altos como dos hombres y se alzaban sobre las patas traseras, con los cuerpos encorvados hacia adelante y arrastrando colas con pinchos. Grandes alas, situadas donde deberían haber estado los brazos, batían el aire. Unas bocas anchas y cargadas de dientes se cerraron hacia el techo. Las advertencias del padre de Call le repicaban en la cabeza, y sintió que no podía respirar. Estaba más asustado de lo que recordaba haberlo estado nunca. Todos los monstruos de su imaginación, todas las bestias que se escondían en los armarios o bajo las camas, no eran nada comparadas con las pesadillas que avanzaban hambrientas hacia él. « El fuego quiere quemar —repitió Call para sí—, el agua quiere fluir. El aire quiere subir. La tierra quiere atar. El caos quiere devorar. Call quiere vivir» . Jasper, que al parecer tenía un deseo totalmente diferente en relación con su supervivencia, se apartó de la piña de aprendices y, con un aullido, corrió directamente hacia los gwyverns. Alzó la mano y la abrió con la palma hacia fuera, en dirección a los monstruos. Una pequeña bolita de fuego le salió de los dedos y voló por encima de la cabeza de uno de los gwyverns. La criatura rugió furiosa y Jasper retrocedió. Abrió la mano de nuevo, pero sólo salió humo. Nada de fuego. El gwyvern avanzó hacia Jasper y abrió la boca. Una espesa niebla azul manó de sus fauces. La niebla se fue curvando lentamente en el aire, pero no tan lentamente como para que Jasper pudiera esquivarla. Se tiró hacia un lado, pero la niebla flotó sobre él y lo rodeó. Un momento después, se alzaba envuelto en ella, flotando hacia arriba como una pompa de jabón. Los otros dos gwyverns se levantaron en el aire. —Oh, mierda —exclamó Call—. ¿ Cómo esperan que luchemos contra eso? El rostro de Aaron destelló de furia. —No es justo. Jasper gritaba, flotando de aquí para allá sobre las columnas del aliento del gwyvern. P erezosamente, el primer gwyvern lo golpeó con la cola. Call no pudo evitar una chispa de compasión. Los otros aprendices estaban paralizados, mirando hacia arriba. Aaron respiró hondo.
—Bueno, allá vamos —dijo con resignación. Mientras Call y los demás lo observaban, Aaron corrió y se lanzó sobre la cola del gwyvern más cercano. Consiguió cogerla cuando bajaba, y el animal soltó un grito de sorpresa que sonó como un trueno. Aaron se aferró con todas sus fuerzas mientras la cola iba de un lado al otro, haciéndolo subir y bajar como si estuviera sobre un caballo sin domar. Jasper, en su burbuja, se alzó y fue botando por el techo entre las estalactitas, gritando y sacudiendo las piernas. El gwyvern restalló la cola como un látigo y Aaron salió volando. Tamara ahogó un grito. Rufus extendió una mano, y de ella salieron disparados copos de cristal helados, que se unieron en el aire y tomaron la forma de una mano que recogió a Aaron a unos centímetros del suelo antes de que se estrellara. Call notó que el pecho le estallaba de alivio. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que le había preocupado pensar que los Maestros podían no levantar ni un dedo para ayudarlos, que iban a dejarlos morir. Aaron se peleaba con los dedos helados, tratando de soltarse. Unos cuantos de los aprendices del Curso de Hierro avanzaron juntos en grupo hacia el segundo gwyvern. Gwenda creó chispas de fuego entre las manos, azules como las llamas en el lomo de los lagartos. El gwyvern bostezó en su dirección lánguidamente y lanzó lentos hilillos de aliento. Uno a uno, los aprendices fueron alzándose en el aire, gritando. Celia lanzó un chorro de hielo mientras se elevaba. Falló y el hielo pasó por la izquierda de la cabeza del segundo gwyvern, haciéndolo rugir. —¡Call! Éste se dio la vuelta al oír la llamada urgente de Tamara, justo a tiempo de verla lanzarse detrás de un grupo de estalagmitas. Call se dispuso a ir tras ella, pero se detuvo al ver a Drew inmóvil, a un lado del grupo. Call no era el único que lo había visto. El tercer gwyvern, con los ojos entrecerrados, le lanzaba una amarillenta mirada depredadora, y se enroscó en sí mismo para quedar frente al asustado aprendiz. Drew puso los brazos hacia abajo, las palmas en dirección al suelo, mientras mascullaba algo frenéticamente. Luego se fue levantando lentamente del suelo y se alzó hasta quedar a la altura de los ojos del gwyvern. « Está haciendo como si lo hubiera alcanzado con el humo —se dio cuenta Call —. Muy listo» . Drew conjuró una bola de viento en la mano y la lanzó. El gwyvern resopló sorprendido. Drew perdió la concentración y comenzó a rodar en el aire. Sin perder el tiempo, el gwyvern lanzó la cabeza hacia adelante y cerró la boca, consiguiendo pillar la punta de los pantalones de Drew. La ropa se rasgó mientras Drew pateaba el aire, frenético. Call corrió para ayudarlo. Justo entonces, el segundo gwyvern se lanzó desde el
techo de la caverna directo hacia ellos. —¡Call, corre! —gritó Drew—. ¡Vete! Era una buena idea, pensó Call, si pudiera correr. La pierna mala se le torció al tratar de correr sobre el terreno irregular, y se tambaleó; enseguida consiguió recuperar el equilibrio, pero no fue lo bastante rápido. Los fríos ojos negros del gwyvern estaban fijos en él, las garras extendidas mientras se acercaba más y más. Call comenzó a correr tan rápido como pudo. Notaba un fuerte dolor en la pierna cada vez que pisaba con fuerza sobre las rocas. No era lo bastante rápido. Al mirar hacia atrás, tropezó y fue volando hasta estrellarse contra la gravilla y la afilada piedra. Rodó para quedar sobre la espalda. El gwyvern se alzó sobre él. Alguna parte en el interior de Call le decía que los Maestros intervendrían antes de que pasara algo demasiado grave, pero una parte mucho mayor gritaba de miedo. El gwyvern parecía ocupar todo su campo de visión, con la boca abierta, mostrando unas fauces escamosas y unos dientes muy afilados… Call alzó un brazo. Notó una ráfaga de calor estallar alrededor. Un chorro de arena y piedra se alzó en cascada desde el suelo y golpeó al gwyvern en el pecho. La bestia salió despedida hacia atrás, chocó con fuerza contra la pared de la cueva y se desplomó sobre el suelo. Call parpadeó sorprendido mientras se ponía lentamente en pie. Una vez incorporado, miró alrededor con nuevos ojos. « Oh» , pensó al ver el tumulto que se desarrollaba por toda la estancia, las ráfagas de fuego que lo cruzaban y los chicos dando vueltas en círculos al perder la concentración, lo que hacía que su magia los lanzara de un lado a otro. De golpe, Call entendió por qué habían estado practicando durante tanto tiempo en la sala de la arena. Contra todo lo que se esperaba, la magia se había convertido en algo automático para él. Era consciente de la concentración que se requería. Su gwyvern estaba tratando de ponerse en pie, pero Call ya estaba dispuesto a continuar la batalla. Se concentró, lanzó la mano hacia afuera y tres estalactitas se soltaron, cayeron y clavaron al gwyvern al suelo por las alas. —¡Ja! —exclamó Call con satisfacción. La bestia abrió la boca y Call fue a retroceder, sabiendo que no sería lo suficientemente rápido para esquivar el aliento del monstruo… —¡P ásame a Miri! —le gritó Tamara desde las sombras—. ¡Rápido! Call se sacó la daga del cinturón y se la tiró a Tamara. El gwyvern tenía la boca abierta, las volutas de humo comenzaban a girar hacia afuera. Con dos rápidos pasos, Tamara atravesó el humo del gwyvern y fue a clavarle el cuchillo en el ojo. Justo cuando le iba a dar, el monstruo desapareció en una gran nube de humo azul y regresó a su elemento con un rugido de rabia. Tamara comenzó a flotar hacia arriba. Call la cogió por la pierna. Era un poco como sujetar la cuerda de un globo,
porque ella continuaba bamboleándose en el aire. Tamara le sonrió desde arriba. Estaba toda manchada de tierra y arena, con el cabello suelto cayéndole sobre la cara. —Mira —dijo, señalando con Miri, y Call se volvió a tiempo de ver a Aaron, ya libre del hielo, que enviaba una avalancha de piedras contra el gwyvern. Celia, desde lo alto, hizo caer más piedras. Se juntaron todas en el aire para formar un enorme peñasco, que hizo desaparecer a la criatura de un solo golpe antes de deshacerse de nuevo en fragmentos al chocar contra la pared del fondo. —Sólo uno más —jadeó Call. —Ya no —le dijo Tamara alegremente—. Me he deshecho de dos. Aunque, bueno, tú me has ayudado un poco con el segundo. —P odría soltarte ahora mismo. —Call le tiró de la pierna, amenazador. —¡Vale, vale, me has ayudado mucho! —rio Tamara mientras en toda la estancia comenzaba a resonar un aplauso. Los Maestros estaban aplaudiendo, y Call se dio cuenta de que miraban a Tamara, a Aaron, a Celia y a él. Aaron jadeaba; se miraba las manos y luego el lugar donde el gwyvern había desaparecido, como si no pudiera creer que él había lanzado ese peñasco. Call sabía lo que sentía. —¡Eeeh! —exclamó Tamara y agitó los brazos de arriba abajo mientras se balanceaba en el aire. Un momento después, los aprendices que habían flotado hacia el techo estaban bajando lentamente. Call le soltó el tobillo a Tamara para que pudiera aterrizar de pie. Ella le devolvió a Miri mientras los otros aprendices llegaban al suelo, algunos riendo, y otros, como Jasper, en silencio y muy serios. Tamara y Call fueron hacia donde estaba Aaron en medio del bullicio. La gente los vitoreaba y les daba palmadas en la espalda; era un poco como Call siempre se había imaginado que sería ganar un partido de baloncesto, aunque nunca le había pasado. Nunca había jugado en un equipo. —Call —lo llamó alguien a su espalda. Se volvió y vio a Alex con una gran sonrisa en el rostro—. Yo apostaba por vosotros, chicos. Call lo miró sorprendido. —¿ P or qué? —P orque eres como yo. Lo veo. —Sí, claro —replicó Call. Eso era ridículo. Alex era la clase de persona que, en casa, habría tirado a Call a un charco de barro. El Magisterium era diferente, pero seguro que no era tan diferente—. Yo no he hecho mucho —añadió Call—. Sólo me quedé ahí hasta que recordé cómo correr; excepto que, claro, recordé que yo no puedo correr. Vio al Maestro Rufus sorteando a la gente para acercarse a sus aprendices. Lucía una pequeña sonrisa, lo que para el Maestro Rufus era como ir dando saltos y
volteretas por los pasillos. Alex sonrió de medio lado. —No necesitas correr —dijo—. Aquí te enseñarán a luchar. Y te aseguro que vas a hacerlo muy bien.
Call, Tamara y Aaron regresaron a sus habitaciones con la sensación de que, por primera vez desde que habían llegado al Magisterium, todo empezaba a cuadrar. Lo habían hecho mejor que los otros grupos de aprendices, y todos lo sabían. Y lo mejor de todo: el Maestro Rufus les había llevado pizza. Una pizza de verdad en una auténtica caja de cartón, con queso derretido y montones de cosas que no eran liquen o setas de color púrpura brillante o nada raro que creciera bajo tierra. Se la comieron en la sala común, peleándose amistosamente para ver quién cogía más trozos. Tamara ganó, pues era la que comía más deprisa. Call aún tenía los dedos un poco grasientos cuando abrió la puerta de su dormitorio. Atiborrado de pizza, refresco y risas, se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. P ero en cuanto vio lo que le esperaba en la cama, todo eso cambió. Era una caja, una caja de cartón cerrada con mucha cinta adhesiva y con su nombre escrito en la letra inclinada y rápida, inconfundible, de su padre. CALLUM HUNT EL MAGISTERIUM LURAY, VA
P or un momento, Call se la quedó mirando. Luego se acercó lentamente a la caja y la tocó; pasó los dedos por el borde de la cinta adhesiva. Su padre siempre empleaba la misma cinta gruesa para hacer paquetes, como cuando tenía que enviar algo que le habían encargado desde fuera del pueblo. Eran prácticamente imposibles de abrir. Call sacó a Miri del cinturón. La afilada hoja del cuchillo cortó el cartón como si fuera una hoja de papel. Un montón de ropa cayó sobre la cama: los vaqueros, las chaquetas y las camisetas de Call, varios paquetes de sus caramelos ácidos favoritos, un reloj despertador de cuerda y el ejemplar de Los tres mosqueteros que su padre y él habían estado leyendo juntos. Cuando cogió el libro, una nota doblada cayó de entre las páginas. Call la cogió y la leyó:
Callum: Sé que esto no es culpa tuy a. Te quiero mucho y lamento todo lo que ha pasado. No pierdas el ánimo en la escuela. Con cariño, ALASTAIR HUNT
Había firmado con su nombre completo, como si Call fuera alguien a quien conociera poco. Con la carta en la mano, se dejó caer sobre la cama.
CAPÍTULO ONCE Esa noche, Call no conseguía conciliar el sueño. Estaba muy excitado por la pelea y no paraba de darle vueltas en la cabeza a lo que ponía en la nota de su padre, tratando de averiguar qué quería decir. Tampoco lo ayudó haberse comido inmediatamente todos los paquetes de caramelos a excepción de uno, lo que lo dejó a punto de saltar hasta el techo de la caverna sin necesidad de aliento de gwyvern que lo impulsara. Si su padre le hubiera enviado su monopatín (y a Call le fastidiaba que no lo hubiera hecho), habría estado subiéndose por las paredes con él. Su padre le decía que no estaba enfadado, y por las palabras que había escogido tampoco daba la sensación de que lo estuviera. P ero sí que daba otra sensación. De tristeza. Incluso de frialdad. De distancia. Quizá le preocupaba que los magos cogieran el correo de Call y lo leyeran. Tal vez le diera miedo escribir algo privado. Decir que, a veces, su padre podía ser un poco paranoico, era quedarse corto, sobre todo cuando se trataba de los magos. Si pudiera hablar con él, aunque sólo fuera un segundo… Quería tranquilizarlo y decirle que todo iba bien y que nadie más que él había abierto el paquete. P or lo que había experimentado hasta el momento, el Magisterium no era tan malo. Incluso era… divertido.
Ojalá hubiera teléfonos. Al instante, Call pensó en el pequeño tornado sobre el escritorio del Maestro Rufus. Si tenía que esperar a que le enseñaran a manejar los botes para colarse allí, podía pasar toda la eternidad antes de que consiguiera hablar con su padre. En la prueba había demostrado que podía adaptar su magia a situaciones para las que no había sido entrenado específicamente. Quizá pudiera adaptarla también a ésta. Después de estar tanto tiempo sólo con dos uniformes, era fantástico tener un montón de ropa para escoger. En parte, le habría gustado ponérsela toda de golpe y pasearse por el Magisterium como un pingüino. Al final se conformó con ponerse unos vaqueros negros y una camiseta también negra con un desgastado logo de Led Zeppelin; el vestuario que le parecía más adecuado para moverse sin ser visto. En el último momento, decidió colgarse la funda de Miri del cinturón, y salió sigilosamente a la sala. Miró alrededor y de repente le sorprendió la cantidad de cosas de Tamara y también suyas que había por todas partes. Se había dejado la libreta en la encimera, la cartera sobre el sofá de cualquier manera, uno de los calcetines en el suelo junto a un plato de galletas cristalinas mordisqueadas. Tamara aún lo tenía todo más desordenado: libros de casa, gomas de pelo, pendientes, plumillas de plumas y pulseras. P ero de Aaron no había nada. Lo poco que tenía lo guardaba en su dormitorio, que mantenía superlimpio y con la cama muy bien hecha, como si aquello fuera una escuela militar. Oía la respiración regular de Tamara y de Aaron, que le llegaba de sus respectivas habitaciones. P or un momento se preguntó si debería volverse a la cama. Aún no conocía muy bien los túneles y recordaba todas las advertencias sobre perderse. Además, se suponía que no debían salir de sus habitaciones tan tarde sin el permiso de su Maestro, así que también corría el riesgo de meterse en un lío. Respiró rápidamente unas cuantas veces y despejó todas sus dudas. Conocía el camino hasta el despacho del Maestro Rufus. Sólo tenía que ingeniársela con los botes. El pasillo se hallaba iluminado por el tenue resplandor de las rocas y estaba absoluta e inquietantemente silencioso. En el silencio sólo se oía el distante goteo del sedimento al caer de estalactita a estalagmita. —Muy bien —masculló Call—. Allá vamos. Fue por el camino que sabía que llevaba al río. Sus pasos marcaban un ritmo en el silencio: paso-arrastre, paso-arrastre… La iluminación de la estancia que atravesaba el río era aún más tenue que la del pasillo. El agua se veía oscura, arrastrando sombras. Con mucho cuidado, Call fue avanzando a lo largo del sendero rocoso hasta donde se hallaba amarrado uno de los
botes, junto a la orilla. Trató de prepararse para saltar, pero la pierna mala le temblaba; tuvo que ponerse de rodillas y subir al bote gateando. P arte de la lección del Maestro Rockmaple sobre seres elementales había tratado de los que se podían encontrar en el agua. Según él, a menudo, sólo con un poco de poder, resultaba fácil persuadirlos para que hicieran la voluntad del mago. El único problema era que el Maestro Rockmaple había hablado de la teoría, pero no les había explicado la técnica. Call no tenía ni idea de cómo hacerlo. El bote se balanceó bajo sus rodillas. Imitando al Maestro Rufus, se inclinó sobre la borda y susurró: —Muy bien, me siento totalmente estúpido haciendo esto, pero… eh… tal vez podríais ayudarme. Quiero ir río abajo y no sé cómo… Mirad, ¿ podéis evitar que el bote se dé contra las paredes o gire en redondo? ¿ P or favor? Los seres elementales, dondequiera que estuvieran y lo que fuera que estuvieran haciendo, no le ofrecieron ninguna respuesta. P or suerte, la corriente iba en la dirección que él quería. Se inclinó hacia fuera y empujó con la palma de la mano, lo que envió al bote bamboleándose hacia el centro del río. P or un momento se sintió abrumado por el éxito, pero luego se dio cuenta de que no tenía ningún modo de detener el bote. Al ver que no había mucho que pudiera hacer, se dejó caer en el asiento de popa y se resignó a preocuparse por eso cuando fuera necesario. El agua salpicaba el costado del bote, y de vez en cuando algún pez se alzaba, pálido y brillante, sobre la superficie, y desaparecía de nuevo en las profundidades. P or desgracia, no parecía haber hecho lo que debía hacer cuando trató de susurrar a los elementales. El bote comenzó a girar en el agua y Call se mareó. En un momento determinado, aprovechó una estalagmita para empujarse y evitar que el bote embarrancara. Finalmente, vio una orilla que reconoció: la que estaba cerca del despacho de Rufus. Miró alrededor buscando algún modo de guiar el bote hacia ella. La idea de meter la mano en el agua fría y negra no lo atraía mucho, pero lo hizo de todas formas, y remó con toda sus fuerzas. La proa chocó contra la orilla, y Call se dio cuenta de que iba a tener que saltar al agua, poco profunda en ese punto, ya que no podía conseguir que el bote se alineara contra la ribera, como hacía el Maestro Rufus. Reunió el valor y pasó sobre la borda, e inmediatamente se hundió en el limo. P erdió el equilibrio, se cayó y se golpeó la pierna mala contra el costado del bote. Durante un buen rato el dolor lo dejó sin aliento. Cuando se recuperó, se dio cuenta de que su situación era aún peor. El bote se había alejado hasta el centro del río, fuera de su alcance. —¡Vuelve aquí! —le gritó al bote. Luego, al darse cuenta de su error, se
concentró en la propia agua. Aunque se esforzó, lo único que fue capaz de hacer fue que el agua se removiera un poco. Había pasado un mes trabajando con arena sin dedicar nada de tiempo a los otros elementos. Estaba empapado, y pronto el bote habría desaparecido por un túnel que llevaba más al interior de las cuevas. Gruñendo, chapoteó avanzando hasta la orilla. Los vaqueros empapados le pesaban y se le pegaban a las piernas. También estaban fríos. Iba a tener que ir andando así toda la vuelta… Suponiendo que pudiera encontrar el camino de vuelta. Dejó de lado todas las preocupaciones sobre el después y se dirigió hacia la pesada puerta del despacho de Rufus. Contuvo la respiración mientras probaba a girar el pomo. La puerta se abrió sin el más leve chirrido. El pequeño tornado seguía girando sobre el secreter del Maestro Rufus. Call dio un paso hacia él. El lagarto dentro de la jaula continuaba en la mesa de trabajo, con las llamas saltándole por el lomo. Observó a Call con ojos luminosos. —Sácame de aquí —dijo el lagarto. Su voz era como un susurro rasposo, pero las palabras habían sido claras. Call lo miró confuso. Los gwyverns no habían hablado durante el ejercicio; nadie había dicho nada sobre que los elementales pudieran hablar. Quizá los elementales del fuego fueran diferentes. » Sácame de aquí —repitió el lagarto—. ¡La llave! Te diré dónde guarda la llave y me sacarás de aquí. —No voy a hacerlo —contestó Call al lagarto, y frunció el ceño. No acababa de creerse que estuviera hablando. Se apartó de él y se acercó al tornado del escritorio. » Alastair Hunt —le susurró a la arena que giraba. No ocurrió nada. Quizá no iba a ser tan fácil como se había esperado. Call puso la mano en el lado de la campana de cristal. Con todas sus fuerzas trató de imaginarse a su padre. Dibujó en su mente su perfil aguileño y el acostumbrado sonido que hacía al reparar cosas en el garaje. Se imaginó sus ojos grises, y la forma en que su voz se alzaba cuando estaba animando a un equipo o se bajaba cuando hablaba de cosas peligrosas, como los magos. Se imaginó a su padre leyéndole como hacía siempre hasta que él se dormía, y cómo sus chaquetas de lana olían tanto a tabaco de pipa como a protector de madera. —Alastair Hunt —dijo de nuevo, y esta vez la arena se contrajo y se solidificó. Al cabo de unos segundos estaba viendo a su padre, con las gafas subidas sobre la cabeza. Llevaba una sudadera y vaqueros, y tenía un libro abierto en el regazo. Era como si Call lo hubiera encontrado leyendo. De repente, su padre se puso en pie y miró hacia él. El libro se le resbaló y desapareció de la vista. —¿ Call? —preguntó su padre, con la voz cargada de incredulidad. —¡Sí! —exclamó Call, excitado—. Soy yo. He recibido la ropa y tu carta, y quería
buscar el modo de hablar contigo. —Ah —repuso su padre, y entornó los ojos como si tratara de ver mejor a Call—. Bueno, eso está bien. Me alegro de que te llegaran tus cosas. Call asintió. Algo en el tono cauto de su padre empañaba el placer de verlo de nuevo. El padre de Call se colocó las gafas sobre la nariz. —Tienes buen aspecto. Call se miró la ropa. —Sí. Estoy bien. Aquí no se está tan mal. A veces puede ser aburrido, y otras veces da miedo. P ero estoy aprendiendo cosas. No soy un mal mago. P or ahora, quiero decir. —Nunca pensé que fuera a faltarte habilidad, Call. —Su padre se puso en pie y pareció moverse hacia donde se encontraba él. Tenía una expresión rara, como si se estuviera preparando para enfrentarse a una tarea difícil—. ¿ Dónde estás? ¿ Sabe alguien que estás hablando conmigo? Call negó con la cabeza. —Estoy en el despacho del Maestro Rufus. Estoy… esto… tomando prestado su tornado en miniatura. —¿ Su qué? —El padre de Call arrugó el ceño, confuso; luego suspiró—. No importa. Me alegro de tener la oportunidad de recordarte lo que es importante. Los magos no son lo que parecen. La magia que te enseñan es peligrosa. Cuanto más aprendas del mundo mágico, más te meterás en él; te meterás en sus antiguos conflictos y sus peligrosas tentaciones. P or mucho que te diviertas… —El padre de Call dijo la palabra « diviertas» como si fuera venenosa—. P or muchos amigos que estés haciendo, no olvides que esa vida no es una vida para ti. Debes salir de ahí en cuanto puedas. —¿ Me estás diciendo que me escape? —Sería lo mejor para todos —contestó Alastair con total sinceridad. —P ero ¿ y si decido que quiero quedarme aquí? —preguntó Call—. ¿ Y si decido que estoy contento en el Magisterium? ¿ Aún me dejarías ir a casa de vez en cuando? Hubo un largo silencio. La pregunta se quedó colgada en el aire entre los dos. Incluso siendo mago, quería seguir siendo el hijo de Alastair. —No… yo… —Su padre respiró hondo. —Sé que odias el Magisterium porque mamá murió en la Masacre Fría. —Call hablaba rápido, ya que trataba de que le salieran las palabras antes de que le fallara el valor. —¿ Qué? —Alastair abrió mucho los ojos. P arecía furioso… y asustado. —Y entiendo por qué nunca me lo contaste. No soy tonto. P ero eso fue en la guerra. Ahora hay una tregua. No me va a pasar nada aquí, en el…
—¡Call! —ladró Alastair. Se había quedado mortalmente pálido—. Definitivamente no puedes quedarte en la escuela. Tú no lo entiendes; es demasiado peligroso. Call, escúchame, tú no sabes lo que eres. —Yo… —Un fuerte golpe a su espalda interrumpió a Call. Se dio la vuelta y vio que el lagarto había conseguido, de algún modo, hacer caer la jaula de la mesa de trabajo. Estaba de lado en el suelo, cubierta de un montón de papeles y los restos de una de las maquetas de Rufus. Desde dentro, el elemental mascullaba palabras raras como Splerg! o Gelderfren! Call volvió a mirar el tornado, pero era demasiado tarde. Había perdido la concentración. Su padre se había desvanecido, con sus últimas palabras colgando en el aire. « No sabes lo que eres» . —¡Lagarto estúpido! —gritó Call, y le dio una patada a una de las patas de la mesa de trabajo. Otro montón de papeles fue a parar al suelo. El elemental estaba en absoluto silencio. Call se dejó caer en la silla de Rufus y a continuación puso la cabeza entre las manos. ¿ Qué le había estado tratando de decir su padre? ¿ Qué podía significar eso? « Call, escúchame, tú no sabes lo que eres» . Call sintió que un escalofrío le recorría la espalda. —Sácame de aquí —repitió el lagarto. —¡NO! —gritó Call, y se alegró de tener algo en lo que descargar su rabia—. No, no voy a sacarte de ahí, ¡así que para de pedírmelo! El lagarto lo contemplaba con sus ojos redondos desde la jaula mientras Call se arrodillaba y comenzaba a recoger papeles y ruedas de la maqueta. Call fue a coger un sobre, y cerró los dedos sobre un paquetito que también debía de haberse caído de la mesa. Se lo acercó al reconocer otra vez la inconfundible letra de su padre. Estaba dirigido a William Rufus. « Oh —pensó Call—. Una carta de papá. Esto no puede ser nada bueno» . ¿ Debía abrirla? Lo último que quería era a su padre diciéndole locuras al Maestro Rufus y rogando a Call que volviera a casa. Además, ya iba a meterse en un lío por colarse ahí, así que no podría meterse en mucho más lío por abrir una carta. Cortó la cinta con el borde dentado de un engranaje y desdobló una nota muy parecida a la que había recibido. Decía: Rufus: Si alguna vez confiaste en mí, si alguna vez sentiste lealtad hacia mí por el tiempo que pasé como tu alumno y por la tragedia que compartimos, debes atar la magia de Callum antes de que acabe el curso.
ALASTAIR
CAPÍTULO DOCE Durante un rato, Call se sintió tan furioso que lo único que quería era romper algo, y al mismo tiempo los ojos le ardían como si estuviera a punto de echarse a llorar. Controló su rabia y sacó el objeto que había en el paquete bajo la carta de su padre. Era la muñequera de un alumno del Curso de P lata con cinco piedras engastadas: una roja, una verde, una azul, una blanca y una tan negra como los ríos de agua negra que corrían por las cavernas. Call se la quedó mirando. ¿ Sería la muñequera de su padre de cuando estaba en el Magisterium? ¿ P or qué iba Alastair a enviársela a Rufus? « Una cosa es cierta —pensó Call—. El Maestro Rufus no va a recibir nunca este mensaje» . Se metió la carta y el sobre en el bolsillo, y se puso la muñequera en la muñeca. Era demasiado grande para él, así que se la subió por el brazo, más arriba de la suya, y la cubrió con la manga de la camiseta. —Estás robando —dijo el lagarto. Las llamas seguían ardiéndole en el lomo, azules con destellos de verde y amarillo. P royectaban sombras que bailaban sobre la pared. Call se detuvo en seco.
—¿ Y qué? —Sácame de aquí —insistió el lagarto—. Sácame de aquí o diré que has robados las cosas del Maestro Rufus. Call gruñó. No había estado pensando con claridad. El elemental no sólo sabía que había abierto el paquete, sino también lo que le había dicho a su padre. Había oído su críptica advertencia. Call no podía permitir que repitiera todo eso al Maestro Rufus. Se arrodilló, cogió la jaula por la agarradera de hierro que tenía en lo alto y la dejó sobre la mesa de trabajo de Rufus. Miró más atentamente al lagarto. El cuerpo era más largo que una de las botas de su padre. P arecía una versión en miniatura de un dragón de Komodo, incluso tenía una barba de escamas, y cejas; sí, definitivamente tenía cejas. Toda la jaula olía levemente a azufre. —Te has colado sin permiso —dijo el lagarto—. Estás aquí sin permiso, robando, y tu padre quiere que te escapes. Call no sabía qué hacer. Si dejaba salir de la jaula al elemental, de todas formas podría decirle al Maestro Rufus lo que había visto. Call no podía arriesgarse a que lo descubrieran. No quería que le ataran la magia. No quería defraudar a Aaron y a Tamara, sobre todo una vez que habían comenzado a ser amigos. —Sí —asintió Call—. ¿ Y adivinas qué más voy robar? A ti. Call echó una última mirada por el despacho y se fue, llevándose la jaula con el lagarto. El elemental corría de un lado a otro y sus pasos repicaban en su prisión. A Call no le importó. Fue hasta el agua, esperando que otro bote hubiera aparecido, arrastrado por la corriente. No había más que un río subterráneo salpicando una playa rocosa. Call se preguntó si podría nadar de regreso, pero el agua estaba como el hielo, la corriente iba en la dirección contraria y él nunca había sido un gran nadador. Además, tenía que pensar en el lagarto, y dudaba que la jaula pudiera flotar. —Las corrientes del Magisterium son oscuras y extrañas —dijo el elemental, y sus ojos rojos brillaron en la penumbra. Call inclinó la cabeza y observó a la criatura. —¿ Tienes nombre? —Sólo el nombre que me des —contestó el lagarto. —¿ Cabezapiedra? —sugirió Call, mirando a las piedras de cristal en la cabeza del lagarto. Una nubecilla de humo le salió al lagarto por las orejas. P arecía molesto. —Has dicho que tenía que ponerte un nombre —le recordó Call, mientras se acuclillaba en la orilla suspirando. El lagarto pasó la cabeza entre las barras y lanzó la lengua, la enrolló alrededor de un pez y tiró hacia atrás hasta metérselo en la boca. Masticó con una inquietante
satisfacción. Había pasado todo tan deprisa que Call pegó un bote, sorprendido, y casi dejó caer la jaula. Esa lengua daba miedo. —¿ Lomoardiente? —siguió sugiriendo, mientras fingía que no se había asustado —. ¿ Carapez? El lagarto no le hizo ni caso. —¿ Warren? —sugirió por último Call. Era el nombre de un tipo que iba los domingos por la noche a jugar al póquer con su padre. El lagarto asintió satisfecho. —Warren —repitió—. Que quiere decir madriguera. Aquí hay madrigueras, bajo la tierra, donde viven las criaturas. Madrigueras para ir de un lado a otro sin ser vistos, para espiar, ¡para amontonarse calentitos! —Vaya, genial —replicó Call, totalmente harto. —Hay otros caminos que no son el río. Tú no conoces el camino de vuelta a tu nido, pero yo sí. Call observó al elemental, que le devolvió la mirada a través de los barrotes de la jaula. —¿ Un atajo a mi cuarto? —A donde sea. ¡A todas partes! Nadie conoce el Magisterium mejor que Warren. P ero luego me sacarás de la jaula. Tienes que prometerme que me sacarás de la jaula. ¿ Cuánto podía confiar Call en un lagarto extraño que ni siquiera era de verdad un lagarto? Quizá si bebiera un poco de agua, que era asquerosa, llena de peces sin ojos, azufre y minerales raros, podría hacer mejor magia. Como había hecho con la arena. Como se suponía que no debía hacer. Tal ver podría hacer retroceder la corriente y llevar el bote de vuelta. Sí, claro, ¡qué listo! No tenía ni idea de cómo hacer eso. « Call, escúchame, tú no sabes lo que eres» . Al parecer, había muchísimas cosas que no sabía. —Muy bien —aceptó Call—. Si me llevas de vuelta a mi habitación, te sacaré de la jaula. —Sácame ahora —gimoteó el elemental—. Iríamos más rápidos. —Buen intento —resopló Call—. ¿ P or dónde? El lagarto le dijo por dónde, y Call empezó a caminar, con la ropa aún mojada y fría contra la piel. P asaron paredes de rocas que parecían fundirse unas con otras; columnas y cortinas de limo que caían como tejidos pesados. P asaron ante arroyos de barro burbujeante que salpicaron a Call en los pies. Warren lo hacía seguir adelante
mientras la llama azul sobre su lomo convertía la jaula en un farol. En una ocasión, el pasillo se hizo tan estrecho que Call tuvo que ponerse de lado y apretarse para pasar entre dos cornisas de piedra. Finalmente saltó al otro lado como el corcho de una botella y se rasgó la camisa, que se le había enganchado en un saliente de la roca. —Chist —susurró Warren—. Silencio, maguito. Call se hallaba en un rincón oscuro de una enorme caverna llena de voces resonantes. Era una cueva casi circular, con el alto techo acabado en una cúpula. Los muros estaban decorados con formaciones de gemas que delineaban símbolos extraños, posiblemente alquímicos. En el centro de la caverna había una mesa rectangular de piedra con un gran candelabro que salía de ella; cada una de la docena de velas goteaba espesos arroyos de cera. Las grandes sillas de alto respaldo que rodeaban la mesa estaba ocupadas por Maestros, que también parecían formaciones rocosas. Call se aplastó contra las sombras para que no lo vieran y puso la jaula a su espalda para ocultar la luz. —El joven Jasper demostró valentía al lanzarse contra los gwyverns —decía el Maestro Lemuel con cara de risa, mientras dirigía una mirada a la Maestra Milagros—. Aunque no sirviera de nada. Call notó que le hervía la sangre en las venas. Tamara, Aaron y él habían trabajado muy duro en la prueba, ¿ y los Maestros estaban hablando de Jasper? —El valor sólo sirve hasta cierto punto —repuso Tanaka, el Maestro alto y delgado que tenía a P eter y a Kai de aprendices—. Los alumnos que han regresado de nuestra última misión estaban cargados de valor, y sin embargo ésas han sido de las peores heridas que he visto desde la guerra. Un poco más y no llegan vivos. Ni siquiera los de quinto curso estaban preparados para enfrentarse a elementales trabajando juntos así… —El Enemigo está detrás de esto —lo interrumpió el Maestro Rockmaple mientras se mesaba la roja barba. A Call se le había quedado grabada la imagen de los alumnos heridos, ensangrentados y quemados entrando por la puerta, y le alegró saber que no era así como solían volver los alumnos de una misión normal—. El Enemigo está rompiendo la tregua con actos que cree que no podremos adjudicarle a él. Se está preparando para volver a la guerra. Apuesto a que mientras nosotros nos hemos engañado pensando que se halla en su remoto santuario, trabajando en sus horribles experimentos, en realidad ha estado preparando armas más potentes y devastadoras, por no hablar de las alianzas. El Maestro Lemuel resopló. —No tenemos pruebas. Simplemente podría ser un cambio entre los elementales.
El Maestro Rockmaple se volvió hacia él como impulsado por un resorte. —¿ Cómo puedes confiar en el Enemigo? Alguien que no tiene reparos en meter un trozo de vacío en animales, e incluso en niños, y que masacró a los más vulnerables de nosotros, es capaz de cualquier cosa. —¡No estoy diciendo que confíe en él! Lo que no quiero es crear un pánico prematuro diciendo que se ha roto la tregua. El mundo no quiere que seamos nosotros quienes la rompamos con nuestros miedos y, al hacerlo, iniciemos una nueva guerra, una peor que la anterior. —Todo sería diferente si tuviéramos un makaris en nuestro bando. —Con un ademán nervioso, la Maestra Milagros se puso tras la oreja un mechón de cabello rosa —. Los alumnos que han entrado este año consiguieron unas notas excepcionales en la P rueba. ¿ Sería posible que nuestro makaris estuviera entre ellos? Rufus, tú has pasado por esto antes. —Es demasiado pronto para decirlo —contestó Rufus—. El propio Constantine no comenzó a mostrar ninguna señal de afinidad con el caos hasta los catorce años. —Quizá sólo te negaras a buscar esas señales igual que te niegas a buscarlas ahora —replicó, agresivo, el Maestro Lemuel. Rufus negó con la cabeza. Bajo la luz parpadeante, su rostro se veía muy anguloso. —No importa —repuso—. Necesitamos un plan diferente. La Asamblea necesita un plan diferente. Es una carga demasiado pesada para dársela a un niño. Todos deberíamos recordar la tragedia de Verity Torres. —Estoy de acuerdo con que necesitamos un plan —intervino el Maestro Rockmaple—. Sea lo que sea que proyecta el Enemigo, no podemos enterrar la cabeza en la arena y esperar que pase. Tampoco podemos esperar eternamente algo que quizá no ocurra nunca. —Ya basta de discusiones —intervino el Maestro North—. La Maestra Milagros estaba diciendo antes que ha descubierto un posible error en el tercer algoritmo para incorporar el aire en el metal. Creo que quizá deberíamos hablar de esa anomalía. ¿ Anomalía? Call supuso que no valía la pena arriesgarse a ser descubierto sólo para escuchar algo que tampoco iba a entender, así que se volvió a meter por el agujero entre las rocas. Se apretó de nuevo, contoneándose hasta salir al otro lado. En la cabeza le resonaban las palabras de su padre. ¿ Qué era lo que había dicho exactamente? « Cuanto más aprendas del mundo mágico, más te meterás en él; te meterás en sus antiguos conflictos y sus peligrosas tentaciones» . La guerra con el Enemigo debía de ser el conflicto del que había hablado su padre. Warren sacó su morro escamoso entre las barras y agitó la lengua en el aire.
—Vamos por un camino nuevo. Un camino mejor. Menos Maestros. Más seguro. Call gruñó y siguió las indicaciones de Warren. Comenzaba a preguntarse si el lagarto sabía de verdad adónde se dirigía o si simplemente le estaba hundiendo más en las cuevas. Quizá Warren y él se pasarían el resto de sus vidas dando vueltas por las laberínticas cavernas. El lagarto lo siguió dirigiendo y Call tuvo que encaramarse por una pila de rocas provocando algún que otro desprendimiento. Los pasillos eran más grandes, con brillantes dibujos zigzagueantes que picaban la curiosidad de Call, como si se pudieran leer, de saber cómo hacerlo. P asaron por una cueva llena de extrañas plantas subterráneas: grandes helechos de punta roja que crecían en estanques de agua brillante; largas hojas de líquenes que colgaban del techo y rozaban a Call en el hombro al pasar bajo ellos. Alzó la mirada y le pareció ver un par de brillantes ojos desapareciendo entre las sombras. Se detuvo. —Warren… —Ya, ya —asintió el lagarto, y señaló con la lengua hacia una puerta al otro lado de la caverna. Alguien había grabado unas palabras en lo más alto del arco de la misma: EL PENSAMIENTO ES LIBRE Y NO ESTÁ SUJETO A NINGUNA REGLA.
Más allá del arco parpadeaba una extraña luz. Call se dirigió hacia allí, vencido por la curiosidad. Lanzaba un brillo dorado, como el del fuego, aunque no notó ningún calor cuando atravesó la puerta. Se encontró en un espacio grande, una caverna que parecía descender en espiral por un sendero empinado. En las paredes había estantes que contenían miles y miles de libros, la mayoría amarillentos y con encuadernaciones muy viejas. Call llegó hasta el centro, donde comenzaba el empinado sendero, y miró por encima del borde. Había niveles y niveles, todos iluminados con la misma luz dorada y cubiertos de más estanterías y libros. Call había encontrado la Biblioteca. Y otra gente también. Oía el eco de conversaciones apagadas. ¿ Más Maestros? No. Miró atentamente y vio a Jasper, tres niveles más abajo, con su uniforme gris. Celia estaba frente a él. Tenía que ser muy muy tarde, y Call no tenía ni idea de por qué no estarían en sus habitaciones. Jasper tenía un libro abierto sobre una mesa de piedra, la mano extendida encima de él. Una y otra vez estiraba los dedos, apretaba los dientes y cerraba los ojos con fuerza, hasta que Call comenzó a preocuparse por si le iría a estallar la cabeza intentando forzar la magia. Una y otra vez surgía una chispa o una voluta de humo entre sus dedos, pero eso era todo. Jasper parecía estar a punto de gritar de decepción
y frustración. Celia iba de aquí para allá al otro lado de la mesa. —Me prometiste que si te ayudaba, tú me ayudarías, pero son casi las dos de la madrugada y aún no me has ayudado en nada. —¡Aún estamos con lo mío! —gritó Jasper. —Muy bien —repuso Celia, resignada, y se sentó en un taburete de piedra—. Inténtalo de nuevo. —Tengo que hacerlo bien —repuso Jasper bajando la voz—. Tengo que hacerlo. Soy el mejor. Soy el mejor mago del Curso de Hierro del Magisterium. Mejor que Tamara. Mejor que Aaron. Mejor que Callum. Mejor que todos. Call no estaba seguro de si él pertenecía a la lista de gente que hacía dudar a Jasper de ser el mejor, pero se sintió halagado. También un poco decepcionado de que Celia estuviera con Jasper. Warren se removió en su jaula. Call se volvió para ver qué quería. El lagarto estaba mirando el retrato enmarcado de un hombre con unos ojos enormes, de color rojo naranja, que le formaban una espiral, agrandados y dibujados en un costado del cuerpo. « Caotizado» , pensó Call. Se estremeció de pies a cabeza al verlo, y sintió algo más, una sensación que no acababa de localizar, como si dentro de su cabeza hubiera un picor, o estuviera hambriento o sediento. —¿ Quién hay ahí? —preguntó Jasper, alzando la mirada. Levantó una mano para cubrirse el rostro en un gesto defensivo. Call agitó la mano, sintiéndose estúpido. —Soy yo. Me he… perdido un poco… y he visto luz saliendo de aquí, así que… —¿ Call? —Jasper se apartó del libro y agitó las manos—. ¡Me estás espiando! — gritó—. ¿ Me has seguido hasta aquí? —No, yo… —¿ Nos vas a delatar? ¿ Ésa es tu idea? ¿ Me vas a meter en un lío para que no pueda hacerlo mejor que tú en la próxima prueba? —dijo de malos modos Jasper, aunque era evidente que estaba intranquilo. —Si queremos hacerlo mejor que tú en la próxima prueba, lo único que tenemos que hacer es esperar a la próxima prueba —replicó Call, incapaz de resistirse. Jasper parecía estar a punto de estallar. —¡Voy a decirles a todos que te paseas por las noches! —Muy bien —replicó Call—. Y yo les diré a todos lo mismo de ti. —No lo harás, ¿ verdad, Call? —le rogó Celia. De repente, Call ya no quería estar ahí. No quería pelearse con Jasper, o amenazar a Celia, o vagar por la oscuridad, o esconderse en un rincón mientras los Maestros
hablaban de cosas que le ponían los pelos de punta. Quería estar en la cama, pensando en la conversación con su padre, tratando de averiguar qué había querido decir Alastair y si había algún modo de que no fuera tan malo como parecía. Además, quería buscar los últimos caramelos en el fondo de la caja. —Mira, Jasper —comenzó—, no te cogí el puesto a propósito. A estas alturas, al menos deberías ser capaz de ver que yo no lo quería en absoluto. Jasper bajó la mano. El cabello le caía sobre los ojos; le había crecido y ya no se notaba su caro corte de pelo. —¿ No te enteras de qué va? Eso aún es peor. Call lo miró sorprendido. —¿ Qué? —Tú no lo sabes —respondió Jasper, y apretó los puños—. Tú no sabes cómo es. Mi familia lo perdió todo en la Segunda Guerra. Dinero, reputación, todo. —Jasper, para. —Celia se acercó a él con la clara intención de hacerlo reaccionar y que dejara de hablar, pero no funcionó. —Y si consigo sobresalir —continuó Jasper—, si soy el mejor… eso lo podría cambiar todo. P ero por tu culpa, estar aquí no significa nada. —Golpeó la mesa con ambas palmas. Call se sorprendió al ver chispas alzarse entre los dedos de Jasper. Éste echó las manos atrás y se las miró. —Supongo que lo has conseguido —repuso Call. La voz le sonaba extraña en la sala, grave después de los gritos de Jasper. Durante un instante, los dos chicos se miraron. Luego Jasper le dio la espalda y Call, bastante incómodo, comenzó a andar hacia la puerta de la Biblioteca. —Lo siento, Call —dijo Celia a su espalda—. P or la mañana estará más tranquilo. Call no contestó. No era justo, pensó. Aaron no tenía familia y la de Tamara daba miedo, y ahora Jasper. De seguir así, no quedaría nadie a quien pudiera odiar sin sentirse mal por hacerlo. Cogió la jaula y se dirigió al pasillo más cercano. —No más desvíos —le dijo al lagarto. —Warren sabe el mejor camino. A veces, el mejor no es el más rápido. —Warren no debería hablar de sí mismo en tercera persona —replicó Call, pero dejó que el elemental lo guiara el resto del camino hasta su habitación. —Sácame de aquí —dijo el elemental cuando Call alzó la muñequera para abrir la puerta. Éste se detuvo. —Me lo prometiste. Sácame de aquí. —El lagarto lo miró implorante con sus ojos ardientes. Call dejó la caja en el suelo antes de cruzar el umbral y se arrodilló. Cuando iba a
accionar el cierre, se dio cuenta de que no había hecho la pregunta que debería haber hecho desde el principio. —Eh, Warren, ¿ por qué el Maestro Rufus te tenía en una jaula en su despacho? El elemental alzó las cejas. —Soplón —contestó. Call meneó la cabeza, sin estar seguro de a cuál de ellos dos se refería Warren. —¿ Qué quieres decir? —Sácame de aquí —repitió el lagarto, y su voz rasposa sonó más como un siseo. Suspirando, Call abrió la jaula. El lagarto corrió por la pared hacia un recoveco cubierto de telarañas del techo. Call casi había dejado de ver el fuego que le corría por el lomo. Cogió la jaula y la escondió tras un grupo de estalagmitas, esperando poder deshacerse de ella de un modo más definitivo por la mañana. —Bueno, vale, buenas noches —dijo Call antes de entrar. Cuando abrió la puerta, el elemental corrió para pasar antes. Call trató de hacerlo salir, pero Warren lo siguió hasta su dormitorio y se enroscó junto a una de las rocas brillantes de la pared. Se volvió casi invisible. —¿ Te quedas? —preguntó Call. El lagarto continuó inmóvil como una piedra, con los ojos rojos a medio cerrar, la lengua un poco fuera de la boca. Call estaba demasiado agotado para preocuparse de si tener a un ser elemental, aunque fuera un ser elemental dormido, en el cuarto, sería seguro. Dejó la caja y lo que le había enviado su padre en el suelo y se metió en la cama. Fue recorriendo con un dedo las finas piedras de la muñequera de su padre hasta que se quedó dormido. Su último pensamiento antes de quedarse frito fue para los ojos rodantes y brillantes del caotizado.
CAPÍTULO TRECE A la mañana siguiente, Call
se despertó asustado, pensando en lo que el Maestro Rufus diría sobre los papeles caídos, la maqueta rota y el sobre que faltaba en su despacho… Y aún lo asustó más pensar qué diría sobre la desaparición de un ser elemental. Arrastró los pies hasta el comedor, pero cuando llegó allí, oyó sin querer una acalorada discusión entre el Maestro Rufus y la Maestra Milagros. —P or última vez, Rufus —decía ella en el tono de alguien muy ofendido—. ¡Yo no tengo tu lagarto! Call no supo si sentirse mal o echarse a reír. Después del desayuno, Rufus los llevó hasta el río, donde les ordenó que practicaran la forma de conseguir levantar agua, lanzarla al aire y cogerla sin mojarse. Muy pronto, Call, Tamara y Aaron estaban jadeantes, riendo y empapados. Cuando acabó el día, Call se sentía agotado, tan agotado que lo que había pasado la noche anterior le parecía distante e irreal. Volvió a su dormitorio para pensar en la carta de su padre y la muñequera, pero se despistó al ver a Warren comerse los cordones de los zapatos, sorbiéndolos como si fueran fideos. —Lagarto tonto —masculló. Escondió el brazalete que había llevado durante el
ejercicio con los gwyverns y la arrugada carta de su padre en el último cajón de su escritorio, para que el elemental no se los comiera también. Warren no dijo nada. Sus ojos habían adquirido un tono gris. Call sospechó que los cordones le habían sentado mal. Lo que no le dejaba tiempo para intentar pensar sobre la carta de su padre resultaron ser, para su sorpresa, las clases. Ya se había acabado lo de la Sala de la Arena y el Aburrimiento; en vez de eso, tenían una lista de ejercicios nuevos que hicieron que las semanas siguientes pasaran muy rápido. El entrenamiento seguía siendo duro y frustrante, pero a medida que el Maestro Rufus les iba mostrando más del mundo mágico, Call comprobó que cada vez se sentía más fascinado. El Maestro Rufus les enseñó a sentir su afinidad con los elementos y a entender mejor el significado de lo que él llamaba el Quincunce, que, junto con los Cinco P rincipios de la Magia, Call ya podía recitar dormido. El fuego quiere arder. El agua quiere fluir. El aire quiere subir. La tierra quiere atar. El caos quiere devorar.
Aprendieron a encender fuegos pequeños y a hacer que las llamas les bailaran en la mano. Aprendieron a formar olas en los estanques de la cueva o a llamar a los pálidos peces (aunque no a guiar los botes, lo que fastidiaba mucho a Call). Incluso comenzaron a practicar la materia favorita de Call: levitar. —Concentración y práctica —les decía el Maestro Rufus mientras los guiaba a una sala cubierta de colchonetas elásticas rellenas de musgo y agujas de pino procedentes de los árboles del exterior del Magisterium—. No hay atajos, magos. Sólo concentración y práctica. Así que, ¡adelante! P or turnos, fueron tratando de extraer energía del aire que los rodeaba y usarla para impulsarse hacia arriba sacándola por la planta de los pies. Era mucho más difícil mantener el equilibro de lo que Call se había imaginado. Una y otra vez cayeron riendo sobre las colchonetas, uno sobre el otro. Aaron acabó con una de las trenzas de Tamara en la boca, y Call con el pie de Tamara en el cuello. Finalmente, casi al terminar de la lección, algo hizo clic en Call y fue capaz de flotar en el aire, dos palmos por encima del suelo, sin bambolearse en absoluto. No había gravedad que le tirara de la pierna, nada que le impidiera ir de un lado al otro por el aire excepto su falta de práctica. Los sueños de que algún día podría volar por los pasillos del Magisterium mucho más deprisa de lo que nunca podría correr comenzaron a llenarle la cabeza. Sería como ir en monopatín, pero mejor, más rápido,
más alto y con piruetas aún más locas. Cuando Tamara lo miró bizqueando, Call perdió la concentración y cayó sobre la colchoneta. Se quedó allí durante un momento, jadeando. Durante el ratito que había estado en el aire, la pierna no le había dolido ni siquiera un poco. Ni Tamara ni Aaron consiguieron elevarse de verdad antes de que acabara la clase, pero el Maestro Rufus pareció encantado con su falta de progreso. Había afirmado varias veces que era una de las cosas más divertidas que había visto en mucho tiempo. El Maestro Rufus les prometió que, al final del curso, serían capaces de invocar una ráfaga de cualquier elemento, caminar sobre el fuego y respirar bajo el agua. En su Curso de P lata, serían capaces de invocar los poderes menos evidentes de los elementos: modelar el aire en visiones fantasmagóricas, el fuego en profecías, la tierra en ataduras y el agua en sanación. La idea de ser capaz de hacer eso fascinaba a Call, pero siempre que pensaba en el fin de curso recordaba las palabras de la nota de su padre a Rufus. « Debes atar la magia de Callum antes del fin de curso» . La magia de la tierra. Si llegaba a su Curso de P lata, quizá sería capaz de aprender lo que implicaba atar cosas. En una de las lecciones del viernes, el Maestro Lemuel les enseñó más sobre los contrapesos, y les advirtió que si se excedían y se sentían arrastrados hacia el elemento, debían buscar su opuesto, igual que habían buscado la tierra al combatir un elemental del aire. Call preguntó cómo podría buscar el alma, ya que ésta era el contrapeso del caos. El Maestro Lemuel le replicó de malos modos que si Call estuviera luchando contra un mago del caos no importaría lo que buscara, porque estaría a punto de morir. Drew le lanzó una mirada compasiva. —No pasa nada —le dijo en voz muy baja. —Cállate, Andrew —lo reprendió el Maestro Lemuel con un tono de voz glacial —. ¿ Sabes? Hubo un tiempo en que los aprendices que no mostraban el debido respeto a sus Maestros eran azotados con ramas verdes de… —Lemuel —lo interrumpió la Maestra Milagros rápidamente al notar las miradas horrorizadas en el rostro de sus aprendices—. No creo que… —P or desgracia, eso fue hace siglos —continuó el Maestro Lemuel—. P ero te aseguro, Andrew, que si sigues susurrando a mis espaldas, te arrepentirás de haber venido al Magisterium. —Sus finos labios se curvaron en una sonrisa—. Ahora ven aquí y demuéstranos cómo buscas el agua cuando estás usando fuego. Gwenda, ¿ puedes venir para ayudarlo con el contrapeso? Gwenda se dirigió al frente de la sala. Después de pensárselo, Drew se colocó a
su lado, con los hombros hundidos. Soportó veinte minutos de despiadadas burlas por parte de Lemuel cuando no pudo apagar la llama que había formado sobre su mano, aunque Gwenda estaba sujetándole un cuenco de agua con tanto entusiasmo que parte de ella le salpicó los zapatos. —¡Vamos, Drew! —no paraba de susurrarle, hasta que el Maestro Lemuel le dijo que se callara. Eso hizo que Call valorara aún más al Maestro Rufus, incluso cuando les daba sermones sobre las obligaciones de los magos, la mayoría de las cuales resultaban de lo más evidentes, como que la magia debía ser un secreto, que no se podía usar la magia para el beneficio personal o para fines malvados, y que debían compartir todos los conocimientos que adquirieran por medio del estudio con el resto de la comunidad de magos. Al parecer, los magos que habían alcanzado la maestría en el estudio de los elementos estaban forzados a tener aprendices como parte de esa obligación de « compartir todo el conocimiento» ; lo que significaba que había distintos Maestros en el Magisterium en diferentes momentos, aunque los que tenían vocación de profesores se quedaban de forma permanente. El verse obligado a tener aprendices explicaba mucho el comportamiento del Maestro Lemuel. Call estuvo más interesado en la segunda lección del Maestro Rockmaple sobre los elementales. Resultaba que, en su mayoría, no eran criaturas conscientes. Algunos mantenían la misma forma durante siglos, mientras que otros se alimentaban de la magia para hacerse grandes y peligrosos. Se sabía de unos cuantos que habían absorbido a magos. Eso hizo que Call se estremeciera al pensar en Warren. ¿ Qué era lo que había dejado suelto por el Magisterium? ¿ Qué era exactamente lo que dormía sobre su cama y se comía los cordones de sus zapatos? Call también aprendió más sobre la Tercera Guerra de los Magos, pero nada de eso le dio ninguna pista de por qué su padre quería que le ataran la magia. Tamara fue mostrándose más risueña con el paso del tiempo, a menudo con una mirada de culpa, mientras que, curiosamente, Aaron se fue volviendo más serio. Call ya había aprendido a moverse por el Magisterium y no tenía miedo de perderse de camino a la Biblioteca, las aulas o incluso la Galería. Tampoco pensaba ya que fuera extraño comer setas y montones de líquenes que sabían a delicioso pollo asado, espaguetis o sushi. Jasper y él mantenían la distancia, pero Celia seguía siendo su amiga, y actuaba como si aquella noche no hubiera pasado nada raro. Call comenzó a temer el fin de curso, cuando su padre querría que él volviera a casa definitivamente. P or primera vez en su vida tenía amigos de verdad, amigos que no pensaban que fuera demasiado raro o demasiado complicado debido a su pierna. Y
tenía magia. No quería renunciar a eso, aunque hubiera jurado que lo haría. Bajo tierra resultaba difícil seguir el paso de las estaciones. A veces, el Maestro Rufus y los otros Maestros los llevaban afuera para realizar diversos ejercicios. Siempre estaba bien comprobar en qué eran buenos los otros alumnos, Cuando Rufus les enseñó cómo mezclar la magia de los elementos para hacer crecer plantas, Kai Hale hizo que un solo esqueje brotara y se hiciera tan grande que, al día siguiente, el Maestro Rockmaple tuvo que salir con un hacha y cortarlo. Celia podía hacer que los animales salieran de la tierra (aunque Call sufrió una decepción al ver que no hacía acudir a ningún topo). Y Tamara era increíble empleando el magnetismo de la tierra para encontrar los caminos cuando se perdían. Mientras en el exterior el mundo comenzaba a tomar el color del fuego del otoño, las cavernas se fueron enfriando. Grandes cuencos de metal llenos de piedras calientes se alineaban en los pasillos para atemperar el aire, y en la Galería siempre había un gran fuego encendido cuando iban a ver pelis. A Call no le importaba el frío. Notaba que, de algún modo, se estaba endureciendo. Estaba bastante seguro de que había crecido unos tres centímetros como mínimo. Y podía caminar mayores distancias a pesar de su pierna, seguramente porque al Maestro Rufus le gustaba llevarlos de excursión por las cavernas o escalar las grandes rocas de la superficie. A veces, por la noche, Call sacaba la muñequera de la mesilla de noche y leía de nuevo las dos cartas de su padre. Le habría gustado poder explicarle a su padre lo que estaba haciendo, pero no lo hizo. Ya estaba bien entrado el invierno cuando el Maestro Rufus les anunció que había llegado la hora de que exploraran las cuevas por sí solos, sin su ayuda. Ya les había enseñado cómo encontrar el camino en las cavernas más profundas, empleando la magia de la tierra para iluminar rocas sueltas y crear un camino de vuelta. —¿ Quiere que nos perdamos a propósito? —preguntó Call. —Más o menos —contestó Rufus—. Lo ideal es que sigáis mis instrucciones, encontréis la sala que debéis encontrar y volváis sin perderos. P ero eso os lo dejo a vosotros. Tamara dio una palmada y esbozó una sonrisa algo traviesa. —P arece divertido. —Juntos —le recordó enfáticamente el Maestro Rufus—. Nada de salir corriendo y dejar a estos dos dando vueltas en la oscuridad. La sonrisa de Tamara disminuyó un poco. —Oh, vale. —P odríamos apostar —se le ocurrió a Call, pensando en Warren. Si podía emplear algunos de los atajos que el lagarto le había enseñado, quizá llegara antes
que ella—. Ver quién acaba antes. —¿ Es que nadie me ha oído? —preguntó el Maestro Rufus—. He dicho… —Juntos —acabó Aaron—. Yo me aseguraré de que no nos separemos. —Que así sea —insistió el Maestro Rufus—. Bien, esto es lo que tenéis que hacer: En las profundidades del segundo nivel de cuevas hay un lugar llamado el Estanque Mariposa. Lo alimenta un torrente de la superficie. El agua está cargada de minerales, lo que la hace excelente para forjar armas, como ese cuchillo que llevas al cinto. —Apuntó hacia Miri, y Call se llevó la mano a la empuñadura casi sin darse cuenta—. Esa hoja se forjó aquí, en el Magisterium, con agua del Estanque Mariposa. Quiero que los tres encontréis esa sala, cojáis agua y volváis aquí. —¿ P odemos llevar un cubo? —preguntó Call. —Creo que sabes la respuesta a eso, Call. —Rufus sacó un pergamino enrollado del interior de su uniforme y se lo entregó a Aaron—. Éste es el mapa. Seguidlo bien para llegar al Estanque Mariposa, pero acordaos de encender piedras para señalar el camino. No siempre puedes confiar en un mapa para que te traiga de vuelta. El Maestro Rufus se aposentó en una roca, que fue tomando la forma de un sillón. —Haréis turnos cargando el agua. Si la dejáis caer, tendréis que volver a por más. Los tres aprendices intercambiaron una mirada. —¿ Cuándo empezamos? —preguntó Aaron. El Maestro Rufus sacó un libro de gruesas tapas del bolsillo y comenzó a leer. —Inmediatamente. Aaron extendió el pergamino sobre una roca ante él y lo estudió con el ceño fruncido. Luego miró al Maestro Rufus. —Muy bien —dijo rápidamente—. Vamos hacia abajo y hacia el este. Call se acercó y le echó un vistazo al mapa por encima del hombro de Aaron. —El camino más rápido parece ser por la Biblioteca. Tamara le dio la vuelta al mapa, sonriendo con superioridad. —Ahora está hacia el norte. Esto nos ayudará. —P or la Biblioteca sigue siendo el mejor camino —replicó Call—. Así que no nos ha ayudado mucho. Aaron puso los ojos en blanco y enrolló el mapa. —Comencemos, antes de que empecéis a sacar brújulas y a medir distancias con una cuerda. Al principio recorrieron partes conocidas de las cuevas. Entraron en la Biblioteca y siguieron su espiral hacia abajo, como si se adentraran en la concha de un nautilo. El final correspondía a los niveles inferiores de las cuevas. El aire se hizo más pesado y más frío, y el olor a minerales flotaba en el ambiente. Call notó el cambio inmediatamente. El pasillo en que estaban era estrecho y
agobiante, con el techo muy bajo. Aaron, el más alto, casi tenía que agacharse para pasar. Finalmente, el pasillo los condujo a una caverna grande. Tamara tocó una de las paredes para encender un cristal e iluminar las raíces. Colgaban como si fueran patas de arañas hasta tocar la superficie de un arroyo de color naranja intenso que humeaba sulfuroso y llenaba la cueva de un olor a quemado. Enormes setas crecían en el borde del arroyo, con rayas de colores verde brillante, turquesa y púrpura, que no parecían nada naturales. —¿ Me pregunto qué pasaría si nos las comiéramos? —comentó Call mientras se abrían camino entre las plantas. —No las probaría para averiguarlo —contestó Aaron, y acto seguido alzó la mano. La semana anterior había aprendido por sí solo a formar una bola de brillante fuego azul y estaba muy contento. No paraba de hacer bolas de fuego incluso cuando no necesitaban luz en absoluto. En ese momento, tenía el fuego en una mano y el mapa en la otra. » P or ahí —dijo, y señaló un pasaje hacia la izquierda—. P or la Sala de Raíces. —¿ Las salas tienen nombre? —preguntó Tamara, mientras pisaba cuidadosamente entre las setas. —No, yo la he llamado así. No la olvidaremos si le ponemos nombre, ¿ verdad? Tamara arrugó la frente, pensativa. —Supongo. —Mejor que Estanque Mariposa —dijo Call—. Quiero decir, ¿ qué clase de nombre es ése para un lago que sirve para hacer armas? Debería llamarse Lago Asesino. O el Estanque de la P uñalada. O Charco de Muerte. —Sí, claro —replicó Tamara secamente—. Y a ti podríamos empezar a llamarte el Maestro Evidente. En la siguiente estancia había gruesas estalactitas, blancas como los dientes de un tiburón, apiñadas como si realmente estuvieran colgando de la mandíbula de algún monstruo largo tiempo enterrado. Después de pasar bajo ese afilado colgante, Call, Aaron y Tamara cruzaron una abertura estrecha y circular. Ahí, la roca estaba cubierta de agujeros que parecían excavados, como si se hallaran en algún tipo de nido de termitas gigantes. Call se concentró y en la distancia un cristal comenzó a brillar, para que no olvidaran que habían pasado por ahí. —¿ Este sitio está en el mapa? —preguntó. Aaron miró entornando los ojos. —Sí. La verdad es que casi hemos llegado. Una sala más hacia el sur… — Desapareció por una oscura entrada en arco y reapareció un momento después, exultante de satisfacción—. ¡Lo he encontrado! Tamara y Call se apiñaron tras él. P or un momento, guardaron silencio. Después
de ver todo tipo de salas subterráneas espectaculares, incluidas la Biblioteca y la Galería, Call sabía que estaba contemplando algo especial. P or un agujero en lo alto de una pared caía un torrente de agua que se derramaba en un enorme estanque que relucía con un color azul, como si estuviera iluminado por dentro. Las paredes estaban cubiertas de liquen verde brillante, y el contraste entre el verde y el azul hizo pensar a Call que se hallaba en el interior de una enorme canica. El aire estaba cargado del olor de alguna especie desconocida y atrayente. —Humm —gruñó Aaron unos minutos después—. Si que es raro que se llame el Estanque Mariposa. Tamara se dirigió al borde del mismo. —Creo que es porque el agua es del color de esas mariposas… ¿ cómo se llaman? —Monarcas azules —contestó Call. Su padre siempre había sido un aficionado a las mariposas. Tenía toda una colección de ellas, clavadas en un tablero de corcho, bajo un vidrio de su escritorio. Tamara extendió la mano. El estanque se agitó y una esfera de agua se alzó de él. A pesar de que se movía y se ondeaba por la superficie, mantenía la forma. —Ya está —dijo Tamara, un poco corta de aliento. —Genial —repuso Aaron—. ¿ Cuánto tiempo crees que podrás aguantarla? —No lo sé. —Se echó hacia atrás una gruesa trenza oscura y trató de que no se le reflejara el esfuerzo en la cara—. Te avisaré cuando me comience a fallar la concentración. Aaron asintió y alisó el mapa contra una de las paredes húmedas. —Ahora sólo tenemos que encontrar el camino de regreso… En ese momento, el mapa ardió en llamas bajo su mano. Aaron pegó un grito y apartó los dedos de los ennegrecidos trozos de papel que chispeaban en el aire. Cayeron al suelo en una lluvia de ascuas. Tamara soltó un gemido y perdió la concentración. El agua que mantenía suspendida le cayó sobre el uniforme y formó un charco a sus pies. Los tres se miraron con los ojos muy abiertos. Call irguió los hombros. —Supongo que es a esto a lo que se refería el Maestro Rufus —dijo—. Se espera que para volver sigamos las piedras que hemos iluminado, o las marcas o lo que sea. El mapa sólo servía para llegar aquí. —Será fácil —afirmó Tamara—. Quiero decir, yo sólo iluminé una, pero vosotros habéis iluminado más, ¿ no? —Yo también encendí una —repuso Call, y miró a Aaron, esperanzado. Aaron no le devolvió la mirada. Tamara frunció el ceño. —Buf, vale. Tendremos que averiguar el camino de vuelta. Tú llevas el agua. Call se encogió de hombros, fue hasta el lago y se concentró para formar una bola.
Empleó el aire que lo rodeaba para mover el agua, y notó el tironeo de los elementos en su interior. No era tan bueno como Tamara, pero no le salió mal. La bola sólo goteaba un poco mientras flotaba en el aire. Aaron arrugó la frente y señaló hacia un punto. —Hemos llegado por ahí. Este camino, creo… Tamara siguió a Aaron, y Call fue tras ella, con la bola de agua girando sobre su cabeza como si tuviera su nube de tormenta personal. La siguiente estancia les resultó conocida: el torrente subterráneo, las setas de colores… Call caminó entre ellas con mucho cuidado, temiendo que en cualquier momento la bola de agua le cayera sobre la cabeza. —Mira —estaba diciendo Tamara—. Hay más piedras iluminadas ahí… —Creo que ésas son sólo luminiscentes —respondió Aaron con voz preocupada. Fue hasta ellas y les dio una palmada, luego volvió con Tamara y se encogió de hombros—. No lo sé. —Bueno, pues yo sí. Iremos por ahí. —La chica comenzó a caminar con paso decidido. Call la siguió: izquierda, derecha, izquierda, por una caverna llena de enormes estalactitas con forma de hojas, « No tires el agua» , torciendo la esquina, por una abertura entre rocas, « No pierdas la calma, Call» . Estaban rodeados de afiladas aristas rocosas, y Call casi se estrelló contra una pared porque Tamara y Aaron se habían detenido bruscamente. Estaban discutiendo. —Ya te dije que sólo era liquen brillante —decía Aaron, claramente fastidiado. Se hallaban en una gran sala que tenía en el centro una cisterna de piedra cuyo interior burbujeaba suavemente—. Ahora nos hemos perdido. —Bueno, si no te acordaste de encender las piedras mientras íbamos… —Yo estaba leyendo el mapa —exclamó Aaron, exasperado. En cierto modo, pensó Call, no estaba mal comprobar que Aaron podía ponerse irritable y cabezota. Luego Aaron y Tamara se volvieron para mirar enfadados a Call, y éste a punto estuvo de dejar caer el globo de agua girante que mantenía en equilibrio. Aaron tuvo que estirar la mano para estabilizar la esfera líquida. Ésta flotó en el aire entre los dos, derramando algunas gotitas. —¿ Qué? —preguntó Call. —Bueno, ¿ tienes alguna idea de dónde estamos? —inquirió Tamara. —No —admitió Call mientras miraba las lisas paredes que los rodeaban—. P ero debe de haber algún modo de encontrar el camino de vuelta. El Maestro Rufus no nos ha enviado aquí para que nos perdamos y muramos. —Eso es muy optimista, viniendo de ti —replicó Tamara. —Muy graciosa. —Call hizo una mueca para mostrarle exactamente lo graciosa que no era. —P arad los dos —intervino Aaron—. P elearnos no nos va a llevar a ningún
sitio. —Bueno, pues seguirte a ti nos va a llevar a alguna parte —replicó Call—. Y esa alguna parte está tan lejos como sea posible del lugar al que queremos ir. Aaron negó con la cabeza, decepcionado. —¿ P or qué tienes que ser tan gilipollas? —P orque tú nunca lo eres —repuso Call con rostro serio—. Tengo que ser gilipollas por los dos. Tamara suspiró, y al cabo de un momento se echó a reír. —¿ P odemos aceptar que la culpa es de todos? Todos la hemos fastidiado. Aaron parecía no querer aceptarlo, pero finalmente asintió. —Sí, yo me olvidé de que no podríamos usar el mapa en el camino de regreso. —Sí —asintió Call—. Yo también. Lo siento. ¿ No se te da bien encontrar caminos, Tamara? ¿ Qué hay de todo eso de acceder a los metales de la tierra? —P uedo probar —contestó ella con la voz un poco hueca—. P ero eso sólo me permite saber dónde está el norte, no cómo se recorren todos esos pasajes. P ero tenemos que acabar llegando a algún lugar conocido, ¿ no? Daba miedo pensar en vagar por los túneles, en los pozos de oscuridad en los que podían caer, en las arenas movedizas y en el extraño vapor asfixiante que se podía alzar hacia ellos. P ero Call no tenía un plan mejor. —De acuerdo —dijo. Comenzaron a caminar. Eso se parecía muchísimo a lo que su padre le había advertido que podía pasar. —¿ Sabéis lo que echo de menos de casa? —preguntó Aaron mientras andaban e iban escogiendo su camino entre solidificaciones calcáreas que parecían gastados tapices—. P arecerá tonto, pero echo de menos la comida rápida. La hamburguesa más grasienta posible y un montón de patatas fritas. Incluso el olor. —Yo echo de menos estar tumbado sobre la hierba en el patio —aportó Call—. Y los videojuegos. Sobre todo echo de menos los videojuegos. —Yo echo de menos pasar el rato conectada a Internet —reconoció Tamara, y Call se sorprendió—. No pongas esa cara; yo vivía en una ciudad del mismo tipo que aquellas en las que os criasteis vosotros. Aaron resopló. —No como aquella en la que yo me crie. —Quiero decir que —explicó Tamara, mientras se hacía cargo del mantenimiento del globo rodante de agua azul— me crie en una ciudad llena de gente que no era maga. Había una librería donde unos cuantos magos se reunían o se dejaban mensajes, pero aparte de eso, era totalmente normal. —Lo que me sorprende es que tus padres te dejaran conectarte —comentó Call. Era una forma tan normal de pasar el rato… Cuando se imaginaba a Tamara fuera
del Magisterium, divirtiéndose, se la imaginaba cabalgando un poni de jugar al polo, aunque no estaba muy seguro de qué era eso o en qué se diferenciaba de un poni normal. Tamara le sonrió. —Bueno, no era exactamente que me dejaran… Call quería saber más sobre el asunto, pero cuando abrió la boca para preguntar, se quedó sin aliento al ver la asombrosa sala que acababa de aparecer ante ellos.
CAPÍTULO CATORCE La caverna era bastante grande, con el techo tallado para formar una bóveda, como el de una catedral. Había cinco salidas en arco, todas flanqueadas por columnas de mármol, cada una con incrustaciones de un material diferente: hierro, cobre, bronce, plata y oro. Las paredes eran de mármol, marcadas con miles de huellas de manos humanas, cada una con un nombre tallado encima. La estatua en bronce de una joven con largo cabello volando al viento se hallaba en el centro de la estancia. Su rostro miraba hacia lo alto. La placa bajo ella decía: VERITY TORRES. —¿ Qué es este sitio? —preguntó Aaron. —Es la Cámara de los Graduados —contestó Tamara, mientras daba vueltas en redondo, asombrada—. Cuando los aprendices pasan a ser oficiales de mago, vienen aquí y dejan la huella de su mano en la piedra. Todo el mundo que se ha graduado en el Magisterium está aquí. —Mi madre y mi padre —repuso Call mientras paseaba por la sala mirando los nombres. Entonces vio el de su padre en lo alto de la pared: ALASTAIR HUNT, demasiado arriba para que Call pudiera tocarlo. Su padre debía de haber levitado para
poner ahí su mano. Una sonrisa le tironeó las comisuras de la boca al imaginarse a su padre, una versión joven de su padre, volando sólo para demostrar que podía hacerlo. Le sorprendió que la huella de su madre no estuviera junto a la de su padre, porque siempre había supuesto que se habían enamorado siendo aún estudiantes, pero quizá lo de las huellas no funcionara así. Tardó unos cuantos minutos, pero finalmente la halló en la pared del fondo: « SARAH NOVAK» , sobre la base de una estalagmita, el nombre grabado con punta fina, como hecho con una daga. Call se agachó y puso la mano encima de la de su madre. Tenía la misma forma; los dedos le coincidían perfectamente en la mano fantasma de la chica muerta hacía mucho. A los doce años, las manos de Call eran tan grandes como habían sido las de ella a los dieciséis. Quería sentir algo, y apretó la mano sobre la de su madre, pero no estaba seguro de que hubiera llegado a sentir nada. —Call —lo llamó Tamara, y le puso la mano suavemente en el hombro. Call volvió la cabeza para mirar a sus amigos. Ambos tenían la misma mirada de preocupación en el rostro. Sabía lo que estaban pensando, sabía que lo sentían por él. Se puso de pie y se apartó de la mano de Tamara. —Estoy bien —dijo, después de aclararse la garganta. —Mirad esto. —Aaron se hallaba en medio de la estancia, delante de un gran arco hecho de brillante piedra blanca. Grabado en lo alto se podían leer las palabras Prima Materia. Aaron pasó bajo él y volvió del otro lado con una expresión extraña. —Es una entrada que no lleva a ninguna parte. —Prima materia —murmuró Tamara, y de repente abrió mucho los ojos—. ¡Es la P rimera P uerta! Al final de cada curso del Magisterium pasas por una puerta. Ésta es para cuando has aprendido a controlar tu magia, a emplear bien los contrapesos. Después, te dan la muñequera del Curso de Cobre. Aaron palideció. —¿ Quieres decir que acabo de pasar por la puerta demasiado pronto? ¿ Me voy a meter en un lío? Tamara se encogió de hombros. —No lo creo. No parece estar activada. —Todos la miraron fijamente. Estaba allí, un arco en una sala oscura. Call estuvo de acuerdo en que no parecía encontrarse muy operativa. —¿ Viste algo así en el mapa? —preguntó Call. Aaron negó con la cabeza. —No me acuerdo. —De modo que, aunque hemos encontrado un lugar conocido, ¿ seguimos tan perdidos como antes? —Tamara dio una patada a la pared.
Algo cayó al suelo. Una cosa grande y reptiliana con ojos brillantes, llamas danzándole por el lomo y… cejas. —Oh, Dios mío —exclamó Tamara con los ojos como platos. La bola de agua bajó peligrosamente hacia el suelo mientras Aaron miraba, y esta vez fue Call quien tuvo que estabilizarla. —¡Call! Siempre perdido, Call. Deberías quedarte en tu cuarto. Allí hace calor — dijo Warren. Tamara y Aaron se volvieron hacia Call, ambos con signos de interrogación en los ojos. —Éste es Warren —dijo Call—. Es un… un lagarto que conozco. —¡Es un elemental del fuego! —exclamó Tamara—. ¿ Qué estás haciendo con un ser elemental? —Se quedó mirando a Call. Éste abrió la boca para negar cualquier amistad con Warren. ¡Tampoco eran íntimos! P ero ésa no parecía la mejor manera de convencer a Warren para que los ayudara, y Call sabía que, en ese momento, necesitaban la ayuda del lagarto. —¿ No dijo el Maestro Rufus que a algunos de ellos les iba eso de… ya sabes… absorber? —Aaron siguió al lagarto con la mirada. —Bueno, pues aún no me ha absorbido —repuso Call—. Y ha dormido en mi cuarto. Warren, ¿ puedes ayudarnos? Nos hemos perdido. P erdido de verdad. Sólo necesitamos que nos lleves de vuelta. —Atajos, senderos resbaladizos, Warren conoce todos los lugares ocultos. ¿ Qué me darás a cambio del camino de vuelta? —El lagarto correteó acercándose a ellos, salpicando gravilla entre los dedos de las patas. —¿ Qué quieres? —preguntó Tamara, mientras rebuscaba en los bolsillos—. Tengo un poco de chicle y una goma de pelo, pero eso es todo. —Tengo algo de comida —ofreció Aaron—. Caramelos, sobre todo. De la Galería. —Estoy sosteniendo el agua —respondió Call—. No puedo buscar en los bolsillos. P ero te puedes quedar mis cordones. —¡Todo! —exclamó el lagarto, y la cabeza le fue de un lado al otro de excitación —. Lo tendré todo cuando lleguemos allí y entonces mi Maestro estará satisfecho. —¿ Qué? —Call frunció el ceño, no muy seguro de haber oído bien al elemental. —Tu Maestro estará satisfecho cuando volváis —repitió el lagarto—. El Maestro Rufus. Vuestro Maestro. —Luego corrió por el muro de la caverna, tan rápido que Call tuvo que esforzarse para seguir el paso y mantener la bola de agua moviéndose al mismo tiempo. Unas cuantas gotas se perdieron con la prisa. —Vamos —les dijo a Tamara y a Aaron. Le dolía la pierna por el esfuerzo. Aaron los siguió, encogiéndose de hombros. —Bueno, le he prometido mi chicle —dijo Tamara, y salió trotando tras ellos.
Siguieron a Warren cruzando una estancia manchada de azufre, naranja y amarilla, y con paredes extrañamente lisas; Call se sintió como si caminaran por la garganta de algún gigante. El suelo estaba desagradablemente húmedo, con líquenes rojos, gruesos y esponjosos. Aaron casi tropezó y a Call se le hundieron los pies; la bola de agua se agitó, inestable, mientras él recuperaba el equilibrio. Tamara la estabilizó chasqueando los dedos. Luego entraron en una caverna con las paredes cubiertas de formaciones cristalinas que parecían témpanos de hielo. Una enorme masa de cristales colgaba del techo como una gran lámpara, brillando suavemente. —Éste no es el camino por donde hemos ido —se quejó Aaron, pero Warren no se detuvo, excepto para darle un mordisco a uno de los cristales colgantes al pasar. Se saltó todas las salidas evidentes y fue derecho a un pequeño agujero oscuro, que resultó ser un túnel casi sin luz. Tuvieron que arrastrarse a cuatro patas, con la bola de agua balanceándose precariamente entre ellos. Call tenía la espalda empapada de sudor y la pierna lo estaba matando, y además comenzaba a preocuparlo que Warren los estuviera llevando en una dirección totalmente equivocada. —Warren… —comenzó. Se calló al ver que el pasaje daba de repente a una amplia cámara. Se puso en pie tambaleándose, con la pierna mala castigándolo por forzarla tanto. Tamara y Aaron lo siguieron, pálidos por el esfuerzo de gatear y mantener el agua al mismo tiempo. Warren correteó hacia una salida en arco. Call lo siguió lo más rápido que le permitía la pierna. Estaba tan concentrado en correr que no se dio cuenta de que el aire era más cálido, cargado del olor de algo quemando. No fue hasta que Aaron exclamó: « Hemos estado aquí antes; reconozco el agua» , que Call alzó la mirada y vio que se hallaban en la sala con el arroyo naranja humeante y las enormes viñas que colgaban como zarcillos. Tamara suspiró aliviada. —Esto es fantástico. Ahora sólo… Lanzó un grito al ver una criatura alzarse del humeante arroyo; retrocedió y Aaron gritó con fuerza. La bola de agua que había permanecido flotando entre ellos se estrelló contra el suelo. El agua chisporroteó como si hubiera caído sobre una sartén caliente. —Sí —dijo Warren—. Como me han ordenado. Me dijo que os trajera de vuelta y ahora estáis aquí. —Él te lo dijo —repitió Tamara. Call miraba boquiabierto al enorme ser que se alzaba del arroyo. Éste había comenzado a hervir, con enormes burbujas rojas y naranja, que borboteaban en la superficie con la ferocidad de la lava. La criatura era grumosa, oscura y pétrea, como si
estuviera hecha de esquirlas de roca, pero tenía rostro humano, el rostro de un hombre, con las facciones talladas en granito. Sus ojos eran dos profundos agujeros oscuros. —Saludos, Magos de Hierro —dijo, y su voz resonó como si hablara desde una gran distancia—. Estáis lejos de vuestro Maestro. Los aprendices se habían quedado sin habla. En el silencio, Call oyó la entrecortada respiración de Tamara. —¿ No tenéis nada que decirme? —La boca de granito de la criatura se movió: era como ver una roca agrietarse y separarse—. En un tiempo fui como vosotros, niños. Tamara hizo un ruido horrible, medio sollozo medio grito. —No —dijo—. No puedes ser uno de nosotros… ya no puedes hablar. Tú… —¿ Qué es? —susurró Call—. ¿ Qué es, Tamara? —Eres uno de los Devorados —contestó Tamara con voz rota—. Consumido por un elemento. Ya no eres humano… —Fuego —exhaló la cosa—. Hace tiempo que me convertí en fuego. Me entregué a él y él a mí. Quemé lo que había de humano y débil en mí. —Eres inmortal —dijo Aaron, con los ojos muy grandes y muy verdes en su rostro pálido y serio. —Soy mucho más que eso. Soy eterno. —El Devorado se acercó a Aaron lo suficiente para que la piel del chico comenzara a enrojecer, del mismo modo que cuando alguien está muy cerca del fuego. —¡Aaron, no! —exclamó Tamara mientras se acercaba a él—. Está tratando de quemarte, de absorberte. ¡Apártate de él! El rostro de Tamara resplandecía en la cambiante luz. Y Call se dio cuenta de que tenía lágrimas en las mejillas. De repente pensó en la hermana de Tamara, consumida por los elementos, condenada. —¿ Absorberte? —El Devorado se puso a reír—. Mírate, pequeñas chispitas aún sin crecer. No hay demasiada vida que sacar de ti. —Debes de querer algo de nosotros —intervino Call, esperando que el Devorado dejara de prestar atención a Aaron—. O no te molestarías en mostrarte. La cosa se volvió hacia él. —El aprendiz sorpresa del Maestro Rufus. Incluso las rocas han susurrado sobre ti. El más grande de los Maestros ha hecho una extraña elección este año. Call no podía creérselo. Incluso el Devorado conocía su mierda de resultados en la prueba de entrada. —Veo a través de la máscara de piel que lleváis —continuó el Devorado—. Veo vuestro futuro. Uno de vosotros fracasará. Uno de vosotros morirá. Y uno de vosotros ya está muerto. —¿ Qué? —Aaron alzó la voz—. ¿ Qué quieres decir con « ya está muerto» ?
—¡No lo escuchéis! —gritó Tamara—. Es una cosa, no es humano… —¿ Y quién desea ser humano? Los corazones humanos se rompen. Los huesos humanos se astillan. La piel humana se rasga. —El Devorado, que ya estaba cerca de Aaron, fue a tocarle el rostro. Call saltó hacia adelante lo más rápido que le dejó la pierna, se estrelló contra Aaron y ambos retrocedieron tambaleándose hasta la pared. Tamara se volvió hacia el Devorado con la mano en alto. Una masa de aire arremolinado le creció en la palma. —¡Basta! —rugió una voz desde la arcada. El Maestro Rufus, amenazador y terrible, estaba ahí, y el poder parecía manarle de todo el cuerpo. La cosa dio un paso atrás, encogiéndose. —No quería hacer daño… —gimoteó. —Desaparece —ordenó el Maestro Rufus—. Deja en paz a mis aprendices o te dispersaré como haría con cualquier elemental, sin importar quién fuiste una vez, Marcus. —No me llames por un nombre que ya no es el mío —replicó el Devorado. Miró a Call, a Aaron y a Tamara mientras volvía a hundirse en el arroyo sulfuroso—. Os volveré a ver a los tres. —Desapareció formando una onda, pero Call sabía que se había quedado en algún lugar bajo la superficie. P or un momento, el Maestro Rufus pareció abatido. —Venid —les dijo, e hizo pasar a sus aprendices por un arco de poca altura. Call miró atrás buscando a Warren, pero el elemental había desapareció. Call se sintió un poco decepcionado. Quería gritarle a Warren por traicionarlos, y también anular la invitación a su dormitorio para siempre. P ero si el Maestro Rufus veía a Warren, se haría evidente que Call había sido quien lo había robado del despacho de Rufus, así que quizá fuera mejor que se hubiera largado. Durante un rato, caminaron en silencio. —¿ Cómo ha sabido que tenía que venir a buscarnos? —preguntó Tamara finalmente—. Que estaba pasando algo malo. —No creerás que os dejaría vagar por las profundidades del Magisterium sin vigilaros, ¿ verdad? —contestó Rufus—. Envié a un elemental del aire a seguiros. En cuanto os llevaron a la caverna del Devorado, vino a avisarme. —Marcus… el Devorado… nos ha dicho… nos ha hablado de nuestro futuro — dijo Aaron—. ¿ Qué quería decir? ¿ Era…? ¿ De verdad había sido un aprendiz como nosotros? Que recordara, era la primera vez que Call veía incómodo a Rufus. Era sorprendente. Finalmente había mostrado una expresión en el rostro. —Lo que dijera, fuera lo que fuese, no significa nada. Está completamente loco. Y
sí, supongo que hubo un tiempo en que fue un aprendiz como vosotros, pero fue mucho, mucho tiempo después que se convirtió en uno de los Devorados. P ara entonces ya era Maestro. Mi Maestro, de hecho. Después de eso, guardaron silencio todo el camino hasta el comedor.
Esa noche, durante la cena, Call, Aaron y Tamara trataron de comportarse como si hubiera sido un día normal. Se sentaron a la larga mesa con otros aprendices, pero no hablaron mucho. Rufus estaba con la Maestra Milagros y el Maestro Rockmaple compartiendo una pizza de liquen y algo oscuro. —Tenéis pinta de que la lección sobre orientación no haya ido muy bien —se burló Jasper, mientras miraba a Tamara, a Aaron y a Call. Era cierto que se los veía agotados y sucios, con la cara manchada. Tamara tenía ojeras, como si hubiera tenido una pesadilla—. ¿ Os habéis perdido en los túneles? —Nos encontramos con uno de los Devorados —explicó Aaron—. En las cuevas más profundas. Toda la mesa se puso a hablar. —¿ Uno de los Devorados? —preguntó Kai—. ¿ Son como dice la gente? ¿ Monstruos horrorosos? —¿ Ha tratado de absorberos? —preguntó Celia con ojos como platos—. ¿ Cómo os habéis escapado? Call vio que a Tamara le temblaban las manos al sujetar los cubiertos. —Lo cierto es que nos dijo nuestro futuro —soltó de repente. —¿ Qué quieres decir? —preguntó Rafe. —Dijo que uno de nosotros fracasaría, que otro moriría y que uno de nosotros ya está muerto —respondió Call. —Creo que ya sé quién va a fracasar —replicó Jasper, mirando a Call. De repente, éste recordó que no había contado a nadie que Jasper había estado en la Biblioteca, y comenzó a reconsiderar su decisión. —Gracias, Jasper —le soltó Aaron—. Siempre tan colaborador. —No dejéis que eso os preocupe —dijo Drew para animarlos—. Sólo son palabras. No significan nada. Ninguno de vosotros va a morir, y es evidente que no estáis muertos. ¡Vaya tontería! Call hizo una señal a Drew con el tenedor. —Gracias. Tamara dejó los cubiertos sobre la mesa.
—Si me disculpáis —dijo, y se marchó del comedor. Aaron y Call la siguieron inmediatamente. Estaban a medio camino del pasillo cuando Call oyó que alguien lo llamaba; era Drew, que corría tras ellos. —Call —dijo—. Call, ¿ puedo hablarte un momento? Call intercambió una mirada con Aaron. —Ve con él —contestó Aaron—. Yo voy a ver a Tamara. Nos encontraremos en la habitación. Call volvió con Drew mientras se apartaba de los ojos el cabello revuelto y lleno del polvo de las cavernas. —¿ P asa algo? —¿ Estás seguro de que ha sido una buena idea? —Drew lo miraba con sus grandes ojos azules. —¿ El qué? —Call estaba totalmente perdido. —Contarles eso a todos los demás. ¡Lo del Devorado! ¡Lo de la profecía! —Has dicho que sólo eran palabras —le recordó Call—. Has dicho que no significaba nada. —Lo he dicho porque… —Drew buscó algo en el rostro de Call, y su propia expresión pasó de confusión a preocupación, y luego a un incipiente horror—. No lo sabes —dijo finalmente—. ¿ Cómo ibas a saberlo? —¿ Qué es lo que no sé? —preguntó Call—. Me estás asustando, Drew. —Quién eres —repuso Drew en un medio susurro, y luego retrocedió—. Me he equivocado en todo —dijo—. Tengo que irme. Se dio la vuelta y salió corriendo. Call lo miró marcharse, totalmente perplejo. Decidió que les preguntaría a Tamara y a Aaron, pero cuando llegó a la habitación, era evidente que el cansancio había podido con ellos. La puerta de Tamara estaba cerrada, y Aaron se había quedado dormido en uno de los sofás.
CAPÍTULO QUINCE Call se despertó al oír a alguien moviéndose al otro lado de su puerta. Al principio pensó que serían Tamara o Aaron, que se habrían quedado hasta tarde trabajando en la sala. P ero los pasos eran demasiado pesados para ser de ninguno de sus amigos, y las voces que los siguieron eran, sin duda, de adultos. No pudo evitar oír la voz de Alastair en la cabeza: « No tienen piedad, ni siquiera con los niños» . Call se quedó despierto mirando al techo hasta que uno de los cristales de la pared comenzó a brillar. Sacó a Miri del cajón y se levantó de la cama; hizo una mueca cuando sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra. Sin las pesadas mantas, notaba el aire helado a través del delgado tejido de su pijama. Alzó la daga justo cuando se abrió la puerta. Había tres Maestros en el umbral, mirándolo. Iban vestidos con uniformes negros, y su rostro serio mostraba preocupación. La mirada del Maestro Lemuel fue del rostro de Call a su daga. —Rufus, tu aprendiz está bien entrenado. Call no supo qué decir.
—P ero esta noche no necesitas ninguna arma —añadió el Maestro Rufus—. Deja a Semíramis en la cama y ven con nosotros. Call se miró el pijama de LEGO y frunció el ceño. —No estoy vestido. —Bien entrenado en preparación —soltó el Maestro North—. No tan bien entrenado en obediencia. —North —dijo el Maestro Rufus—. Déjame a mí la disciplina de mis aprendices. —Se acercó a Call, que no sabía muy bien qué hacer. Entre el extraño comportamiento de Drew, las advertencias de su padre y la inquietante profecía del Devorado, estaba muy nervioso. No quería dejar el cuchillo. Rufus le cogió la muñeca y Call soltó a Miri. No sabía qué otra cosa hacer. Call conocía al Maestro Rufus. Habían comido juntos durante meses y había aprendido de él. Rufus era una persona. Rufus lo había salvado del Devorado. « No me haría daño —se dijo Call—. No me lo haría. Diga lo que diga mi padre» . Una extraña expresión cruzó el rostro de Rufus y desapareció al instante. —Ven —dijo. Call siguió a los Maestros a la sala común, donde Tamara y Aaron ya estaban esperando, ambos en pijama. Aaron llevaba una camiseta, prácticamente transparente de tanto lavarla, y unos pantalones con un agujero en la rodilla. Tenía el pelo de punta como si fueran plumas de pato y aún no parecía haberse despertado del todo. Tamara estaba tensa. Tenía el cabello cuidadosamente trenzado y llevaba un pijama rosa que decía: « P eleo como una chica» . Bajo las palabras había un dibujo de unas chicas de cómic ejecutando movimientos mortales de ninja. « ¿ Qué está pasando? » , les dijo sólo moviendo los labios. Aaron se encogió de hombros y Tamara negó con la cabeza. Era evidente que no sabían más que él. Aunque Tamara parecía saber lo suficiente para estar a punto de saltar como un muelle. —Sentaos —dijo el Maestro Lemuel—. P or favor, no os entretengáis. —P odéis ver perfectamente que ninguno de ellos estaba tratando de… — comenzó el Maestro Rufus en voz baja que se fue apagando, como si no quisiera decir el resto en voz alta. —Esto es muy importante —dijo el Maestro North mientas Call, Aaron y Tamara se sentaban juntos en uno de los sofás. Tamara dio un gran bostezo y se olvidó de taparse la boca, lo que significaba que estaba realmente muy cansada—. ¿ Habéis visto a Drew Wallace? Varios alumnos han dicho que os siguió fuera del comedor y que parecía muy alterado. ¿ Os dijo algo? ¿ Os contó sus planes? Call frunció el ceño. La última vez que había visto a Drew fue lo suficientemente rara como para evitar contarla.
—¿ Qué planes? —Hablamos de nuestras clases —explicó Aaron—. Drew nos siguió al pasillo; quería hablar con Call. —Sobre el Devorado. Creo que estaba muy asustado. —Call no sabía qué más decir. No encontraba otra explicación para el comportamiento de Drew. —Gracias —repuso el Maestro North—. Ahora, volved a vuestras habitaciones y poneos el uniforme. Necesitamos vuestra ayuda. Drew se ha marchado del Magisterium esta noche, en algún momento pasadas la diez, y sólo porque otro aprendiz se ha levantado a medianoche para beber un vaso de agua y ha encontrado su nota hemos descubierto su ausencia. —¿ Qué decía la nota? —preguntó Tamara. El Maestro Lemuel la miró molesto, y el Maestro North pareció sorprendido de que lo interrumpiera. Era evidente que ninguno de ellos conocía bien a Tamara. —Que huía del Magisterium —contestó el Maestro Lemuel en voz baja—. ¿ Sabéis lo peligroso que es que magos a medio formar anden sueltos por el mundo? Y eso por no hablar de los animales caotizados que tienen sus madrigueras en los bosques cercanos. —Tenemos que encontrarlo —dijo el Maestro Rufus, asintiendo lentamente—. Toda la escuela ayudará en la búsqueda. De esa forma podremos cubrir más terreno. Espero que esta explicación sea suficiente, Tamara. P orque realmente no podemos perder el tiempo. Tamara se sonrojó, luego se puso en pie y se marchó a su habitación. Call y Aaron hicieron lo propio. Call se vistió lentamente con la ropa de invierno: el uniforme gris, un grueso jersey y una sudadera con cremallera. La subida de adrenalina que le había provocado que lo despertaran los magos se le estaba pasando, y comenzó a notarse lo poco que había dormido, pero la idea de Drew perdido en la oscuridad hizo que se despertara del todo. ¿ Qué habría hecho huir a Drew? Al coger su muñequera, tocó con los dedos el brazalete de Alastair y su misteriosa nota al Maestro Rufus. Recordó las palabras de su padre: « Call, escúchame. Tú no sabes lo que eres. Debes salir de ahí en cuanto puedas» . Se suponía que debía ser él el que huyera, no Drew. Llamaron a la puerta y ésta se abrió. Tamara entró en el cuarto. Llevaba el uniforme y se había recogido el cabello en dos trenzas apretadamente enrolladas en la cabeza. P arecía más despierta que Call. —Call —dijo—. Vamos, tenemos que… ¿ Qué es esto? —¿ Qué es qué? —Miró hacia abajo y comprobó que aún tenía el cajón abierto y en su interior se veían la muñequera de Alastair y la carta. Cogió la primera y se echó hacia atrás, cerrando el cajón con su peso—. Es… es la muñequera de mi padre. De cuando estaba en el Magisterium.
—¿ P uedo verla? —Tamara no esperó la respuesta, sino que se la quitó de la mano. Al mirarla, pareció sorprendida—. Debe de haber sido un alumno muy bueno. —¿ P or qué lo dices? —Estas piedras. Y eso… —Se calló y parpadeó—. ¡Ésta no puede ser la muñequera de tu padre! —exclamó. —Bueno, supongo que podría ser la de mi madre… —No —replicó Tamara—. Hemos visto las huellas de sus manos en la Cámara de los Graduados. Ambos se graduaron, Call. Y de quien sea esta muñequera, acabó en el Curso de P lata. No hay oro. —Se la devolvió—. Este brazalete pertenece a alguien que nunca se graduó en el Magisterium. —P ero… —Call se calló cuando Aaron entró en la habitación, con el ondulado cabello pegado a la frente. P arecía que se había echado agua a la cara para despertarse. —Vamos, chicos —dijo—. El Maestro North y el Maestro Lemuel han ido delante, pero Rufus parece estar a punto de echar la puerta abajo. Call se metió la muñequera en el bolsillo, sin quitarse de encima la curiosa mirada de Tamara mientras seguían al Maestro Rufus por los túneles. Call tenía la pierna agarrotada, igual que muchas mañanas, así que no podía avanzar deprisa. Aaron y Tamara tenían cuidado de no ir demasiado rápido, y por una vez, eso no lo molestó. Yendo hacia la salida, se encontraron con el resto de los aprendices dirigidos por sus Maestros, incluidos Lemuel y North. Los chicos parecían tan confusos y preocupados como los aprendices del Maestro Rufus. Unas cuantas vueltas más y llegaron a una puerta. El Maestro Lemuel la abrió y todos entraron en otra cueva; ésta parecía tener una abertura al fondo por la que entraba el viento. Se dirigían al exterior, y no por el camino que habían utilizado el primer día. Esa cueva estaba abierta. En la piedra había empotrada una gigantesca verja de metal. Era evidente que había sido hecha por un Maestro del metal. Era de hierro forjado, y cada barra acababa en una afilada punta que casi rozaba el techo de la cueva. A lo largo de la verja, las barras se retorcían para formar letras: « Conocimiento y acción son uno y lo mismo» . Era la P uerta de la Misión. Call recordó al chico atado a la camilla hecha de ramas, con media piel totalmente quemada, y se dio cuenta de que, en la confusión, nunca había llegado a fijarse en la propia puerta. —Call, Tamara, Aaron —los llamó el Maestro Rufus. Junto a él estaba Alex, alto y de cabello rizado, con una expresión sombría nada habitual en él. Llevaba el uniforme y un grueso abrigo semejante a una capa. No tenía guantes—. Alexander os guiará. No os apartéis de su lado. Los demás estaremos a poca distancia, lo suficientemente cerca para oírnos si gritamos. Queremos que cubráis el área cerca de una de las salidas del Magisterium menos usadas. Buscad cualquier rastro de Drew, y si lo encontráis,
llamadlo. Creemos que es más posible que confíe en uno de sus compañeros del Curso de Hierro que en un Maestro o en un alumno de un curso superior como Alex. Call se preguntó por qué pensarían los Maestros que Drew confiaría más en otro alumno que en ellos. Se preguntó si sabrían más sobre la huida de Drew de lo que les habían contado. —Y luego ¿ qué hacemos? —preguntó Aaron. —Cuando lo hayáis localizado, Alex hará una señal a los Maestros. Seguid hablando con él hasta que lleguemos. Vosotros y los aprendices de la Maestra Milagros vais hacia el este. —Hizo un gesto hacia donde esperaba el resto de la gente, y la Maestra Milagros fue hacia él, seguida de Celia, Jasper y Gwenda—. Los del Curso de Bronce irán hacia el oeste, los del Curso de Cobre hacia el norte, y los de P lata y Oro que no estén asistiendo a los Maestros, hacia el sur y el norte. —¿ Y qué hay de los animales caotizados de los bosques? —preguntó Gwenda —. ¿ No son también un peligro para nosotros? La Maestra Milagros miró hacia Alex y otros alumnos de los cursos superiores. —No estaréis solos ahí fuera. Manteneos juntos y hacednos una señal inmediatamente si hay algún problema. Estaremos cerca. Algunos de los grupos de aprendices ya estaban adentrándose en la noche, formando orbes brillantes que flotaban en el aire como faroles sin cuerpo. Un zumbido grave de murmullos y susurros los acompañaba mientras se internaban en los bosques oscuros. Call y los otros siguieron a Alex. Cuando el último aprendiz hubo atravesado la verja, ésta se cerró a sus espaldas con un inquietante golpe resonante. —Siempre hace ese ruido —explicó Alex, al ver la expresión de Call—. Vamos, tenemos que ir por aquí. Se dirigió hacia los bosques por un oscuro sendero. Call tropezó con una rama. Aaron, siempre en busca de una excusa, formó su chispeante bola azul de energía, y pareció contento de que pudiera ser útil. Sonrió mientras la bola rodaba sobre sus dedos, iluminando el terreno alrededor de ellos. —¡Drew! —llamó Gwenda. Se oían ecos de otros alumnos de Hierro en la distancia—. ¡Drew! Jasper se frotó los ojos. Llevaba lo que parecía un abrigo forrado de pelo y un sombrero con orejeras, un poco grande para su cabeza. —¿ P or qué tenemos que ponernos en peligro sólo porque un tonto ha decidido que no lo soportaba más? —preguntó. —No entiendo por qué se ha marchado a media noche —comentó Celia, que se rodeaba con los brazos y temblaba incluso bajo su parka azul brillante—. Nada de esto tiene sentido. —No sabemos más que tú —repuso Tamara—. P ero si Drew se ha escapado, debe
de tener un motivo. —Es un cobarde —replicó Jasper—. Ésa es la única razón posible para huir. El suelo del bosque estaba cubierto con una fina capa de nieve, y las ramas de los árboles colgaban bajas a su alrededor; la luz azul de Aaron iluminaba sólo lo suficiente para realzar lo inquietantes que resultaban las afiladas ramas. —¿ De qué crees que tenía miedo? —preguntó Call. Jasper no contestó. —Tenemos que seguir juntos —les dijo Alex, y formó tres bolas de fuego dorado que giraron alrededor de ellos marcando el límite del grupo—. Si veis u oís algo, decídmelo. No salgáis corriendo. Las hojas heladas crujían bajo los pies de Tamara cuando ésta se quedó atrás para acompañar a Call. —Bueno —dijo en voz baja—, ¿ por qué creías que esa muñequera era la de tu padre? Call miró a los demás, tratando de decidir si podrían oírlo. —P orque la envió él. —¿ Te la envió a ti? Call negó con la cabeza. —No exactamente. La… encontré. —¿ La encontraste? —Tamara parecía tener sus dudas. —Ya sé que crees que está loco… —¡Te tiró un cuchillo! —Me lo tiró para que lo tuviera —explicó Call—. Y luego envió esta muñequera al Magisterium. Creo que está tratando de decirles… de advertirlos de algo. —¿ Como de qué? —Algo sobre mí —confesó Call. —¿ Quieres decir que estás en peligro? Tamara parecía alarmada, pero Call no contestó. No sabía cómo decirle más sin contárselo todo. ¿ Y si realmente pasaba algo malo con él? Si Tamara lo descubría, ¿ mantendría el secreto, por muy malo que fuera? Quería confiar en ella. En un momento, Tamara le había dicho más cosas sobre el brazalete de lo que él había descubierto después de meses de mirarlo. —¿ De qué estáis hablando? —preguntó Aaron, que se unió a ellos. Tamara calló inmediatamente mientras miraba de Aaron a Call. Éste pudo ver que no iba a contarle nada a Aaron a no ser que él dijera que podía hacerlo. Eso le despertó una extraña sensación cálida en el estómago. Nunca había tenido amigos de verdad que le guardaran secretos. Eso fue suficiente para que se decidiera. —Estamos hablando de esto —dijo. Se sacó la muñequera del bolsillo y se la
pasó a Aaron, que la examinó mientras Call les explicaba toda la historia: la conversación con su padre, la advertencia de que Call no sabía quién era, la carta que Alastair había enviado a Rufus, el mensaje con la muñequera: « Ata su magia» . —¿ Atar tu magia? —Aaron alzó la voz. Tamara lo hizo callar. Aaron volvió a hablar en susurros—. ¿ P or qué iba a pedirle a Rufus que haga eso? ¡Es una locura! —No lo sé —susurró Call en respuesta, y miró hacia adelante, nervioso. Alex y los otros chicos no parecían estar prestándoles ninguna atención mientras subían una pequeña colina, pasaban entre las ramas de un gran árbol y seguían llamando a Drew—. No entiendo nada. —Bueno, es evidente que la muñequera era un mensaje para Rufus —concluyó Tamara—. Significa algo. Sólo que no sé qué. —Quizá si supiéramos de quién era… —apuntó Aaron. Le pasó la muñequera a Call, que se la ató al brazo, más arriba de la suya y oculta bajo la manga. —De alguien que no se graduó. Alguien que dejó el Magisterium cuando tenía dieciséis o diecisiete años, o alguien que murió allí. —Tamara quiso ver otra vez la muñequera, y frunció el ceño ante las pequeñas medallas con símbolos—. No sé exactamente qué significan. Excelencia en algo, pero ¿ en qué? Si lo supiéramos, nos diría algo más. Y no sé tampoco qué significa esta piedra negra. Nunca he visto una igual antes. —P reguntémosle a Alex —sugirió Aaron. —Ni lo sueñes —exclamó Call, negando con la cabeza, y volvió a mirar inquieto a los otros, que marchaban sobre la nieve en la oscuridad—. ¿ Y si tengo algo malo y él lo puede ver con sólo mirar la muñequera? —No tienes nada malo —afirmó Aaron contundente. P ero Aaron era la clase de persona que tenía fe en la gente y creía cosas así. —¡Alex! —lo llamó Tamara en voz alta—. Alex, ¿ te puedo preguntar una cosa? —Tamara, no —siseó Call, pero el chico mayor ya se había quedado atrás para esperarlos. —¿ Qué pasa? —preguntó con ojos inquisitivos—. ¿ Estáis bien, chicos? —Sólo me preguntaba si podría ver tu brazalete —contesto Tamara, tranquilizando a Call con una mirada. Éste suspiró con alivio. —Sí. Claro —asintió Alex, y se soltó la muñequera y se la pasó. Tenía tres cintas de metal, acabadas con bronce. También tenía gemas incrustadas: roja y naranja, azul e índigo, y escarlata. —¿ A qué corresponden éstas? —preguntó Tamara inocentemente, aunque Call tenía la sensación de que ya sabía la respuesta. —P or completar diferentes tareas. —Alex sólo estaba explicando, no alardeaba en absoluto—. Ésta es por usar el fuego para disipar a un elemental. Ésta por emplear el aire para crear una ilusión fantasmagórica.
—¿ Y qué significaría si tuvieras una negra? —preguntó Aaron. Alex abrió mucho los ojos. Iba a contestar, pero en ese mismo momento, Jasper pegó un grito. —¡Mirad! Una brillante luz amarilla relucía en la cresta de la colina frente a ellos. Mientras miraban, un alarido cortó el aire, agudo y terrible. —¡Quedaos aquí! —ladró Alex, y comenzó a correr, medio deslizándose por la ladera de la colina donde se hallaban, dirigiéndose a la luz. De repente, la noche se llenó de ruidos. Call oyó a otros grupos gritando y llamándose los unos a los otros. Algo pasó por el cielo sobre ellos, algo escamoso y serpentino, pero Alex no miraba hacia arriba. —¡Alex! —gritó Tamara, pero el chico no la oyó; ya había llegado a la otra colina y estaba comenzando a subirla. La sombra escamosa estaba sobre él, bajando en picado. Todos los chicos gritaban a Alex intentando advertirlo, todos excepto Call, que comenzó a correr, sin hacer caso del ardor que le retorcía la pierna mientras se deslizaba y casi se caía por la colina. Oyó a Tamara gritar su nombre, y a Jasper chillando: « ¡Se supone que debemos quedarnos aquí!» , pero Call no se detuvo. Iba a ser el aprendiz que Aaron creía que era, el que no tenía nada malo. Iba a hacer la clase de cosas que conseguían misteriosos logros heroicos en la muñequera. Iba a meterse de cabeza en el lío. Tropezó con una piedra suelta, se cayó y rodó hasta la base de la colina, donde se golpeó el codo con fuerza contra la raíz de un árbol. « Vale —pensó—, no es la mejor manera de empezar» . Se puso en pie como pudo y comenzó a subir de nuevo. Ya veía las cosas con mayor claridad gracias a la luz que salía de la cresta de la colina. Era una luz clara y penetrante, que iluminaba cada guijarro y cada agujero con un marcado relieve. La subida se hizo más pronunciada a medida que Call se acercaba a la cima; se dejó caer de rodillas y se arrastró los últimos metros hasta llegar a lo alto. Algo pasó rozándolo, algo muy grande, algo que produjo una ráfaga de aire que le llenó de tierra los ojos. Tosió mientras se ponía en pie. —¡Socorro! —oyó una débil vocecita—. ¡P or favor, ayudadme! Call miró alrededor. La brillante luz había desaparecido; sólo quedaba la luz de las estrellas y de la luna para iluminar la cima. —¿ Quién está ahí? —preguntó. Oyó lo que parecía un sollozo acompañado de hipo. —¿ Call? Éste comenzó a ir casi a ciegas hacia la voz, atravesando el sotobosque. A su espalda, la gente gritaba su nombre. Apartó a patadas algunas piedras y
medio se deslizó por una pequeña pendiente. Se encontró dentro de una sombría hondonada cubierta de arbustos espinosos. Alguien yacía acurrucado en el lado opuesto. —¿ Drew? —llamó Call. El muchacho trató de darse la vuelta. Call vio que tenía un pie atascado en lo que parecía un agujero en la tierra. Lo tenía torcido en un ángulo muy feo, que dolía con sólo mirarlo. A su espalda, dos orbes de luz tenue se encendieron en la noche. Call miró hacia atrás y se dio cuenta de que estaban flotando sobre la colina donde se hallaban los otros alumnos. Casi no los podía ver desde donde se encontraba, y no estaba seguro de que lo pudieran ver a él. —¿ Call? —Las lágrimas en el rostro de Drew brillaban bajo la luz de la luna. Call se le acercó rápidamente. —¿ Estás atrapado? —preguntó Call. —Cla… claro —susurró Drew—. Intento escaparme, y sólo llego hasta aquí. Es hu… humillante. Le castañeteaban los dientes. Sólo llevaba una fina camiseta y unos vaqueros. Call no podía creer que hubiera planeado huir del Magisterio vestido así. —Ayúdame —dijo Drew tiritando—. Ayúdame a soltarme. Tengo que seguir huyendo. —P ero no lo entiendo. ¿ Qué pasa? ¿ Adónde vas a ir? —No lo sé. —Drew hizo una mueca—. No tienes ni idea de cómo es el Maestro Lemuel. Ha… ha descubierto que, a veces, si estoy bajo mucha presión, lo hago mejor. Mucho mejor. Sé que es raro, pero siempre ha sido así. Lo hago mejor en un día de examen que en un día de práctica normal. Así que supuso que podía hacerme mejor teniéndome siempre bajo presión. Casi… casi no puedo dormir. Sólo me deja comer a veces y nunca sé cuándo va a ser. No para de asustarme, de conjurar monstruos fantasmagóricos y elementales cuando estoy solo en la oscuridad y yo… yo quiero hacerlo mejor. Quiero ser un mago mejor, pero es que… —Apartó la mirada y tragó saliva; la nuez se le deslizó arriba y abajo del cuello—. No puedo. Call lo miró atentamente. Era cierto que Drew no se parecía al chico que Call había conocido en el autocar que los llevaba al Magisterium. Estaba más delgado. Mucho más delgado. Los pantalones parecían ser tres tallas mayores que la suya, y se los sujetaba con un cinturón que estaba apretado hasta el último agujero. Tenía las uñas comidas hasta la piel y unas profundas ojeras. —De acuerdo —repuso Call—. P ero no vas a poder huir a ningún lado con ese pie. —Se inclinó y le puso la mano sobre el tobillo. Lo notó caliente al tacto. Drew soltó un gritito. —¡Duele!
Call le miró el tobillo por debajo del borde de los vaqueros. P arecía hinchado y oscuro. —Creo que puedes haberte roto el hueso. —¿ D… de verdad? —Drew sonó como si estuviera a punto de sufrir un ataque de pánico. Call buscó en sí mismo, a través de sí mismo, hacia la tierra en la que estaba arrodillado. « La tierra quiere atar» . Notó que cedía bajo su toque, que creaba un espacio donde podía colarse la magia, del mismo modo que el agua brotaba del fondo para llenar un agujero cavado en la arena de la playa. Call extrajo la magia a través de su ser, hasta su mano, y la dejó fluir en el interior de Drew. Éste soltó un grito ahogado. Call se apartó. —P erdona… —No. —Drew lo miró perplejo—. Me duele menos. Funciona. Call nunca había hecho magia como ésa antes. Curar había sido algo de lo que el Maestro Rufus les había hablado, pero nunca habían practicado. P ero lo estaba consiguiendo. Quizá realmente no tuviera nada malo. —¡Drew! ¡Call! —Era Alex, seguido por un brillante globo de luz que le iluminaba el cabello como un halo. Se deslizó por la ladera de la depresión hasta casi chocar con ellos. Bajo la luz de la luna, se le veía el rostro muy blanco. Call se apartó. —Drew está atrapado. Creo que tiene el tobillo roto. Alex se inclinó sobre el chico y tocó la tierra que le atrapaba la pierna. Al ver que ésta se deshacía, Call se sintió tonto por no haber pensado en eso. Alex cogió al pequeño por las axilas y tiró de él para soltarlo. Drew gritó de dolor. —¿ No me has oído? Tiene el tobillo roto… —protestó Call. —Call. No hay tiempo. —Alex se arrodilló para coger a Drew en brazos—. Tenemos que salir de aquí. —¿ Q… qué? —Drew parecía demasiado aturdido para enterarse—. ¿ Qué está pasando? Alex recorría el lugar con la mirada, nervioso. De repente, Call recordó las advertencias sobre lo que rondaba en los bosques del exterior de la escuela. —Los caotizados —dijo Call—. Están aquí.
CAPÍTULO DIECISÉIS Un
grave aullido cortó el aire. Alex comenzó a salir de la hondonada y gesticuló impaciente a Call para que lo siguiera. Call se arrastró tras él. Le dolía mucho la pierna. Cuando llegaron arriba, Call vio a Aaron y a Tamara que llegaban a la cima de la colina, con Celia, Jasper y Rafe detrás. Estaban jadeantes, alerta. —¡Drew! —exclamó Tamara, al ver al chicho en brazos de Alex. —Animales caotizados —dijo Aaron parándose delante de Call y de Alex—. Están subiendo por el otro lado de la colina. —¿ De qué tipo? —preguntó Alex con urgencia. —Lobos —contestó Jasper, y señaló hacia un punto de la negrura. Aún con Drew en los brazos, Alex se volvió y miró horrorizado. La luna mostraba formas oscuras saliendo de los bosques y avanzando hacia ellos. Cinco lobos, grandes y fibrosos, con el pelaje del color del cielo tormentoso. Olfateaban el aire con el hocico; sus ojos chispeantes eran salvajes y extraños. Alex se inclinó y dejó a Drew en el suelo con cuidado. —¡Escuchadme! —gritó a los otros alumnos, que se removían temerosos—.
Formad un círculo alrededor de nosotros dos mientras curo a Drew. P erciben a los débiles, a los heridos. Nos atacarán. —Sólo tenemos que contener a los caotizados hasta que lleguen aquí los Maestros —dijo Tamara, mientras se colocaba delante de Alex. —Muy bien, contenerlos, así de simple —soltó Jasper, pero se puso en formación con los otros, cerrando un círculo con sus cuerpos, de espaldas a Alex y a Drew. Call se encontró hombro con hombro con Celia y Jasper. A ella le castañeteaban los dientes. Lo lobos caotizados aparecieron, agachados y salvajes, saltando sobre la cresta como sombras. Eran enormes, mucho más grandes que cualquier lobo que Call se hubiera imaginado. Hilos de baba les colgaban de las fauces abiertas. Los ojos les ardían y giraban en el interior de sus cuencas; verlos despertó de nuevo en Call esa sensación en la cabeza, la de picor, o ardor o sed. « El caos —pensó para sí—. El caos quiere devorar» . P or terroríficos que fueran, cuanto más los miraba Call, más pensaba que tenían unos ojos hermosos, como el interior de un calidoscopio, mil colores a la vez. No podía apartar la mirada. —¡Call! —La voz de Tamara detuvo sus pensamientos. Call volvió a su cuerpo y se dio cuenta de que se había salido de la formación y que estaba varios pasos por delante del resto del grupo. No se había apartado de los lobos. Había ido hacia ellos. Una mano lo agarró por la muñeca: Tamara, que parecía aterrorizada, pero también decidida. —¿ Quieres parar? —exigió, y comenzó a arrastrarlo junto a los otros. Después de eso, todo pasó muy deprisa. Tamara tiró de Call; éste se resistió. La pierna mala cedió bajo su peso y se cayó, golpeándose los codos dolorosamente contra el suelo. Tamara echó la mano hacia atrás e hizo un gesto como de lanzar una bola de béisbol. Un círculo de fuego le salió de la palma hacia uno de los lobos, que de repente se hallaban muy cerca. El fuego le estalló sobre el pelaje y el lobo aulló, mostrando una boca llena de afilados dientes. P ero siguió avanzando, con el pelaje en punta, como si lo tuviera electrificado. La lengua le colgaba, roja, de la boca mientras se iba acercando y acercando. Estaba sólo a unos metros de Call cuando éste aún trataba de ponerse en pie y Tamara le pasaba las manos bajo los brazos para ayudarlo a levantarse. A los caotizados no era posible hacerlos desaparecer como a los gwyverns. Sólo les importaban los dientes, la sangre, la locura. —¡Tamara! ¡Call! ¡Volved aquí! —gritó Aaron. P arecía asustado. Los lobos caotizados se acercaban lentamente, rodeando a Call y a Tamara, sin prestar atención a los otros aprendices. Alex estaba en medio de ellos y sujetaba a Drew, que se hallaba inconsciente. Alex parecía paralizado, con los ojos y la boca muy abiertos.
Call consiguió ponerse en pie y empujó a Tamara a su espalda. Miró a los ojos del lobo que tenía más cerca. Éstos seguían girando, rojos y dorados, del color del fuego. « Ya está —pensó Call. Su mente parecía ir más despacio; se sentía como si estuviera moviéndose bajo el agua—. Mi padre tenía razón. Siempre ha tenido razón. Vamos a morir aquí» . No estaba enfadado… pero tampoco se sentía asustado. Tamara estaba tratando de hacerlo retroceder. P ero Call no podía moverse. No quería moverse. La sensación más extraña latía en su interior, como un creciente nudo bajo las costillas. Notaba que la muñequera desconocida le palpitaba en el brazo. —Tamara —susurró—. Retrocede. —¡No! —Le tiró de la espalda de la camisa. Call se tambaleó… y el lobo saltó. Alguien, quizá Celia, quizá Jasper, gritó. El lobo saltó por el aire, terrible y hermoso, con el pelaje chispeando. Call comenzó a alzar las manos. Una sombra pasó ante sus ojos, alguien que detenía su carrera entre él y el lobo, alguien con el cabello claro, alguien que clavó los pies y extendió ambos brazos como si pudiera detener al lobo con las manos. « Alex —pensó Call al principio, sin fijarse, y luego vio quién era—: Aaron» . —¡No! —gritó, intentando avanzar, pero Tamara no lo soltaba—. ¡Aaron, no! Los otros aprendices también gritaban, llamando a Aaron. Alex había dejado a Drew y se abría paso hacia ellos. Aaron no se movió. Tenía los pies tan firmemente clavados en el suelo que era como si hubiera echado raíces. Alzaba las manos, con las palmas hacia fuera, y del centro de las mismas salía algo como humo: era más negro que el mismo negro, denso y sinuoso, y Call supo, sin saber cómo, que era la sustancia más oscura del mundo. Con un aullido, el lobo se retorció y se fue de lado para caer en una extraña posición sobre el suelo, sólo a unos pasos de Tamara y de Call. El pelaje se le erizó completamente, los ojos le rodaban enloquecidos. Los otros lobos aullaron y gañeron, y sus voces se unieron a la locura de la noche. —Aaron, ¿ qué estás haciendo? —Tamara lo dijo tan bajo que Call no estuvo seguro de que Aaron la hubiera oído—. ¿ Estás haciendo eso? P ero Aaron no parecía oírla. La oscuridad le manaba de las manos; el pelo y la camisa se le pegaban al cuerpo por el sudor. La oscuridad se arremolinó con mayor rapidez, y sus hilillos aterciopelados fueron envolviendo a la manada caotizada. Se alzó el viento y los árboles se estremecieron. La tierra tembló. Los lobos trataron de retroceder, de correr, pero estaban encerrados por la oscuridad, una oscuridad que se había convertido en algo sólido, una prisión que se iba estrechando. A Call, el corazón le golpeaba dentro del pecho con una desagradable sensación. De repente, sintió terror ante la idea de verse atrapado en esa oscuridad, cerrándose sobre él, borrándolo, consumiéndolo.
Devorándolo. —¡Aaron! —gritó, pero el viento ya sacudía con fuerza los árboles y cubría todo otro sonido—. ¡Aaron, para! Call vio los ojos destellantes y aterrorizados de los lobos caotizados. P or un momento, se volvieron hacia él, destellos en la oscuridad. Luego la negrura se cerró sobre ellos y desaparecieron. Aaron cayó de rodillas como si le hubieran disparado. Se quedó así, jadeando, con una mano sobre el estómago, mientras el viento amainaba y la tierra se calmaba. Los aprendices guardaban un silencio total, mirándolo. Alex movía los labios, pero no lograba decir nada. Call buscó a los lobos, pero en el lugar donde habían estado sólo quedaban masas rodantes de oscuridad que se iban disipando como el humo. —Aaron. —Tamara se apartó de Call y corrió hacia Aaron; se agachó y le puso una mano en el hombro—. Oh, Dios mío, Aaron, Aaron… Los otros aprendices comenzaron a susurrar. —¿ Qué está pasando? —dijo Rafe con voz quejumbrosa—. ¿ Qué ha ocurrido? Tamara palmeaba a Aaron en la espalda mientras le dirigía sonidos apaciguadores. Call sabía que tenía que ir con ella, pero se sentía paralizado. No podía dejar de pensar en el aspecto de Aaron justo antes de que la oscuridad devorara al lobo, el modo en que parecía estar invocando algo, llamando a algo, y ese algo era lo que había acudido. P ensó en el Quincunce. « El fuego quiere arder, el agua quiere fluir, el aire quiere subir, la tierra quiere atar, el caos quiere devorar» . Call miró hacia atrás, a los confusos alumnos. En la distancia, tras ellos, vio luces que se movían: los brillantes orbes de los Maestros que corrían hacia ellos. Oyó el sonido de sus voces. Drew tenía una expresión rara en el rostro, estoica y un poco perpleja, como si hubiera perdido la esperanza. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Celia miró a Call a los ojos, y después a Aaron, como si estuviera preguntando: « ¿ Está bien? » . Aaron tenía el rostro hundido entre las manos. Esa actitud liberó los pies de Call; avanzó a trompicones la corta distancia que lo separaba de su amigo y se dejó caer de rodillas junto a él. —¿ Estás bien? —le preguntó. Aaron alzó el rostro y asintió lentamente, aún aturdido. Tamara y Call se miraron por encima de la cabeza de Aaron. Las trenzas de Tamara se habían soltado y el cabello le caía sobre los hombros. Call pensó que nunca la había visto tan desarreglada. —No lo entiendes —le dijo a Call en voz muy baja—. Aaron es lo que han estado buscando. Es el…
—Sigo aquí, ¿ sabes? —soltó Aaron con voz forzada. —… makaris —concluyó Tamara en un susurro. —No lo soy —protestó Aaron—. No puedo serlo. No sé nada sobre el caos. No tengo ninguna afinidad… —Aaron, muchacho. —Una amable voz interrumpió la frase de Aaron. Call se volvió y vio, sorprendido, que era el Maestro Rufus. Los otros Maestros también habían llegado, sus orbes brillando como luciérnagas mientras ellos se movían entre los alumnos, comprobando si había alguno herido, calmándolos después del susto. El Maestro North había levantado a Drew del suelo y lo tenía en brazos, la cabeza del chico reposando sobre su pecho. —Yo no quería… —comenzó Aaron. Se lo veía fatal—. El lobo estaba ahí, y luego ya no estaba. —No has hecho nada malo. Te habría atacado si no hubieras reaccionado. —El Maestro Rufus cogió a Aaron con delicadeza y lo ayudó a ponerse en pie. Call y Tamara se apartaron—. Has salvado vidas, Aaron Stewart. El muchacho suspiró pesadamente. Estaba tratando de calmarse. —Todos me están mirando, todos los otros alumnos —dijo en voz baja. Call se volvió para mirar, pero su visión quedó bloqueada por dos Maestros. El Maestro Tanaka y una mujer que sólo había visto una vez con un grupo de alumnos del Curso de Oro de la que no sabía el nombre. —Te están mirando porque eres el makaris —dijo la maga, mirando a Aaron—. P orque puedes hacer uso del poder del caos. Aaron no dijo nada. Se lo veía como si de repente le hubieran dado una bofetada en el rostro. —Hemos estado esperándote, Aaron —dijo el Maestro Tanaka—. No tienes ni idea desde hace cuánto tiempo. Aaron se estaba tensando y parecía a punto de salir corriendo. « Dejadlo en paz —quiso decir Call—. ¿ No veis que lo estáis asustando? » Aaron tenía razón: todos lo estaban mirando. Los otros aprendices, apiñados; sus Maestros. Incluso Lemuel y Milagros apartaron la vista de sus chicos el tiempo suficiente para quedarse mirando a Aaron. Sólo Rockmaple se había marchado. Call supuso que había regresado al Magisterium con Drew. Rufus le puso a Aaron una protectora mano en el hombro. —Haru —dijo dirigiéndose al Maestro Tanaka—. Y Sarita. Gracias por vuestras amables palabras. No parecía especialmente agradecido. —Felicitaciones —repuso el Maestro Tanaka—. Tener un makaris como aprendiz…, el sueño de todo Maestro. —P arecía bastante hosco, y Call se preguntó si estaba enfadado por todo el asunto de quién escogía primero en la P rueba—. Deber
venir con nosotros. Los Maestros deben hablar con él… —¡No! —exclamó Tamara, y luego se tapó la boca con la mano, como si la hubiera sorprendido su propia salida—. Quiero decir… —Ha sido un día muy estresante para los alumnos, sobre todo para Aaron —dijo Rufus a los dos Maestros—. Estos aprendices, la mayoría del Curso de Hierro, acaban de ser atacados por una manada de lobos caotizados. ¿ No podríamos dejar que el chico regresara a la cama? La mujer a la que había llamado Sarita negó con la cabeza. —No podemos tener a un mago del caos sin control vagando por ahí sin que comprenda sus propios poderes. —Lo cierto era que sonaba como si lo lamentara—. La zona ha sido barrida a conciencia, Rufus. Lo que haya pasado con esa manada de lobos ha sido una anomalía. El mayor peligro para Aaron en este momento, y para todos los otros alumnos, es el propio Aaron. —Y diciendo esto le tendió la mano. Aaron miró a Rufus, esperando su permiso. Rufus asintió, cansado. —Ve con ellos —dijo. Luego se apartó. El Maestro Tanaka llamó a Aaron con un gesto, y éste se acercó a él. Flanqueado por ambos Maestros, Aaron regresó al Magisterium, y sólo se detuvo una vez para mirar a Call y a Tamara. Call no pudo evitar pensar que se le veía muy pequeño.
CAPÍTULO DIECISIETE En cuanto Aaron desapareció, el resto de los Maestros comenzaron a colocar a los aprendices en filas, con los del Curso de Hierro en el centro y los alumnos mayores a los lados. Tamara y Call se quedaron a cierta distancia, observando a todos apresurarse. Call se preguntó si Tamara estaría sintiendo lo mismo que él: la idea de encontrar al makaris que todos estaban buscando había parecido algo distante, algo imposible, y de repente, Aaron, su amigo Aaron, era el elegido. Call miró hacia donde habían estado los lobos antes de que Aaron los enviara rodando al vacío, pero el único rastro que quedaba de ellos eran las pisadas de sus enormes pezuñas en la nieve. Las huellas aún brillaban un poco, como si cada una hubiera sido hecha con fuego y aún conservara ese fuego en su interior. Mientras Call miraba, algo de pequeño tamaño corrió entre los árboles como una sombra. Entornó los párpados, tratando de ver mejor, pero no hubo más movimientos. Se estremeció al recordar aquella cosa enorme que lo había rozado mientras corría hacia Drew. Los últimos acontecimientos lo habían hecho ser hiperconsciente de cualquier eventual ráfaga de aire. Quizá se estuviera imaginado cosas. La Maestra Milagros se apartó del grupo de aprendices, que ya estaban colocados en algo parecido a un orden, y se acercó hasta Tamara y Call. Su expresión era amable.
—Tenemos que regresar ya. No es probable que haya más caotizados por aquí, pero no podemos estar seguros. Será mejor que nos demos prisa. Tamara asintió, más apagada de lo que Call recordaba haberla visto nunca, y comenzó a avanzar por la nieve. Se unieron en el centro a los otros aprendices del Curso de Hierro y comenzaron el regreso al Magisterium. Celia, Gwenda y Jasper iban con Rafe y Kai. Jasper había cubierto a Drew con su abrigo forrado de pelo cuando éste estaba en el suelo, un bonito gesto muy poco característico por su parte; un gesto que lo dejó temblando bajo el helado aire de la mañana. —¿ Ha dicho Drew por qué se ha marchado? —preguntó Celia a Call—. Tú estuviste con él antes de que llegara Alex. ¿ Qué te ha dicho? Call negó con la cabeza. No estaba seguro de si lo que le había contado Drew era un secreto. —P uedes decírnoslo —insistió Celia—. No nos reiremos de él ni nos pondremos tontos. Gwenda miró a Jasper y alzó las cejas. —Al menos, la mayoría de nosotros. Jasper miró a Tamara, pero ésta no dijo nada. Aunque Jasper se comportaba casi siempre como un estúpido, en ese momento, recordando lo buenos amigos que él y Tamara habían sido durante la P rueba de Hierro, Call sintió pena por él. P ensó en la vez que lo había visto en la Biblioteca, esforzándose por crear una llama, y el modo en que le había dicho que se largara. Call se preguntó si Jasper habría pensado en escapar como lo había hecho Drew. Recordó las palabras del aprendiz: « Sólo los cobardes dejan el Magisterium» . Entonces dejó de sentir pena por él. —Me ha dicho que el Maestro Lemuel era demasiado duro con él —explicó Call —. Que normalmente funcionaba mejor bajo presión, así que Lemuel siempre estaba tratando de asustarlo para que fuera mejor. —El Maestro Lemuel nos hace esas cosas a todos: salta desde detrás de una pared, nos grita cosas y nos levanta de la cama en mitad de la noche para entrenar — explicó Rafe—. No trata de ser malo. Sólo trata de prepararnos. —De acuerdo —gruñó Call, y pensó en las uñas mordidas de Drew y en sus ojos asustados—. Drew ha huido sin ninguna razón. Quiero decir, ¿ a quién no le gustaría que lo persiguieran por la nieve manadas de lobos caotizados? —Quizá tú no supieras lo mal que lo estaba pasando, Rafe —intervino Tamara, que parecía preocupada—. P orque el Maestro Lemuel no te trata así a ti. —Drew está mintiendo —insistió Rafe. —Ha dicho que el Maestro Lemuel no lo deja comer —les explicó Call—. Y es verdad que está más delgado. —¿ Qué? —se extrañó Rafe—. Eso no es así. Lo habéis visto en el comedor con
todos nosotros. Y de todas formas, Drew nunca me ha comentado nada de todo eso. Me habría dicho algo. Call se encogió de hombros. —Quizá pensara que no ibas a creerlo. Y parece que tenía razón. —Yo no… nunca… —Rafe miró a los demás, pero todos apartaron la vista, incómodos. —El Maestro Lemuel no es muy agradable —dijo entonces Gwenda—. Quizá Drew ha creído que su única opción era huir. —No es así como se supone que deben comportarse los Maestros —repuso Celia —. Debería haber hablado con el Maestro North. O con alguien. —Quizá él sí crea que los Maestros pueden comportarse así —dijo Call—. Teniendo en cuenta que nadie nos ha explicado nunca cómo se supone que deben comportarse. Nadie pudo replicar a ese argumento. Durante un rato, caminaron en silencio, chafando la nieve con las botas. Con el rabillo del ojo, Call seguía viendo una pequeña sombra que se movía con ellos, de árbol en árbol. Estuvo tentado de decírselo a Tamara, pero ella casi no había abierto la boca desde que los Maestros se habían llevado a Aaron al Magisterium. P arecía perdida en sus pensamientos. ¿ Qué sería? No parecía lo suficientemente grande para resultar amenazador. Quizá fuera un elemental pequeño, como Warren, uno al que le daba miedo mostrarse. Tal vez fuera el propio Warren, demasiado asustado para disculparse. Fuera lo que fuese, Call no parecía poder sacárselo de la cabeza. Se fue quedando atrás, hasta que quedó situado detrás del resto del grupo. Los otros estaban tan cansados y despistados que, un momento después, Call pudo meterse entre los árboles sin que nadie se fijara. Los bosques estaban en silencio; la dorada luz del amanecer hacía brillar la nieve. —¿ Quién hay ahí? —preguntó Call en voz baja. Un morro peludo apareció tras uno de los árboles. Algo de pelaje rizado y orejas en punta acabó de salir, y miró a Call con los ojos de los caotizados. Un lobezno. La criatura gimió un poco y volvió a ocultarse. A Call, el corazón le latió con fuerza dentro del pecho. Dio un paso adelante, e hizo una mueca cuando quebró una ramita con la bota. El lobezno no se había ido lejos. Call lo vio mientras se acercaba, agazapado detrás del árbol, el pelaje marrón alborotado por la brisa de la mañana. Olisqueaba el aire con una naricilla negra y húmeda. No parecía una amenaza. Era como un perro. Un cachorro, en realidad. —No pasa nada —dijo Call, y trató de que su voz fuera relajante—. Sal de ahí. Nadie te va a hacer daño.
El lobo comenzó a mover la colita peluda. Saltó hacia Call sobre unas patas no totalmente estables por encima de las hojas muertas y la nieve. —Hey, lobito —dijo Call bajando la voz. Siempre había querido tener un perro, lo había deseado con desespero, pero su padre nunca le había permitido tener animales. Sin poder evitarlo, Call tendió la mano y acarició al cachorro en la cabeza, hundiendo los dedos en el suave pelaje. El lobo movió la cola aún más rápido y gimoteó. —¡Call! —Alguien…, le pareció que era Celia, lo estaba llamando—. ¿ Qué estás haciendo? ¿ Adónde has ido? Los brazos de Call se movieron por sí solos, como si él no fuera más que una marioneta de cuerdas; cogieron al lobo y lo metieron dentro de la chaqueta. El lobezno resopló y se quedó quieto, clavándole las uñas en la camisa mientras él se subía la cremallera. Call se miró; no parecía que tuviera nada raro, se dijo. Sólo un poco de barriga, como si hubiera estado dándole al liquen. —¡Call! —volvió a llamarlo Celia. El muchacho vaciló. Estaba total y absolutamente convencido de que llevar un animal caotizado al Magisterium era una falta de tal calibre que se castigaba con la expulsión. Quizá incluso podía ser que se castigara atándole la magia. Era una locura. Entonces, el lobezno sacó la cabeza y le lamió la barbilla por debajo. Call recordó los lobos desapareciendo en la oscuridad que Aaron había conjurado. ¿ Habría sido uno de ellos la madre de ese cachorro? ¿ Era huérfano de madre… igual que él? Respiró hondo y, después de subirse del todo la cremallera, fue cojeando a reunirse con los otros. —¿ Dónde estabas? —le preguntó Tamara. P or lo visto, ya había salido de su silencio y parecía enfadada—. Comenzábamos a preocuparnos. —Se me ha quedado enganchado el pie en una raíz —contestó Call. —La próxima vez grita o di algo. —Tamara parecía demasiado cansada y preocupada para analizar si eso era verdad o no. Jasper lo miró con una expresión rara en el rostro. —Estábamos hablando de Aaron —lo informó Rafe—. Sobre lo extraño que es que no supiera que podía emplear la magia del caos. Nunca me habría imaginado que fuera un makaris. —Debe de dar miedo —intervino Kai—. Emplear la magia que usa el Enemigo de la Muerte, quiero decir. No debe de ser agradable, ¿ no? —Sólo es poder —replicó Jasper en un tono de superioridad—. No es la magia del caos lo que hace que el Enemigo sea el monstruo que es. Se volvió así porque fue corrompido por el Maestro Joseph y se volvió totalmente loco. —¿ Qué quieres decir con que fue corrompido por Joseph? ¿ Era su Maestro? —
preguntó Rafe, preocupado, como si tal vez pensara que, como el Maestro Lemuel era horrible, eso podía convertirlo también a él en alguien malvado. —Oh, cuenta la historia de una vez, Jasper —dijo Tamara con voz cansada. —Vale —repuso Jasper, que parecía alegrarse de que Tamara le hablara—. P ara los que no sabéis nada, lo que es bastante vergonzoso, por cierto, el nombre auténtico del Enemigo de la Muerte es Constantine Madden. —Empezamos bien —replicó Celia—. No todo el mundo es de legado, Jasper. Bajo la chaqueta de Call, el lobezno se removió. Call cruzó los brazos sobre el pecho y esperó que nadie lo notara. —¿ Estás bien? —le preguntó Celia—. P areces un poco… —Estoy bien —le aseguró Call. —Constantine —continuó Jasper— tenía un hermano gemelo llamado Jericho, y como todos los magos que pasan la P rueba, entraron en el Magisterium a los doce años. En aquel emtonces se centraban mucho más en los experimentos. El Maestro Joseph, que era el Maestro de Jericho, estaba supermetido en la magia del caos. P ero para hacer todos los experimentos que quería necesitaba un makaris que pudiera acceder al vacío. No podía hacerlos él solo. Jasper cambió a un tono de voz grave y tenebroso. —Imaginaos lo contento que se puso cuando resultó que Constantine era un makaris. Jericho no necesitó mucho para que lo convencieran de ser el contrapeso de su hermano, y a los otros Maestros no costó mucho convencerlos para que dejaran al Maestro Joseph trabajar con los dos hermanos aparte de su formación normal. Era un experto en la magia del caos, incluso si él no podía emplearla, y Constantine tenía mucho que aprender… —Eso no suena nada bien —comentó Call, que trataba de no hacer caso a que el lobo, bajo la chaqueta, estaba comiéndose uno de los botones de la camisa, lo que le hacía muchas cosquillas. —Tienes razón —lo secundó Tamara—. Jasper, no es una historia de fantasmas. No hace falta que la cuentes así. —Sólo lo estoy contando tal y como ocurrió. Constantine y el Maestro Joseph se fueron obsesionando cada vez más con lo que se podía hacer con el vacío. Tomaban trozos de él y los introducían en animales, lo que los convertía en caotizados, como los lobos de antes. De lejos parecían animales normales, pero eran mucho más agresivos y tenían el cerebro hecho papilla. El caos puro en el cerebro te vuelve loco. El vacío… es como todo y nada al mismo tiempo. Nadie puede tenerlo en la cabeza sin volverse loco. Y seguro que una ardilla tampoco. —¿ Hay ardillas caotizadas? —preguntó Rafe. Jasper no le contestó. Estaba lanzado. —Quizá por eso Constantine hizo lo que hizo. Tal vez el vacío lo volviera loco.
No lo sabemos. Sólo sabemos que hizo un experimento que nadie había intentado antes. Era demasiado difícil. Casi lo mató y acabó con su contrapeso. —Quieres decir con su hermano —puntualizó Call. La voz se le puso un poco rara al final de la frase, pero el lobo había decidido elegir ese momento para dejar de morder el botón y comenzar a lamerle el pecho. También estaba bastante seguro de que lo estaba cubriendo de babas. —Sí. Murió en el suelo de la sala de experimentos. Dicen que su fantasma… —Cállate, Jasper —le ordenó Tamara. Estaba tratando de tranquilizar a otra chica del Curso de Hierro a la que le temblaban los labios. —Bueno, fuera como fuese, Jericho murió. Y quizá penséis que eso detuvo a Constantine, pero sólo lo volvió peor. Se obsesionó con encontrar la manera de revivir a su hermano. De emplear la magia del caos para hacer regresar a los muertos. Celia asintió. —Necromancia. Totalmente prohibida. —No pudo hacerlo. P ero sí que consiguió meter el caos dentro de seres humanos, lo que creó los primeros caotizados. P arecía sacarles el alma, de modo que ya no sabían quiénes eran. Lo obedecían sin pensar. No era lo que él quería, y quizá tampoco pretendía hacerlo, pero eso no hizo que detuviera sus experimentos. Finalmente, los otros Maestros descubrieron lo que estaba haciendo. Trataron de encontrar la manera de atarle la magia, pero no sabían que el Maestro Joseph seguía siéndole leal. El Maestro Joseph lo ayudó a escapar; voló por los aires uno de los muros del Magisterium y se llevó a Constantine consigo. Mucha gente dice que la explosión casi los mató y que Constantine quedó horriblemente desfigurado. Ahora lleva una máscara de plata para ocultar las cicatrices. Los animales caotizados que sobrevivieron también escaparon en la explosión, y es por eso que hay tantos por estos bosques. —Así que lo que estás diciendo es que el Enemigo de la Muerte es como es por culpa del Magisterium —apuntó Call. —No —negó Jasper—. Eso no es lo que yo… La P uerta de la Misión se hizo visible, y Call se despistó pensando en que si llegaba a su habitación sería un millón de veces más fácil ocultar al lobo. Al menos sería más fácil esconderlo de la gente con la que no compartía las habitaciones. Le pondría al lobo un poco de comida y agua, y luego… luego ya pensaría qué hacer. La puerta estaba abierta. P asaron bajo las palabras « CONOCIMIENTO Y ACCIÓN SON UNO Y LO MISMO» , y entraron en las cavernas del Magisterium, donde una ráfaga de aire cálido le dio a Call en la cara y le presentó otro problema. Fuera estaba helando. Ahí dentro, mientras iban hacia sus habitaciones, con la cremallera de la chaqueta subida hasta la barbilla, Call se estaba sobrecalentando rápidamente.
—¿ Y qué quería Constantine? —preguntó Rafe. —¿ Qué? —Jasper parecía distraído. —Has dicho: « No era lo que él quería» . Los caotizados. ¿ P or qué no? —P orque quería traer de vuelta a su hermano —respondió Call. No podía creer que Rafe fuera tan tonto—. No a una especie de… zombi. —No son como zombis —replicó Jasper—. No se comen a la gente. Los caotizados simplemente no tienen recuerdos ni personalidad. Están… como en blanco. Ya estaban llegando a las habitaciones de los del Curso de Hierro, y había braseros a intervalos a lo largo del corredor, cargados de piedras que relucían con fuerza. Tener un enorme saco peludo metido debajo de la chaqueta estaba haciendo que la temperatura de Call subiera por las nubes. Además, el lobo estaba respirándole pesadamente en el cuello. P ensó que igual se había dormido. —¿ Cómo es que sabes tanto del Enemigo de la Muerte? —preguntó Rafe, con cierto tono cortante en la voz. Call no oyó la respuesta de Jasper porque Tamara le estaba susurrando al oído. —¿ Estás bien? —le preguntaba—. Te estás poniendo morado. —Estoy bien. Ella lo miró de arriba abajo. —¿ Tienes algo metido en la chaqueta? —La bufanda —contestó él, y esperó que Tamara no recordara que no había cogido ninguna bufanda. Ella lo miró frunciendo las cejas. —¿ Y por qué has hecho eso? Call se encogió de hombros. —Tenía frío —replicó. —Call… P ero ya habían llegado a sus habitaciones. Con enorme alivio, Call tocó la puerta con su muñequera para que entraran. Ella estaba a medio despedirse de los otros cuando Call dio un portazo y se fue a toda prisa hacia su dormitorio. —¡Call! —exclamó Tamara—. ¿ No crees que deberíamos… no sé, hablar? Sobre Aaron. —Más tarde —soltó Call, medio cayendo al entrar en su dormitorio y cerrando la puerta de una patada. Se tiró sobre la cama justo en el momento en que el lobo sacaba la cabeza por el cuello de la chaqueta y miraba alrededor. Una vez libre, parecía muy excitado mientras recorría la habitación. Sus uñas hacían mucho ruido sobre la piedra, y Call deseó que Tamara no lo oyera mientras el lobo olisqueaba bajo su cama, por su armario y por encima del pijama que Call había tirado al suelo cuando lo habían despertado.
—Necesitas un baño —le dijo al lobezno. Éste detuvo sus cabriolas, se tendió en el suelo con las piernas al aire y meneó la cola con la lengua colgándole por un lado de la boca. Mientras Call le miraba los extraños ojos cambiantes, recordó las palabras de Jasper. « No tienen recuerdos ni personalidad. Están como… en blanco» . P ero el lobezno tenía personalidad de sobra. Lo que significaba que Jasper no entendía tanto sobre lo que significaba ser un caotizado como creía entender. Tal vez fueran de esa manera cuando el Enemigo los creó, quizá incluso siguieran estando en blanco durante toda su vida, pero el lobezno había nacido con el caos dentro. Había crecido así. No era como todos creían que era. Le vinieron a la cabeza las palabras de su padre, y se estremeció de un modo que no tenía nada que ver con el frío. « Tú no sabes lo que eres» . Apartó ese pensamiento y se sentó en la cama; se sacó las botas y se estiró con el rostro contra la almohada. El lobezno saltó a su lado; olía a agujas de pino y a tierra recién removida. P or un momento, Call se preguntó si el lobo lo mordería. P ero éste se acurrucó junto a él, después de dar dos vueltas, el cuerpecillo contra su estómago. Con el cálido peso del lobezno caotizado junto a él, Call se durmió al instante.
CAPÍTULO DIECIOCHO Call
soñó que estaba atrapado bajo el peso de una enorme almohada peluda. Se despertó atontado, agitando los brazos, y casi golpeó al lobezno, que estaba hecho un ovillo sobre su pecho y lo miraba con unos enormes ojos rodantes del color del fuego que no resultaban en absoluto amenazadores. De repente, Call tuvo plena conciencia de lo que había hecho, y rodó para apartarse del lobo con tal rapidez que se salió de la cama y cayó al suelo. El dolor en la rodilla al golpeársela contra el frío suelo de piedra lo despertó por completo. Vio que estaba arrodillado y miraba directamente a los ojos del lobezno, que se había instalado en el borde de la cama y le devolvía la mirada. —¡Bup! —ladró el cachorro. —Chist —siseó Call. El corazón le iba a toda velocidad. ¿ Qué había hecho? ¿ De verdad había colado un animal caotizado dentro del Magisterium? Más le valdría haberse sacado toda la ropa, haberse cubierto de liquen y haber corrido por las cuevas gritando: « ¡EXP ULSADME! ¡ATADME LA MAGIA! ¡ENVIADME A CASA!» . El lobezno gimió. Los ojos le rodaban como molinillos de colores, fijos en Call.
Sacó la lengua un momento y la volvió a meter en la boca. —Oh, vaya —masculló Call—. Tienes hambre, ¿ verdad? De acuerdo. Déjame conseguirte algo de comer. Quédate aquí. Sí. No te muevas. Se puso en pie y miró sorprendido el reloj de cuerda de la mesilla de noche. Las once de la mañana y no le había sonado la alarma. Qué raro. Abrió la puerta de su dormitorio en silencio, y al instante se encontró frente a Tamara, ya vestida con el uniforme, que estaba desayunando en la mesa común. Era un desayuno delicioso de aspecto normal: tostadas y mantequilla, salchichas, beicon, huevos revueltos y zumo de naranja. —¿ Ha vuelto Aaron? —preguntó Call, mientras cerraba con cuidado la puerta de su dormitorio y se apoyaba en ella en lo que esperaba que fuera una pose despreocupada. Tamara se tragó la tostada que tenía en la boca y negó con la cabeza. —No. Celia ha pasado por aquí antes y ha dicho que habían cancelado las clases por hoy. No sé qué está pasando. —Supongo que será mejor que me vista —dijo Call mientras cogía una salchicha del plato. Tamara lo miró. —¿ Te sientes bien? Estás como raro. —Estoy bien. —Call cogió otra salchicha—. Vuelvo enseguida. Se metió en el dormitorio, donde el lobezno se había tumbado sobre un montón de ropa y movía las patas en el aire. Se puso en pie en cuanto vio a Call y trotó hasta él. Call contuvo el aliento mientras le ofrecía una salchicha. El lobezno olisqueó la comida y se la tragó de un bocado. Call le dio la segunda salchicha, y observó descorazonado cómo desaparecía tan rápido como la primera. El cachorro se lamió el morro mientras esperaba expectante. —Vaya —dijo Call—. No tengo más. Espera y te traeré alguna otra cosa. Debería haber tardado sólo segundos en ponerse un uniforme limpio, pero no pudo con el lobo saltando por toda la habitación. Las salchichas lo habían revitalizado. Cogió una bota de Call, se la llevó debajo de la cama tirando de los cordones y comenzó a morder el cuero. Luego, cuando Call consiguió recuperarla, el lobezno le mordió el bajo de los pantalones y comenzó a tirar de él. —P ara —le rogó Call, tirando hacia el otro lado, pero eso sólo pareció animar al lobezno, que empezó a brincar delante de él con ganas de jugar—. Volveré enseguida —le prometió—. Quédate quieto y no hagas ruido. Y luego te sacaré como pueda para que pasees. El lobezno torció la cabeza hacia un lado y volvió a tumbarse panza arriba sin parar de moverse. Call aprovechó ese momento para salir del dormitorio y cerrar la puerta tras él a
toda prisa. —Ah, bien —dijo el Maestro Rufus mientras dejaba de inspeccionar la pared del fondo y se volvía hacia Call—. Ya estás listo. Tenemos que ir a una reunión. Call casi pegó un bote al verlo. Tamara lo miró de forma interrogante mientras se sacudía del uniforme las migas de las tostadas. —P ero no he desayunado —protestó Call, y miró el resto de comida. Si de algún modo pudiera meter unos cuantos puñados de salchichas en su dormitorio, podría calmar al lobo lo suficiente hasta que regresara de esa reunión. En su otra escuela, las reuniones eran normalmente clases de horas sobre todo lo malo que podía pasarle a uno si hacía lo que no debía, o lo incorrecto que era abusar de los demás, o, al menos una vez, los horrores de las chinches. No pensaba que esta reunión fuera a ser así, pero esperaba que se acabara rápido. Estaba seguro de que el lobo tendría que salir a pasear muy pronto. Si no, bueno, Call prefería no pensar en eso. —Te has comido dos salchichas —informó Tamara, nada colaboradora—. Tampoco es que te vayas a morir de hambre. —¿ Es así? —preguntó el Maestro Rufus secamente—. En tal caso, vamos ya, Callum. Van a asistir algunos miembros de la Asamblea de los Magos. No queremos llegar tarde, ya que estoy seguro de que supones de qué se va a tratar allí. Call entrecerró los ojos. —¿ Dónde está Aaron? —preguntó, pero el Maestro Rufus no le contestó. Los llevó al pasillo, donde se unieron a un torrente de gente que fluía por las cavernas. Call no creía haber visto nunca tanta gente en los corredores de la escuela. El Maestro Rufus se puso detrás de un grupo de chicos mayores y sus Maestros, que iban en dirección sur. —¿ Sabes adónde vamos? —preguntó Call a Tamara. Ésta negó con la cabeza. P arecía más seria de lo que lo había estado en semanas. Call recordó la noche anterior, cuando lo había cogido del brazo para intentar alejarlo del lobo caotizado. Había arriesgado su vida por él. Nunca había tenido una amiga como ella. Nunca había tenidos amigos como ella o como Aaron. Y ahora que los tenía, no sabía muy bien qué hacer con ellos. Llegaron a un auditorio circular con bancos de piedra que se alzaban en todas direcciones desde un estrado redondo. Al fondo, Call vio un grupo de hombres y mujeres vestidos con uniformes de color oliva y supuso que serían los miembros de la Asamblea que había mencionado el Maestro Rufus. Éste los llevó a un sitio cerca del estrado y allí, finalmente, vieron a Aaron. Estaba en la primera fila, sentado junto al Maestro North, pero tan lejos que Call no podría hablar con él sin tener que gritar. En realidad sólo le veía el cogote, su suave cabello rubio de punta. Tenía el mismo aspecto de siempre. Uno de los makaris. Un makaris. P arecía un título tan intimidante… Call pensó
en la forma en que las sombras habían parecido envolver la manada de lobos la noche anterior y lo horrorizado que estaba Aaron cuando todo hubo acabado. « El caos quiere devorar» . No parecía la clase de poder que alguien como Aaron, a quien todo el mundo apreciaba y que apreciaba a todo el mundo, debiera tener. Debería ser de alguien como Jasper, que probablemente sería fantástico dando órdenes a la oscuridad y rellenando de caos mágico un montón de animales raros. El Maestro Rufus se puso en pie, subió al estrado y fue hasta el centro para colocarse ante el atril. —Alumnos del Magisterium y miembros de la Asamblea —comenzó. Sus ojos oscuros recorrieron la sala. Call notó que su mirada se detenía sobre Tamara y sobre él durante un momento antes de seguir su recorrido—. Todos conocéis nuestra historia. Ha habido Magisterium desde el tiempo de nuestro fundador, P hillippus P aracelso. Existe para enseñar a los magos jóvenes a controlar sus poderes y para fomentar una comunidad de aprendizaje, magia y paz, además de para crear una fuerza con la que defender nuestro mundo. » Todos conocéis la historia del Enemigo de la Muerte. Muchos perdisteis a seres queridos en la Gran Batalla o en la Masacre Fría. También todos conocéis la existencia del Tratado: el acuerdo entre la Asamblea y Constantine Madden que establece que si no lo atacamos a él o a sus fuerzas, él no nos atacará a nosotros. » Muchos de vosotros —añadió el Maestro Rufus, y volvió a barrer la sala con la mirada—, también opináis que el Tratado es un error. Se levantaron murmullos entre el público. Tamara miró a los miembros de la Asamblea con expresión ansiosa, y Call se dio cuenta de repente de que dos de los miembros de la Asamblea eran los padres de Tamara. Los había visto antes, durante la P rueba de Hierro. En ese momento se hallaban sentados, tiesos como palos, con el rostro como de piedra, observando a Rufus. Call notó cómo olas de desaprobación manaban de sus cuerpos. —El Tratado significa que debemos confiar en el Enemigo de la Muerte; confiar en que no nos atacará, en que no empleará este tiempo alejado de la batalla para aumentar sus fuerzas. P ero no se puede confiar en el Enemigo. Hubo otra oleada de murmullos entre los miembros de la Asamblea. La madre de Tamara tenía la mano sobre el brazo de su esposo reteniéndolo; éste quería ponerse en pie. Tamara estaba como paralizada. El Maestro Rufus alzó la voz. —No podemos confiar en el Enemigo. Y lo digo como alguien que conoció a Constantine Madden cuando era alumno del Magisterium. Nos hemos negado a ver el aumento de ataques por parte de los seres elementales; uno anoche, a sólo unos metros de las propias puertas del Magisterium; y nos hemos negado a ver los ataques
a nuestras líneas de suministros y nuestras casas de acogida. Nos hemos negado a ver todo eso no porque creamos en las promesas de Constantine Madden, sino porque el Enemigo es un makaris, uno de los pocos de nosotros que han nacido para controlar la magia del vacío. En el campo de batalla, sus caotizados derrotaron al único makaris de nuestro tiempo. Siempre hemos sabido que, sin un makaris, éramos vulnerables al Enemigo, y desde la muerte de Verity Torres, hemos estado esperando el nacimiento de otro. Un montón de alumnos estaban sentados en el borde de los bancos escuchando con interés. Era evidente que, aunque algunos de ellos habían oído lo que había ocurrido la noche anterior fuera de las puertas, o lo sabían porque habían estado allí, muchos de ellos sólo comenzaban a suponer lo que iba a decirles Rufus. Call vio a un grupo de alumnos del Curso de P lata inclinarse hacia Alex; uno de ellos le tiró de la manga mientras le preguntaba en silencio: « ¿ Sabes de qué va esto? » . Él negó con la cabeza. Mientras tanto, los miembros de la Asamblea no paraban de hablar entre ellos. El padre de Tamara volvía a estar sentado, pero su expresión era tormentosa. —Me alegro de anunciar —prosiguió Rufus— que hemos descubierto la existencia de un makaris, aquí, en el Magisterium. Aaron Stewart, ¿ puedes ponerte en pie, por favor? Aaron se levantó. Iba vestido con su uniforme negro y tenía ojeras de cansancio. Call se preguntó si lo habrían dejado dormir algo. P ensó en lo pequeño que le había parecido Aaron la noche anterior, cuando se lo llevaban de la colina. En ese momento seguía pareciendo pequeño, aunque era uno de los chicos más altos del Curso de Hierro. De entre el público se oyeron varias exclamaciones apagadas y muchos susurros. Después de mirar alrededor, nervioso, Aaron comenzó a sentarse de nuevo, pero el Maestro North negó con la cabeza y le hizo un gesto para indicarle que debía permanecer de pie. Tamara tenía los puños apretados sobre el regazo y pasaba su mirada preocupada del Maestro Rufus a sus padres, callada y con los labios apretados. Call nunca se había alegrado tanto de no ser el centro de atención. Era como si la gente de la sala estuviera devorando a Aaron con los ojos. Sólo Tamara parecía no fijarse en él, quizá preocupada porque su familia daba la impresión de estar a punto de correr hacia el estrado y golpear al Maestro Rufus con una estalactita. Uno de los miembros de la Asamblea bajó desde el banco más alto. Luego guio a Aaron al estrado. Cuando Aaron vio a Tamara y Call, les sonrió un poco y alzó las cejas como para decir: « Esto es una locura» . Call curvó las comisuras de la boca en respuesta. El Maestro Rufus bajó del estrado y fue a sentarse junto al Maestro North, en el asiento que había dejado Aaron. El Maestro North se inclinó hacia él y le susurró
algo. Rufus asintió. De toda la gente de la sala, el Maestro North parecía ser el único al que el discurso de Rufus no le había sorprendido. —La Asamblea de los Magos quiere reconocer formalmente que Aaron Stewart tiene afinidad a la magia del caos. ¡Es nuestro makaris! —El miembro de la Asamblea sonrió, pero Call notó que su sonrisa era forzada. P robablemente se estaba conteniendo lo que fuera que le hubiera querido decir a Rufus; su discurso no parecía haber gustado a ninguno de los miembros. Sin embargo, sus palabas provocaron un aplauso, iniciado por Tamara y Call, que patearon el suelo y silbaron como si estuvieran en un partido de hockey. El aplauso siguió hasta que el miembro de la Asamblea hizo un gesto para silenciarlo. —Ahora —continuó—, es de esperar que todos entendáis la importancia de los makaris. Aaron tiene una responsabilidad hacia el mundo en general. Sólo él puede deshacer el daño que el autodenominado Enemigo de la Muerte ha causado, librar la tierra de la amenaza de los animales caotizados y protegernos de las sombras. Debe asegurarse de que el Tratado se continúe respetando para que reine la paz. —Al decir esto, el miembro de la Asamblea se permitió lanzar una torva mirada en dirección al Maestro Rufus. Aaron tragó saliva ostensiblemente. —Gracias, señor. Haré todo lo que pueda. —P ero ningún camino difícil debe recorrerse a solas —continuó el miembro de la Asamblea mientras miraba al resto de los presentes—. Cuidarte, apoyarte y defenderte será responsabilidad de todos tus compañeros. P uede ser un gran peso ser un makaris, pero él no tendrá que cargarlo solo, ¿ verdad? —El miembro de la Asamblea alzó la voz al pronunciar la última palabra. Los presentes aplaudieron de nuevo, esta vez a sí mismos, como una promesa. Call aplaudió tan fuerte como pudo. El miembro de la Asamblea metió la mano en uno de los bolsillos de su uniforme y sacó una piedra negra, que levantó ante Aaron. —Llevamos guardando esto más de una década, y es un gran honor para mí ser quien te la entregue. La reconocerás como una piedra de afinidad, una que consigues cuando adquieres la Maestría en un elemento. La tuya es de ónix negro, por el vacío. Call se inclinó hacia adelante para ver mejor, y el corazón comenzó a golpearle con fuerza dentro del pecho. P orque allí, en la mano del miembro de la Asamblea, había una piedra que era la gemela de la que había en la muñequera que su padre había enviado al Maestro Rufus. Lo que significaba que esa muñequera había pertenecido a un makaris. Sólo habían nacido dos de ellos durante el tiempo de su padre, sólo había dos posibles makaris a los que esa muñequera podía haber pertenecido: Verity Torres y Constantine Madden. Call dejó de aplaudir. Las manos le cayeron sobre el regazo.
CAPÍTULO DIECINUEVE Después
de la ceremonia, a Aaron se lo llevaron rápidamente los miembros de la Asamblea. El Maestro Rufus tomó la palabra de nuevo para anunciar que ése iba a ser un día sin clases. Todos parecieron más excitados por eso que por que Aaron fuera un makaris. Los alumnos se diseminaron rápidamente, la mayoría directos hacia la Galería, y dejaron a Call y a Tamara caminando solos hacia sus habitaciones a través de las retorcidas cavernas iluminadas por brillantes cristales. Casi todo el camino Tarama fue charlando nerviosa, aliviada de que sus padres no se hubieran enfrentado al Maestro Rufus, y sin notar que Call sólo le respondía con gruñidos y sonidos sin significado. Tamara estaba convencida de que iba a ser fantástico para los tres que Aaron fuera el makaris. Decía que no debían preocuparse de la política, que debían pensar en que iban a tener un tratamiento especial y les iban a encargar las mejores misiones. Estaba contándole a Call que algún día iba a poder andar sobre el fuego de un volcán cuando, de repente, se interrumpió y puso los brazos en jarras. —¿ P or qué estás siendo tan muermo? —preguntó. Call se sintió herido.
—¿ Muermo? —Cualquiera creería que no te alegras por Aaron. No tendrás celos, ¿ verdad? Se equivocaba tanto que por un minuto Call no pudo hacer más que farfullar. —Sí, claro, quiero que todos estén allí mirándome fijamente como… como… —¿ Tamara? Jasper estaba esperando en su puerta. Tenía muy mal aspecto. Tamara se recompuso. A Call siempre lo impresionaba la manera en que Tamara conseguía parecer como de dos metros, cuando en realidad era más baja que él. —¿ Qué quieres, Jasper? P arecía molesta de que la hubieran interrumpido mientras interrogaba a Call. P or primera vez, éste pensó que Jasper podía servir de algo. —¿ P uedo hablar contigo un momento? —preguntó. P arecía tan triste que Call sintió pena por él—. Tengo un montón de clases extras y… me iría bien tu ayuda. —¿ La mía no? —preguntó Call, pensando en aquella noche en la Biblioteca. Jasper no le hizo caso. —P or favor, Tamara. Sé que he sido un estúpido, pero quiero que volvamos a ser amigos. —No has sido un estúpido conmigo —contestó ella—. Discúlpate con Call y me lo pensaré. —P erdona —dijo Jasper bajando la mirada. —Vale —repuso Call. No era una auténtica disculpa, y Tamara ni siquiera sabía de la vez que Jasper había echado a Call de la Biblioteca a gritos, así que no pensó que tuviera que aceptarla. P ero supuso que si Tamara se iba con Jasper, eso podría dejarle un rato para ocuparse del lobo. Un rato que necesitaba desesperadamente—. Deberías ayudarlo, Tamara. Necesita mucha y mucha y mucha ayuda. —Miró a Jasper a los ojos. Tamara suspiró. —De acuerdo, vale, Jasper. P ero tendrás que portarte bien con mis amigos, no sólo conmigo. Nada de comentarios sarcásticos. —P ero ¿ y él qué? —protestó Jasper—. Se pasa el rato haciendo comentarios sarcásticos. Tamara los miró a los dos y suspiró. —¿ Qué tal si los dos dejáis de hacer comentarios sarcásticos? —¡Nunca! —respondió Call. Tamara puso los ojos en blanco y siguió a Jasper por el pasillo, después de prometer a Call que lo vería en la cena. Eso dejó a Call solo en la habitación con un revoltoso lobezno caotizado. Cogió al lobo y se lo volvió a meter bajo el abrigo, a pesar de unos cuantos gañidos de protesta. Luego se dirigió a la P uerta de la Misión tan deprisa como se lo permitía la pierna. Temía que la puerta exterior de la cueva estuviera cerrada, pero resultó que era
fácil abrirla por dentro. La puerta de la verja de metal estaba cerrada, pero Call no necesitaba ir tan lejos. Esperando que nadie lo viera, Call se sacó al lobo de debajo del abrigo. Éste se puso a corretear, mirando nervioso el metal y olfateando el aire antes de orinar, por fin, sobre unas hierbas heladas. Call lo dejó suelto un ratito antes de volvérselo a meter bajo el abrigo. —Vamos —dijo al cachorro—. Tenemos que regresar antes de que alguien te vea. Y antes de que alguien tire los restos del desayuno. Volvió por los pasillos, encorvándose cada vez que se cruzaba con otros aprendices, para que no notaran que algo se le movía bajo el abrigo. Llegó justo a sus habitaciones antes de que el lobo saltara fuera. Luego, el cachorro tumbó el cubo de la basura y se comió los restos del desayuno de Tamara, sintiéndose como en casa. Finalmente, Call consiguió acorralarlo hasta meterlo en su dormitorio. Le llevó un cuenco con agua, dos huevos crudos y una salchicha fría que había quedado en la encimera. El lobo se lo tragó todo, hasta la cáscara de los huevos. Luego jugaron a tirar de una de las mantas de la cama. Justo cuando Call soltaba la manta y el lobo volvía a saltar, se oyó la puerta exterior. Alguien entró en la sala común. Call se detuvo y trató de averiguar si Tamara se había dado cuenta de nuevo de que Jasper era un idiota y había regresado antes o si era Aaron, que había vuelto. En ese silencio, oyó claramente que tiraban algo contra una pared. El lobo saltó de la cama y se metió debajo, gañendo bajito. Call se acercó a la puerta. La abrió y vio a Aaron sentado en el sofá, sacándose una de las botas. La otra estaba en el otro lado de la habitación. Había una mancha de suciedad en la pared, donde la bota había impactado. —Estoo… ¿ estás bien? —preguntó Call. Aaron pareció sorprendido de verlo. —Creía que no estabais ninguno de los dos. Call carraspeó para aclararse la garganta. Se notaba raramente incómodo. Se preguntó si Aaron se quedaría con ellos, ahora que era el makaris, o si lo llevarían a alguna elegante habitación de « el héroe que tiene que salvar al mundo» . —Bueno, Tamara se ha ido con Jasper a alguna parte. Supongo que vuelven a ser amigos. —Vale —repuso Aaron sin interés. Era algo de lo que normalmente habría querido hablar. Había otras cosas de las que Call también quería hablar con Aaron, como del lobo, del extraño comportamiento de los padres de Tamara y de la piedra negra en la muñequera de Aaron y de lo que eso significaba en relación con la piedra negra en la muñequera que el padre de Call le había enviado a Rufus, pero no estaba seguro de cómo empezar. O de si debía empezar. —Bueno… —dijo—, debes de estar muy animado con todo ese… asunto de la magia del caos.
—Claro —replicó Aaron—. Estoy encantado. Call reconocía el sarcasmo cuando lo oía. P or un instante, no creyó que eso lo hubiera dicho Aaron. P ero ahí estaba él, mirando su bota, con los dientes apretados. Sin duda estaba enfadado. —¿ Quieres que te deje solo para que puedas tirar la otra bota? —preguntó Call. Aaron respiró hondo. —P erdona —dijo, y se frotó el rostro con una mano—. Es que no sé si quiero ser un makaris. Call se quedó tan sorprendido que, por un instante, no se le ocurrió nada que decir. —¿ P or qué no? —soltó finalmente. Aaron era perfecto para ese papel. Era exactamente como todos pensaban que debía ser un héroe: agradable, valiente y le iba el hacer cosas de héroe, como correr directo hacia una manada de lobos caotizados en vez de huir como cualquier persona normal y cuerda. —No lo entiendes —repuso Aaron—. Todo el mundo actúa como si fuera una gran noticia, pero no lo es para mí. La última makaris murió a los quince años, y, de acuerdo, consiguió detener la guerra y que hubiera el Tratado, pero aun así murió. Y murió de una forma horrible. Lo que cuadraba con todo lo que el padre de Call había dicho sobre los magos. —No vas a morir —le dijo Call con firmeza—. Verity Torres murió en una batalla, una enorme batalla. Tú estás en el Magisterium. Los Maestros no te dejarán morir. —Eso no lo sabes —replicó Aaron. « P or eso murió tu madre. P or la magia» , le dijo la voz de su padre en la cabeza. —De acuerdo, muy bien. Entonces deberías escaparte —le sugirió Call de repente. Aaron volvió la cabeza de golpe. Eso había conseguido captar su atención. —¡No voy a escaparme! —Bueno, pues podrías —repuso Call. —No, no podría. —Los ojos verdes de Aaron ardían; parecía realmente enfadado —. No tengo adónde ir. —¿ Qué quieres decir? —preguntó Call, pero en el fondo lo sabía, o lo suponía: Aaron nunca hablaba de su familia, nunca decía nada sobre su vida en casa… —¿ Es que no te enteras de nada? —preguntó Aaron, molesto—. ¿ No te has preguntado dónde estaban mis padres durante la P rueba? No tengo. Mi madre está muerta, mi padre se largó. No tengo ni idea de dónde está. No lo he visto desde que tenía dos años. Vengo de una casa de acogida. De más de una. Se aburren de mantenerme, o los cheques del gobierno no son suficientes, y me envían a la siguiente casa. En la última donde estuve, conocí a una niña que me habló del Magisterium. Era alguien con quien podía hablar. Al menos, tú siempre has tenido a
tu padre. Estar en el Magisterium es lo mejor que me ha pasado nunca. No quiero marcharme. —Lo siento —masculló Call—. No lo sabía. —Después de que me hablara del Magisterium, venir aquí se convirtió en mi sueño —explicó Aaron—. Mi única oportunidad. Sabía que tendría que pagar al Magisterium por todo lo bueno que me ha dado —añadió en voz más baja—. P ero no pensaba que tuviera que ser tan pronto. —No digas algo tan horrible —replicó Call—. No le debes a nadie toda tu vida. —Claro que sí —insistió Aaron, y Call supo que nunca sería capaz de convencerlo de que eso no era cierto. P ensó en Aaron en el estrado, con todos aplaudiendo, oyendo que él era su única esperanza. Siendo tan bueno como era Aaron, de ninguna manera le cargaría esa responsabilidad a otro, incluso si pudiera. Eso era lo que lo convertía en un héroe. Lo tenían justo donde querían tenerlo. Y como Call era su amigo, tanto si Aaron quería como si no, iba a asegurarse de que no le hicieran hacer ninguna estupidez. —Y no soy sólo yo —continuó Aaron, cansado—. Soy un mago del caos. Necesito un contrapeso. Un contrapeso humano. ¿ Quién se va a presentar voluntario para eso? —Es un honor —apuntó Call— ser el contrapeso de un makaris. —Eso lo sabía. Era parte de lo que Tamara había estado parloteando con tanta excitación. —El último contrapeso humano murió cuando la makaris cayó en la batalla — explicó Aaron—. Y todos sabemos lo que pasó antes de eso. Así fue como el Enemigo de la Muerte mató a su hermano. No puedo imaginar que la gente haga cola para eso. —Yo lo haré —dijo Call. Aaron se calló de repente, y todo tipo de expresiones le cruzaron el rostro. Al principio parecía incrédulo, como si sospechara que Call lo decía como una broma o por llevarle la contraria. Luego se dio cuenta de que Call iba en serio, y pareció horrorizado. —¡No puedes! —exclamó Aaron—. ¿ No has oído nada de lo que te he dicho? P odrías morir. —Bueno, pues no me mates —soltó Call—. ¿ Y si nos planteamos como objetivo no morir? Los dos. Juntos. No morir. Aaron no dijo nada durante un buen rato, y Call se preguntó si estaba tratando de pensar una manera de decirle a Call que le agradecía la oferta pero que había pensado en alguien mejor. Era un honor, como había dicho Tamara. Aaron no tenía por qué aceptarlo. Call no era nada especial. —De acuerdo —asintió Aaron finalmente—. Si aún quieres. Cuando sea el momento, me refiero.
Antes de que Call pudiera decir nada, la puerta se abrió de golpe y entró Tamara. El rostro se le iluminó al ver a Aaron. Corrió hacia él y le dio tal abrazo que casi lo hizo caer del sofá. —¿ Has visto la cara de Rufus? —preguntó—. ¡Está tan orgulloso de ti…! Y toda la Asamblea se presentó, incluso mis padres. Todos vitoreando. ¡P or ti! Eso ha sido increíble. —Ha sido bastante increíble, sí —repuso Aaron, que finalmente comenzaba a sonreír. Ella le pegó con un cojín. —Y que no se te vaya a subir a la cabeza —le advirtió. Call se encontró con la mirada de Aaron por encima del cojín, y se sonrieron. —No hay posibilidad de eso por aquí —respondió. En ese momento, desde el dormitorio de Call, el lobezno caotizado comenzó a ladrar.
CAPÍTULO VEINTE T amara pegó un bote y miró por la habitación como si se esperara que algo le saltara encima desde las sombras. Aaron puso cara de recelo, pero siguió sentado. —Call —dijo—. ¿ Eso viene de tu dormitorio? —Bueno… quizá —contestó Call, intentando desesperadamente pensar alguna explicación—. Debe de ser mi… tono de alarma. Tamara frunció el ceño. —Los móviles no funcionan aquí abajo, Callum. Y dijiste que no tenías. Aaron enarcó mucho las cejas. —¿ Tienes un perro ahí dentro? Algo se estrelló contra el suelo y el ladrido aumentó, junto con el ruido de uñas rascando la piedra. —¿ Qué está pasando? —quiso saber Tamara. Fue hasta la puerta de Call y la abrió de golpe. Y lanzó un grito mientras se pegaba a la pared. Sin inmutarse, el cachorro saltó ante ella y pasó a la sala común. —¿ Es un…? —Aaron se puso en pie, e inconscientemente se llevó la mano a la muñequera, la que tenía la piedra negra engastada.
Call pensó en la oscuridad envolviendo a los lobos la noche anterior, llevándoselos a la nada. Corrió todo lo que pudo para proteger al cachorro con su cuerpo, extendiendo los brazos. —P uedo explicarlo —dijo desesperado—. ¡No es malo! ¡Sólo es como un perro corriente! —¡Esa cosa es un monstruo! —exclamó Tamara, y cogió uno de los cuchillos que había en la mesa—. Call, no te atrevas a decirme que lo has traído aquí a propósito. —Estaba perdido… y gemía en medio del frío —explicó Call. —¡Bien! —gritó Tamara—. ¡Dios, Call, es que no piensas, tú nunca piensas! Esas cosas son malas… ¡matan a la gente! —No es malo —insistió Call, y se puso de rodillas para coger al cachorro por el cuello—. Cálmate, chico —dijo con toda la firmeza que pudo, mientras se inclinaba para mirar al lobo a la cara—. Son nuestros amigos. El cachorro dejó de ladrar mientras miraba a Call con ojos calidoscópicos. Luego le lamió la cara. Call se volvió hacia Tamara. —¿ Lo ves? No es malo. Sólo está nervioso de haber estado encerrado en mi cuarto. —Apártate. —Tamara blandió el cuchillo. —Tamara, espera —dijo Aaron mientras se acercaba—. Admítelo, es raro que no ataque a Call. —Sólo es un bebé —insistió Call—. Y está asustado. Tamara resopló. Call cogió al lobezno y lo puso patas arriba, acunándolo como a un bebé. El animal quiso soltarse. —Mira. Mírale los grandes ojos. —P odrían echarte de la escuela por eso —dijo Tamara—. Nos podrían echar a todos. —No a Aaron —repuso Call, y éste hizo una mueca de contrariedad. —Call —dijo—. No puedes quedártelo. No puedes. Call cogió al lobo con más fuerza. —Bueno, pues voy a hacerlo. —No puedes —repitió Tamara—. Incluso si dejamos que viva, tenemos que llevarlo fuera del Magisterium y soltarlo. No puede estar aquí. —Entonces, más valdrá que lo mates —replicó Call—. P orque ahí fuera no sobrevivirá. Y no voy a dejar que te lo lleves. —Tragó saliva—. Así que si quieres echarlo, delátame. Venga, hazlo. Aaron respiró hondo.
—Vale, ¿ y cómo se llama? —Estrago —respondió Call al instante. Tamara bajó la mano lentamente. —¿Estrago? Call notó que se sonrojaba. —Es de una obra de teatro que le gustaba a mi padre. « Grita “ estrago” y suelta a los perros de la guerra» . Definitivamente…, no sé, es uno de los perros de la guerra. Estrago aprovechó la oportunidad para eructar. Tamara suspiró y algo en su rostro se suavizó. Tendió la otra mano, la que no tenía el cuchillo, y acarició al cachorro. —¿ Y… qué come? Resultó que Aaron tenía un trozo de beicon en el fondo de la alacena, y estaba dispuesto a entregarlo para alimentar a Estrago. Y Tamara, después de que le babeara encima y viera al lobezno caotizado ponerse patas para arriba para que le rascara la barriga, anunció que debían llenarse los bolsillos con cualquier cosa vagamente carnosa que pudieran sacar del comedor, incluidos los peces sin ojos. —P ero tenemos que hablar de la muñequera —dijo mientras le lanzaba una bola de papel arrugado a Estrago para que jugara. Éste cogió el papel de debajo de la mesa y comenzó a hacerlo trizas con su dientecitos—. La que el padre de Call le envió. Call asintió. En todo el jaleo con Aaron y Estrago había conseguido medio olvidarse de lo que significaba la piedra de ónice. —No puede haber sido de Verity Torres, ¿ verdad? —preguntó. —Tenía quince años al morir —respondió Tamara, negando con la cabeza—. P ero dejó la escuela el año antes, así que su muñequera debía de ser del Curso de Bronce, no del de P lata. —P ero si no es suya… —intervino Aaron, tragando saliva, incapaz de pronunciar las palabras. —Entonces es la de Constantine Madden —concluyó Tamara con su vena práctica—. Tendría sentido. Call sintió frío y calor por todo el cuerpo al mismo tiempo. Eso era exactamente lo que él había estado pensando, pero al oírselo decir a Tamara en voz alta, le costaba creerlo. —¿ P or qué iba a tener mi padre la muñequera del Enemigo de la Muerte? ¿ Cómo iba a tenerla? —¿ Qué edad tiene tu padre? —Treinta y cinco —contestó Call, y se preguntó qué tendría que ver eso. —Básicamente la misma edad que Constantine Madden. Debieron de estar juntos en la escuela. Y el Enemigo podría haberse dejado la muñequera cuando se escapó
del Magisterium. —Tamara se puso en pie y comenzó a caminar de un lado al otro—. Rechazaba todo lo que fuera la escuela. Nunca habría querido quedarse la muñequera. Quizá tu padre la cogiera, o la encontrara en alguna parte. Tal vez hasta… se conocieran. —De ninguna manera. Me lo habría dicho —replicó Call, pero incluso mientras lo decía sabía que no era cierto. Alastair nunca le había hablado del Magisterium excepto muy vagamente para describirle lo siniestro que era. —Rufus dijo que él conocía al Enemigo. Y ese brazalete era un mensaje para él — reflexionó Aaron—. Tiene que significar algo para tu padre y para Rufus. Tendría más sentido si ambos lo conocieran. —P ero ¿ cuál sería el mensaje? —preguntó Call. —Bueno, era sobre ti —contestó Tamara—. « Ata su magia» , ¿ no? —¡P ara que me enviaran a casa! ¡P ara que estuviera a salvo! —Quizá —replicó Tamara—. O tal vez fuera para mantener a otra gente a salvo de ti. A Call el corazón le dio un vuelco dentro del pecho. —¡Tamara! —exclamó Aaron—. Será mejor que expliques lo que quieres decir. —Lo siento, Call —dijo ella, y realmente parecía sentirlo—. P ero el Enemigo inventó a los caotizados aquí, en el Magisterium. Y nunca he oído hablar de ningún animal caotizado siendo amistoso con nada ni nadie excepto otros caotizados. — Aaron fue a protestar, pero Tamara levantó la mano para que no dijera nada—. ¿ Recuerdas lo que dijo Celia la primera noche en el autocar? ¿ Sobre un rumor de que algunos de los caotizados tienen los ojos normales? Y si alguien nace caotizado, entonces quizá ese ser no esté en blanco por dentro. Quizá parezca normal, como Estrago. —¡Call no es ningún caotizado! —gritó Aaron—. Esas cosas que Celia decía, sobre las criaturas caotizadas que parecen normales…, no hay ninguna prueba de que sea cierto. Y además, si Call fuera un caotizado, él lo sabría. O yo lo sabría. Soy uno de los makaris, así que lo sabría, ¿ vale? No lo es. No. Estrago saltó sobre Call, al parecer notando que algo iba mal. Gimió un poco, con sus ojos dando vueltas como molinillos. Las palabras de Alastair le resonaron a Call en la cabeza. « Call, escúchame. Tú no sabes lo que eres» . —Vale, entonces, ¿ qué soy? —preguntó, mientras se inclinaba sobre el lobo y apoyaba el rostro en su suave pelaje. P ero en el rostro de sus amigos pudo leer que tampoco lo sabían.
Mientras pasaban las semanas, no obtuvieron ninguna respuesta, pero a Call le resultó fácil sacarse esa pregunta de la cabeza para concentrarse en sus estudios. Como Aaron no sólo se entrenaba para ser mago, sino también para ser un makaris, el Maestro Rufus tenía que dividir su tiempo. Aunque solían entrenarse juntos, Call y Tamara a menudo se quedaban solos. Entonces investigaban magia en la Biblioteca; buscaban historias de la Segunda Guerra de los Magos y miraban los dibujos de las batallas o las fotografías de la gente que había participado; perseguían a los diferentes seres elementales que poblaban el Magisterium, para practicar, y finalmente aprendieron a manejar los botes por las cavernas. A veces, el Maestro Rufus necesitaba llevar a Aaron a alguna parte o hacer algo que duraba todo el día, y Call y Tamara tenían que ir con otro Maestro. El entusiasmo de que Aaron era un makaris se vio un poco empañado por la noticia de que al Maestro Lemuel lo obligaban a dejar el Magisterium. La Asamblea había escuchado las acusaciones de Drew, y había decidido que el Maestro Lemuel no podía seguir teniendo alumnos a su cargo, a pesar de que él negara esas acusaciones rotundamente y que Rafe hablara a su favor. Sus aprendices se repartieron entre los otros Maestros, con lo que Drew se quedó con la Maestra Milagros, Rafe con el Maestro Rockmaple y Laurel con el Maestro Tanaka. Drew salió de la enfermería una semana después de que se conociera la noticia sobre el Maestro Lemuel. Durante la cena, Drew fue por las mesas disculpándose con todos los aprendices. Lo hizo varias veces con Aaron, Tamara y Call. Éste pensó en preguntarle qué había tratado de decirle en el pasillo aquella noche, pero Drew casi nunca estaba solo, y Call no sabía muy bien cómo preguntárselo. « ¿ Tengo algo malo? » « ¿ Soy peligroso de algún modo? » « ¿ Cómo puedes saber lo que yo no sé? » A veces, Call se sentía lo suficientemente desesperado como para querer escribir a su padre y preguntarle por la muñequera. P ero entonces tendría que confesar que había ocultado a Rufus la carta de Alastair, y además, no había sabido nada de su padre excepto porque había recibido otro paquete de caramelos y un nuevo abrigo de lana, que le llegó en Navidad. Con él había una tarjeta firmada: « Con cariño, papá» . Nada más. Con un vacío en el estómago, Call metió la tarjeta en su cajón con las otras cartas. P or suerte, Call tenía algo más que le ocupaba un montón de tiempo: Estrago.
Alimentar a un lobezno caotizado en pleno crecimiento y mantenerlo oculto requería una dedicación casi absoluta y un montón de ayuda de Tamara y Aaron. También requería aguantar a Jasper diciéndole a Call que olía como una salchicha, día tras día, cuando sacaba disimuladamente comida del comedor en el bolsillo. Además, también estaba el asunto de colarse por la P uerta de la Misión para ir de paseo regularmente. P ero cuando el invierno dejó paso a la primavera, resultó evidente para Call que Aaron y Tamara habían acabado considerando a Estrago también como su propio perro, y a menudo volvía de la Galería y se encontraba a Tamara hecha un ovillo en el sofá, leyendo, con el lobo tumbado a sus pies sobre una manta.
CAPÍTULO VEINTIUNO Finalmente, el tiempo fue lo bastante cálido como para que comenzaran a dar clases en el exterior casi todos los días. Una brillante tarde, a Call y a Tamara los enviaron al linde del bosque para estudiar con la clase de la Maestra Milagros mientras Rufus le daba unas clases especiales a Aaron. No se alejaron mucho de las puertas del Magisterium, pero la vegetación había crecido tanto que ocultaba la entrada de la cueva. El aire era cálido y olía al romero, la valeriana y la belladona que crecían cerca, y rápidamente se fue formando en el suelo una pila de chaquetas y abrigos mientras los aprendices corrían al sol, jugaban a crear bolas de fuego y empleaban el aire para controlar el movimiento de éstas. Call y Tamara trabajaron juntos entusiasmados. Era divertido concentrarse en alzar un orbe llameante y luego írselo pasando de mano en mano. Call se esforzó en acercárselo tanto que casi le tocara la palma, pero sin llegar a hacerlo. Gwenda se había quemado una vez y había aprendido a ser muy cuidadosa; su bola de fuego flotaba más que moverse. Aunque Call y Tamara habían llegado tarde, el ejercicio se parecía lo suficiente a los que el Maestro Rufus les había hecho hacer, sobre todo el ejercicio de la arena, que aún tenían grabado en la mente, como para que le cogieran el
tranquillo enseguida. —Muy bien —dijo la Maestra Milagros mientras se paseaba entre ellos. Se había sacado los zapatos y se había quitado la camisa del uniforme negro, mostrando una camiseta con un arcoíris en la parte delantera—. Ahora quiero que creéis dos bolas. Dividid vuestra atención. Call y Tamara asintieron. Dividir la atención les salía de forma natural, pero a algunos de los otros les costaba. Celia lo consiguió, igual que Gwenda, pero uno de los orbes de Jasper estalló y le chamuscó el cabello. Call se rio por lo bajo, lo que le valió una mirada enfadada. Sin embargo, pronto todos estuvieron lanzando dos y luego tres bolas de fuego al aire, no exactamente como malabaristas, sino como algo que podía aproximarse a una versión en cámara lenta de sus habilidades. P asados unos minutos, la Maestra Milagros los hizo parar de nuevo. —P or favor, elegid un compañero —les indicó—. El que se quede sin compañero practicará conmigo. Vamos a tirar la bola a nuestro compañero y a coger la que nuestro compañero nos tira. Así que apagad todas las bolas que tenéis menos una. ¿ Listos? Celia tocó a Call en la manga con timidez. —¿ P racticas conmigo? —le preguntó. Tamara suspiró y fue a practicar con Gwenda, lo que dejó a Jasper con la Maestra Milagros, ya que Drew se quejó de que le dolía el cuello y se había quedado en su habitación. El fuego volaba de aquí para allá, abrasando el tranquilo aire primaveral. » ¡Eres muy bueno haciendo esto! —exclamó Celia, sonriendo de oreja a oreja, cuando Call hizo que la bola de fuego dibujara un giro completo en el aire antes de dejársela justo sobre las manos. Celia era la clase de persona amable que hacía cumplidos con facilidad, pero de todas formas era agradable oírlos, incluso si Tamara ponía los ojos en blanco detrás de ella. —¡Muy bien! —La Maestra Milagros dio una palmada para reclamar la atención de sus alumnos. P arecía un poco decepcionada; tenía una quemadura en la manga, donde Jasper debía de haberle lanzado una bola de fuego demasiado cerca—. Ahora que todos estáis empleando el fuego y el aire juntos, vamos a añadir algo un poco más difícil. Venid por aquí. La Maestra Milagros los llevó por la colina hasta un arroyo que burbujeaba sobre las rocas. Cuatro gruesos troncos de roble cabeceaban en el agua; era evidente que la magia los retenía en el lugar, ya que la corriente fluía a su alrededor. La Maestra señaló los troncos. —Os subiréis a uno de ésos —indicó—. Quiero que empleéis el agua y la tierra para equilibraros encima, mientras tenéis, como mínimo, tres bolas de fuego en el aire. Se oyó un murmullo de protesta, y la Maestra Milagros sonrió.
—Estoy segura de que podéis hacerlo —dijo, mientras indicaba a los alumnos que se dirigieran hacia los troncos. Cuando Call se dispuso a avanzar, le puso la mano en el hombro—. Lo siento, Call, pero creo que será mejor que te quedes aquí. Con tu pierna, no me parece seguro que hagas este ejercicio —le comentó en voz baja —. He estado pensando una versión que te podría ir mejor. Déjame empezar con los otros y te lo explico. Jasper, al pasar por su lado para entrar en el arroyo, lo miró por encima del hombro y puso una sonrisita de superioridad. Call sintió una furia intensa bullirle en el estómago. De repente, volvía a estar en el gimnasio de su escuela, sentado en las gradas mientras todos los demás subían por cuerdas, o botaban pelotas de baloncesto, o saltaban en las colchonetas. —P uedo hacerlo —le dijo a la Maestra Milagros. Se acercó al borde del arroyo y los pies descalzos se le hundieron en el barro. Sonrió. —Lo sé, Call, pero este ejercicio va a resultar muy difícil para todos los aprendices y aún más para ti. Creo que es más de lo que puedes abarcar ahora. Call observó a los otros aprendices vadear o levitar torpemente hacia los troncos, y luego bambolearse cuando la Maestra Milagros los soltó del lazo mágico que los mantenía de pie. Call vio el esfuerzo en los rostros de sus compañeros mientras trataban de mantener el tronco contra corriente, seguir en pie y alzar una bola de fuego. Celia se cayó casi al instante, se hundió en el agua y quedó empapada, aunque sin dejar de reír todo el rato. Era un día caluroso, y Call estaba seguro de que chapotear en el agua era muy agradable. Sorprendentemente, a Jasper pareció dársele bien ese ejercicio. Consiguió equilibrarse en el tronco y mantenerse en pie mientras conjuraba su primera bola de fuego. Se la pasó de mano en mano mientras sonreía con aires de superioridad mirando a Call. Éste recordó lo que Jasper le había dicho en el comedor: « Si aprendieras a levitar, quizá no retrasarías tanto a tus compañeros de equipo, cojeando tras ellos» . Call era mejor mago que Jasper, lo sabía, y no podía soportar que Jasper creyera que era al revés. Riendo, Celia se volvió a subir al tronco, pero tenía los pies mojados y resbaló casi al instante. Cayó al agua, y Call, llevado por un impulso que no pudo controlar, corrió hacia adelante y saltó sobre el tronco vacío. Después de todo, había ido en monopatín antes; mal, tenía que reconocerlo, pero lo había hecho, y también podía hacer esto. —¡Call! —gritó la Maestra Milagros, pero él ya estaba en mitad del arroyo. Era más difícil de lo que le había parecido desde la orilla. El tronco rodaba bajo sus pies, y tuvo que extender las manos, apoyándose en la magia de la tierra, para mantener el equilibrio.
Celia apareció ante él y sacudió hacia atrás el cabello mojado. Al ver a Call, ahogó un grito. Éste se sobresaltó tanto que su magia lo abandonó. El tronco rodó hacia adelante, Celia fue rápidamente hacia la orilla lanzando un gritito, y la pierna mala de Call cedió bajo su cuerpo. Se fue hacia adelante y acabó en el agua. El arroyo era negro, helado y más profundo de lo que se había imaginado. Call se dio la vuelta y trató de nadar hacia la superficie, pero se le había enganchado el pie entre dos piedras. P ateó desesperadamente, pero su pierna mala no tenía la fuerza suficiente para liberar a la buena. Sintió un dolor en el costado mientras trataba de soltarse, y gritó; burbujas silenciosas salieron de sus labios. De repente, una mano lo cogió por el brazo y tiró de él. Notó un dolor aún más fuerte cuando el pie se le soltó del fondo, y luego ya estaba en la superficie, tratando de tragar aire. Quién fuera que lo había agarrado lo arrastraba chapoteando hacia la orilla, y Call oyó a los otros aprendices gritando y llamándolo mientras lo sacaban del agua, mientras tosía y escupía agua. Miró hacia arriba y vio unos furiosos ojos castaños y una mata de pelo negro goteando. —¿ Jasper? —dijo Call, incrédulo, luego tosió de nuevo y le subió un montón de agua a la boca. Estaba a punto de ponerse de lado para escupirla cuando apareció Tamara, que se puso de rodillas a su lado. —¿ Call? ¿ Call, estás bien? Call se tragó el agua, esperando que no contuviera renacuajos. —Estoy bien —graznó. —¿ P or qué has tenido que hacerte el chulo así? —le preguntó Tamara, enfadada —. ¿ P or qué los chicos siempre sois tan tontos? ¡Después de que la Maestra Milagros te haya dicho claramente que lo no hicieras! De no ser por Jasper… —Sería comida para peces —completó éste mientras se escurría una punta del uniforme. —Bueno, yo no diría eso —repuso la Maestra Milagros—. P ero, Call, eso ha sido muy muy tonto por tu parte. Call se miró. Una de las perneras del pantalón estaba rasgada, le faltaba el zapato y le corría sangre por el tobillo. Al menos era su pierna buena, pensó, así que nadie podría ver el amasijo retorcido que era la otra. —Lo sé —dijo. La Maestra Milagros suspiró. —¿ P uedes levantarte? Call intentó ponerse en pie. Al instante, Tamara se puso a su lado y le ofreció el brazo para que se apoyara. Él la miró, se incorporó, y gritó cuando el dolor lo atravesó hasta la cintura. Era como si alguien le hubiera clavado un cuchillo en la pierna derecha: un dolor ardiente que le revolvió el estómago.
La Maestra Milagros se agachó y le puso los fríos dedos en el tobillo. —No está roto, pero tienes un mal esguince —dijo pasado un momento. Suspiró de nuevo—. Se suspende la clase por esta tarde. Call, vamos a la enfermería.
La enfermería resultó ser una sala grande y de techo alto totalmente desprovista de estalagmitas, estalactitas o de cualquier cosa que bullera, goteara o humeara. Había largas filas de camas cubiertas con sábanas blancas, preparadas como si los Maestros esperaran que un gran número de heridos pudiera llegar en cualquier instante. En ese momento, no había nadie más que Call. La maga encargada era una mujer alta y pelirroja que llevaba una serpiente sobre los hombros. El dibujo de la serpiente cambiaba al moverse, pasando de moteado como un leopardo, a las rayas de un tigre o a un dibujo de puntos rosa. —Dejadlo aquí —dijo la mujer, señalando con gesto ampuloso cuando los aprendices entraron con Call tendido en una camilla hecha de ramas que había creado la Maestra Milagros. Si la pierna no le hubiera dolido tanto, a Call le habría interesado observar cómo la Maestra había empleado la magia de la tierra para unir las ramas y atarlas con largas raíces flexibles. La Maestra Milagros supervisó a los aprendices mientras dejaban a Call en una cama. —Gracias, alumnos —dijo, mientras Tamara se mostraba inquieta—. Ahora, vayámonos y dejemos a la Maestra Amaranth que haga su trabajo. Call se alzó sobre los codos, sin hacer caso del dolor que le subía por la pierna. —Tamara… —¿ Qué? —Tamara se volvió, con sus oscuros ojos muy abiertos. Todos los miraban. Call intentó comunicarse con ella con la mirada: « Cuida de Estrago. Asegúrate de que tiene suficiente comida» . —Se está poniendo bizco —dijo Tamara con preocupación a la Maestra Amaranth —. Debe de ser por el dolor. ¿ No puede hacer algo? —No mientras sigáis todos aquí. ¡Fuera! —Amaranth agitó una mano y todos se apresuraron a salir con la Maestra Milagros. Tamara se detuvo en la puerta y le lanzó a Call otra mirada de preocupación. Call se dejó caer sobre la cama, pensando en Estrago, mientras la Maestra Amaranth le cortaba la pernera del uniforme; un morado púrpura le comenzaba a cubrir toda la pierna. Su pierna buena. P or un momento sintió que el pánico lo invadía y le impedía respirar. ¿ Y si había conseguido no poder andar en absoluto?
—Te pondrás bien, Callum Hunt. He arreglado heridas peores que ésta. —¿ No está tan mal como parece? —aventuró Call. —Oh, no —respondió ella—. Está tan mal como parece. P ero yo soy muy muy buena en mi trabajo. Algo más tranquilo, decidió que era mejor no hacer más preguntas y dejó que le cubriera la pierna con musgo verde y luego lo emplastara todo con barro. Finalmente, le hizo beber un líquido lechoso que le alivió la mayor parte del dolor y lo hizo sentirse un poco como si flotara hacia el techo de la cueva, como si el aliento del gwyvern lo hubiera alcanzado, después de todo. Sintiéndose tonto, Call se fue durmiendo.
—Call —susurró una chica cerca de su oído. Su aliento le agitó el cabello y le hizo cosquillas en el cuello—. Call, despierta. Luego otra voz. Esta vez de un chico. —Quizá deberíamos volver más tarde. Quiero decir, ¿ dormir no va bien para curarse o algo así? —Sí, pero no nos sirve a nosotros —dijo la primera voz, más alto esta vez, y más malhumorada. Tamara. Call abrió los ojos. Tamara y Aaron estaban allí. Ella sentada a su lado en la cama, sacudiéndolo suavemente por el hombro. Aaron sujetaba a Estrago, que babeaba, jadeaba y movía la cola. Tenía una cuerda alrededor del cuello, haciendo las veces de correa. —Iba a sacarlo a pasear —explicó Aaron—, pero como no hay nadie en la enfermería, hemos pensado en traerlo aquí de visita. —También te hemos traído algo de comida —añadió Tamara, y señaló un plato cubierto con una servilleta sobre la mesilla de noche—. ¿ Cómo estás? Call movió la pierna dentro del emplaste de barro, para probar. Ya no le dolía. —Me siento como un tonto. —No fue tu culpa —dijo Aaron. —Bueno, pues es lo que eres —soltó Tamara al mismo tiempo. Se miraron el uno al otro y luego a Call. —P erdona, Call, pero no fue tu mejor idea —dijo Tamara—. Y le robaste el tronco a Celia. Aunque no es que vayas a dejar de gustaaarleeee por eso. —¿ Qué dices? No le gusto —protestó Call, horrorizado. —Claro que sí —replicó Tamara con una sonrisita irónica—. Le podrías dar en la cabeza con el tronco y aún diría: « Call, eres tan bueno con todo esto de la magia…» .
—Miró a Aaron. Éste tenía una expresión en el rostro que le dijo a Call que estaba totalmente de acuerdo con Tamara y que le parecía muy divertido. —Bueno —prosiguió Tamara—, de todas formas no queremos que te chafe un tronco. Te necesitamos. —Es cierto —admitió Aaron—. Eres mi contrapeso, ¿ recuerdas? —Sólo porque se ofreció voluntario primero —replicó Tamara—. Deberías haber hecho un casting. A Call le había preocupado que Tamara tuviera celos al enterarse de que Aaron lo había elegido a él como su contrapeso, pero sobre todo, ella había pensado que, por mucho que le cayera bien Call, Aaron podría haber apuntado más alto. —Apuesto a que Alex Strike sigue disponible. Y además es guapo —añadió Tamara. —Lo que tú digas —replicó Aaron, poniendo los ojos en blanco—. No quería a Alex. Quería a Call. —Lo sé —repuso Tamara—. Y lo hará muy bien —añadió inesperadamente, y Call le sonrió agradecido. Incluso tirado en la cama con la pierna envuelta en barro, era agradable tener amigos. —Y yo que estaba preocupado por que os olvidarais de Estrago —dijo Call. —P ara nada —repuso Aaron alegremente—. Se ha comido las botas de Tamara. —Mis botas favoritas. —Tamara le dio un suave manotazo a Estrago, que se apartó, fue hacia la puerta y miró tristemente a Call. Lanzó un pequeño gemido. —Creo que quiere salir a pasear —dijo Call. —Me lo llevo. —Aaron trotó hasta la puerta y se ató el extremo de la cuerda a la muñeca—. Ahora no hay nadie por los pasillos porque es la hora de cenar. Volveré enseguida. —Si te pillan ¡haremos como si no te conociéramos! —le soltó Tamara en broma mientras la puerta se cerraba tras él. Cogió el plato de la mesilla de noche y sacó la servilleta que lo cubría—. Delicioso liquen —dijo mientras le colocaba a Call el plato sobre el estómago—. Tu favorito. Call cogió un trocito de vegetal seco y lo masticó pensativo. —Me pregunto si cuando volvamos a casa nos habremos acostumbrado tanto al liquen que no querremos ni pizza ni helado. Acabaré en los bosques, comiendo musgo. —Todos en el pueblo pensarán que estás loco. —Todos en mi pueblo ya piensan que estoy loco. Tamara se cogió una de las trenzas y jugueteó con ella, pensativa. —¿ Irá todo bien cuando vayas a casa este verano? Call alzó la mirada de su liquen.
—¿ Qué quieres decir? —Tu padre —explicó ella—. Odia tanto el Magisterium… P ero tú… tú no. Al menos, creo que no. Y vas a volver el curso que viene. ¿ No es exactamente eso lo que él no quería? Call no dijo nada. —P orque vas a volver el curso que viene, ¿ verdad? —Tamara se inclinó hacia él, preocupada—. ¿ Call? —Quiero volver —le aseguró él—. Quiero volver, pero me da miedo que no me deje. Y tal vez haya una razón para que no me deje… pero no quiero saberla. Si tengo algo malo, quiero que Alastair se lo guarde para él. —No tienes nada malo excepto que te has roto la pierna —contestó Tamara, pero siguió preocupada. —Y que soy un chulo —dijo Call, para aliviar la tensión. Tamara le tiró un trozo de liquen y luego se pusieron a hablar durante un rato sobre cómo estaban reaccionando todos al hecho de que Aaron fuera de repente famoso, incluido el propio Aaron. Tamara estaba preocupada por él, y Call le aseguró que Aaron podría con ello. Luego Tamara comenzó a explicarle lo entusiasmados que estaban sus padres por el hecho de que ella fuera del mismo grupo que el makaris, lo que estaba bien, porque quería que sus padres estuvieran orgullosos de ella, y mal, porque significaba que aún les importaría más que antes que se comportara de un modo ejemplar en todo momento. Y su idea de ejemplaridad no siempre coincidía con la de Tamara. —Ahora que tenemos un makaris, ¿ qué significa eso para el Tratado? —preguntó Call, pensando en el discurso de Rufus y en el modo en que los miembros de la Asamblea habían reaccionado al oírlo en la reunión. —Aún nada —contestó Tamara—. Nadie quiere ir contra el Enemigo de la Muerte mientras Aaron sea tan joven…, bueno, casi nadie. P ero cuando el Enemigo se entere de su existencia, si no lo ha hecho ya, quién sabe cómo reaccionará. P asados unos minutos, Tamara miró su reloj. —Ya hace mucho que se ha ido Aaron —dijo—. Si sigue ahí fuera más rato, se acabará la cena y lo pillarán al regresar por el pasillo. Quizá debería ir a buscarlo. —Bien —asintió Call—. Voy contigo. —¿ Es una buena idea? —Tamara alzó una ceja y le miró la pierna. P arecía estar bastante mal, envuelta en musgo y sellada con barro. Call movió los dedos del pie para probar. No le dolió en absoluto. P asó las piernas por el borde de la cama y se abrieron grietas en el molde de barro y musgo. —No puedo seguir sentado aquí más tiempo. Me voy a volver loco. Y me pica la pierna. Quiero tomar un poco el aire.
—De acuerdo, pero tendremos que ir despacio. Y si te empieza a doler, descansamos y nos volvemos directamente. Call asintió. Se puso en pie apoyándose en el cabezal. En cuanto se irguió, el barro se rajó totalmente por la mitad y se desprendió, lo que le dejó la pantorrilla al aire por debajo de la pernera recortada. —¡Qué elegante! —soltó Tamara, que ya se dirigía a la puerta. Rápidamente, Call cogió los calcetines y las botas, que le habían dejado bajo la cama. Se metió los trozos de la pernera dentro de los calcetines, para que no fueran volándole por ahí; luego cogió a Miri y se lo colocó en el cinturón. Siguió a Tamara al pasillo. Los corredores estaban en silencio, porque todos los alumnos se hallaban en el comedor. Call y Tamara trataron de hacer el menor ruido posible mientras iban hacia la P uerta de la Misión. Call se sentía inestable. Las dos piernas le dolían un poco, aunque no iba a decírselo a Tamara. P ensó que debía de tener un aspecto bastante raro, con los pantalones cortados desde la rodilla para abajo y el cabello todo revuelto, pero, por suerte, no había nadie para verlo. Llegaron a la P uerta de la Misión y salieron en silencio a la oscuridad. La noche era clara y cálida; la luna había salido y dibujaba la silueta de los árboles y los senderos que rodeaban el Magisterium. —¡Aaron! —llamó Tamara en voz baja—. Aaron, ¿ estás aquí? Call se volvió y miró hacia el bosque. Tenía algo que daba un poco de miedo, con las espesas sombras entre los árboles y las ramas sacudidas por el viento. —¡Estrago! —llamó. Sólo silencio, y entonces Estrago salió de entre los árboles, con los ojos chispeándole y girando como fuegos artificiales. Corrió hacia Call y Tamara arrastrando la cuerda tras él. Call oyó a Tamara contener un grito. —¿ Dónde está Aaron? —preguntó ella. Estrago gimió y se puso a dos patas, arañando el aire. P rácticamente temblaba, tenía el pelaje erizado y movía las orejas de un lado al otro. Gimió y saltó hacia Call, y le metió el frío hocico en la mano. —Estrago. —Cal hundió los dedos en el pelaje del lobo, tratando de calmarlo—. ¿ Estás bien, chico? El cachorro volvió a gemir y dio unos brincos alejándose de la mano de Call. Trotó hacia el bosque, luego se detuvo y los miró volviendo la cabeza. —Quiere que lo sigamos —dijo Call. —¿ Crees que le ha pasado algo a Aaron? —preguntó Tamara, mirando desesperada en todas direcciones—. ¿ P odría haberlo atacado un elemental? —Vamos —dijo Call, y comenzó a ir hacia el bosque, sin prestar atención a los pinchazos que le daba la pierna.
Estrago, sabiendo que lo seguían, salió disparado de entre los árboles como una mancha marrón bajo la luz de la luna. Tan rápido como pudieron, Tamara y Call fueron tras él.
CAPÍTULO VEINTIDÓS A Call le dolían las piernas. Estaba acostumbrado a que le doliera una, pero las dos a la vez era una sensación nueva. No sabía cómo equilibrar el peso, y aunque cogió un palo mientras caminaba por el bosque y lo usaba cuando le parecía que iba a caerse, nada lo ayudaba con la quemazón que sentía en los músculos. Estrago iba delante, seguido por Tamara, bastante alejados de Call. Tamara miraba hacia atrás regularmente para asegurarse de que él la seguía, y de vez en cuando lo esperaba impacientemente. Call no estaba seguro si habían ido muy lejos (el dolor le estaba borrando la sensación del tiempo), pero cuanto más se alejaban del Magisterium, más alarmado se sentía. No era que no confiara en Estrago para llevarlos junto a Aaron. No, lo que le preocupaba era cómo Aaron se había alejado tanto y por qué. ¿ Acaso alguna enorme criatura como un gwyvern lo había cogido con las garras y se lo había llevado volando? ¿ Se habría perdido en el bosque? No, perdido no. Estrago lo habría guiado de vuelta. Entonces, ¿ qué habría pasado? Llegaron a la cresta de una colina, y los árboles comenzaron a clarear por la ladera hasta llegar a una autovía que serpenteaba cortando el bosque. Más allá, se alzaba
otra colina que bloqueaba el horizonte. Estrago ladró una vez y comenzó a descender. Tamara se volvió y corrió hasta Call. —Tienes que volver —le dijo—. Te duele, y no tenemos ni idea de lo lejos que puede estar Aaron. Debes volver al Magisterium y decirle al Maestro Rufus lo que ha pasado. Él puede traer a los otros. —No voy a volver —replicó Call—. Aaron es mi mejor amigo y no voy a abandonarlo si está en peligro. Tamara puso los brazos en jarras. —Yo soy su mejor amiga. Call no estaba seguro de cómo funcionaba eso de los mejores amigos. —Vale, entonces soy su mejor amigo que no es una chica. Tamara negó con la cabeza. —Estrago es su mejor amigo que no es una chica. —Bueno, como sea, pero no me voy a ir —replicó Call, tirando el palo al suelo—. No lo voy a abandonar, y no voy a dejarte a ti. Además, tiene más sentido que vuelvas tú, no yo. Tamara lo miró arqueando una ceja. —¿ P or qué? Call dijo lo que probablemente los dos habían estado pensando pero que ninguno había querido decir en voz alta. —P orque nos vamos a meter en un gran lío por esto. Deberíamos haber ido a buscar al Maestro Rufus en cuanto Estrago apareció sin Aaron… —No hemos tenido tiempo —protestó Tamara—. Y además, tendríamos que haberle contado lo de Estrago… —Vamos a tener que decirle lo de Estrago de todos modos. No hay ninguna otra manera de explicar lo que ha pasado. Nos vamos a meter en un lío, Tamara, pero depende de cuánto. P or tener un animal caotizado, por no correr a hablar con los Maestros en cuanto hemos sabido que algo le ha pasado al makaris, por todo. Mucho lío. Y si tiene que caer sobre uno de nosotros, debería ser sobre mí. Tamara guardó silencio. En las sombras, Call no podía verle la expresión. —Tú eres la que tiene unos padres a los que les importa que sigas en el Magisterium y les preocupa cómo lo hagas —continuó Call, cansado—. Yo no. Tu eres la que sacó la nota más alta en la P rueba, no yo. Eres la que quería cumplir las reglas y no buscar atajos; bueno, pues estoy tratando de ayudarte. Éste es tu sito. No el mío. Importa si tú te metes en un lío. A mí no me importa. Yo no importo. —Eso no es cierto —exclamó Tamara. —¿ No? —Call se dio cuenta de que había soltado todo un discurso, y no estaba
muy seguro con qué parte ella no estaba de acuerdo. —No soy esa persona. Quizá quería serlo, pero no lo soy. Mis padres me criaron para logar cosas, fuera como fuese. No les importan las reglas, sólo las apariencias. Todo este tiempo me he estado diciendo que voy a ser diferente de mis padres, diferente de mi hermana, que sería la que se quedaría en el camino recto. P ero creo que me equivocaba, Call. No me importan ni las reglas ni las apariencias. No quiero ser la persona que sólo logra cosas. Quiero hacer lo correcto. No me importa si tenemos que mentir o hacer trampas o tomar atajos o romper las reglas para conseguirlo. Él la miró, deslumbrado. —¿ De verdad? —Sí. —Eso es muy guay —exclamó Call. Tamara se echó a reír. —¿ Qué pasa? —Nada. Es que siempre me sorprendes. —Le tiró de la manga—. Vamos, entonces. Bajaron rápidamente la colina. Call tropezó varias veces y tuvo que agarrarse con fuerza al palo que había cogido, y en una de ellas casi se ensartó. Cuando llegaron a la autovía, encontraron a Estrago sentado junto a la carretera, jadeando ansioso mientras pasaba un camión. Call se encontró mirándolo. Era tan raro ver un vehículo después de tanto tiempo… Tamara respiró hondo. —Vale, no viene nadie, así que… vamos. Corrió para atravesar la autovía, con Estrago pegado a los talones. Call se mordió el labio y fue tras ellos; cada paso que daba le enviaba punzadas de dolor por las piernas y el costado. Cuando llegaron al otro lado de la carretera, Call estaba empapado de sudor, y no de correr, sino de dolor. Le picaban los ojos. —Call… —Tamara extendió la mano y la tierra se movió bajo sus pies. Un momento después, un fino chorro de agua saltó hacia arriba, como si hubiera roto una boca de riego. Call metió las manos en el surtidor y se salpicó la cara, mientras Tamara juntaba las palmas y bebía. Era agradable estar parado, aunque sólo fuera un momento, hasta que las piernas dejaran de temblarle. Call le ofreció agua a Estrago, pero éste iba de un lado al otro, mirándolos a ellos y luego a lo que parecía un camino de tierra en la distancia. Call se secó la cara con la manga y fue detrás del lobo. Tamara y él caminaban en silencio. Ella se había quedado atrás para ir a su paso, y también, supuso Call, porque ya debía de estar cansada. Notaba que estaba tan nerviosa como él; se mordisqueaba la punta de una de las trenzas, lo que sólo hacía cuando estaba realmente asustada.
—Aaron estará bien —le dijo él cuando llegaron al camino de tierra y entraron en él. Había setos a ambos lados—. Es un makaris. —También lo era Verity Torres y nunca encontraron su cabeza —replicó Tamara, al parecer no muy partidaria de todo el asunto de pensar en positivo. Siguieron un poco más, hasta que el camino se estrechó y pasó a ser un sendero. Call respiraba pesadamente e intentaba disimularlo, pero a cada paso aumentaba el dolor en las piernas. Era como caminar sobre cristales rotos, excepto que los cristales parecía tenerlos dentro y se le clavaban en los nervios. —No me gusta nada decir esto —comenzó Tamara—, pero no creo que debamos continuar a campo abierto. Si hay un ser elemental ahí delante, nos verá. Tendremos que meternos por el bosque. Allí el suelo sería más irregular. No lo dijo, pero era consciente de que Call avanzaría más despacio y que le resultaría más difícil, que era más probable que tropezara y se cayera, sobre todo en la oscuridad. Call respiró lo más hondo que pudo y asintió. Tamara tenía razón: estar a campo abierto resultaba peligroso. No importaba si le iba a resultar más difícil. Había dicho que no iba a abandonarlos ni a ella ni a Aaron, e iba a cumplir su palabra. P aso tras doloroso paso, con la mano apoyándose en los troncos de los árboles, fueron siguiendo a Estrago, que los llevaba en paralelo al sendero de tierra. Finalmente, a lo lejos, Call vio un edificio. Era enorme y parecía abandonado, con las ventanas tapiadas y el suelo asfaltado de un aparcamiento vacío delante. Un cartel apagado se alzaba por encima de los árboles cercanos. En él se veía una bola para jugar a los bolos y un bolo caído. BOLERA MONTAÑA, decía. P arecía que el cartel no se había iluminado desde hacía años. —¿ Ves lo que yo veo? —preguntó Call, que pensaba que quizá el dolor le estaba haciendo ver visiones. P ero ¿ por qué iba a imaginar algo así? —Sí —contestó Tamara—. Una vieja bolera. Debe de haber un pueblo no muy lejos de aquí. P ero ¿ cómo puede estar aquí Aaron? Y no digas nada de « mejorando su puntuación» o hagas ninguna broma tonta. Seamos serios. Call se apoyó en la áspera corteza de un árbol cercano y resistió la tentación de sentarse. Temía no poder volver a ponerse en pie. —Estoy serio. P uede ser difícil de ver en la oscuridad, pero tengo mi cara de superserio. —Había querido que las palabras sonaran distendidas, pero la voz le sonó tensa. Se acercaron sigilosamente, y Call trató de ver si salía luz por debajo de alguna de las puertas o entre las tablas que cubrían las ventanas. Fueron a la parte trasera del edificio. Allí estaba aún más oscuro, porque la bolera tapaba la luz de las farolas de la
distante carretera. Vieron contenedores de basura, polvorientos y vacíos bajo la luz de luna. —No sé… —comenzó Call, pero Estrago se puso a saltar, rascando la pared con la pata y gimiendo. Call echó la cabeza atrás y miró hacia lo alto. Había una ventana por encima de su cabeza, casi completamente tapiada, pero Call distinguió un poco de luz que se colaba entre las tablas. —Ahí. —Tamara empujó uno de los contenedores, acercándolo a la pared. Se subió encima y luego le tendió la mano a Call para ayudarlo a que hiciera lo mismo. Éste dejó caer el palo y subió por el lado, alzándose a base de la fuerza de los brazos. Sus botas golpearon el metal produciendo un ruido resonante—. Chist —susurró Tamara—. Mira. Era indudable que salía luz entre las tablas. Estaban fijadas a la pared con clavos grandes y de aspecto muy sólido. Tamara parecía dudosa. —El metal es magia de la tierra… —comenzó. Call sacó a Miri del cinturón. La daga parecía zumbar en su mano mientras metía la punta bajo los clavos y empujaba. La madera se rompió como el papel y el clavo repicó sobre la tapa del contenedor al soltarse. —Guay —susurró Tamara. Estrago saltó sobre el contenedor mientras Call sacaba los clavos que quedaban y tiraba la tabla a un lado; ante ellos aparecieron los restos rotos de una ventana. Le faltaban los vidrios y los junquillos. Más allá de la ventana, no mucho más abajo, vieron un pasillo tenuemente iluminado. Estrago saltó por la ventana y salvó los pocos centímetros que lo separaban del suelo del pasillo; luego se volvió y miró expectante a Tamara y a Call. Éste se metió a Miri en el cinturón. —Allá vamos —dijo, y pasó por la ventana. La caída no fue mucha, pero aun así sus piernas se resintieron; todavía tenía una mueca de dolor cuando Tamara se unió a él, aterrizando a su lado sin hacer ruido a pesar de la botas. Miraron alrededor. No se parecía en nada al interior de una bolera. Estaban en un pasillo con el suelo y las paredes de madera ennegrecida, como si hubiera habido un incendio. Call no podía explicar exactamente cómo, pero sentía la presencia de la magia. El aire parecía cargado de ella. El lobezno comenzó a avanzar por el pasillo, olisqueando el aire. Call lo siguió con el corazón acelerado de miedo. Fuera lo que fuese que hubiera pensado cuando comenzó a seguir a Estrago desde la P uerta de la Misión, nunca se habría imaginado que acabarían en un sitio como ése. El Maestro Rufus iba a matarlos cuando regresaran. Iba a colgarlos de los dedos de los pies y ponerlos a hacer ejercicios con la arena hasta que el cerebro se les hiciera papilla y les saliera por la nariz. Y eso si
conseguían salvar a Aaron de lo que fuera que lo había atrapado; si no, el Maestro Rufus les haría algo mucho peor. Call y Tamara avanzaron totalmente en silencio ante una sala con la puerta ligeramente entreabierta, pero Call no pudo evitar echar un vistazo al interior. Durante un instante pensó que estaba viendo maniquíes, algunos de pie, otros apoyados en las paredes. P ero entonces se dio cuenta de dos cosas: primera, que todos tenían los ojos cerrados, lo que sería muy raro en unos maniquíes, y segunda, que el pecho les subía y bajaba al respirar. Call se quedó helado de miedo. ¿ A qué estaba mirando? ¿ Qué eran? Tamara se volvió y le lanzó una mirada interrogante. Él hizo un gesto hacia la sala y vio la expresión de horror que cruzaba el rostro de la chica cuando miró hacia donde le indicaba. Tamara se llevó la mano a la boca. Luego, lentamente, se fue apartando de la puerta e indicó a Call que la imitara. —Caotizados —le susurró cuando estaban lo suficientemente lejos para haber dejado de temblar. Call no sabía muy bien cómo podía afirmarlo sin verles los ojos, pero decidió que no estaba tan interesado en saberlo como para preguntárselo. Ya estaba tan asustado que se sentía como si en cualquier momento su cuerpo fuera a salir corriendo sin él. Lo que menos necesitaba era que le proporcionaran información terrorífica. Si los caotizados estaban allí, significaba que eso debía de ser un puesto avanzado del Enemigo. Todas las historias que Call había oído, que parecían ser sobre algo que había ocurrido hacía mucho tiempo, que entonces no lo habían preocupado, se hicieron visibles en su cabeza en ese momento. El Enemigo había capturado a Aaron. P orque Aaron era un makaris. Habían sido tan idiotas como para dejarlo salir solo del Magisterium. Con toda seguridad el Enemigo se habría enterado de su existencia y querría destruirlo. Seguramente iba a matar a Aaron, si no lo había hecho ya. Call notó que tenía la boca más seca que el papel, y se esforzó por concentrarse en lo que lo rodeaba sin dejarse llevar por el pánico. El techo del pasillo se iba haciendo más alto a medida que se adentraban en el edificio. En las paredes, la madera ennegrecida pasó a ser paneles de madera normales, con un extraño papel pintado encima: un dibujo de viñas, en el que, si miraba fijamente, Call juraría que veía insectos moviéndose. Se estremeció e intentó no pensar en nada excepto en seguir en silencio y avanzar. P asaron ante varias puertas cerradas antes de que Estrago se acercara a una puerta de doble hoja y gimiera frente a ella; luego se volvió, expectante, hacia Call y Tamara. —Chist —lo hizo callar Call, y el lobo lo obedeció después de arañar el suelo
una vez. La puerta era enorme, hecha de una madera oscura y sólida que tenía marcas de quemaduras, como si el fuego la hubiera lamido. Tamara puso la mano en el pomo, lo giró y miró dentro. Después la cerró de nuevo y se volvió hacia Call con los ojos muy abiertos. Éste pensó que nunca la había visto tan asustada, ni siquiera ante la visión de los caotizados. —Aaron —susurró, pero no parecía tan exultante como él se habría esperado, no parecía contenta en absoluto. P arecía estar a punto de vomitar. Call la apartó para observar lo que había dejado a Tamara en ese estado. —Call… —le advirtió ella en un susurro—. No lo hagas… hay alguien más ahí dentro. P ero Call ya tenía el ojo en la rendija que había abierto. La sala al otro lado era enorme y se alzaba hasta una estructura de fuertes vigas que cruzaban el techo. Las paredes estaban llenas de jaulas vacías, apiladas unas encima de otras como cajas. Cajas hechas de hierro. Sus delgados barrotes manchados de algo oscuro. De una de las vigas colgaba Aaron. Tenía el uniforme roto y arañazos sanguinolentos en la cara, pero por lo demás parecía ileso. Colgaba boca abajo de una pesada cadena unida a un grillete que le rodeaba el tobillo; la cadena se alzaba hasta una polea anclada en el techo. Aaron se debatía débilmente, lo que hacía que la cadena oscilara de lado a lado. Justo debajo de Aaron había otro chico, pequeño, delgado y conocido, que lo miraba con una sonrisa malvada. A Call se le cayó el alma a los pies. Era Drew el que miraba a Aaron colgado de la cadena y sonreía. Tenía un extremo de la cadena enrollado en la muñeca. Lo estaba usando para bajar a Aaron hacia un enorme contenedor de cristal lleno de una oscuridad que se agitaba y rugía. Mientras Call miraba la oscuridad, ésta pareció moverse y cambiar de forma. Un ojo naranja lleno de palpitantes venitas verdes miró desde las sombras. —Sabes lo que hay en el contenedor, ¿ verdad, Aaron? —dijo Drew, y sus rasgos se retorcieron en una expresión sádica—. Es un amigo tuyo. Un elemental del caos. Y quiere dejarte seco.
CAPÍTULO VEINTITRÉS T amara, que se había agachado junto a Call, hizo un sonido ahogado. —Drew —jadeó Aaron, que sin duda estaba sufriendo. Intentó coger el grillete que le aprisionaba el tobillo, pero desistió, impotente, mientras el elemental del caos alzaba un oscuro tentáculo. Éste fue tomando una forma más definida al irse acercando a Aaron, hasta ser casi sólido. Le rozó la piel. Aaron se estremeció y gritó de dolor. —Drew, suéltame… —¿ Acaso no puedes soltarte solo, makaris? —se burló Drew, y tiró de la cadena. Aaron se elevó unos cuantos palmos y quedó fuera del alcance del ser elemental del caos—. P ensaba que eras muy poderoso. P ero no eres nada especial, ¿ verdad? Nada especial. —Nunca dije que lo fuera —repuso Aaron con voz ahogada. —¿ Sabes lo difícil que era fingir ser un mal mago? ¿ Ser un tonto? ¿ Oír al Maestro Lemuel lamentarse por haberme elegido? Estaba mejor preparado que todos vosotros juntos, pero no podía mostrarlo o Lemuel habría supuesto quién me había enseñado. He tenido que escuchar a los Maestros contar su estúpida versión de la historia y fingir que me la creía, aunque sabía que, de no haber sido por los magos y
la Asamblea, el Enemigo nos habría dado los medios para vivir eternamente. ¿ Sabes lo que ha sido enterarme de que el makaris era un niño estúpido de ninguna parte que nunca haría nada con sus poderes excepto lo que le dijeran los magos? —Así que vas a matarme —repuso Aaron—. ¿ P or eso? ¿ P orque soy un makaris? Drew se echó a reír. Call se volvió y vio que Tamara estaba temblando, con los dedos muy apretados. —Tenemos que entrar ahí —le susurró Call—. Tenemos que hacer algo. Tamara se puso en pie; su muñequera brilló en la oscuridad. —Las vigas. Si subimos allí, podríamos izar a Aaron fuera del alcance de esa cosa. Call sintió pánico. El plan era bueno, pero cuando se imaginó la subida y tratar de equilibrar su peso mientras avanzaba por la viga, supo que no podría hacerlo. Resbalaría. Se caería. Durante todo el doloroso camino por el bosque, con las piernas agarrotadas y doloridas, se había dicho que iba a salvar a Aaron. Llegado el momento, cuando estaba delante de él y su amigo estaba en peligro y necesitaba que lo salvaran, él se creía inútil. La desesperación que sintió era tan horrible que pensó en no decir nada, en intentar subir y confiar en la suerte. P ero recordar el miedo en el rostro de Celia cuando salió a la superficie del río y vio a Call perder el control del tronco y lanzarlo dando vueltas contra ella lo hizo decidirse. Si empeoraba las cosas al fingir que era capaz de ayudar, sólo estaría poniendo a Aaron en un peligro mayor. —No puedo —dijo finalmente. —¿ Qué? —preguntó Tamara, luego le miró las piernas y pareció incómoda—. Oh, claro. Bueno, pues quédate aquí con Estrago. Volveré enseguida. Seguramente es mejor que sea sólo una persona. Más sigiloso. Entonces, de repente, Call se dio cuenta de lo que sí podía hacer. —Yo lo distraeré. —¿ Qué? ¡No! —exclamó Tamara, y negó con la cabeza para darle más énfasis—. Es demasiado peligroso. Tiene un elemental del caos. —Estrago estará conmigo. Si no lo hago no podrás liberar a Aaron. —Call la miró a los ojos y esperó que ella comprendiera que no iba a cambiar de opinión—. Confía en mí. Tamara asintió una vez. Luego le sonrió y se coló por la puerta; apoyaba los pies con tanto cuidado que, después de dar dos pasos, Call ya no pudo oírlos por encima de las risas de Drew y el rugido del elemental del caos. Contó lentamente hasta diez y luego abrió la puerta de par en par. —Hola, Drew —saludó, con una sonrisa dibujada en el rostro—. No me parece que esto se parezca en nada a una escuela de equitación. Drew pegó tal salto hacia atrás, sorprendido, que al tirar de la cadena subió a
Aaron varios palmos más. Aaron gritó de dolor, lo que hizo gruñir a Estrago. —¿ Call? —exclamó Drew sin poder creérselo, y Call recordó aquella noche en la hondonada a las afueras del Magisterium: Drew temblando de frío y llamándolo, con el tobillo roto. Detrás de Drew, Call vio a Tamara, que comenzaba a subir por la pared del fondo; empleaba las jaulas apiladas como una especie de escalera de mano, poniendo los pies entre los barrotes, tan silenciosa como un gato—. ¿ Qué estás haciendo aquí? —¿ De verdad quieres saberlo? ¿ Qué estoy haciendo aquí? —repitió Call—. ¿ Qué estás haciendo tú aquí? Aparte de querer que un elemental del caos se coma a tu compañero de clase. De verdad, ¿ qué te ha hecho Aaron? ¿ Sacar mejor nota que tú en un examen? ¿ Coger el último trozo de liquen en la cena? —Cierra el pico, Call. —¿ De verdad crees que no te van a pillar? —Aún no me han pillado. —Drew parecía estar recuperándose de la sorpresa. Sonrió a Call de una forma muy desagradable. —¿ Sólo era comedia… todo eso sobre el Maestro Lemuel, todas esas veces que fingías ser un alumno normal y corriente? ¿ Llevas desde el principio espiando para el Enemigo? —Call no sólo estaba ganando tiempo, también sentía auténtica curiosidad. Drew estaba igual: cabello castaño enredado, delgado, grandes ojos azules, pecas, pero había algo en el fondo de sus ojos que Call no había visto antes, algo feo y tenebroso. —Los Maestros son tan estúpidos… —contestó Drew—. Siempre preocupados por lo que el Enemigo estará haciendo fuera del Magisterium. P reocupados por el Tratado. Sin pensar nunca que podía haber un espía entre ellos. Incluso cuando me escapé del Magisterium para enviar un mensaje al Enemigo, ¿ qué hicieron ellos? — Abrió mucho sus grandes ojos azules, y por un momento Call captó un destello del chico del autocar, que parecía muy nervioso por ir a la escuela de magia—. « Oh, el Maestro Lemuel es tan malo… Me asusta» . ¡Y van y lo echan! —Drew se rio, y la máscara de inocencia desapareció de nuevo, mostrando la frialdad que había debajo. Estrago gruñó al ver eso y se puso entre Drew y Call. —¿ Y qué mensaje le enviaste al Enemigo? —preguntó Call. Aliviado, vio que Tamara ya casi había llegado a las vigas—. ¿ Fue sobre Aaron? —El makaris —soltó Drew—. Durante todos estos años los magos han esperado a un makaris, pero no son los únicos. Nosotros también lo esperábamos. —Tiró de la cadena que sujetaba a Aaron, que soltó un gemido de dolor. P ero Call no lo miró, no podía. Siguió con los ojos clavados en Drew, como si de este modo pudiera hacer que Drew sólo le prestara atención a él. —¿ Nosotros? —preguntó Call—. P orque sólo veo a un loco aquí. A ti.
Drew no hizo caso de la pulla. Ni siquiera prestó atención a Estrago. —No puedes creer que yo estoy al mando de esto —contestó—. No seas estúpido, Call. Apuesto a que has visto a los caotizados, a los seres elementales. Apuesto a que puedes sentirlos. Ya sabes quién manda aquí. Call tragó saliva. —El Enemigo —contestó. —El Enemigo… no es lo que piensas. —Drew agitó la cadena sin pensar—. P odríamos ser amigos, Call. He estado observándote. P odríamos estar del mismo lado. —En realidad, no. Aaron es mi amigo. Y el Enemigo lo quiere muerto, ¿ verdad? No quiere otros makaris que lo puedan desafiar. —Es tan divertido… No sabes nada. Crees que Aaron es tu amigo. Crees que todo lo que te han dicho en el Magisterium es verdad. P ues no lo es. Le dijeron a Aaron que lo mantendrían a salvo, pero no ha sido así. No podían. —Tiró de la cadena que sujetaba a Aaron, y Call hizo una mueca, esperando el grito de dolor de Aaron. P ero no lo hubo. Call miró hacia arriba. Aaron ya no estaba colgando. Tamara lo había subido a la viga y estaba sobre él, tratando a toda prisa de soltarle la cadena del tobillo. —¡No! —Drew tiró de nuevo, furioso, pero Tamara había conseguido romperla. Drew soltó la cadena cuando la vio caer. —Mira, ahora vamos a irnos —dijo Call—. Voy a ir saliendo de aquí y… —¡No vas a ir a ninguna parte! —gritó Drew, y corrió para apoyar la mano sobre el contenedor de cristal. Fue como si hubiera introducido una llave en una cerradura y abierto una puerta, pero mucho más violento. El contenedor saltó en pedazos y volaron cristales en todas direcciones. Call se cubrió el rostro con las manos mientras esquirlas de cristal, como una lluvia de pequeñas agujas, se le clavaban en los antebrazos. P areció que el viento había empezado a soplar en la sala. Estrago estaba gañendo, y en alguna parte, Tamara y Aaron gritaban. Lentamente, Call abrió los ojos. El elemental del caos se alzaba ante él, cubriendo de sombras su campo de visión. Su oscuridad se retorcía en rostros a medio formar y bocas llenas de dientes. Siete brazos con garras fueron a por él al mismo tiempo, algunas de ellas con escamas, otras peludas y otras tan blancas como la carne muerta. Call sintió náuseas y retrocedió un paso. Sin pensar, la mano se le fue al costado, los dedos se le cerraron alrededor de la empuñadura de Miri, desenvainó la daga y la blandió ante sí formando un gran arco.
Miri se hundió en algo, algo que cedió bajo la hoja como fruta podrida. Salieron aullidos de las muchas bocas del monstruo del caos. Tenía un largo corte en uno de los brazos, y la oscuridad manaba de la herida y se retorcía en el aire como el humo de un fuego. Otro tentáculo trató de cogerlo, pero Call se lanzó al suelo y sólo le rozó el hombro. P ero el brazo se le quedó como dormido al instante, y Miri se le cayó de la mano. Call trató de alzarse sobre el codo y de arrastrarse con la mano buena para recuperar la daga. P ero no tenía tiempo. El ser elemental se lanzó, deslizándose hacia él por el suelo como una mancha de aceite, una enorme lengua de sapo arrastrándose, directa hacia Call… Con un aullido, Estrago saltó en el aire y aterrizó directamente sobre el elemental. Hundió los dientes en la lisa superficie y con las garras rasgó la oscuridad rodante. El monstruo se sacudió y se echó hacia atrás. Le surgieron cabezas por todas partes, y brazos que trataban de agarrar a Estrago, pero el lobezno se mantuvo arriba, cabalgando al monstruo. Call vio la oportunidad. Se puso en pie rápidamente y agarró a Miri con la mano buena. Avanzó deprisa y hundió la daga en lo que parecía ser el costado del ser. Retiró la hoja, que salió goteando algo negro, entre humo y aceite. El elemental del caos rugió y se sacudió, lanzando a Estrago por los aires. El lobezno voló y se estrelló contra el suelo al fondo de la sala, cerca de una puerta doble. Gimió una vez y luego se quedó inmóvil. —¡Estrago! —gritó Call, y corrió hacia el lobo. Estaba a medio camino cuando oyó un rugido a su espalda. Se volvió y se enfrentó al monstruo del caos. Call estaba más que furioso; si esa criatura había hecho daño a Estrago la cortaría en miles de trozos asquerosos y aceitosos. Avanzó con Miri destellándole en la mano. El elemental del caos se echó atrás, con la oscuridad encharcándose alrededor de él, como si ya no tuviera tantas ganas de luchar. —¡Vamos, cobarde! —gritó Drew, y le soltó una patada—. ¡Cógelo! Hazlo, estúpido montón de… El ser elemental del caos saltó, pero no en dirección a Call. Retorciéndose, fue a por Drew. Éste gritó una vez, y el elemental cayó sobre él como una ola. Call se quedó paralizado, con Miri en la mano. P ensó en el dolor helado que lo había recorrido con sólo un roce de la sustancia de la criatura de caos. Y en ese momento, toda esa sustancia estaba derramándose sobre Drew, que se sacudía y se retorcía bajo él con los ojos en blanco. —¡Call! —El grito lo sacó de su parálisis; era Tamara, que lo llamaba desde las vigas del techo. Estaba arrodillada, y Aaron estaba a su lado. El grillete y las cadenas se amontonaban en una pila retorcida: Aaron estaba libre, aunque tenía
marcas de sangre en las muñecas, donde debían de haberlo atado, seguramente cuando lo transportaron desde el Magisterium. Call estaba seguro de que los tobillos aún los tendría peor—. ¡Call, sal de ahí! —¡No puedo! —Call señaló con Miri. El elemental del caos y Drew estaban entre la puerta y él. —Ve por ahí —dijo Tamara, y señaló la puerta que Call tenía detrás—. Busca algo, una ventana, lo que sea. Nos encontraremos fuera. Call asintió y cogió a Estrago. « P or favor —pensó—. P or favor» . El cuerpo estaba caliente, y cuando apretó al lobezno contra su pecho, notó los constantes latidos del corazón de Estrago. El peso extra hacía que le dolieran más las piernas, pero no le importó. « Se va a poner bien —se dijo con firmeza—. Ahora, muévete» . Miró hacia atrás y vio que Tamara y Aaron estaban bajando del techo, cerca de la otra puerta. P ero mientras miraba, el ser elemental del caos se apartó del cuerpo de Drew. Varias bocas se abrieron y una lengua morada restalló como un látigo para probar el aire con su punta bífida. Luego comenzó a moverse hacia Call. Éste gritó y pego un bote. Estrago se sacudió en sus manos, ladró y saltó al suelo. Corrió hacia la puerta al fondo de la sala, Call lo imitó pegado a él. Atravesaron la puerta juntos y casi la hicieron saltar de los goznes… Estrago se detuvo derrapando. Call casi cayó sobre él, y se tambaleó antes de recuperar el equilibrio. Miró la sala: parecía el laboratorio del doctor Frankenstein. Matraces llenos de líquidos de colores raros burbujeaban por todas partes; enormes máquinas colgaban del techo con ruedas que giraban, y las paredes estaban cubiertas de jaulas que contenían seres elementales de diferentes tamaños; bastantes de ellos brillaban con fuerza. Entonces Call lo oyó a su espalda: un gruñido espeso y borboteante. El elemental del caos lo había seguido a la sala e iba tras él, una enorme nube oscura cubierta de garras y dientes. Call corrió de nuevo todo lo que pudo, lanzando matraces al suelo mientras se dirigía hacia lo que parecía una panoplia de armas antiguas que se hallaba en una de las paredes. Si iba a por el elemental con esa pesada hacha, quizá… —¡Detente! —Un hombre vestido con un hábito con capucha salió de detrás de una enorme estantería. Tenía el rostro entre las sombras, y blandía un enorme cayado con una piedra de ónice en la punta. Al verlo, Estrago soltó un gañido y se metió bajo una de las mesas cercanas. Call se quedó clavado en el sitio. El desconocido pasó junto a él sin mirarlo y
alzó el cayado. —¡Basta! —gritó con una profunda voz, y dirigió la punta de ónice hacia el elemental. La oscuridad estalló desde la piedra, cruzó la sala en dirección al monstruo y lo alcanzó de lleno. La oscuridad se hinchó y creció; envolvió al ser elemental y se lo tragó hacia la nada. Con un horrible y borboteante grito, el ser desapareció. El hombre se volvió hacia Call y lentamente se bajó la capucha del hábito. Tenía el rostro medio oculto por una máscara de plata que le cubría la nariz y los ojos. Bajo ella, Call vio una prominente barbilla y un cuello cruzado por cicatrices blancas. Las cicatrices eran nuevas, y la máscara le resultaba familiar. Call la había visto antes en dibujos. Había oído describirla. Una máscara que servía para ocultar las cicatrices de una explosión que casi había acabado con el hombre que la llevaba. Una máscara para aterrorizar: La máscara que llevaba el Enemigo de la Muerte. —Callum Hunt —dijo el Enemigo—. Esperaba que fueras tú. A Call lo dejó atónito que el Enemigo le dijera eso. Abrió la boca, pero sólo le salió un susurro. —Eres Constantine Madden. El Enemigo de la Muerte. El Enemigo se acercó a él, un remolino de negro y plata. —P onte en pie —dijo—. Déjame que te mire. Lentamente, Call se puso en pie ante el Enemigo de la Muerte. La sala estaba casi en silencio. Incluso los gemidos de Estrago parecían tenues y distantes. —Mírate —dijo el Enemigo. Había un extraño tono de satisfacción en su voz—. Lo de la pierna es una pena, claro, pero, a fin de cuentas, eso no importará. Supongo que Alastair prefirió dejarte como estabas en vez de emplear la magia curativa. Siempre fue muy obstinado. Y ahora es demasiado tarde. ¿ Lo has pensado alguna vez, Callum? ¿ Que quizá, si Alastair Hunt fuera menos obstinado, tú podrías haber sido capaz de caminar perfectamente? Call no lo había pensado nunca. P ero en ese momento la idea se le clavó como un trozo de hielo en la garganta, impidiéndole hablar. Fue retrocediendo hasta que se dio con la espalda en una de las largas mesas llenas de jarras y matraces. Se quedó paralizado. —P ero tu ojos… —Y el Enemigo pareció estar disfrutando, aunque a Call no se le ocurría qué podía haber de tan satisfactorio en sus ojos. Sintió como si la cabeza le diera vueltas, confuso—. Dicen que los ojos son el espejo del alma. Le hice a Drew un montón de preguntas sobre ti, pero nunca se me ocurrió preguntarle por tus ojos. —Frunció el ceño. La piel llena de cicatrices se tensó bajo la máscara—. Drew — llamó—. ¿ Dónde está? —Alzó la voz—. ¡Drew!
Silencio. Call se preguntó qué pasaría si deslizara la mano detrás de su espalda, agarrara uno de los matraces o las jarras, y se la tirara al Enemigo. ¿ Conseguiría ganar tiempo? ¿ P odría correr? —¡Drew! —repitió el mago, y había algo más en su voz, algo parecido a la inquietud. P asó ante Call, impaciente, y cruzó la puerta doble para entrar en la sala de madera. Hubo un momento de absoluto silencio. Call miró alrededor, desesperado, tratando de ver si había alguna otra puerta, cualquier otra forma de salir de esa sala que no fuera la puerta doble. No la había. Sólo había estantes llenos de tomos polvorientos, mesas cargadas de materiales de alquimia y, en lo alto de las paredes, pequeños elementales del fuego metidos en nichos de cobre batido que iluminaban la sala con su resplandor. Los elementales miraron a Call con sus ojos negros y vacíos mientras le llegaba un sonido desde la otra sala: un grito largo y agudo de dolor y desesperación. —¡DREW! Estrago lanzó un gemebundo aullido. Call cogió uno de los matraces de cristal y atravesó la puerta doble. Un agudo dolor le subió por la pierna y se le extendió por el cuerpo, como si tuviera cuchillas clavándosele por las venas. Quería dejarse caer; quería estirarse en el suelo y dejarse llevar. Se agarró al marco de la puerta y miró al otro lado. El Enemigo estaba de rodillas, con Drew sobre su regazo, flácido e inerte. Su piel ya había comenzado a volverse de un frío color azulado. Nunca más volvería a despertar. Horrorizado, Call sintió que el corazón le saltaba dentro del pecho. No era capaz de apartar la mirada del Enemigo, encorvado sobre el cuerpo de Drew, el cayado olvidado en el suelo. P asaba sus manos con cicatrices por el cabello de Drew una y otra vez. —Mi hijo —susurraba—. Mi pobre hijo. Call tragó saliva y retrocedió, pero el Enemigo ya se estaba poniendo en pie y recogiendo su cayado. Lo movió apuntando a Call, y éste se tambaleó hacia atrás; el matraz le voló de la mano y se hizo añicos contra el suelo. Se agachó sobre una rodilla, la pierna doblada le ardía de dolor. —Yo no… —comenzó—. Ha sido un accidente… —Levántate —rugió el Enemigo—. Levántate, Callum Hunt, y enfréntate a mí. Lentamente, Call se puso en pie y miró al hombre de la máscara de plata. El muchacho temblaba, temblaba por el dolor que sentía en las piernas y la tensión en el cuerpo, temblaba de miedo y adrenalina, y del frustrado deseo de huir. El rostro del Enemigo mostraba su furia; los ojos le brillaban de rabia y dolor.
Call quiso abrir la boca, quiso manifestar algo en su defensa, pero no había nada que pudiera decir. Drew yacía inmóvil, con los ojos apagados entre los restos del contenedor de cristal: estaba muerto y la culpa era de Call. No tenía una explicación, no podía defenderse. Estaba frente al Enemigo de la Muerte, que había acabado con ejércitos enteros. No iba a dudar ante un simple muchacho. Call apartó las manos de la empuñadura de Miri. Sólo le quedaba una cosa por hacer. Respiró hondo y se preparó para morir. Esperaba que Tamara y Aaron hubieran podido pasar ante los caotizados, hubieran podido salir por la ventana y estuvieran en el camino de vuelta al Magisterium. Esperaba que, como Estrago era un caotizado, el Enemigo no fuera muy duro con él por no ser un malvado lobo zombi. Esperaba que su padre no se enfadara demasiado con él por haber ido al Magisterium y hacer que lo mataran, exactamente como siempre había dicho él que pasaría. Esperaba que el Maestro Rufus no le diera su plaza a Jasper. El mago estaba tan cerca de él que Call podía notar el calor de su aliento, podía ver su estrecha boca retorcida, el brillo de sus ojos, y le tembló todo el cuerpo. —Si vas a matarme —dijo desafiante—, adelante. Hazlo ya. El mago alzó el cayado y lo tiró a un lado. Se dejó caer de rodillas, con la cabeza gacha, en una postura total de súplica, como si le estuviera pidiendo clemencia a Call. —Maestro, mi Maestro —dijo con voz rasposa—. P erdóname. No lo había visto. Call lo miró totalmente confuso. ¿ Qué quería decir? —Esto es una prueba. Una prueba de mi lealtad y compromiso. —El Enemigo respiró entrecortadamente. Era evidente que se estaba controlando por pura fuerza de voluntad—. Si tú, mi Maestro, has decretado que Drew debía morir, entonces su muerte debe servir a un propósito superior. —Las palabras parecían cortarle la garganta, como si le doliera pronunciarlas—. Y ahora yo también tengo un objetivo personal en mi búsqueda. Mi Maestro es sabio. Como siempre, es sabio. —¿ Qué estás diciendo? —exclamó Call con voz temblorosa—. No lo entiendo. ¿ Tu Maestro? ¿ No eres tú el Enemigo de la Muerte? P ara total perplejidad de Call, el mago alzó la mano y se quitó la máscara. Su rostro quedó al descubierto. Era una cara desfigurada, vieja, arrugada y curtida. Era un rostro que le resultaba extrañamente familiar, pero no era el rostro de Constantine Madden. —No, Callum Hunt. Yo no soy el Enemigo de la Muerte —afirmó—. Lo eres tú.
CAPÍTULO VEINTICUATRO —¿Q ué? —soltó Call, boquiabierto—. ¿ Quién eres? ¿ P or qué me dices eso? —P orque es la verdad —respondió el mago, sujetando la máscara de plata en la mano—. Tú eres Constantine Madden. Y si me miras bien, también sabrás mi nombre. El mago seguía arrodillado a los pies de Call, y su boca comenzó a torcerse en una amarga sonrisa. « Está loco —pensó el muchacho—. Tiene que estarlo. Lo que dice no tiene ningún sentido» . P ero la familiaridad de su cara… Call lo había visto antes, al menos en fotografías. Era el Maestro Joseph. —Yo te enseñé —dijo el Maestro Joseph—. ¿ P uedo levantarme? Call no dijo nada. « Estoy atrapado —pensó—. Estoy atrapado aquí con un mago loco y un cadáver» . Al parecer, el Maestro Joseph interpretó su silencio como permiso, y se levantó con cierto esfuerzo. —Drew me dijo que no tenías recuerdos, pero yo no lo creí. P ensaba que cuando
me vieras, cuando te dijera la verdad sobre ti, recordarías algo. No importa. Quizá no lo recuerdes, pero yo te aseguro, Callum Hunt, que la chispa de la vida en tu interior, el alma, si así lo prefieres, todo lo que anima la envoltura que es tu cuerpo, pertenece a Constantine Madden. El auténtico Callum Hunt era un bebé lloriqueante. —Esto es una locura —dijo Call—. No pasan cosas así. No puedes intercambiar almas. —Cierto, yo no puedo —repuso el mago—. P ero tú sí. ¿ Si me lo permites, Maestro? Alzó la mano. Al cabo de un momento, Call se dio cuenta de que le estaba pidiendo permiso para cogerle la mano. Call sabía que no debía tocar al Maestro Joseph. Gran cantidad de magia se comunicaba por el tacto: tocando elementos, extrayendo su poder a través de uno. P ero aunque lo que decía el Maestro Joseph era una locura, había algo en ello que empujaba a Call, algo en el interior de su mente de lo que no podía librarse. Fue tendiendo la mano lentamente. El Maestro Joseph se la cogió y entrelazó sus dedos anchos y rugosos con los más pequeños de Call. —Mira —susurró, y una descarga eléctrica atravesó a Call. Todo se le puso como blanco, y de repente fue como si estuviera viendo escenas proyectadas sobre una pantalla gigante ante él. Vio dos ejércitos enfrentados en una extensa planicie. Era una guerra de magos: explosiones de fuego, flechas de hielo y ráfagas de viento con fuerza de huracán volaban entre los combatientes. Call vio rostros conocidos: un Maestro Rufus mucho más joven, un Maestro Lemuel adolescente, los padres de Tamara, y a la cabeza de todos ellos, montada sobre un ser elemental del fuego, Verity Torres. La magia del caos le salía de las manos extendidas mientras volaba por encima del campo. El Maestro Joseph se alzó con un objeto pesado en la mano. Brillaba con el color del cobre; parecía una garra con los dedos estirados. Agarró una ráfaga de viento mágico y lo envió por el aire. El objeto se hundió en el cuello de Verity. Ésta cayó hacia atrás, dejando hilillos de sangre en el aire, y el elemental del fuego que había estado montando aulló y se encabritó. Un rayo salió de sus patas, alcanzó al Maestro Joseph y éste se derrumbó. La máscara de plata se le cayó y dejó ver su rostro. —¡No es Constantine! —gritó una voz áspera. La voz de Alastair Hunt—. ¡Es el Maestro Joseph! La escena cambió. El Maestro Joseph estaba en una sala hecha de mármol escarlata. Le gritaba a un grupo de magos, que se encogían asustados. —¿ Dónde está? ¡Os exijo que me digáis qué le ha pasado! Unos pesados pasos se oyeron a través de la puerta abierta. Los magos se apartaron para crear un pasillo por el que desfilaron cuatro caotizados que cargaban
un cuerpo. El cuerpo de un joven de cabello rubio, con una enorme herida en el pecho y la ropa empapada en sangre. Depositaron el cuerpo a los pies de Joseph. El Maestro Joseph se desmoronó y cogió el cuerpo del joven entre sus brazos. —Maestro —siseó—. Oh, mi Maestro, el Enemigo de la Muerte… El joven abrió los ojos. Eran grises; Call nunca había visto los ojos de Constantine Madden, nunca se le había ocurrido preguntar de qué color eran. Eran del mismo gris que los de Call. Grises y vacíos como un cielo de invierno. Su rostro estaba flácido, carente de emoción. El Maestro Joseph ahogó un grito. —¿ Qué pasa? —preguntó mientras se volvía hacia los otros magos con el rostro cargado de furia—. Su cuerpo vive, aunque apenas conserva un hálito, pero su alma… ¿ Dónde está su alma? La escena cambió de nuevo. Call se hallaba en una cueva tallada en el hielo. Los muros eran blancos y cambiaban de color allí donde los desdibujaban las sombras. El suelo estaba cubierto de cadáveres: magos desplomados, algunos con los ojos abiertos, otros sobre charcos de sangre helada. Call supo dónde se hallaba. La Masacre Fría. Cerró los ojos, pero no sirvió de nada: aún podía ver, porque las imágenes estaban dentro de su cabeza. Vio al Maestro Joseph caminar entre los asesinados, e irse deteniendo aquí y allí para dar la vuelta a un cadáver y mirarle el rostro. P asado un momento, Call se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba examinando a los niños muertos, sin tocar a los adultos. Finalmente se detuvo y se quedó mirando fijamente, y Call vio qué era lo que miraba. No era un cuerpo, sino unas palabras grabadas en el hielo. MATA AL NIÑO De nuevo la escena cambió y pasaron a ir volando de aquí para allá, como hojas en la brisa: el Maestro Joseph en una ciudad o pueblo tras otro, buscando, siempre buscando, examinando los registros de nacimientos de los hospitales, los registros de la propiedad, cualquier posible pista… El Maestro Joseph en un patio de juegos de hormigón, observando a un grupo de niños que amenazaban a otro más pequeño. De repente, el suelo tembló y se estremeció, una enorme grieta dividió el patio casi por la mitad. Todos los matones salieron corriendo, y el chico más pequeño, que estaba en el suelo, se levantó y miró alrededor con ojos perplejos. Call se reconoció a sí mismo. Delgaducho, moreno, con los ojos como los de Constantine, la pierna mala torcida en un feo gesto… Notó que el Maestro Joseph comenzaba a sonreír. Call volvió a la realidad con una sacudida, como si hubiera caído en su propio cuerpo desde una gran altura. Se tambaleó hacia atrás y arrancó la mano de entre las del Maestro Joseph. —No —dijo con voz ahogada—. No, no lo entiendo…
—Oh, yo creo que sí —repuso el mago—. Creo que lo entiendes muy bien, Callum Hunt. —P ara ya —replicó Call—. P ara de llamarme Callum Hunt de esa manera… Da miedo. Mi nombre es Call. —No, no lo es —lo rebatió el Maestro Joseph—. Ése es el nombre de tu cuerpo, de la cáscara que te cubre. Un nombre que desecharás cuando estés listo, igual que descartarás ese cuerpo y entrarás en el de Constantine. Call alzó las manos. —¡No puedo hacer eso! ¿ Y sabes por qué? P orque Constantine Madden aún sigue aquí. De verdad que no entiendo cómo puedo ser esa persona que está por ahí dirigiendo ejércitos, invocando a elementales del caos y creando lobos gigantes con ojos raros, cuando esa persona ya existe y ¡ES OTRA P ERSONA! —Call estaba gritando, pero su voz sonaba como un ruego, incluso a sí mismo. Quería que todo esto acabara. No pudo evitar volver a oír en la cabeza el eco de las palabras de su padre. « Call, debes escucharme. Tú no sabes quién eres» . —¿ Aún aquí? —repitió el Maestro Joseph sonriendo con amargura—. Oh, la Asamblea y el Magisterium creen que Constantine sigue actuando en el mundo, porque eso es lo que queremos que crean. P ero ¿ quién lo ha visto? ¿ Quién ha hablado con él desde la Masacre Fría? —Hay gente que lo ha visto… —protestó Call—. ¡Se ha reunido con la Asamblea! ¡Firmó el Tratado! —Enmascarado —repuso el Maestro Joseph, y levantó la máscara de plata que llevaba al principio de su encuentro—. Yo me hice pasar por él en la batalla contra Verity Torres, y sabía que podía hacerlo de nuevo. El Enemigo ha permanecido escondido desde la Masacre Fría, y cuando no tenía más remedio que mostrarse, yo lo hacía en su lugar. P ero ¿ y el propio Constantine? Fue herido de muerte hace doce años, en la cueva donde Sarah Hunt y tantos otros murieron. Notaba que la vida se le escapaba y empleó lo que ya había aprendido: el método de mover un alma de un cuerpo a otro; así se salvó. Igual que fue capaz de coger un trozo de caos y metérselo dentro a los caotizados, se sacó su propia alma y la colocó dentro del mejor recipiente que tenía a mano. Tú. —P ero yo no estuve en la Masacre Fría. Yo nací en un hospital. La pierna… —Una mentira que te ha contado Alastair Hunt. La pierna se te rompió cuando Sarah Hunt te dejó caer al hielo —explicó el Maestro Joseph—. Sabía lo que había sucedido. El alma de un niño se había visto obligada a salir y el alma de Constantine Madden había ocupado su lugar. El niño se había convertido en el Enemigo. Call notó que le pitaban las orejas. —Mi madre no…
—¿ Tu madre? —soltó el Maestro Joseph, despectivo—. Sarah Hunt fue sólo la madre de la cáscara que te contiene. Incluso ella lo sabía. No tuvo la fuerza para hacerlo ella misma, pero dejó un mensaje. Un mensaje para los que llegaran a la cueva después de su muerte. —Las palabras en el hielo —susurró Call. Sintió un mareo y náuseas. —« Mata al niño» —recordó el Maestro Joseph con cruel satisfacción—. Lo grabó en el hielo con la punta de cuchillo que llevas. Fue lo último que hizo en este mundo. Call se sentía a punto de vomitar. P uso la mano atrás buscando el borde de la mesa y se apoyó en ella, respirando con dificultad. —El alma de Callum Hunt está muerta —continuó el Maestro Joseph—. Expulsada del cuerpo, aquella alma se marchitó y murió. El alma de Constantine Madden ha echado raíces y ha crecido, renacida e intacta. Desde entonces, sus seguidores han trabajado para que pareciera que no había dejado este mundo, para que tú estuvieras a salvo. P rotegido. P ara que tuvieras tiempo de madurar. P ara que pudieras vivir. « Call quiere vivir» . Eso era lo que Call, bromeando, había añadido a su Quincunce imaginario y que, en ese momento, ya no parecía una broma. Horrorizado, se preguntó hasta qué punto era verdad. ¿ Había querido vivir con tanta intensidad que había llegado a robarle el alma a otra persona? ¿ De verdad había sido él? —No recuerdo nada de ser Constantine Madden —susurró Call—. Sólo he sido yo… —Constantine siempre supo que podía morir —explicó Joseph—. La muerte era su mayor temor. Intentó una y otra vez traer de vuelta a su hermano, pero no consiguió recuperar su alma, todo aquello que hacía que Jericho fuera quiera era. Decidió hacer todo lo que hiciera falta para seguir vivo. Llevo todo este tiempo esperando a que tengas la edad suficiente, Call. Y aquí estás, casi listo. P ronto, la guerra comenzará de nuevo en serio… y esta vez estamos seguros de ganar. Los ojos del Maestro Joseph brillaban con algo que se parecía mucho a la locura. —No sé por qué crees que estaré de tu lado —repuso Call—. Te llevaste a Aaron. —Sí —contestó Joseph—. P ero era a ti a quien queríamos. —Y habéis hecho tanto esfuerzo, incluido el secuestro, sólo para que yo viniera aquí para… ¿ qué? ¿ P ara contarme todo esto? ¿ P or qué no decírmelo antes? ¿ P or qué no haberlo hecho incluso antes de que fuera al Magisterium? —P orque creíamos que tú ya lo sabías —masculló el Maestro Joseph—. P ensé que disimulabas a propósito, para permitir que tu cuerpo y tu mente crecieran y de nuevo pudieras convertirte en el formidable enemigo de la Asamblea que fuiste antes. No me acerqué a ti porque supuse que si desearas que me acercara te habrías puesto en contacto conmigo.
Call rio con amargura. —¿ Así que no te acercaste porque no querías estropearme la tapadera? Y todo este tiempo yo ni siquiera sabía que tenía una tapadera. Es de lo más divertido. —No veo que sea divertido en absoluto. —La expresión del Maestro Joseph no cambió—. Es una suerte que mi… que Drew pudiera darse cuenta de que no tenías ni idea de quién eres en realidad, o podrías haberte traicionado sin darte cuenta. Call miró fijamente al Maestro Joseph. —¿ Vas a matarme? —le preguntó de sopetón. —¿ Matarte? He estado esperándote —contestó Joseph—. Durante todos estos años. —Bueno, entonces todo tu estúpido plan ha sido para nada —replicó Call—. Voy a volver y decirle al Maestro Rufus quién soy en realidad. Voy a decirles a todos en el Magisterium que mi padre tenía razón, y que deberían haberlo escuchado. Y voy a detenerte. El Maestro Joseph sonrió y movió la cabeza en un gesto de suficiencia. —Creo que te conozco un poco mejor que todo eso, tengas el aspecto que tengas. Volverás y acabarás el Curso de Hierro, y cuando regreses para el Curso de Cobre, hablaremos de nuevo. —No, no hablaremos. —Call se sintió infantil y pequeño; el peso del horror lo abrumaba—. Les diré… —¿ Les dirás quién eres? Te atarán la magia. —No lo harán. —Sí que lo harán —le aseguró el Maestro Joseph—. Eso si no te matan. Te atarán la magia y te enviarán con tu padre, que ahora ya sabe, sin ninguna duda, que no es tu padre. Call tragó saliva con fuerza. Hasta ese momento no había pensado en cuál sería la reacción de Alastair ante esa revelación. Su padre, que había rogado a Rufus que le atara la magia… por si acaso. —P erderás a tus amigos. ¿ De verdad crees que te dejarán acercarte a su precioso makaris, sabiendo quién eres? Entrenarán a Aaron Stewart para ser tu enemigo. Eso es lo que han estado buscando todo este tiempo. Eso es lo que es Aaron. No es tu compañero. Es tu destrucción. —Aaron es mi amigo —replicó Call, con una voz bastante desesperada. Era consciente de cómo sonaba, pero no lo podía evitar. —Lo que tú digas, Call. —El Maestro Joseph tenía la expresión serena de alguien que sabe que tiene razón—. Al parecer, tu amigo tendrá que tomar unas cuantas decisiones. Igual que tú. —Yo elijo —repuso Call—. Elijo volver al Magisterium y contarles la verdad. Una brillante sonrisa dividió el rostro de Joseph.
—¿ De verdad? Es muy fácil estar aquí delante y desafiarme a mí. No habría esperado menos de Constantine Madden. Siempre fuiste desafiante. P ero cuando la cosa vaya en serio, cuando debas tomar una decisión, ¿ de verdad sacrificarás todo lo que te importa por un ideal abstracto que sólo entiendes a medias? Call negó con la cabeza. —P ero tendré que renunciar a eso de todas formas. No parece que vayas a dejarme volver al Magisterium. —P ues claro que sí —contestó el Maestro Joseph. Call pegó un bote, sobresaltado, y se golpeó el codo contra la pared que tenía detrás. —¿ Qué? —Oh, mi Maestro —susurró el Maestro Joseph—. ¿ Es que no lo ves…? No llegó a acabar la frase. Con un enorme estruendo, el techo se quebró. Call casi ni tuvo tiempo de mirar arriba antes de que todo pareciera convertirse en una ducha de trozos de madera y hormigón. Oyó el grito ronco del Maestro Joseph justo antes de que una montaña de escombros cayera entre ellos y le tapara la visión del mago. El suelo se levantó bajo los pies de Call, que se fue de lado, mientras extendía el brazo para sujetar a un Estrago que quería echar a correr, asustado. Durante un momento, todo tembló, y Call hundió el rostro en el pelaje del lobo, intentando no ahogarse con el espeso polvo que cubría el aire. Quizá el mundo estuviera llegando a su fin. Tal vez los aliados del Maestro Joseph habían decidido volar por los aires ese lugar. No lo sabía, y casi ni le importaba. —¿ Call? —A través del pitido en sus oídos, Call oyó una voz conocida. Tamara. Se volvió sin dejar de sujetar a Estrago, y vio lo que había destruido el edificio. El enorme letrero que decía BOLERA MONTAÑA había atravesado el techo y había cortado el edificio en dos como un hacha hundiéndose en un bloque de hormigón. Aaron estaba sentado a horcajadas en lo alto del cartel, como si lo hubiera cabalgado a través del aire, con Tamara a su espalda. El cartel soltaba chispas y zumbaba allí donde los cables eléctricos se habían cortado. Aaron saltó del cartel, corrió hacia Call y se agachó para cogerlo por el brazo. —¡Vamos, Call! Sin acabar de creérselo, Call se movió y dejó que Aaron lo ayudara a ponerse en pie. Estrago soltó un gañido y saltó, apoyando las patas delanteras en Aaron. —¡Aaron! —gritó Tamara. Estaba señalando detrás de ellos. Call se volvió y miró a través de las nubes de polvo y cascotes. No se veía al Maestro Joseph por ningún lado. P ero eso no significaba que estuvieran solos. Call miró a Aaron. —Caotizados —dijo Call con rostro serio. El pasillo estaba lleno de ellos,
caminando sobre los escombros con un paso inquietantemente regular y los ojos girando y ardiendo como hogueras. —¡Vamos! —Aaron corrió hacia el cartel, saltó sobre él y se volvió para ayudar a subir a Call tras él. El cartel seguía enganchado a su base; la mayor parte de él había atravesado el edificio en ángulo, como una cuchara dentro de un vaso apoyada en el lado. Tamara ya corría sobre las palabras BOLERA MONTAÑA con Estrago pegado a sus talones. Abajo, la sala se estaba llenando rápidamente de caotizados, que avanzaban metódicamente hacia el cartel. Algunos ya habían subido encima de él. Aaron estaba unos cuantos metros por encima de ellos, mirando hacia abajo. Tamara ya había llegado lo bastante lejos como para saltar al techo. —¡Vamos! —la oyó gritar Call cuando Tamara se dio cuenta de que no la habían seguido—. ¡Call! ¡Aaron! P ero Aaron no se movía. Estaba de pie sobre el cartel como si fuera una tabla de surf, con una expresión muy oscura en el rostro. Tenía el pelo blanco del polvo de hormigón; el uniforme gris, roto y ensangrentado. Lentamente, alzó la mano, y por primera vez Call no vio sólo a Aaron, su amigo, sino al makaris, al mago del caos, a alguien que, algún día, podría llegar a ser tan poderoso como el Enemigo de la Muerte. Alguien que sería el enemigo del Enemigo. Su enemigo. La oscuridad salió de las manos de Aaron como un rayo negro: voló hacia adelante y envolvió a los caotizados con oscuros filamentos. Cuando la oscuridad los tocaba, la luz de sus ojos desaparecía, y caían al suelo, flácidos y sin resistencia. « Eso es lo que han estado buscando todo este tiempo. Tu destrucción. Eso es lo que es Aaron» . —¡Aaron! —gritó Call, y se deslizó por el cartel hacia donde estaba su amigo. Aaron no se volvió, ni siquiera pareció oírlo. Siguió allí, en pie, con la negrura saliéndole de la mano, dibujando un camino en el aire. Resultaba aterrador—. Aaron —jadeó Call, y tropezó con un amasijo de cables rotos. Un dolor insoportable le recorrió las piernas mientras su cuerpo se retorcía y caía, empujando a Aaron al suelo y medio inmovilizándolo bajo su peso. La luz negra se desvaneció cuando Aaron se golpeó la espalda contra el metal del cartel y las manos dejaron de apuntar a los caotizados. —¡Déjame en paz! —gritó Aaron. P arecía estar fuera de sí, como si en su furia hubiera olvidado quiénes eran Call y Tamara. Se retorció bajo Call y trató de liberar las manos—. Tengo que… tengo que… —Tienes que parar —dijo Call, mientras agarraba a Aaron por la pechera del
uniforme—. Aaron, no puedes hacer esto sin un contrapeso. Te matarás. —No importa —replicó Aaron, que trataba de librarse de Call. P ero éste no lo soltaba. —Tamara nos está esperando. No podemos dejarla. Tienes que venir. Vamos. Tienes que hacerlo. Lentamente, la respiración de Aaron se fue calmando y sus ojos fueron enfocando a Call. Detrás de él, más caotizados avanzaban en su dirección, arrastrándose sobre los cuerpos de sus compañeros muertos, sus ojos brillando en la oscuridad. —De acuerdo —dijo Call mientras se apartaba de Aaron y se ponía en pie sobre su dolorida pierna—. De acuerdo, Aaron. —Le tendió la mano—. Vámonos. Aaron vaciló, luego cogió la mano de Call y dejó que lo ayudara a ponerse en pie. Call lo soltó y comenzó a subir de nuevo al cartel. Esa vez, Aaron lo siguió. Subieron lo suficiente para saltar al techo junto a Tamara y Estrago. Call notó el impacto contra la tela asfáltica desde las piernas hasta los dientes. Tamara asintió aliviada al verlos, pero tenía el rostro tenso; los caotizados seguían tras ellos. Se volvió y corrió por el borde del techo inclinado y saltó de nuevo, esta vez sobre un contenedor de basuras. Call cojeó tras ella. Corrió por el borde del edificio, con el corazón a toda velocidad, en parte por miedo a lo que los perseguía y en parte por un temor del que no podía escapar por mucho que corriera. Sus pies golpearon la tapa de metal del contenedor y cayó de rodillas; notaba las piernas como si las tuviera hechas de sacos de arena, pesadas, adormecidas y no del todo sólidas. Consiguió rodar hasta bajar por el borde y se mantuvo de pie, apoyado contra el costado del contenedor, intentando recobrar el aliento. Un segundo después, oyó a Aaron caer junto a él. —¿ Estás bien? —le preguntó éste, y Call sintió una oleada de alivio en medio de todo lo demás: Aaron volvía a sonar como Aaron. Se oyó ruido del entrechocar del metal. Call y Aaron vieron que Tamara había empujado el contenedor para alejarlo del edificio. Los caotizados, sin tener nada sobre lo que saltar, se quedaban rondando por el borde del techo. —E… estoy bien. —Call miró a Aaron y a Tamara, que lo miraban con idéntica expresión de preocupación—. No puedo creer que hayáis vuelto a buscarme — añadió. Se sentía mareado y con náuseas, y estaba seguro de que si daba un solo paso más volvería a caerse. P ensó en decirles que debían dejarlo y salir corriendo, pero no quería quedarse atrás. —Claro que hemos vuelto —repuso Aaron, y frunció el ceño—. Tamara y tú habéis venido hasta aquí para salvarme, ¿ no? ¿ P or qué no íbamos a hacer lo mismo por ti?
—Nos importas, Call —dijo Tamara. Call quería decir que salvar a Aaron era diferente, aunque no acababa de saber cómo explicar el porqué. La cabeza le daba vueltas. —Bueno, ha sido bastante increíble… eso que has hecho con el cartel. Tamara y Aaron intercambiaron una rápida mirada. —No era eso lo que tratábamos de hacer —admitió Tamara—. Estábamos intentando ponerlo recto hacia arriba para enviar una señal al Magisterium. La magia de la tierra se nos ha ido un poco de las manos… Bueno, pero ha funcionado, ¿ no? Y eso es lo importante. Call asintió. Eso era lo importante. —Y gracias también por lo que hiciste allá arriba —dijo Aaron, y le palmeó el hombro a Call con cierta torpeza—. Estaba tan enfadado… Si no me hubieras impedido usar la magia del caos no sé qué habría… —Oh, por el amor de Dios. ¿ P or qué los chicos siempre hablan de sus sentimientos todo el rato? Es tan molesto… —lo interrumpió Tamara—. ¡Todavía hay un montón de caotizados que intentan venir a por nosotros! —Señaló hacia arriba, donde pares de ojos como molinillos brillantes los observaban desde la oscuridad del tejado—. Vamos, ya basta, tenemos que salir de aquí. Comenzó a caminar, con sus largas trenzas negras balanceándose a la espalda. Call se preparó para el infinito camino de vuelta al Magisterium, se apartó de la pared y dio un doloroso paso antes de caer redondo. Ni siquiera estuvo consciente el tiempo suficiente para darse cuenta que chocaba con la cabeza contra el suelo.
CAPÍTULO VEINTICINCO Call se despertó de vuelta en la enfermería. Los cristales de la pared brillaban con luz tenue, de modo que supuso que era de noche. Sentía todo el cuerpo dolorido. Además, estaba seguro de que tenía malas noticias que comunicar a alguien, aunque no acababa de recordar cuáles eran. Le dolían las dos piernas, y tenía una manta alrededor del cuerpo; estaba en la cama y se había hecho daño, pero no podía recordar cómo. Había querido demostrar algo durante el ejercicio con el tronco y se había caído al río; Jasper, justamente Jasper, lo había salvado. Y había más… Tamara, Aaron y Estrago y una caminata por los bosques, ¿ o había sido un sueño? Se volvió de lado y vio al Maestro Rufus sentado en una silla junto a la cama, medio rostro sumido en las sombras. P or un momento, Call se preguntó si el Maestro Rufus estaría durmiendo, hasta que vio una sonrisa curvar la boca del mago. —¿ Te sientes más humano? —preguntó el Maestro Rufus. Call asintió y se sentó haciendo un esfuerzo. P ero cuando acabó de despertar todos los recuerdos le acudieron en tropel a la cabeza: los del Maestro Joseph con la máscara de plata, el de Drew siendo devorado, Aaron colgado del techo con grilletes
que le arañaban la piel, y de sí mismo oyendo que tenía el alma de Constantine Madden en su interior. Se dejó caer de nuevo sobre el camastro. « Tengo que decírselo al Maestro Rufus —pensó—. No soy una mala persona. Se lo voy a decir» . —¿ Te sientes capaz de comer un poco? —le preguntó el Maestro Rufus mientras cogía una bandeja—. Te he traído té y sopa. —Quizá el té. —Call cogió la taza de barro y dejó que le calentara las manos. Sorbió con cuidado para no quemarse, y el reconfortante sabor de la menta lo hizo sentirse un poco más despierto. El Maestro Rufus dejó la bandeja y se volvió para escrutar a Call con los ojos entrecerrados. Call agarró la taza como si fuera un salvavidas. —Lamento preguntártelo, pero debo hacerlo. Tamara y Aaron me han explicado lo que sabían sobre el lugar donde habían encerrado a Aaron, pero ambos me dijeron que tú permaneciste dentro más rato y que estuviste en una habitación que ellos no pisaron. ¿ Qué puedes decirme de lo que viste? —¿ Le han hablado de Drew? —preguntó Call, estremeciéndose al recordarlo. El Maestro Rufus asintió. —Hemos investigado lo que hemos podido y hemos descubierto que el nombre y la identidad de Drew Wallace… de hecho, todo su pasado, consistía en algunas falsificaciones muy convincentes pensadas para hacerlo entrar en el Magisterium. No sabemos cuál era su nombre auténtico o por qué lo envió aquí el Enemigo. De no ser por ti y por Tamara, el Enemigo habría conseguido asestarnos un golpe terrible, y en cuanto a Aaron, me estremezco al pensar lo que podrían haberle hecho. —¿ Así que no estamos metidos en un lío? —¿ P or no informarme de que habían raptado a Aaron? ¿ P or no decirle a nadie adónde ibais? —La voz del Maestro Rufus se fue haciendo más grave hasta convertirse en un rugido—. Mientras nunca volváis a hacer algo así, estoy dispuesto a dejar pasar la estúpida manera en que ambos os habéis comportado, por el éxito que habéis tenido. P arece estúpido discutir tontamente sobre cómo Tamara y tú salvasteis a nuestro makaris. Lo importante es que lo hicisteis. —Gracias —repuso Call, sin estar muy seguro de si lo estaban riñendo o no. —Enviamos a algunos magos a la bolera abandonada, pero no quedaba mucho de ella. Algunas jaulas vacías y equipo destrozado. Había una habitación grande que parecía un laboratorio. ¿ Estuviste ahí? Call asintió y tragó saliva. Ése era el momento. Abrió la boca para decir: « El Maestro Joseph estaba allí y me dijo que soy el Enemigo de la Muerte» . Las palabras no le salían. Era como si se hallara ante el borde de un precipicio y todo su cuerpo le estuviera diciendo que se tirara, pero su mente no lo dejara. Si
repetía lo que Joseph le había dicho, el Maestro Rufus lo odiaría. Todos lo odiarían. ¿ Y para qué? Incluso si había sido Constantine Madden en una ocasión, no era como si lo recordara. Seguía siendo Callum, ¿ no? La misma persona. Y de todas formas, ¿ qué era un alma? No le decía a uno lo que debía hacer. Call podía tomar sus propias decisiones. —Sí, había un laboratorio con un montón de cosas que hervían y seres elementales en los nichos que iluminaban todo el lugar. P ero no había nadie. —Call tragó saliva, preparándose para mentir. El corazón se le aceleró—. La sala estaba vacía. —¿ Hay algo más? —preguntó el Maestro Rufus mirando a Call fijamente—. ¿ Cualquier detalle que creas que pueda ayudarnos? ¿ Cualquier cosa, por pequeña que sea? —Había caotizados —dijo Call—. Muchos. Y un elemental del caos. Me persiguió hasta el laboratorio, pero entonces fue cuando Aaron y Tamara rompieron el techo… —Sí, Tamara y Aaron ya me han contado su impresionante truco con el cartel. — El Maestro Rufus sonrió, pero Call notó que estaba ocultando la decepción—. Gracias, Call. Lo has hecho muy bien. Call asintió. Nunca se había sentido tan mal. —Recuerdo que cuando entraste en el Magisterium me pediste varias veces hablar con Alastair —dijo el Maestro Rufus—. Nunca te lo he permitido oficialmente. — Dijo la última palabra con un énfasis que hizo sonrojar a Call. Se preguntó si, finalmente, justo en ese momento, iba a tener un lío por haberse colado en el despacho de Rufus—. P ero te lo permito ahora. Cogió una pequeña esfera de la mesilla de noche y se la tendió a Call. Un pequeño tornado ya estaba girando dentro. —Creo que sabes cómo usar esto. —Se puso en pie y se dirigió al fondo de la enfermería, con las manos a la espalda. Call tardó un momento en darse cuenta de lo que Rufus estaba haciendo: le estaba dando intimidad. Call cogió la esfera en la mano y la contempló. Era como si una enorme burbuja de jabón se hubiera endurecido en el aire, sólida y clara. Se concentró en su padre; bloqueó todos los pensamientos sobre el Maestro Joseph y Constantine Madden y sólo pensó en su padre; en el olor de las tortitas y el tabaco de pipa; en las manos de su padre sobre sus hombros cuando hacía algo bien; en su padre pacientemente explicándole geometría, la asignatura que menos le gustaba a Call. El tornado comenzó a condensarse y fue adoptando la forma de su padre, que llevaba unos vaqueros manchados de aceite y una camisa de franela, con las gafas subidas a la cabeza y una llave inglesa en la mano. « Debe de estar en el garaje, trabajando en uno de sus coches antiguos» , pensó
Call. Su padre alzó la mirada como si alguien lo hubiera llamado por su nombre. —¿ Call? —preguntó. —P apá —contestó éste—. Soy yo. Su padre dejó la llave inglesa, lo que hizo que ésta desapareciera de la imagen. Se volvió, como si estuviera tratando de ver a Call, aunque parecía evidente que no podía. —El Maestro Rufus me ha explicado lo ocurrido. He estado muy preocupado. Estabas en la enfermería… —Aún sigo allí —lo interrumpió Call, y luego añadió rápidamente—: P ero estoy bien. Me di unos cuantos golpes, pero estoy bien. —La voz le salió débil—. No te preocupes. —No puedo evitarlo —repuso su padre con voz seria—. Sigo siendo tu padre, incluso si estás lejos, en la escuela. —Miró alrededor y luego de nuevo hacia Call, como si pudiera verlo—. El Maestro Rufus dice que salvaste al makaris. Es increíble. Has hecho lo que todo un ejército no pudo hacer por Verity Torres. —Aaron es mi amigo. Supongo que lo salvé por eso, no porque sea el makaris. Y tampoco es que supiéramos a qué nos enfrentábamos. —Me alegro de que tengas amigos, Call. —La mirada de su padre reflejaba seriedad—. Debe de ser difícil… ser amigo de alguien tan poderoso. Call pensó en la muñequera, en la carta de su padre, en las mil preguntas sin respuesta que tenía. « ¿ Eras amigo de Constantine Madden? » , le habría gustado preguntar, pero no podía. No en ese momento, con Rufus oyéndolo. —Rufus también me ha dicho que otro de los alumnos del Magisterium estaba allí —continuó su padre—. Alguien que trabajaba para el Enemigo. —Drew… sí. —Call negó con la cabeza—. No lo sabíamos. —No es culpa tuya. A veces la gente no muestra su auténtico rostro. —Su padre suspiró—. Y este alumno… Drew… estaba allí, pero ¿ el Enemigo no? « No hay Enemigo. Lleváis todos estos años luchando contra un fantasma. Una visión que el Maestro Joseph quería que vierais. P ero no te lo puedo decir, porque si el Enemigo no es Constantine Madden, entonces ¿ quién es? » —No creo que hubiéramos podido escapar si hubiese estado allí —dijo Call—. Supongo que tuvimos suerte. —Y ese Drew… ¿ no te dijo nada? —¿ Como qué? —Algo sobre… sobre ti —apuntó su padre con cautela—. Es raro que el Enemigo dejara a un makaris capturado al cargo sólo de un escolar. —También había muchos caotizados —repuso Call—. P ero no, nadie dijo nada sobre mí. Sólo estaban Drew y los caotizados, y éstos no hablan mucho.
—No. —Su padre casi sonrió—. No hablan mucho, ¿ verdad? —Suspiró de nuevo —. Te echo en falta por aquí, Call. —Yo también te echo en falta. —Call notó un nudo de añoranza en la garganta. —Te veré cuando acaben las clases —dijo su padre. Call asintió, sin fiarse de su voz, y pasó una mano sobre la superficie de la esfera. La imagen de su padre se desvaneció. Call se quedó sentado, mirando el artefacto. Ya no había nada dentro de él; podía ver su reflejo en el cristal. El mismo cabello negro, los mismos ojos grises, las mismas nariz y barbilla un poco pronunciadas. Todo como siempre. No se parecía a Constantine Madden. Se parecía a Callum Hunt. —Me gusta esto —dijo Rufus, y le sacó la esfera de la mano. Sonreía—. Seguramente deberías quedarte aquí uno o dos días más, para descansar y acabar de curarte. Mientras tanto, hay dos personas que han estado esperando pacientemente para verte. El Maestro Rufus se acercó a la puerta de la enfermería y la abrió. Tamara y Aaron entraron corriendo.
Estar en la enfermería por resultar herido al hacer cosas heroicas era totalmente diferente que estar en la enfermería por hacer una tontería. Sus compañeros de curso no paraban de ir a visitarlo. Todos querían oír la historia una y otra vez, todos querían oír el miedo que daban los caotizados y cómo Call había luchado contra un ser elemental del caos. Todos querían oír lo del cartel cortando el techo y echarse a reír en la parte en la que Call se desmayaba. Gwenda y Celia le llevaron barras de caramelo caseras. Rafe llevó con él una baraja de cartas y jugaron a las familias sobre las mantas. Call nunca se había dado cuenta de la mucha gente del Magisterium que sabía quién era él. Incluso algunos de los alumnos mayores, como la hermana de Tamara, Kimiya, que era superalta y tan seria que asustó a Call al decirle lo mucho que se alegraba de que Tamara fuera su amiga, y Alex, que le llevó sus gominolas favoritas y le advirtió, sonriendo, de cómo todo eso de ser héroes estaba haciendo quedar mal al resto de la escuela. Incluso Jasper pasó a visitarlo, lo que fue bastante incómodo. Entró nervioso, pegando tirones a una gastada bufanda de cachemira que llevaba sobre el uniforme. —Te he traído un sándwich de la Galería —le dijo mientras se lo pasaba a Call—. Es de liquen, claro, pero sabe a atún. Odio el atún. —Gracias —contestó Call, mientras le daba la vuelta al sándwich. Estaba extrañamente caliente, lo que le hizo pensar que debía de haber estado en el bolsillo
de Jasper. —Sólo quería decirte —continuó éste— que todo el mundo está hablando de lo que hiciste, rescatar a Aaron, y quería que supieras que yo también creo que estuvo muy bien lo que hiciste. Y que también está bien que te quedaras con mi puesto con el Maestro Rufus. P orque quizá te lo mereces. Así que ya no estoy enfadado contigo. Ya no. —Te agradezco que hayas cambiado de opinión, Jasper —dijo Call, que tuvo que admitir que estaba disfrutando del momento. —Vale —repuso él, y tiró con tanta furia de la bufanda que casi se quedó con un trozo en la mano—. Bien dicho. Disfruta del sándwich. Se marchó, y Call lo vio irse, divertido. Se dio cuenta de que se alegraba de que, al parecer, Jasper ya no lo odiara, pero de todas formas tiró el sándwich, por si acaso. Tamara y Aaron lo visitaron tanto como los dejaron; se lanzaban sobre la cama de Call como si fuera un trampolín, con ganas de contarle todo lo que ocurría mientras él seguía recuperándose. Aaron le explicó que había respondido por Estrago ante los Maestros, diciéndoles que, como makaris, necesitaba estudiar a una criatura caotizada. No les había gustado, pero le habían permitido tenerlo, y en adelante Estrago iba a ser algo permanente en sus habitaciones. Tamara le dijo que a Aaron se le iba a subir a la cabeza que le dejaran hacer de todo y se acabaría volviendo aún más pesado que Call. Hablaban y bromeaban tan alto que la Maestra Amaranth dejó que Call se fuera antes de tiempo sólo para estar tranquila. Lo que seguramente fue una buena idea, porque Call se estaba acostumbrando a estar sin hacer nada todo el día y a que la gente le llevara cosas. Una semana más y no habría querido salir de allí nunca. Cinco días después de volver de la guarida del Enemigo, Call regresó a sus estudios. Se metió en el bote con Aaron y Tamara, todavía un poco entumecido; la pierna herida estaba casi bien pero aún le costaba caminar. Cuando llegaron ante el aula, el Maestro Rufus los estaba esperando. —Hoy vamos a hacer algo un poco diferente —los informó, e hizo un gesto hacia el pasillo—. Vamos a visitar la Cámara de los Graduados. —Ya hemos estado ahí —dijo Tamara antes de que Call pudiera darle una patada. Si el Maestro Rufus los quería llevar de excursión en vez de hacer aburridos ejercicios, entonces mejor que mejor. Además, el Maestro Rufus no sabía que ya habían estado en la Cámara de los Graduados, ya que en aquel momento estaban muy ocupados haciendo mal uno de sus ejercicios. —Oh, ¿ de verdad? —se sorprendió el Maestro Rufus mientras comenzaba a andar —. ¿ Y qué visteis? —Las huellas de las manos de la gente que ha pasado antes por el Magisterium —
contestó Aaron mientras lo seguía—. Algunos de sus familiares. Las de la madre de Call. Cruzaron una puerta que el Maestro Rufus abrió con su muñequera y bajaron por una escalera de espiral hecha de piedra blanca. —¿ Algo más? —La P rimera P uerta —contestó Tamara, y miró alrededor, confusa. No habían pasado por ahí nunca antes—. P ero no estaba activada. —Ah. —El Maestro Rufus pasó la muñequera ante una pared sólida y la contempló mientras ésta brillaba y desaparecía, dando paso a otra estancia. Rufus sonrió al ver la sorpresa de los chicos—. Sí, hay algunas rutas por la escuela que aún no conocéis. Entraron en una sala por la que Call recordaba haber pasado cuando se habían perdido, con largas estalactitas y barro humeante calentando el aire. Se dio la vuelta y se preguntó si sería capaz de rehacer el camino hasta la puerta que el Maestro Rufus acababa de enseñarles, pero aunque fuera así, no estaba seguro de que su muñequera pudiera abrirla. P asaron agachados por otra arcada y se encontraron en la Cámara de los Graduados. La P rimera P uerta parecía estar cubierta de alguna sustancia rodante, algo membranoso y vivo. Las palabras talladas, Prima Materia, relucían con una luz rara, como si estuvieran iluminadas desde las propias hendiduras de las letras. —Hum —dijo Call—. ¿ Qué es eso? La sonrisita en el rostro de Rufus se trasformó en una gran sonrisa. —¿ Lo veis todos? Bien. Eso pensaba. Significa que estáis listos para pasar por la P rimera P uerta, la P uerta de Control. Después de que la atraveséis, se os considerará magos por derecho propio, y os daré el metal para vuestras muñequeras que os confiere oficialmente el grado de alumnos del Curso de Cobre. Hasta donde lleguéis en vuestros estudios después de esto depende de vosotros, pero creo que los tres sois de los mejores aprendices a los que he tenido el placer de formar. Espero que continuéis estudiando. Call miró a Tamara y a Aaron. Se sonreían y le sonreían a él. Luego Aaron alzó la mano para decir algo. —P ero yo creía… quiero decir, esto es fantástico, pero ¿ no se supone que debemos atravesar la puerta al final del curso? ¿ Cuando nos graduemos? El Maestro Rufus alzó sus peludas cejas. —Sois aprendices. Eso significa que aprendéis lo que estáis listos para aprender y pasáis por las puertas cuando estáis preparados, no antes, y seguro que tampoco después. Si podéis ver la puerta, entonces estáis preparados. Tamara Rajavi, tú primero.
Tamara avanzó, con los hombros erguidos, y fue hasta la puerta con una expresión de asombro en el rostro, como si no acabara de creerse lo que estaba pasando. Extendió la mano, tocó el centro de la masa giratoria y soltó un gritito mientras retiraba los dedos sorprendida. Miró a Call y a Aaron, y luego, aún sonriendo, pasó por la puerta y desapareció de la vista. —Ahora tú, Aaron Stewart. —De acuerdo —repuso éste, asintiendo un poco nervioso. Se secó las palmas de las manos en los pantalones del uniforme gris, como si le sudaran. Se acercó a la puerta, alzó los brazos y se lanzó a lo que fuera que había al otro lado, como un jugador de rugby anotando un ensayo. El Maestro Rufus negó con la cabeza, divertido, pero no hizo ningún comentario sobre la técnica de Aaron para atravesar puertas. —Callum Hunt, adelante. Call tragó saliva y se dirigió hacia la puerta. Recordó lo que le había dicho el Maestro Rufus cuando le había explicado por qué lo había tomado como aprendiz. « Hasta que un mago pasa por la P rimera P uerta al acabar el Curso de Hierro, su magia puede ser atada por uno de los Maestros. No podrías acceder a los elementos, no podrías usar tu poder» . Si le ataban la magia, entonces Callum no podría convertirse en el Enemigo de la Muerte. No podría ser como él. Eso era lo que su padre le había pedido al Maestro Rufus que hiciera, al enviarle la muñequera de Constantine Madden como advertencia. Frente a la P uerta, Call finalmente lo reconoció: Tamara había tenido razón al decir que la advertencia de su padre no tenía nada que ver con la seguridad de Call. Había sido sobre mantener a los otros a salvo de él. Ésa era la última oportunidad de Call, la definitiva. Si atravesaba la P uerta de Control ya no podrían atarle la magia. Ya no habría una manera fácil de salvar al mundo de él. De asegurar que nunca se volviera contra Aaron. De asegurar que nunca se convertiría en Constantine Madden. P ensó en volver a su escuela habitual, donde no tenía amigos, o en pasar los fines de semana bajo la atenta mirada de su padre. P ensó en no volver a ver a Aaron ni a Tamara, y en todas las aventuras que ellos correrían sin él. P ensó en Estrago en su dormitorio y en lo triste que estaría el lobo. P ensó en Celia y en Gwenda y en Rafe, e incluso en el Maestro Rufus; pensó en el comedor y en la Galería, y en todos los túneles que nunca llegaría a explorar. Quizá si lo dijera, las cosas no irían como había pronosticado el Maestro Joseph. Quizá no le atarían la magia. Tal vez lo ayudaran. Tal vez incluso le dijeran que hacer esa cosa con las almas era imposible, que él era sólo Callum Hunt y que no tenía por
qué temer nada, porque no se iba a convertir en un monstruo con una máscara de plata. P ero todos esos quizá no eran suficientes. Avanzó, respiró hondo, agachó la cabeza y pasó por la P uerta de Control. La magia lo cubrió, pura y poderosa. Oyó a Tamara y a Aaron al otro lado, riendo. Y a pesar de sí mismo, a pesar de lo terrible que era lo que estaba haciendo, a pesar de todo eso, Call comenzó a sonreír.
HOLLY BLACK & CASSANDRA CLARE se conocieron hace unos diez años, la primera vez que Holly firmaba libros en público. Desde entonces se han hecho buenas amigas, unidas (entre otras cosas) por su amor a la literatura fantástica: desde el impresionante El Señor de los Anillos hasta las duras historias de Batman en Gotham City, pasando por las épicas clásicas de espadas y magia y La Guerra de las Galaxias. Con Magisterium, han decidido unirse para escribir su propia historia de héroes y villanos, del bien y del mal, de ser elegido para la grandeza se quiera o no. Holly es la autora y co-creadora de la serie de éxito « Las Crónicas de Spiderwick» , y ha ganado un Newbery Honor por su novela Doll Bones. Cassie es la autora de varias series para jóvenes adultos, incluyendo « Los Instrumentos Mortales» y « Los Artefactos Infernales» . Ambas viven en Massachusetts, a unos diez minutos la una de la otra. Ésta es su primera colaboración, y el inicio de una serie de cinco libros.