D O S B O H E M I O S E N PA R Í S
COlecciรณn dirigida por vicente quirarte
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Nemesio García Naranjo Estudio introductorio: FERNANDo CURIEL DEFOSSÉ
Prólogo: JOsé castellot jr.
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Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional Eduardo Gasca Pliego Secretario de Cultura Felipe González Solano Director General de Patrimonio y Servicios Culturales Alejandro Balcázar González Director de Patrimonio
Dos bohemios en París / Nemesio García Naranjo Primera edición Secretaría de Cultura: 2017 DR Secretaría de Cultura Cd. Deportiva “Lic. Juan Fernández Albarrán”, Deportiva s.n., Col. Irma P. Galindo de Reza, Zinacantepec, Estado de México, C.P. 51350 gemimcdg@edomex.gob.mx ISBN 968-484-537-5 (colección) ISBN 978-607-490-025-5 Autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal No. CE: 205/01/03/15 Impreso en México Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.
Estudio introductorio
Estado del arte ¿Sirvió el centenario de la revolución mexicana, en 2010, para reabrir el expediente de su historia (hechos, personajes, episodios) y de su historiografía (teorías, escritura)? Ni por pienso.
Mala pata El partido en Los Pinos –Palacio Nacional lleva sexenios abandonado–, el PAN, era el menos indicado para la faena. Su nacimiento, en 1939, lo fue como mentís del Partido Nacional Revolucionario (1929, abuelo del PRI). Algo así como “civilización” contra “barbarie”. Y así de incómodos, de dientes para afuera, estuvieron los festejos del movimiento que desató el Plan de San Luis. ¿En los arcádicos campos de la Academia, por el contrario, sí se reabrió el expediente de la historia y la historiografía de la revolución mexicana? Tampoco. Ni nuevas perspectivas, ni efemérides inéditas, ni exhumación de documentos y archivos. Las cosas, en cuanto a investigación e interpretación, quedaron como las dejaron, por citar tres nombres, Francois-Xavier Guerra, Friedick Katz y Javier Garciadiego.
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¿Y el periodismo nacional, el de imposición y el de oposición? Menos aún. Hace buen rato que nuestra prensa, salvo contadas excepciones, vive del escándalo del día que se disputan partidos y poderes.
De lo que se trata Adelanto algunos temas pendientes. Los vasos comunicantes entre viejo régimen Belle Époque y nuevo Estado revolucionario (el que no le dio tiempo de iniciar a Madero, pero sí de construir a Carranza, a Obregón, a Calles y a Cárdenas). El verdadero y completo alcance de la oposición al porfiriato: editorial, interna, electoral, armada, cultural (espacio este último del Ateneo de la Juventud al que perteneciera nuestro personaje Nemesio García Naranjo). Las diversas revoluciones mexicanas: política, agraria, laboral, cultural. El problema de su principio y/o principios y de su final y/o finales. El de sus fases posteriores, la recontra resabida posrevolución y la poco estudiada desinstauración (la que arranca con el 68 y culmina con las elecciones presidenciales del año 2000). Las disidencias, al triunfo de Madero en las urnas, el fusil empuñado de Orozco, de Zapata, de Bernardo Reyes. La contrarrevolución de Félix Díaz y Victoriano Huerta. La rebelión de Adolfo de la Huerta. El estudio de la Revolución comprende todos y cada uno de los capítulos mencionados (nada de buenos y malos, villanos y santos, porfiristas y revolucionarios, esa línea recta oficial que hermana a Madero y a Carranza y a Obregón y a Calles y a Cárdenas y a Ávila
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Camacho y a Alemán y a Ruiz Cortines y a López Mateos (¿y a Díaz Ordaz? ¡No, Dios nos guarde!). Son precisamente el porfirismo, primero, y la contrarrevolución después, los panoramas sobre los que se recortan hechos y vida de Nemesio García Naranjo.
Hijo de Lampazos La afición a su figura, a su prosa, las contraje desde los sesentas en la revista Siempre! (me podía saltar el suplemento La cultura en México, pero no ese ejercicio de arqueológica pluralidad que juntaba a Indalecio Prieto, García Naranjo, Víctor Rico Galán, Roberto Blanco Moheno, etcétera). He contado que me “cautivaba la manera personalísima, la constante fluidez, el bogar a contracorriente: fondo y forma armónicos de un editorialista –se decía– de otros tiempos”. He gozado el privilegio de prologar y editar su El crepúsculo porfirista (que comparo con la exitosa novela de Joachim Fest El hundimiento, sobre los últimos días de Adolf Hitler en un Berlín devastado –Galaxia Gutenberg, 2005–) y publicado un estudio de sus memorias, Hijo de Lampazos ( cuya versión corregida y aumentada aparecerá en breve con sello del Seminario de Investigación Sobre Historia y Memoria Nacionales, de la UNAM). Nemesio García Naranjo nace en Lampazos, Nuevo León, el 8 de marzo de 1886 y muere, en la Ciudad de México, el 21 de diciembre de 1962. De 1886 a 1896, a causa del exilio político del señor su
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padre, exalcalde de la población natal, vive en Encinal, Texas. Entre 1891 y 1902, realiza sus estudios preparatorianos en El Colegio Civil de Monterrey. A los veinte años, en 1903, se traslada a la Ciudad de los Palacios.
El fuereño Fulgurante es la ejecutoria del lampacense en la capital republicana (que era y seguirá siendo sede de los Poderes federales, aunque la susodicha reforma política haya borrado de un plumazo, aunque no en la realidad, al Distrito Federal). Se inscribe en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, entra en contacto con el grupo de la Revista Moderna de México (antes Revista Moderna). En 1905 obtiene el premio de composición poética con motivo del tercer aniversario de El Quijote. Nace y se propaga en los ambientes estudiantil y de prensa el mote: “El Vate”. El Vate Nemesio García Naranjo. Entre 1906 y 1908, las líneas de las palmas de sus manos apuntan a la de un intelectual. Se une al grupo –guerrilla cultural urbana en realidad– que conformará el Ateneo de la Juventud; su nombre aparece en el índice de su revista Savia Moderna, y participa en el número poético de su Sociedad de Conferencias (antecedente orgánico que será tanto de la Asociación como de la Universidad Popular Mexicana). Se le pensiona para, además de la carrera de abogado, estudiar la historia de México en el Museo Nacional; sustituye a Carlos Pereyra, enviado a la Legación de México en Washington, en la cátedra de
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historia de México en la Escuela Nacional Preparatoria; se recibe como abogado con una tesis sobre las facultades extraordinarias del Ejecutivo federal.
El político Sin embargo, un abrupto golpe de timón cambia el rumbo de su navegación. García Naranjo se afilia al Club Reeleccionista y se descubre como incendiario porfirista. Con tal carácter, ocupa la secretaría de redacción de El Debate, más libelo que periódico, y participa en las giras de propaganda electoral (fórmula: Porfirio Díaz, presidente; Ramón Corral, vicepresidente). Es tal su súbita politización que, ante la decisión del Ateneo de no dar pie a la política (que no era otra que la de reeleccionistas y antirreeleccionistas), renuncia al prestigioso club intelectual (que no a su ethos: ateneísta será hasta el final de sus días). Cumplida la que será sexta y última reelección de “Don Perfidio”, se le elige diputado a la XXV legislatura. También lo encontramos en la fiesta máxima del porfiriato, la celebración de las fiestas del centenario. Se le encomienda el traslado de la pila en la que fuera bautizado (Abasolo, Guanajuato) el “Padre de la Patria” y forma parte de la comisión redactora de la Crónica Oficial del Centenario. Aunque a la caída de Porfirio Díaz decide retirarse de la política, vuelve a ella como diputado electo por su estado de Nuevo León a la XXVI Legislatura. En la que, junto con José María Lozano, Querido Moheno y Francisco M. de Olaguíbel, forma el temible “Cuadrilátero” enemigo de quien, tras la presidencia provisional
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de Francisco León de la Barra –el real sucesor de Díaz–, ocupa el Ejecutivo federal. Francisco I. Madero. El contrarrevolucionario García Naranjo extiende el fuego parlamentario a un periódico bajo su dirección: La Tribuna. Ya en el poder –ametrallado Bernardo Reyes frente a Palacio Nacional, asesinados el presidente y el vicepresidente–, Victoriano Huerta lo designa primero subsecretario, después secretario de Instrucción Pública. Con este último carácter realiza honda reforma, culminando con la erradicación del positivismo de la Escuela Nacional Preparatoria. Una de las banderas del Ateneo de la Juventud.
El exilado Huertista, sigue la suerte de Victoriano al triunfo del Constitucionalismo de Carranza, Obregón, Villa: el exilio. Prueba en Estados Unidos, en Guatemala, en Estados Unidos de nueva cuenta. Si en la niñez fue Encinal, ahora es San Antonio, ambos en Texas. Funda una semanal Revista Mexicana a la que debemos una minuciosa arqueología. No sólo eminentes contrarrevolucionarios pasan por sus páginas, si bien Venustiano Carranza es la unánime bestia negra. Yo, confieso, sigo empeñado en una crónica de su sección de sociales (banquetes, bodas, nacimientos, decesos), espejo de la comunidad mexicana trasterrada en Estados Unidos. En 1923, a los cuarenta años de su edad, retorna a México. Se hace famoso conferencista, trabaja como abogado, publica en El Universal, ingresa a la Academia Mexicana de la Lengua, rinde sendos homenajes
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fúnebres a Olaguíbel y a Francisco Bulnes. Hasta que el presidente Plutarco Elías Calles lo expulsa del país. Nueva York, diversas ciudades de Europa, Venezuela. No cesa de atacar a Calles y al reelecto (de iure pero no de facto) Obregón. Uno de los tres presidentes del maximato callista, Abelardo L. Rodríguez, le autoriza el regreso definitivo al país. Se afana en la docencia.
1934-1962 Montado en su macho, pluma en efecto de otros tiempos, hace periodismo un día sí y otro también. No es escasa, empero, su bibliografía. Su temprana mirada a la figura de la que, supuestamente, Octavio Paz tiene la exclusiva (La histórica Sor Juana Inés de la Cruz, 1907). Dos homenajes a Porfirio Díaz (Porfirio Díaz, 1913; y Discurso en honor del general Díaz, 1919). Poesía y cuento, teatro. Y sus memorables memorias, en diez tomos, aparecidas en descuidada edición de los talleres de El Porvenir de Monterrey, y auspiciada por un grupo de empresarios, entre 1956 y 1963 (el último tomo, póstumo, arreglado por familiares).
Dos bohemios en París Estamos en 1906. Entre los amigos numerosos de García Naranjo en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, se cuenta Jesús Pallares. Éste lo aguarda a la salida de San Agustín. Recuerda el lampacense:
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Advertí en su semblante mucha inquietud y desasosiego y le pregunté qué era lo que le pasaba; y él me contestó que lo acompañase a tomar un café en La Flor de México porque tenía que hablarme de un proyecto trascendental que marcaría nuevos rumbos en nuestros destinos. Una vez que nos instalamos frente a una de las mesas del referido café, Pallares me soltó como un cañonazo las siguientes palabras: —Vatecito, nos vamos a Europa. —Déjese usted de fantasías, mi querido Chucho, porque yo no tengo con qué ir. Ni siquiera al pueblo de Cuautitlán.
“Vatecito, nos vamos a Europa”. Y a Europa se fueron Jesús Pallares y Nemesio García Naranjo, de los primeros de su generación en saltar el charco Atlántico. Lector, lectora, el tomo, el IV, de las Memorias de García Naranjo, que gentil te dispones a transitar, relata –memora– la aventura corrida por dos estudiantes mexicanos en Francia y en España de 1906 a 1907. El joven Nemesio, que aducía no contar con recursos ni siquiera para ir al pueblito de Cuautitlán, cede a la tentación que se le ofrece en una mesa de La Flor de México. El París que le espera es dual: el de sus lecturas literarias y turísticas, y el que recorre a pie. Guía de poderosa retentiva –a su memoria la llamo “motor de búsqueda”– y facultades verbales, pronto es requerido por paisanos en trance parisiense. Excepcional testigo, informante, turista de tiempo completo. No a cualquier compatriota le fue otorgado el episodio de traslado de los restos de Emile Zola al Panteón Nacional. Herida que vuelve a abrirse. En la comitiva, Dreyfus. Y una protesta prenazi. Suenan dis-
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paros. Uno de los cuales hiere un brazo de Dreyfus al que ni siquiera había arañado la isla del Diablo de su racista prisión lejos de la patria. En Madrid, los dos estudiantes mexicanos de alma aventurera se asoman a las reuniones, literaria una, política la otra –en realidad políticas las dos–, respectivamente El Fornos y El Suizo (pasajes que no llenan de nostalgia a quienes pesquisamos tertulias cafeteras en la Ciudad de México y Madrid). Y así por el estilo. Dispóngase al disfrute de Dos bohemios en París.
Fernando Curiel Defossé
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PRóLOGO
En estos capítulos autobiográficos de Nemesio García Naranjo,
que comprenden la transición de la adolescencia a la juventud adulta, se encuentran los elementos formativos de la personalidad que ahora le conocemos: imaginación creativa, curiosidades superiores que mantienen la perseverancia al acumular una cultura sólida y extensa, aun en los períodos de entusiasmo errante y devoción a la familia, a la amistad y al suelo geográfico y espiritual en que nació. Además, la particularidad constante de este esfuerzo recordatorio es que revive las impresiones sensoriales y mentales en el momento y en el lugar en que las recibiera; por lo que, salvo la precisión y la fluidez del escritor consumado, esos relatos y apreciaciones sobre las gentes y las cosas, que sucesivamente absorbían entonces su atención, conservan la espontaneidad de la adolescencia y la jugosa frescura de la juventud. Aquel muchacho de tierra adentro, que de niño se ilusionaba con ser marinero sin conocer el mar, tan pronto como estuvo frente a él sintió que “el alborozo de su contemplación se apoderaba por completo de su espíritu... Desde la proa, se embriagaba viendo cómo la quilla iba rompiendo la inmensidad azul; y luego, se iba a la popa para gozar del éxtasis que le producía la estela de espuma que la embarcación iba dejando... Una inmensidad azul que siempre es la misma y también
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diferente”. Quienes nacimos a la orilla del mar y crecimos amándolo y temiéndolo, no habríamos encontrado mejor los motivos marinos que producen algo así como una certidumbre compleja de lo variable, lo perpetuo y lo infinito. Confieso que soy un pésimo compañero de viaje; al volver a una ciudad en que estuve pocos años antes, me encuentro tan desorientado como en la primera visita: las calles, los edificios, los individuos, todo se ha desvanecido en mi memoria; en cambio, la personalidad de la urbe, el carácter general de su arquitectura, los hábitos, cualidades y defectos del conjunto de sus habitantes me impresionan de tal modo, que no sólo los reconozco a mi regreso, sino al hallarlos en cualquiera otra parte me hacen recordar en detalle el lugar donde originariamente los observé. En el prólogo de un itinerario poético dice Juan Ramón Jiménez: “No el ansia del color exótico, ni el afán de necesarias novedades. La que viaja, cuando viajo, es mi alma, entre almas. Ni más nuevo, al ir, ni más lejos; más hondo”. Y yo lo copio aquí, aunque no tengo, por supuesto, la sensibilidad captadora de este gran poeta, porque siento algo parecido y no sabría expresarlo con tanto sabor y concisión. Esa tendencia subconsciente no ha impedido que, en el curso de mis prolongadas y frecuentes correrías por el mundo, uno de los goces más intensos y más perdurables haya sido la contemplación de la grandeza y la belleza artísticas; pero siempre me hizo incapaz de prepararme deliberadamente para encontrarlas donde su origen o las circunstancias fortuitas las han colocado. Por esta incapacidad admiro sinceramente la imaginativa preparación de Nemesio, con ayuda de Zola, Daudet y Victor Hugo, para disfrutar tales emociones en París, antes de tener perspectiva alguna de la aventura viajera en compañía
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de Chucho Pallares; y por eso me explico que, no obstante el dinero y el tiempo mínimos de que dispusieron, hayan recogido una cosecha máxima de enseñanzas y experiencias, una efectiva iniciación en la vida intelectual y estética de mayor altura. La carta de don Genaro García al estudiante –que para “vagabundear por Europa” había abandonado las clases y la remuneración que le permitiría terminar su carrera universitaria– recomendándole a su hermano político don Jesús Aguirre y suplicándole encarecidamente que fuera “su guía, su camarada, su consejero y, en ocasiones, hasta el encargado de ayudarlo a administrar el dinero”, ofrece la oportunidad de consagrar un tributo a la clarividencia de aquel maestro tan severo como equitativo; y algunos incidentes derivados de esa misma encomienda proporcionan la comprobación de las apreciaciones que acabo de hacer sobre los buenos resultados de aquel “vagabundeo” cultural. Don Genaro García fue un valor humano de primera clase que no justipreciaban íntegramente quienes no le conocían de cerca. Yo mismo, que tuve ocasión de percibir su clara inteligencia, su rectitud y su fructuosa laboriosidad, no me daba cuenta de que su habitual reserva disimulaba, sin proponérselo, una constante inclinación a la bondad comprensiva, siempre dispuesta a encontrar los méritos ajenos y a tolerar los extravíos que con frecuencia los acompañan; me lo reveló esa carta a su discípulo y amigo el Vate García Naranjo. El diario contacto con aquel muchacho que perseguía finalidades mentales análogas a las suyas, aunque en forma y ritmo diferentes, le dio la certeza de que, no obstante la intempestiva escapada de la sensatez rutinaria para emprender una ventura largo tiempo deseada, podía confiarse en su leal sentido de responsabilidad al recomendarle a un
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familiar enfermo y desmoralizado, tanto para atenderlo y animarlo, como para cuidar del buen empleo del dinero que le permitía realizar un viaje en busca de salud corporal y espiritual. La eficacia con que el joven “guía y camarada” desempeñó el encargo revela el acierto de don Genaro; pues liberó al enfermo de la despiadada fama profesional del doctor Albarrán, poniéndolo al cuidado igualmente sabio del doctor Tuffier, quien, con más consideraciones para el ánimo del paciente y menos exigencias pecuniarias, practicó la necesaria operación quirúrgica con buen éxito; y mientras llegaba el día señalado para ese objetivo principal del viaje, después de instalar al matrimonio Aguirre en un hotel tranquilo, confortable y mucho menos costoso, les hizo disfrutar de la grandeza y la belleza de París con interesantes explicaciones, que distraían su aflicción y fortalecían sus esperanzas de pronto restablecimiento. ¿No es este el caso típico del soñador impenitente que resuelve, con cabal sentido práctico, los problemas corporales y mentales del prójimo colocado por las circunstancias bajo su amparo? Era lógico que la genuina admiración de la pareja mexicana a su improvisado cicerone se contagiara a otros huéspedes del hotel, procedentes de Argentina y en busca de las mismas emociones contemplativas de maravillas parisienses; era más lógico aún que resultase infalible el método de “glosas poéticas” para sustituir a las explicaciones rutinarias de los guías profesionales, a pesar de que la intuición artística de Chucho Pallares se resistiera a creerlo hasta que los indudables efectos comprobaron dicha infalibilidad; y estos efectos no han de haber sido efímeros, la muchacha Avellaneda seguramente disfrutó de nuevo aquellas emociones, cada vez que volvió a escuchar en su país los versos de
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Rubén Darío o José Santos Chocano que les recitara en París el orientador lírico proporcionado por el azar a su anhelante curiosidad juvenil. Esta es la compensación que la Providencia a veces concede a los ricos en espíritu, a cambio de su pobreza material: poder compartir su riqueza con los menos favorecidos; Amado Nervo nos decía y yo repito aquí, para demostrar que tengo fe en el mencionado método nemesiano de las “glosas poéticas”. Nada te debe aquél a quien le diste; por eso tú su gratitud esquiva. Él fue quien te hizo bien, ya que pudiste ejercer la mejor prerrogativa, que es el dar y que a pocos Dios depara. Da, pues, como el venero cristalino que siempre brinda más, del agua clara que le pide el sediento peregrino. Tal vez por eso, en mayo de 1907, cuando llegaba la primavera vistiendo de frondas verde claro los árboles del Bois de Boulogne y desbordando la animación en los grands boulevards, aquellos dos aventureros, aunque invadidos por la melancolía que producen los encantos que se dejan, salieron de París “ebrios de ensueño, envueltos en celajes de aurora y como suspendidos de las estrellas...”. “Nuestro paso a través de la Madre Patria no fue propiamente un viaje, sino un sueño”, dice Nemesio; un presuroso atracón de encuentros fugitivos, que podrían equipararse a los que hoy logran los turistas descubridores de las maravillas de un país durante su veloz recorrido
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en aeroplano; pero la anticipación cultural e imaginativa de aquellos prodigios artísticos y aquellos valores eternos, acicateada por la exuberancia emocional de los dos vagabundos, no sólo centuplicaba entonces su capacidad de disfrutar a la carrera, sino continuó vibrando y con mayor intensidad que las maduras impresiones posteriores, cuando escribía, ahora, los capítulos que relatan desde la entrada a España por Irún, hasta el embarque en el puerto gallego de Vigo, última etapa iluminada y placentera de aquella alucinante peregrinación. Pero en los tesoros recogidos por los dos gambusinos de la ilusión acaso era más valioso lo que hallaron dentro de sí mismos que lo buscado en la aventura. Cuando para mitigar los inconvenientes de la mezquina travesía a bordo del Bavaria saboreaban los descubrimientos y confirmaciones de la belleza eterna acumulados en siete meses casi fantásticos o, sobre cubierta, seguían el curso y el creciente brillo de las estrellas indicador de la presencia del trópico, sintieron precisarse algo que ya en París alternaba a veces con sus deleites contemplativos, algo que no se atrevieran entonces a confesarse, la nostalgia de México, la progresiva e indudable revelación de que sólo aquí podían encontrar lo que buscaban para realizar sus destinos, con tal que, como Hernán Cortés, “hicieran una fortaleza y desde los cimientos” tan pronto desembarcaran en Veracruz. Y ante la efusiva bienvenida de sus compañeros y amigos, un ambiente de simpatías acogedoras que sólo crea la comunidad de suelo y cielo; su situación escolar regularizada, por la benevolente disposición de los maestros para aquel alumno distinguido, si no en disciplinas jurídicas, en otros campos de superación espiritual; y el recobro de los
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ingresos pecuniarios que le aseguraban terminar la carrera universitaria, gracias a la afectuosa tolerancia de don Genaro y don Ezequiel para las escapadas juveniles persiguiendo el ideal, Nemesio reflexiona emocionado: “¿Cómo no había de confirmar mi amor a México que me recibía con tanta ternura maternal?”. Este renacimiento de la fe en lo nuestro, depurador de predilecciones definitivas, cultivó en su ánimo la generosa tendencia a encontrar desde luego lo mejor de las gentes, las cosas y las circunstancias que le rodearon al regresar a la interrumpida normalidad de antes; por eso nos produce tan grata sensación lo que refiere, sobre todo a los que componíamos aquel enjambre juvenil en aquellos últimos años de imperceptible y adormecedora transición a lo que vendría después. La afectuosa y perseverante coacción de Agustín Garza Galindo me hizo doblar los años de estudio y terminamos la carrera en 1904; entre los compañeros de escuela que Nemesio menciona algunos fueron del curso a que pertenecí y los otros inmediatamente anteriores o posteriores; pero con todos ellos tuve constantes o frecuentes ocasiones de mutuo conocimiento y me ha complacido comprobar que las características loables o atrayentes, que él escoge para individualizarlos, coinciden con las que mi memoria conserva con cada uno de ellos. El ingenio y la facilidad epigramática de García Núñez; la cultura extensa y apasionada de Rodión Gómez Robelo; la pulcritud y sencillez de mi coterráneo campechano la Vieja Castilla; la agilidad mental y el fino sentido estético de Guillermo Novoa; la metódica y concienzuda conducta de Eduardo Tamariz, amigo sedante y cabal; la erudición filosófica de Xicoy, al parecer incoherente, pero reveladora de altas inquietudes intelectuales; en fin, cuanto dice acerca de Lozano, Pallares,
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los Olea, el Rápido Vicente Veloz, el Chato Rodríguez Miramón, Pancho Cordero y, muy especialmente, aquel ingenuo y leal anarquista Néstor González, a quien apodábamos Robespierre por ser enemigo de don Porfirio y de la Iglesia católica, pero que la sincera apreciación de Veloz calificaba como “el hombre más bueno del mundo”. Sin embargo, tan espontánea disposición al hallazgo del mérito ajeno no le privaba de acierto al señalar, aun a pesar suyo, las particularidades nada encomiables. Su silueta de Diódoro Batalla está nimbada de calurosa simpatía, que a veces deja entrever deslumbramiento juvenil por aquel extraordinario y torrencial orador; pero su veracidad lo lleva a recordar ciertos detalles que, entonces, tal vez no le hubiese gustado analizar. “Su facilidad de palabra era tan grande –dice Nemesio– que le perjudicaba, pues no requería estudio para la forja de sus discursos”; siempre brillantes –digo yo– aunque a menudo vacíos de pensamiento y propósito constructivo, cada vez que los escuchaba me producían la misma sensación que un prestidigitador habilísimo haciendo, a regañadientes, trucos de principiante. Y al relatar que, en los últimos y agónicos días de la dictadura, embriagado Batalla por los aplausos de las galerías en la Cámara de Diputados y olvidando que estaba allí por la benevolencia del dictador, “colocó en el banquillo al propio general Díaz, provocando la ovación más estrepitosa y delirante que se ha escuchado en el Congreso de México”, añade que aquel otro gran orador don Francisco Bulnes “se aprovechó del desliz antiporfirista y contestó en términos crueles y aplastantes; y aunque las galerías lo silbaron y siguieron aclamando a Batalla, éste se dio cuenta de que se había ensombrecido su victoria”.
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Asimismo, en el pintoresco boceto espiritual del gran poeta Salvador Díaz Mirón, no obstante que admiraba sin reservas su impetuoso vigor lírico, “su sintaxis original y su singularísima adjetivación” y a pesar de que le dejó “pasmado su poder analítico y más pasmado todavía que lo pudiera ayuntar con una fina percepción estética”, nos transmite lealmente la impresión opresiva, casi desesperante, que le causó su primera entrevista con “aquel verbo fulgurante y aquellas pasiones desbordadas”; entrevista tiránicamente prolongada desde las ocho de la noche hasta el amanecer. Yo mismo fui varias veces sujeto pasivo de tan voluntarioso magnetismo, cuando en camino al Teatro Principal para asistir al estreno semanario, encontraba a don Salvador en la puerta del Hotel Iturbide y me retenía despiadadamente dos o tres horas, como auditorio de sus rotundas aseveraciones literarias o cáusticas. La respuesta de Nemesio a Diódoro Batalla, su compañero en tal entrevista, que le preguntara si se había convencido de que Díaz Mirón era el primer orador de México, fue tan certera como justa: No, mi querido Batalla, la elocuencia del poeta no es atrayente, sino despótica; no convence a sus oyentes, los domina; y eso tiene que provocar una reacción de rebeldía. En el momento que nos dejó sentí la impresión que se debe sentir al salir de la cárcel; nos tenía como si fuéramos presos. El hombre es maravilloso, arrollador, inverosímil; ...creo que usted es mejor orador que Díaz Mirón; y también son mejores Chema Lozano y Paco Olaguíbel; pero él tiene una personalidad mayor que todos ustedes juntos.
En mi sentir, su retrato físico y espiritual de Porfirio Díaz, formado con las impresiones que recibió la primera vez que estuvo frente a él,
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comprueba que Nemesio había llegado precozmente en 1909 a la plena y adulta madurez; cada uno de los rasgos que anota era una característica capital de aquella figura imponente y serena. Recojamos algunos: Sus maneras suaves y desenvueltas parecían haberse modelado desde la infancia. ¡Pero no! El mérito mayor de la soltura y el aplomo del general Díaz es que fueron conquistados por él mismo. El tipo rústico y áspero que fue en su juventud se vigorizó y depuró y acabó siendo marcial como un himno, erguido como un eucalipto y enhiesto como una bandera. Era el soldado del Cinco de Mayo, el héroe del Dos de Abril, el centro de la vida de México durante treinta y cinco años, que al fundir tantas tendencias disímbolas y tantas ideas divergentes producía la impresión de ser un crisol en donde se derretían ásperos pedruscos y rocas hostiles, para vaciarse luego en un molde común y formar un todo congruente y armónico.
Encarrilado en sus labores de maestro en la preparatoria, creía confirmada su vocación e iniciada la ruta normal de su vida; pero vino una completa transformación, que lo sacó de aquel itinerario quieto y lo condujo por las veredas de la pasión y la violencia. Se había metido dentro de mi ser un elemento nuevo que, aunque no me produjo al principio la menor alteración, fue desalojando poco a poco de mi organismo las demás aspiraciones. —Me contemplé a mí mismo y, como nunca me ha gustado engañarme, tuve que convencerme de que era un hombre muy diferente del que había sido. —Por eso, con este
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capítulo se cierra el volumen de mis recordaciones, con él se entierra un “yo” romántico y apacible, para que aparezca en escena otro “yo” apasionado, ardiente, volcánico y que nunca había sospechado que pudiera existir.
Al ir espigando en ese campo de situaciones, emociones e impresiones de Nemesio García Naranjo, durante el período transitorio entre la adolescencia y la juventud adulta –como digo al empezar estas líneas– creo haber precisado los elementos formativos de la personalidad que ahora le conocemos: imaginación creativa, curiosidades superiores que le han hecho acumular una cultura sólida y extensa, y devoción a la familia, a la amistad y al suelo geográfico espiritual en que nació. Cuando entró a la lucha violenta y pasional, estos elementos han seguido normando su conducta positiva y negativa; por eso es querido y admirado por quienes le conocemos de cerca y respetado en todas partes, aun en los ambientes políticos o sectarios con los que ha mantenido alejamiento o contradicción.
José Castellot Jr.
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EL SORTILEGIO ÚNICO DEL MAR
Ya dije en un capítulo anterior relacionado con mis primeros años, que mi primera ilusión de niño fue la de ser marinero. No conocía el mar, pero mi fantasía me lo presentaba como un escenario hermosísimo en donde se podía ser libre y feliz. También he relatado que cuando en 1905 –sin haber pisado la cubierta de un buque– recibí el despacho de subteniente de la Armada nacional, comisionado en el Departamento de Marina, tomé aquel nombramiento muy en serio y me interesé por adquirir algunos conocimientos de náutica. Fue entonces cuando me enteré con orgullo de que mi tío abuelo el general Francisco Naranjo, durante su gestión como Ministro de Guerra y Marina (desde 1881 hasta 1884), fundó la Escuela Naval. ¡Tiempos candorosos pero bellos en que consideraba a Pierre Loti –Julián Viaud– como el mejor de los paradigmas, puesto que juntaba la profesión de marino con la de hombre de letras! En vista de estos antecedentes, no puede causar sorpresa que los días pasados a bordo del Esperanza fuesen intensos y conmovedores. Era el primer viaje naval que hacía, y si al salir de Veracruz sentí una honda melancolía, al desprenderme del suelo de la patria, muy pronto el alborozo de la contemplación del mar se apoderó por completo de mí espíritu. Me levanté al día siguiente con las primeras claridades, y me vestí de prisa a fin de no perder el espectáculo de la salida del sol. El orto 31
fue magnífico y deslumbrante; “ya con el cielo y con la mar a solas” –como dijo Gutiérrez Nájera–, no quería escuchar otras voces ni otras plegarias “que el majestuoso tumbo de las olas”. Desde la proa, me embriagaba viendo cómo la quilla iba rompiendo la inmensidad azul, y luego me iba a la popa para gozar del éxtasis que me producía la estela de espuma que la embarcación iba dejando. Los viajeros opulentos que cruzan el océano en trasatlánticos gigantescos no pueden disfrutar de estas emociones, se necesita un bajel pequeño para poder medir “esa tranquilidad de mar y cielo”, como dijo Rubén Darío. Algunos de los pasajeros se quejaban de la lentitud con que caminaba el Esperanza, pero como yo no tenía ninguna prisa por llegar a Nueva York, deseaba sinceramente que aquellos momentos de delicia se prolongasen indefinidamente. Cuando oí la primera llamada del desayuno, bajé para despertar a Pallares, y al recorrer la cubierta me encontré a la arqueóloga que estaba ansiosa de hablar francés. —Despierte, mi querido Chucho, que ya lo anda buscando la sabia de anoche; ya tiene con qué divertirse durante todo el día. Pallares movió la cabeza, pues no le hacía ninguna gracia aquella compañera. Pero no tuvo manera de escaparse, porque nos abordó en el comedor; muy pronto los dejé solos, para que se divirtieran con la lengua armoniosa de Pascal. No tardó mucho tiempo en vengarse mi compañero, porque le dijo que yo era un alumno aventajadísimo del Museo Nacional de Arqueología e Historia, y ella, que estaba ilusionada con las ruinas de Chichen Itzá, procedió a buscarme para hablar conmigo de la civilización maya. Y yo le aclaré que no era un estudiante de arqueología sino de
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historia, pero insistió en sus divagaciones precolombinas. Y de esta manera, arrojándonosla recíprocamente nos pasamos todo el día, pues por fortuna iba a desembarcar muy pronto en el puerto de Progreso. Frente a las playas de Yucatán, sólo estuvimos unas cuantas horas, zarpando en la noche con rumbo hacia La Habana. Al día siguiente, Pallares leía un libro de Maupassant, mientras que yo procuraba leer las comedias de Sir John Barrie, pero la atracción irresistible del mar no me permitía seguir las líneas de los conflictos teatrales; tiraba la obra y me instalaba en la proa para solazarme con la inmensidad azul que siempre es la misma y también es diferente. A las doce del día, acompañaba al oficial que con su sextante determinaba la longitud y la latitud en que nos encontrábamos, y a mí me seducía la precisión con que se fijaba por medio de una banderita el lugar del buque en el mapa. Cuando llegamos a la capital de Cuba, advertimos que la bahía estaba llena de acorazados y cruceros de los Estados Unidos. Semanas antes había estallado una revolución en contra del presidente don Tomás Estrada Palma, quien lejos de luchar contra sus adversarios políticos prefirió presentar su renuncia para pasar sus últimos años como simple ciudadano. El presidente norteamericano Teodoro Roosevelt nombró como gobernador interino a míster Charles L. Magoon, y aquel cambio fue de consecuencias irreparables para la Perla de las Antillas. Estrada Palma era un varón de Plutarco que tras haber luchado como un héroe, desde los tiempos de Céspedes, por la libertad de su patria, se caracterizó en la Presidencia de Cuba por una administración limpia y ejemplar, mientras que míster Magoon comenzó a lucrar con su puesto de manera poco escrupulosa; y lo peor de todo fue que los políticos cubanos aprendieron muy pronto la lección nefanda.
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De cualquier modo, y a pesar de la repugnancia que nos inspiraba el cambio, Pallares y yo resolvimos bajar a la ciudad para conocerla. Pensábamos ver en todas partes la garra de la potencia interventora; pero no vimos ningún soldado norteamericano. En los edificios públicos flameaba la bandera de la estrella solitaria; los policías de las esquinas eran cubanos; nos metimos en un café y no advertimos la más leve señal de que se mermase el carácter hispanoamericano del pueblo. Parecía que no había pasado nada, y sin embargo... ¡la pequeña república había recibido un descalabro evidente en el primer lustro de su vida autónoma! Dos años después iba a asumir la Presidencia cubana el simpático general José Miguel Gómez, que le entregó el poder al caballeroso general Mario Menocal. Éste se reeligió y Gómez quiso pronunciarse, pero los Estados Unidos le marcaron el alto, y entonces debe haber palpado la injusticia que él había cometido contra don Tomás Estrada Palma. Enseguida, desfilaron don Alfredo Zayas, don Gerardo Machado y… ¡el desastre! Al salir de Cuba, con rumbo a Nueva York, comenzó a soplar un viento huracanado que obligó a los pasajeros a recluirse en los camarotes. En aquellos tiempos se encontraban en pañales la telegrafía inalámbrica y el Esperanza no tenía los aparatos receptores que le indicasen la ruta que seguía el ciclón pavoroso; por lo mismo, el pequeño barco quedaba expuesto a las contingencias de la tremenda marejada. Ahora, los buques más pequeños son advertidos a tiempo de los rumbos que lleva una tempestad y pueden esquivar las horribles sacudidas. En 1906, había que sufrirlas y esperar que pasasen para volver al itinerario. Jamás olvidaré cómo crujían las vigas en forma
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amenazante ni cómo nuestras maletas cambiaban de lugar. En un momento en que pareció amainar el temporal, salí del camarote para ver el espectáculo gigantesco de la tormenta; pero una ola titánica me bañó por completo y me tumbó; y un marinero, reprendiéndome severamente, me llevó de nuevo hasta mi camarote. La noche fue agitada y turbulenta, pero aminoró la furia del oleaje, pues acabamos por conciliar el sueño. A la mañana siguiente, al asomarnos a la cubierta, se había restablecido la calma, y el capitán, tras de explorar con sus catalejos una playa cercana, nos dijo sonriendo: —Estamos delante de la isla de Guanahani, en el lugar preciso en donde desembarcó Cristóbal Colón. Yo bendije a Dios hasta por aquella tempestad que me brindaba la oportunidad de conocer el sitio del descubrimiento de América. —¿Y ahora? –le pregunté al capitán. —Tendremos que ir hasta Nassau porque nuestro barco requiere algunas reparaciones. En la capital de las Bahamas permanecimos treinta y seis horas llenas de gracia y de encantamiento; el mar parecía un espejo; la arena de la playa era finísima, y la luna que había pasado de su cuarto creciente hacía pensar en las “noches de plata” de que habló Gutiérrez Nájera. Para completar este cuadro paradísiaco, cuando salimos de Nassau los cefalópodos que chocaban con la proa de nuestra embarcación nos ofrecían la visión irreal de las fosforescencias... Desde allí en adelante no se registró ninguna novedad digna de anotarse. Al salirnos de las aguas tropicales, las olas dejaron de ser azules para convertirse en plomizas. Nos aproximábamos a Nueva York y tanto Chucho Pallares como yo íbamos resueltos a que no nos gustara
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la metrópoli de hierro. En nuestras pláticas con la juventud literaria de entonces, era de cajón desdeñar a los Estados Unidos. Aceptábamos como productos de excepción las poesías de Edgar Allan Poe, los ensayos de Emerson y las pinturas de Whistler… pero lo demás del pueblo norteamericano nos inspiraba un desdén profundo, pues creíamos que todo era prosa y mediocridad. ¡Con qué delectación despectiva nos referíamos a los cowboys del West, a los tocineros de Chicago, a los adoradores del becerro de oro! Así pues, íbamos a Nueva York con la intención deliberada de encontrarla áspera e inculta; creíamos sinceramente que se incurría en un sacrilegio imperdonable cuando se la comparaba con cualquier capital europea. En una mañana del mes de octubre, al salir de nuestro camarote vimos que llegaba la canoa del práctico encargado de llevar al Esperanza hasta el muelle de la Ward Line que estaba en la ciudad de Brooklyn. El paisaje estaba envuelto en una niebla que se iba despejando poco a poco para dejarnos ver la línea llena de entrantes y salientes de los rascacielos. Un joven yucateco que estudiaba ingeniería en la Escuela de Troy nos dijo, mostrándonos una torre cuadrangular: —Ese es el Park Row Building, tiene treita y dos pisos y es la construcción más alta del mundo. (Todavía no se edificaban el Woolworth ni el Empire State.) —¿Más alto que la Torre Eiffel? –le pregunté, seguro de provocar una rectificación. —No, pero la Torre Eiffel no es un edificio, sino un capricho que tuvo París. Vayan ustedes al Park Row y verán que no es lo mismo una armazón hueca y sin objeto que una construcción compacta en donde trabajan miles de gentes.
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Le iba a contestar, pero él no hizo caso de mis objeciones y diciéndome “con el permiso” se fue a otro sitio de la cubierta en donde se contemplaba mejor el horizonte quebrado de la ciudad gigantesca. Advirtiendo que todo el mundo se dedicaba a mirar y que nadie quería discutir, Pallares y yo también nos dedicamos a la contemplación y tuvimos que admitir que el espectáculo era majestuoso. Ya el práctico se había encargado del timón, y al pasar frente a la Estatua de la Libertad vimos que el mástil más alto del Esperanza no llegaba ni siquiera a la mitad del pedestal del monumento. Luego, el puente de Brooklyn se presentó ante nuestros ojos con proporciones que parecían inverosímiles. ¡Y eso que entonces no se habían construido el puente Manhattan ni el puente Jorge Washington. Al atracar nuestro barco, se veía insignificante junto a los trasatlánticos que estaban en los otros muelles. Descendimos y un agente de hotel se acercó a nosotros para proponernos que nos hospedáramos en el América, que estaba en el centro de Nueva York y que tenía un ambiente latino que nos gustaría. —¿Cuál es el precio? —Un dólar diario. –Aceptamos y nos indicó que lo siguiéramos.– Pongan sus equipajes en este mostrador para la revisión de la aduana. Y en efecto, quedamos listos en un santiamén. Siguiendo al guía, tras de dar unos cuantos pasos, llegamos a un lugar donde nos cobraron cinco centavos por cabeza. Se nos dijo que nos sentáramos en una banca de aquel recinto que parecía una sala de espera. Al minuto, aquella sala se comenzó a mover y nos dimos cuenta de que era uno de los “ferries” que van de Brooklyn a Nueva York. ¡Ya estábamos en la metrópoli más ruidosa del mundo!
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EL CULTO DE LA DIMENSIÓN
La primera sorpresa informativa de Nueva York nos la dio el
subway, o sea el ferrocarril subterráneo. En el momento de querer abordar el tren se cerraron las puertas de los vagones, dejándonos la impresión de que tendríamos que esperar un largo rato para tomar el siguiente convoy. El agente del Hotel América nos dijo que no nos preocupáramos porque en el minuto siguiente pasaría otro tren. —¿Un convoy de quince carros cada minuto? –pregunté asombrado. —Sí, señor, desde las primeras luces del día hasta las doce de la mañana, pasan los trenes cada minuto. Como mil doscientos viajes de ida y otros tantos de vuelta. Aparte, deben ustedes considerar los ferrocarriles elevados, los tranvías y los “ferries” que cruzan el río Este y el río Hudson. Tengan ustedes presente que Nueva York ya pasa de cinco millones de habitantes que requieren caminar muchos kilómetros para ir desde sus residencias hasta las oficinas en donde trabajan. En eso llegó el tren y al abordarlo pregunté a nuestro acompañante a qué distancia se encontraba el hotel y me contestó que a un poco más de seis millas, o sea diez kilómetros. Y añadió que antes de un cuarto de hora nos encontraríamos instalados. Y en efecto, llegamos sin novedad en el tiempo calculado, y tras de sacudirnos ese polvo mezclado con partículas de carbón que se pega en la metrópoli gigantesca, descendimos al modesto lobby del hotel para trazar el programa
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que debíamos seguir durante los pocos días que íbamos a permanecer en Nueva York. —Ante todo –me dijo Pallares–, hay que ir a la trasatlántica francesa para comprar los billetes de viaje, y una vez fijada la fecha de nuestra partida, distribuir nuestro tiempo de modo que nos rinda el mayor provecho. Mientras me decía lo anterior, pasó junto a nosotros un joven que acababa de llegar y que, conducido por un mozo, se dirigía a su alcoba. En el momento de entrar en el ascensor dejó caer un sobre voluminoso y Pallares se levantó de su asiento para advertírselo, pero ya el ascensor había subido y no hubo manera de poner los documentos en sus manos. Fuimos a la ventanilla del administrador y entregamos el sobre, para el caso de que reclamara su dueño. El administrador telefoneó al viajero, que muy pronto volvió a pasar frente a nosotros. Mientras recogía el sobre, el empleado del hotel nos apuntó con el dedo, y el interesado vino a darnos las gracias. Hizo esto en idioma inglés, pero como yo advertí su acento extranjero, le contesté en español y él, sonriendo, exclamó: —Ah, ustedes no son americanos... ¿De dónde son? —Mexicanos –le contestó Pallares. —Yo soy portorriqueño y mi nombre es Fernando C... Estudié la carrera de contador en la Universidad de Columbia, y ahora vengo a trabajar en una casa importadora y exportadora. ¿Vienen ustedes a estudiar, o son turistas? Tendré mucho gusto en servirlos en todo lo que pueda. —Muchas gracias, somos estudiantes de derecho, en México, y sólo permaneceremos en Nueva York el tiempo necesario para tomar el trasatlántico que nos va a llevar a Europa.
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—En ese caso, pueden partir inmediatamente, porque aquí salen vapores todos los días. Pero... ¿por qué tanta prisa? De cualquier modo, vamos a arreglar ese asunto desde luego –y sin perder un minuto se fue a decirle al administrador del hotel que se informara de los barcos de las principales líneas trasoceánicas que zarparían en esa misma semana y de los precios del pasaje en cada una de ellas. Volvimos a nuestro asiento y nos dijo:– Ya les comuniqué que pueden embarcarse mañana mismo si así lo desean; pero si este viaje es el primero que hacen a Nueva York vale la pena que permanezcan unos cuantos días para que admiren muchas cosas que no se ven en ninguna otra ciudad del planeta. —Ya vimos desde la cubierta del buque –contestó Pallares– la Estatua de la Libertad, el puente de Brooklyn y el edificio más alto de la ciudad. Además, llegamos a este hotel en el ferrocarril subterráneo y creo que bastan estos exponentes de grandeza material para medir las proporciones titánicas de Nueva York. Esto es inmenso, pero sucede que nosotros andamos en pos del espíritu y por eso tenemos prisa en llegar a París. —Ah, ustedes son románticos –dijo riendo Fernando–, y no me extraña, porque en Puerto Rico también hay muchos soñadores que se colocan una venda sobre los ojos para no ver las cosas grandes de los Estados Unidos. Pero sucede que ustedes me han hecho un favor grandísimo recogiendo unos documentos importantes que se me habían extraviado y yo deseo corresponder de algún modo a ese servicio. Por lo pronto, los invito a tomar una taza de café o un vaso de cerveza; pero antes vamos a la administración, que ya debe tener noticia exacta de los buques. –Así lo hicimos y Fernando recogió un
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papel que leyó rápidamente para decirnos:– Pueden partir mañana mismo en La Provenza de la línea francesa, o dentro de tres días en el Aquitania, barco británico, o el lunes de la semana entrante en el Blucher de la trasatlántica alemana. El último es el más barato pues el billete de primera clase cuesta ochenta y tres dólares. Yo tendré el gusto de acompañarlos a comprar los billetes de viaje, pero antes vamos a tomar café. En torno de la mesa, Pallares le dijo que estaba asombrado de su cordialidad y de su gentileza. —Esperábamos recibir en Nueva York una impresión de hielo y usted nos ha recibido con una amabilidad que me parece antitética de esta metrópoli de hierro, de dinero y de granito. Fernando contestó que había algo de egoísmo en su esfuerzo de retenernos, pues el jefe de la casa comercial donde iba a emplearse se encontraba fuera de la ciudad y no regresaría hasta la semana entrante. —Con ustedes, pienso distraerme y oír cosas de México que me interesan mucho. Por otra parte, a ustedes no les conviene desperdiciar el viaje. —Pero fuera de las cosas inmensas, que no nos llaman la atención, ¿qué es lo que usted quieren que veamos? —Todo –contestó inmediatamente el joven portorriqueño–. ¿Quieren ustedes conocer un gran almacén de mercancías? Allí está la tienda de Wanamaker que les puede vender cualquier cosa que deseen comprar. ¿Desean una institución científica? Allí está el Museo de Historia Natural, en donde pueden pasar varios meses sin aburrirse. ¿Buscan el vértigo de los negocios? Pues vamos al Stock Exchange, en donde diariamente se hacen operaciones por centenares de millones.
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¿Les gusta la música? El Carnegie Hall les brinda conjuntos sinfónicos insuperables. Los teatros de ópera no se abrirán sino hasta el mes entrante; pero en ellos podrían oír las mejores voces del mundo entero. El Metropólitan presenta todos los años el ciclo completo de las obras wagnerianas y eso no se ve en ninguna parte del planeta. ¿Les interesa la política? Nos encontramos en vísperas de la elección de gobernador del estado y ya el pueblo se halla en efervescencia política. Lo que yo pretendo es que ustedes se vayan de aquí sin el prejuicio de que Nueva York es tan sólo un amontonamiento de rascacielos; también quiero quitarles la idea de que es una ciudad yanqui, porque aquí residen más de un millón de irlandeses, más de un millón de judíos, cerca de un millón de alemanes, más de medio millón de italianos... ¡Es la ciudad universal por excelencia! —Nos asombra que usted siendo portorriqueño –le dijo Pallares– sea un pregonero tan entusiasta de Nueva York. En México creíamos que el desenlace de la guerra de España con los Estados Unidos había sido para el pueblo borinqueño un desengaño inmenso, que el dominio yanqui le parecía peor que el despotismo peninsular. —Sí, hubo mucho de eso hace ocho años, cuando cambiamos de dominadores; se suspiraba por la autonomía completa, pero nos hemos ido convenciendo de que la independencia absoluta es un sueño irrealizable, pues en caso de agresión no nos podríamos defender. Por otra parte, lo primero que hicieron los Estados Unidos fue higienizar el puerto de San Juan, donde por siglos imperó un paludismo crónico que parecía incurable; enseguida, los yanquis fundaron muchas escuelas con el propósito noble de educar a los analfabetos. Es posible que ustedes me juzguen ayancado, y no; lo único que hago
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es ver la realidad, tratar de adaptarme a ella, y esperar para mi pueblo un porvenir mejor. Ya habíamos acabado de tomar nuestro café y Fernando nos preguntó: —¿Qué es lo que resuelven? ¿Se van mañana en La Provenza o se embarcan en el Blucher la semana entrante? —Mucho le agradecemos su generosa insistencia, pero, de todo lo que nos ha dicho, sacamos en limpio que aquí reina la cantidad, únicamente la cantidad. Cifras, cifras y más cifras. Nosotros tenemos otro concepto de la vida. Henri Lavedan lo ha dicho elocuentemente: “Lo colosal nos parece pequeño y lo enorme no llega a los pies de nuestro ideal”. No creemos que la ballena, por ser el animal más grande, sea la obra maestra de Dios; preferimos una orfebrería pequeña de Benvenuto Cellini a las proporciones gigantescas de la Estatua de la Libertad; por eso no hacemos caso de las manifestaciones insolentes de la dimensión física; andamos detrás de otra dimensión, la que hace caber el infinito en cualquier gota de rocío. Nos gusta más el trino de un ruiseñor que este ruido tan estrepitoso como intolerable… —Yo les dije que eran románticos y usted me está resultando hasta poeta; no puedo contestarle, pero repito que cometerían un error marchándose sin darle importancia a Nueva York. Y Pallares le contestó: —Me ha convencido usted, y llévenos a la Deutscher Amerika Linie, pues saldremos en el Blucher la semana entrante; pero conste que no es Nueva York sino usted el que nos ha atraído. Fernando sonrió y nos dijo que íbamos a pasar muchos días encantadores.
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UNA SEMANA EN Nueva York
Teníamos ojos y no queríamos ver
Disponíamos de siete días para buscarle defectos a la metrópoli
titánica. Desde luego, formamos un programa nutrido para observar el mayor número de facetas dignas de ser anotadas. Nos bastaba leer los periódicos para enterarnos de la lucha política entre Charles Evans Hughes y William Randolph Hearts que se disputaban la gubernatura del estado. Aunque no nos interesara la política, el espectáculo de la preparación electoral era seductor. Por primera vez vi una manifestación popular de cien mil gentes, una manifestación auténtica... y eso era grande, aunque nosotros pugnásemos por verlo pequeño. Hughes era un hombre serio, demasiado serio y no tenía el don de arrastrar a las muchedumbres; pero sus lugartenientes se encargaban de la lucha. Hearst era un periodista de escándalo que había comenzado a formar la vigorosa cadena de diarios que, con el transcurso de los años, le brindó una clientela de más de ocho millones de lectores. Por lo mismo, era un adversario peligrosísimo. Fernando nos informó que en el año anterior se había presentado como candidato a la alcaldía de la ciudad, y que había perdido únicamente por una mayoría de tres mil votos. Con la experiencia de esta derrota insignificante (pues apenas llegaba al medio por ciento de los sufragios) y por la portentosa
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publicidad de sus periódicos, consideraba nuestro amigo portorriqueño que míster Hearst sería el siguiente gobernador de Nueva York; y profetizaba que algunos años después llegaría a la Presidencia de los Estados Unidos. Se equivocó nuestro informante, pues a las tres semanas triunfó míster Hughes con una mayoría de cincuenta y cinco mil votos. ¡Caso extraño el del gran periodista californiano! Sabía multiplicar el número de sus lectores, pero nunca supo inspirarles respeto ni confianza. En una deliciosa comedia francesa se comenta irónicamente la entrada de un novelista mediocre en la academia de los “cuarenta inmortales”; y alguien le pregunta a uno de los que lo eligieron su juicio sobre el último libro de dicho autor, y el interpelado contesta: “los académicos lo hemos admitido en nuestro seno, pero no lo hemos leído”. Con Hearst pasaba lo contrario, el pueblo lo leía pero jamás quiso admitirlo, ni siquiera tomarlo en serio. Aunque sus diarios circularan por centenares de miles, cultivaba la nota del escándalo: crónicas truculentas de robos y asesinatos; relatos espeluznantes de casas abandonadas en donde aparecían fantasmas; reportajes folletinescos que hacían llorar a los lectores de baja calidad. Este tipo de periodismo resultó un negocio inmenso que le permitió a su dueño acumular una fortuna de doscientos millones de dólares; pero lo inutilizó para gobernar espiritualmente a su pueblo. Muy conocidos son los grandes publicistas que han sacudido a las muchedumbres, que han tumbado gobiernos y abierto nuevos capítulos en la historia. El abate Sieyès, con un folleto, prendió el incendio de la Revolución Francesa; don Juan Montalvo, con sus tremendas catilinarias, minó el régimen ecuatoriano de García Moreno; el general Riva Palacio desprestigió al gobierno de don Sebastián Lerdo
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de Tejada con sus sátiras demoledoras; Emilio Zola con su tremendo “yo acuso” forzó la reposición del proceso Dreyfus... Nada de esto ni de algo que se le parezca pudo hacer Hearst con sus ocho millones de lectores, pues su fortuna inmensa fue el pedestal irónico sobre el cual se irguió su derrota política. Es que las muchedumbres, aunque parezcan groseramente materializadas, sólo pueden ser movidas y arrastradas por los caballeros del Ideal; únicamente los espíritus que arden pueden contagiar con su fuego a los pueblos. El periodista maestro busca discípulos; el periodista apóstol anda en busca de prosélitos; el periodista comerciante, detrás del mostrador, vende los artículos y las crónicas que, como las demás mercancías, obedecen las leyes inexorables de la oferta y la demanda. Por tal causa, el periodismo de Hearst desempeñó en la vida pública de los Estados Unidos el papel que desempeña la tambora en las orquestas: es el instrumento que hace más barullo, pero que no expresa ninguna frase musical; aturde a todos, divierte a unos cuantos, pero no deja huella en la historia... ¡Qué diferencia entre estas toneladas de papel impreso y las trece ediciones de La Lanterne de Henri Rochefort que prepararon el derrocamiento de Napoleón III! Bastan las reflexiones anteriores para comprender que Pallares y yo disfrutamos del privilegio de presenciar cómo un hombre serio detenía el vuelo de un charlatán que pretendía apoderarse de los destinos de su país. La preferencia que le otorgó el pueblo a un hombre opaco como Hughes revela el buen juicio y el espíritu cívico de la nación norteamericana; pero nosotros, en 1906, no veíamos, no queríamos ver nada grande en Nueva York. Fernando nos llevó a la biblioteca de la calle 42 y le preguntamos con sarcasmo:
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—¿Nos va a decir usted que esta es la mejor colección de libros del mundo? —No, pero es donde se brinda un servicio mejor para que los libros sean leídos. Nos llevó a la Universidad de Columbia, pero nosotros, pensando en las universidades de Oxford y de París, nos permitimos desdeñar aquel centro de cultura. Y de la misma manera, con el ánimo premeditado de censurar, respondíamos a las amabilidades de nuestro guía con un espíritu beligerante y siempre dispuesto a la discusión. Llegó el momento de visitar el Museo Metropolitano que apenas había sido fundado veintinueve años antes. El poeta William Cullen Bryant, en el discurso inaugural pronunciado en 1877, dejó ver que la nobilísima institución había comenzado con casi nada; y sin embargo, pasmaba que en tan corto tiempo se había conseguido acumular un tesoro artístico que valía muchos miles de millones de dólares. —Dentro de un siglo –nos dijo Fernando– será el primer museo del mundo. —No tanto, mi querido amigo. —Me quedo corto, porque si en menos de treinta años los norteamericanos se han traído tantas joyas, en cien años más van a ser los dueños de todos los museos de Europa. —No tanto –insistí tercamente. Y para impresionarlo le conté la anécdota de la turista norteamericana que frente al circo romano de Nimes le preguntó a un artista francés: “¿Cuánto costaría la construcción de un monumento igual?”. “Costaría tres mil años”, le dijo, mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa irónica. Fernando se reía de nuestros desplantes y decía que éramos tan tercos como sus
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compatriotas; y agregaba estar seguro de que a nuestro regreso habríamos cambiado de opinión. —Europa es el pasado y aquí se encuentra el porvenir. ¿Qué pasó con aquel gentilísimo muchacho? En 1914, cuando volví a Nueva York, hice todo lo posible por encontrarlo; pero después de una búsqueda minuciosa, se me informó que era el representante de una gran firma neoyorkina en la ciudad de Manila. Le escribí reanudando la vieja polémica, pues llegaba a los Estados Unidos profundamente contrariado por la intervención de Wilson en los destinos de México. No tuve respuesta, lo que me causó extrañeza pues nos había dado pruebas inequívocas de estimación y de afecto. Lo volví a buscar en 1926, en la ciudad de San Juan de Puerto Rico, y un hermano suyo me anunció que había muerto. Le conté las discusiones apasionadas que habíamos tenido veinte años antes, y el hermano me dijo que iguales debates sostenía con él y otros miembros de su familia. Yo cumplo con el deber de consagrarle estas líneas que se me figuran un rito de carácter religioso. Fue a despedirnos al muelle cuando abordamos el Blucher en seguimiento del ideal que nos había sacado de México. Al darnos un abrazo apretado de despedida, nos dijo: —A pesar de que ustedes se jactan de su desamor hacia esta inmensa ciudad, no pueden negar que se llega a ella en los mejores ferrocarriles y en los trasatlánticos más lujosos; que tiene el mejor sistema de transporte de todo el mundo; que se pueden alojar en el mejor hotel del planeta; que se enteran de lo que pasa en la tierra por los mejores periódicos; que disfrutan de los mejores espectáculos; que, en una palabra, les basta recorrer los hechos de una jornada para llegar a la conclusión de que es la primera ciudad del orbe.
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Y yo le contesté riéndome: —Sí, la primera ciudad, los primeros ferrocarriles, los primeros periódicos, los primeros edificios, lo primero en todo; pero con todas estas cosas óptimas, ¡qué vida tan aburrida y tan detestable! Prorrumpió en una carcajada y me anunció: —Ustedes volverán y se los tragará Nueva York. Pero se equivocó. Quiso el destino que viviera allí desde 1926 hasta 1934 y fui de los rebeldes que no se dejaron engullir por la metrópoli titánica.
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A TRAVÉS DEL OCÉANO ATLÁNTICO
El viaje desde Nueva York hasta Cherbourg a bordo del Blucher no prometía el encanto de la travesía que habíamos hecho en el Esperanza. Era de los trasatlánticos de lujo hace medio siglo y desplazaba un poco más de dieciocho mil toneladas. Exactamente igual al Moltke, sólo era superado entre los barcos germánicos de entonces por el Deutschland, que a su vez competía con los palacios flotantes de la marina mercantil de Inglaterra. Sin embargo, cuando la Cunard Line lanzó el Mauretania y la White Star el Olympic, la línea alemana se colocó en primera fila con la botadura del Imperator, que obedeciendo al conjuro de su nombre orgulloso imperó en el océano Atlántico hasta 1914, en que estalló la Primera Guerra Mundial. Nunca me han gustado estos alcázares de los mares. Después de atravesar más de veinte veces el océano, puedo decir que los viajes más deliciosos son aquellos que se hacen en embarcaciones relativamente pequeñas y cuyo número de pasajeros no pasa de cien. El corto número de viajantes da motivo a que se entablen relaciones cordiales entre todos ellos. En el primer día, los saludos atentos pero fríos que demanda una buena educación; pero luego, tras una plática meramente formal, surge algún detalle de mutuo interés y la conversación comienza a filtrarse en la intimidad. Se animan los semblantes, se dibujan en los labios las sonrisas, los ojos fulguran inmensamente y 51
palpita con mayor celeridad el corazón. De esta manera, tres o cuatro días después, reina entre todo el pasaje una completa camaradería. Y cuando se llega al anhelado puerto se han creado nuevos afectos que inspiran cartas posteriores, o cuando menos tarjetas postales. ¿Que son amistades circunstanciales y transitorias destinadas a languidecer? ¡Por supuesto! Pero también hay encanto y poesía en la fugacidad. En los grandes trasatlánticos, la masa voluminosa de gentes extrañas no permite estas comunicaciones espirituales. Una vez me embarqué en el Mauretania con rumbo a Venezuela, y me sentí a bordo como si continuara dentro de un hotel neoyorquino; una partícula de humanidad en medio de personas desconocidas. Me parecía que el Hotel Commodore se había puesto repentinamente a navegar. Los mismos salones, el mismo bar, los mismos servicios, y sobre todo, la misma multitud. Y algo peor todavía que el hotel, porque de éste tenía la posibilidad de salirme para recorrer con paso acelerado las avenidas neoyorquinas. En el Mauretania no, tenía que aguantarme la presencia de los mismos viajeros desconocidos, y que ellos me aguantaran a mí; y eso mermaba el encanto de la travesía. En el Blucher se disfrutaban todas las comodidades y satisfacciones que se podían conseguir hace cincuenta años. La cubierta era amplia; la sala de recepciones, magnífica; el comedor, espléndido y la cocina, de primera categoría; en el bar, una cerveza rica y cualquier licor que se quiera apurar; en la biblioteca, las mejores obras literarias de Alemania, de Francia y de Inglaterra. Por último, todas las mañanas se distribuía entre los pasajeros The Atlantic News, un pequeño periódico que contenía las últimas noticias del mundo. ¿Qué más se podía pedir? Desde un punto de vista material el viaje era perfecto, pero
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nada de comunión espiritual entre centenares de gentes que no tenían para nosotros la más leve significación. Por fortuna, Pallares y yo nos completábamos y el mayor consuelo de aquella soledad se encontraba dentro de nosotros mismos. Yo comprendía que él era superior a mí en cultura y en inteligencia, pero comenzaba a darme cuenta de que lo aventajaba en resolución y en carácter. Sus magníficas cualidades se neutralizaban con cierta indolencia, un adormecimiento voluptuoso que me hacía presentir y temer el fracaso de sus ilusiones. Quería ser un actor, pero no marcaba enérgicamente los itinerarios que lo habían de conducir a la realización de sus anhelos. De todas maneras, su compañía para mí era salvadora y lo mismo podía decirse de mi compañía para él. Como caminábamos sobre cubierta siempre juntos, no tardamos mucho en advertir a un par de muchachas norteamericanas que también viajaban solas y que como nosotros dos parecían desconcertadas en medio de la amorfa multitud. No eran bellas, pero tampoco eran feas; no atraían con encantos extraordinarios, pero tampoco repelían; vestían correctamente, pero carecían de personalidad seductora y magnética. Las dos nos miraban con curiosidad, como si presintieran que nuestra situación psicológica era igual a la suya. Una mañana me las encontré en la biblioteca, en donde pedí un libro de Maupassant para Pallares y una novela de Kipling para mí. Al advertir que había solicitado una obra escrita en francés, la mayor de ellas me preguntó si yo era francés, y le respondí que tanto mi compañero como yo éramos estudiantes de México. Y así se inició una conversación que iba a generar una amistad de siete días, que era el tiempo que nos faltaba para llegar a Europa. La que había iniciado la plática se llamaba Clara Podesti y debe haber tenido alrededor de treinta años.
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—¿Italiana –le pregunté, y ella me contestó que no, que era norteamericana, aunque sus padres habían nacido en la península meridional de Europa. La otra, que apenas tendría veinte años, era de ascendencia irlandesa y se llamaba Lucy Murphy. Me dijeron que iban a Europa por primera vez, y que su interés mayor se encontraba en las ciudades de Nápoles y Dublín, de donde provenían sus familias. Yo les informé que nosotros dos pasaríamos en París alderredor de seis meses y que luego nos trasladaríamos a España, en donde pensábamos radicarnos cuando menos otros seis meses. —¡Un año! –exclamó Clara, e infirió que nosotros éramos ricos y podíamos cubrir los gastos dispendiosos de un viaje largo. La saqué del error diciéndole que apenas contábamos con lo indispensable para sostenernos con humildad, por lo que, al llegar a París, buscaríamos una pensión de familia que nos cobrase ciento y pico de francos mensuales por habitación y alimentos. —Preferimos –le dije– una permanencia larga aunque pobre, a una instalación costosa que agotaría nuestros recursos en unas cuantas semanas. Como Pallares me estaba esperando en la cubierta, las invité para que me acompañaran y ellas accedieron gustosas y con ánimo visible de establecer una relación. Al presentárselas, mi compañero se excusó por no saber inglés; pero yo le dije que Clara era hija de italianos y podía entenderse con él en la lengua armoniosa de D’Annunzio. Y en efecto se entendieron, pues Pallares, aleccionado por las farándulas italianas que visitaban México a principios de este siglo, pudo sostener una ligera conversación. Cuando nos separamos de ellas, mi amigo me dijo que aunque aquel conocimiento que acabábamos de entablar
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era agradable, deberíamos mantenernos a cierta distancia, porque al llegar a Europa no las podríamos atender. —No se preocupe por eso, pues ya les dije que éramos estudiantes pobres que nos íbamos a instalar no sólo con modestia sino con humildad. Por otra parte, yo he vivido muchos años en Estados Unidos y sé por experiencia que las mujeres norteamericanas son las menos coquetas del mundo y por eso pueden ser amigas excelentes. Además, ya advirtió usted que ninguna de las dos tiene esa belleza singular que turba los sentidos y llena el alma de ilusiones; carecen de la fascinación peligrosa que tienen los precipicios. Finalmente, ellas van a desembarcar en Southampton, mientras que nuestro destino es París. Cambiaremos saludos, conversaremos algunos minutos y... asunto concluido. Ésas eran nuestras intenciones; pero al descender al comedor para tomar nuestro almuerzo advertimos que los asientos que se nos había señalado el primer día se encontraban ocupados; y al dirigirme al maître d’hotel para preguntarle cuál era nuestro nuevo lugar, vi que Lucy con una sonrisa me llamaba, y ya cerca de ellas me dijo que Clara había conseguido de dicho maître que nos sentara junto a ellas. Desde aquel momento en adelante comimos y cenamos con las flamantes amigas, sin que ellas demostraran la menor preocupación por haber tomado la iniciativa en algo que en México corresponde al sexo masculino. —Así son las americanas –le dije a Pallares–; pero no vaya usted a suponer que pusieron en esta maniobra la menor insinuación de ir más allá de una camaradería afectuosa. Y efectivamente, lo único que esperaban de nosotros era una compañía que les sirviese de distracción. La cultura de ambas era
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muy reducida; su experiencia se limitaba a la vida mecánica de las clases medias de Nueva York; eran dos muchachas buenas y nada más. La pasión italiana que era de suponerse en Clara se había amortiguado mucho por la existencia metódica de los Estados Unidos; y en cuanto a Lucy, su pasión irlandesa se traducía en desahogos coléricos contra Inglaterra. Una noche, al llegar al comedor, advertimos con sorpresa que en todas las mesas había copas de champaña, y supusimos que se nos iba a servir el vino espumoso. Enseguida, vimos que el capitán del buque y sus oficiales se aproximaban a la mesa de honor, vestidos de gran gala. —Y esto ¿qué significa? –le pregunté a nuestras amigas. —Ahora mismo lo vamos a averiguar –dijo Clara, y fue a preguntárselo a uno de los oficiales para informarnos que ese día era el aniversario de la batalla de Leipzig, y como el general Blucher había sido el héroe principal de la jornada, el buque que llevaba su nombre le rendía el homenaje debido. Volvimos nuestros ojos al retrato del anciano militar que presidía el comedor y notamos que casi todos los pasajeros lo estaban contemplando. Cuando se sirvieron las copas de champaña, el capitán se levantó para invitarnos a brindar por uno de los guerreros más grandes de todos los tiempos. Dijo que Blucher había derrotado a Napoleón en Leipzig, y lo había vuelto a derrotar en Waterloo. Y añadió con malicia: los ingleses le atribuyen la gloria al Duque de Welligton y han pregonado tanto esta pretensión que muchas gentes la han creído; pero oídlo bien, Blucher fue el verdadero vencedor de Bonaparte. Los alemanes se levantaron de sus asientos y aplaudieron estrepitosamente; Lucy estaba radiante, no le importaba nada el Emperador francés pero disfrutaba
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del júbilo de que le disputasen aquel laurel a Inglaterra. Yo me reí de su entusiasmo y ella me preguntó: —¿Insiste usted en que fue Wellington y no Blucher el héroe de Waterloo? —Los dos juntos –le respondí– no valen la décima parte de lo que valía Napoleón. Lo que sucede es que desde que volvió a la isla de Elba emprendió una aventura imposible y condenada a la catástrofe. Óigalo bien, Lucy, el que derrotó a Napoleón fue el mismo Napoleón. El viaje continuó monótonamente, pues los días eran brumosos y fríos. A veces la niebla era tan espesa que la sirena del barco iba dando repetidamente su nota aguda, en previsión de posibles choques. Nuestra principal distracción ante el paisaje gris era la lectura pues las conversaciones con Clara y Lucy eran desabridas e insustanciales. Llegamos a Southampton a las diez de la noche y se despidieron de nosotros con vivas muestras de cordialidad. Al verlas descender por la escalera, Pallares me dijo: —Muy amables las gringuitas, pero ¡qué lástima que fuesen tan aburridas! —Eso fue una fortuna –le contesté–, pues ¿qué habría sido de nosotros si hubieran ellas inspirado estos versos de Chocano: Ave de paso, fugaz viajera desconocida, fue sólo un sueño, sólo una sombra, sólo un acaso, duró un instante de los que duran toda la vida…
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Ni Clara ni Lucy dejaron recuerdos hondos y he tenido que escarbar mucho mi memoria para encontrar estas triviales evocaciones. A media noche nos alejamos de la costa inglesa, y en la madrugada el Blucher había anclado en la bahía de Cherbourg. Las autoridades del puerto nos despacharon inmediatamente, y a las once de la mañana un tren rapidísimo nos conducía hasta París. Los paisajes de la Normandía, dorados por el otoño, eran encantadores, pero no nos atraían porque monopolizaba nuestros espíritus la ciudad mágica de nuestros ensueños y nuestras locuras. Los judíos conducidos por Moisés no avanzaban con mayor entusiasmo que nosotros hacia la tierra prometida.
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LA CIUDAD DEL RITMO PERFECTO
Llegamos a la estación de Saint Lazare poco después de medio día. El descenso del tren y la marcha hacia la puerta de salida los hicimos sumándonos a la corriente de los viajeros sin tener que inquirir orientaciones. Íbamos conmovidos y silenciosos como esperando el embeleso que estábamos seguros de gozar. Tanta era la autosugestión que nos poseía, que si París hubiera sido igual a Tlalnepantla también nos habría impresionado. Al llegar al patio en donde estaban los carruajes de sitio, abordamos uno de tantos y Pallares dijo al cochero el nombre y la localidad del hotelillo modesto que nos había recomendado el administrador del Hotel América de Nueva York. Quedaba muy cerca de la estación ferrocarrilera y arribamos en menos de un cuarto de hora. Nos instalamos en una alcoba muy sencilla cuyo precio era el de cinco francos diarios, e inmediatamente bajamos porque estábamos ansiosos de salir a la calle, vagabundear por los boulevares y confrontar la realidad parisiense con la urbe fabulosa que traíamos impresa en nuestra fantasía. En un plano grande de París que se extendía sobre una pared de nuestro humilde hotel, vimos que éste se encontraba muy cerca del boulevard Haussman, que partiendo del Arco del Triunfo va a desembocar en el boulevard de los Italianos. Como yo había estudiado el Baedeker y casi lo sabía de memoria, le dije a Pallares que 59
podíamos meternos en el laberinto del tránsito sin correr el menor peligro de extraviarnos. —Estoy seguro –le dije con el mayor aplomo– de que puedo llevar a usted hasta la Plaza de la Concordia y regresar a este hotel sin que se registre el menor incidente. Pallares sabía bien que yo no estaba fanfarroneando, porque unos cuantos días antes de salir de la ciudad de México, Pepe Arévalo nos había puesto en contacto con un señor Fagoaga, conocedor de la Ciudad Luz, a quien me permití jugarle la broma de insinuarle que París me era tan familiar como a él. Hablando de teatros, le describí el estreno de La virgen de Ávila en el coliseo Sarah Bernhardt; le expuse detalles que había leído en una crónica de Sarcey, a propósito del autor de la obra, Catulle Mendès, y de la genial actriz; y luego le describí cómo había representado el Edipo de Sófocles Mounet-Sully en el Teatro Odeón. Luego, cuando el señor Fagoaga se refirió al Museo de Louvre, le pregunté: —¿Todavía se encuentra la Victoria de Samotracia en el descanso de la escalera monumental? —En efecto, allí está. —¿La Venus de Milo aún monopoliza un salón con cortinajes rojos de terciopelo para que destaquen mejor las proporciones impecables de la escultura? —Allí se encuentra, en la forma que usted describe. —¿Y la Gioconda de Leonardo da Vinci, continúa colocada en el Salón Carré debajo del cuadro gigantesco del Veroneso Las bodas de Canáan? El señor Fagoaga me miró con asombro y me dijo:
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—Veo que usted conoce el Louvre mejor que yo, y eso indica que su permanencia en París debe haber sido muy larga. Además, advierto que usted es de los pocos que hacen viajes para estudiar. —Todo lo contrario –le repliqué–, yo estudio para viajar porque todavía no he tenido la fortuna de cruzar el océano. —Imposible –me respondió–, porque solamente viendo las cosas se pueden retener con tanta precisión. Usted no se ha limitado a residir en París, sino que también se ha familiarizado con la vida parisiense. Pallares y Arévalo se rieron, y yo, tras un suspiro, le dije: —Llevo varios años de vivir en París, pero le advierto que mi viaje trasatlántico y mi estada allá se han hecho y se siguen haciendo con la imaginación. Una novela de Emilio Zola me hizo ver cómo son Les Halles, o sea los mercados de los abastos. Por otra obra del mismo autor me son familiares los almacenes del Bon Marché; Alfonso Daudet me puso al lado del marqués de Monpavon para que lo acompañase por el boulevard de la Magdalena, en su marcha patética hacia la muerte; y también Daudet me colocó junto al Nabab, para contemplar en la Plaza de Vendôme la estatua del gran Parvenu que desde el centro de París “está autorizando todas las ambiciones y haciendo verosímiles todas las quimeras”. Y no le digo a usted, señor Fagoaga, quién me sirvió de guía a través de la Catedral de Notre Dame, porque ya debe estar suponiendo que fue el propio Victor Hugo. Se rió el señor Fagoaga mientras yo agregué que además de lo que había aprendido en la literatura, no desperdiciaba oportunidad para amplificar mis conocimientos. ¡Si yo hubiera aprendido el Código civil y el Código de procedimientos civiles tan detalladamente como me asimilé el Baedeker podría ser un buen abogado!
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Pallares había sido testigo de aquel diálogo y por eso fue que no vaciló en dejar que yo lo condujera por las calles de París. Y no fallé como guía porque unos cuantos minutos después avanzábamos por el boulevard Haussman con rumbo hacia el occidente. Eran las cuatro de la tarde y el sol otoñal doraba los espléndidos edificios. Lo que más nos maravilló fue la admirable simetría de las construcciones. En Nueva York el paisaje es anguloso y quebrado, lleno de entrantes y salientes, con torres titánicas que parecen llegar hasta las nubes, junto a casitas enanas que se miran humilladas y aplastadas. Los neoyorkinos parecen gozar con estos contrastes brutales que hacen pensar en jirafas al lado de insignificantes hormigas. El panorama de París es todo lo contrario: terso, armonioso, equilibrado, congruente, como si sus moradores hubieran puesto sus empeños en no alterar el ritmo sosegado de la naturaleza. Nos parecía que todos los constructores se habían puesto de acuerdo para ponerle un límite a la elevación de los edificios; la raya superior no era ni podría ser una línea recta, pero las diferencias de altura sólo llegaban a interrumpir la monotonía, aunque sin caer en una disparidad chillona. En aquel tiempo, ni Pallares ni yo habíamos profundizado en la cultura francesa, mas nos bastó ver la ciudad de París para comprender que allí todo era armonía y limpidez, equilibrio y dulzura. Las gentes caminaban con paso rítmico y pausado, sin atropellarse las unas a las otras; nadie producía la impresión de estar de prisa; todos se entregaban sin frenesíes enloquecedores a la alegría sana de vivir. Estoy hablando del otoño de 1906, ocho años antes de la Primera Guerra Mundial. Los franceses de aquel entonces acogían a los extranjeros con una sonrisa hospitalaria; los rostros tenían una expresión radiante, optimista, llena de fe, y era natural que así fuese porque su patria
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era la banquera del mundo, y la riqueza nacional se encontraba mejor distribuida que en cualquier otra parte del planeta. ¡Cuánto bendigo a Dios por haberme permitido conocer a los parisienses, cuando sonreían luminosamente como las cariátides de los templos griegos! Las lecturas posteriores y la contemplación de las obras de arte nos enseñaron que lo genuinamente francés es pensar con método como Descartes, gobernar en forma equilibrada como Luis XIV, luchar sin perder el ritmo como Turenne, ser elocuente sin desbordarse en palabrerías huecas como Bossuet, cincelar el estilo con paciencia como Carlos Baudelaire y Gustavo Flaubert, pintar con colores que acarician la mirada como Poussin y Puvis de Chavannes, esculpir el mármol con líneas impecables como Rodin y explorar el corazón sin hacer ruido como La Bruyère y La Rochefoucauld. Nada de gritos estridentes ni de ademanes epilépticos, nada de delirios pasionales ni paroxismos de locura, nada que no fuese gobernado por la ponderación y la mesura. Los hombres superiores conservan el ritmo de la raza, marchan serenamente sin esfuerzo visible y no necesitan de posturas solemnes para decir cosas originales y profundas. ¡Ése era el París de 1906 y tengo la seguridad de que volverá a ser el mismo en el futuro! Al terminar el boulevard Haussman, quedamos frente a frente del boulevard de los Italianos. —Si seguimos hacia el occidente –le dije a Pallares– llegaremos a las puertas de Saint Denis y Saint Martin; y si nos devolvemos hacia la derecha llegaremos a la Ópera y más allá, a la iglesia de la Magdalena. Mi compañero escogió la segunda ruta y tuvo razón porque es el centro más bello de la ciudad. Ya para entonces se habían extingui-
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do las últimas luces del día, y los gendarmes iban encendiendo los faroles de gas. A poco andar, contemplábamos en éxtasis ese himno triunfal de granito que es el Teatro de la Ópera. Atravesamos la plaza y Pallares propuso que nos sentáramos a tomar cualquier cosa en el café del Grand Hotel. Nos sentamos frente a una mesilla exterior y yo le propuse que bebiéramos una copa de ajenjo en recuerdo de Alfredo de Musset. Mientras la apurábamos, Pallares me dijo que París real había sobrepasado al París que se había imaginado. Tras una media hora de descanso, mi compañero me preguntó: —¿Y ahora hacia dónde vamos? —Si continuamos por este mismo boulevard, muy pronto llegaremos a la Magdalena, que se encuentra casi enfrente de la Plaza de la Concordia; pero yo le propongo que le demos vuelta al Teatro de la Ópera y que emprendamos la aventura de treparnos a Montmartre; la noche está muy tibia; la luna todo lo embellece y, al llegar allá, podremos abarcar todo el panorama de París nocturno. —¿No se encuentra muy lejos? —Alderredor de tres kilómetros; desde las paredes del cementerio, o desde el atrio de la Basílica del Sagrado Corazón, disfrutaremos de un paisaje inolvidable. La cuesta es pesada; pero allá podremos tomar la cena en cualquier restaurant bohemio y regresar muy cómodamente a nuestro hotel para dormir tranquilos. —Sea –contestó Pallares, y se inició la caminata. La subida fue más penosa de lo que yo había calculado y hubo momentos en que casi estuvimos dispuestos a devolvernos. Por fortuna pudo más nuestra curiosidad que nuestra fatiga y seguimos adelante hasta llegar a la meta propuesta. Había valido la pena porque París
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iluminado es uno de los espectáculos más fascinantes de la tierra. La luna magnificaba el cuadro que nosotros contemplábamos en éxtasis, y yo me puse a recitar estos versos: Ah!... Paris fuit, nocturne et quasi nébuleux; Le clair de lune coule aux pentes des toits bleus; Un cadre se prépare, exquis, pour cette scène; Là-bas, sous de vapeurs en écharpe, la Seine, Comme un mystérieux et magique miroir, Tremble… Et vous allez voir ce que vous allez voir! Pallares se rió y, mirándome con malicia, me dijo irónicamente: —¡Ah! ¿Conque usted me ha hecho subir acá dizque para ver París iluminado, y en realidad para darse gusto de recitar un fragmento del Cyrano de Rostand? —Por supuesto, y también me prometo de recitar versos de Victor Hugo frente a la columna Vendôme, y la “Lucía” de Musset en el cementerio del Père-Lachaise … Y cuando esté en vísperas la llegada del invierno, ¿cómo olvidarnos de la “Canción de otoño” de Paul Verlaine?
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LOS DUROS IMPERATIVOS DE LA POBREZA
El problema del alojamiento barato
La excursión por las alturas de Montmartre nos dejó fatigados,
fatigadísimos, y por eso fue que al retornar al hotel e introducirnos en nuestros lechos el cansancio se tradujo inmediatamente en un sueño sosegado y reparador. Al día siguiente, en el momento de despertar, me dijo Pallares que tenía el antojo de desayunar en la terraza del Grand Hotel, frente al boulevard, donde habíamos apurado una copa de ajenjo la tarde anterior. Un café excelente y croissants de exquisita calidad. Mi compañero pagó con un billete, y cuando el mozo le trajo el vuelto, dejó en la bandeja como propina dos francos. —¿No le parece, mi querido Chucho, que ya es tiempo de contar los céntimos y renunciar al porte de gran señor que siempre lo ha caracterizado? —¿Qué menos podía dar, que dos francos? —Yo he oído decir que la gratificación usual es el diez por ciento del consumo, y por lo mismo, un franco habría bastado; pero atendiendo a nuestra pobreza, debió usted haber dejado únicamente cincuenta céntimos, que es lo que autorizan nuestras circunstancias. —No me vaya usted a salir con la novedad de que se ha vuelto tacaño –me dijo mi compañero mientras me miraba con un gesto burlón.
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—Le hablo en serio –respondí con voz reposada pero que hacía ver mi alarma y mi cuidado–. Desde que salimos de Veracruz, usted se ha encargado de cubrir todos los gastos, como era lo debido, puesto que son suyos los tres mil pesos que se sacaron del Banco Nacional; pero he venido observando la forma pródiga en que usted maneja el pequeño haber, y me asalta el temor de que nuestros egresos hayan sido cuando menos el doble del presupuesto que se trazó. El pasaje a Nueva York sólo nos costó sesenta dólares, pero en La Habana gastamos más de diez dólares; y en Nassau la cuenta fue mucho mayor. Y luego, la copa de oporto, el vaso de cerveza, la cajetilla de cigarros, la compra de tarjetas postales, los timbres de correo, y sobre todo las propinas que usted deja con una esplendidez que no me canso de admirar, pero que se encuentra muy arriba de nuestras humildes posibilidades –Pallares me miró con gesto de contrariedad mas yo continué con minuciosidad molesta–. De Nueva York, ni me quiero acordar. Compró usted dos trajes y ropa interior por valor de más de cien dólares, y eso estuvo muy bien hecho; pero me basta calcular lo que se fue en ferrys, en tranvías, en el subway, en boletos de teatro, en cuentas de restaurantes, en propinas, en todo eso que se llama “gastos menores”, que son siempre más grandes, para adivinar que el fondo de nuestra aventura se encuentra irreparablemente disminuido. Después, a bordo del Blucher, le entró a usted la ventolera de que tomásemos diariamente una botella de vino del Rhin… —Muy barato –me interrumpió con el propósito de justificar aquel gasto innecesario, aunque proporcionara un placer evidente. —Muy barato, cuando se compara su precio con el que cobran los restaurantes de México, pero que se halla muy por encima de nuestra
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realidad bohemia. Aceptemos pues los imperativos inexorables de nuestra pobreza. En México, nos podíamos entracalar para darnos el gusto de ser grandes señores en una noche magnífica. Aquí no; si no tomamos actitudes de tacaños, nos veremos forzados muy pronto a tomar actitudes de mendigos. —No se preocupe, querido Vate, que todo se arreglará. —Nada de arreglos forjados con la imaginación. Ahora mismo me va a decir usted cuál es la suma exacta que le ha quedado, treinta días después de que se inició esta aventura. –Esto era lo que Pallares no quería decir, por el temor de alarmarme; pero como yo insistí tercamente, acabó por confesarme que sólo traía en el bolsillo un poco más de mil doscientos francos.– ¡Menos de quinientos pesos mexicanos! –exclamé asustado. Yo creí que andábamos mal, pero veo que nuestra situación es mucho más precaria que lo que había sospechado. —No se preocupe –volvió a decirme, y levantándose de su asiento, me convidó a que pasáramos inmediatamente al Louvre, en donde la serenidad de la Venus de Milo nos infundiría confianza, y la sonrisa de la Gioconda de Da Vinci nos llenaría otra vez de optimismo y de fe. Los supervivientes del estudiantado de hace medio siglo saben que no estoy inventando, que estoy diciendo la verdad, que así era aquel gran tipo que se llamó José Pallares. No pude menos que admirar su magnificencia y aumentar el cariño que por él sentía; pero le contesté que la Afrodita mutilada y la Mona Lisa tendrían que seguir esperando nuestra visita, porque teníamos urgencia de conseguir en ese mismo día un alojamiento barato. —En Nueva York vivimos “en dólares”; durante las últimas veinticuatro horas hemos vivido “en francos”; pero de aquí en adelante vamos
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a tener que vivir “en céntimos”. Por lo pronto, vamos a caminar hacia el templo de la Magdalena, que queda a cortísima distancia. Espero que la griega columnata y el pórtico triunfal nos infundan algunas ilusiones. Desde allí veremos la Plaza de la Concordia, y a falta de la sonrisa de la Gioconda, nos consolaremos con el obelisco de Luxor, cuya contemplación es gratis. Atravesando la plaza en línea recta, llegaremos al Palais Bourbon, o sea la Cámara de Diputados. Allí nace el boulevard Saint Germain que conduce al corazón del quartier latin, que es el barrio de los estudiantes, y allí seguramente encontraremos una pensión humilde en donde nos instalaremos hoy mismo, o a más tardar, el día de mañana. Chucho aceptó mi programa y se inició la caminata. A pesar de nuestra situación precaria, íbamos de éxtasis en éxtasis. Ya dije en capítulo anterior que París es la ciudad más simétrica y bien proporcionada, y debo agregar que también es la que más convida a vivir. Desde el centro de la Concordia, vimos hacia el oriente el pequeño Arco del Triunfo y la construcción del Palacio de Louvre; hacia el occidente, la avenida majestuosa de los Campos Elíseos, que terminan con el gran Arco del Triunfo. —Ya ve usted –le dije a mi colega– cómo no se requiere gastar un sólo céntimo para disfrutar de esta placidez de paraíso. Pues de la misma manera, seguiremos gozando con panoramas que no cuestan nada, en tanto que regularizamos nuestra situación y nos sometemos a la rigidez de un humilde presupuesto. —No me convence usted de que hemos venido a morirnos de hambre, y usted que me conoce sabe lo que me repugna la tiranía de la contabilidad; pero… tenemos que aceptar la esclavitud de los números.
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—Pero ya estoy cansado y me comienzan a doler los pies. —En ese caso, tomaremos el primer ómnibus. Y en efecto, en la esquina de la Cámara de Diputados subimos a uno de aquellos vehículos que eran arrastrados por tres caballos normandos. Yo me adelanté para ascender por la escalera al segundo piso que se llamaba la Imperial. Pallares se quejó de que lo hiciera trepar y yo le expuse dos motivos: el primero era que allí el pasaje valía quince céntimos y abajo, el doble. El segundo motivo era que desde aquella altura íbamos contemplando la belleza de la ciudad. Mi camarada asintió, y como en aquel momento se veía la iglesia de Saint Germain des Pres, dijo conmovido: —En efecto, la Imperial es el sitio mejor para conocer París. Al llegar al boulevard de Saint Michel, invité a mi camarada a descender y él me objetó que estábamos a un paso del río Sena y que aquel viaje nos permitía conocer la Cité; pero yo insistí en que teníamos que arreglar cuanto antes nuestra instalación. Bajamos para buscar en las callejuelas adyacentes al boulevard la pensión que mejor nos conviniese. No tardamos en encontrar una que cobraba 150 francos mensuales por persona; pero no se admitía más que a un sólo pensionado porque no tenían más que una vacante. Al despedirnos, la dueña de la casa nos dijo que si volvíamos en los días siguientes, probablemente nos podría acomodar. Le prometimos volver, y al salir de allí Pallares consultando su reloj me dijo que había llegado la hora de comer. —Muy bien –le respondí, y señalándole una fonducha humilde, agregué:– Allí tiene usted un ragoût de carnero que se ofrece por sesenta céntimos y un queso Camambert que sólo vale veinte. Hay que aprender a comer barato.
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El ragoût nos supo a gloria y el queso estaba tan exquisito que pedimos otra tajada. Por el vino nos cobraron veinte céntimos y el gasto total, con propina, no llegó a tres francos. Regresamos radiantes a hacer un paseo por el barrio estudiantil. La Sorbona, el Colegio de Francia, la iglesia de San Sulpicio, el jardín de Luxemburgo… Habíamos aprendido la lección de que París también era fascinante para los pobres. Sí, tenía las más atractivas seducciones, pero la seducción mayor se encontraba dentro de nosotros mismos. Pallares tenía veinticinco años y yo veintitrés, y en esa edad venturosa hasta la miseria se envuelve en resplandores de alborada.
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EL HOTEL BRISTOL DE LOS BOHEMIOS
—¿Qué programa sugiere usted para el día de hoy? –me pregun-
tó Pallares mientras tomábamos un modesto desayuno en un café situado a espaldas del templo de la Magdalena, frente a la estatua de Lavoisier. Yo le respondí que debíamos ir a la pensión del barrio latino para asegurar nuestra instalación a la mayor brevedad posible, y no seguir pagando cinco francos diarios por habitación. Mi compañero me replicó que era más prudente ir en la tarde, a fin de que el dueño de la pensión tuviera más tiempo en prepararnos acomodo. Y volvió a preguntarme:– ¿Qué haremos en esta mañana? —Estamos en el centro de París y cualquier programa es excelente, con tal de que no nos cueste un céntimo. Por todos los rumbos encontraremos belleza y gracia; se encuentra a un paso el boulevard de la Magdalena, y desde allí está cercana la Plaza Vendôme, con la columna del Emperador; luego, podemos descender al jardín de las Tullerías, y atravesándolo, llegar a la orilla del río Sena y visitar los expendios de libros viejos; también sería encantador el recorrido de la avenida de los Campos Elíseos hasta el Arco del Triunfo; ¿y qué le parece entrar a la Cité, y visitar la Catedral de Notre Dame, y el Palacio de Justicia con la Santa Capilla que construyó Luis el Santo? —Y el Museo del Louvre, ¿no le tienta a usted?
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—¡Cómo no me ha de tentar si llevo muchos años de soñar en los tesoros plásticos que encierra. Pero al Louvre, mi querido Pallaritos, podemos ir el próximo domingo, cuando no hay que comprar boletos de entrada. Y lo mismo debemos hacer con los otros museos y las galerías de arte; aguardar pacientemente el día de visita libre. En el resto de la semana podemos visitar las secciones diferentes del museo máximo, o sea esta ciudad tan rica en monumentos inmortales y que parece un cuento de hadas. —Bueno –me contestó mi amigo–, vamos a la Plaza Vendôme. Y descendiendo por la avenida de la Ópera, comenzamos a columbrar desde lejos la columna que se construyó con el acero de los cañones que el Águila imperial le quitó a sus enemigos en una serie de batallas de leyenda. Llegamos a la plaza y vimos que Bonaparte no pudo haber escogido un sitio mejor para pregonar su gloria. El trazo de Mansart es perfecto. Entre los palacios, nos llamó la atención uno, por los lacayos de librea que estaban en la puerta y por la serie de carruajes que tenía delante. Preguntamos qué era aquella majestuosa edificación y nos dijeron que era el Hotel Bristol, el más elegante de París. —Vamos entrando –me dijo Pallares, y sin aguardar mi contestación le preguntó a uno de los lacayos si podía pasar a ver a don Pablo Escandón, rico viajero de México que había llegado en esos días. El lacayo nos condujo a la administración, y yo le pregunté a mi amigo que cómo había sabido que don Pablo se encontraba en París. Y Pallares me contestó que sólo era un pretexto para entrar y ver los salones. ¡Qué magnificencia! Alfombras orientales, gobelinos en las paredes, muebles de la más alta calidad. Naturalmente, en la
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administración nos dijeron que el señor Escandón no había llegado ni tenía reservadas habitaciones. Dimos las gracias y salimos. Y Pallares, riéndose, me hizo esta reflexión: –Este es lujo, y no el hotelucho que le parece a usted caro por cinco francos al día. Al llegar al jardín de las Tullerías, vimos hacia el oriente el Palacio del Louvre, y al occidente, envuelto en una niebla que aumentaba su majestad, el Arco del Triunfo. Yo le dije a mi amigo que me parecía más hermoso el segundo panorama y le sugerí que atravesáramos la Concordia para internarnos por los Campos Elíseos. En esta vía triunfal, no tardamos en ver hacia nuestra izquierda dos construcciones espléndidas: el Grand Palais y el Petit Palais, restos de la exposición universal de principios de siglo. Nos salimos de la ruta para contemplarlos, y entonces advertimos que por aquella calle se llegaba al puente de Alejandro III, que es el más suntuoso de los que cruzan el río Sena. No tuvimos tiempo de admirar dicho puente, porque se presentó ante nuestros ojos pasmados la cúpula de los Inválidos, bajo la cual duerme su último sueño Napoleón el Grande. El imán del Emperador es irresistible; y además el sol, al reflejarse sobre los oros de la cúpula le daba a la construcción un aspecto feérico. Avanzamos fascinados, recorrimos la “esplanada” y nos enteramos de que el frente de la edificación de Mansard se encontraba en el lado opuesto. Dimos la vuelta y desde la avenida Breteil pudimos admirar la arquitectura grandiosa. No era día de visita libre; por lo mismo, no entramos; pero desde una de las esquinas de los Inválidos divisamos el Campo de Marte, donde se celebró la misa memorable de la Federación, durante la Revolución Francesa. Detrás del Campo de Marte, se erguía la Torre Eiffel. Nos introducimos en la avenida La
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Bourdonnais, y a poco caminar, casi enfrente de la Escuela Militar, vimos que en una mansión modesta se anunciaba el alquiler de una habitación para dos personas. Aquello nos podía convenir y penetramos a fin de recabar los informes consiguientes. Una señorita muy amable (Madeleine Duclós) nos mostró una alcoba doble mucho mejor que el cuarto de hotelillo donde habíamos dormido las dos noches anteriores. En una mitad del aposento estaban instaladas las dos camas, y en la otra mitad, un canapé, dos sillones y dos sillas, como aspirando a parecer un saloncito de recibir. En el centro, una mesa invitaba a leer. Yo le dije a Pallares que aquello no era tan humilde como lo que buscábamos; pero él preguntó por el precio. —Sesenta francos al mes. Yo interrumpí diciendo que éramos estudiantes y que andábamos en pos de algo más modesto, pero Magdalena nos dijo que aparte del alojamiento nos podía proporcionar la alimentación a precio muy barato. —¿Cuánto nos cobraría usted por todo? –preguntó mi amigo, y ella le respondió que trescientos francos. De nuevo volví a meterme en la conversación para decirle a Magdalena Duclós que nuestras posibilidades se limitaban a 125 francos mensuales por cabeza, y aunque nos encantaba la alcoba, la necesidad nos obligaba a buscar algo más barato. Le di las gracias y tomé una actitud de despedida; pero ella me contestó que iba a consultar con su madre, para ver si era posible darnos un precio mejor. Al encontrarnos solos, me dijo Chucho que ya que estábamos dispuestos a entrar en la pensión del barrio latino por 150 francos, podíamos pagar la misma cantidad por la instalación decente en aquella casa.
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—Aguárdese usted, para ver si podemos ahorrarnos unos cuantos centavos. –Y en efecto, los ahorramos, porque cinco minutos después volvió Magdalena acompañada por su madre, que nos midió con una mirada exploradora. No le causamos mala impresión porque nos dijo que si nuestra permanencia iba a ser larga, podía darnos la pensión completa para los dos por 260 francos mensuales. Pallares le dijo que estaríamos con ella cuando menos seis meses y que aceptábamos gustosos su proposición. —¿Podrían ustedes avanzarme alguna pequeña cantidad, como garantía de trato? —Más que eso, señora, pues le vamos a pagar en este momento dos meses adelantados –y de acuerdo con el ofrecimiento, Pallares sacó de su cartera cinco billetes de cien francos y uno de veinte. Ella, sonriendo, manifestó que no necesitaba tanto; pero yo le dije que era conveniente tanto para ella como para nosotros, que ya no tendríamos motivo de preocupación por lo que faltaba del año. La señorita Duclós nos extendió el recibo y entonces advertí que llevaba la fecha del 31 de octubre, que es el día de mi santo. Al despedirnos, madame Duclós nos preguntó que si nos esperaban a comer a las siete de la tarde, y le contestamos afirmativamente. Y así fue como comenzamos a vivir en la casa número 111 de la avenida de La Bourdonnais. Al dirigirnos hacia el hotel para recoger nuestro equipaje, Pallares me dijo con acento irónico: —Confieso, Vatecito, que no lo conocía como regateador. Jamás sospeché que fuese usted tan duro para soltar los centavos. —Yo tampoco me conocía, pero la necesidad trae revelaciones que ni la fantasía más caprichosa se atreve a imaginar.
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—¡Lo que se van a reír José María Lozano e Hipólito Olea, Manuel García Núñez y nuestros demás amigos de México cuando les cuente que es usted un mercachifle despreciable! —Pero... ¿Acaso piensa usted relatarles estas miserias? Nada de eso; cuando volvamos a nuestro país diremos que estuvimos hospedados en el Hotel Bristol, en donde vivimos como príncipes y nos servían lacayos de librea. A Pallares le cayó muy en gracia aquella promesa de fanfarronada, y desde aquel momento le comenzó a dar ese nombre convencional a nuestro modestísimo alojamiento. Cada vez que tras de vagabundear por las calles de París resolvíamos volver a la casa de madame Duclós, Pallares decía: “Nos está esperando el hotel Bristol”. Un día, por indiscreción y olvido, se nos salió el nombrecito delante de Magdalena, que nos miró sorprendida, y entonces Pallares le explicó que llamábamos a la casa de su mamá de tan rumbosa manera para que nos salieran naturales nuestras fanfarronerías cuando regresásemos a México. A ella le hizo tanta gracia la ocurrencia que estalló en una alegre carcajada y le fue a contar a madame Duclós que su modesta casa valía tanto como el hotel suntuoso de la Plaza Vendôme. Mucho tiempo después, le escribí a Magdalena una tarjeta postal desde México, enviándole recuerdos cariñosos; y ella tuvo la gentileza de contestarme: “El hotel Bristol se siente muy triste y muy vacío desde que se fueron sus mejores clientes”.
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UN PROGRAMA DE ESTUDIO Y DE TRABAJO
Nuestra instalación en la casa de madame Duclós resultó un gran acierto, o para hablar más propiamente, una fortuna inesperada. No era una pensión pues Pallares y yo éramos los únicos huéspedes. La comida era modesta pero limpia; se nos servía vino a medio día y en la tarde y el ambiente era de quietud y de estudio. Al día siguiente de habernos acomodado en aquel rincón de París, salimos a pasear y nos fuimos recorriendo las orillas del río Sena, hasta llegar a los puestos de los “bouquinistas”, o sea los vendedores de libros de ocasión y de estampas viejas. Ya Anatole France ha descrito el encanto de este comercio empolvado, donde bajo las apariencias más humildes suelen aparecer joyas de gran valor. Pallares se ilusionó con una bellísima edición del Gil Blas de Lesage que se vendía a cinco francos (dos pesos mexicanos), pero yo objeté aquella compra con el argumento de siempre, el de no gastar sino aquello que fuera rigurosamente indispensable. En cambio, le indiqué la conveniencia de adquirir un pequeño volumen con las principales comedias de Molière y otro que traía compendiada la obra de Racine, ediciones económicas que sirven de texto en los liceos y, por lo mismo, son muy baratas. Cada tomo por ser usado se vendía a cincuenta céntimos, por lo que el gasto fue únicamente de un franco. En otro expendio nos encontramos con un tomo aislado de las comedias de Calderón de la 79
Barca que contenía “La vida es sueño” y “El alcalde de Zalamea” y que costó también cincuenta céntimos. Al regresar a nuestro alojamiento, le dije a Pallares que me había empeñado en adquirir aquellos libros modestísimos para que él se pusiera estudiar y, si era posible, se los aprendiera de memoria. Me miró asombrado y yo le di la explicación siguiente: —¿No desea usted ser actor? Pues la única manera de realizar este anhelo consiste en emprender la tarea con constancia y seriedad. Hoy en la noche, después de la cena, leerá usted el Tartuffe completo y enseguida se pondrá a asimilar los parlamentos más destacados, para infiltrar en ellos su temperamento y darles vida. —Pero no tiene objeto estudiar una obra que jamás se representará porque se encuentra fuera de los carteles de esta época. Por otra parte, yo no puedo ser un actor francés. —Sí tiene objeto, porque el esfuerzo que usted haga por interpretar a Molière le servirá para interpretar las demás comedias del mundo entero. Estamos en París y no se representan comedias españolas. En cambio, en el teatro francés desfilan constantemente las obras de los clásicos, esto es, las obras eternas. Por eso, si estudia usted a fondo el tipo de Tartuffe, y luego se lo ve a Mounet-Sully o a Feraudy, podrá confrontar la interpretación de estos artistas con la que usted haya pensado darle; y con estas comparaciones se desarrollará su facultad de autoanálisis y de autocrítica, tan necesarios en todo artista de verdad. Por otra parte, además de lo que significa la obra de Molière para los actores, hay que tener presente lo que quiere decir para la cultura humana. Yo no pienso dedicarme al teatro, pero me importa mucho Molière como explorador de las honduras del alma.
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Pallares, que era muy inteligente y muy comprensivo me dijo: —Ya entendí su pensamiento y estoy enteramente de acuerdo –y desenvolviendo mi tesis en forma que a mí no se me había ocurrido, agregó con entusiasmo–. En el teatro eterno, como usted lo llama, figuran los tipos de todas las edades. Prometeo es la personificación de la rebeldía. Edipo es la víctima del destino, Medea es la venganza, Otelo es la encarnación de los celos, Macbeth es la locura del mando –y en la misma forma siguió enumerando mi compañero los tipos de todos los tiempos–. Es cierto –continuó cada vez más convencido– que yo aspiro a ser un actor moderno, es decir, un intérprete de la vida complicada y multilateral de estos tiempos; pero en los hombres de hogaño existen facetas iguales a las que se pueden encontrar en los caracteres sintéticos del género humano. Así pues, todos tenemos algo de Tartuffe, algo de don Juan, algo del embustero de la La verdad sospechosa, algo de los demás compendios psicológicos que hicieron los maestros inmortales. Así pues, con el conocimiento de esos caracteres condensados, se puede matizar la naturaleza de las figuras poliédricas de nuestra edad. Tiene usted razón, comenzaré por Tartuffe, y seguiré con El avaro del mismo autor, y El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, y con tan precioso arsenal comprenderé mejor el teatro moderno. Y no solamente el teatro, sino los personajes más grandes de la novela; usted me designará los párrafos del Quijote que mejor pinten al Caballero del Ideal y yo procuraré recitarlos de manera que se convierta en realidad palpitante el tipo cervantino. —Desde luego –le contesté–, tiene usted el parlamento de la Edad de Oro y el discurso sobre las armas y las letras; pero caminemos despacio y limitémonos por lo pronto a Tartuffe.
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Basta el diálogo transcrito para medir las capacidades dramáticas de José Pallares, y si a eso se agrega una voz armoniosa y bien impostada, una gesticulación elocuentísima y un movimiento de manos que había heredado de su padre, se tiene que llegar a la conclusión de que habría podido ser un maestro de la escena española. ¿Por qué no persistió en obedecer los imperativos de su vocación excepcional? La sola pregunta me llena de melancolía, pues no puedo resignarme a que aquellos sueños terminaran en el “Pudo haber sido” del poeta Whittier. Aquella noche, después de la cena, nos sentamos frente a la mesa para leer. Él abrió el volumen de Molière y yo el de Racine, y no suspendimos la lectura sino hasta terminar la pieza teatral que habíamos comenzado. —Mañana –me dijo– voy a seguir con Le misanthrope –y yo le respondí que debería seguir con Tartuffe hasta conocerlo en todos sus detalles. —Esto no debe ser una distracción pasajera, sino un estudio concienzudo; hoy se acuesta usted pensando en el hipócrita, y debe amanecer mañana con la misma obsesión, hasta que Tartuffe y usted sean la misma cosa. —Pero me voy a aburrir con el mismo personaje. —No se va a aburrir porque el estudio íntimo del personaje le hará percibir matices insospechados que nunca ve el espectador. Éste se sienta cómodamente en su butaca y pide cambio de situaciones para poderse entretener. El actor no, porque a fuerza de estudiar y de repetir va encontrando facetas nuevas que pasan inadvertidas en la primera lectura. Luego, deberá recitar tiradas de versos, para
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imprimir en ellos los matices que constituyen el secreto de una interpretación perfecta. —Pero mi dicción francesa es muy pobre… —Por supuesto que lo es, pero la repetición de los parlamentos le educará el oído, le brindará flexibilidad a la pronunciación y aprenderá usted entonces el francés, mejor que con un profesor de idiomas. —Y usted –me dijo sonriendo– será el apuntador, el público y el crítico… —Desde luego, mi querido Chucho, pero además tengo el propósito de estudiar la literatura francesa porque lo poco que conozco de ella es fragmentario y disperso. Ya usted sabe que nuestra cultura no se ha sistematizado nunca. No conocemos a Rabelais ni a Montaigne sino por citas de segunda mano; pero en cambio hemos leído algunas novelas de Balzac y casi todas las de Alejandro Dumas, Emilio Zola y Alfonso Daudet. Jamás he penetrado en Descartes ni en Bossuet, pero nos hemos aprendido de memoria algunos versos de Lamartine, de Musset y de Verlaine. Además, nos hemos querido lucir y, por tanto, nuestra obsesión ha sido la de enterarnos de las últimas novedades literarias, con descuido de los modelos perennes. Con estas lecturas desordenadas e inconexas podemos adornar nuestro escaparate y simular una erudición brillante, pero nosotros sabemos que carece de cimientos sólidos. Nuestra ilustración se parece mucho a las colchas que confeccionaban nuestras abuelas con remiendos de telas diferentes. Claro está que una cultura auténtica y maciza no se obtiene con las lecturas que hagamos en los seis meses que vamos a pasar en París, pero nos podemos dar por satisfechos si aprendemos cuando menos a caminar por itinerarios lógicos. Y ya lo ve usted, los textos de los
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liceos valen únicamente cincuenta céntimos y se encuentran a nuestro alcance. ¡A estudiar pues con constancia y devoción! Cuando regresamos a México, siete meses después, le conté a José María Lozano cómo habíamos vivido en París y él me contestó con una ruidosa carcajada. Y agregó en tono de burla: —¡Conque Pallaritos y usted se metieron de cartujos y se pusieron a estudiar! ¡Qué desperdicio de su juventud! Y sin embargo, le debo a aquellas veladas tranquilas el conocimiento del primer Balzac, de Montaigne, de Rabelais, de Pascal, de Bossuet y Fénelon, Fléchier y Massillon, de Madame de Sévigné, de La Bruyère y de Saint-Simon, y sobre todo, la comprensión de la cultura armoniosa de Francia. Nuestra pobreza nos obligó a buscar compensaciones en el mundo del espíritu, esas compensaciones que no tienen el hastío como desenlace, sino que iluminan toda la existencia. ¡Cuánta razón tuvo el poeta argentino Leopoldo Lugones cuando exclamó en alejandrino inmortal: “Y decidí ponerme de parte de los astros”!
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HOJAS SUELTAS SOBRE PARÍS
En París hay dos ciudades, como también las hay en Atenas, en Roma, en Granada, en Florencia y en todos los demás centros que han tenido el privilegio de ser compendios de humanidad. Estas dos ciudades son la de hogaño y la tradicional, es decir, aquella que lleva encima la pátina seductora de los siglos. El viajero mira las dos a la vez, y se confunde con impresiones desconcertantes y contradictorias, porque junto con las palpitaciones de la vida moderna evoca también las sacudidas pretéritas. No se puede separar lo que es de lo que fue y, consiguientemente, el espíritu se aturde y no sabe dónde depositar su admiración mayor. En Pisa, la ciudad muerta, como la llamó D’Annunzio, se sabe que toda su grandeza reside en el pasado: la catedral, la torre inclinada, el Bautisterio y el Panteón. En París, tan bello es el pasado como el presente y todo convida al éxtasis. Las termas de Juliano el Apóstata: allí está Roma; Nuestra Señora de París y la Santa Capilla: allí está la Edad Media. En el Louvre se evoca a los Capetos y a los Valois, y en Versalles a los Luises de la dinastía borbónica. Pero al lado de estos monumentos inmortales, basta asistir a una sesión de la Cámara de Diputados, o a una velada en la Academia Francesa, o a una cátedra en la Sorbona, o a una representación en cualquiera de los teatros, para advertir que la ciudad del Sena es tan moderna como cualquiera otra metrópoli del planeta. 85
Recorriendo las calles de París –y conste que yo las recorrí a pie en 1906 y en 1907– va uno brincando de época en época y de edad en edad. No hay modo de esquivar la antítesis constante ni el claroscuro perpetuo. Todo va entrando desordenadamente en nuestro espíritu y, por lo mismo, cada vez que evoco mis recuerdos de hace medio siglo éstos tienen que ser tumultuosos y desordenados. Así es como han acudido a mi memoria las viñetas que se clavaron en mi sensorio, y no perderé el tiempo tratando de ordenar mis emociones, pues si me propusiera ser lógico y sistemático correría el peligro de perder la espontaneidad. Allá van, pues, algunas de esas viñetas:
La sonrisa de la Gioconda Chucho Pallares me había anticipado que la Mona Lisa nos iba a inspirar confianza y optimismo, y acudimos a visitarla con la reverencia con que se va a un altar. Decía Edmundo de Goncourt que nadie escucha tantas tonterías como un cuadro célebre: todos los que desfilan delante de él tratan de hacer un comentario original y profundo, encontrar un matiz que pasó ignorado a las generaciones anteriores, decir algo que no se había dicho antes, y como esto no es tan fácil, resulta la glosa una impertinencia más, orlada con la pretensión grotesca de ser espiritual y graciosa. ¿Cómo no he de temer agregar a las miles de hipótesis que se han formulado sobre la sonrisa de la Gioconda, una más sin valimiento ni elegancia? ¿Es realmente una esfinge? ¿Hay en ella un misterio indescifrable, y por lo mismo atrayente y cautivador?
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¿Fue realmente el amor del hombre más completo y armonioso de los tiempos modernos? Sólo sabemos que el genial pintor tardó cuatro años en hacer este retrato y que lo hizo provocando en su derredor un éxtasis inefable. Mientras él movía su pincel con lentitud arrobadora, lo deleitaban las notas melodiosas de los mejores músicos de Italia. Nunca entregó la tela al marido de la modelo, la retuvo con el pretexto de que la pintura se encontraba todavía sin terminar. La conservó a su lado hasta que, ya viejo, se trasladó a Amboise, acudiendo al llamado del rey Francisco I, quien se la compró por la suma entonces fantástica de cuatro mil florines. El gran novelista ruso Demetrio Merejkovski escribió cinco años después de mi primer viaje a París, o sea en 1911, el diálogo del monarca y el pintor a propósito de la adquisición del cuadro. El primero le dijo al segundo que se llevaba la tela y que él podría cobrar en las cajas reales la suma indicada. El pintor se puso de hinojos y le respondió: “Todo lo mío es vuestro, yo mismo os pertenezco, pero dejadme el cuadro hasta el día que yo muera”. Intervino en la conversación la hermana del rey, Margarita de Valois, con estas generosas palabras: “No le quitéis la tela, pues ¿no estáis viendo que la amó, que la ama todavía…?”. Claro está que todo esto es ficción de Merejkovski, pero ¡cómo se sienten deseos de que el cuento, como decía Anatole France, sea más verdadero que la verdad! De cualquier modo, no ha habido pintura que haya inspirado tantas leyendas ni sugerido tanta poesía. Ninguna tampoco ha merecido la gloria de convertir a genios como Rafael Sanzio, Bernardino de Luini y algunos pintores flamencos en simples copistas de un trabajo ajeno. Además de la Gioconda de Leonardo, hay muchas otras Giocondas
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inmortales. Las copias que existen en el Prado de Madrid y en el museo de Munich que fueron consideradas como originales por muchos años –así son de perfectas–, pueden verse como pedestales del genio máximo de las artes plásticas. Pallares y yo estuvimos en éxtasis durante más de una hora. ¿Nos atraía el arcano indescifrable? ¿Nos sugestionaba la personalidad luminosa de Leonardo? ¿Nos seducía la sonrisa que sin llegar a la alegría se queda en la placidez? ¿Era nuestra juventud la que llenaba de bienaventuranza nuestra devota contemplación? Cualquiera respuesta que se dé a las preguntas anteriores justifica el anuncio que me había formulado mi camarada, pues salimos del Museo del Louvre con un optimismo multiplicado y con mayor amor que nunca a la Belleza inmortal.
La marsellesa de Rude Ante la mole imponente del Arco del Triunfo, nos detenemos a contemplar el altorrelieve que su genial autor bautizó con el nombre de Los Voluntarios de 1792. Una composición admirable en la que se ve en todas las figuras la resolución de luchar y morir por la patria; y arriba de ellos, una mujer alada y con casco parece empujarlos al campo de batalla. Tiene gesto de epopeya y parece Belona, la diosa romana de la guerra. El pueblo francés, con mayor acierto que el escultor Rude, le dio al altorrelieve el nombre de La marsellesa. La mujer épica, en contraposición con la mujer del siglo XVIII que ha sido la más femenina de todos los tiempos. Esta última se caracteriza por sus encajes diáfanos, por sus sedas crujientes, por sus
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cabellos empolvados, por sus vestiduras vaporosas. ¿Qué cuadro más seductor que el de la linda moza que pintó Fragonard en el momento de recibir un billete de amor? ¿Qué expresiones más fascinantes que las de La lección de música en una tela preciosa de Watteau? “No es la gracia antigua con su encanto riguroso y sólido, ni la perfección de mármol de Galatea, ni la seducción plástica y material de Venus”, dijeron los hermanos Goncourt. La gracia del siglo XVIII es únicamente la gracia. “Es una nadería –siguen diciendo los Goncourt– que envuelve a la mujer en un éxtasis, en una coquetería, en una belleza particular muy superior a la hermosura física; es una cosa sutil que parece la sonrisa de la línea, el alma de la forma, la fisonomía espiritual de la materia”. El arte se refinó tanto, se volvió tan delicado y tan frágil, que tenía que provocar una reacción contraria. En 1789 se prende el incendio con el asalto de la Bastilla y se desencadena el torrente de las reivindicaciones. La cabeza degollada de la Princesa de Lamballe sobre una pica es una síntesis terrible de la tragedia. El arte que había imperado en el siglo XVIII comenzó a ser considerado como un insulto contra el hambre y las amarguras del pueblo. Todos los artistas de la Revolución procuraron encontrar la forma nueva; pero ninguno nos hace sentir como Rude la transformación de Francia. Contemplando el altorrelieve vemos plásticamente cómo la nación pasó de los minuetos galantes y de las pavanas cadenciosas que se bailaban en Versalles, a las marsellesas heroicas que cantaban los soldados de Bonaparte sobre la cresta de los Alpes, para celebrar la campaña incomparable de Italia. Yo tengo la impresión de que La marsellesa de Rude inspiró en mucho a Ricardo Wagner para crear el tipo de la walkiria.
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La plaza de la Bastilla La columna de bronce que se yergue en el centro de esta plaza no fue erigida para glorificar el asalto del 14 de julio de 1789 contra una prisión política, sino para rendirle un tributo a los luchadores de los tres primeros días de julio de 1830 que derrocaron con su noble esfuerzo al último de los reyes de la dinastía Borbón. No obstante la elocuencia lírica desplegada por Victor Hugo en Los miserables, a fin de que resaltase aquel puñado de héroes surgidos de las entrañas del pueblo, es mucho más conmovedora la evocación de 1789. Frente a la columna, se piensa más en Luis XVI que en Carlos X; por encima de Thiers, se destaca la figura romántica de Camilo Desmoulins arengando a las muchedumbres frente al Palais Royal, para que se lancen sobre el último baluarte de la tiranía. Se explica fácilmente el fenómeno porque la revolución de 1830 abrió un nuevo capítulo en la historia de Francia, mientras que la revolución de 1789 abrió un ciclo en la historia de toda la humanidad.
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APUNTES DE HACE MEDIO SIGLO
El Tigre
En el año de 1906 fue cuando Jorge Clemenceau se aventuró con
firmeza y de manera definida por el camino de Damasco. Había iniciado su carrera política treinta y cinco años antes como un radical de las extremas izquierdas que siempre militaban en las filas de la oposición. Lo llamaban el derrumbador de los ministerios y, efectivamente, parecía gozar con las crisis gubernamentales. Vio jubiloso la caída del Duque de Broglie y también las de todos los demás estadistas que se iban encargando del timón del Estado. Algunos primeros ministros, para quitárselo de enmedio, lo invitaron para formar parte del gabinete; pero él rehusaba las carteras que le ofrecían y daba la impresión de ser un hombre negativo, incapaz de hacer una afirmación. Su oposición apasionada y colérica contra el premier Rouvier no sorprendió en 1893 ni en 1906; pero sí produjo expectación y asombro que en este último año aceptara la cartera del Interior (Gobernación decimos en México) en el gabinete presidido por M. Juan Bautista Sarrien, un hombre público respetable pero de perfiles modestos. Tal vez por esa circunstancia Clemenceau consideró que aquel jefe sin aureola fulgurante era el que más le convenía, pues sobre un fondo borroso se podría destacar mejor su vigorosísima personalidad.
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Y así fue, en efecto. Meses antes de que Pallares y yo llegáramos a París, una huelga de mineros en Calais pidió públicamente la intervención del Ejército para solucionar la crisis. A cualquier político de las derechas podían perdonarle los socialistas y los radicales tan rígida actitud; pero el hecho de que un camarada de ayer acudiera a las armas fue algo que necesariamente tenía que provocar una tempestad, mas Clemenceau se encantaba con las borrascas, le atraía la pelea, y en julio de 1906 libró la batalla parlamentaria en contra de aquellos que habían sido sus correligionarios. Ganó el voto de confianza para el gabinete, pues los centros y las derechas lo apoyaron con entusiasmo. El primer ministro Sarrien quedó más firme que antes; pero era un hombre pacífico, enemigo de las complicaciones y de las luchas, y alegando quebrantos de salud se retiró del mando. Entonces fue cuando el presidente Fallieres le encargó al Tigre la integración del nuevo gabinete. Su actitud franca, definida y cortante, hizo ver a todos los franceses que Clemenceau, en el acierto o en el error, era un hombre completo. Nosotros llegamos a París unos cuantos días después, y a principios de 1907 se planteó la huelga de los ferrocarrileros, que eran servidores civiles del Estado. Con la mayor naturalidad del mundo, el Tigre recogió el guante que le arrojaban los hombres del riel y contestó con un proyecto de decreto mediante el cual quedaban militarizadas temporalmente las vías férreas de la nación. En otras palabras, con una sola plumada metía a los huelguistas dentro de los preceptos rigurosos de la Ordenanza. Y se fue a la Cámara de Diputados para tomar parte en el debate parlamentario que iba a provocar aquel proyecto de ley.
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El cónsul Vega Limón nos consiguió a Pallares y a mí dos billetes de entrada y así fue como tuvimos el privilegio de asistir a aquella sesión conmovedora. El principal tribuno de la oposición era Jaurès, un parlamentario de primera línea, pero el Tigre no se amedrentó con la magnitud de su adversario ni con las galerías, que lo recibieron con un coro estrepitoso de silbidos. Frente a frente de Jaurès, no tardó en pasar de la categoría de acusado a la de un terrible acusador. Se jugaba el todo por el todo y, con una energía que aún recuerdo con emoción, le gritó a su rival: “¡Tú eres un cosechador de aplausos fáciles y yo soy un defensor de Francia!”. Y tras de sostener que aquella huelga no era contra el capitalismo sino en contra de la patria, dijo que cargaba con toda la responsabilidad, y les advirtió a los diputados que iba a tomar nota de los cobardes que por miedo a la demagogia no se atrevieran a sostener los derechos sagrados de la Nación. El verbo del orador era contundente y le daba más fuerza a sus palabras con sus ojos negros y centellantes, con sus mostachos caídos que no necesitaban terminar en púas, como los del káiser Guillermo II, para ser agresivos; con sus manos que tomaban el aspecto de garras, y sobre todo con su actitud fulminante de reto que, en vez de aplacar a sus adversarios, los excitaba más y más, a fin de que fuese más intensa la pelea. Jaurès era un orador sincero, fogoso y apasionado, que contagiaba con su entusiasmo a los oyentes, pero Clemenceau detenía los torrentes de la emoción con una ironía fina que solía llegar hasta el sarcasmo cruel; pero no se conformaba con destruir a su rival, sino que inmediatamente insistía en su punto de vista constructor. Cuando el proyecto de militarizar temporalmente los ferrocarriles fue some-
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tido a votación, la Cámara lo aprobó con una mayoría arrolladora. Jaurès, que tenía el propósito de vindicarse de la derrota que el Tigre le había inferido seis meses antes, salió triste y convencido de que su contrincante estaba muy arriba de los políticos derechistas con quienes había medido sus armas. Así fue como conocí al Tigre, y por eso no me causó ninguna sorpresa el último capítulo de su vida parlamentaria en 1917 y 1918, que lo consagró como el Padre de la Victoria.
La parábola de piedra En el año de 1906 ya se había fundado el Museo Rodin (un honor que no se le ha discernido a ningún otro artista), pero la colección más completa de los mármoles y bronces del maestro del cincel se exhibía en el Museo de Luxemburgo. Allí estaban La puerta del infierno, El pensador –que también decoraba triunfalmente la escalinata del Panteón–, La edad de bronce, el San Juan Bautista, Los burgueses de Calais, la discutidísima estatua de Balzac y El beso de Paolo y Francesca. Conste que sólo estoy enumerando las obras sobresalientes, pues en la valiosa colección figuraban muchas otras esculturas sobre las cuales Rodin había impreso la marca inconfundible de su genio. Desfilando frente a aquellas maravillas, me llamaron la atención dos piezas de tamaño mayor: El pensamiento y La mano de Dios, que me atrajeron con su fascinación irresistible. La primera pieza era un bloque de mármol sin labrar sobre el que se erguía una cabeza humana.
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Una cabeza nada más, pero cuyos rasgos sugerían un mundo de ideas, únicamente de ideas. La frente pensaba, pero lo maravilloso era que la nariz, los labios y los ojos también parecían pensar. La mano de Dios subyugaba por su expresión creadora. En el hueco de dicha mano se veían las figuras de Adán y de Eva como emergiendo juntas de la Omnipotencia divina. ¿Quiso Rodin contradecir la Sagrada Escritura, que primero habla de la creación de Adán y enseguida, de la de Eva? Miguel Ángel en la Capilla Sixtina se plegó a los textos bíblicos y pintó la creación sucesiva de acuerdo con el libro del Génesis. Y no tuvo necesidad de la rebeldía para llegar a la sublimidad. ¿Por qué Rodin prefirió creer en la creación simultánea? Yo me limito a decir que quedé en éxtasis, no tan sólo por la maestría de las ejecuciones, sino por la grandeza de la parábola. Porque eso es La mano de Dios: una parábola de piedra.
La madre de Whistler Cada vez que visitaba el Museo de Luxemburgo sentía la necesidad de detenerme y sumergirme en la contemplación del retrato que hizo Whistler de su madre. Ni para qué describir este cuadro que es conocido en todo el mundo porque se han hecho de él más policromías que de cualquiera otra obra de arte. Naturalmente, mis éxtasis delante de aquella tela me parecían éxtasis frente a mi propia madre. ¿Por qué asociaba las dos imágenes cuando doña Juana Naranjo de García, en vez de parecerse a la madre de Whistler, resultaba su antítesis completa? En efecto, la madre
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del pintor norteamericano es dulce, tierna, apacible, mientras que la mía fue dinámica, fuerte y con todos los atributos de las matronas romanas. La primera parece de cristal, mientras que la segunda fue de bronce indiscutible. Whistler la pintó de perfil, en tanto que a mi madre había que verla de frente para no perder el fuego de sus ojos penetrantes, como me figuro que fueron los ojos de Santa Elena, la madre del emperador Constantino. Los imanes irresistibles con que me atraía aquel cuadro sugestivo me hacen suponer que sobre los colores contrastados, sobre los perfiles antitéticos y sobre los caracteres diferentes, hay algo divino que tienen todas las madres y es el misterio sublime de la creación. Whistler tuvo el angelical acierto de poner ese misterio profundo en el rostro y en las actitudes de su madre, y su gloria imperecedera consiste en que todos los que contemplan su obra sienten que se intensifican las palpitaciones de su amor filial.
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IDILIOS DE SABIOS
Los esposos Curie
“¡Conque también los sabios se conmueven con el amor!”, así
exclamé al leer en Le Matin de París la sentida crónica de la primera clase de física que dio madame María Sklodowska Curie en la Sorbona, es decir, el centro intelectual más prestigiado del mundo. Se congregaron todos los hombres de ciencia para escucharla con fervor, porque era la primera vez que una mujer ocupaba la altísima cátedra. Sus primeras palabras fueron de homenaje para su marido Pedro Curie, que también fue su maestro. Decía el diario que la extraordinaria mujer se había conmovido con la evocación, que habían brillado un poco más sus ojos y que su voz, más tierna que de costumbre, vaciló un poco; pero que luego recobró la serenidad y siguió hablando con el aplomo con que fray Luis de León debe haber dicho: “Decíamos ayer”. Ella fue la discípula predilecta y luego, la esposa devotísima. Se metió con él en su laboratorio y juntos estudiaron en algunos cuerpos el fenómeno de la radiactividad que vino a revolucionar la ciencia moderna. Ganaron unidos el premio Nobel en 1904, y dos años más tarde ella tuvo que continuar sola sus investigaciones porque el ilustre Pedro Curie murió atropellado por un camión. Lejos de dejarse
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aplastar por aquella mutilación de su espíritu, continúa su tarea hasta merecer otro premio Nobel en 1911. Así pues, su primera consagración científica la recibió al lado de su marido; la segunda la obtuvo por méritos exclusivamente propios. El primer pregonero de su genio fue el mismo Curie, que declinó la gran cruz de la Legión de Honor y otros homenajes que se le quisieron tributar, porque dijo que ella los merecía tanto o más que él. La crónica de Le Matin picó mi curiosidad y resolví estacionarme en la puerta principal de la Sorbona, para conocer a la gran María Sklodowska. Claro está que me conformé con verla pasar pues no tenía la preparación de física y de matemáticas para asimilar sus excelsas enseñanzas. Quería ver cómo era una mujer de genio, y allí va la descripción: frente magnífica, pero de una castidad que imponía, en vez de enamorar; facciones nobles pero sin donaire ni galanura; ojos llenos de pensamiento, sólo de pensamiento, pues ni con una fantasía exagerada se podía suponer que supieran lanzar miradas fogosas; boca firme, sin que se pudiera sospechar que besó alguna vez con pasión; peinado de una simplicidad reseca y traje de una austeridad puritana que denotaba la ausencia absoluta de la coquetería. ¿Era realmente una mujer? Ella sí que pudo decir con más autoridad que la baronesa de Stael que el genio no tiene sexo. En cuanto a su marido Pedro Curie, he contemplado largamente su retrato, advirtiendo que era más frágil y humano que ella, sus ojos eran inteligentes pero a la vez tiernos y bondadosos. Se adivinaba que en el romance ella fue la que tomó la iniciativa; tal vez pensó en el beneficio de una unión encuadrada por ideas; no le preocupaba la procreación de hijos, sino la génesis luminosa de pensamientos.
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Si hubiera tenido menos años, habría podido ser modelo para que se esculpiera la estatua de Minerva. Aún no cumplía los cuarenta, pero los dioses del Olimpo no envejecen; la Minerva de Fidias apenas parece tener veinte años. Cosa igual pasa con María Santísima; cuando Miguel Ángel esculpió su famosa Piedad, con el cuerpo de Jesucristo en su regazo, alguien le dijo que no podía ser tan joven la madre de un hombre de treinta y tres años, y Miguel contestó que él no podía concebir a la Virgen con más de quince años de edad. Pero madame Curie no hace el menor esfuerzo por rejuvenecerse; todo lo contrario, exhibe con naturalidad los estragos que deja el tiempo; para ella el encantamiento y los demás atributos seductores de su sexo no existen. Lo que para los demás mortales se llama amor, fue para ella algo abstracto y celestial que comulgaba con las estrellas. Entre Pedro y María, ¿quién fue el acero y quién el pedernal? Ni para qué averiguarlo, porque del contacto de ambos elementos emanó la chispa creadora. ¿Cuál de los dos era la lluvia cristalina y cuál el rayo de sol? No tiene importancia el análisis porque se produjo el arcoíris. El hecho de que después de muerto Curie ella haya seguido haciendo sola lo que antes hacían juntos ha dado base para que se suponga que ella lo superó en genio. Inferencia injusta porque en las rutas intelectuales lo esencial es dar el primer paso. Ya en la ruta del milagro, lo demás viene como complemento de la iniciación. Los parisienses celebran con júbilo que María Sklodowska continúe la obra de su marido y se enorgullecen de que la Sorbona, además de impartir las más altas enseñanzas, le haya dado al mundo la lección de un feminismo luminoso y constructor.
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Abelardo y Eloísa El romance anterior, que hace pensar en nieves de cumbre, me empujó al cementerio del Père-Lachaise, en donde duerme otro maestro y su discípula que conmovieron a la Edad Media con un amor que parecía la erupción de un volcán. Pedro Abelardo nació para el espíritu y la prueba de ello fue que renunció a los derechos de la primogenitura (bienes materiales y jerarquía mayor en la familia) para consagrarse por completo a las especulaciones mentales. Y fue un teólogo eminente que polemizaba con el propio San Bernardo; pero cuando un casto cae, su caída es más dramática que la de los voluptuosos adoradores de romances. Éstos doblan la hoja y siguen volando como mariposas de flor en flor; en cambio, el que ha sido casto trata de desquitarse de sus anteriores abstinencias y el amor le resulta un precipicio que no tiene fondo. Ese fue el caso de Abelardo. Vio a Eloísa, sobrina del canónigo Fulberto, y sintió que el demonio lo visitaba a medio día (tenía ya más de cuarenta años), como en la novela de Paul Bourget. El canónigo le dio permiso a su sobrina para que asistiera a la cátedra del teólogo eminente y se prendió el incendio. Ninguno mejor que el amante para pintar su pasión arrebatadora: ¡Oh, simplicidad de Fulberto! ¡Risible y perniciosa confianza! Entregó la corderilla al lobo carnicero y se la abandonó sin defensa alguna. Confiómela para instruirla y velar por ella ignorando el insensato que así encendía más mis deseos y me proporcionaba ocasión de obtener con más facilidad y más cerca lo que con súplicas y demandas, de lejos, no hubiera alcanzado nunca.
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Eloísa, que podía haber sido hija de Abelardo, pues aún no cumplía veinte años, se sintió contagiada por el fuego. ¡Y cómo no, si veía en su alto espíritu rincones seductores que los demás no veían! En vez de arrepentirse por su caída, le escribió una carta que contiene el párrafo siguiente: Vos tenéis, lo confieso, dos talentos particulares que podrán ganaros el corazón de todas las mujeres: el talento de la palabra y el del canto; jamás filósofo alguno los ha poseído en grado igual. A estos méritos es debido el que para dejar por un momento vuestros estudios filosóficos, hayáis compuesto vuestras canciones de amor que, llegadas a alto lugar por el encanto de la poesía y de la música, han hecho circular mi nombre por todas las bocas. La dulzura de la melodía obligaba a los más iletrados a acordarse de vuestros versos.
De aquellos amores clandestinos resultó un hijo a quien sus padres dieron el nombre de Astrolabio, lo que parece revelar la intención de valerse de él para fijar la posición de las estrellas. Abelardo contrajo matrimonio con Eloísa, pero ella lo negaba a fin de que su marido no se desacreditara como maestro de teología. ¡Abnegación sublime de ella! ¡Qué amalgama de fuego carnal, de ideal científico y de aspiración hacia el cielo! Fulberto jamás le perdonó a Abelardo la seducción de su sobrina. Comisionó a un grupo de rufianes para que lo asaltaran, lo aprehendieran y luego lo castraran. Se acabó el hombre, mientras Eloísa tomó los hábitos y se encerró en un convento. Pero el amor espiritual los siguió vinculando, y París los ha enterrado juntos en el cementerio del Père-Lachaise.
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Idilio tierno Mientras comparaba los romances anteriores, París se vistió de luto el 18 de marzo de 1907 porque había muerto Marcelino Berthelot, el químico más grande de Francia y uno de los mayores en todos los tiempos. Además, fue un ilustre ciudadano que desempeñó con elegancia los ministerios de Instrucción Pública y de Relaciones Exteriores. Por último, sus cartas a Ernesto Renan y sus admirables ensayos en que relaciona la ciencia con la filosofía, con la moral, con la educación y con el pensamiento libre, lo revelaron como un exquisito hombre de letras que mereció ser recibido en la Academia de los Cuarenta Inmortales. Las universidades más prestigiadas del planeta le otorgaron el título de Doctor Honoris Causa; las academias científicas le rindieron los mayores homenajes; pero lo que más impresionó a la ciudad de París fue su muerte, que parece el último canto de un poeta seductor. A poco de celebrar sus bodas de oro con la más devota de las esposas, ésta se enfermó gravemente y se fue consumiendo poco a poco hasta que el 18 de marzo de 1907 se apagó la lámpara de su existencia. Ella había llenado todos los rincones del espíritu del sabio que no eran dominados por la ciencia; ella había decorado sus laureles con rosas tiernas; ella había sido su confidente, su amiga, el puerto de aguas sosegadas en donde se refugiaba el gran químico después de sus fatigas en el laboratorio o de sus nobles especulaciones mentales. Era como una estrella que le señalaba rumbos magníficos, y cuando esa estrella se hundió en la sombra, Berthelot no pudo aguantar su ausencia. Contemplando su cuerpo inerte, le dio un síncope cardíaco y así fue como ella y él se alejaron de este mundo con unos cuantos minutos de diferencia.
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¿Qué romance puede superar en poesía el idilio de estos dos ancianos que se completaron maravillosamente? El poema se parece mucho a la canción de “La copa del rey de Thule” de Goethe. Todo París se sacudió con la doble muerte, y los funerales dobles no sólo fueron un tributo a la sabiduría, sino también un homenaje a la ternura conyugal. Fueron enterrados juntos en la misma tumba, en medio de las lágrimas de tres millones de franceses. Muchos poetas, en estrofa más o menos inspirada, han dicho: “No puedo vivir sin ti”. Berthelot no lo dijo con palabras sino yéndose detrás de su compañera. Años más tarde, algunos admiradores propusieron que los restos del gran químico recibieran el máximo honor que Francia le rinde a sus hijos más preclaros: que sean sepultados en el Panteón Nacional. Naturalmente, la iniciativa fue aprobada por la Cámara de Diputados con estruendosa unanimidad; pero entonces sucedió algo extraordinario: los hijos se opusieron a que fuesen separados los huesos de sus padres. El argumento no pudo ser más conmovedor: juntos vivieron, juntos murieron y juntos deben seguirle dando a los posteros la lección de su ternura y de su amor. Y la Cámara de Diputados votó un nuevo decreto por el cual madame Berthelot fue también admitida entre los muertos que tienen derecho de cantar el non omnis moriar del poeta Horacio. Yo soy ante todo un sentimental y me conmueve mucho más madame Berthelot entrando en el panteón con el talismán de su amor, que madame Curie entrando con su sabiduría en la Sorbona de París.
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LAS DIOSAS MUTILADAS
Pallares y yo resolvimos dedicar un día entero a la contemplación
de la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia. Ambas estatuas nos eran muy conocidas porque, como creo haberlo dicho en capítulo anterior, cuando yo era bibliotecario interino de la Academia Nacional de Bellas Artes fueron colocadas provisionalmente en el salón de lecturas las reproducciones en yeso adquiridas en 1906 por la Secretaría de Instrucción Pública. Por esta causa, las tuve ante mis ojos durante varias semanas y pude ver despacio todos los detalles de maravilla. En el Louvre, frente a los modelos originales, palpamos en un instante la diferencia que existe entre el yeso y el mármol. El primero reproduce con fidelidad la forma, pero es duro y opaco, sin una palpitación de vida; en cambio, el mármol es diáfano y en ocasiones parece temblar y conmoverse, hasta en aquellas estatuas en las que se quiso dejar impresa la marca augusta de la serenidad.
La Venus de Milo Los franceses le han dispensado el honor de dedicarle un salón exclusivo, para que sus devotos la contemplen sin que los distraiga
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cualquiera otra joya del arte. Es la única obra que tiene el privilegio de encontrarse sola. Aquel pequeño retiro parece una capilla que convida a la adoración. ¿Adorar un mármol desnudo? Sí, porque la desnudez es casta. El teólogo benedictino Luis Tosti dijo frente a las mezquindades del puritanismo: “La Venus de los griegos es inmunda para los inmundos, pero para los limpios es un rayo de relación divina”. Cortinas de terciopelo rojo le sirven de fondo al mármol maravilloso. Ese rojo en combinación con la luz solar le da vida y movimiento a las formas impecables. Frente soberana y tranquila; ojos algo lánguidos para subrayar un aire exquisito de ternura; labios perfectos que lo mismo pueden murmurar una oración que iniciar una sonrisa de alegría; senos rotundos que revelan la vida en todo su esplendor; y vientre mórbido que sugiere el milagro de la fecundidad creadora. Alguien ha dicho que la Venus de Milo es la mejor expresión de la juventud perenne. ¡Qué lejos se encuentran del alma helénica los que se obstinan en ver en la estatua la divinización de la sensualidad! Ante ella, surge esta pregunta: ¿Es una diosa o es una mujer? Si lo primero, viene la evocación de la leyenda que la proclama como diosa entre las diosas. Cuando contrajeron matrimonio los padres de Aquiles, Eris, o sea la discordia, hija de la Noche y madre del Hambre, arrojó una manzana de oro para la más bella. Juno, Minerva y Venus se lanzaron a recogerla, pero vieron que Paris, hijo de Príamo, el rey de Troya, ya la había levantado del suelo. Las tres quisieron sobornar al príncipe pastor: Juno le ofreció poder; Minerva, la sabiduría, y Venus, a la mujer más hermosa del mundo. Paris aceptó el tercer soborno y su trofeo fue Elena, cuyo rapto encendió la guerra de Troya.
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Esta leyenda parece indicar que Venus, además de ser diosa de la hermosura, fue también la diosa del amor, pues mediante sus artificios consiguió que Elena se enamorara de Paris. ¿Que Cupido era el autor de las travesuras en los idilios? Sí, pero como estaba vendado, no sabía hacia dónde disparaba sus dardos y su madre era la verdadera responsable de las palpitaciones aceleradas del corazón. Señora de la belleza, señora de la atracción de los cuerpos y señora también del incendio de las almas. ¿Hizo bien Paris en preferir la belleza al poder y a la sabiduría? Los troyanos respondían negativamente y lo culpaban de haber sido la causa de la ruina de su patria. Pero… ¿acaso fue más desventurado que Agamenón, el majestuoso vencedor? No, porque la muerte del segundo fue mucho más trágica y cruel que la del primero. Muchos siglos después, en el ambiente romano, Marco Antonio y Octavio se enfrentaron con el mismo problema. El primero escogió a Venus, es decir a Cleopatra y fue vencido. El segundo pactó con Juno y se convirtió en el emperador Augusto. Pero… ¿cuál de los dos fue más feliz? De todo lo anterior parece desprenderse que es mejor entregarse a Minerva, la diosa de la sabiduría; pero el poeta Goethe nos dice que Fausto en su vejez, desengañado de su omnisciencia, invoca al diablo para que le devuelva la juventud y poder amar, primero a Margarita y luego a Elena. Entonces, ¿Paris supo escoger? ¿Encontró la paz y el sosiego del espíritu? No, esos dones magníficos no se encuentran en la tierra: hay que buscarlos arriba de las estrellas... Y persiste la pregunta: ¿la Venus de Milo es una diosa? ¿Su autor la esculpió inspirándose en formas soñadas desprendidas de la realidad?
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El maestro máximo del cincel, Augusto Rodin, lo niega y se dirige al mármol con estas palabras: No eres estatua vana y estéril, imagen irreal de alguna diosa del Empireo. Respiras pronta a la acción, eres una mujer y en eso estriba tu gloria. Eres diosa sólo en el nombre y el néctar mitológico no corre por tus venas. Lo que hay en ti divino es el amor infinito de tu escultor por la Naturaleza. Más ferviente y, sobre todo, más paciente que los demás hombres, pudo levantar una punta del velo que las manos de otros escultores consideran demasiado pesado. (Así eran los mantos y no se podían esculpir de otra manera sin traicionar la verdad.) Tampoco eres un mosaico de formas admirables; pero vives, piensas y tus pensamientos son los pensamientos de una mujer, y no de qué sé yo cuál ser superior ajeno, artificial e imaginario. Estás hecha solamente de verdad, y solamente de la verdad surge tu omnipotencia.
¿Quién es el osado que se pone a discutir con Rodin?
El privilegio de volar La Victoria de Samotracia se encuentra en el primer descanso de la escalinata monumental del Palacio del Louvre y por consiguiente domina a las demás piezas de la valiosísima colección de mármoles helénicos. Más mutilada aún que la Venus de Milo, a la que sólo le faltan los brazos, la Victoria tampoco los tiene y además le faltan la cabeza y los pies. Se impone únicamente por su cuerpo irreprochable y la gloria de sus alas.
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Leonardo da Vinci nunca vio esas alas luminosas (porque el mármol fue desenterrado en Samos varios siglos después del Renacimiento), pero sí conoció las Victorias aladas de la columna de Trajano y del arco de Constantino. ¿Fueron estas representaciones de Niké las que le inspiraron el deseo de volar? Ningún símbolo mejor de triunfo que el de poder remontarse al espacio y desde allí amplificar los horizontes, extender las perspectivas, dominar la tierra. Y aquel genio universal cuya vida fue un perpetuo ascenso, una depuración continua, un perfeccionamiento constante, tenía que ambicionar la transparencia de los ángeles o, cuando menos, el privilegio de las alas. Pero las alas sirven para algo más que volar; en el monumento desenterrado en la misteriosa Samos la diosa aparece amarrada al mástil que se encuentra en la proa de una embarcación, allí aletea, y como las cuerdas no le permiten volar, la fuerza que despliega hace avanzar la nave sobre el mar, no obstante de que el viento corre con rumbo contrario. Esta concepción constituye un poema subyugador; triunfar contra las rachas que impelen a navegar en sentido opuesto. Estas rachas golpean la túnica de la Victoria, que se pliega sobre su cuerpo y produce una impresión de ligereza y de movimiento. Se ve el golpe de las ráfagas acabando de esculpir el cuerpo deslumbrante. ¡Con razón dijo Gabriel d’Annunzio que la estatua está vestida de aire! Al ver el triunfo que le da vida a la piedra a pesar de la mutilación, la fantasía se dedica a agregar lo que le falta: rostro, brazos y pies. Yo me la imagino con una frente que parece una aurora, con una mirada de dominio absoluto y con una sonrisa que puede competir con el arcoíris. Otros se imaginarán cosas diferentes, y es facultad de todos reconstruirla de acuerdo con las aspiraciones de su espíritu.
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De la Venus de Milo se han hecho copias; de la Victoria de Samotracia, hay una copia en el mismo Museo del Louvre, con aspiraciones integradoras; pero yo sigo prefiriendo las diosas mutiladas porque me permiten soñar en los pedazos de mármol que se perdieron. —¿No le duelen a usted –me pregunta Pallares– estas mutilaciones como si le arrancaran un pedazo de su espíritu? —Sí me duelen –le respondo; pero me consuelo pensando en el privilegio de ver su belleza inmortal, aun en forma trunca. Estos dechados han sobrevivido, mientras que la estatua de Minerva que esculpió Fidias se perdió para siempre a la contemplación del género humano. Fue tan grande el prestigio de su perfección que cuando Ernesto Renan visitó el Acrópolis, a pesar de que la diosa había desaparecido, dobló las rodillas y murmuró una oración. Rubén Darío dice que en ese propileo el poeta Verlaine se habría puesto a cantar.
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LAS REINAS DEL TEATRO
La divina Sarah
Un día me dijo Pallares:
—Encontrarnos en París y no ver a Sarah Bernhardt es un pecado imperdonable. Yo le contesté “de acuerdo”, pero invitándolo a considerar seriamente nuestras posibilidades pecuniarias. Hicimos cuentas y tras de muchas vacilaciones resolvimos mermar nuestros exiguos fondos para asistir a la representación de La virgen de Ávila, drama lírico de Catulle Mendès inspirado en la vida de Santa Teresa de Jesús. Escrito en alejandrinos sonoros que le daban a la artista la oportunidad para lucir su voz de cristal y su dicción insuperable, la obra nos desilusionó por completo. Ni la excelsa actriz ni el dramaturgo lírico dieron la menor señal de entender la mística española. Parece increíble que una pequeña muralla de montañas –la de los Pirineos– marque dos psicologías tan diferentes como las de España y Francia. Los dos pueblos son de origen latino; los dos son católicos; los dos son idealistas; los dos tienen intensas fulguraciones de pensamiento; y sin embargo, ¡qué diferente es Bossuet de San Juan de la Cruz! ¡Qué distancia inconmensurable es la que separa a Pascal de fray Luis de
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Granada! Paul Verlaine dice en la portada de los Poemas saturnianos: “Pas de la couleur, rien que le nuance”. Y esta sutileza exquisita nos da la clave de la falla, porque los colores se pueden copiar, en tanto que los matices son inimitables. Y Sarah, la divina Sarah, fracasaba en el intento de dar los matices sublimes de la santa de Ávila. Mal podría hacerlo cuando estos matices habían pasado inadvertidos a un poeta tan fino como Mendès. Al salir del teatro, me dijo Pallares: —Debimos haber comprendido que no era posible ver en París los éxtasis más angelicales del cristianismo. –Y yo le contesté: —Tiene usted razón, pues descendiendo de lo que es celestial a lo que es humano, ninguna cantadora de España, por graciosa que sea, y vamos que algunas llevan su donaire hasta el grado máximo, puede dar la ligereza picante que reclaman los couplets de París; ninguna bailarina francesa puede tampoco dar el ritmo alegre y profundo de las jotas de Aragón. Por fortuna, Dios quiso darnos la oportunidad de que conociéramos a Sarah en una de sus geniales interpretaciones. A principios de 1907, leímos que la reina del teatro francés iba a actuar en una función de beneficencia en la que representaría el papel de Juana de Arco. La obra era de Pablo Julio Barbier, un autor que floreció en el segundo tercio del siglo XIX. Desde un punto de vista literario, el melodrama es mediocre, pero la incomparable Sarah cubrió todos los defectos con su genio fulgurante, hasta hacernos pensar que estábamos presenciando una tragedia de Eurípides. Aquella mujer dialogaba con los ángeles, tenía la ingenuidad de una campesina de la provincia, en sus miradas de fuego se veía la imagen de Jesucristo. Estaba a
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mil leguas de Santa Teresa de Jesús, pero se confundía con la virgen inocente que salvó a su patria. En la escena del proceso, asistimos a un milagro. Uno de los jueces le preguntó cómo se llamaba, dónde había nacido, quiénes eran sus padres y cuál era su edad. Esta última pregunta pudo haberse suprimido, como la suprimen todas las demás actrices. Sarah había nacido en 1845, y por tanto, en 1907, tenía sesenta y dos años de edad. Por consiguiente, había el peligro de que el público reaccionara con risas en el momento en que dijese que tenía diecinueve años. Y sin embargo, nadie se rió ni tenía por qué reírse porque en aquel momento vimos joven a la sexagenaria, sentimos la impresión de que era la misma Pucelle resucitada quien estaba en la escena desparramando los resplandores de su seducción irresistible.
La R éjane La profunda impresión que nos había dejado la reina del teatro nos picó la curiosidad de conocer a la Réjane que, por las crónicas de sus actuaciones, se nos figuraba un espejo del arte de transición entre el romanticismo y el realismo. Sabíamos que había embrujado al pueblo de París con la encarnación de Zaza, pero no nos tocó verla en este drama conmovedor. La obra que le vimos fue La Savelli, una pieza que construyó el comediógrafo Máximo Maurey sobre la novela de Gilberto Agustín Thierry y que había causado una profunda sensación treinta años antes. Con esta pieza se estrenó en 1906 el Teatro Réjane y después de un año seguía en los carteles, lo que
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indicaba un incuestionable triunfo de taquilla. ¿Mérito intrínseco? Muy relativo, pero de cualquier modo el drama era muy entretenido y se desenvolvía en torno de una aventura amorosa de Napoleón III que estuvo a punto de costarle la vida. La Savelli era una italiana de labios que invitaban al beso y de ojos que despedían fuego, y sedujo por completo al Emperador, que se exponía a mucho para pasar a su lado unas cuantas horas de placer. De estas escapadas se aprovecharon los carbonarios que consideraban a Luis Napoleón como un traidor, pues en su juventud había tomado parte en infinidad de conjuras y conspiraciones. A casa de la Savelli acudían estos carbonarios, sin que la amante de Napoleón III se diese cuenta de sus intenciones vindicadoras. Si mi memoria no me falla, la obra gira en derredor del atentado de Tibaldi que quedó envuelto en el misterio, y precisamente por eso se supuso que las autoridades habían paralizado la investigación judicial. La comedia es fina, divierte, pero no tiene trascendencia. La Réjane demostró sus excelencias de primera actriz, pero no nos dejó una impresión sobresaliente ni inolvidable.
El marqués de Rochefort Si la actuación de la Réjane no nos deslumbró, tuvimos como recompensa ver en un palco al marqués de Rochefort, aquel periodista que atacó con saña irónica y brutal a Napoleón III. ¡Cuánto habría dado por estar junto a él, para ver en su rostro las reacciones que provocaba aquella simpática evocación! ¿Qué era
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lo que sentía al ver la encarnación de su adversario sobre la escena? Yo lo miraba con admiración, con pasmo, y me venían a la memoria sus invectivas tremendas de cuarenta años antes. ¡Conque ese era el hombre de La Lanterne! Aquel periódico no pudo publicar más que once números en París y dos en Bélgica; pero esas trece ediciones hicieron más estragos que los libros coléricos de Victor Hugo. ¡Es natural! El poeta de La leyenda de los siglos era un lírico inmenso, pero Rochefort sabía dominar a las multitudes. Alguien ha dicho que Hugo no fue un conductor sino un conducido por el pueblo. Rochefort en cambio sabía cómo se derrumban los gobiernos. Como muestra de su ingenio destructor, voy a mencionar aquel artículo tremendo en que sostuvo la tesis divertida de que el duque de Reichstadt –llamado también el rey de Roma– había sido el más grande de los Bonaparte. He aquí el origen de aquella sátira inmortal: Hubo en los sesentas del siglo pasado un cortesano que se atrevió a decir que Napoleón III valía más que Napoleón I. ¡Hasta dónde llega la adulación! Rochefort no respondió a aquella bajeza con un alegato contundente y macizo –la cosa no merecía tomarse en serio– sino con un pitorreo encantador en pro de Napoleón II. Con una donosura insuperable dijo que, al comparar el primer Imperio con el segundo, se cometía la injusticia de dejar en el tintero al más esclarecido de los Bonaparte. En efecto, Napoleón II superaba a su ilustre padre porque no había dado el golpe de Estado del 18 brumario, ni había mandado asesinar al duque d’Enghien, ni había renegado de sus ideales republicanos para ceñirse la corona de Carlomagno, ni tampoco había sido el responsable de que la “Grande Armée” quedase sepultada bajo la nieve implacable de las estepas de
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Rusia. También superaba a nuestro Emperador actual –agregaba el sutil periodista– porque no dio el golpe de Estado del 2 de diciembre, ni mandó a México los ejércitos de Francia para que fracasaran en la empresa absurda de sostener un Imperio artificial. Y tras de hacer otras consideraciones negativas, terminaba diciendo que el mejor de los gobernantes era el que nunca había gobernado. Por supuesto que lo que digo en los renglones anteriores no pasa de ser una paráfrasis desaliñada e imperfecta del artículo del periodista genial; pero aquellos lectores míos que deseen enterarse de las palabras textuales del marqués de Rochefort, las pueden encontrar en El Imperio Liberal de Emilio Ollivier. Esta evocación me hace recordar una travesura mía que se efectuó muchos años después. Alguien comparó a los presidentes de México con el objeto de hacer sobresalir a uno de su preferencia; y yo, inspirándome en el director de La Lanterne, le respondí que el mejor Ejecutivo que hemos tenido fue don Pedro Lascuráin, porque los cincuenta y dos minutos que llevó la investidura no le dieron tiempo para que cometiera ninguna atrocidad.
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LAS TUMBAS DE LEYENDA
La tumba de Margarita Gautier
Debo confesar el siguiente pecado: en el cementerio Montmartre
se encuentran sepultados los poetas Enrique Heine y Teófilo Gautier; Enrique Murger, el autor de las Escenas de la vida bohemia, y Stendhal, el padre de la novela moderna; el gran compositor Héctor Berlioz y muchos otros creadores de belleza; y sin embargo, en vez de ir a rendirles reverencia, Pallares y yo nos pusimos a buscar el túmulo de Alfonsina María Duplessis, aquella pecadora que le inspiró a Alejandro Dumas hijo La dama de las camelias. Después de medio siglo, ya no discutimos con los críticos que nos dicen que la obra citada es muy inferior a la Manon Lescaut de Prévost y a La nueva Eloísa de Rousseau; pero a fines del siglo XIX, Margarita Gautier, con su sacrificio que llegó hasta el extremo de hacerse odiar por aquel a quien adoraba, hacía llorar al mundo entero. Para nosotros no era un mito sino una realidad: con Teresa Mariani y Virginia Reiter la habíamos visto sobre la escena, nos habíamos conmovido con su pasión abnegada, y nos habíamos estremecido con el cuadro de su muerte. Alfonsina María era Margarita y consideramos como un deber visitarla con devoción. No éramos los únicos pues la caravana hacia el sarcófago era mayor que la de los turistas que acuden, en Verona, a
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visitar la tumba de Julieta. Para medir el contagio de aquel idilio que tenía el encanto de una orla de pecado, basta decir que durante medio siglo se hicieron doscientas ediciones en francés, sesenta en inglés, cincuenta en alemán, treinta y cinco en italiano, doce en español y diez en portugués de la obra de Alejandro Dumas. Muchas de estas ediciones fueron ilustradas por Gustavo Doré y los demás dibujantes eminentes del siglo XIX. El gran músico Verdi hizo su ópera La Traviata, que todavía figura en los repertorios de los teatros más prestigiados. Estábamos locos de romanticismo y la verdad es que, después de media centuria, no me arrepiento de que mi juventud se enamorara del idilio de Margarita con el joven provinciano Armando Duval.
El sauce de Musset La primera impresión que recibí del poeta francés que mejor supo ayuntar los sueños con la realidad fue refleja; lo conocí de nombre por las citas cautivadoras de Manuel Gutiérrez Nájera; tanto en sus crónicas como en sus versos. Se me quedó grabada en la memoria con caracteres indelebles, desde que era un niño, la última estrofa de la sentida composición “La serenata de Schubert”: Ya nunca volveréis, noches de plata, ni unirán en mi alma su armonía, Schubert con su doliente serenata y el pálido Musset con su Lucía.
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¿Quién era Lucía? Me bastó que la citara el Duque Job tan tiernamente para que yo me enamorara de ella. Mi imaginación se la figuraba con perfiles de madona, con ojos de cielo, con cuerpo de ninfa, con cabellera de diosa griega, con vestiduras que parecían celajes, con todos los requerimientos sentimentales del romanticismo. En enero de 1903, pocos días después de haber llegado a la capital de la República, acudí a la Biblioteca Nacional y pedí el volumen de las poesías de Musset; leí rápidamente el índice, y al encontrar la composición relativa, con ella inicié mi contacto espiritual con el autor inspirado de Las noches. El gran romántico comenzaba con la siguiente exhortación que repetía al final de su poema Mes chers amis, quand je mourrai, plantez un saule au cimetière. J’aime son feuillage èploré; la pâleur m’en est douce et chère, et son ombre sera légère a la terre où je dormirai. ¿Le cumplieron los amigos aquel deseo? Sí, en el mismo año de su muerte –1857– se plantó el sauce pedido, pero se secó, volvió a sembrarse el árbol melancólico y se volvió a secar. El tercer intento fracasó nuevamente y los devotos del poeta se resignaron a que la tumba quedase sin la planta que el muerto había escogido para simbolizar su espíritu fino y soñador. ¿Por qué no prosperaba el sauce? Recuerdo haber leído en una crónica francesa que la tierra del cementerio no era fértil ni propicia;
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luego, leí en otro lugar que las admiradoras, al desfilar frente al sepulcro, querían llevarse un recuerdo y cortaban una pequeña rama; y como los cortes eran muchos, la mata delicada y tierna no tuvo la oportunidad de desarrollarse ni crecer. Con estos antecedentes, al buscar por las callejuelas del Père-Lachaise la tumba de Musset, llevaba la resignación anticipada de no encontrar el sauce; mas, ¡oh sorpresa!, incrustado su tronco en el mármol partido de la lápida, se levantaba el árbol con sus hojas pecioladas y elípticas que tanto se parecen a las hojas de laurel. ¡Bendito sea Dios! Sobre la losa marmórea estaba grabado el pedimento del poeta. ¡Y qué bien representa el sauce el alma exquisita y refinada de Musset! Casi es un retrato, como probablemente la mejor representación de Lamartine sea un pino de montaña; y la de Teófilo Gautier un laurel apolíneo; y la de Leconte d’Isle, un roble. ¿Y Victor Hugo? El formidable autor de Les rayons et les ombres no hace pensar en un árbol sino en un bosque y, a veces, en una selva milenaria.
Las tumbas frías Pero no, el sepulcro de Victor Hugo está desprovisto de vegetación; y es que en el Panteón Nacional las tumbas no son gráciles ni elegantes sino verdaderos receptáculos de la muerte. El sarcófago del autor de Los miserables, como los demás sarcófagos, se encuentra en la cripta que es grave, austera y sombría. A mí me encantaría que los restos del lírico inmenso estuvieran en campo abierto y bajo la insustituible bóveda del cielo. Chateaubriand sí tiene una tumba digna de su ge-
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nio, en la decoración rocosa de acantilados de Saint Malo, frente a la majestad única del mar. En el Panteón la gloria es fría, porque tiene el sello empequeñecedor de las consagraciones oficiales. Se piensa en un decreto y eso enfría cualquier entusiasmo. Los gobiernos pueden repartir empleos y prebendas pero no discernir la gloria que es un atributo de Apolo. Por eso el desfile frente a las tumbas de los inmortales (en donde se impone repetir la vieja expresión: “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”) no despierta las emociones profundas de los túmulos sencillos que no hubieron menester de dictámenes de comisiones ni de votaciones parlamentarias para conquistar el corazón de la posteridad. La gloria que se finca en leyes y reglamentos suele provocar protestas candentes, y tuvimos la evidencia de ello cuando fueron trasladados los restos de Emilio Zola del cementerio de Montmartre al Panteón Nacional. El abanderado del realismo reposaba tranquilamente en dicho cementerio donde un bello monumento de Meunier y Charpentier perpetuaba muy dignamente su memoria. El affaire por antonomasia, o sea el escándalo que estalló en torno del proceso de Dreyfus, parecía haberse liquidado. Ya el famoso capitán israelita, libre de su prisión injusta, había sido rehabilitado y ascendido al grado de comandante. Su generoso defensor, Zola, tenía varios años de muerto y nadie parecía recordar el drama intenso que dividió a Francia en dos grupos igualmente agresivos y violentos. Pero bastó una chispa para que se avivara de nuevo el incendio. Esta chispa fue la iniciativa de enterrar al novelista en el Panteón. Bastó que se planteara la traslación de los huesos para que las heridas cicatrizadas se abrieran y resucitaran las antiguas beligerancias.
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Manifestaciones tumultuosas, gritos destemplados, actitudes frenéticas. El duque de Montebello se dirigió al gobierno para anunciarle que iba a sacar del Panteón los restos de su abuelo, el mariscal Lannes, porque no podía consentir en que se juntase el heroísmo con la porquería. Esta intemperancia del duque enardeció a tirios y troyanos, y en un mitin tempestuoso Maurice Barrès pronunció un discurso encendido en el que protestó contra el gran sucio cuyos triunfos de librería sólo probaban los viles errores de la plebe. Pallares y yo veíamos pasmados aquella tempestad y nos entusiasmábamos con las manifestaciones y las contramanifestaciones. El barrio latino, que como se sabe es el de los estudiantes, parecía el cráter de un volcán. Pero Clemenceau se encontraba en el poder y no se asustaba con los alaridos de los frenéticos; siguió adelante la tramitación del traslado del cadáver, y el día en que éste fue llevado al Panteón, el desfile fue protegido por una valla de soldados. Los adversarios gritaban contra “el marrano” en forma colérica e irreverente. Detrás del ataúd iba el comandante Dreyfus, que consideró un deber compartir los improperios que se lanzaban contra su defensor. Un violento llamado Gregory disparó dos balazos contra la víctima de la isla del Diablo; pero, a Dios gracias, Dreyfus sólo fue alcanzado ligeramente en un brazo por uno de los proyectiles. ¿Mereció Emilio Zola ser llevado al Panteón? Desde un punto de vista literario, la respuesta tiene que ser negativa porque hay muchos valores superiores al suyo que no recibieron tan alto honor. No están en el recinto de los inmortales Teófilo Gautier, ni Alfredo de Vigny, ni Chauteaubriand, ni Lamartine, ni Baudelaire, ni Verlaine. En el campo mismo de la novela naturalista, no se ha adjudicado tan alta
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distinción a Daudet ni a Flaubert, ni a los Goncourt, ni a Maupassant, ni al mismo Honorato de Balzac. El último, sobre todo, ha crecido en vez de empolvarse con el transcurso del tiempo, y hoy es más grande que hace un siglo. El prestigio de Zola, por lo contrario, se ha ido desvaneciendo y nadie lo considera hoy como un titán de las letras. En cambio, desde un punto de vista humano, nadie le puede negar que defendió a una víctima contra las pasiones desencadenadas de las muchedumbres, y que puso en riesgo su vida para luchar contra la injusticia. Y eso basta para que se haga acreedor al homenaje no sólo de su patria, sino del mundo entero.
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LAS ESTATUAS DE PARÍS
Divagación sobre los homenajes oficiales
Mucho antes de mi primer viaje a la Ciudad Luz vi en un número
atrasado de L’Ilustration Francaise un grabado en el que aparecía Victor Hugo, rodeado por algunos de sus nietos, frente al monumento de León Gambetta. El poeta excelso pasaba ya de los ochenta años, pues dicho monumento debe haberse erigido entre 1883 y 1885, poco después de que el gran tribuno muriera y poco antes de que el lírico glorioso empezara la vida de la inmortalidad.1 El hecho de que el orgulloso autor de La leyenda de los siglos visitase aquel altar lírico me pareció el mejor pedestal del prestigio de Gambetta; pero mi compañero Pallares, influenciado por el libro de Gustavo Le Bon La psicología de las multitudes, no le daba mucha importancia al impetuoso diputado de Marsella ni tampoco sentía mucho respeto por los veredictos de Victor Hugo. Así pues, cuando estuvimos delante del monumento, se entabló entre nosotros dos el
1 En el precioso libro París-Atlas de Fernand Bournon me encontré posteriormente el dato de que el monumento de Gambetta fue erigido en 1890, y esto me hace suponer que la fotografía de Victor Hugo fue tomada frente a otro mármol dedicado al tribuno de Marsella.
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siguiente diálogo que conservo frescamente en mi memoria, a pesar de que han transcurrido cuarenta y siete años: P —¿Cree usted de veras que Gambetta como orador merece un homenaje que no se le ha tributado a Mirabeau ni a Danton ni a Vergniaud ni a los demás tribunos de la Revolución Francesa? GN —Planteada así la cuestión, mi respuesta tiene que ser negativa. Mirabeau es el primer orador político de Francia, y diría del mundo entero si no me lo vedaran los recuerdos de Demóstenes y Cicerón; pero hay que considerar que Gambetta fue un hombre limpio, cosa que no se puede decir de Mirabeau. Además, no se le puede negar que fue el padre de la tercera República francesa, que su actitud frente a la invasión extranjera en 1870 fue heroica, y que en la década que siguió al desastre, lejos de comportarse como un demagogo, se destacó como un hombre de Estado. P —Entonces usted juzga a este ciudadano –señalando a Gambetta– más digno de recordación que el formidable Riquetti, que convirtió los Estados Generales en la Asamblea Constituyente… GN —Por sus virtudes cívicas, sí, pero coincido con usted en que no tuvo el genio fulgurante de Mirabeau. Por otra parte, los franceses no se han olvidado del segundo; lo recuerdan en el sitio en que lo deben recordar, es decir, en la Cámara de Diputados. Allí lo vimos hace algunos días, en el maravilloso bajorrelieve de Dalou, donde aparece contestándole con arrogancia a Dreux Brezé la orden de Luis XVI, a fin de que la Asamblea se dispersara. ¡Y no se dispersó! P —Esa actitud fue el cimiento de la vida parlamentaria de Francia y también de toda Europa; por lo mismo, basta para darle a Mirabeau la primacía. Por otra parte, yo no niego el patriotismo ni la elocuencia
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de Gambetta, lo que digo es que no fue una de las figuras centrales y condensadoras del espíritu de su patria. Por tal causa, la colocación de estos monumentos, frente al Louvre y al lado del Arco del carrousel, esto es, en el corazón de París, me parece desproporcionada. Aquí debería estar la estatua de Carlomagno, o la de San Luis, o la de Juana de Arco, o la de Enrique IV, o la del cardenal Richelieu. GN —No puede usted quejarse porque Carlomagno está en la Plaza de Nuestra Señora, que es un sitio de primera categoría; y Enrique IV está en el puente que liga a la Cité con las márgenes derecha e izquierda del río Sena, lugar también de privilegio; San Luis ha vivido y sigue viviendo en la Santa Capilla, que es como vivir en el más espléndido de los joyeros; y en cuanto a Richelieu, creo sinceramente que usted exagera al considerarlo como figura central de Francia. Fue un gran hombre de Estado que cerró el capítulo de la congregación nacional, pero en esa tarea lo superó Luis XI que, al luchar contra Carlos el Temerario y demás señores feudales, inició la unificación de su patria. Este diálogo nos condujo a analizar los merecimientos de los demás grandes hombres que han tenido la consagración del mármol y del bronce. Desde luego, los verdaderos inmortales no necesitan de glorificaciones oficiales. El sepulcro de Virgilio no puede ser más sencillo, pues se encuentra solo delante de la risueña bahía de Nápoles, y sola también y sin placas conmovedoras se halla la tumba del Dante en Rávena. Y estos dos túmulos modestos valen más, mil veces más que el monumento que la dinastía de Saboya construyó para eternizar la memoria de Víctor Manuel II. ¡Y vaya que ese presuntuoso monumento pretende rivalizar con la Basílica de San Pedro y con el mismo Coliseo de Roma!
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El prestigio político tiene mucho de convencional. Muere el jefe de un partido y sus correligionarios no pierden de vista que al honrarlo se honran a sí mismos. La primera Revolución francesa duró siete años de caos y aturdimientos, y por tanto no tuvo tiempo de dedicarles estatuas a sus guías y conductores. Por eso no se ven en París mármoles ni bronces en honor de Mirabeau ni de Sieyès, ni de Barnave ni de Robespierre. Existe una estatua modesta de Danton en el boulevard Saint Germain que, por cierto, no está a la altura del tribuno gigantesco que organizó la defensa del territorio contra las invasiones extranjeras de 1792. También en el patio del Palais Royal se encuentra un bronce de Camilo Desmoulins, en el sitio en que, según dice la tradición, arengó a las multitudes que asaltaron la prisión de la Bastilla. Como se ve, el hombre del 14 de julio y el hombre del 10 de agosto son recordados con monumentos insignificantes. En cambio, los hombres de la tercera República que reina desde 1870 se han adjudicado la gloria con una gran liberalidad. En París, las estatuas de Gambetta, de Ferry, de Waldeck Rousseau y de algunos otros; en provincia, los bronces de Thiers, de Carnot, de Combes, etc., etc. Si se comparan los homenajes a Gambetta y Danton, se puede inferir que la elocuencia del primero fue muy superior a la del segundo, o que supo organizar mejor la defensa de Francia; pero la verdad es que ni siquiera se puede establecer el paralelo, porque aparte de que Danton tuvo que luchar contra toda Europa, limpió a su patria de invasores y llevó las campañas militares al territorio enemigo, y su elocuencia, con excepción de la de Mirabeau, fue la más arrolladora en la tribuna francesa. Todo lo anterior indica que el bronce y el mármol no son índices de mérito, sino señales de triunfo, el triunfo de los amigos que se
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encuentran en el poder. Si los héroes se midieran por el tamaño de sus estatuas, cualquier general hispanoamericano quedaría arriba de Alejandro el Grande, de Aníbal y de Julio César. Los congresos, por medio de decretos, suelen decir quiénes son los grandes, pero estas calificaciones resultan pueriles porque al cabo de una generación todos los fallos legislativos son arrollados por el veredicto de la posteridad. Si los diputados y los senadores tuvieran juicio, comprenderían que no deben escribir la historia de la época actual, porque pertenece íntegramente a las generaciones futuras. Y Pallares y yo divagamos sobre estas cosas, recordamos la Rotonda de los Hombres Ilustres de México, que no es rotonda ni contiene los huesos venerables de los constructores auténticos de nuestra patria. En París, los gobiernos son menos convencionales y si se les puede acusar de preferencias injustas y de olvidos lamentables, nunca se han puesto en ridículo ni tampoco han insultado a la nación con homenajes monstruosos. No, los monumentos parisienses tienen dos méritos: el primero es el de ser muy bellos y cumplir la misión de decorar espléndidamente la ciudad. ¡Y qué bien colocados están! En el jardín de Luxemburgo, en el de las Tullerías y en el Parque Monceau, colaboran con los árboles y los arbustos para embellecer el paisaje. El segundo mérito de las estatuas francesas es el de ser relativamente justicieras, pues a pesar del poema de Victor Hugo “La cólera del bronce”, la verdad es que el tal bronce no tiene motivos de protesta; puede reclamar que se le vacíe en moldes mejores, pero no puede decir que se le corrompe en la glorificación de tontos ni de bandidos. En otros países, el bronce no solamente tiene el derecho de gritar sino también de prorrumpir en alaridos de indignación. Se va más allá
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de la injusticia, para invadir la jurisdicción del atentado. Y pensando en estas cosas me preguntó Pallares: —¿Y qué piensa usted de los mármoles y de los bronces dedicados a Napoleón Bonaparte? Claro está que yo le respondí inmediatamente, pero mi respuesta requiere un capítulo especial de estas memorias.
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LA PRESENCIA DE NAPOLEÓN
—Conque usted quiere, mi querido Pallaritos, que le diga lo que pienso de los monumentos napoleónicos. Pues bien, allá va mi opinión, que tiene que ser igual a la suya. Cuando viajábamos a bordo del Blucher asistimos al nonagésimo tercer aniversario de la batalla de Leipzig, que resultó contraria a Bonaparte; hace unos cuantos días se celebró en París el centenario de la campaña de Prusia, que terminó con la victoria de Jena y de Auerstadt; y hace apenas un año que se efectuaron ceremonias ruidosas con motivo de la conmemoración secular de la epopeya de Austerlitz. Así pues, nos encontramos a un siglo de distancia del Águila imperial. Y todavía lo tenemos presente y con relieves más destacados que cualquiera otro de los que lo sucedieron en el ejercicio del poder. “Pasaron Luis XVIII y Carlos X sin dejar huella profunda; pasó Luis Felipe sin que su recuerdo desteñido conmueva a la posteridad; pasó la segunda República francesa, y aunque nadie niega la respetabilidad de sus principales conductores (Lamartine, Ledru Rollin, Luis Blanc, etc.), la verdad es que se han ido desvaneciendo con el transcurso del tiempo… Luego, el prestigio de Napoleón quedó sometido a la más dura de las pruebas; su sobrino se apoderó de los destinos de Francia y todos sus actos se cargaron en la cuenta histórica del primero de los Bonaparte. Las derrotas de la guerra 131
franco-prusiana, el desastre de Sudán, la humillación de la paz de Francfort, la mutilación de la Alsacia y la Lorena… y sin embargo no se hundió el fulgurante capitán con tanto desmoronamiento. Por último, vino la tercera República con nuevos personajes que desde 1871 desfilan en una caravana cívica y austera; pero Napoleón está más cerca del pueblo francés que todos los presidentes, es más actual que Thiers y Gambetta, que Freycinet y Carnot. Y allí está, en el Arco del Triunfo del carrousel, frente al Palacio de Louvre, desafiando las embestidas del tiempo; y allí está también en la columna de bronce de la Plaza Vendôme; y vuelve a estar presente en las telas de Gros, de Vernet, de Bellange y otros muchos pintores en el Palacio de Versalles; y lo vemos eternizado en el Arco del Triunfo de la Plaza de la Estrella; y sobre todo, Napoleón vive en su propia tumba y bajo la cúpula majestuosa de los Inválidos”. —Lui Tojours Lui –me contestó Pallares, repitiendo las palabras de Victor Hugo. Y agregó que tamaña supervivencia, después de cien años, es el índice inequívoco de su grandeza. Y conste que nadie como él tuvo críticos tan acerbos ni formidables. Aparte de los libelos que se publicaron en Inglaterra y en España y de las explosiones coléricas motivadas por el asesinato del duque d’Enghien y del cautiverio del papa Pío VII, arrojaron dardos tremendos contra el Emperador el vizconde de Chateaubriand y la baronesa de Stael, José de Maistre e Hipólito Taine; pero estas embestidas no han destruido la gigantesca personalidad que continúa reinando en París. Como sus atributos principales fueron la claridad, la precisión y la exactitud (sin ellos no hubiera podido ganar batallas), Alfonso de Lamartine lo quiso fulminar con estas palabras sibilinas:
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Recuerdo que al entrar en el mundo, no había más que una voz sobre la irremediable decadencia, sobre la muerte consumada y ya fría de esta misteriosa facultad del espíritu humano (la poesía). Era la época del Imperio, la hora de la encarnación materialista del siglo XVIII en el gobierno y en las costumbres. Los hombres geométricos que monopolizaban entonces la palabra y que nos aplastaban a los jóvenes bajo la tiranía insolente de su triunfo, parecían resueltos a disecar en nosotros, como habían disecado en ellos mismos, doblegando y matando toda la parte moral, divina y melódica del pensamiento humano. Se necesita haberla sufrido para poder pintar la esterilidad orgullosa de esta época. Era la sonrisa satánica en un genio infernal que consiguió degradar a una generación entera, desenraigar todo el entusiasmo nacional, matar la virtud en el mundo. Aquellos hombres tenían el mismo sentimiento de triunfo imponente en el corazón y en los labios, cuando nos decían: amor, filosofía, religión, entusiasmo, libertad, poesía, nada de esto cuenta. Cálculo y fuerza, cifra y sable, todo esto sí cuenta. Nosotros no creemos más que aquello que se prueba, no sentimos sino lo que se toca; la poesía ha muerto con el espiritualismo del cual nació; ¡y decían la verdad! Estaba muerta en ellos y en su derredor. Por un instinto profético de su destino, temblaban ante el pensamiento que resucitase con la libertad; y arrojaban al viento las menores raíces que germinaban bajo sus pasos en sus escuelas, en sus liceos, en sus gimnasios, y sobre todo, en sus noviciados militares y politécnicos. Todo estaba organizado contra la resurreción del sentimiento moral y poético; era una liga universal la de los estudios matemáticos contra el sentimiento y la poesía. Únicamente la cifra era permitida, honrada, protegida y pagada. Como la cifra no razona, como es un maravilloso instrumento
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de tiranía porque no pregunta cómo ni en qué se la emplea; como no examina si se la utiliza para servir a la opresión del género humano o para su liberación, como lo mismo sirve para asesinar espíritus que para emanciparlos, el jefe militar de esta época no quería otro misionero ni otro secuaz; y este secuaz lo servía bien. No había una idea en Europa que no fuese aplastada por su talón ni una boca que no fuese amordazada por su mano de plomo. Desde ese tiempo, yo aborrezco la cifra, esta negación de pensamiento; y me ha quedado contra la potencia exclusiva y celosa de las matemáticas el mismo horror que le queda a los forzados contra los fierros duros y gélidos remachados sobre sus miembros, y de los cuales ellos creen aún sentir la fría y torturadora impresión cuando oyen los rechinidos de una cadena. Las matemáticas eran las cadenas del pensamiento humano. Yo respiro: ellas están rotas!
Se explica el párrafo anterior porque Lamartine era un poeta romántico que atribuía a las matemáticas una función esterilizadora. Para convencerse de que se encontraba en un error le habría bastado recordar que Pascal no necesitó apartarse de las cifras para conseguir el estilo más armonioso y transparente. Por otra parte, un ruiseñor no puede comprender a un águila. Murió medio siglo después de Napoleón y por lo mismo debe haber comprobado que si el Emperador tiranizó a las gentes de su tiempo, más todavía ha tiranizado a la posteridad. Porque sigue mandando. Después de su paso por el mundo, ha habido guerras implacables, conquistas audaces, exaltaciones gloriosas, caídas que producen vértigo, pero nadie puede rivalizar con el héroe de la campaña de Italia. Hace un poco más de quince años se celebró una exposición univer-
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sal en París; y ciento sesenta mil extranjeros desfilaron delante de la tumba del Emperador, y sólo cuatro mil se dignaron visitar el Panteón Nacional que conserva el corazón de León Gambetta, los huesos de Voltaire y de Rousseau, los restos del poeta Victor Hugo, del sabio Berthelot, del novelista Zola, del bizarro general Dessaix y de los demás titanes que con el pensamiento y con la acción se esforzaron por engrandecer a Francia. De acuerdo con estas cifras, Napoleón tiene un poder atractivo cuarenta veces mayor que las demás glorias francesas reunidas. Y es inútil que los pacifistas maldigan las guerras y que los tenedores de libros de la historia traten de probar que el saldo de la obra bonapartista arroja un déficit, las muchedumbres fascinadas seguirán desdeñando a los héroes puros para rendirle reverencia al coloso cargado de defectos, pero de inmensidad indiscutible. Y es que los pueblos son como niños que prefieren un cuento de hadas a una clase severa de cosmografía. El combate de Héctor y de Aquiles atrae más que la fórmula del binomio Newton y que el imperativo categórico de Kant. El mundo tiene necesidad de sueños maravillosos y por eso se prosterna delante de quien lo hace pensar en la posible realización de quimeras. Los técnicos y los sabios hablan de las inteligencias, en tanto que los autores de milagros conmueven el corazón. ¿Que el mariscal Moltke fue un matemático en la guerra? ¡Que lo admiren los militares profesionales! El pueblo prefiere al pequeño David derribando con la piedra de su honda al gigante Goliat; al cartaginés Aníbal, que durante más de veinte años luchó en territorio enemigo y tuvo en jaque a la grandeza de Roma; a Hernán Cortés, que con un puñado de quinientos hombres inutiliza sus naves para cerrarse la retirada y emprender la conquista de Anáhuac.
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Eso es lo que fascina a la humanidad, y nadie en ninguna época supera a Napoleón Bonaparte en la realización de proezas que parecen cosas de la fantasía. Su vida voló de milagro en milagro, de inverosimilitud en inverosimilitud. Comenzó por nacer en una isla de nacionalidad dudosa, y no obstante este origen desfavorable, se colocó arriba del orgullo de los franceses. A la temprana edad de veintiséis años destruyó cuatro ejércitos austríacos, en su insuperable campaña de Italia, y colocó a su país en el centro de la política europea; a los treinta y cinco años se coronó emperador, y no obstante de que todas las cortes improvisadas son grotescas, revivió el esplendor de Clovis y de Carlomagno; convirtió a los jacobinos más radicales en vasallos sumisos; humilló el orgullo dinástico de los reyes sentando en los tronos europeos a antiguos sargentos como Murat y Bernadotte; y lo volvió a humillar cuando obligó al emperador de Austria que le concediese la mano de su hija María Luisa, una princesa que descendía en línea recta de Carlos V y de María Teresa; impuso su voluntad de acero en todo el Viejo Continente, y cuando le llegó la hora de caer, no se derrumbó desabrida ni opacante en una batalla vulgar, sino que se vino abajo en los estruendos de una catástrofe completa que recuerda la derrota de los titanes en su lucha contra los dioses… Por eso las gentes maravilladas acuden en romería a su tumba que les hace pensar en una vida que no se parece a ninguna otra. No toman en consideración la justicia, ni el derecho, ni la moral, sino aquella capacidad para hacer cosas que resultan absurdas en cualquier otro mortal. La humanidad no ama la guerra por la guerra, sino la guerra que inspira poemas. Y un poema es lo que pide el hombre fatigado de las rutinas de la realidad. ¿Quién puede comparar los merecimientos de
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una gran reina como Isabela la Católica, o una sabia inspirada como Santa Teresa de Jesús, o una investigadora de genio como madame Curie, con una mujer liviana como Alfonsina Duplessis, que le sirvió de tema a Alejandro Dumas hijo cuando escribió La dama de las camelias? Y sin embargo la tumba de Alfonsina tenía más visitantes que la de cualquier mujer extraordinaria. ¿Por qué? Porque se soñaba en un amor abnegado y eso tenía más imanes que los demás atributos de la vida. La única que puede competir con Napoleón en Francia y en el mundo entero es otra realizadora de imposibles: Juana de Arco dialogaba con los ángeles, ganaba batallas fantásticas, y además fue consagrada con su martirio. Pero los franceses no le han dedicado los monumentos que se alzan en homenaje de Napoleón. En verdad, el único monumento que le erigieron sus compañeros fue el de su tumba; los demás fueron erigidos por él mismo.
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GENTE DE MÉXICO
La mejor caricatura de un viaje a través de las maravillas de Europa
la hizo Eça de Queiroz en un párrafo divertidísimo de La ciudad y las sierras. En dicho párrafo cuenta las torturas que se sufren en los trenes, en los hoteles, en las fondas y en las visitas que se hacen a los palacios, templos, monumentos, jardines y museos que contienen los tesoros más preciados del arte. “Me paseé con indolencia –palabras textuales– sintiendo un dolor sordo en la nuca, en catorce museos, por 140 salas llenas hasta los techos de Cristos, héroes, santos, ninfas, princesas, batallas, arquitecturas, verduras, desnudos, sombrías manchas de betún, tristezas de las formas inmóviles”. Y tras de externar sinceramente su tedio (ese tedio que se dibuja en los rostros fatigados de casi todos los turistas), Queiroz dice que el día más dulce de su vida fue cuando en Venecia, donde llovía a torrentes, encontró a un viejo inglés que vivía en Oporto (cabecera del distrito donde nació e hizo sus primeros estudios el novelista) y conocía a Ricardo y a José Duarte, al vizconde del Buen Suceso y a las Limas de Buena Vista. Y tiene razón Queiroz, no hay dechado estético que se pueda comparar con la evocación de la tierra bendita donde nacimos. Conste que yo no me había aburrido recorriendo las galerías del Louvre, ni del Luxemburgo, ni del museo Carnavalet; ni tampoco se me había retorcido el pescuezo contemplando hacia arriba las naves de Notre Dame,
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ni la cúpula del Sacré Cœur; pero de cualquier modo, confieso que la impresión más grata de mis siete meses en París la sentí al encontrarme con un compatriota que me habló de la ciudad de Monterrey y de las gentes de mi tierra natal. Yo iba por la calle de Bourdaloue, donde estaba el Consulado de México, ansioso de encontrar correspondencia para Pallares y para mí, y de pronto vi a un caballero que andaba como desorientado y perdido. Casi tartamudeando por el miedo de que no se le entendiera, me preguntó algo ininteligible, pero de la confusión de sonidos que querían ser franceses adiviné, más que percibí, la palabra “mexiquén”. —Ah –le respondí en español–, busca usted el Consulado de México. Vamos entrando, que también yo voy para allá. –Se iluminó el rostro del desconocido y me dijo que iba en busca de la dirección de dos compatriotas, el licenciado Viviano L. Villarreal y…– ¿Está don Viviano en París? —Sí, ¿lo conoce usted? —Personalmente, no, pero sé que fue amigo de mi padre. Ya para entonces habíamos entrado en la casa de México. El señor Pasalagua, canciller del Consulado, ya me conocía y, al verme llegar, me dijo sonriendo: —Ahora sí tiene usted algunas cartas y lo felicito por ello. Yo las recibí con júbilo, y presentándole a mi compañero, le dije a Pasalagua: —El caballero desea saber en dónde se encuentra alojado el licenciado Viviano L. Villarreal, de la ciudad de Monterrey. Mientras el canciller fue a consultar la libreta de las direcciones, yo me puse a revisar la correspondencia; dos cartas para Pallares y
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tres para mí. Entre las últimas estaba una de mi hermano Arturo y la abrí inmediatamente para enterarme de su contenido. Era lacónica, como de costumbre, pero en sus pocas palabras me decía que mi mamá y mis hermanas se encontraban perfectamente. En la posdata, que no podía ser más breve: “Te envío cien dólares para que te diviertas en la Navidad y en el año nuevo”. Desprendí el cheque con ojos llenos de lágrimas, pues confirmaba una vez más la bondad de aquel insuperable hermano, que no conforme con sostener el hogar materno tenía presente al miembro descarriado de la familia que había interrumpido sus estudios jurídicos para correr aventuras en el Viejo Mundo. Me acerqué nuevamente al escritorio del señor Pasalagua para pedirle que me hiciera el favor de poner sobre el dorso del cheque el sello del Consulado con el conocimiento de mi firma. Obsequió mi petición y enseguida le dijo al caballero con quien yo había llegado que don Viviano se alojaba en el Hotel du Pavillon que estaba muy cerca del boulevard de la Bonne Nouvelle. Agradecimos la cortesía y mi desconocido acompañante le preguntó al canciller si tenía registrado a un joven estudiante llamado Nemesio García Naranjo. Lo miré sorprendido, mientras Pasalagua le dijo riendo: —Allí lo tiene usted. —¡Usted! ¡Gracias a Dios que lo encuentro! —Sí, yo soy Nemesio García Naranjo, y lo que me maravilla es que haya alguien que me busque en las inmensidades de París. —Es que traigo una carta de presentación para usted. —¿De presentación para mí? Apenas lo puedo creer, pues dichas cartas son por lo general para ayudar a los presentados y no concibo
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que le pueda ser de alguna utilidad mi conocimiento, pues soy un bohemio que anda vagabundeando por Europa. Me entregó la carta y con gran sorpresa me enteré de que aquel caballero, don José María Aguirre, era hermano político de mi maestro don Genaro García, signatario de la referida carta. Ya dije en otro capítulo que, al salir de México, me había despedido de mi profesor de historia con unos renglones acompañados por mi renuncia a la pensión que disfrutaba en el Museo Nacional; pero don Genaro no hacía la menor alusión a aquel incidente, pues se limitaba a presentarme a su cuñado y a decirme que ninguno como yo lo podía servir en París, a donde iba con el objeto de que se le practicase una delicadísima operación renal. “Lleva el ánimo muy decaído pues su enfermedad es muy seria, no se atreve a tomar ninguna decisión, no conoce a nadie en aquel mundo, y no habla una sola palabra de francés ni de inglés: lo acompaña su esposa que es muy abnegada, pero que carece de experiencia mundana. Por lo mismo, le suplico encarecidamente que sea su guía, su camarada, su amigo, su consejero, y en ocasiones, hasta el encargado de ayudarlo a administrar el dinero que lleva”. —Su hermano político –le dije a don José María– parece suponer que soy un estuche de monerías y temo desengañarlo; pero estoy a sus órdenes y vamos a ver en qué lo puedo servir. El señor Aguirre me dijo que había llegado la tarde anterior y que su primera impresión había sido de aturdimiento y desconcierto. Uno de los viajeros le recomendó el Grand Hotel, en donde se había instalado provisionalmente. Don Genaro le había recomendado que consultara conmigo su instalación definitiva, y él consideraba como providencial nuestro encuentro en el Consulado.
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—Desde que me entregó la carta –me dijo conmovido– me siento más confiado y seguro –y tuvo la gentileza de convidarme a comer en unión de su esposa. —No puedo –le contesté–, porque recogí dos cartas de mi camarada y amigo José Pallares y tengo que ir a entregárselas, porque las está esperando con angustiosa ansiedad. Enseguida lo invité a que fuéramos al Credit Lyonnais para cobrar el cheque que acababa de recibir, tras de lo cual lo llevaría a su hotel, que estaba a cortísima distancia. Al verme en el banco, don José María me consultó la conveniencia de depositar una carta de crédito que traía por valor de cinco mil dólares. No tuve ninguna dificultad en arreglar el depósito y salimos de allí, yo con un poco más de quinientos francos y él con un libro de cheques para girar lo que fuera necesitando. En el trayecto del Credit Lyonnais al Grand Hotel, el señor Aguirre me contó que era originario de San Luis Potosí, pero que tenía más de veinte años de residir en Coahuila; que sus negocios se encontraban en el norte de México y que hacía viajes frecuentes a Piedras Negras, a Monterrey y a Laredo. También me dijo que los médicos mexicanos le habían aconsejado que se pusiera en manos de Albarrán, un doctor cubano que a juicio de ellos era el primer urólogo del mundo. Traía para él cartas de introducción que prometían una acogida cordial y un interés especial en el tratamiento de su enfermedad. Al llegar al hotel, le pregunté si tenía teléfono en su alcoba, y como me dijese que no, acudí a la administración, donde, tras consultar la guía telefónica, le rogué a un empleado que me comunicara con el número del citado doctor Albarrán. Así lo hizo y a los cuantos minutos concerté una cita con el mencionado galeno para las cinco y media de la tarde.
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—Deseo presentarlo con mi señora –me dijo muy cordialmente el señor Aguirre, y subió para traerla al vestíbulo. Cuando ella me dijo su nombre (Inocente Farías de Aguirre) no pude reprimir esta exclamación: —¡Qué curiosa coincidencia! Se llama usted como una hermana de mi cuñado Gonzalo Farías, de Laredo, Texas. —Es mi prima hermana carnal –me respondió, y como yo le preguntase si conocía a mi hermana Julia, me dijo, que aunque sólo había cruzado unas cuantas palabras con ella, eso le había bastado para apreciar su belleza y su dulzura. Don José María se enteró con júbilo de aquel inesperado enlazamiento de familias y me invitó a tomar un aperitivo en la terraza del café que dominaba el gran boulevard. Aquellas dos personas eran el polo opuesto de la elocuencia, pero me hablaban de cosas de México y más todavía, de la frontera septentrional. Citaban con la mayor sencillez nombres que me eran familiares desde mi infancia y, en un instante, me hicieron sentir que las grandezas de París se desvanecían frente a los paisajes desamparados del norte que continuaban clavados en mi corazón. Pasaban centenares de gentes frente a nosotros, pero la evocación de la patria se había adueñado de mi espíritu que sólo veía la corriente del río Bravo, la Mesa de Catujanos, el Cerro de la Silla, las montañas épicas cantadas por Manuel José Othón, las viñas de Parras, los manzanares de Saltillo, las nogaleras de Bustamante… Y me convencí de que Queiroz estuvo en lo justo cuando prefirió los recuerdos de Oporto al deslumbramiento de Venecia. Y me entró una nostalgia, una profunda nostalgia, y con ella, la resolución de regresar a México, pues, fuera de la patria, me parecía pequeña la misma gloria universal. En una de las escenas más inspiradas de
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Cyrano de Bergerac, basta que un pastor toque una tonada regional en su pífano rústico para que los cadetes de Carbón de Castel Jaloux se pongan a llorar con la evocación de su adorada Gascuña. Yo también sentí un nudo en la garganta al escuchar a aquellos dos fronterizos hablándome de tierras que, aunque son áridas y desérticas, eran y seguirán siendo para mí las tierras más hermosas del mundo.
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EVOCACIÓN DE UN DRAMA PUEBLERINO
Cómo conocí a don Viviano L. Villarreal en París
Después de conversar con el matrimonio fronterizo, volví al Hotel
Bristol (mis lectores recordarán que así le llamábamos a nuestra humilde pensión) y le entregué a mi compañero Pallares las dos cartas. Una era de su hermano Guillermo y la otra de Pepito Gamboa. Rompió la envoltura de la primera, y al no encontrar en ella el cheque que esperaba, su cara se llenó de consternación. Guillermo le decía que se esperara dos o tres semanas y entretanto le presentaba la situación en que había quedado la familia después de la muerte de don Jacinto. El juicio sucesorio se tramitaba con regularidad, pero el albaceazgo tenía que manejarse con cautela para evitar un desmoronamiento. Chucho me pasó la carta para que yo la leyera y quedó en actitud de melancolía y meditación. Yo lo consolé diciéndole que por lo pronto no nos iba a llegar el agua hasta el cuello y puse en sus manos los 500 francos que me había enviado Arturo. Mi compañero sonrió y, más tranquilo, me dijo que por qué no me quedaba con algo para mis gastos personales: —Deme 50 francos y los demás que se queden en el fondo común. —Esta inyección inesperada me vuelve a la vida porque todo lo que me dice Guillermo es rigurosamente cierto, y su obligación consiste en
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defender el pequeño patrimonio de mi madre y de mis hermanos –y agregó–, es el más ecuánime y sólido de todos los Pallares. Durante el almuerzo, le conté a mi camarada mi encuentro con los Aguirre y la posibilidad que tenía yo de recurrir a ellos en caso de apuro. —El mundo no se encuentra cerrado como parece y ya verá usted cómo vamos a salir bien de nuestra aventura. Sin esta remisión de su hermano –me dijo Pallares– mi respuesta a Guillermo habría sido de angustia y eso habría llenado de dolor a todos los míos. ¡Bendito sea Dios por este respiro de seis semanas! Al terminar el almuerzo, le dije a Pallares que iba en busca de los Aguirre para consolidar su amistad, que era la única que tenía en París; llegué al Grand Hotel como a las dos de la tarde y don José María y su esposa me estaban esperando en el vestíbulo. —De acuerdo con las recomendaciones de don Genaro –les dije– son tres cosas las que debemos hacer: primera: ver al médico y preparar la operación quirúrgica; segunda: buscar una instalación más adecuada, pues este hotel aparte de ser muy caro está lleno de viajeros y es muy ruidoso para un enfermo; y tercera: aprovechar los días anteriores y posteriores a su internación en la clínica, para que ustedes conozcan lo más que se pueda de la ciudad de París. En cuanto al primer punto, veremos al doctor Albarrán dentro de tres horas, y esa consulta será el principio de su curación. Vamos pues a ver si en esta misma tarde encontramos un hotel que les resulte conveniente. Usted preguntó en el consulado de México por don Viviano L. Villarreal y le dijo el señor Pasalagua que se alojaba en el Hotel du Pavillon. ¿No le convendría a usted instalarse en el mismo lugar?, así la señora tendría contacto continuo
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con una familia mexicana y eso sería una gran ventaja durante los días de su hospitalización. —Magnífica idea –contestó el señor Aguirre–, pues al saber que Chente estará más acompañada, yo me sentiría más tranquilo. En un momento, salimos del hotel, cruzamos el boulevard y tomamos un ómnibus que en diez minutos nos trasladó a la esquina de Bonne Nouvelle y de la calle de Hauteville que estaba a un paso del Hotel du Pavillon. Antes de preguntar por don Viviano, se me ocurrió averiguar en la administración si disponían de una alcoba amplia donde pudiera caber una pareja matrimonial. El administrador me contestó que precisamente en esa mañana se había desocupado una suite compuesta de dormitorio y una pequeña sala de recibir. Nos la mostró y como les pareció perfecta a los señores Aguirre y el precio era de 250 francos al mes, la tomaron inmediatamente. Una vez arreglado este punto, le dije al administrador que anunciara la visita de los señores Aguirre a la familia Villarreal. Doña Carolina Madero contestó telefónicamente que iba a bajar al vestíbulo y, en efecto, se presentó unos momentos después con don Viviano y su hija Elena. Recibieron a los Aguirre con la mayor cordialidad, y al enterarse del objeto del viaje, se pusieron a las órdenes de la señora para acompañarla cuando quedase sola en el hotel. Asimismo, les dijeron a los Aguirre que los visitaba con frecuencia el doctor Rafael Silva, quien estaba perfeccionando su especialidad de oftalmólogo, por lo que seguía un curso superior en la Facultad de Medicina y tenía contacto con los maestros más eminentes de París. Fui presentado con aquella gente y se formaron dos corrillos: doña Inocente, doña Carolina y Elena se pusieron a platicar en un rincón,
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mientras los tres varones, en otro rincón, no tardamos mucho en entablar un animado diálogo. —Por el nombre de usted –me dijo don Viviano–, supongo que es hijo de don Nemesio García y García, de la ciudad de Lampazos. —Sí, señor –le respondí–, entiendo que mi padre era el alcalde primero de mi pueblo cuando usted desempeñó la gubernatura de Nuevo León. —Muy cierto, y guardo una memoria muy agradable de nuestra relación. El municipio y el estado marcharon en perfecto acuerdo; además don Nemesio fue mi representante personal ante otros ayuntamientos del norte y me ayudó muy eficazmente a coordinar la marcha de los asuntos administrativos; fue un auxiliar muy valioso en la fijación de límites con Coahuila y en otros casos delicados. —¿Se refiere usted, señor, al singular asunto de las brujas? —¡Cómo! ¿Está usted enterado de aquel chisme pueblerino? ¿Qué fue lo que le contó su padre? —Me dijo que en una aldea del norte había tres hermanas viejas que decían la buenaventura y que a una de ellas le entró la manía de pronosticar desgracias. Con ese motivo, se conquistó la mala voluntad del pueblo, que la comenzó a considerar como una bruja, y la misma funesta reputación se extendió a sus dos hermanas. De allí en adelante, se les culpó de todo lo malo que acontecía: si se enfermaba un niño, decía la gente que ellas le habían hecho “mal de ojo”; si caía una helada que ocasionaba la pérdida de las cosechas, se debía a un pacto con el diablo; si aparecía un perro con rabia, la calamidad se atribuía a actos de hechicería y nigromancia. Entró en aquella gente tal seguridad contra las supuestas brujas, que re-
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solvieron quemarlas. Lo peor de todo fue que contagiaron al alcalde de tan burda superstición. Don Viviano me miró con interés y me preguntó: —¿Qué más le contó su padre? —Me contó que el referido alcalde dirigió a usted un oficio en el cual le comunicaba que él había sido siempre enemigo de todo fanatismo que atribuye a las brujas poderes sobrenaturales, pero que se había tenido que rendir ante la evidencia, y le exponía como pruebas la muerte súbita de un niño y la pérdida de la razón de un hombre que siempre había sido normal. El alcalde agregó que una de las tres brujas había sido ya aprehendida y quemada y se buscaba con ahínco a las otras dos para llevarlas a la hoguera y libertar al pueblo de tan funestos maleficios. De acuerdo con este relato, usted recibió ese oficio y envió inmediatamente a uno de sus agentes para detener aquellos actos de barbarie, y como el lugar de estos desaguisados estaba más cerca de Lampazos que de Monterrey, le telegrafió a mi padre a fin de que se trasladara inmediatamente a aquel pueblo y evitara la quemazón de las otras dos viejas acusadas de brujería. Don Nemesio llegó antes que el enviado de Monterrey y se encontró con un pueblo enfurecido, el cual se sentía seguro de estar combatiendo con agentes del demonio. La cosa se calmó cuando papá les prometió sacar a las brujas del pueblo y llevárselas a Lampazos. En eso llegó el enviado de Monterrey y, naturalmente, apoyó la proposición de mi padre y las supuestas brujas fueron trasladadas a mi tierra, donde pasaron pacíficamente sus últimos días. Don Viviano oyó tranquilamente el relato y le dijo a don José María Aguirre que aunque yo dramatizaba mucho el episodio, la crónica en
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el fondo era verídica y probaba los absurdos extremos a los que llevan la superchería y la ignorancia. Como doña Inocente Farías de Aguirre no cortaba el palique con la esposa y la hija de don Viviano, le propuse a don José María que fuéramos al Grand Hotel a liquidar la cuenta y a traer los equipajes. Así lo hicimos y media hora después ya estaban instalados en el Hotel du Pavillon. —Lo único que nos falta para terminar la jornada es ir a ver al doctor Albarrán y ya es hora de que nos pongamos en marcha. Al ponernos de pie para esta nueva diligencia, don José María le dijo a don Viviano que Dios me había puesto en su camino porque, en un solo día, lo había instalado en París, le había abierto cuenta en el Credit Lyonnais y, finalmente, lo llevaba a ver al urólogo eminente que, según los médicos de México, debía encargarse de su curación. —Ha hecho más que todo eso –interrumpió doña Inocente–. Desde que nos embarcamos en Veracruz, venías desencantado y alicaído, y ahora te veo animoso, confiado y seguro de recobrar la salud. Yo escuché encantado aquellas alabanzas porque me indicaban que servían para algo, pues me habían brindado la oportunidad de obsequiar una recomendación de don Genaro García, y sobre todo porque con aquella amistad me libraba de las incertidumbres y las inseguridades de París. Gente noble que con tanta confianza se me entregaba, no podía dejar que Pallares y yo nos hundiéramos en un naufragio completo. ¡Ya no estábamos solos!
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CICERONE IMPROVISADO EN PARÍS
El doctor Joaquín Albarrán, considerado en los primeros años de este siglo como el primer urólogo del mundo, era de pocas palabras; tras de leer los documentos que le habían entregado los médicos de México al señor Aguirre, dijo que procedía internarlo desde luego en el Hospital de la Piedad, a fin de que se le hicieran los análisis debidos y practicar la operación quirúrgica que le parecía inevitable. —Mis honorarios –agregó en tono frío– valen seis mil francos que acostumbro cobrar anticipadamente. En cuanto a la remuneración del anestesista y del ayudante y a los gastos del hospital, difícilmente llegarán a los dos mil francos. En total, ocho mil francos. Voy a dar a usted la papeleta para que lo admitan mañana a primera hora en la Piedad. Don José María me miró con cara descompuesta, casi de tragedia, y comprendí su afán de que lo sacara de tan angustiosa situación. Le dije al doctor que el señor Aguirre no había tomado una determinación final, por lo cual, en el término de tres días pasaríamos a avisarle si se resolvía a ser operado. —Se tiene que resolver –contestó el urólogo–, de estos papeles infiero que ya tiene un riñón perdido y debemos sacarlo; mientras más pronto, mejor. —Bueno –me atreví a replicar–, pero el paciente tiene que comunicarse con sus hermanos y el administrador de sus negocios, tratar el 153
asunto con su esposa y consultar con su bolsillo para ver si se encuentra en condiciones de cubrir la tarifa de usted. Por lo mismo, le ruego que nos excuse nuestra actual indecisión. Se pagaron cincuenta francos por aquella consulta que podría llamarse una conversación desagradable. Al salir, el señor Aguirre estaba tan aterrorizado que temí que se fuera a desmayar, y le dije que no tuviera miedo pues le sobraba dinero para pagar la operación quirúrgica. —Eso no me preocupa –me replicó con voz temblorosa–, lo que deseo es que me diga francamente qué impresión le ha dejado esta eminencia. —Los doctores de México le han dicho a usted que es la autoridad máxima en París, y si esa apreciación es exacta, debemos admitir al hombre con sus aristas cortantes. Pero don Viviano le dijo esta tarde que el doctor Rafael Silva lo puede poner en contacto con maestros de primera línea, y podría suceder que se encontrase (se tiene que encontrar en París) otro urólogo más cordial y más humano. Y efectivamente, por ese conducto, don José María consultó su caso con el doctor Merino Teodoro Tuffier, quien aunque no tenía el renombre de Albarrán en la especialidad de los riñones, lo superaba en cirugía de las demás vísceras del organismo humano. Su espíritu era más amplio y comprensivo y por consiguiente más generoso. Tras de examinarlo, Tuffier le dijo al señor Aguirre que no se preocupara pues su enfermedad estaba muy lejos de ser desesperada y, más todavía, de reclamar una acción urgente. —Albarrán estuvo en lo justo al decir a usted que la operación debía practicarse, pero será dentro de dos semanas, durante las cuales
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podrá usted dedicarse a conocer la ciudad de París. –Yo inferí que el caso de mi compatriota no era muy serio, pero el doctor Silva me comunicó de manera confidencial que el aplazamiento tenía por objeto impedir la desmoralización del paciente. Y agregó:– Habrá que extraerle un riñón, y lo único lamentable es que el doctor Albarrán se lo haya hecho saber de un golpe. Tuffier es hombre de corazón y trata de levantarle el ánimo. La operación se hizo con toda felicidad y el doctor Tuffier cobró únicamente tres mil francos. En aquella tregua de dos semanas, el matrimonio Aguirre recurrió a mí para que les sirviera de cicerone en la Ciudad Luz. Mi primera obligación era no fatigar al enfermo y se me ocurrió subir a la pareja en “la Imperial” de un ómnibus e irles señalando los monumentos y edificios que fuesen apareciendo durante nuestro recorrido. Había una ruta desde el templo de La Magdalena hasta la Plaza de la Bastilla. Yo decía: “Ése es el Teatro de la Ópera; aquí se junta el boulevard Haussman con el de los Italianos; vean ustedes la magnífica Puerta de Saint Denis, y aquí tienen la Puerta de Saint Martin; ya llegamos a la Plaza de la República”; finalmente cuando estuvimos en el punto terminal de la ruta, los invité a descender del ómnibus para mostrarles la columna erigida en honor de los héroes de julio de 1830, pero que el pueblo francés, fiel a la tradición, la llama columna de la Bastilla. En aquel sitio, tomamos un coche de alquiler para descender con rumbo al río Sena por el boulevard de Enrique IV; cruzamos la isla de San Luis, despedimos al coche para trasladarnos en otro ómnibus que, partiendo del boulevard Saint German, avanzaba por la margen izquierda del río hasta llegar a la Cámara de Diputados. “Este trayec-
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to es el más viejo y también el más hermoso de París. Se comienza viendo por detrás de la Catedral de Nuestra Señora que brinda la ilusión de ir girando lentamente, hasta presentarse de perfil y luego de frente. La primera piedra fue colocada en el siglo XII y tardó más de cien años la construcción. El tiempo la ha respetado, no así los hombres, pues los arquitectos de Luis XIV y Luis XV la profanaron con sacrílegas innovaciones, y también la mutilaron los fanáticos de la Revolución Francesa. Véanla ustedes como símbolo de la Eternidad que triunfa sobre la ignorancia y la barbarie; y ahora miren el Tribunal de Comercio y el Palacio de Justicia, también edificados en la Edad Media; y allí está la Santa Capilla que nos hace recordar al rey San Luis, quien gobernó Francia hace setecientos años. Del otro lado del río, el Louvre, antes mansión de monarcas y ahora joyero único en donde se guardan las máximas maravillas del arte. A nuestra izquierda se yergue el Instituto de Francia, también llamado Palacio de Mazarino, en donde se reúnen las cinco academias más prestigiadas del mundo, y entre ellas y bajo la cúpula triunfal, los cuarenta inmortales. También a la izquierda tenemos el Quai d’Orsay, o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores; y ya hemos terminado nuestro itinerario porque vemos enfrente el Palais Bourbon, donde legislan los representantes del pueblo”. Los espléndidos panoramas pasaban ante los ojos asombrados de los viajeros y yo comentaba el glorioso desfile con historias y cuentos de París que, a mi modo de ver, podían interesarlos. La novela de Victor Hugo me brindaba material para decirles unas cuantas palabras sobre Notre Dame; el Louvre, lleno de tradición, de belleza y con muchas centurias de historia, me suministraba la oportunidad
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de contarles algunos episodios dramáticos; la torre de la Consejería me dio la coyuntura para hablarles de la época del Terror; y de esta manera conseguí que se encantaran con los portentos arquitectónicos que iban conociendo. Al regresar al Hotel du Pavillon les contaron entusiasmados a otros huéspedes que allí se alojaban la manera sugestiva con la cual yo había desenvuelto ante sus ojos pasmados los prodigios de París. Corrió mi reputación de cicerone por el vestíbulo y un señor argentino, de apellido Avellaneda, se me acercó para solicitar mis servicios de guía, creyendo que a eso me dedicaba. Naturalmente, le aclaré que no era un cicerone con autorización oficial sino simplemente un estudiante que llevaba algunos meses de residir en París, lo cual me había permitido conocer superficialmente la ciudad. —Nada de superficial –interrumpió la señora Aguirre–, hay que oír lo que dice de la Catedral de Nuestra Señora y de la Santa Capilla. —Comentarios sin importancia –le dije al señor Avellaneda–, si me he atrevido a improvisarme como guía de mis compatriotas, es porque me los ha recomendado de manera muy especial su hermano político, quien fue mi profesor de historia en la ciudad de México. —¡Ah! –exclamó el caballero argentino–, si usted estudia historia, deben ser muy atractivas sus explicaciones –y me preguntó si tenía algún inconveniente en que él y su familia (esposa y dos hijas) nos acompañaran en la excursión proyectada para esa tarde. Como era lógico, le respondí que me sentía muy orgulloso de que se sumaran a nuestro pequeño grupo. Los Aguirre aceptaron con alegría y pasamos a tomar un ligero almuerzo, a fin de continuar cuanto antes nuestra peregrinación.
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Tras de comer rápidamente, me puse de pie y tomando muy en serio mi papel de guía, di una palmada y con voz de mando les advertí que ya era tiempo de ponernos en marcha: —Ya van a sonar las dos y no hay que olvidar que estamos en invierno; a las cinco de la tarde comenzará a anochecer y debemos aprovechar la luz del día. Tanto los Aguirre como los Avellaneda me obedecieron inmediatamente dispuestos a emprender la excursión vespertina, una excusión que merece un capítulo aparte, pues tuvo más trascendencia de lo que pude haber sospechado. Sin pretenderlo, más aún sin haber pensado en ello, me había convertido en uno de los mil cicerones que les muestran a los viajeros los esplendores de la ciudad de París.
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EN EL ESCENARIO DE LOS SIGLOS
La primera peregrinación de viajeros que dirigí por las calles de París se inició en la Plaza de la Concordia. Tanto se ha difundido el panorama de este lugar en viñetas, grabados y hasta en tarjetas postales, que resulta pleonástico decir que es la más bella plaza del mundo. ¿Para qué describirla, cuando toda la gente la conoce de memoria? El obelisco faraónico en el centro; a ambos lados, las fuentes monumentales, y más atrás las estatuas marmóreas dedicadas a ocho ciudades francesas. Al norte, los palacios del Ministerio de Marina y de la marquesa de Coislin, separados por la rue Royale que se cierra en el fondo con el pórtico griego del templo de La Magdalena; al sur, otro pórtico en la ribera opuesta del río Sena: el pórtico del Palais Bourbon; a la derecha, el jardín de las Tullerías, y a la izquierda, la suntuosa avenida de los Campos Elíseos. La estatua que simboliza la ciudad de Estrasburgo estaba cubierta de flores y les expliqué a mis acompañantes la causa de aquellas ofrendas especialísimas. —Hace 36 años Bismarck le quitó a Francia la Alsacia y la Lorena, y estas flores le están diciendo a Estrasburgo que la madre patria la sigue adorando lo mismo que cuando la tenía en su regazo. Enseguida, señalándoles el monolito central, les dije que el obelisco estaba allí desde el año de 1836, en que había sido traído de 159
Egipto. En el siglo XVIII se erguía en el mismo lugar una estatua de Luis XV rodeada por cuatro figuras femeninas que representaban la Fuerza, la Prudencia, la Paz y la Justicia. El pueblo comprendió la incongruencia de rodear al más frívolo de los reyes por lo que menos tenía, y de las entrañas de París, siempre fino y espiritual, emergió este dístico lleno de donosura: Oh la belle statue! Oh le beau piedestal! Les vertus sont à pied, et le vice est à cheval! Se rieron los turistas y el señor Avellaneda me preguntó a dónde había ido a parar aquel monumento tan contradictorio. —Tal vez a un basurero, pues las turbas enfurecidas que destronaron a Luis XVI, el 10 de agosto de 1792, se dirigieron a este sitio y echaron por tierra el bronce de Luis XV. Poco tiempo después levantaron la estatua de la Libertad y enfrente de ella, quizá en el sitio en el cual ahora nos encontramos, construyeron el patíbulo en donde fueron ejecutados quienes eran considerados como enemigos de la Revolución. —¿Aquí fueron las matanzas? —Sí, señor; aquí les cortaron la cabeza a Luis XVI y a María Antonieta, a los diputados de la Gironda y a madame Roland, a Danton y a Desmoulins y, finalmente, al mismo Maximiliano Robespierre. Cierren los ojos para figurarse mejor la gigantesca estatua de yeso, y figúrense también a madame Roland, la ninfa Egeria de los girondinos, gritando desde el cadalso: “Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”. —Pero esto es maravilloso –exclamó conmovido el señor Avellaneda–. Nos está dando usted una cátedra elocuentísima de historia.
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—Nada de eso, señor mío, estoy señalando los sitios que convidan a la evocación y nada más. La elocuencia no es mía, sino de esta plaza grandiosa y pletórica de recuerdos. Y ya que ustedes se interesan por los dramas del pasado, vamos al magnífico jardín que tenemos al lado, en donde se irguió hasta 1871 el Palacio de las Tullerías, la morada secular de los reyes de Francia. Otras multitudes coléricas la quemaron hace 35 años y nadie ha tratado de reconstruirla; en su lugar se sembró este parque delicioso que convida a la contemplación y al éxtasis. –Atravesamos el jardín para llegar a la Plaza de Carroussel, donde siglos antes se efectuaban lucidísimos torneos. Los últimos fueron en tiempos de Luis XIV.– Aquí también el primer cónsul Bonaparte gustaba de pasar revista a sus tropas; y cuando se convirtió en emperador, dejó como testimonio de su devoción ese Arco de Triunfo construido por Percier y Fontaine, y que tanto se parece al arco romano de Séptimo Severo. “Ahora –les dije–, encontrándonos a un paso del Palais Royal, los voy a llevar al sitio preciso en donde se prendió el incendio de la Revolución Francesa –y los conduje al jardín en donde Camilo Desmoulins se puso a arengar a las muchedumbres para que se arrojaran en contra de la Bastilla–. Esto pasó el 12 de julio de 1789, y 48 horas después, las masas en abierta rebelión se apoderaban de la cárcel política del Estado. –No recuerdo lo que les hablé a las personas que me escuchaban, pero sí tengo presente sus rostros iluminados por las evocaciones. El señor Avellaneda tributó un elogio gentil a mi palabra, y yo le contesté que era el escenario auténtico el cual contribuía cien veces más que el verbo para recordar las épocas que fueron.– Si usted en su casa de Buenos Aires coge un libro que relate la vida
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del general San Martín, puede leerlo con algo de frialdad; pero si se toma la molestia de atravesar el territorio argentino y se trepa sobre la cordillera de los Andes y desciende luego a las planicies chilenas y visita los campos de Chacabuco y de Maypó, entonces medirá en sus proporciones titánicas la epopeya sanmartiniana, y cualquier narrador, por pobre que sea su relato, lo hará llorar. Y eso mismo les pasa a ustedes en estos momentos: no es mi palabra sino el escenario de los siglos quien realiza el milagro de producir las fascinación y el arrobamiento”. En la calle de Rívoli tomamos un ómnibus con rumbo a la Plaza de la Bastilla, pero al pasar frente a la torre de Saint Jacques les dije que allí había hecho Pascal las observaciones atmosféricas que lo condujeron a la formulación de las leyes físicas que lo consagraron como hombre de ciencia. Aquello no les causó la más leve impresión, pero cuando les dije que allí también Joaquín Murat, al colocar dos cañones en la torre y disparar al aire, había iniciado una carrera militar brillantísima que lo llevó hasta el trono de Nápoles, advertí que me escuchaban con atención. Entonces les relaté la jornada del 13 vendimiario, cuando Napoleón, por vez primera y de un golpe, conquistó la admiración de París. Y les conté la conocida anécdota: “Josefina Beauharnais daba una fiesta en su residencia, cuando de pronto se oyeron los cañonazos que estaba disparando Murat, y la linda anfitriona preguntó con sobresalto: ¿Qué es lo que pasa? Y uno de los convidados que se llamaba Fouché, le respondió: Es un general Buonna Parte que está entrando en la historia”. ¡Qué lejos estaba la fascinante criolla de sospechar que con aquellos cañonazos se comenzó a cincelar su futura corona de emperatriz!
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En la Plaza de la Bastilla completé la pequeña disertación que había comenzado en el jardín del Palais Royal y el señor Avellaneda exclamó con entusiasmo: —¡Hasta que por fin entiendo la fiesta francesa del 14 de julio! Al regresar al Hotel du Pavillon, el mencionado caballero argentino me apartó discretamente de los demás componentes del grupo con el pretexto de hacerme una consulta, y cuando estuvimos solos me entregó un billete de veinte francos. Yo lo decliné pero él insistió tenazmente diciéndome que si yo no aceptaba aquella pequeña remuneración lo privaba de su libertad para emplearme en los días siguientes, como estaba resuelto a hacer, porque mis explicaciones y comentarios le gustaban más que los de cualquier otro guía. —Pero es que yo no soy crítico de arte ni un valorizador de monumentos –le repliqué con la mayor sinceridad, y él me contestó: —Tal vez por eso sus apreciaciones son más humanas y satisfacen mejor. Don José María Aguirre nos veía desde lejos y, sospechando de lo que se estaba tratando, se acercó para decirme: —Genaro me ha hecho saber que usted es un estudiante pobre y por lo mismo debe usted aceptar lo que le ofrece el señor Avellaneda como recompensa por su magnífico trabajo. Y añadió que celebraba el incidente, porque había estado quebrándose la cabeza para encontrar la forma de remunerar mis servicios. —Pero… ¿qué servicios? —Casi nada –me contestó sonriendo–. Yo llegué a París desconcertado y aturdido, y usted me abrió cuenta en el banco, me trajo con don Viviano, me instaló en este hotel, me llevó con el doctor Albarrán
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y luego me ayudó a salir de él. Todo esto cuenta mucho, muchísimo, y no necesita usted recordarme la deuda, pues mi esposa me la está recordando constantemente. Al volver a mi modesta pensión iba emocionadísimo, había ganado unos cuantos francos en París y eso me parecía un milagro. Además el señor Avellaneda me iba a emplear en otras correrías por el estilo que auguraban nuevos ingresos. Por último, don José María Aguirre me anunciaba una recompensa especial. Como todo esto me caía sin haberlo proyectado, sin pensar en ello, lo estimaba como una dádiva del cielo. ¡Cicerone en París! La cosa parecía de broma, pero abría caminos para el futuro y me prometía la posibilidad nunca soñada de sostenerme indefinidamente y por mi propio esfuerzo en el continente europeo.
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LA EFICACIA DE LA POESÍA LÍRICA
Aquella tarde, al cenar con Chucho Pallares, le conté que me había iniciado como guía de turistas; él me contestó que ya suponía que yo andaba “pastoreando” al señor de la frontera que había llegado a París con el propósito de curarse, pero cuando le expliqué que también había actuado como cicerone de él y de una familia argentina, quedó suspenso y con expresión de asombro. Y llegó al pasmo cuando le mostré los veinte francos con los cuales el señor Avellaneda había pagado mis servicios. —Pero... ¡eso es fantástico! Se necesita de parte de usted tanta audacia y de parte de la familia argentina tanta inocencia, que apenas lo puedo creer. Cuénteme cómo fue eso porque se me figura que se está usted metiendo en honduras. Le estaba relatando lo sucedido en aquella tarde, cuando Magdalena me vino a avisar que me llamaban por teléfono. Era el señor Avellaneda, quien me citaba para el día siguiente, pues una familia chilena quería hacer el mismo recorrido (de la Concordia a la Plaza de la Bastilla) y solicitaba mis comentarios y mis explicaciones. —Otros veinte francos para el día de mañana –le dije a Pallares–. Un señor Valenzuela de la república de Chile me solicita como cicerone, y lo invito a incorporarse a la caravana. En vez de que yo cante la romanza, entonaremos un dúo y el cliente quedará doblemente 165
complacido –y efectivamente, aquella combinación resultó un triunfo, pues mientras yo me encargaba de las evocaciones históricas, Pallares sobresalía en las apreciaciones estéticas. El señor Valenzuela y su señora quedaron tan satisfechos que nos dieron 30 francos como recompensa. Al despedirse nos dijeron que los Avellaneda y los Aguirre nos querían para el día siguiente y que no dejáramos de estar en el Hotel du Pavillon a las diez de la mañana. De esta manera, volvimos a recorrer diferentes barrios de París y los pueblecillos adyacentes. En Malmaison y en Fontainebleau yo actué como ponente, mientras que en Versalles, en Chantilly, en la Catedral de Notre Dame y en la Santa Capilla, Pallares fue el expositor. Los Avellaneda y los Valenzuela nos relacionaron con otros hispanoamericanos, y de esta guisa, teníamos todo nuestro tiempo ocupado con una ganancia mínima de veinte francos diarios. Consultábamos el Baedeker todas las noches y, agregando a los datos concretos las divagaciones inspiradas en lecturas históricas y literarias, quedamos listos para disertar toda clase de cosas divinas y humanas, como se acostumbraba decir en el siglo XVIII. A este trabajo, que nos resultaba sumamente agradable, se debió que en unos cuantos meses conociéramos todos los rincones de París, con detalles que suelen ignorar hasta los mismos parisienses. Uno de tantos días, el señor Avellaneda nos pidió que le mostráramos las bellezas del Museo del Lovre y Pallares le dijo lealmente que acudiera a un cicerone técnico y con experiencia en valorizar las obras de arte. El caballero argentino insistió y yo me precipité a aceptar, temeroso de que se nos fuera el cliente. —Pero, Vatecito –me preguntó Chucho cuando nos quedamos solos–, ¿qué les va a decir usted delante de las obras inmortales?
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—Voy a recitarles versos y ya verá usted cómo no quedamos tan mal. —¿Y qué tienen que ver los versos con la apreciación de los modelos eternos? —Tienen mucho que ver. Por ejemplo, delante de la Venus de Milo recitaré este maravilloso cuarteto de Rubén Darío: Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, botón de pensamiento que quiere ser la rosa; se anuncia con un beso que en mis labios se posa al abrazo imposible de la Venus de Milo. Y le pregunté a mi compañero:– ¿Qué le parece? –y él me contestó que la estrofa era admirable, pero que nada tenía que ver con la triunfal escultura–. Bueno –le repliqué–, entonces recurriré a este final de soneto de José Santos Chocano: Brindo por el Rey Sol que tanto adoro, por el pájaro azul de pico de oro y por el cisne de cabeza blanca... Brindo por el dolor que es gloria luego, por las pupilas del poeta ciego y por los brazos de la Venus manca... Los versos de Chocano le parecieron a Pallares, con razón, mucho menos bellos que los de Darío, e igualmente inadecuados para valorizar la escultura gloriosa. Y agregó en tono de protesta:
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—Eso es charlatanería, eso es salirse por la tangente. —No acepto ser un charlatán, porque no trato de aparentar conocimientos críticos que no tengo, pero sí admito que me propongo salirme por la tangente. Los críticos serios se concentran en el círculo y por eso son incomprensibles para la multitud que desea escaparse de las consideraciones profundas –y le relaté a mi compañero el cuento de la señora que quería embarcarse en una nave de proa carcomida, de mástiles inseguros, de velas desgarradas y que, por tantos desperfectos, amenazaba naufragar en la travesía. Los familiares le hicieron ver los riesgos que corría, pero la señora insistió en hacer el viaje. Entonces uno de ellos, como último recurso le preguntó: “Y si la nave se va a pique, ¿qué vas a hacer?”. Y la señora sin intimidarse contestó: “Si me gusta el pique, allí me quedo”–. Piense, mi querido Pallaritos que a algunas personas les gusta el pique y a casi todas les encanta la escapatoria de la tangente. La mayoría de los cicerones persisten en la monotonía de darle la vuelta al círculo y conservarse dentro de él, por eso producen aburrimiento. Nosotros nos saldremos con cuentos, con historietas, con anécdotas, con toda clase de digresiones, por eso hemos triunfado como guías en París. Usted me acusa de charlatanismo y eso es injusto porque nunca he simulado saber lo que no sé. Mañana, al alabar el dibujo impecable en las telas de Ingres y el color impresionante en los cuadros de Delacroix, no mentiré. Así pues, no veo por qué la técnica que hemos puesto en práctica al recorrer la ciudad no pueda aplicarse con la misma eficacia a los desfiles a través de los museos. —Sus sofismas no caben en la seriedad –me replicó austeramente Pallares–. Además, ¿se imagina usted lo que pensaría y sentiría esta buena gente si oyera lo que usted me acaba de decir?
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—Pero es que lo van a oír. Yo mismo les repetiré una vez más que no soy un valorizador de arte sino un divagador incorregible, que no deben tomar en serio mis comentarios, que soy un diletante, sólo un diletante que se conforma con un goce estético pasajero, que las digresiones que hago no tiene por objeto fingir sabiduría sino disimular mi ignorancia. Y ya verá usted cómo el señor Avellaneda me va a contestar que precisamente por eso es por lo que nos emplea como cicerones. Al día siguiente, al entrar en el Louvre, cumplí la promesa hecha a Pallares, y el caballero argentino reaccionó en la forma exacta como yo había previsto. La primera visita fue para la Venus de Milo. Pallares me observaba con curiosidad amenazante, para ver cómo iba yo a salir de la situación peligrosa en la cual me había metido. —Allí tienen ustedes la joya artística número uno de este venerable museo, tal vez la obra más bella del género humano. Le faltan los brazos, pero no los necesita para desparramar una fascinación mayor que las esculturas completas –y cité el conocido comentario de Teófilo Gautier–: “Si tuviera brazos, nos distraeríamos y probablemente no admiraríamos el esplendor de su pecho soberbio ni de su seño admirable”. —¿Nos quiere usted decir –me preguntó muy intencionalmente mi camarada– que la Venus está mejor mutilada que completa? —No, mi querido Chucho, no soy yo quien lo dice, sino Teófilo Gautier. Por otra parte, considere que la mutilación (en el caso de que sea mutilación, pues algún crítico que ha abordado el tema sostiene que el escultor la cinceló sin brazos) ha servido para inspirar poemas. Y recité los versos de Rubén Darío y de José Santos Chocano. Y recité
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algo más, pues por fortuna acudieron a mi memoria estos dos versos de Villaespesa: La encarnación del alma cristiana de María en el mármol pagano de la Venus de Milo. Y por último, para ponderar la castidad del desnudo, recordé este verso de Salvador Rueda: Para besar tu mármol todo es frente. Una de las señoritas Avellaneda me pidió que le escribiera dichos versos porque quería aprendérselos de memoria para ilustrar su visita al mármol imperecedero. Yo clavé mis ojos en Pallares, quien sintiéndose interrogado me dijo: —La cosa comienza bien, pero sigo teniendo miedo de que termine con un fracaso completo. Y no, no concluyó la visita al Louvre con un desastre, como lo haré ver en el capítulo siguiente.
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LOS MONJES DE LA TUMBA DE FELIPE POT
No voy a contar lo que fui diciendo de las obras artísticas del Louvre, porque este relato resultaría interminable. Mi propósito se limita a exponer mi procedimiento de cicerone que, como dije en capítulo anterior, en vez de valorizar el mérito de las obras supremas, buscaba en las pinturas y en las esculturas algo curioso, sugestivo e interesante para aquellas personas que no pretendían estudiar a fondo las cuestiones de arte. Así por ejemplo, delante de la Victoria de Samotracia hice notar que las figuras aladas no eran comunes ni en la escultura pagana ni en la cristiana. Las rapsodias homéricas nos hablan de la facilidad con la cual los dioses del Olimpo recorrían en un instante las mayores distancias, y sin embargo a ningún escultor griego se le ocurrió ponerle alas a Júpiter ni a Minerva. Mercurio es el único dios que lleva alas pequeñas en los pies, tan pequeñas que más que instrumentos de vuelo, parecen símbolos de ligereza. En la religión cristiana las únicas figuras aladas son las de los ángeles, pues ni el Padre Eterno ni Jesucristo ni María Santísima, son presentados con alas: no las necesitan para remontarse al firmamento. —En esta admirable Niké, las alas son toda la estatua; fíjense ustedes en que, por ser de piedra, no cambia nunca de postura; pero en su inmovilidad se advierte, permítanme la paradoja, un perenne 171
movimiento. –Como esta apreciación no los impresionara mucho, les conté la siguiente anécdota con el afán de complacerlos:– Había en Roma un templo dedicado a esta diosa, y una vez, durante una tempestad, sucedió que una centella descargó su electricidad y le rompió las alas. Los hijos de la ciudad de las siete colinas se llenaron de terror porque creyeron que aquella mutilación era un augurio siniestro. Entonces Pompeyo los arengó con estas palabras: “Los dioses han cortado las alas a la Victoria para que no pueda abandonarnos nunca”. El miedo se convirtió en confianza y fe, y en el pedestal de la diosa se grabaron estas palabras: “Roma, reina del mundo, tu gloria nunca se eclipsará jamás, pues la Victoria está sin alas y no puede huir”. Ya ven ustedes, mis queridos amigos, cómo un augurio pesimista se puede convertir en una alegoría de optimismo –aquella historieta les gustó y por tal motivo, subrayando los símbolos, hice desfilar a los turistas por la estatuaria helénica y romana. Al ascender al segundo piso, seguí el mismo procedimiento, al irles mostrando las pinturas. En las salas francesas, los cuadros de Ingres y de Delacroix me dieron base para disertar sobre la lucha entre los clásicos y los románticos que llenó la primera mitad del siglo XIX. “¿Adora usted la línea? Pues aquí tiene al maestro del dibujo que fue Ingres. ¿Le impresiona más el color? Entonces Delacroix es su mejor paradigma”. Y de esta manera, sin hacer análisis serios ni abordar problemas técnicos, conseguí entretener a mis clientes durante la peregrinación. El retrato del general Prim por Regnault me resultó un tema muy fértil para divagar sobre las efigies de los hombres públicos. Como es bien sabido, el héroe de los Castillejos, al recibir el cuadro del artista, se lo devolvió por no gustarle el aire desordenado y aventurero en
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que estaba envuelta su figura. Cabellos enmarañados, actitud de reto, mirada soñadora, indumentaria peregrina… Nada de esto resultó del agrado del general Prim, lo que no puede causar extrañeza, pues casi todos los que entran en un taller fotográfico de lo único que se preocupan es de alisarse el cabello, peinar su bigote, apretarse el nudo de la corbata y estirar su chaleco para que no produzca la menor arruga. Y cuando se coloca delante de la cámara asume una actitud arrogante y tiesa que él se figura que es majestuosa. Si el retratado aspira a ser el jefe de una nación, la cosa se complica porque hay que aureolarlo de seriedad y de grandeza. Prim dijo “Éste no soy yo”, pero la posteridad dice que así fue él, y quien lo dude que lea los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós. Donde conseguí complacer más a la familia Avellaneda fue en las salas francesas del siglo XVIII, porque acudí a la técnica de recitarles versos. Delante de Embarque hacia la isla de Citerea de Watteau me vino a la memoria este final de un sonetino de José Juan Tablada: ¡Ven! El amor que aletea lanza su flecha dorada y en el mar que azul ondea, surge ya la empavesada galera flordelisada ¡que conduce a Citerea! Chucho Pallares me miró con ojos burlones, pero yo, sin hacerle caso, delante de un cuadro de Boucher, espeté este cuarteto de Rubén Darío:
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¿Fue en ese buen tiempo de duques pastores, de amantes princesas y tiernos galanes, cuando entre sonrisas y perlas y flores iban las casacas de los chambelanes? Las señoritas Avellaneda quedaron encantadas, y yo, estimulado por el triunfo, recité este otro cuarteto de Rubén Darío, frente al pastel magnífico de Quintín de la Tour: ¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia, sol con corte de astros, en campos de azur, cuando los alcázares llenó de fragancia, la regia y pomposa rosa Pompadour? —Mi compañero se ríe de mí –le dije al grupo–, porque a falta de comentarios técnicos sobre estas telas maravillosas me salgo por la tangente con recitaciones líricas –y una de las señoritas, encargándose de mi defensa, le preguntó a Pallares: —¿No cree usted que los versos de Rubén Darío facilitan más que cualquier explicación plástica la comprensión de esta mujer cautivadora? –y luego, volviéndose a mí, me dijo:– Por supuesto que usted me va a escribir las estrofas, como lo hizo con los versos relacionados con la Venus de Milo. Pallares, en tono serio, les manifestó que por más adornos literarios que yo les pusiera a los cuadros de ese salón, eran manifestaciones de un arte decadente. Y concluyó secamente: —No hay que colocar lo bonito sobre lo bello.
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El señor Avellaneda observó: —La diversidad de los pareceres de ustedes dos es lo que hace más interesante nuestro desfile delante de estos cuadros. Como se ve, mi procedimiento de cicerone triunfaba y Pallares con sus críticas contribuía a que fuese mayor el triunfo. A cada paso nos poníamos a discutir, y los clientes se divertían con nuestra discusión. Al llegar a la sala Beauvenu, o sea la primera de la Edad Media, se presentó ante nuestros ojos el monumento tumulario de Felipe Pot. El cuerpo del caballero, con su armadura completa, yace sobre una losa que sostienen ocho monjes encapuchados que no necesitan mostrar sus rostros para dar la nota de un dolor intenso. Me preparaba yo para subrayar aquella expresión plañidera, cuando Chucho Pallares se me adelantó para decir que antes de ver esos monjes nadie podía suponer que los paños fuesen tan elocuentes. —El dolor –agregó en tono conmovido– se suele expresar con contracciones musculares, con gestos dramáticos y hasta con lágrimas. Aquí no ven ustedes unos ojos melancólicos ni el rictus de una boca atormentada ni la crispadura de una mano trágica. Los monjes sólo exhiben sus hábitos y sus capuchas y, sin embargo, vean ustedes cómo bastan los sayales que cubren los cuerpos y ocultan las caras para dar la nota plañidera. ¿Cómo es posible que con mantos, únicamente con mantos, se manifiesten la congoja y el pesar? ¡Ése es el milagro del arte gótico, donde las ropas son tan elocuentes, más elocuentes aun que el mismo organismo humano! –Aquella pequeña caravana de turistas y yo, escuchábamos asombrados la glosa de mi compañero que completó su análisis diciendo que en los mármoles clásicos las vestiduras completan las expresiones de las fisonomías.– En Júpiter
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los mantos son pesados y majestuosos, en Minerva son castos y austeros, en Diana indican agilidad y ligereza, pero la maravilla de estos monjes es que los mantos por sí solos parecen sollozar. Los rostros no se ven y, sin embargo, delante de estos ocho monjes se siente el fin inevitable de la vida. Allí están la hondura del dolor y la majestad augusta de la muerte. —¡Bravo, Chucho, bravo! –le dije yo entusiasmado–. Jamás había leído ni escuchado un elogio tan sentido, tan profundo ni tan brillante del arte gótico. –Los señores Avellaneda y Aguirre también estaban impresionados. Cuando nos despedimos de los clientes, Pallares me dijo con una voz ronca que parecía empapada en lágrimas que no merecía las alabanzas, porque todos los conceptos que había emitido los escuchó una vez de labios de su padre, el gran Jacinto Pallares.– Pero el maestro nunca estuvo en Europa –le repliqué yo. —No, pero en el estudio de nuestra casa de la calle del Indio Triste tenía unas fotografías de estos monjes, y me bastó ver las figuras para recordar los comentarios que me expuso una vez, en términos mucho más vivos y elocuentes que los que usted acaba de oír. En días pasados, leí una crónica de Federico García Sanchiz que contiene estas palabras: “El turista es aquel que se come las frutas ya confitadas: el viajero come las frescas, pero en la mesa, y el peregrino las toma de las ramas del árbol”. Don Jacinto Pallares no peregrinó nunca con su cuerpo, pero sí con su imaginación y por eso fue que cosechó las frutas mejores.
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LA EXPLOTACIÓN DEL ESCÁNDALO
Después del triunfo que obtuvo Chucho Pallares por sus consi-
deraciones sutiles sobre la escultura gótica, dejó de oponerse a mis métodos ciceronianos (de cicerone, no de Cicerón) y más todavía, colaboró conmigo en la tarea de mostrar los museos a los viajeros que procedían de América del Sur. Los clientes nos miraban con cariño y a veces nos invitaban a comer en buenos restaurantes. Asimismo, nos pidieron que los acompañásemos al teatro y, por una afortunada coincidencia, volvimos a ver Tartuffe en la Comedia Francesa. Y como Pallares sabía de memoria la obra de Molière, y además tenía una intuición teatral estupenda, se lució durante los entreactos con sus acertados comentarios. Nuestros bonos subieron y fuimos muy solicitados por el turismo iberoamericano. Al hablar de teatro, tengo que referirme a los dos escándalos mayúsculos que se efectuaron en la temporada de 1906-1907. Un día apareció en las carteleras de que el duque de Broglie iba a debutar como director de la banda del Circo de Invierno. ¡Un título de primera clase al frente de una charanga! Todo París se conmovió con la noticia estridente y las masas acudieron a presenciar el pintoresco espectáculo, pues había curiosidad de ver cómo movía la batuta aquel vástago de príncipes, mariscales y hombres de Estado. Su abuelo había sido presidente del Consejo de Ministros durante el gobierno del mariscal
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Mac Mahon; su bisabuelo había ocupado ese mismo puesto durante el reinado de Luis Felipe; su tatarabuelo había formado parte del ejército expedicionario del general Rochembeau que se batió al lado de Jorge Washington en la guerra de la independencia norteamericana; sus antepasados más remotos habían figurado en puestos prominentes del ejército y de la curia, bajo Luis XIII y Luis XIV; y no solamente tenía linaje militar y social, su abolengo literario no podía ser mejor, pues que era tataranieto de la baronesa de Staël. Con estos antecedentes, ¿cómo no se había de conmover París al ver al depositario de tan empolvados blasones conduciendo una murga mientras un oso amaestrado bailaba un can-can o un acróbata atrevido brincaba de trapecio a trapecio? Tanto los republicanos como los dinásticos tenían que ver aquellos pergaminos heráldicos tirados en la pista donde corrían caballos montados por los equilibristas. El diario Le Matin compró las memorias de aquel singular aristócrata y el público lector las devoraba con placer morboso. En ellas contaba que el patrimonio heredado había sido insignificante, por lo cual muy pronto se vio sin un céntimo en el bolsillo. Muchos cuarteles en el escudo, pero ni un solo escudo para gastar. Insinuaba que algunos familiares lo habían abandonado (contra ellos iba el tiro), por ello había tomado la resolución de ponerse a trabajar. ¡Le llamaba “trabajo” a aquella explotación desenfrenada del escándalo! El joven calavera tenía magnífica presencia, sonreía seductoramente y le sacó mucho jugo a su exhibición, la cual provocaba un gesto de vinagre en el barrio de Saint Germain, pero que la burguesía candorosa no se cansaba de aplaudir. Era obvio que pagaba muy bien el circo y mejor todavía el diario Le Matin.
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Al ver el triunfo fácil que había cosechado aquel simpático truhán, no tardó mucho tiempo sin que otra aristócrata llevara sus pergaminos heráldicos al tablado libertino de un café cantante. Esta nueva explotadora del ruido perverso era nada menos que una hija del duque de Morny quien fue contratada como cupletista y bailadora en el teatro Folies Bergère. Quien me dio la noticia del singular debut fue un compatriota apellidado Hierro Calderón, que tuvo la gentileza de convidarme a la gresca. Tenía este señor varios años de residir en París y pretendía que yo lo acompañara en sus correrías nocturnas, cosa que me resultaba imposible, pues mi precario presupuesto no permitía esos lujos. No se crea que era un gran señor, pero sí disponía de rentas modestas con las cuales podía divertirse en calidad de parrandero baratón. Vivía solo en un hotelillo de la calle de Hauteville; se recogía en el lecho en la madrugada y se levantaba después de medio día; daba por la tarde una vuelta en los boulevares y en la noche se le veía siempre en el promenoir del Moulin Rouge o en el baile Tabarín, allí recogía una pirujilla de baja calidad de la cual disfrutaba por unos cuantos francos. Su presupuesto era de 200 pesos mexicanos aproximadamente, pero como el mío era únicamente de 60, me resultaba imposible acompañarlo en sus aventuras, que por cierto nada tenían de envidiables. Un día me dijo que en esa noche iba a haber un gran meneo en el Folies Bergère porque se iba a presentar la hija de Morny, y un grupo de damas aristócratas se habían preparado para recibirla con silbidos y otras muestras de hostilidad. Llegamos al teatro, y Hierro Calderón me hizo notar que las damas de los palcos eran feas y se encontraban espléndidamente enjoyadas:
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—Ésa es la prueba de que son aristócratas –me dijo maliciosamente; y agregó esta observación que me hizo mucha gracia:– Si ve usted en París una mujer fea y cargada de brillantes, tenga por seguro que es una duquesa del grand-monde; pero si es guapa y también se encuentra ricamente decorada, pertenece al demimonde. Me reí de su pérfida clasificación y recordé a la Pompaduor y a la Du Barry frente a las hijas del rey Luis XV: las dos primeras, hermosísimas, en tanto que las segundas tenían realeza de sangre y… nada más. La hija del duque de Morny era de una prosapia distinguidísima aunque chueca y muy irregular. Su padre, el famoso duque de Morny, pintado admirablemente por Alfonso Daudet, era un pícaro completo, como lo deja ver la especulación cínica que quiso hacer con los bonos Jecker, pero de porte impecable, de modales exquisitos y el empaque soberano de un gran señor. Abolengo refinado, pero de mano izquierda; familia de ranciedad auténtica, pero con concubinatos en serie. Morny era hijo de la reina Hortensia, pero no de Luis Bonaparte; por consiguiente resultaba nieto de la emperatriz Josefina, aunque por el conducto escabroso de la bastardía. Esto no puede suscitar asombro, pues nadie ignora que ni la fascinante Josefina fue fiel a Napoleón ni tampoco su hija encantadora respetó el lecho de su marido. La reina Hortensia se enredó con el conde de Flahaut que a su vez era un hijo adulterino de Talleyrand y la famosa madame Souza, especialista en liaisons traviesas y de contrabando. Así pues, los adulterios se injertaban repetidamente en el árbol genealógico más peregrino y exótico que se pueda concebir. Morny contrajo matrimonio con una rusa muy rica y, si hemos de creer a Alfonso Daudet, las relaciones entre marido y mujer fueron
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de buen tono irreprochable, pero también de una falta recíproca de estimación. El hermano adulterino de Napoleón III murió en 1865 y su viuda casó poco después con un aristócrata español. La cupletista que se presentaba aquella noche en el Folies Bergère era bisnieta de una emperatriz y bisnieta también del árbitro de la diplomacia europea en el primer cuarto del siglo XIX. Debe haber nacido entre 1858 y 1860 y por lo mismo oscilaba entre los 45 y los 47 años. Cometía un imperdonable error: hacer el debut cuando lo que procedía era el mutis. Apareció en escena y, a pesar del maquillaje, se advertían en ella los estragos del tiempo: doble papada, abuso de cosméticos y coloretes con el propósito fracasado de disimular arrugas, cintura demasiado gruesa y caderas más gruesas todavía. Le faltaba la belleza, el garbo, la gracia y le faltaba también lo único que puede sustituir a estos dones, cuando se van: el porte digno y austero de la matrona. Era obvio que no tenía más que descoco y el propósito de hacer escándalo. Y lo hizo, aunque no en la forma que ella había proyectado, porque tan pronto como se dejó ver en la escena fue saludada con silbidos de pitos estridentes. La gente de los palcos había llevado huevos, tomates, rábanos y otras legumbres que llovieron sobre aquella infeliz mujer que en vano trataba de hacerse oír. El director de orquesta trató de amortiguar el escándalo con una pieza ruidosa y cayó sobre él también una granizada. La hija del duque parecía tomar a guasa aquel meneo, pero cuando un huevo se rompió sobre su cara y el contenido amarillento y baboso la embarró, se dio cuenta de que estaba vencida y corrió a esconderse detrás de las bambalinas. El escándalo siguió hasta que el director de Folies Bergère salió a anunciar que el contrato con la fracasada debutante quedaba cancelado.
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He presentado estas dos notas de escándalo porque mi impresión del París de hace medio siglo quedaría trunca si no me asomara a todos los rincones de la ciudad. Los sabios se encierran en la Sorbona y en el Colegio de Francia; los artistas están pendientes de las exposiciones plásticas, de los estrenos teatrales y de los conciertos; los observadores de la dinámica social no pierden las sesiones parlamentarias; los deportistas se interesan por las carreras de caballos y de automóviles; los parranderos viven de noche y en los cabarets; pero París, el París de entonces, como el de hoy, es el conjunto de todo eso y para ser un completo parisiense no se debe perder ningún detalle del panorama. ¿Iba yo en camino de ser un parisiense? No quería serlo aunque cada día que pasaba se me metía más en el alma la metrópoli embrujadora. Me divertía mucho, pero el recuerdo de México me atraía con imanes irresistibles. Se me presentaba un obstáculo y era el de que Pallares no quería regresar porque el retorno era una confesión de derrota. Y yo me dediqué a la tarea de convencerlo de que era mejor ser vencido en la patria, que victorioso fuera de ella.
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EL RETORNO DE DON QUIJOTE
A principios del mes de abril de 1907, cuando empezaban a re-
verdecer los castaños de los boulevares, le planteé a mi compañero de aventuras la necesidad de regresar a México. La respuesta fue una negativa categórica y rotunda y hasta con tono de indignación. Me dijo que nuestro retorno iba a ser recibido con un coro de carcajadas. En efecto, habíamos salido de nuestra patria con la ilusión de regresar aureolados por la celebridad. De acuerdo con nuestros fantásticos proyectos, el “gran actor” José Pallares tendría que ser solicitado por dramaturgos y por empresarios; en cuanto a mí, convertido en un autor famoso, las revistas literarias deberían comentar con elogio los últimos libros de mi cosecha. Pero, en realidad, ni yo había escrito un solo renglón durante seis meses ni él tampoco había avanzado un solo milímetro en su carrera teatral. Después de medio siglo, ¡cómo recuerdo con ironía y al mismo tiempo con ternura aquellas quimeras irrealizables: me río de aquellos dos muchachos ambiciosos de gloria, pero ¡cómo querría volver a embriagarme con imposibles! Simulé respetar su resolución, pero a los cuantos días volví sobre la carga. El pensamiento de México que me arrancó al principio un suspiro de nostalgia continuó sugiriéndome hondas meditaciones y acabó por convertirse en una obsesión arrolladora. Por fortuna, las cartas que recibía mi camarada de sus familiares traían como ritornelo
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constante el consejo de que despertase a la realidad y se repatriara a la mayor brevedad posible. El ingeniero Guillermo Pallares no quitaba el dedo del renglón y lo urgía a que reanudara sus estudios jurídicos. Varias veces le remitió una pequeña cantidad de dinero, y en su última correspondencia le prometió enviarle el boleto de regreso si consentía en salir de la jurisdicción de la locura. Cuando Chucho me leyó la carta de su hermano, yo le dije sin pestañear: —Acepte usted el ofrecimiento de Guillermo y así resolverá la mitad del problema, de la otra mitad yo me encargaré de resolverla. —¿Regresar yo solo? ¿Dejar a usted encampanado en París? ¿Cómo es posible que usted pueda considerarme capaz de tamaña deslealtad? Y me lo dice usted, que en sus versos ha dicho que nada hay tan doloroso como Quijote volviendo a ser Quijano. —Usted no me deja encampanado, pues durante las últimas semanas ha estado viendo que gano lo suficiente para sostenerme, y en cuanto a su alusión cervantina, le manifiesto que tras de recorrer la primera parte de la ruta de don Quijote, hay que tener valor para recorrer la segunda. Hace seis meses salimos de La Mancha en busca de aventuras, y ahora lo que procede es ir desde Barcelona hacia el punto de nuestra partida. Don José María Aguirre va a salir del hospital el día de mañana y me ha dicho que recompensará mis servicios. Con lo que tenga a bien darme, iniciaré una alcancía y muy pronto completaré lo necesario para el viaje. Pallares insistió enérgicamente en su negativa, pero yo quedé con la impresión de que su orgullo acabaría por ceder ante la nostalgia que le inspiraba México. En efecto, al día siguiente acompañé a la señora Aguirre al hospital en donde fue dado de alta don José María y lo llevamos al Hotel du
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Pavillon. El doctor Tuffier le dijo que dos semanas después estaría en condiciones de regresar a su país. Una vez instalado en su alcoba, procedí a despedirme pero él me retuvo dizque para liquidar cuentas. —Nada me debe usted, mi querido amigo, pues debido a su mediación me improvisé como cicerone y he ganado alrededor de trescientos francos mientras usted estuvo internado en la clínica –él insistió en que le dijera cuánto me debía y yo, para complacerlo, le manifesté que con 100 francos me consideraba muy bien recompensado. Sonrió bondadosamente el señor Aguirre y me respondió que mis servicios valían más, mucho más; sacó un billete de 1 000 francos y lo puso en mis manos–. No puedo aceptar tan elevada suma –le dije sinceramente–, usted sabe que al servirlo lo único que he estado haciendo es pagar una deuda de gratitud contraída con su hermano político –pero él, rechazando el billete que procuraba devolverle, me hizo esta consideración: —Yo le iba a pagar 6 000 francos a Albarrán, y Tuffier sólo me cobró 3 000; así pues, me he ahorrado 3 000 francos y usted tuvo mucho que ver en este ahorro. Por tal causa, le ruego que consienta en recibir la recompensa, y si por alguna circunstancia necesitare más dinero, dígamelo con toda franqueza pues me complacería mucho poder ayudarlo. Le di las gracias por su generosidad, y entonces, adelantándome otro billete de 500 francos me manifestó el deseo de conocer los mejores teatros, por ello me rogaba que comprase boletos de palco para la siguiente semana. —¿Y para qué necesita usted palcos, puesto que a su señora y a usted les bastan dos boletos de luneta? —Porque quiero que el joven Pallares y usted nos acompañen en las últimas noches que vamos a pasar en París.
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Así fue como los llevé a ver Fausto en la Gran Ópera, Manon en la Ópera Cómica y las revistas que pasaban por los escenarios del Moulin Rouge y del Folies Bergère. Nosotros ya conocíamos estos coliseos, pero en la galería y en el promenoir. Fue entonces cuando tuvimos la oportunidad de presenciar los espectáculos en asientos cómodos y en un ambiente de elegancia y de refinamiento. Al verme con 1 000 francos en el bolsillo comprendí que aquel momento era el de la repatriación. Antes de gastar un solo céntimo, y sin decirle media palabra a Pallares, me fui a la trasatlántica francesa con el objeto de averiguar los precios de viaje y las fechas de las salidas de los barcos. El billete de primera clase valía alderredor de 750 francos por persona y por lo mismo no había que pensar en comprarlo. El boleto de segunda costaba de 500 a 550 francos y el de tercera, 300. La segunda clase tenía el inconveniente de que agotaba por completo nuestro haber, mientras que la tercera clase, si nos deparaba una travesía molesta, nos permitía divertirnos durante los últimos días de París. Recabé datos en otras líneas de navegación y me enteré de que los buques alemanes eran un poco más baratos que los franceses, en la primera clase, pero en la segunda y en la tercera las tarifas eran casi iguales. El agente de ventas de la Deutsche Amerika Linie comprendió que yo andaba en busca de transportes de costo ínfimo y me informó que en los primeros días de mayo iba a zarpar el barco de carga Bavaria, que era muy lento (pues se iría deteniendo en Saint Nazaire, en Burdeos, en Bilbao, en Santander, en La Coruña y en Vigo) y admitía viajeros de tercera clase por 200 francos, o sea 40 dólares. —¿Hasta Veracruz?
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—No, señor; por este bajo precio, irá usted desde París hasta la ciudad de México. –Naturalmente, procedí a comprar los dos boletos inmediatamente. Antes de vendérmelos, el agente me advirtió que siendo el precio tan bajo, no podíamos esperar buen servicio ni mucho menos comodidad; que los únicos que viajaban en aquellos buques cargueros eran los emigrantes de Europa que se conformaban con ser trasladados al Nuevo Mundo. Le di las gracias por su honrada advertencia y sin pedirle detalles le dije que compraba los dos boletos. Él me miró desde la cabeza hasta los pies y para no sentir ningún remordimiento, tuvo la gentileza de decirme:– Con toda franqueza, no le recomiendo este buque, pero en el caso de que usted cambie de opinión, le abonaré los 400 francos en el precio de otros billetes en cualquier otro de nuestros barcos que preste servicios mejores. Al encontrarme con Pallares en la pensión, le dije que ya estaba arreglado el problema de nuestro regreso. Él se manifestó sorprendido y le mostré los boletos del viaje, agregándole que estábamos invitados a los mejores teatros y en las mejores localidades para la siguiente semana. —Pude haber comprado pasajes de segunda clase, pero nos quedábamos sin un céntimo. Así pues, escogí los transportes más baratos, lo cual nos permite disponer de 600 francos, más los que usted traiga en el bolsillo, para darnos gusto en los últimos días. Chucho comenzó por reprobar lo que yo había hecho, pero al fin pudieron más los imanes de la patria que la vergüenza de admitir nuestra derrota, y esa misma noche, frente a unas copas de ajenjo, ya estábamos gozando con la perspectiva de abrazar a los seres queridos. ¡Qué hermosa es la juventud! Con qué facilidad se cancelan los temores y se forjan nuevas esperanzas.
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Unos cuantos días después, mi camarada recibió 500 francos de su hermano Guillermo y aunque lo lógico habría sido ir a la trasatlántica alemana para cambiar nuestros pasajes de tercera por pasajes de segunda, Pallares dijo que lo que procedía era tomar el vapor en Vigo y de esta manera pasar rápidamente por España y conocer la ciudad de Madrid. —Magnífico –le contesté–, y mañana mismo iremos a la línea alemana para ver si nos abonan algo por ahorrarles nuestros transportes al Havre y las comidas desde este puerto al de Vigo. Y efectivamente fuimos, y el agente de boletos tuvo la gentileza de devolvernos 50 francos. Salimos encantados y haciendo planes sobre la travesía rápida en la Madre Patria. Desde aquel momento nuestro programa fue el de gozar de París para llevarnos las más gratas impresiones. Compramos en una agencia de viajes nuestros billetes de ferrocaril en tercera clase desde París hasta Madrid, y desde Madrid hasta Vigo. Cambiamos 100 francos en pesetas y otros 100 francos en pesos mexicanos, y todo lo demás se dedicó a desquitarnos de nuestras anteriores privaciones. En esos días inolvidables comprobamos que París merece el nombre de Ciudad Luz.
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LONDRES ES UN HOMBRE; PARÍS, UNA MUJER
A mediados de abril de 1907 ya estábamos Pallares y yo con el pie en el estribo, como acostumbraba decirse. Ya teníamos pagados los billetes de viaje, tanto para cruzar el océano Atlántico como para atravesar la península Ibérica, pero como el Bavaria no iba a zarpar de Vigo sino hasta el 14 de mayo, disponíamos de cuatro semanas que había que distribuir con el mayor provecho posible. Lo primero que se nos ocurrió fue dedicarle diez días a París y los otros veinte a España. Ése era el programa lógico, pero cuando lo formulamos y nos dispusimos a practicarlo no teníamos idea de cómo la ciudad embrujadora se había metido en nuestros corazones. —Tal vez tardemos muchos años en volver, tal vez no volvamos nunca –me dijo Pallares con acento melancólico–, y por tal causa debemos llenar nuestras pupilas con panoramas seductores, que serán recuerdos en el resto de nuestra vida. Y nos dedicamos a la contemplación de todas aquellas cosas que queríamos que se quedasen clavadas en nuestros espíritus para siempre. Recorrimos las rutas conocidas, por segunda vez, y advertimos encantados que encontramos en ellas “algo nuevo” que no nos había dejado huella profunda en las primeras peregrinaciones. Óscar Wilde preguntó una vez con refinada elegancia: “¿Para qué leer lo que no se puede releer?”. Y la misma interrogación se puede formular en relación 189
con las melodías, con los cuadros plásticos, con los monumentos arquitectónicos, con todas las cosas bellas de este mundo. La primera impresión es de conjunto, y se requiere el repaso, el delicioso repaso, para disfrutar de la perfección de los detalles. En nuestra primera visita a la Catedral de Notre Dame nos abrumó la grandeza de la totalidad, y no fue sino hasta en las visitas subsecuentes cuando comenzamos a apreciar la belleza de las portadas, la elocuencia de las esculturas, el esplendor de las vitrinas, los frescos maravillosos del siglo XIII y los bajorrelieves dramáticos de la vida de Jesús que rodean el altar. En nuestra última peregrinación de entonces, me emocionaron profundamente un grifo que estaba en la esquina de una torre y un ángel de piedra que tenía una sonrisa celestial. En cuanto a los tesoros de la Santa Capilla, se me grabó en la memoria el rosetón gótico de cristales del siglo XV, por donde se cuela la luz para dejar ver con claridades de aurora el delirio genial del Apocalipsis. Nos parecía imperdonable salir de París sin ver una vez más el barrio latino, a las multitudes estudiantiles en el momento que se deslizan como ríos que van a desembocar en las escuelas universitarias. También era imprescindible pasar una mañana en el bosque de Bolonia, cuyos árboles se empezaban a vestir con frondas de verde claro. Había que contemplar a medio día la cúpula de los Inválidos, cuyas incrustaciones doradas parecen arder al reflejar el sol zenital. ¿Cómo renunciar a un atardecer poético en los jardines de Versalles? Por último, una despedida de la ciudad mágica no podía ser completa si no se la contemplaba de noche, desde Montmartre, comparando la constelación que forman los focos de los boulevares con las constelaciones del cielo...
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Lo malo fue que estas correrías últimas, que suponíamos iban a ser rápidas, fueron más lentas que los éxodos anteriores. Nos levantábamos muy temprano para que los días fuesen fecundos, pero no tardamos en ver que se nos habían pasado dos semanas sin que se calmara el afán de ver más y más con sed inextinguible. El goce que nos brindaba “ver despacio” lo que habíamos visto de prisa, nos convidaba a seguir conociendo a fondo la ciudad de París; pero, por desgracia, lo que ganábamos con estos últimos vistazos teníamos que cercenarlo del tiempo que habíamos pensado dedicarle a España. Una tarde, al rendir una jornada fatigosa pero llena de emociones inolvidables, me dijo Pallares con satisfacción: —¡Qué día tan bien aprovechado! –y yo le contesté: —Aprovechado en París, pero perdido en Madrid; cuando estemos allá, vamos a sentir con amargura que no tendremos tiempo para ver al Greco ni al Españoleto, a Velázquez ni a Goya. —Tiene usted razón –me dijo Chucho muy emocionado y añadió:– Mañana emprenderemos el viaje. Pero al día siguiente sucedió lo mismo. La ciudad tentacular –como habría dicho Emilio Verhaeren– nos tenía cogidos con sus antenas absorbentes. Con la llegada franca de la primavera, los boulevares desbordaban alegría y era un encanto tomar una copa de vermouth en la terraza del café del Grand Hotel, mientras la gente desfilaba con paso rítmico y expresión amable, como pregonando el goce supremo de vivir. ¡Así era el París delicioso de 1907! Pero... no hay plazo que no se cumpla, y el día 8 de mayo nos despedíamos del “hotel Bristol” para siempre. Madame Duclós y Magdalena, llorando, nos abrazaron y nos besaron, y su petición de que regresá-
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ramos pronto puso un velo piadoso de alegría sobre la tristeza que nos causaba la separación. Una hora después estábamos instalados en un vagón de tercera clase que conduce a la aldea de Hendaya. ¿Cuál era la impresión básica que nos llevábamos de París? Imposible definirla en aquellos instantes conmovedores en los cuales nuestros espíritus eran sacudidos por un torbellino de ideas y de sentimientos. En un poema oriental, Leila le pregunta a Hafiz: “¿Qué cosa es la embriaguez?”. Y Hafiz, apurando una copa de licor delicioso, le contesta: “No lo sé, pero embriágate”. Chucho Pallares y yo salimos ebrios de ensueño, envueltos en celajes de aurora y como suspendidos de las estrellas... Veintidós años después, viajaba yo acompañado por mi esposa y por mis hijos, en Europa, y tras de haber permaneciendo en Londres dos semanas, me preguntó la primera cuál era en resumen mi impresión sintética de la capital del imperio británico. —En resumen –le contesté–, Londres me parece la ciudad varonil por excelencia, como París es la más típica de las ciudades femeninas, una mujer llena de gracia –entonces, una hija mía que hizo su educación primaria en los Estados Unidos y que se ha familiarizado con los poetas modernos de yanquilandia, me interrumpió de la siguiente manera: —Algo parecido a lo que tú estás diciendo, fue el juicio que emitió Van Dyke en estos versos: Oh, London is a man’s town, there’s power in the air; and París is a woman’s town, with flowers in her hair...
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Me dio mucho gusto coincidir con el poeta norteamericano y repetí en 1929: Londres es un hombre, París es una mujer... ¿Quién no ha sentido en España la impresión de que Sevilla es una ciudad femenina en tanto que Toledo y Burgos tienen todos los recios atributos de la virilidad? En Suiza, Zúrich nos parece un hombre y Lucerna se nos figura una mujer. Y lo mismo sucede en todos los países: Nueva York, Berlín, Roma y Burdeos son ciudades masculinas, mientras que Viena, Venecia, Constantinopla y La Habana tienen arrullos y dulzuras de mujer. Ninguna, sin embargo, es tan femenina como París. La capital de Francia tiene colocados sus monumentos con la misma coquetería con la que una dama se adorna con flores. Todo contribuye en París para enamorar y para atraer. Las grandes avenidas se arquean suavemente como brazos voluptuosos que nos quieren aprisionar. La niebla de plata en que la ciudad se envuelve, hace pensar en los mantos leves con los cuales los Fidias y los Praxiteles vestían a las diosas. Hay paisajes, como el jardín de las Tullerías, que parecen sonrisas. La fuente de Luxemburgo y el estanque apacible del parque Monceau evocan miradas de amor. Versalles es un ensueño; la cúpula del Sacré Cœur es un suspiro; las torres de Notre Dame son dos oraciones, “oraciones petrificadas”, como dijera Federico Balart. Y todo París es un beso, el más ardiente y embriagador de los besos que pueda dar la más hermosa y apasionada de las mujeres. ¿Beso de pasión únicamente? No, París sabe besar también con castidad como un padre besa la frente de su hija; sabe besar gloriosamente como un guerrero besa la hoja de su espada; y por último, sabe besar místicamente como besa el sacerdote las páginas del Evangelio y el altar en donde practica el sacrificio de la misa.
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He dicho que París es una mujer y debo agregar que es la síntesis más afortunada de todas las mujeres. Amorosa y abnegada, ligera y profunda, heroica y olvidadiza, trágica y risueña, coqueta y santa... Es Santa Genoveva que promete la bienaventuranza eterna; es Juana de Arco que deslumbra con su heroísmo y su martirio; es la marquesa de Rambouillet que cultiva las flores más preciosas de su tiempo; es madame Geoffrin que reúne en su salón al cenáculo formado por las estrellas del siglo XVIII; es madame Roland que inspira a los diputados de la Gironda; es la baronesa de Staël que eclipsa a los hombres que le fueron contemporáneos, con los resplandores de su genio; y ¿por qué no decirlo?, es también la liviandad y la ligereza de la marquesa de Pompadour, y todavía más, es la Mimí de Murger que desparrama encantos sobre la pobreza y la oscuridad de la vida bohemia. ¿Cómo no había yo de enamorarme de esa mujer sintética y universal que tiene devotos en todos los rincones del planeta? Salí de París en éxtasis y con mi corazón saturado por un amor como el de la Sulamita, tan fuerte como la muerte.
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LA HIDALGUÍA TRADICIONAL DE ESPAÑA
Nuestro paso a través de la Madre Patria no fue propiamente un
viaje sino un sueño. Como sólo disponíamos de unos cuantos días, nos teníamos que conformar con un desfile fugaz de panoramas. Salimos a las ocho de la mañana de París y a las siete de la tarde estábamos en Hendaya, o más bien, en Irún, hasta donde llegaba el tren francés. ¡Cómo describir la emoción de volver a oír por doquiera la musicalidad de la lengua española! Y luego la cortesía exquisita con la cual los empleados aduanales, al enterarse de que éramos mexicanos, sonrieron acogedoramente y pusieron el sello de “revisado” sobre nuestras modestísimas maletas, sin abrirlas. Éramos pasajeros de tercera clase pero nos trataban como si fuésemos próceres. Los parisienses se condujeron siempre con afabilidad y cortesía, pero en aquella aldea de España les bastaba a las personas enterarse de nuestra nacionalidad para que nos abrieran sus corazones, rebosando cariño y simpatía. Media hora después ya el tren español estaba en marcha y Pallares y yo nos encontrábamos instalados en un departamento destinado a ocho personas, pero como nosotros dos éramos los únicos ocupantes nos pudimos tender en posición horizontal utilizando nuestras maletas como almohadas. Comenzábamos a adormecernos cuando el conductor, abriendo la portezuela, nos anunció la llegada a San Sebastián. Y entrándome el remordimiento de no haber llegado a España 15 días antes, exclamé:
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—¡Qué lástima que no podamos quedarnos aquí 24 horas, pues “la Concha” tiene fama de ser la playa más bella de Europa! –y Pallares me respondió: —No malgaste usted sus suspiros, pues muy pronto tendrá que lamentarse por no podernos detener en Burgos ni en Palencia ni en Valladolid ni en Medina del Campo ni en Segovia. —Tiene usted razón –le dije con melancolía–, y ahora ni llorar es bueno –y como pesaban sobre nuestros cuerpos las fatigas de un día de caminar en ferrocarril, no tardamos mucho en quedarnos profundamente dormidos. Poco después de media noche, el conductor volvió a abrir la portezuela para avisarnos que estábamos en Burgos. Y Pallares me dijo: —Ahora sí es de llorar porque estamos en la tierra del Cid Campeador y nos vamos sin conocerla. Además, debe encontrarse muy cerca de aquí la catedral gótica, tan bella como la de Colonia... ¡y nosotros pasamos sin disfrutar de su encantamiento! ¡El suplicio de Tántalo! ¡Tener enfrente una de las obras máximas del espíritu y pasar con los ojos vendados por las sombras de esta noche impenetrable! Más que viajeros lógicos, parecemos dos fugitivos que están malogrando visiones de ensueño que tal vez nunca se puedan contemplar –mi compañero parecía presentir que tras de aquel doloroso desperdicio de oportunidad, no se le iba a volver a presentar en el resto de su vida. Nos sacaron de aquellas tristes reflexiones dos pasajeros que subieron en Burgos y se instalaron en el departamento que hasta entonces había sido exclusivamente nuestro. Yo me permití preguntar a uno de ellos cuántos minutos más íbamos a permanecer en la capital de Castilla la Vieja, y no necesitó responderme pues en ese momento el convoy se
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puso nuevamente en marcha. Sonrió el interrogado y nos preguntó si éramos extranjeros, y con nuestra respuesta se inició la conversación. Los dos eran empleados de una ganadería de reses bravas que se encontraba en la provincia de Salamanca, y habían ido a Burgos a llevar una partida de toros que se iban a lidiar en la temporada. Gente de campo, pero de continente señorial, especialmente el mayor de los dos, que tenía un tipo muy distinguido. Nos causó sorpresa que personas de su calidad viajaran en tercera clase, pero luego nos enteramos de que en España solamente los turistas extranjeros viajan en primer clase. Me dio mucho gusto que aquellos dos señores tuvieran conexiones con la fiesta brava, pues llevaba ya muchos meses de no hablar del espectáculo taurino. Y pocas conversaciones son tan animadas y tan alegres como las que se traban en derredor de la última corrida. Los aficionados forman una casta especial, casi una fraternidad: ningún cantante de ópera consigue vincular a sus admiradores, tan compacta y homogéneamente, como se juntan los devotos apasionados de determinado torero. Así pues, les hablé que había visto en México a Mazzantini y a Reverte, a Antonio Fuentes y a Bombita, al Algabeño y al Gallo, y ellos me miraron con ojos vivos y un gesto aprobatorio de comprensión. Casi medio siglo después, escribí los siguientes renglones sobre la fiesta brava: Tengo grabados en la memoria, con caracteres imborrables, algunos volapiés perfectos de Mazzantini, los lances de capa, indolentes y orientales, de Antonio Fuentes, los emocionantes recortes “capote al brazo” de Reverte, y aquellas faenas de muleta de Antonio Montes que parecían tragedias.
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Por supuesto que no defiendo el espectáculo taurino desde un punto de vista moral, no niego su barbarie evidente, no discuto que las sacudidas brutales hacen retroceder a los espectadores a las edades primitivas. Me limito a decir que es bello. “Oro, Seda, Sangre y Sol”, como dijo el poeta Manuel Machado. La plaza por sí sola con sus miles de espectadores brinda la primera emoción; enseguida, el desfile pintoresco de la cuadrilla; luego, la aparición del toro que tiene el privilegio de llenar el coso con su bravura y su fiereza. Así pues, antes de que comience la terrible pugna, ya se ha sentido el embrujamiento conmovedor. Lo anterior es el marco únicamente. Después viene una serie de esculturas dignas de los museos más exigentes. El grupo que forman el toro que embiste y el picador que clava la vara suele ser un dechado de plasticidad. ¡Y qué decir del colorido de la suerte de banderillas! Y luego, ¡cuántas pinceladas maestras, cuántas figuras estatuarias durante la faena! Y tanto el color como la línea, no duran sino unos cuantos minutos. Aparece una escultura que es sustituida por otra escultura, y por otra y otra en una fugacidad que apasiona y deslumbra. El término obligado de una serie de maravillas es la suerte suprema: el viaje o sea el impulso con que se lanza el matador para herir a la fiera, mientras le da salida con la llamarada de la muleta, es la culminación suprema. Cuando la “cruz de los brazos” es perfecta, la obra de arte resulta insuperable. Y pensar que todos estos prodigios los realizan muchachos ignorantes que por intuición, únicamente por intuición, fabrican filigranas impecables. Ningún maestro de danza, tras de largos años de estudio y ejercicios agotadores, consigue realizar las figuras estatuarias que se miran en los toros. Los matadores y los banderilleros son maestros de la línea y el
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color, sin saberlo siquiera, la creación parece que no les cuesta nada y, sin embargo, puede costarles la vida. Y en esa mezcla de facilidad espontánea y de tragedia profunda, se encuentra el paroxismo de la emoción.
Claro está que no les dije a mis compañeros de viaje las palabras transcritas, pero sí les hablé de los toros en forma más entusiasta y eso sirvió para establecer una camaradería que casi colindaba con la intimidad. Sacaron de una canasta una botella de amontillado y un frasco de aceitunas que saboreamos con delicia, y aquello no fue sino el prólogo de un festín inesperado: un embuchado de sabor exquisito, un queso de Burgos fabricado con leche de ovejas y un vino rojo más bien fuerte que suave, nos calentaron la sangre, estiraron nuestros nervios, pusieron más luz en nuestros cerebros, clarearon nuestras ideas y la conversación resultó más fluida y cordial. Aquellos dos castellanos, a quienes solamente teníamos dos horas de conocer, nos invitaron para que nos detuviésemos en Medina del Campo a fin de tomar el tren de Salamanca para ir luego a la hacienda del marqués de Llen. —Nuestro señor tendrá un gusto especialísimo en que ustedes sean sus huéspedes; la invitación es formal. ¿Aceptan ustedes? —Agradecemos con toda el alma tanta amabilidad –les contesté–, pero sólo disponemos de cinco días para retornar a América. El día 14, ya traemos los billetes de viaje, saldrá nuestro vapor de Vigo, y nos resulta imposible cualquier alteración en nuestro itinerario. —El marqués de Llen se sentirá encantado de arreglarles el traslado de su buque a cualquier otro que también los lleve hasta América. Es un hombre muy bien relacionado en Madrid y estamos seguros de que todo se arreglará satisfactoriamente.
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Pallares, que era mucho más aventurero que yo, me preguntó: —¿Qué dice, Vatecito, nos quedamos? —Por ningún motivo –le respondí de manera terminante y definitiva–. Ya tenemos arreglado nuestro regreso y usted sabe que si nos salimos de la trayectoria que traemos nos meteremos en un laberinto inextricable –y dirigiéndome a ellos les dije:– Muy agradecidos por este rico agasajo, y más agradecidos aún por la invitación que nos acaban de hacer, pero debemos continuar la peregrinación, pues de no hacerlo nos encontraríamos dentro de una semana en situación insostenible. Créannos ustedes que jamás olvidaremos estos momentos cordiales que nos confirman lo que siempre hemos pensado de España y de los españoles. Hemos pasado cerca de siete meses en París y en verdad no tenemos ningún motivo de queja, pero nos han bastado estas horas al lado de ustedes para advertir la diferencia entre un hidalgo español y los caballeros de los demás países. Aquí la cortesía no es un rito, no es cuestión de formas sino de fondo, algo impregnado de espíritu, algo muy grande que es como un eje sobre el cual gira toda la existencia. Por eso es que en ningún otro pueblo se han escrito sobre el honor páginas tan intensas ni tan hondas como las que escribió Calderón de Barca. –La despedida en Medina del Campo fue tan emocionante que no parecía que se separaban personas que apenas se acababan de conocer, sino gente que había convivido durante muchos años. Al volver a nuestro departamento, le dije a Pallares:– Ya nos quedamos sin conocer Burgos ni Valladolid ni Medina del Campo, y también regresaremos a México sin conocer Salamanca ni Segovia ni Ávila ni Sevilla ni Granada, pero hay que asegurar el conocimiento de Toledo. Es indispensable, tengo deseos locos, y usted también los tiene, de
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pasearme por las calles angostas de la ciudad medieval, de estar en el Zocodover con sus reminiscencias arábigas, de comer en la Posada de la Sangre, de rezar un Padre Nuestro en la catedral, de ver El Expolio del Greco, de admirar las rejas de Domingo de Céspedes, que dicen son los hierros más hermosos del mundo; de embobarme frente a las sillerías de Rodríguez y Berruguete. Jamás me perdonaría estar cerca de El entierro del conde de Orgaz sin acercarme a rendirle reverencia y, por último, sabiendo como sé de memoria el más hermoso de los romances de Zorrilla, consideraría un crimen no ir a arrodillarme delante del Cristo de la Vega. —Yo deseo lo mismo –me contestó Pallares– y, suceda lo que suceda, iremos a Toledo. —Muy bien –le dije–, pero debemos asegurar cuanto antes el cumplimiento de nuestros deseos. Por eso le propongo que al descender de este tren tomemos inmediatamente el que va a esa ciudad, pues si no lo hiciéramos correríamos el riesgo de que Madrid nos absorba y nos embruje, nos monopolice, como nos sucedió en París. Y así fue como aquel par de locos, sin detenerse en Madrid, partieron a la ciudad más evocadora del planeta.
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EL TRONCO Y LAS RAÍCES DE ESPAÑA
Nos bastó llegar a Toledo para que Pallares y yo comprendié-
ramos que habíamos acertado al iniciar nuestro conocimiento de la Madre Patria con la vieja ciudad imperial. Antes de acogernos a la sombra de las ramas frondosas del árbol de la estirpe, era preciso honrar al tronco y a las raíces venerables. Por Toledo pasaron los iberos, los celtas, los fenicios, los griegos, los romanos, los cartagineses, los godos y los árabes. Y como consecuencia, dejaron en las piedras todos los estilos arquitectónicos: el clásico, el gótico español, el sarraceno, el mudéjar, el plateresco, el neoclásico y el churrigueresco. ¡Qué fascinante mosaico de cultura! No exageró el gran Tirso de Molina cuando en un endecasílabo inmortal llamó a Toledo “Roma segunda, corazón de España”. Lo triste fue que teníamos que pasar fugazmente delante de aquella síntesis maravillosa de humanidad. Y Toledo es algo más todavía, porque a cada paso que se da en sus calles poéticas se palpa la cita de la Vida con la Muerte: la del mundo fugitivo que se va con el universo cuya llegada se presiente. En donde se precisa mejor esta cita conmovedora es en el sublime cuadro del Greco El entierro del conde de Orgaz, el anticipo más bello de la Eternidad. ¡Y tener que pasar “al galope”, al mismo galope que toman los turistas para ver en un solo día la catedral, el alcázar, la sinagoga del
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Tránsito, el templo de San Juan de los Reyes, los puentes de Alcántara y de San Martín, la iglesia de Santo Tomé y las puertas de Bisagra y del Sol! El solo intento de recorrer este itinerario de privilegio en doce horas constituye una herejía, una imperdonable herejía. Miles de viajeros la cometen diariamente para luego decir que estuvieron en Toledo y visitaron todos sus monumentos; pero nosotros la cometíamos con la seguridad de que íbamos a salir de allí con la conciencia paradójica de “haber estado sin estar” en la ciudad más espiritual del mundo. Ya en el capítulo anterior dije que había que conocer a París sin contar las horas. Toledo es mucho más exigente pues, para entregarse por completo, impone a sus amantes y admiradores que paren sus relojes y no cuenten ni los meses ni los años. El homenaje mayor que ha recibido la austera ciudad fue el que le rindió el Greco, no con sus geniales obras plásticas, sino con su vida misma. Nació en la isla de Creta y, por lo mismo, pudo haberse quedando en Grecia y las islas adyacentes, cuyos mármoles tienen atracciones irresistibles, pero el Greco amaba todavía más el color que la línea, y en busca del primero, se sintió impelido a ir a Italia que con tanta razón ha sido considerada como la patria del arte. Llegó a Venecia en su momento de oro, esto es, cuando brillaban con más intensidad los genios de Tiziano, del Tintoretto y del Veroneso. Los tuvo que admirar con reverencia, pero no encontró en ellos los rumbos que buscaba su espíritu. Pasó a Roma en donde Julio Clovio quiso ligarlo con la técnica del Correggio, sin que el pintor cretense se sintiera vinculado con las delicadezas y finuras que, aunque impecables, no coincidían con su temperamento excepcional. Vivió alderredor de ocho años en la Ciudad Eterna sin vislumbrar lo que buscaba, pues siguió
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siendo un vagabundo perenne e insatisfecho; pero cuando ya era un hombre maduro, pues pasaba de los 30 años, llegó a Toledo y allí palpó inmediatamente el milagro de haberse descubierto a sí mismo. Lo maravilloso fue que en la ciudad del Tajo no había por aquel entonces ningún maestro del pincel que pudiera enseñarle algo; en cambio, el Greco recibió la lección del paisaje austero, de las construcciones religiosas, de las costumbres inflexibles, de los caballeros vestidos de negro, del ambiente místico, de la fascinación irresistible de la ciudad. Y fue en Toledo donde afinó su conciencia estética y la naturaleza se le apareció llena de revelaciones insospechadas. Debe haber sentido que hasta entonces no se había dado cuenta cabal de la inmensidad de su destino; que su itinerario anterior, aunque lleno de seducciones, no había clarificado sus visiones de profeta ni le había dejado ver el mensaje que traía para el mundo. Por eso fue que, alterando la última parte de la célebre misiva de Julio César, pudo haber dicho: “Llegué, vi y me quedé”. Y el hecho de haberse quedado para siempre, sin acordarse de sus años anteriores, es el tributo más fervoroso que se le ha rendido a la ciudad de Toledo. La ciudad está llena de evocaciones históricas, pero ¿para qué hablar de ellas, cuando sólo desfilaron por nuestros cerebros, en tropel y envueltas en nieblas, las siluetas imprecisas del rey Rodrigo, de la hermosísima Cava inmortalizada por Fray Luis de León en La profecía de Tajo, del impetuoso Tarik con su ejército de moros, de Alfonso VI, el monarca reconquistador quien mandó construir el alcázar, de Rodrigo Díaz de Vivar que guarneció la plaza con soldados de Castilla y Aragón, de don Alfonso el Sabio quien edificó las cuatro torres del mencionado alcázar, de los comuneros valerosos que defendiendo sus
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fueros se rebelaron contra Carlos V, y de este emperador que al derrotarlos estableció allí la corte de su imperio? Esta caravana de siglos nos hacía estremecer y nos dejaba aturdidos y confusos... Sin embargo, la impresión estética que nos producían los monumentos inmortales era todavía más desordenada y vaga que la evocación histórica, porque no teníamos manera de concentrar el espíritu para recoger el goce íntegro de la contemplación. Toledo está lleno de torres y muros almenados con sus adarves y barbacanas, los cuales nos hacían pensar en los soldados que defendieron la fortaleza. A veces, se nos figuraba que por en medio de las almenas asomaba el rostro de un luchador medieval. Y luego, cuando la fortaleza se convirtió en santuario, ¡cuántas obras maestras estaban convidando al éxtasis! Pero el éxtasis, para merecer ese nombre, necesita olvidarse del tiempo, pues si algunos casos de arrobamiento duran tan sólo unos cuantos minutos, hay otros que duran siglos... Allí está como ejemplo el éxtasis de un monje que duró tres siglos, según lo refiere un cuento viejo de España, que trata de hacer ver cómo en la bienaventuranza los años pasan como si fueran segundos... Y nosotros teníamos que cortar los éxtasis para nutrir la jornada con el mayor número posible de impresiones, aunque éstas fueron fugaces. Apenas sentíamos el transporte espiritual frente a El Expolio de Jesucristo, cuando teníamos que suspenderlo para ver de paso las sillerías de Berruguete, la tumba del gran cardenal o cualquiera otra obra estupenda de arte. Dedicamos un cuarto de hora a El entierro del conde de Orgaz, cuando era obvio que cualquiera de las figuras de la tela estaba reclamando varias semanas de análisis estudioso y de devota meditación. Nos parecía un crimen degollar nuestros propios éxtasis, pero teníamos
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que estar al día siguiente en Madrid, y media semana después en el puerto de Vigo. En la imposibilidad de ver las joyas artísticas con la atención y minuciosidad que exige un camafeo –y Toledo está lleno de alhajas y orfebrerías–, Pallares y yo nos dirigimos a la Ermita de la Virgen del Valle, a la caída de la tarde, para abarcar el fantástico panorama, iluminado por el sol poniente. Vimos al río Tajo rodeando la colina donde se asienta la ciudad y vimos también, entre los puentes de Alcántara y San Martín, cómo se extendía el poético caserío cuyas construcciones parecen peldaños que convidan a subir hasta la cima del cerro en donde se destaca la silueta majestuosa del alcázar. Y al lado de ella, la flecha aguda de la catedral... El crepúsculo duró un cuarto de hora, pero el recuerdo se me grabó para toda la vida. Después de la cena, fuimos a tomar una taza de café al Imperial, que miraba hacia el Zocodover, y advertimos sorprendidos que al sonar las diez de la noche éramos los únicos parroquianos. Comprendimos que el mozo estaba esperando para cerrar la única puerta del establecimiento que no se había clausurado. —Decididamente –le dije a Pallares–, Toledo no tiene vida nocturna. Y salimos a vagar sin rumbo, experimentando una sensación especialísima en aquellas callejuelas, donde colocándonos en medio y extendiendo los brazos podíamos tocar con la diestra una casa, y con la izquierda, la que estaba enfrente. La luna ponía sobre las construcciones un matiz plateado y melancólico y era tanta la fascinación que desparramaba que, a pesar de ser nosotros dos los únicos que transitaban, prolongamos aquel recorrido caprichoso hasta la una de la mañana. Tan espiritual era el ambiente, que no me habría parecido
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absurdo el surgimiento de aparecidos y fantasmas de que habla el poeta Zorrilla en sus romances. Y Pallares me preguntó en tono burlón: —¿Conque Toledo no tiene vida nocturna? —Sí la tiene –le contesté–, pues aunque no estén abiertos los cafés en donde se conversa con entusiasmo ni haya cabarets en donde se baila con ruido, este silencio majestuoso y austero me parece la única vida nocturna que merece ser vivida. A la mañana siguiente, ya instalados en el tren que nos regresaba a Madrid me dijo Chucho Pallares: —Nos vamos sin conocer Toledo, pero lo que hemos visto nos va a servir para entender mejor el alma apasionada, heroica, mística y contradictoria de España.
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EN BUSCA DE LA FONTANA DE ORO
Al llegar a la noble Villa del Oso y del Madroño, lo primero que
hicimos fue tomar una carretela que nos llevase a una pensión modesta que nos habían recomendado los servidores del marqués de Llen, aquellos que alegraron nuestro viaje desde Burgos hasta Medina del Campo. Cuando el carruaje se internó por la carrera de San Jerónimo, escuchamos repique de campanas y disparos de cañones. Preguntamos al cochero qué era lo que se estaba celebrando y nos contestó que ignoraba la causa de aquel estruendo. Pero al momento nos explicó: “Como la reina se encuentra en el noveno mes del embarazo, es posible que se esté anunciando el nacimiento del príncipe heredero”. Pallares y yo éramos republicanos y nos pareció demasiado ruido por el advenimiento de un hijo. ¡Qué lejos estábamos de suponer en aquel tiempo que aquella criatura en quien se concentraban las esperanzas de muchos millones de personas iba a llevar una vida melancólica y opaca, marcada con el sello cruel de una enfermedad incurable, y que luego, sin probabilidades de recuperar el trono que perdió su padre, iba a morir oscuramente en un choque automovilístico en Cuba! La distribución de los tres días que íbamos a pasar en Madrid tenía que ser totalmente distinta de la que habíamos hecho en París. No había tiempo de meternos en los edificios públicos ni en los tem-
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plos ni en los museos en donde se siguen los vericuetos seductores del pasado. Como excepción, le íbamos a dedicar medio día al Museo del Prado, porque no hubiera tenido perdón de Dios pasar por España sin ver La rendición de Breda y Las meninas. Así lo hicimos, y aunque nuestro desfile frente a las telas fue fugaz, salimos del museo con la convicción de que don Diego de Sevilla y Velázquez es el pintor más grande de todos los tiempos. En cuanto a don Francisco de Goya y Lucientes, fue un trágico del pincel que no tiene igual en las artes plásticas: para medir su titánica personalidad hay que invadir la jurisdicción de las letras y compararlo con Sófocles y con Shakespeare. Como yo he tenido la obsesión de ver las estatuas y los cuadros reflejándose en versos líricos, ¡cómo me habría encantado que Alfonso Camín hubiera escrito su precioso libro Lienzos de España con treinta y cinco años de anticipación! No conozco mejores glosas sobre los joyeles del Museo del Prado que las que hizo Camín. Y allí van dos ejemplos ilustrativos: delante de La maja de Goya, creó este alejandrino inmortal: “Amor la ve desnuda por más que esté vestida”, y delante del cuadro de Las lanzas, le dio vida a estos versos estupendos: Picas, lanzas, escudos, fina barba rizada, galanes los saludos y flores en el cinto de la espada; encajes ricos en las blancas golas, la pluma en el sombrero; juzgando las heridas, amapolas
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que acaban de cortar en el sendero; pues dicen a las hembras afligidas: —¡Cómo serán de hermosos los jardines de estas tierras fragantes y floridas, que manchan nuestras capas de carmines! Al salir del Museo del Prado le dije a Pallares que era necesario buscar La Fontana de Oro. —¿Se refiere usted a la novela de Galdós? —Por supuesto que sí, bien sabemos que este café no existió más que en la imaginación del extraordinario novelista, pero el colorido y el movimiento con que está descrito ese centro me hace sospechar que es una síntesis afortunada de todos los cafés de Madrid. En La Fontana de Oro se reunían los representativos de todas las clases sociales para comentar las últimas novedades, discutir todas las escuelas estéticas, criticar las obras literarias que acababan de imprimirse, exponer los credos más peregrinos y los proyectos más estrafalarios y como corolario ineludible, urdir las conjuras que preparan las revoluciones. ¡Y todo esto saboreando una taza de café! Como La Fontana no existía ni ha existido nunca, había que buscar su equivalente; es decir, un café en donde se reunieran los estudiantes, otro en donde se juntaran los políticos, el pintoresco café de los toreros. Claro está que también se imponía visitar los “tupis” para recoger en ellos las palpitaciones auténticas de las clases populares. Naturalmente, comenzamos por un café que estaba próximo a la universidad. Todos sus parroquianos eran jóvenes y alegres e inferimos que eran nuestros compañeros. Uno de ellos advirtió que no formába-
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mos parte de la tertulia acostumbrada y acudió a preguntarnos si nos íbamos a matricular en una de las facultades. Al responderle que éramos estudiantes de México, les gritó a sus camaradas que se unieran a nosotros porque seguramente les podríamos contar muchas cosas del Nuevo Mundo. ¡Qué acogida tan fraternal y simpática! Algunos de ellos eran estudiantes de derecho y se prepararon para despedirse porque tenían que asistir a la importantísima cátedra del doctor don Rafael Altamira y Crevea. Don Rafael se encontraba en Madrid de paso pues, como es bien sabido, formaba parte del claustro de la Universidad de Oviedo. Como nosotros mostrásemos interés en acompañarlos, aceptaron nuestra insinuación con júbilo y nos llevaron a la facultad. Así fue como conocí al ilustre historiador y jurisconsulto que dos años después iba deslumbrar a la intelectualidad mexicana con su sabiduría profunda que tenía el privilegio de manifestarse en forma elegante y lapidaria. En el Fornos, después de una representación de la comedia El genio alegre de los Álvarez Quintero, tuvimos la ocasión de ver desde lejos a muchos personajes destacados de las letras. En una mesa estaba don Jacinto Benavente (a quien reconocimos por sus bigotes puntiagudos) rodeado por personas que no nos fue posible identificar. Era un cenáculo silencioso, pues los comensales parecían hablar en voz baja, lo cual no era obstáculo para que de pronto estallaran en carcajadas. Con seguridad, el ilustre autor de Los intereses creados acababa de disparar alguno de sus epigramas más espirituales. Contrastando con esta discreción, en otra mesa discutían a gritos unos jóvenes que nos parecieron periodistas. Finalmente, nos tuvo que llamar la atención un grupo de la generación de 1898, pues en él estaban Ramiro de
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Maeztu, Emilio Carrere y algunos otros más. Pallares y yo no nos atrevimos a introducirnos en ninguno de estos “parnasillos” –como se acostumbra decir en Madrid– y lo lamentamos profundamente, porque en cualquiera de ellos nos habrían recibido con los brazos abiertos. La sorpresa máxima la íbamos a recibir en el café de los políticos, que si mal no recuerdo se llamaba El Suizo, porque los parroquianos lanzaban anatemas furibundos en contra del gobierno que presidía don Antonio Maura. De manera que –consideramos inmediatamente– en México, que es una república, no se puede levantar una voz de reproche; y aquí, en contra de los que están arriba, todo el mundo puede decir lo que le da su regalada gana. ¡Y se trataba de una monarquía que siempre habíamos considerado como un régimen despótico y opresor! Con el tiempo nos íbamos a convencer de que si las naciones dinásticas suelen gobernarse por reyes mediocres, las repúblicas no se quedan muy atrás en la tarea de encumbrar medianías. Al salir de aquel café, Pallares y yo seguimos siendo republicanos pero, a Dios gracias, habíamos dejado de ser supersticiosos de la república. ¿Por qué el rey Felipe II trasladó su corte de la tradicional ciudad de Toledo a Madrid, que durante mucho tiempo tuvo la reputación de ser la capital más provinciana del mundo? Como el austero soberano tenía un espíritu geométrico que se podía trazar con líneas rectas, es muy posible que haya escogido a Madrid por encontrarse en el centro geográfico de la península; pero también es probable que adivinara en la ciudad una ponderación y una armonía que no se encuentran en las otras ciudades de España. Como es bien sabido, Barcelona es no sólo diferente sino antagónica de Sevilla, y lo mismo se puede decir de Granada en relación con Santiago de Compostela, España es una
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tierra de contrastes y Madrid resulta el centro que hace fraternizar a toda la nación. Su cielo es risueño, sus panoramas parecen hechos para acariciar la mirada; cautiva por su limpidez y no tiene ninguno de esos violentos claroscuros que, aunque sublimes, parecen interrumpir el ritmo pausado de la naturaleza. Por supuesto que aún en Madrid se observan contrastes físicos y espirituales, pero no son tan bruscos como los que separan a otras comarcas peninsulares. Quizá por eso es Madrid en donde han trabajado mejor los crisoles de nuestra raza. A mi modo de ver, hasta el clima es dulce, pues siempre he considerado como una leyenda aquello de que un vientecillo del Guadarrama no apaga una vela pero sí corta una vida. Y otro título irrefutable que le da a Madrid el derecho de gobernar a España. En su suelo nacieron Lope de Vega, don Francisco de Quevedo, Tirso de Molina, don Pedro Calderón de la Barca, y si no se mecieron allí las cunas de don Miguel de Cervantes Saavedra ni de don Diego de Silva y Velázquez, en cambio los dos le hicieron a Madrid la ofrenda de sus huesos venerables.
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DOS SEMANAS EN EL INFIERNO
El viaje desde Madrid hasta Zamora se hizo sin novedad, pero desde allí en adelante el tren avanzaba con tanta lentitud que sentimos el temor de llegar a Vigo después de que nuestro barco hubiera zarpado. Después de Orense, nuestra inquietud tomó la forma de una agonía desesperante. ¿Qué íbamos a hacer si nos quedábamos rezagados en esa comarca despoblada y tan lejos del corazón de España? El tiempo transcurría de manera implacable y el tren producía la impresión de no caminar. Recuerdo aquellas horas como unas de las más angustiosas de mi vida. Pero la angustia producida por la morosidad del ferrocarril nos iba a parecer insignificante cuando la comparásemos con la que sufrimos al abordar el Bavaria. El hecho de que nuestros pasajes valieran únicamente 70 pesos mexicanos (200 francos menos el descuento que nos hicieron a última hora) y que con esta modesta suma se cubrieran la cama, la alimentación y la travesía, nos obligaba a suponer que las condiciones del barco tenían que ser deplorables. Pero Pallares y yo no pensábamos, no queríamos pensar, pues nos habíamos resignado anticipadamente a pasar dos semanas en el infierno; pero esto es fácil decirlo, sobre todo cuando se le ponen frenos a la imaginación para no figurarse cuadros repugnantes. Al llegar al barco, el capataz de la tercera clase nos llevó bruscamente a un galerón oscuro que quedaba 215
casi en la popa y nos dijo que nos acomodáramos como quisiéramos. Allí no había camarotes: era un dormitorio colectivo cuyas camas hechas con barrotes metálicos, encaramadas las unas sobre las otras, daban cabida a más de cien personas; los colchones y las almohadas eran de paja y no había sábanas ni mantas para cobijarse. Buscamos lo menos sombrío, pero ya los lugares que tenían una migaja de luz estaban ocupados. Seguimos examinando hasta que por fin encontramos, en el sitio más lóbrego, un templete con dos camas desocupadas que tenía la ventaja de encontrarse relativamente aisladas de aquel horroroso contubernio. Hombres, mujeres y niños, todos revueltos y en contacto forzado, despedían un tufo odioso que le habría encantado describir al novelista Zola. Coloqué mi maleta sobre la cama de abajo y la abrí para sacar de ella mi otro traje. —¿Qué hace usted? –me preguntó Pallares. —Ya lo ve, saco mi traje más maltratado para guardar el que traigo puesto. Delante de este montón de sucios no debemos aparecer como catrines. Hay necesidad de que nos aplebeyemos en lo absoluto; quítese la corbata y póngase lo peor de su ropa. Y una vez que estemos “a la par con Londres” subiremos a la cubierta para respirar aire puro. Así lo hicimos, pero ¡qué cubierta tan distinta de la del Blucher que nos había dejado recuerdos inolvidables! El espacio era reducidísimo y estaba lleno de tubos, de cordeles, de motores, de grúas y no se podía dar ni un paso. Entonces fue cuando recordé la mirada que sobre mí clavó el empleado de la línea hamburguesa de París cuando compré los billetes de tercera clase. Una mirada de asombro, de incomprensión, de piedad y hasta de advertencia, como si quisiera
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decirme que buscara otro buque y no aquel destinado a emigrantes de las clases más bajas de Europa. Aquello no parecía un conjunto humano sino un rebaño de infelices que abandonaban el Viejo Mundo con la esperanza de encontrar en el Nuevo una vida menos abyecta e inferior. En el año de 1905, mientras estudiaba derecho penal, tuve la oportunidad de penetrar en los antros horribles de la cárcel de Belén, pero había visto los horrores, de paso, durante unos cuantos minutos. Ahora Pallares y yo los íbamos a sufrir durante dos semanas, pues no llegaríamos a Veracruz sino hasta el 28 de mayo. En la cubierta, se nos acercó un asturiano que había tomado el buque en Santander y que, siendo de una categoría más alta que la de la mayor parte de los viajeros, protestaba colérico contra aquel acomodo que no era de gente sino de una manada de reses. Al referirse al hedor inaguantable del dormitorio, nos dijo que había un ventilador destinado a remover el aire, pero que los padres de una niña que venía enferma de garrotillo (crup) pidieron que se suspendiera la ventilación. ¡Pobre gente! No comprendía que el ambiente envenenado le hacía más daño a la criatura que las llamadas “corrientes de aire” por las cuales sienten terror. A las once, el Bavaria comenzó a moverse y media hora después abandonábamos la bahía que es la más amplia y bella de España. ¡Qué lástima que nuestras capacidades de admiración se redujeran por la náusea que nos inspiraba aquel pasaje miserable y andrajoso. Y vino lo peor. Ya estábamos en altamar cuando sonó una campana que tenía tonalidades de cencerro; y el sonido resultaba elocuente, pues parecía recordarnos que éramos un ganado. Comprendiendo que había llegado la hora del rancho, le pregunté al asturiano si el comedor era primitivo. Él estalló en una carcajada y me dijo: “¡El comedor!,
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aguárdese lo que va a ver”. Y lo que vimos fue a dos sirvientes que nos colocaban en una hilera que iba a desfilar frente a una ventanilla. A cada uno se nos entregó un plato de peltre, un pedazo de pan y una jarra de hojalata llena de vino. En la ventanilla nos llenaban el plato con un cocido insípido pero abundante, y luego cada quien con la ración que se le había servido se tiraba sobre el suelo de la cubierta para comer. ¡Y qué manera de comer tenían nuestros compañeros de viaje! Se destacaba entre todos ellos un siciliano que devoraba con tal prisa, exceso y furia, que se llenaba los alderredores de los labios con la comida, y luego para limpiarse la grasa que le escurría improvisaba una servilleta con el migajón del pan, lo pasaba por todo su rostro y luego se comía el migajón. Delante de aquel espectáculo, me convencí de que los hombres, cuando se animalizan, resultan peores que los mismos animales. Nuestros estómagos parecían Vesubios próximos a hacer erupción; Dante pinta en el tercer círculo del infierno a los golosos mordidos por el Cancerbero, metidos en el fango y bajo una lluvia tupida y perpetua. ¿Por qué no se le ocurrió al gran poeta florentino pintar el asco como el mayor de todos los castigos? Ignoro lo que sufrían los condenados con los mordiscos del Cancerbero, pero cuando vi comer al referido siciliano, hubiera preferido tener delante a un perro atacado de rabia. Renunciamos a la comida de aquel día, pues de no haberlo hecho, la habríamos devuelto al instante. Nos quedamos con el pan y con el vino para tomarlos cuando hubiera terminado el hartazgo de aquel montón de hambrientos. Y en efecto, unas horas después, sin los estimulantes de la náusea, pudimos comer el pan y beber el vino, con lo que nos recuperamos un poco de la velada de la noche anterior. Pallares y yo
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temblábamos ante la idea de refugiarnos en el dormitorio y preferimos ponernos los abrigos y pasarnos la noche sobre cubierta aspirando el aire puro y ozonizado del mar. Pero como nos encontrábamos a mediados de mayo y se sentía un frío intenso, y además comenzó a soplar un viento fuerte, se alborotaron las olas, y en un momento quedamos empapados. Así pues, haciendo de tripas corazón, bajamos al dormitorio, desafiando el tufo que amenazaba asfixiarnos; mas como la noche anterior no habíamos dormido y traíamos encima las fatigas del viaje desde Madrid, no tardamos en quedarnos profundamente dormidos. Aquella noche murió la pobre niña por la cual se había suspendido el ventilador. Se presentaron en la galería el capitán y el médico del buque y acordaron que el cuerpecito fuese arrojado al mar inmediatamente. Enseguida, se quemó azufre para desinfectar el dormitorio y luego se salpicó el lugar con ácido fénico. El olor era penetrante, pero comparado con los hedores del día anterior, nos parecía un aroma del Paraíso. El segundo día fue mucho menos desagradable que el primero, porque el ventilador arrojaba fuera el ambiente viciado, mientras que por otro lado entraban las rachas del viento incomparable del mar. Además, ya nos habíamos resignado con aquel medio pringoso e inferior y nuestros organismos no protestaban con el vigor de antes. Nos comenzamos a acostumbrar a la porquería, comprobando la teoría de la adaptación biológica que rige en todos los seres de la naturaleza. Entonces fue cuando me convencí de que Lamarck tuvo razón cuando anunció a guisa de hipótesis que todos los organismos cambian para acomodarse a las imposiciones brutales de la realidad. El olfato se hizo menos exigente, mi gusto ya no reclamaba comida de calidad, mi cuerpo aceptaba un colchón sin cubierta de algodón limpio como la
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cosa más natural del mundo. Y así como me estaba yo modificando, supuse que también se modificaría un esquimal en la zona tórrida, y el negro del centro de África, en las regiones polares. Y llegué a la conclusión de que lo mismo que me pasaba en aquel viaje les ha de pasar también en mayor o en menor grado a los presidiarios: los primeros días deben ser espantosos, pero después... hasta la peor de las vidas se vuelve monótona y rutinaria. Y sucedió algo que nos habría parecido inverosímil, y fue que Pallares y yo, que en un principio nos horrorizábamos cuando comía el siciliano, diez días después, al verlo realizar la “maniobra de la servilleta” estallábamos en ruidosas carcajadas.
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OTRA VEZ EN MÉXICO
Amortiguando el asco que en un principio nos inspiró el rebaño humano, poco a poco nos fuimos fundiendo Pallares y yo con aquellos subhombres que habían salido de Europa en condición misérrima, pero que ambicionaban convertirse en hombres completos al llegar a América. Como nosotros éramos los únicos originarios del Nuevo Mundo, nos buscaban para que les diésemos orientaciones y consejos. La mayor parte se había embarcado a la aventura y retando al destino. Unos eran labriegos que alimentaban la ilusión de que las tierras cubanas fuesen más fértiles y pródigas que las que acababan de dejar; otros eran albañiles, carpinteros, artesanos de los más diversos oficios. El asturiano que desde el primer día protestaba contra la mugre y el desaseo, nos habló de un coterráneo suyo que cinco años antes se había venido al azar, y que ya era el mayordomo de uno de los ingenios azucareros más importantes de Cuba; tenía trabajo asegurado... Y ¿por qué él no habría de triunfar también? Pallares y yo les contestábamos como en el cuento delicado de Catulle Mendès –que no habíamos leído entonces– “Le responde el caballero de los recuerdos al caballero de las esperanzas”. Y teníamos razón en alentarlos, pues estoy seguro de que todos mejoraron de posición social y algunos de ellos se convirtieron en capitanes de industria y de comercio. Así comenzó Andrew Carnegie, el formidable magnate del acero. 221
Por las noches, sobre la cubierta nos pasábamos horas y horas contemplando las estrellas que en ningún lugar lucen tan espléndidas como en el trópico. Nos divertía ver cómo la estrella polar iba de noche a noche acortando la distancia que la separa del horizonte y, asimismo, nos encantaba ver cómo las constelaciones del hemisferio austral iban surgiendo de las aguas para enriquecer el cielo. Fue entonces cuando pude apreciar la rutilación íntegra del soneto “Los conquistadores” del poeta de “Los trofeos”. En La Habana desembarcó todo el pasaje y Pallares y yo nos quedamos como dueños exclusivos del galerón en donde habíamos estado amontonados y molestándonos los unos a los otros. Y no obstante de que disminuyeron nuestras incomodidades de manera notoria, la despedida fue melancólica, pues nos pareció que aquel montón de haraposos y de humildes nos daban una lección de energía, de ilusión y de fe. Habían cortado con su vida anterior para iniciar una vida nueva. Nosotros habíamos partido siete meses antes con el mismo propósito, y nuestro regreso era la prueba palpable de nuestro fracaso. Y gracias sean dadas a Dios por haber abierto nuestros ojos en tan corto tiempo, porque ningún país nos podía dar lo que México. Volvíamos a la patria convencidos de que en ella y únicamente en ella se encontraba nuestro destino. Ya he dicho en capítulos anteriores que pasé diez años de mi infancia en una aldea de los Estados Unidos, y por lo mismo, había pasado cientos de veces la línea divisoria internacional. Para los fronterizos, entrar y salir del territorio nacional es cosa que sucede todos los días. Pero mi entrada en mayo de 1907 era diferente, porque no fue sino con aquel viaje a Europa cuando supe lo que era estar desprendido en lo absoluto de la patria.
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En Encinal, el hogar de mis padres, era auténticamente mexicano y, por lo mismo, no se sentía en él la impresión completa de la expatriación. En París sí la sentí, porque no tenía sino de vez en cuando noticias de México, que eran truncas, vagas y dispersas... Los periódicos nunca le dedicaban el menor espacio a las cosas de nuestro país y por lo tanto, cuando no nos distraíamos con la contemplación de las obras eternas, tenía que sentir una soledad aterradora. Pallares también la sentía, pero durante varios meses no nos atrevimos a mostrar el interior de nuestros corazones. Sin embargo, llegó el día en que le dije que estábamos atados a México y que aquella atadura era el más afortunado de todos los privilegios. Hay pueblos y razas que tienen el don o la desgracia de poder olvidar. El norteamericano que salió de las antiguas colonias británicas rumbo al Far West, se despidió para siempre de las tierras y la gente que lo había visto nacer. Plantó su tienda de poblador en tierras vírgenes y frente a la visión tranquila de nuevos horizontes liquidó todos los recuerdos de su hogar y de su niñez, para colocar los cimientos de su nueva vida. Madre, hermanos, terruño, todo quedó sepultado en la memoria; rompió su pasado con un tajo definitivo para entregar su existencia a los misterios del porvenir. Y de la misma manera fueron los irlandeses que se establecieron en Nueva York, y los italianos que poblaron la Argentina, y los suecos que se trasladaron a Minnesota..., pero ¿qué más? Nuestros compañeros de viaje que acababan de desembarcar en La Habana no pensaban en volver a Europa, de la cual se habían separado en forma definitiva. Nosotros éramos distintos. México con sus cualidades y sus defectos, con sus alegrías y sus tristezas, con sus excelsitudes y sus errores,
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saturaba nuestras almas y nos hacía sentir que estábamos encadenados, y que amábamos nuestras cadenas. Traíamos la prueba evidente de que la primavera de París era fascinante, pero lejos de aprisionarnos, sentíamos que le faltaba algo que truncaba hasta la emoción estética. Las cosas más bellas de la naturaleza nos hacían recordar otra naturaleza que era la que se adueñaba por completo de nuestros corazones. Hay árboles que se pueden trasplantar a cualquier otra región, en donde clavan raíces, producen follaje y vuelven a florecer y a fructificar. Nosotros no somos como esos árboles, pues fuera de México languidecemos y acabamos por secarnos. Por eso fue que en un pequeño libro de Lamennais, que compré en las orillas del río Sena, leí las siguientes líneas que me impresionaron como si yo las hubiera escrito: Esta flores son bellas, pero no son las de mi tierra, no me dicen nada. Este arroyuelo corre suavemente en la llanura, pero su murmullo no es el que oí en mi infancia: no trae a mi alma ningún recuerdo. Estos cantos son dulces, pero las alegrías y tristezas que despiertan, no son mis tristezas ni mis alegrías: el desterrado dondequiera se encuentra solo.
Y conste que al hacer un paralelo entre las cosas de México y las que había visto en París, en Nueva York y en Toledo, tenía que reconocer que mi país no resultaba en el plano superior. ¿Cómo comparar nuestro museo modesto de la Academia de San Carlos con las maravillas del Louvre y el del Prado? ¿Cómo colocar la bahía artificial de Veracruz con la rada gigantesca de Nueva York? Nuestras escuelas humildes se veían aplastadas por las universidades milenarias, y así también nuestros pueblos rutinarios no resistían el parangón con las
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ciudades progresistas y florecientes. Y sin embargo, frente a lo que era adelanto, yo prefería lo mío, lo mío exclusivamente, y sentía una alegría desbordante al pensar que muy pronto me iba a adherir, con dedos crispados por la emoción, a los adobes de nuestros jacales y a las cruces de nuestros cementerios. Así pensaba mientras desde la cubierta del Bavaria comencé a ver en el horizonte la silueta geométrica de Veracruz, la ciudad varias veces heroica que comenzó a construir Hernán Cortés, hacía casi 400 años. Y vi con la imaginación al conquistador, tal como lo describe Bernal Díaz del Castillo en su crónica inmortal: “e hicimos una fortaleza, y desde en los cimientos, y en acabarla de tener alta para enmaderar y echar troneras y cubos y barbacanas, dimos tanta prisa que desde Cortés que comenzó él primero a sacar tierra a cuestas y piedras y ahondar los cimientos...”. Y al ver aquel cuadro grandioso, comprendí que si había sido bello mi arribo a Europa en un trasatlántico de lujo, más bella todavía, aunque fuese en tercera clase, era mi llegada a la ciudad de Veracruz.
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LA REINCORPORACIÓN EN EL REGIMIENTO ESTUDIANTIL
Por cartas de Octavio Barocio me había enterado de que mientras
Pallares y yo andábamos por Europa se había mudado la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la vieja casona de la calle de la Encarnación al ala izquierda del Palacio de Minería. Como este edificio es el más bello de México, y como su patio y escalera central ocupan un lugar primario en el mundo, me consolé de que mi querida escuela se saliese de las piedras venerables en donde yo había pasado cuatro años encantadores. Ya no iba a ambular por los corredores del antiguo convento, pero en cambio –eso era lo que yo soñaba– me iba a pasear en unión de mis camaradas por un patio monumental que, como dijo Napoleón de la Plaza de San Marcos en Venecia, parecía un salón de recibir. Aquella ilusión se desvaneció cuando al regresar de Europa me dirigí a la morada provisional que ocupaba nuestro plantel, mientras se construía el nuevo edificio, frente a la Escuela Nacional Preparatoria. Llegué muy temprano y sólo encontré a unos cuantos alumnos del primer año, a los cuales no conocía porque se habían matriculado durante mi ausencia. El portero Feliciano me recibió con cariño y me mostró, a grandes trazos, la nueva instalación. Desde luego, no tenía acceso al patio grandioso de Tolsá. Los futuros abogados sólo disponíamos de un patiezuelo menor muy pequeño, en donde no podíamos esparcirnos con libertad. En la vieja casa de la Encarnación podíamos gritar todo lo que
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quisiéramos sin alterar el ritmo sosegado del recinto: nuestras voces se perdían en la inmensidad de los corredores. En la nueva morada, bastaba levantar el tono para dar la nota estridente que molesta. Aquel acomodo no convidaba a quedarnos allí horas y horas, sumidos en el éxtasis ni en la contemplación. Se presentía que los alumnos, al terminar sus clases, salían a la calle de carrera, porque allí faltaban las atracciones irresistibles del hogar. La realidad era que con la salida de la casona ruinosa se había cerrado el capítulo más bello de nuestra vida estudiantil. Pero... aunque la nueva instalación no fuese acogedora, yo tenía que regularizar mis cursos, y me senté en una banca a esperar al licenciado Alamán, secretario de la institución. Antes que él, llegó Rafael López de la Paz, prefecto de la escuela y muy querido amigo mío. Él me enteró de las últimas novedades que sintéticamente consistían en que don Pablo Macedo había seguido fortaleciendo la disciplina que no existía cuando él se hizo cargo de la dirección. Le dije que pensaba matricularme en el cuarto año y él me advirtió que no lo iba a conseguir. Y en efecto, cuando poco después llegó el secretario y le manifesté mi deseo, me contestó que sólo podía inscribirme como oyente porque los cursos regulares se habían iniciado cuatro meses antes. Yo sentí calosfrío al escuchar la respuesta, pues como oyente no tenía derecho a los reconocimientos bimestrales, y para poder ascender al quinto año tendría que pasar por un examen rigurosísimo. Le manifesté mi ansiedad y el licenciado Alamán me dijo que hablase con el director, que se presentó en ese momento. Pasé a su oficina y don Pablo, con una sonrisa acogedora, me preguntó: —¿Conque ya terminó la aventura loca? —Sí, señor –le respondí–, aquí me tiene usted de nuevo, con el propósito de convertirme en un estudiante serio –enseguida le di cuenta
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de mi conversación infructuosa con el licenciado Alamán, que no me quería inscribir sino en calidad de oyente. —Eso es lo que manda el reglamento –me contestó el licenciado Macedo– y no puede usted pedirle al director que sea él mismo quien lo quebrante. Le expliqué que lo único que pretendía era que se me reconociesen en mayo de 1907 los mismos derechos que tenía en septiembre de 1906, que era cierto que había faltado a los cuatro primeros meses del curso corriente, pero que, en cambio, había asistido a las mismas clases todo el año anterior. Yo no soy un forastero que llega de la calle sin antecedentes, sino un hijo de la escuela que se quiere reincorporar para terminar su carrera. —La parábola del hijo pródigo –me dijo don Pablo, pero añadió que la compensación que yo reclamaba era contraria al reglamento, y por lo mismo lo más que podía hacer por mí era prometerme examen en octubre, a fin de que entrase como alumno regular de quinto año en 1908. —Pero usted sabe, señor, que los oyentes no figuran en las listas, y por lo mismo, tendré que pasar por un examen de suficiencia. —De cualquier modo –me dijo el licenciado Macedo– tendrá usted que pasar por dicho examen, porque habiendo faltado a las clases en los meses de febrero, marzo, abril y mayo, aunque se hubiese matriculado en enero, quedaría obligado a sustentar la prueba. —Pero no es lo mismo, señor, examinarse como alumno a examinarse como extraño. Por otra parte, y aunque usted lo ponga en duda, quiero sentir el orgullo de estar incorporado desde luego a nuestra casa de estudios.
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—No ha de ser muy grande ese orgullo, cuando usted abandonó el puesto, y demostró con ese hecho que no tomaba en serio la carrera de abogado. Yo sí tengo que tomar en serio, muy en serio, los estudios jurídicos. ¿Qué pensarán de mí los profesores si les mando a medio año a un nuevo alumno? Al escuchar esta última objeción, yo vi que se podía iluminar el horizonte y le contesté con audacia: —Yo me encargo de que los maestros no protesten. Don Rafael Ortega es muy bondadoso con todos sus condiscípulos, y en cuanto a don Tomás Reyes Retana, siempre me ha honrado con su simpatía. —Bueno, pues si los profesores están conformes, es posible que yo también ceda en la inteligencia de que en la matrícula se especifique con claridad que no queda usted eximido de las sanciones que impone el reglamento. Le advierto, sin embargo, que el licenciado Reyes Retana pidió licencia para separarse temporalmente de su clase, y lo sustituye el licenciado Ricardo R. Guzmán. ¿Es amigo de usted? —No, señor, no tengo el gusto de conocerlo, pero tengo fe en que no pondrá obstáculos a la regularización de mis estudios. De cualquier modo, y sea cual fuere el desenlace de mi embrollo, le agradezco la oportunidad que me ha brindado. Al salir, tuve la buena fortuna de encontrarme con don Rafael Ortega que llegaba a dar su clase. Inmediatamente lo saludé y le pedí una entrevista de cinco minutos. Él consultó su reloj y me dijo: “Que sean tres minutos, pues a las diez en punto tiene que comenzar la clase”. Así era de estricto y de exacto aquel grande abogado que dominaba mejor que nadie la técnica de los procesos. Pero fue imposible exponerle mi caso, porque ya estaban esperándolo sus alumnos que,
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al verme, se abalanzaron sobre mí para darme la más cariñosa de las bienvenidas. Eran los que de allí en adelante iban a ser mis compañeros. Allí estaban Francisco e Hipólito Olea, Juan Manuel Ruiz Esparza, Jorge Morfín, Rómulo Becerra, Ernesto Garza Pérez, Luis Martínez López y Mario Camargo. Todos se manifestaban encantados de que fuera a estar con ellos en el resto de la carrera. Le rogué al maestro que me dispensara y entré con la parvada al aula. Oí la clase y al terminar avancé hacia el pupitre del maestro y le dije lo que había hablado con don Pablo. El licenciado Ortega me contestó que lo que yo solicitaba era irregular pero no desprovisto de justicia, y que como había presenciado el júbilo con que me habían recibido mis camaradas, no podía cerrarme las puertas de la cátedra. —¿Me autoriza usted, señor, para decirle eso al señor Macedo? –y como su respuesta fuese afirmativa, yo le dije:– Gracias, maestro, siempre tendré presente que a esta amable acogida le deberé la continuación de mi carrera. Y en efecto, así fue; cuando un día después abordé la cuestión al licenciado Ricardo R. Guzmán, y le dije que el licenciado Ortega me admitía, él me dijo que por su parte no había objeción. Y así fue como quedé incorporado nuevamente a la “siempre erguida” Escuela Nacional de Jurisprudencia. Mientras se daba la clase de procedimientos civiles, corrió la voz de que el Vate había regresado de Europa. Vi desfilar frente al aula a casi todos los que habían sido mis camaradas: Rubén Valenti, Pancho Cordero, Chucho Bárcenas, José Luis Prado, Eduardo Preciat, Cruz Montañez, Luis Monroy Baigén, etc. Todos me sonreían y me hacían señas de que me esperaban al salir. Eran los alumnos del quinto año que se me habían adelantado, pero que me seguían considerando como
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parte de su grupo. ¡Con cuánta fruición disfrutaba del privilegio de encontrarme otra vez entre los míos! Al despedirme del maestro Ortega, me esperaba otra tanda de abrazos efusivos, y tras los estallidos de afecto, cayó sobre mí un aguacero de preguntas, la primera de las cuales se relacionó con mi compañero de viaje: —¿Dónde está Chucho Pallares? —Está en México –contesté–, pero no procuren verlo durante tres días, porque me dijo que los iba a consagrar íntegramente a su madre. –Se había extendido la noticia de que pensaba dedicarse al teatro y los amigos tenían curiosidad por saber si había persistido en el propósito de ser actor. Yo sabía que Pallares quería eludir aquel tema de conversación, pues podía ser motivo de ironías. Por lo mismo traté de desviar las interrogaciones; pero como conservar un velo de misterio sobre aquel asunto podía avivar más el interés que provocaba, resolví contestarles de esta guisa:– ¿Pallares en el teatro? ¿Pero ustedes tomaron en serio este propósito? No, hombre, los dos salimos de México con espíritu de aventuras y lo único que nos interesaba era conocer la ciudad de París. En siete meses no se procuró el menor contacto con actores ni con empresarios; y al pasar por Madrid, todo se nos ocurrió menos buscar a doña María Guerrero ni a Rosario Pino. Y ahora, háganme todos las preguntas que quieran sobre las organizaciones educativas, sobre los museos, sobre la Cámara de Diputados, sobre los palacios y monumentos, sobre teatros de comedia y música, sobre los cementerios, sobre todas las instituciones sociales, sobre todo, menos sobre cabarets porque eso requería dinero y nosotros dos siempre anduvimos a la cuarta pregunta.
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EL POSTÍN DE HABER ESTADO EN EUROPA
A medio día se dispersó la parvada locuaz de estudiantes y quedamos
Hipólito Olea y yo solos y dispuestos a hacernos mutuas confidencias. Él me preguntó si Pallares y yo veníamos resueltos a continuar la carrera jurídica, y yo le contesté: —Ya lo ve usted, mi querido Poli, llegamos a las siete de la mañana, y a las ocho y media ya estaba yo en la escuela procurando matricularme como alumno numerario. Esto le indica mi propósito de encarrilarme de nuevo para reanudar la marcha. Me he atrasado un año en mis estudios; pero en cambio, he ganado algunas cosas: horizontes más dilatados, conocimientos superficiales del mundo, experiencia internacional, un poco más de cultura y lo que más cuenta: la convicción de que es en México y únicamente en México donde se puede burilar mi destino. Me pasé muchos años suspirando por París, pero ahora se me ha calmado esa inquietud, y aunque aprovecharía cualquier circunstancia que se me presentase para volver, mi programa es el de abrirme paso en nuestra tierra. En resumen, estoy encantado de la aventura y más encantado aún de encontrarme en México. —¿Y Pallares opina lo mismo que usted? —Yo creo que sí, aunque todavía no se atreva a confesarlo. Usted sabe que los dos partimos con ambiciones ilimitadas: él quería ser un gran actor y yo ambicionaba ser un hombre de letras, pero el triunfo
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no se consigue si no se inicia el ascenso desde abajo. En el teatro, hay que comenzar encarnando personajes insignificantes, y como eso no lo puede hacer Chucho en México, comprende que tendrá que renunciar a lo que él considera como su verdadera vocación. Eso es lo que le apena y por lo mismo, le ruego que no le hable nunca del asunto. —Como mi hermano Manuel (el doctor Manuel Olea) regresó hace unas cuantas semanas de Europa sin un centavo en el bolsillo, supongo que usted también se encuentra en las mismas condiciones. —Y está usted en lo justo: estoy en el aire, pues traigo en el bolsillo unos cuantos centavos que me pueden dar de comer el día de hoy y el de mañana, pero tengo que resolver, como sea, el problema de pasado mañana –y Poli sonriendo me dijo: —...Preocúpese por el tercer día, ya que hoy será usted mi invitado a comer y a cenar y si lo desea también a dormir en mi alojamiento –le di las gracias por su generosidad, pero decliné el último ofrecimiento por estar alojado ya en el cuarto de Octavio Barocio. —Bueno –me dijo Poli–, pues si usted lo desea, vamos a dar nuestro acostumbrado paseo por la calle de Plateros, tomaremos un aperitivo en el Salón Bach y enseguida nos iremos al restaurant Roma. E iniciamos la marcha en la plazoleta de Guardiola con rumbo hacia el oriente, es decir hacia la Plaza de la Constitución. Gutiérrez Nájera, hablando de este itinerario decía: “Desde la esquina de La Sorpresa hasta la puerta del Jockey Club...”. Nosotros caminábamos a la inversa, esto es, desde el Club hasta La Sorpresa. Avanzábamos lentamente, gozando con el desfile elegante de las carretelas, cuando de pronto escuché este grito: “¡Mira, chato, quién viene por allí!”. Era Pancho Morales, juez tercero correccional, que le llamaba la atención a
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Enrique Rodríguez Miramón sobre mi humilde persona, y los dos con una expresión de alegría y con los brazos abiertos salieron a nuestro encuentro para saludarme. Después de la acogida cariñosa, Pancho dijo que el encuentro ameritaba una copa y entramos los cuatro al Salón Bach. Un mozo nos preguntó qué era lo que queríamos beber y todos celebraron con una carcajada que yo pidiera una copa doble de tequila. —Éste sí que viene más mexicano de lo que se fue –dijo Rodríguez Miramón–, y eso vale la pena de que se repita la tanda. No tardó mucho tiempo sin que se nos unieran otros camaradas amigos, y entre ellos uno a quien yo conocía, que había estado en París. Por lo mismo, pretendió que la capital de Francia fuese el tema principal de la conversación. Pero Pallares y yo habíamos resuelto hablar de nuestro viaje lo menos posible. Así pues, llamó la atención de aquel caballero que yo contestara a sus preguntas lacónicamente, para continuar hablando de las cosas de México. —Parece increíble –me dijo sorprendido– que después de haber estado siete meses en Europa, se interese usted tanto por las tandas del Teatro Principal. —Es que aquí –le contesté– cada semana cambia el programa, mientras que en París se repite el mismo espectáculo todas las noches; aquí vienen Teresa Mariani y Virginia Reiter, Italia Vitaliani y Tina de Lorenzo y se disfruta de la oportunidad de conocer todas sus facetas de artistas; en París, durante los siete meses que estuve, Sarah Bernhardt estuvo representando La virgen de Ávila, y sólo por casualidad tuve la oportunidad de verla en Juana de Arco. La circunstancia de que yo procurase encontrarle el lado bueno a la vida de México desilusionó a aquel señor, que se despidió del grupo.
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—¡Cómo me encanta –dijo Pancho Morales– que no te hayas envanecido con tu viaje por el Viejo Mundo! Los que de allá vienen parecen proponerse dar la lata y son inaguantables. Hablan de París y únicamente de París como si eso bastara para mirar de arriba abajo al resto de la humanidad. Y tenía razón Pancho: por aquel tiempo, en la defensa que hizo Emeterio de la Garza de Pedro Castilla, hablando de un petimetre que había estado en Francia unas cuantas semanas, decía con la mar de gracia: “Había viajado por Europa, se le había subido Europa, creía que él era Europa...”. Y le sobraba razón para asumir esa actitud jactanciosa, porque una permanencia en París daba más postín que los siete viajes de Simbad el marino. Bastaba hacer una referencia a la Plaza de la Concordia, a la Catedral de Notre Dame, al jardín de Luxemburgo o a cualquiera otra cosa por el estilo, para suscitar un murmullo de admiración. Hace medio siglo los viajes trasatlánticos se hacían con mucho más dificultades que hogaño y por consiguiente no abundaban los conocedores de Europa. Los ricos y los aristócratas solían hacer la peregrinación, pero los bohemios se limitaban a suspirar, porque ir a París parecía una quimera irrealizable. Manuel Gutiérrez Nájera y Francisco M. de Olaguíbel, que espiritualmente eran franceses, murieron sin haber conocido el país de su adoración. Por eso el hecho de que un estudiante pobre hubiera permanecido durante siete meses seguidos en la ciudad deslumbrante, si no se cuidaba corría el riesgo de despeñarse en la jactancia y en la charlatanería. Pallares y yo habíamos conversado mucho sobre este asunto y por eso fue que tomamos la resolución anticipada de no caer en ridículo, queriendo sacarle punta a lo que sólo había sido una aventura loca.
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¡Y vamos que se le podía sacar punta! Porque en aquel tiempo, y también en el actual, bastaba pronunciar las palabras “Montmartre, Longchamps, Versalles, Montparnasse” para despertar la envidia y la admiración. El que había estado en París se sentía un escalón más arriba en la consideración social; se le reconocía una superioridad incontestable. Los musulmanes decían con orgullo “Estuve en Meca”; los occidentales decían “Estuve en París”. Por lo mismo, todos los que allá habían estado aunque sólo fuesen unos cuantos días, no renunciaban fácilmente al privilegio de contarlo. Y más todavía: gustaban encontrarse con algún otro que les sirviera de testigo, para deslumbrar a los demás. Y, naturalmente, a lo que habían visto agregaban cincuenta mil cosas más, como por ejemplo la amistad con un hombre de letras, el contacto con un estadista y la aventura amorosa con una cantante del Folies Bergère o de Moulin Rouge. Gracias le sean dadas al Señor por no haberme dejado caer en tan grotesca presunción, pues de haber caído, ¡lo que se habrían reído de mí los traviesos implacables de la Escuela de Jurisprudencia! Pallares y yo habíamos meditado mucho el asunto y por eso fue que nos mantuvimos en la modestia y en la discreción. —¿Cómo quieres –le respondí a Pancho Morales– que venga echando papas de Europa, cuando después de siete meses de oír únicamente el idioma francés mi deseo más imperioso es hablar en español, pero en un español que no silbe las eses ni haga intervenir la lengua en la pronunciación de las zetas? En eso, llegó al bar mi fraternal amigo Manuel Olea, quien después de darme un abrazo muy apretado comenzó a preguntarme sobre cosas de París. Naturalmente, Pancho Morales, Enrique Rodríguez Miramón
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y los demás del grupo estallaron en sonoras carcajadas. Le contaron lo que había ocurrido en la mesa, un poco antes, y Manuel, en vez de mortificarse, insistió en que habláramos de París. Y hablamos, aunque no en tono de postín sino con auténtica sinceridad. Manuel propuso que nos fuésemos a comer al restaurant Roma, sobre la base de que cada quien pagara su cubierto, y que él se encargaba de la cuenta de su hermano Hipólito y de la mía. Al salir, me dijo Poli: —Queda en pie mi invitación a la cena. —Nada de eso –le respondí–. En esta noche, me conformo con una o dos tortas de Armando. —Entonces –me dijo Poli– es usted mi convidado para el día de mañana. Al sentarnos en el restaurant Roma, burlándome del caballero del Salón Bach, de mi querido Manuel Olea y también de mí mismo, recordé el famoso epigrama de don Manuel Carpio: Todo lo sabe don Luis como que estuvo en París.
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MI SITUACIóN ECONóMICA SE REGULARIZA
La regularización de mis estudios en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y el encaje en la vida de la ciudad de México se habían llevado a cabo no sólo en forma conveniente sino también de manera venturosa, pero me faltaba resolver el problema, el angustioso problema, de mi sostenimiento. No tenía que preocuparme por el alojamiento inmediato, pues me acomodé desde el primer momento en el cuarto de Octavio Barocio; en cuanto a las comidas, me invitaban diariamente los amigos y en esa forma pasé los primeros tres días (que fueron los últimos del mes de mayo) sin la menor dificultad, pero… ¿qué era lo que yo iba a hacer para adquirir la seguridad que necesitaba a fin de poder continuar mi carrera de abogado? ¿Iba a acudir a don Justo Sierra en solicitud de un empleo, cuando había renunciado al puesto que tan generosamente me había dado en la Biblioteca Nacional? Se me hacía muy de cuesta arriba molestarlo, cuando no le expliqué (porque no podía explicarle), ya que el viaje a Europa se envolvió en un absoluto sigilo. Más de cuesta arriba aún me parecía ir a ver a don Rosendo Pineda, cuando también había renunciado el grado en la Marina, que él me había conseguido en la Secretaría de Guerra. El general Rosalino Martínez era un hombre muy rígido, como lo comprobó en los acontecimientos de Río Blanco que se efectuaron mientras yo estaba en Europa. Por otra parte, yo estaba resuelto a no volver a encontrar239
me bajo los duros preceptos de la Ordenanza. Sabía que en caso de apuro podía acudir a mi hermano mayor, que nunca me falló, pero me mortificaba mucho abusar de su excesiva generosidad. Estaba pues “en el aire” y necesitaba pisar tierra firme a la mayor brevedad posible. No encontraba la manera de encarrilarme, pero al tercer día de haber llegado, en una cena alegre con camaradas, me dijo José María Lozano que don Genaro García, nombrado recientemente subdirector del Museo Nacional (director efectivo, porque el titular don Francisco del Paso y Troncoso tenía muchos años de residir en Europa) le había dicho que tenía urgencia de hablar conmigo. Claro está que a primera hora del día siguiente me presenté en la calle de Montealegre –residencia del historiógrafo– y don Genaro me recibió con un abrazo cordialísimo. —Estoy muy agradecido porque mi cuñado José María Aguirre me ha contado que usted fue su providencia en la ciudad de París. —La providencia fue él, puesto que me obsequió los mil francos con los que pude regresar a México. —Dejémonos de estos elogios recíprocos –me dijo el licenciado García– y vamos a lo esencial. Cuando recibí su renuncia a la pensión de Historia y el aviso que me daba de irse a Europa por tiempo indefinido, me irrité por la forma absurda en que truncaba su vida, y mi primer impulso fue el de tramitar dicha renuncia inmediatamente y borrar su nombre de la lista de mi vida, pero tras una corta meditación pensé en que solamente faltaba un mes para que terminara usted su año escolar y juzgué que con sólo disimular su ausencia unos cuantos días lo dejaba en circunstancias de poder cobrar el mes de octubre y los dos meses de vacaciones. A fines del año me llegó una carta
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de José María en la que me hablaba de la posibilidad de su regreso, y al iniciarse el nuevo año escolar, seguí sin tramitar su renuncia. En febrero, José María me indicó que no tardaría usted mucho en volver a México, pero me entró el escrúpulo de no estar cumpliendo con mi deber y traté el asunto con Ezequiel (don Ezequiel A. Chávez, el subsecretario de Instrucción Pública) y él opinó que lo esperáramos un poco más de tiempo. Nos estuvimos aguardando durante marzo y abril, y cuando llegó mi cuñado y me dijo que usted estaría de regreso en mayo, Ezequiel me volvió a autorizar para que lo esperara. Así pues, creo que usted debe ir a darle las más cumplidas gracias. —Por supuesto que iré –le respondí–, pero antes le debo manifestar mi gratitud a usted porque comprendo que noventa por ciento de este favor se debe a su bondad para conmigo. De todo lo que me dice, infiero que vuelvo a ser un alumno pensionado –y don Genaro me respondió: —No ha dejado usted de serlo un solo momento, por lo que puede pasar a la pagaduría a cobrar las mensualidades vencidas. —¿Me quiere usted decir que me van a pagar la pensión durante todo el tiempo en que estuve fuera de México? —Exactamente. Por fortuna, los ocho meses que han transcurrido se encuentran en el mismo año fiscal y no habrá dificultades en los pagos. Las cosas que me estaba diciendo don Genaro contradecían tan palmariamente el concepto que me había formado de él, que quedé suspenso sin atreverme a creer lo que me contaba. Y no porque pusiera en duda su bondad, sino porque siempre me había impresionado por su espíritu rectilíneo, por su propósito de imponerles sanciones a los que se apartaban del deber, por su voluntad de “estrangular la emo-
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ción”, como habían dicho los poetas de la escuela parnasiana. Aquel hombre todo lo medía con exactitud, todo lo pesaba en balanza de precisión, todo lo sometía a un cartabón rígido que, aunque justiciero, era antitético del sentimiento generoso que perdona los errores. Por primera vez veía que era accesible a la ternura y a la comprensión de los desvíos de la juventud. Desobedecía a don Quijote, puesto que permitía que se anegase su razón en llanto y su bondad en suspiros. Y me atreví a preguntarle: —¿Por qué hace usted todo esto conmigo? —Porque no quiero perderlo como discípulo y además porque lo necesito como colaborador en la tarea que voy a emprender. Se me ha entregado la dirección del museo y voy a convertirlo en una institución científica. Mi hermano José María Aguirre me ha dicho que usted asombra a los viajeros por el conocimiento que tenía de los museos franceses y puede usted serme muy útil en los trabajos que voy a iniciar. —Don José María exagera, porque usted sabe bien (como lo sabe todo el mundo) que para conocer superficialmente el Museo de Louvre se requieren diez años. Así pues, todo lo que yo pueda decirle no va más allá de la superficialidad ni de la ligereza. —He trazado un plan de acción que me ha empezado a producir sinsabores. Se han rebelado contra mis propósitos aquellos que deberían haberme ayudado. Acabo de recibir las renuncias del secretario, del bibliotecario y de dos maestros de mérito indiscutible; mucho desearía retener a todos a mi lado, pero como me arrojaron las renuncias en actitud de reto, he resuelto aceptarles la dimisión. Me veo pues en la necesidad de crear un nuevo personal y usted me va a ayudar encargándose de la biblioteca. Tenemos que clasificar los
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libros de acuerdo con el sistema decimal de Melvil Dewey que facilita extraordinariamente la catalogación. Hasta hoy, los bibliotecarios de México han sido guardadores de libros, únicamente guardadores, y vamos a probarles que con los índices movibles las colecciones librescas son mucho más manejables. Le contesté ignorar por completo el sistema a que estaba aludiendo y él me respondió que nadie lo sabía en México, pero que él ya había organizado sus libros de acuerdo con el mencionado sistema, obteniendo resultados espléndidos, y pasó a mostrarme los cajones de cédulas que habían sustituido a los antiguos catálogos que estaban impresos en forma de cuadernos y que tenían el inconveniente de no incluir las últimas obras adquiridas. Lo único que me dolía de aquella crisis que venía a arreglar mi situación económica era que quedasen distanciados dos hombres de tanto mérito, como don Genaro García y don Luis González Obregón. Me impuse la tarea de reconciliarlos, pero como dijo Sully Prudhomme, en versos transparentes, un vaso roto, por más enmiendas que se le hagan, sigue siendo un vaso roto. Cortaron sus relaciones aquellos dos sabios que sin embargo me permitieron seguir con ambos la más devota de las amistades. Don Ezequiel A. Chávez, que estuvo enterado de mis esfuerzos reconciliadores, me dijo treinta años después, al contestar mi discurso de recepción académica, estas palabras que me llenaron de orgullo: “Era a veces un tanto rígida la voluntad del subdirector, rectilínea siempre; es la vuestra, consecuente con sus propios propósitos, pero flexible. Puestas las dos al servicio del museo, ambas concurrieron para hacer que éste progresara. Cuando a él tornasteis tuvisteis la pena de encontrarlo quebrado en dos. Ya no estaba allí Luis González
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Obregón… Fuisteis entonces el intermediario por el que a menudo se restableció el equilibrio entre profesores de valía pero de personalidad insumisa, y su superior jerárquico, estricto campeón de la disciplina”. Además de que el trabajo que se me asignaba era seductor, vi encantado que se había resuelto, sin el menor esfuerzo de mi parte, el problema de mi subsistencia. Iba a tener la pensión de 30 pesos en la clase de historia y además el sueldo de bibliotecario que era de 80. Y bien, 110 pesos mensuales para un estudiante significaban una situación excepcional. Aquella era una dádiva de Dios que me hacía sentirme en el paraíso, y lo más maravilloso fue que al llegar a la pagaduría se me dijo que tenía sin cobrar ocho mensualidades, o sea la suma de 240 pesos. ¿Cómo no había de confirmar mi amor a México que me recibía con tanta ternura en su regazo maternal?
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UNA CITA CON DON JOSÉ MARÍA MORELOS
Hipólito Olea nació en el estado de Guerrero; su hermano Genaro residía en Iguala y sus hermanas Loreto y Catalina, en Cuernavaca. Por tal causa, cada vez que queríamos visitar estas ciudades el único gasto que teníamos que hacer era el billete del ferrocarril. Con tamaño privilegio, nuestros viajes eran frecuentes, y como Cuernavaca era entonces muy pequeña, la gente se fijó en nosotros. El Imparcial nos había dado reputación de oradores, y en septiembre de 1907 fuimos invitados a la feria de Cuautla, que se celebraba en homenaje de Morelos. Tres días de fiesta continua que tenían como remate la velada conmemorativa. Allí conocí a don Ignacio de la Torre y Mier, que obsequiaba al pueblo una corrida de toros; allí les estreché la mano por primera vez a Chucho Rábago, a Joaquín García Pimentel y a Antonio Escandón. *** Morelos engarzó en la historia épica de México las siete letras de la palabra Cuautla, como quien engarza siete diamantes en una diadema, y la ciudad, agradecida y orgullosa, dedica los tres últimos días de septiembre a recordar el natalicio del héroe legendario. Las fiestas responden a un
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sentimiento comunal unánime y por lo mismo participan en ellas todas las clases sociales. Una semana antes comienza la feria, y del 28 de septiembre en adelante se suceden todas las manifestaciones del júbilo colectivo: serenatas, bailes populares, carreras de caballos, ejercicio de jaripeo, fuegos artificiales, peleas de gallos y corridas de toros. El ambiente es de verbena y de alegría, y con este regocijo contagioso se celebra el aniversario del más fulgurante de nuestros héroes. Asistiendo a este risueño gaudeamus que se prolonga durante 72 horas, sentimos la impresión de que ninguna otra ciudad mexicana comulga tan íntimamente con su patrono tutelar, como Cuautla con Morelos. El fenómeno se explica fácilmente porque si fue en Valladolid en donde vino al mundo el sin par adalid, fue aquí en donde se templó su férrea voluntad, se dilató su inspiración, se diafanizó su espíritu y se magnificó su genio. Aquí le crecieron las alas y aprendió a volar más alto, aquí fue donde recibió por vez primera el peso de la inmortalidad. Por eso, sobre el Morelos del Veladero y el Morelos de Chilpancingo y el Morelos de Apatzingán, resplandecerá siempre el Morelos de Cuautla. Los 58 días que pasó en esta ciudad fueron como 58 peldaños luminosos de una escalinata triunfal que lo llevaron a ese plano sublime en donde pudo alternar con David y con Josué, el que detenía la carrera del sol. Muchas veces, pensando en este hombre singular, me he figurado la entrevista que celebró con su maestro Hidalgo, cuando los insurgentes avanzaban de Guanajuato a Valladolid, y me he preguntado: ¿Por qué no lo retuvo a su lado el Padre de la patria? ¿Por qué prefirió encomendarle la tarea de que fuese a desparramar el incendio en los pueblos del sur? Y al imaginarme que Hidalgo hubiese optado por lo primero,
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mi fantasía traza un cuadro muy diferente del primer capítulo de la lucha de Independencia. Porque Morelos con su genio tal vez habría convencido al párroco de Dolores de la conveniencia de aprovechar la victoria desordenada del Monte de las Cruces, para tomar la capital del Virreinato; quizá hubiera convertido en triunfo el descalabro de Aculco; probablemente habría conjurado la derrota y detenido la desbandada del Puente de Calderón. Pero... ¿quién podía adivinar el futuro en octubre de 1810, cuando todo parecía indicar que la victoria insurgente era cuestión de unas cuantas semanas, por no decir unos cuantos días? A las doce horas de iniciada la insurrección de Dolores, el movimiento social se puso en marcha con caracteres de río que se sale de su cauce e inunda los lugares por donde va avanzando. A los tres días, eran cincuenta mil los insurgentes, a la semana, pasaban de cien mil, y el torrente popular seguía adelante sin necesidad de que se libraran combates, pues no debe considerarse como tal la barredura del dique frágil que el intendente Riaño trató de poner en la ciudad de Guanajuato a aquel irresistible desbordamiento. Frente a aquel fenómeno insólito, el mando que ejercía Hidalgo no podía tener el vigor que la situación demandaba, porque nadie gobierna una marejada ni una erupción de volcán ni el estallido de una tempestad. Las chusmas se movían sin orden ni concierto, arrollando los débiles obstáculos con que se pretendía detenerlas. Los caudillos conducían a medias –tal vez a tercias o a cuartas– aquel movimiento frenético e ingobernable. Todo era torbellino y desorden, y por lo mismo la condescendencia y la tolerancia para la plebe, que tanto se ha criticado a Hidalgo, eran cosas inevitables. Ningún jefe le dio a Pípila la orden de que incendiara las puertas de la Alhóndiga de Granaditas. Y de manera
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parecida, cada quien obraba conforme a su desencadenado albedrío. Desfilaban los acontecimientos vertiginosamente como los relámpagos cegadores de una borrasca. Frente a aquel estallido brutal, el régimen de la colonia tenía que defenderse y oponer resistencias, y entonces fue cuando se vio que no bastaba insurreccionar muchedumbres, era preciso organizarlas. Y allí fue cuando Hidalgo y Allende no pudieron ponerse de acuerdo, por la sencilla razón de que sus espíritus giraban en órbitas distintas y en torno de conceptos diferentes. Lo que para uno era verdad indiscutible, para el otro era un error garrafal y palmario. El sacerdote y el soldado no podían coincidir y se determinó una confusión que terminó fatalmente en el desastre. De cualquier modo, el venerable cura de Dolores cumplió su destino despertando a la nación, y sus errores resultan insignificantes cuando se les compara con la gloria del despertamiento. En cuanto a Morelos, aprovechó la experiencia amarga de los iniciadores. Él no hablaba en nombre de un ideal abstracto como el exrector del Colegio de San Nicolás, ni tampoco invocaba la Ordenanza, como Allende, para recomendar la eficiencia de la disciplina: Morelos conocía como nadie a nuestras muchedumbres porque había nacido de ellas y sintetizaba sus esperanzas de redención. Por eso incrustó en sus subordinados el concepto del orden, de un orden que no era un instrumento de la tiranía, sino un camino limpio que conduce a la libertad. Y se inició la epopeya del sur que no ha sido superada. En Morelos se efectuó la conjunción del sacerdocio con el heroísmo; brazo de hierro para el mando, dedos que desgranan las cuentas de un rosario, rodilla que se dobla ante el altar, labios temblorosos siempre dispuestos a la
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plegaria... Plebeyo robusto que entendía y era entendido por su pueblo, delirios de profeta, y al mismo tiempo cálculos exactos que le permitían avanzar con paso seguro de león, un león que siempre estaba dispuesto a ofrendarse como cordero. No dialogaba con los ángeles, como Juana de Arco, pero al igual de ella, parecía obedecer en todos sus actos las consignas luminosas del firmamento. ¡La hostia y la espada! Lleno de Jesucristo y de Patria, Morelos es el santo número dos, que, como San Pablo, se convierte frecuentemente en el santo número uno de la religión cívica de México. Antes de Cuautla, Morelos había sido grande entre los grandes, pero después de Cuautla comenzó a avanzar de milagro en milagro. A su lado, sus compañeros de lucha se agigantaban, las familias de los Bravos y los Galeanas se transformaban en constelaciones. Aquí fue, pues, donde se clarificaron sus videncias de profeta y aprendió a realizar imposibles. Sucede a veces que un titán de la inteligencia o del carácter camina por el mundo sin darse cuenta cabal de la inmensidad de su destino. En su itinerario, siempre accidentado, pasa por muchos lugares que, aunque espléndidos, no le revelan el mensaje que trae, y por consiguiente continúa sin encontrar la orientación definitiva de su existencia. De pronto, llega a un sitio de privilegio en donde los seres y las cosas armonizan con su altísima vocación... Voy a poner un ejemplo que no guarda la menor relación con la epopeya. Domenico Theotocópulos nació en la isla de Creta, y sintió desde sus primeros años una inclinación definida hacia las artes plásticas. El amor por la línea y el color lo empujó a ir a Italia que con tanta razón ha sido considerada la patria del arte. Llegó a Venecia en su momento de oro, esto es, cuando brillaban con más intensidad los genios de Tiziano, del Tintoretto y
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del Veroneso. Los tuvo que admirar con reverencia, pero no encontró en ellos los rumbos que buscaba su espíritu. Pasó a Roma en donde Julio Clovio quiso ligarlo con la técnica del Correggio, sin que el pintor cretense se sintiera vinculado con las delicadezas y finuras que, aunque impecables, no coincidían con su temperamento excepcional. Vivió como ocho años en la Ciudad Eterna sin vislumbrar lo que buscaba, y cuando ya era un hombre maduro, pues pasaba de los 30 años, llegó a Toledo y allí palpó inmediatamente el milagro de haberse descubierto a sí mismo. Lo maravilloso fue que en la ciudad del Tajo no había por aquel entonces ningún maestro de pincel; pero en cambio, el Greco recibió la lección del paisaje austero, de las construcciones religiosas, de las costumbres inflexibles, de los caballeros vestidos de negro, del ambiente místico, de la fascinación irresistible de la ciudad. Y fue en Toledo donde se afinó su conciencia estética y la naturaleza se le apareció llena de insospechadas revelaciones. Pues bien, sacad este episodio del proscenio estético y llevadlo al escenario de la epopeya y podréis decir que fue en Cuautla donde Morelos tuvo la conciencia completa de su destino. ¡Aquí fue donde Dios lo citó para hacer de él uno de sus elegidos! ¿Qué fue lo que le enseñó vuestra ciudad? ¿Qué aprendió de esta naturaleza, de estas calles y de estas casas? Esa es cosa que a vosotros, cuautlenses, os incumbe. Corresponde a vuestra gratitud averiguarlo; corresponde a vuestro orgullo definirlo. Comenzó por burlar el cerco estrecho y hermético en donde el general Calleja creía tenerlo prisionero, y de allí en adelante, todo fue subir y subir. El prodigio del rompimiento del sitio lo condujo a escribir con hechos refulgentes el capítulo más bello de nuestra historia. Entremezclando las proezas militares con las hazañas cívicas, se destacó como guerrero
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del tipo del Bayardo y el Cid, de Godofredo y del gran Condestable de Aljubarrota, y al mismo tiempo fue un legislador de la estirpe de Moisés y de Licurgo. Ganó batallas en Orizaba y en Tehuacán, en Oaxaca y en Acapulco, y con igual prestancia y diligencia reunió el Congreso de Chilpancingo para hacer allí lo que el cura Hidalgo no se había atrevido a hacer: romper radicalmente con la península Ibérica y declarar sin ambajes la Independencia de México. Pero... ni el mismo sol puede permanecer indefinidamente en el zenit. Por eso llegamos al último esfuerzo del titán, cuando la epopeya se convirtió en tragedia. Morelos era invencible en el sur de México, pero allá no trascendían sus victorias sino indirectamente, no se conmovía el centro del país. Había pues que jugarse el todo por el todo y trasladar la campaña a nuestra Mesa Central. Consciente de la necesidad de esta maniobra, emprendió la arriesgada aventura de lanzarse sobre Valladolid, pero fue detenido y más tarde fue derrotado en Puruarán. No por eso se doblegó su carácter, pues respondió al régimen virreinal promulgando en Apatzingán la primera Constitución de México. Después de esta gallardía, procedió a volver al sur con la resolución de recobrar las energías militares que habían disminuido en el nuevo teatro de operaciones. En la marcha de Apatzingán a Tehuacán, fue alcanzado por los realistas en el pueblo de Texmalaca, en donde se planteó esta grave disyuntiva: o Morelos se retiraba con rapidez de rayo como sabía hacerlo, y en ese caso corría el riesgo de dispersarse el Congreso que acababa de confeccionar la Constitución, o aceptaba un combate desigual, a fin de que los constituyentes tuvieran tiempo de colocarse fuera de peligro. Para su desgracia y también para su gloria, Morelos escogió lo segundo, que fue lo mismo que aceptar el sacrificio. Prefirió
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perderse, a fin de darle a su pueblo la lección sublime de que sobre los destinos fugaces de los hombres debe colocarse la inmutabilidad de las Instituciones. Dios lo puso a prueba; lo había colmado de gloria, de una gloria que consiguió permanecer en el zenit durante tres años. El último acto de su vida militar fue preferir, a una retirada estratégica, una derrota nimbada por el ideal. Arriba de los laureles solamente pueden estar las espinas. Y bien, de Texmalaca a San Cristóbal Ecatepec, como de Acatita de Baján a Chihuahua, se repitió una vez más el drama del Calvario. Por eso, ciudadanos de Cuautla, debéis seguir cuidando el culto de Morelos que tanto os levanta y os dignifica. ¡Que no se suspenda el perfume de los incensarios, que no se apague ninguno de los cirios del altar! Morelos es vuestro, tan vuestro como de la noble ciudad de Morelia, que tuvo el privilegio de mecer su cuna. Cuautla no le dio la vida al titán, pero sí le dio la cinceladura maravillosa de su genio.
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DIóDORO BATALLA I
Unas cuantas semanas antes de mi regreso a México se había llevado
ante el tribunal del pueblo el proceso que se venía instruyendo desde mucho tiempo antes –más de un año– contra el licenciado Rodrigo Gutiérrez Azcué quien había matado a su hermano político el ingeniero Inda. El jurado resultó sensacional, tanto por la posición social del reo como por la alta calidad de sus defensores: Jesús Urueta y Diódoro Batalla. El primero, que conocía el proceso a fondo y que era en realidad el único defensor, se enfermó seriamente en vísperas de los debates, y solicitó que en vista de esa circunstancia se aplazara el jurado, pero el juez Telésforo Ocampo negó inexorablemente la instancia, y entonces el reo imploró al licenciado Batalla que sustituyese a Urueta en aquella desdichada emergencia. Y Diódoro tuvo el gesto hidalgo de sentarse en la barra de la defensa sin conocer el expediente. Hojeó el legajo a la carrera y aceptó sin vacilar una lucha en la que todas las ventajas se encontraban del lado de la acusación. Nunca como entonces mereció el nombre de Batalla. Por fortuna para Gutiérrez Azcué, Diódoro era un verbomotor nato, uno de los improvisadores más extraordinarios que ha tenido la tribuna mexicana. Vio llegar a los testigos de cargo, oyó las respuestas que daban a las preguntas que les hacían el juez y el agente del Ministerio Público, y cuando le tocó el turno de interrogar, desbarató
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los testimonios acusadores con preguntas incisivas, adornadas con apostillas llenas de sarcasmo que provocaban en el público ruidosas carcajadas. El juez Ocampo trató de marcarle el alto, pero Batalla replicaba con una atingencia y un ingenio que parecían inagotables. Así sostuvo la pelea durante dos días, al cabo de los cuales Urueta, un poco aliviado, pudo presentarse y pronunciar una de sus mejores defensas. El veredicto del jurado fue favorable al reo, pues lo absolvió por mayoría de siete votos, pero el juez Ocampo casó el veredicto y el licenciado Gutiérrez Azcué quedó a merced del Tribunal Superior de Justicia que poco tiempo después resolvió que se repitiese el jurado. Hipólito Olea había asistido a los debates y nos repetía a Pallares y a mí todos los incidentes del juicio, con tanta fidelidad, que llegamos a saberlo de memoria. Atraídos por la elocuencia arrolladora de Batalla, Poli quiso trabajar a su lado para aprender algunos recursos tribunicios, pero el despacho del gran orador no tenía negocios y nuestro compañero tuvo que dedicarse, por su propia cuenta, a formar una clientela. De cualquier modo, aquella vinculación con Diódoro sirvió de puente para que él se uniera con el grupo de estudiantes y profesionistas jóvenes que él mismo se encargó de bautizar con el nombre pintoresco de “La horda”. Así fue como tuve la oportunidad de conocer y tratar íntimamente a un personaje que tenía una leyenda seductora de casi un cuarto de siglo. Batalla se había dado a conocer siendo todavía un tierno adolescente de 19 años de edad, en los tumultos estudiantiles de 1884, que estallaron cuando se planteó en el Congreso Federal el problema de la deuda inglesa. Hablaron en pro del reconocimiento de dicha deuda don Francisco Bulnes y don Justo Sierra, mientras que la oposición
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estuvo acaudillada por el diputado Fernando Duret y tuvo como exponente más brillante y agresivo al poeta Salvador Díaz Mirón. Mientras se discutía en la Cámara Popular, Diódoro pronunciaba arengas en contra del gobierno en los mítines callejeros y en las reuniones estudiantiles, y antes de cumplir veinte años su nombre resonó por todos los ámbitos de México. Cinco años después, o sea en 1889, murió don Sebastián Lerdo de Tejada en Nueva York y el general Díaz dispuso que su cadáver fuese traído a la patria y sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. La Cámara de Diputados le dedicó una sesión solemnísima en la que don Francisco Bulnes pronunció el más suntuoso de sus panegíricos, pero sucedió que al terminar aquel acto y cuando el presidente Díaz se levantaba de su asiento y daba señales de abandonar el recinto, Diódoro, desde un palco segundo del viejo Teatro Iturbide, gritó con voz estentórea: “Silencio, señores, que va a hablar González Mier”; y en efecto, Gabriel recitó su oda “Madre Atenas”, una requisitoria en contra del régimen imperante. El general Díaz se aguantó aquel desahogo lírico –como sabía aguantarse tantas cosas– y el poeta pudo terminar su recitación sin que se registrara ningún incidente de violencia, pero la noticia de aquel episodio circuló por toda la república, y Batalla refrendó la reputación de oposicionista que había comenzado a construir en los motines de 1884. ¡Qué lástima que Gabriel González Mier no volviera a producir en el resto de su vida algo que se acercara a aquella iniciación ruidosa! En 1892 se planteó la reelección de don Porfirio para la presidencia y aparecieron por primera vez como partidarios del héroe del 2 de abril dos hombres tan grandes como los generales Mariano Escobedo y Sóstenes Rocha. Bastaba este detalle para asegurar el triunfo, pero un
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grupo selecto de descontentos formado por José Ferrel, Alberto y Ricardo García Granados, Diódoro Batalla, Querido Moheno, Francisco Mascareñas, José Antonio Rivera G. y algunos otros más inició en El Demócrata una de las campañas más gallardas que registra la historia política de México. Casi todos estos oposicionistas fueron a dar a la cárcel de Belén, pero pasado el momento de efervescencia quedaron en absoluta libertad. Y sucedió algún tiempo después que casi todos ellos se reconciliaron con la dictadura para figurar en el Congreso como diputados. ¿Cómo sucedió aquello? Lo único que sé con certeza, porque me lo relató Querido Moheno, fue que don Joaquín Baranda, convertido en protector suyo, lo puso en contacto con el general Díaz, quien no hizo la más leve alusión a la campaña periodística de 1892. El mismo Moheno me contó la honda impresión que le causaron el señorío del ministro Baranda y la majestad augusta de don Porfirio. En cuanto a los demás, es casi seguro que se aproximaron al César por el mismo conducto generoso. Por lo que toca al caso de Batalla, don Teodoro Dehesa, gobernador de Veracruz, se unió a don Joaquín para atraer al gran orador a las filas porfiristas. Se tendió un velo sobre el pasado y nadie tuvo que hacer rectificaciones humillantes. Don Porfirio no era hombre de odios ni de amores. La puerta de su régimen estaba abierta para todos los que quisieran entrar, y aunque la pasión haya acusado a los redactores de El Demócrata de haberse puesto de rodillas, la verdad es que a ninguno de ellos se les puso trabas para que siguieran siendo anticientíficos y, sobre todo, antilimanturistas. Cuando conocí a Diódoro, era diputado al Congreso de la Unión y no desperdiciaba oportunidad para zaherir a “los tlazcaltecas”, como llamaba con gracia inimitable al ministro de Hacienda y al grupo de
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sus amigos. Con los científicos que rodeaban a don Rosendo Pineda era mucho menos agresivo, aunque detestaba de manera especial al general Rosalino Martínez. Él sabía que yo era antirreyista por tradición, y que por tal causa me inclinaba más en pro que en contra de sus adversarios, pero eso no fue nunca motivo de querella ni de resentimiento. Batalla se fundió con “La horda” a pesar de la diferencia de edades y de la que imponía su destacada personalidad. ¿Cómo era “La horda”? Ya la describí en el prólogo de los discursos parlamentarios de José María Lozano, pero vale la pena de repetir los nombres de sus principales componentes. Ente los profesionistas titulados que seguían frecuentando los círculos estudiantiles, quizá para contagiarse de los entusiasmos juveniles, estaban Jesús Urueta, Francisco M. de Olaguíbel, José María Lozano, Emeterio de la Garza, Rafael Zubarán Capmany, Telésforo Ocampo, Adolfo Valles, Manuel Olea, Carlos García y Enrique Rodríguez Miramón. Entre los estudiantes, los más puntuales en los ritos dionisiacos, llenos de sutil ingenio y de elegancia intelectual, eran José Pallares, Hipólito Olea, Manuel García Núñez, Ricardo Gómez Robelo, Pepe Gamboa, Rubén Valenti, Chucho Acevedo, Guillermo Novoa, Emilio Valenzuela y Alfonso Teja Zabre. Todos epicúreos, todos nutridos de una cultura fina y con una pasmosa agilidad mental, los miembros de “La horda” desparramaban en los banquetes los tesoros de su espíritu. ¡Y cómo sobresalía el talento de Batalla en aquellas alegres dionisiacas, donde bajo las apariencias más superficiales se abordaban los problemas más graves! Cuando el grupo penetraba en La Concordia, La Maison Dorée o el Salón Bach, parecía que entraba un huracán de ideas. ¡Y cuántas veces al calor de una copa de manzanilla y después de un
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acorde voluptuoso de la guitarra de Joaquín Castillo Bringas, Lozano se ponía serio para emitir las tesis más audaces y las doctrinas más revolucionarias! Diódoro Batalla era de color moreno, de facciones toscas, con el pelo corto al rape, los labios gruesos, el cuello cortísimo y unos ojos que a veces tenían una expresión terrible, y en otras ocasiones, un guiño de travesura con el que subrayaba los chistes crueles que solía contar. Su estatura era baja y más lo parecía por la gordura excesiva que adquirió por la falta de ejercicios físicos. En un lance de su juventud recibió un balazo en el pulmón y con eso se entorpeció el tronco de su cuerpo. Caminaba oblicuamente y después de un párrafo apasionado necesitaba tomar aliento pues su respiración se volvía jadeante, pero a pesar de estos defectos hablaba con tanta elocuencia y donosura, que todos quedaban pendientes de su conversación cautivadora. Los Olea contaban que en cierta vez su tío el licenciado don Luis Gómez Daza lo convidó a comer en la ciudad de Puebla y que sus hijas –criaturas finas que parecían de porcelana– al ver a Diódoro retrocedieron con un movimiento instintivo de despego. Él observó aquel movimiento y quiso poner a prueba la fascinación irresistible de su palabra, y comenzó a hablar y las señoritas Gómez Daza lo miraron primero con sorpresa, luego con interés, enseguida con admiración, y cuando el tribuno consiguió tenerlas extáticas y suspensas, les preguntó con acento triunfador: ¿verdad que no soy tan feo?
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DIÓDORO BATALLA II
En el capítulo pasado tracé una silueta de Batalla que resultó
trunca porque no presenté en ella los detalles singularizadores de su poderosa personalidad. Orador de combate, no tuvo la oportunidad de manifestar sus cualidades sobresalientes en la Asamblea Legisladora de la dictadura. Como es bien sabido, la fórmula de gobierno del general Díaz fue una dictadura moderada con todas las apariencias de un régimen constitucional. Nadie ignoraba que la voluntad del gobernante era omnímoda, que el país se encontraba sobre sus hombros; pero él, en vez de exhibir su omnipotencia, la tenía perfectamente enclaustrada dentro de los preceptos de la Constitución. Se hacía siempre lo que él mandaba, pero el mando seguía fielmente los carriles de la Ley. Ahora bien, sobre esos cimientos no era posible construir un Congreso libre. El dictador hacía todo lo necesario por darle al Poder Legislativo una presentación digna, y seguramente por eso aceptó en las Cámaras a los hombres más inteligentes y cultos del país. Entre los doscientos y pico de diputados de la primera decena de este siglo, había cuando menos veinticinco de primera calidad. Y allí van los siguientes nombres como prueba: Francisco Bulnes, Pablo y Miguel Macedo, Joaquín D. Casasús, Rosendo Pineda, Emilio Rabasa, Manuel Flores, Manuel Calero, Carlos Díaz Duffoo, Salvador Díaz Mirón, Juan Antonio Mateos, Rafael Reyes Spíndola, Fernando Duret, Manuel
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Sánchez Mármol, Diódoro Batalla, Porfirio Parra, José Ferrel, Jesús Urueta, Antonio Ramos Pedrueza, Francisco M. de Olaguíbel, Querido Moheno, Ricardo García Granados, Luis Pérez Verdía, José Peón del Valle, Adalberto A. Esteva, etcétera. Estos hombres superiores estaban contrabalanceados por una mayoría aplastante a la cual no le costaba ningún trabajo ser incondicional: sus miembros no hacían ningún misterio de votar siempre en favor del gobierno, cualquiera que fuera la tesis que se pusiera a discusión. Por supuesto que también los otros se sometían a la voluntad del César, pero los de “hueso colorado” obedecían ciegamente la consigna aunque hubieran externado su opinión en contra, como sucedió en el tristísimo caso del Gran Jurado de don José López Portillo y Rojas: hasta sus correligionarios y amigos más íntimos aprobaron su desafuero. En semejante situación, cualquier intelectual que tratara de insubordinarse estaba condenado a estrellarse en la roca inconmovible que resistía todas las pruebas. Don Francisco Bulnes, quien nació con todas las excelencias de un tribuno parlamentario de primera fila, se resignó a no hablar, y lo mismo hicieron los demás oradores de fuste. Diódoro Batalla siguió igual táctica por la especial razón de que no merecía la confianza absoluta del caudillo, quien no quiso darle una curul de diputado propietario: pertenecía al grupo de los suplentes de ministros, gobernadores o altos funcionarios, y en cualquier momento se podía presentar el propietario, dejándolo automáticamente fuera del Congreso. Allá, de vez en cuando, si visitaban al país huéspedes distinguidos, se hacía saber a los legisladores que el gobierno vería con agrado que discutiesen sobre temas sociales y jurídicos, a fin de que los extranjeros se llevaran la impresión de que era muy brillante
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el parlamento de México. Así sucedió en 1902, cuando se reunió en nuestro país la Segunda Conferencia Panamericana: alguien planteó el debate sobre si las profesiones debían practicarse con entera libertad o si por lo contrario, procedía exigir de los profesionistas diplomas universitarios y garantías de moralidad. En ocasión similar, se discutió sobre las ventajas y las desventajas de la pena de muerte, pero aquellas discusiones tenían el sello de la artificialidad: eran tan sólo una decoración para encubrir una realidad. Por supuesto que Bulnes, el gran Bulnes, no tomó parte en aquellos torneos que habrían podido llamarse los Juegos Florales del régimen parlamentario. Tampoco Diódoro Batalla cultivó la oratoria postiza y su tragedia consistió en morirse en junio de 1911, cuando se le presentaba la oportunidad de exhibirse como orador de primera fila. De cualquier modo, durante los últimos meses del porfirismo pronunció dos discursos que causaron profunda sensación: en el primero, pidió que el ministro de Relaciones Exteriores (don Francisco L. de la Barra) expusiera ante el Congreso cuál era la situación internacional; en el segundo discurso enjuició a los científicos, y como el público le aplaudiera ruidosamente, colocó en el banquillo al propio general Díaz, provocando la ovación más estrepitosa y delirante que se ha escuchado en el Congreso de México. Bulnes se aprovechó del desliz antiporfirista y contestó en términos crueles y aplastantes, y cuando las galerías lo silbaron y siguieron aclamando a Batalla, éste se dio cuenta de que se había ensombrecido su victoria. De cualquier modo, todo México comprendió lo que iba a ser el diputado veracruzano en un régimen de libertad congresional, pero la muerte se lo llevó en el mismo día en que entró Madero a la ciudad de México, y de esta manera se frustró un destino que sólo Dios sabe lo que pudo haber sido.
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Su facilidad de palabra era tan grande que lo perjudicaba, pues no requería estudio para la forja de sus discursos. ¿Para qué prepararse si no lo necesitaba? El licenciado Francisco de P. Morales tenía el don de escribir un soneto con consonantes forzadas en menos de cinco minutos. En cierta ocasión escribió uno cuyos cuartetos terminaban en “arde” y en “erde”, y los tercetos, en “orde” y en “urde”. Naturalmente, la pieza resultó llena de defectos, y como alguien se los señalara, Pancho cogió el lápiz y escribió otro soneto. Se le dijo que bastaba corregir el que había escrito y él replico: “Me resulta más fácil hacerlo de nuevo que introducir las correcciones”. Y algo parecido le sucedía a Diódoro en sus formidables improvisaciones; no buscaba los sustantivos más adecuados ni los adjetivos más precisos, ni se preocupaba de que sus cláusulas fuesen armoniosas y lapidarias. No lo atraían los matices delicados, sino los claroscuros impresionantes y se podía decir de su oratoria lo que dijo Menéndez y Pelayo de la prosa de Galdós: “El torrente era tan abundante y tan impetuoso, que las aguas no podían ser cristalinas”. En síntesis, un tribuno como Danton, de golpes duros e incisivos. ¡Y cómo le gustaba que se hiciera esta comparación! Por su desaliño y su descuido, su obra, como la de Danton, casi se ha perdido para la posteridad. He oído decir que sus familiares han reunido algunos de sus trabajos dispersos, con el objeto de editarlos, pero mucho temo que la colección resulte trunca, y casi estoy seguro de que no dará una idea ni siquiera aproximada de lo que fue aquella fulgurante personalidad. Para completar esta silueta, quiero relatar un detalle que lo presenta como un causeur delicioso. Con frecuencia, comíamos Diódoro, Hipólito Olea y yo en algún restaurante céntrico y luego nos íbamos a
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tomar el café en el establecimiento de las señoritas Espejel y Avilés, que quedaba enfrente del templo de San Felipe. Allí también iba don Emilio Pardo, quien se sentaba en una mesa del fondo que le tenían reservada: sacaba de su carpeta algún papel que leía mientras tomaba el café, saboreándolo muy poco a poco. Batalla era el único que se atrevía a interrumpirlo, pero al minuto de conversación don Emilio reía contentísimo y casi siempre repetía su dosis de café para continuar el palique. Tanto se acostumbró el gran jurisconsulto a la charla de Diódoro, que cuando llegaba al establecimiento y advertía que Hipólito y yo estábamos solos, al saludarnos con severa cortesía se dibujaba en su rostro una expresión de contrariedad, lo que nos hacía inferir que le hacía falta su insustituible interlocutor. Y don Emilio Pardo era un juez muy exigente y de altísima calidad. Batalla me presentó a todos los personajes de su generación, y en forma especial a Salvador Díaz Mirón, de quien era un admirador devotísimo, pues sostenía que era el primer orador de México y el primer poeta del idioma castellano. Yo no compartía este juicio exagerado y hasta me tomaba la libertad de refutárselo diciéndole que me explicaba su entusiasmo por la Oda a Víctor Hugo, el Sursum y sobre todo por las Voces interiores, pero que me parecía muy artificial su admiración por las orfebrerías de Lascas. Comprendo que algunos de mis lectores se han preguntado asombrados por qué le doy a Batalla tanta importancia en mis memorias y voy a satisfacer su curiosidad. Una tarde tomábamos un vaso de cerveza en el Café Colón, cuando de repente paso a nuestro lado un personaje de figura maciza, de movimientos ágiles y de rapidísimo andar, que se fue al mostrador del fondo. Diódoro se levantó
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inmediatamente y me dijo: “Espérame un instante”. Y vi que ambos conversaban animadamente, pero que momentos después dejaban el mostrador y caminaban hacia una puerta lateral. Desde allí, me hizo Batalla una señal para que me acercase y obedecí su indicación. Y me dijo en tono muy serio: “Vatecito, tengo el gusto de presentarle al primer soldado de México, el general Victoriano Huerta”. Y mientras nos estrechábamos la mano, nos advirtió a los dos que debíamos ser amigos. El general Huerta casi no hizo caso de la presentación, alegó encontrarse de prisa y se despidió. Y otra vez en nuestra mesa, insistió en decirme que la relación con Huerta no era una de tantas y, por lo mismo, yo la debía cultivar. —Pero, mi querido Diódoro, ¿cómo quiere usted que un antirreyista irreconciliable se vincule con un adversario? –y Batalla me dijo: —No haga usted caso de prejuicios pueriles, porque Huerta tiene más tamaños que el general Bernardo Reyes. Creo que basta este pequeño detalle para que los que me leen comprendan que Diódoro Batalla no podía faltar en estas memorias.
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VERBO FULGURANTE, PASIONES DESBORDADAS
Vi por primera vez al poeta de Lascas y escuché su palabra elo-
cuentísima el 20 de marzo de 1906, en la velada que organizó la Gran Logia Valle de México en la víspera del centenario del natalicio de Juárez. Un año antes, y con el carácter de desagravio por el libro que había escrito don Francisco Bulnes en contra del reformador, la Escuela Nacional de Jurisprudencia había proyectado una ceremonia suntuosísima con estos oradores: don Ignacio Mariscal, don Justo Sierra, don Jesús Urueta y el mencionado don Salvador Díaz Mirón. Se les invitó formalmente y los cuatro aceptaron, pero de pronto se suspendieron los trabajos de organización y no se efectuó la velada. ¿Por qué? Como el estudiante de sexto año Julián Morineau, quien presidía la comisión organizadora, trabajaba en calidad de pasante en el despacho de don Rosendo Pineda, se atribuyó a intriga de los “científicos” la frustración de aquel homenaje. La verdad –que me reveló el propio Morineau– fue la que sigue: trabajaba con don Rosendo el licenciado Ramón Prida, quien estaba casado con una nieta de don Benito, y por lo mismo era un entusiasta partidario de la velada con los cuatro mejores tribunos de México, pero un día los llamó a su despacho privado el licenciado Pineda, quien les habló de la siguiente guisa: “Ustedes creen estarle levantando un monumento a Juárez y la verdad es que le hacen el juego a Bulnes,
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en su propaganda ruidosa. Si la velada se celebra, ¿qué es lo que va a suceder?, pues que Bulnes no va a hacer caso de lo que digan Urueta y Díaz Mirón, pero sí se va a lanzar contra don Ignacio y contra don Justo, y como los dos son ministros muy serios, no van a poder aceptar una polémica escandalosa con el autor de El verdadero Juárez. En conclusión, Bulnes quedará como dueño indiscutible del campo de batalla y con la apariencia de un triunfador completo”. La observación de Pineda impresionó mucho a Prida y Morineau, por lo cual resolvieron que no se efectuara la velada suntuosísima, pero los cuatro discursos no se perdieron para la historia de la tribuna mexicana. Don Ignacio Mariscal publicó el suyo en un folleto; Díaz Mirón habló el 20 de marzo de 1906 en la tenida masónica; Jesús Urueta pronunció su discurso el 21 de marzo en la imponente ceremonia que organizó don Enrique C. Creel en el teatro de los Héroes de Chihuahua; y don Justo leyó su formidable panegírico en la velada conmemorativa que se celebró en la ciudad de México. ¿Qué es lo que ha quedado de estas cuatro piezas oratorias? De don Ignacio Mariscal no se esperaba una oración brillante, pues no era su verbo sino su personalidad impecable la que iba a dar lustre a la ofrenda estudiantil. El discurso de Urueta, como todos los suyos, fue brillante, pero no tanto como el que había pronunciado sobre el mismo tema el 18 de julio de 1901; el de Díaz Mirón tuvo párrafos elocuentísimos, pero no se caracterizó por el método ni por el orden. En resumen, el panegírico de don Justo fue el destinado a sobrevivir. Después de haber oído a Salvador, no tuve oportunidad de acercarme a él ni mucho menos de iniciar una amistad. En septiembre de 1906 me fui para Europa y no regresé sino después de siete meses.
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Diódoro Batalla me hablaba constantemente de su inspiración tempestuosa y de su palabra insuperable tratando de convencerme de que Bulnes y Sierra eran muy inferiores a su genio, y como sabía que yo admiraba sin reservas al poeta lírico, creyó que con su impresión personal acabaría por dominarme. En septiembre de 1907, Díaz Mirón vino a México para asistir al período de sesiones y Diódoro me contó que le había dicho que un estudiante de jurisprudencia sabía de memoria todos sus versos. Con este antecedente se hizo la presentación. El poeta se albergaba en el Hotel Iturbide y nos invitó a cenar. Tanto Diódoro como yo le contestamos que acabábamos de tomar la merienda, pero con el mayor gusto lo acompañaríamos a la mesa. Observé que el gran lírico y el tribuno popular se trataban con mimos y cortesías que llegaban hasta la melosidad. Salvador sabía la devoción que le tenía su coterráneo y le llamaba Batallita con una ternura que me parecía falsa. La devoción de Diódoro era sincera, pero de cualquier modo, como la médula de ambos era durísima, pues los dos eran de combate, resultaba postizo que se trataran como palomas torcaces. Con la confianza que tenía con Batalla, le dije después de la entrevista más o menos lo que sigue: “Como usted es un león y Díaz Mirón es un tigre, apenas concibo que se cambien mutuamente cucharaditas de miel”. Al regresar al cuarto, el poeta hizo que un mozo le llevara una enorme cafetera y tres tazas, y comenzó a hablar sobre los tres últimos libros de Henri Poincaré, La teoría del potencial de Newton, El valor de la ciencia y Ciencia y método. Como ni Batalla ni yo podíamos alternar con él en sus abstractas consideraciones, nos limitamos a escucharlo. Aquello no era una plática sino una conferencia sobre
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geometría que se apartaba de los axiomas de Euclides y yo no podía entender cabalmente sus objeciones a la forzosa equidistancia de las líneas paralelas; lo escuchaba pasmado de que se hubiera internado tanto en estudios tan ajenos a su vocación de poeta lírico. Y mi pasmo creció cuando continuó disertando sobre El origen de las especies de Darwin. Artemio de Valle Arizpe, en su discurso de recepción académica, se burló donosamente de estas conversaciones de Díaz Mirón. No recuerdo los términos de su discurso, pero tengo idea de que le atribuye haber estudiado sus pláticas para épater a sus interlocutores con una cultura enciclopédica que no podía ser maciza, ya que en esta época la vida resulta corta para dominar una sola especificación científica, pero a pesar de eso asombraba el esfuerzo que fue necesario para ponerle una fachada pulcra, aunque fuera de yeso, a una construcción, aunque ésta no fuera sólida. El discurso de Artemio me hizo reír, pero no por eso le retiré mi admiración al autor de Lascas con motivo de sus divagaciones matemáticas, biológicas y económicas. Creí entonces y sigo creyendo ahora que era un milagro, un verdadero milagro que pudiese disertar, aun superficialmente, sobre toda clase de cosas “divinas y humanas”, como solía decirse en el siglo XVIII. Después de abrumarnos y aturdirnos con la geometría no euclidiana de Lobachevsky, Díaz Mirón brincó a la literatura inglesa y recitó la primera estrofa de “El salmo de la vida” de Longfellow, y quedó sorprendido que tras el primer cuarteto de esta composición siguiera yo recitando los demás hasta el final. —¿De manera –me preguntó un poco desilusionado– que usted conoce a los poetas norteamericanos?
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—Eso no tiene ningún mérito, porque residí diez años en los Estados Unidos e hice mis estudios primarios en inglés: por eso hubo una época en mi vida en la que me eran más familiares Edgar Allan Poe, William Cullen Bryant, John G. Whittier y Walt Whitman que los poetas de habla española. Dejó de hablar de literatura inglesa y me preguntó que en nuestro idioma cuáles eran mis poetas predilectos. —En España, Campoamor y Núñez de Arce, y en México, Manuel José Othón, Amado Nervo, Luis G. Urbina y, sobre todo, usted. —Ya me ha dicho Batallita que usted sabe mis versos de memoria y le debo decir con franqueza que me inspiran pavor los que recitan mis composiciones líricas, porque con frecuencia alteran la construcción, sustituyen un adjetivo por otro y echan a rodar mis esfuerzos de depuración del lenguaje –yo lo tranquilicé diciéndole que lo que más admiraba de sus estructuras poéticas, era su sintaxis original y su singularísima adjetivación, por lo que ponía un cuidado especialísimo en no cambiar las palabras ni los giros. Conste que hago todo lo posible por no traicionar su pensamiento ni su técnica. Enseguida me manifestó que no concebía cómo un joven nutrido en literaturas extranjeras podía admirar a un rimador tan mediocre como Núñez de Arce; y como yo me asombrara por veredicto tan fulminatorio, me dijo que iba a analizar un sexteto que don Gaspar le dirigió a una multitud anárquica: Y buscarás la libertad en vano que no arraiga en los crímenes la idea, ni entre las olas fructifica el grano...
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Y comentó con garra afilada: en los dos primeros versos sostiene la tesis absurda de que los delincuentes no piensan, y es muy fácil contestarle con miles de ejemplos que prueban lo contrario. Y habló de Alejandro el Grande, de Calvino, de Tiberio, de Rousseau, de Luis XI, de Carlos el Temerario y de Benvenuto Cellini... Enseguida, me repitió el tercer verso: ...ni ente las olas fructifica el grano. Y dijo en tono hostil: no, no fructifica el grano entre las olas ni en ninguna otra parte porque los granos no fructifican: germinan, se convierten en plantas y crecen, y es la planta ya crecida la que acaba por florecer y fructificar. Y agregó con premeditada crueldad que los tres últimos versos del sexteto eran excelentes: Tu castigo en tus iras centellea pronto a estallar, que el rayo y el tirano hermanos son: ¡la tempestad los crea! ¡Qué bella la comparación del rayo y el tirano, pero es bella porque no es de él: se la robó cínicamente al gran poeta italiano Carducci. Y siguió hablando mal de don Gaspar, como verá el lector que tenga paciencia de leer mi próximo capítulo.
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UN DISCURSO DE DIEZ HORAS
Salvador Díaz Mirón continuó vapuleando los versos de Núñez de Arce. Dijo que jamás había leído nada tan vulgar ni tan campanudo como las décimas de El Vértigo, y como no se conformaba con externar su opinión, sino que procedía a probar su tesis, recitó de mala manera el principio de dicho poema: Guarneciendo de una ría la entrada incierta y angosta, sobre un peñón de la costa que bate el mar noche y día, se alza gigante y sombría, ancha torre secular... Y procedió a hacer un análisis despiadado: las rías no son angostas ni inciertas, sino amplias y desembarazadas; el mar no bate los peñones noche y día, pues únicamente los azota cuando sube la marea, y eso lo saben todos los que han visto el océano; la descripción de la torre no puede ser más ramplona, como ramplones y ripiosos son los adjetivos con que pretende singularizarla: ancha, gigante, sombría y secular... La crítica de Salvador era brutal e incisiva, pero uno tenía que admitir que también era lógica y contundente. Yo me permití pregun-
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tarle si también hacía pasar por un tamiz tan exigente y tan cruel los versos de don José Zorrilla. —No soy cruel sino justo –me contestó–, y se lo voy a probar con la disección de esta décima del cantor de Granada –y recitó los siguientes octosílabos que forman parte del parlamento lírico que don Juan Tenorio le dirige a doña Inés: Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas convidándome a beberlas; evaporarse a no verlas, de sí mismas al calor; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor? E hizo el siguiente comentario: en esta décima hay un disparate, y es que las lágrimas se evaporarían con su calor propio; pero que no se evaporan porque don Juan las estaba viendo. Esto es absurdo porque ¿qué tiene que ver la mirada con la evaporación? Ah, pero con gazapos y todo la estrofa es divina por su musicalidad incomparable. El verbo del poeta fluye con armonías y transparencias de manantial. Y para convencerme a mí de que Zorrilla fue uno de los cantores máximos de nuestro idioma, Salvador recitó fragmentos de los romances “Justicias del rey don Pedro” y “A buen juez, mejor testigo”, subrayando
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aquellas líneas que esplendían como diamantes auténticos. “Todo el Tenorio –agregó– está lleno de maravillas”, y definió el drama de esta singular manera: “Es un culebrón, pero un culebrón que sólo pudo ser concebido y realizado por un genio”. Yo estaba pasmado del poder analítico de Díaz Mirón, y más pasmado todavía de que lo pudiera ayuntar con una fina percepción estética. Manejaba el bisturí con la maestría de un anatomista, pero la fiebre del análisis no le había secado el espíritu que palpitaba con profunda emoción frente a todas las manifestaciones de la belleza. Como la palabra rítmica le atraía mucho más que la prosa cristalina, no era de extrañar que admirara más a Lope de Vega que a don Miguel de Cervantes Saavedra. Asimismo, su idiosincrasia retórica lo conducía a sostener que Donoso Cortés era mucho más elocuente que don Emilio Castelar; y por el mismo motivo, declaraba que el mejor orador de la Revolución Francesa no había sido Mirabeau sino Vergniaud. Conste que si recuerdo estas preferencias singulares –que no son las mías– no es con el ánimo de refutarlas, sino con el propósito de aportar detalles que puedan servir para que las nuevas generaciones se formen un concepto de la personalidad de Díaz Mirón. Después de habernos paseado por la literatura española, el bardo veracruzano nos condujo a Italia, y tras de citar algunos tercetos resplandecientes de Dante y unas octavas reales de Tasso, nos colocó frente a “El cinco de mayo” de Manzoni y la Oda a Satanás de Carducci. Y todo esto lo hacía con palabra magnética y avasalladora, acompañada por ademanes vivos, mientras sus ojos imperiosos parecían ordenar que se aceptaran sus opiniones como dogmas indiscutibles. Jamás he conocido una elocuencia tan tiranizadora como la suya. En un princi-
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pio me limité a externar alguno que otro juicio, pero comprendí que debía quedarme callado a fin de que él, como dueño absoluto de la conversación, soltara todos los torrentes de su verbosidad sin diques ni canalizaciones. Diódoro también estaba mudo, pero en un momento en que Salvador, hablando de Limantour lo llamó el “Colbert” mexicano, lo interrumpió para hacer constar su disentimiento. —Tú no debes hablar, Batallita, de nuestro gran financiero porque eres su enemigo y la pasión te ciega –a mí me hizo la mar de gracia que el más apasionado de los hombres juzgara con tanta severidad el apasionamiento de los demás. En eso, consulté mi reloj y vi que era la una y media de la mañana. Le advertí a Batalla que comenzaba a correr peligro de perder el último tren eléctrico a Mixcoac, que era donde residía en aquel entonces, y que además ya no teníamos derecho para seguir desvelando al poeta excelso. Diódoro estuvo de acuerdo conmigo, se puso de pie y mostró la disposición de retirarse, pero Díaz Mirón no nos dejó irnos y siguió hablándonos con brillantez de las paralajes de los astros, del último libro de Gustavo Le Bon y de muchas otras cosas más, pero su propósito (que entonces no adiviné porque aún no lo conocía bien) era el de disertar sobre la literatura francesa, y especialmente de su lírico emperador Victor Hugo. Ése era el tema predilecto de Salvador y no quería que nos fuéramos sin deslumbrarnos antes con su conocimiento perfecto del “martillo mayor que jamás hubo caído sobre el yunque de la retórica”, como dijo don Marcelino Méndez y Pelayo. Espigando en Los rayos de luz y las sombras, en Las contemplaciones y en La leyenda de los siglos, hizo caer sobre nuestros espíritus los contrastes bruscos, las antítesis
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inesperadas, las melodías de idilio y los truenos tempestuosos. Las múltiples iluminaciones de aquel estilo de relámpago perpetuo. A pesar de que ya teníamos seis horas de escucharlo, Díaz Mirón realizó el prodigio de tenernos entretenidos y suspensos durante dos horas más que le consagró exclusivamente a Victor Hugo. Intercalaba en su disertación versos que comentaba con admiración fervorosa, y para impresionarnos más hondamente, recitaba las composiciones tiernas en tono quejumbroso que no estaba de acuerdo con su temperamento de volcán. Fingiendo tener un sollozo atravesado en la garganta, declamó la poesía “Maintenant”, pero como no era un buen actor, se advertía que su llanto carecía de autenticidad. El artificio resultaba inútil, pues el león no sabía llorar. No fue sino hasta que sonaron las cuatro de la mañana cuando el poeta consintió en que nos retiráramos. Y digo que consintió porque con Salvador pasaba lo mismo que en las monarquías: los visitantes no se pueden retirar si el rey no les concede su venia. Como el último tranvía a Mixcoac había salido dos horas antes, le dije a Batalla que se fuese al Hotel del Jardín conmigo (esquina de las calles de San Juan de Letrán y 16 de Septiembre), en donde tenía una cama a su disposición. Diódoro aceptó, pero el poeta no nos dejó que nos fuésemos solos: dijo que nos iba a acompañar hasta la puerta del hotel. El trayecto era tan sólo de dos cuadras, pero como él hablaba continuamente y se paraba a cada paso para terminar sus períodos brillantes, resultó que rivalizamos con la tortuga, y no llegamos a nuestro alojamiento sino hasta las cinco de la mañana. Allí juzgamos que era una descortesía dejar a Díaz Mirón en la calle y resolvimos acompañarlo hasta el Hotel Iturbide, pero él no quiso entrar, y para no hacer el cuento largo diré
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que en las idas y venidas acabó de amanecer. Nos habíamos pasado la noche de “claro en claro”, no leyendo novelas de aventuras como don Quijote, sino escuchando la palabra torrencial del poeta veracruzano, que casi era lo mismo. Cuando conseguimos que Díaz Mirón se quedara en el hotel, estaba hablando de una estrofa de Manuel Acuña que recitaba en tono romántico, para luego despedazarla con un zarpazo despiadado. Me parece que lo estoy viendo. La estrofa que recordaba era del popular “Nocturno”. ¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo, los dos unidos siempre y amándonos los dos; tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho; los dos una sola alma, los dos un solo pecho, y en medio de nosotros, mi madre como un Dios! —Conque ya lo oyen ustedes: los dos un solo pecho –y completando el verbo con el ademán y exhibiendo la palma de la mano izquierda, decía–: Éste es el pecho de ella –y haciendo lo mismo con la palma de la diestra, agregaba–: Éste es el pecho de él. –Y luego juntando las dos manos, índice con índice, decía:– Éste es el “solo pecho” que Acuña quería. Bueno, y ¿cómo vamos a colocar a la madre del poeta para que pueda entrar en la coincidencia de las manos? Sólo se puede meter a la buena señora a martillazos y en calidad de cuña o de estaca. Claro está que Diódoro y yo nos pusimos a reír de la ocurrencia. No tenía el autor de Lascas el don de la sonrisa amable, de la ironía fina, del epigrama espiritual. No se parecía al poeta Horacio sino a
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Aristófanes el implacable. La ironía ática le era desconocida y por eso sólo sabía dar latigazos. A algunos de ellos me referiré en capítulos próximos de estas memorias. Al dejarlo en la puerta del Hotel Iturbide, Diódoro y yo sentimos la necesidad de entrar en cualquier café para tomar un desayuno ligero y luego reposar dos o tres horas a fin de emprender la jornada de ese día. Y Diódoro me preguntó: —¿No se convenció usted de que es el primer orador de México? —No, mi querido Batalla, la elocuencia del poeta no es atrayente sino despótica; no convence a sus oyentes, los domina, y eso tiene que provocar una reacción de rebeldía. En el momento en que nos dejó, sentí la impresión que se debe sentir al salir de una cárcel: nos tenía como si fuéramos presos. El hombre es maravilloso, arrollador, inverosímil, pero dudo mucho de que en un debate parlamentario pueda arrastrar a los miembros del Congreso. —Pues yo insisto en que ningún otro verbo mexicano se puede comparar con el suyo. —Disiento de su juicio, como usted disintió cuando él se puso a elogiar a Limantour, pero no hay que olvidar esta diferencia: usted tolera mi disentimiento y él no toleró el de usted. Por eso creo que es usted mejor orador que Díaz Mirón, y también mejores son Chema Lozano y Paco Olaguíbel. –Y como Batalla me mirase con extrañeza, le dije:– Son ustedes tres mejores tribunos que Díaz Mirón, pero él tiene una personalidad mayor que todos ustedes juntos.
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LA CENCERRADA DEL DOCTOR BARREDA
¿Cómo puede ligarse el nombre venerable del austero fundador
de la Escuela Nacional Preparatoria con un torbellino de pasiones encontradas? Don Gabino fue el polo opuesto del escándalo inútil, de los alborotos ásperos y de las griterías ensordecedoras. Al hacer a grandes rasgos su silueta, dijo don Justo Sierra que el gran educador tenía la convicción de que en el campo de la ciencia todo es fraternidad: a las verdades demostradas por las investigaciones y experimentaciones actuales, se unirán mañana las que también se vayan demostrando, para construir una base segura a toda actividad mental. Y allí no puede haber batalla: “Allí –dice textualmente el gran ministro de Instrucción Pública– no hay más que saber, todo es luz: allí el espíritu, único dios de lo relativo, ha puesto su tabernáculo como el Dios de la Biblia erigió el suyo sobre la esfera rutilante del sol”. En síntesis, la paz filosófica, la paz inalterable de las inteligencias, aquella paz definitiva en la que soñaban Renan y Littré, demostrando que, creyendo ser positivistas, eran tan románticos como Gustavo Adolfo Bécquer. ¿Cómo pues se pudo unir el nombre de don Gabino Barreda con un mitin tempestuoso y de pasiones desbordadas? ¿Cómo se pudieron juntar conceptos que se repelen? No recuerdo en mi vida estudiantil algo que se pueda comparar, en estridencia, con el mitin que se efectuó en marzo de 1908, en el Teatro Fábregas, para recordar al
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egregio fundador de la Preparatoria. Recuerdo las protestas coléricas que motivó El verdadero Juárez, de Bulnes; recuerdo los escándalos que armó María Conesa en el Teatro Principal, con sus coplas llenas de gracia y de picardía; recuerdo la bronca que estalló cuando le devolvieron al corral un toro a Rodolfo Gaona; recuerdo muchos otros mitotes entre los cuales andaba siempre, en fila de vanguardia, la clase estudiantil; pero ninguno de estos sucesos trepidantes levantó la polvareda del mitin en honor de don Gabino. Parece absurdo, ¿verdad? Tan absurdo que, a través de casi medio siglo, se me figura aquel estallido volcánico como precursor de la revolución que iba a estallar en 1910. ¿Cómo fue aquello? Pues sucedió que, a finales de 1907, el doctor Francisco Vázquez Gómez, que formaba parte del Consejo Superior de Educación Pública, publicó un folleto en el que criticaba el plan de estudios de la Escuela Nacional Preparatoria. Don Justo leyó aquel análisis desfavorable con desagrado, pero no con irritación, y la prueba de ello es que, unos cuantos meses después, al referirse a Vázquez Gómez, lo llamó “un negador, no sin inteligencia; un heresiarca de la ciencia, no sin bravura...”; allí habría terminado la querella pero don Trinidad Sánchez Santos, director de El País, que no desperdiciaba ninguna oportunidad para lanzar rayos y truenos contra la escuela laica, se aprovechó del referido folleto para intensificar su campaña en contra de la gestión del ministro Sierra. Don Trinidad siempre estaba en la barricada en actitud beligerante, y en aquella ocasión se le unieron don Francisco Pascual García, don Carlos Olaguíbel y Arista y otros doctrinarios católicos de relieve. Probablemente don Justo sintió la impresión de que se arrojaba el guante de reto contra
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la escuela liberal y manifestó el deseo de que la juventud estudiosa aceptara el desafío y se preparase a librar una batalla. No se requería que el Ministerio figurase en la pelea, pues el noventa por ciento de los alumnos de aquel tiempo eran barredistas y estaban dispuestos a luchar contra las fuerzas conservadoras. El ideario pedagógico del doctor Vázquez Gómez dejó de ser el punto neurálgico de la discusión, y la contienda se planteó entre “puros” y “mochos”, como se decía medio siglo antes. Por un lado, los elementos que se suponían adictos al clero y, por el otro, los defensores de “la hija de la Reforma”, como se llamaba entonces a la Escuela Nacional Preparatoria. Los encargados de recoger el guante fueron José María Lozano y Antonio Caso: los dos eran muy estimados y queridos por el ministro, quien los autorizó para que organizaran la bronca. Caso y Lozano invitaron a Chucho Acevedo para que completara con ellos el terceto director del estudiantado; pero como Antonio Caso tenía aptitudes para todo, menos para la demagogia; y como Acevedo era sólo un causeur delicioso, resulto que Lozano fue el eje en cuyo derredor iba a girar el combate contra la Iglesia. Éste se iba a dividir en dos partes: la primera iba a ser de carácter popular: un mitin en donde los oradores contestarían a las invectivas católicas de El País con diatribas más coléricas y encendidas que las de don Trinidad. La segunda parte iba a ser velada solemnísima en la que don Justo Sierra pronunciaría un panegírico del doctor Barreda. Lozano hizo la lista de los combatientes que debían participar en aquella jornada y tuvo la gentileza de incluirme entre los oradores; pero don Genaro García, desde que comencé a trabajar a su lado, me había advertido que mis funciones en el Museo Nacional me vedaban
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de tomar parte en escándalos populares. Por tal causa, decliné la invitación, pero la aceptaron los estudiantes Hipólito Olea, Alfonso Cravioto, Rubén Valenti y los profesionistas Diódoro Batalla y Rodolfo Reyes. La plantilla fue sometida al Ministerio de Instrucción Pública y fue aprobada porque don Justo no supuso, ni en calidad de hipótesis, el magno escándalo que se iba a producir. Tan pronto como se anunció el mitin que se iba a celebrar, El País comenzó a llamar a aquel acto “la cencerrada de los positivistas”. Los oradores se enardecieron con anticipación, e Hipólito anunció a grito abierto que iba a comer “fraile a la vinagreta”. Y en efecto, el mitin tomó el aspecto de un viaje por las aguas negras de la laguna Estigia. Salieron a relucir los “cuervos de Loyola” y demás expresiones volcánicas del jacobinismo. Rubén Valenti recordó la comparación de don Juan Antonio Mateos entre la torre Eiffel y el papado, diciendo que el segundo se parecía mucho a la primera, por ser también el monumento más grande, más hueco, más feo y más inútil que había producido el invento humano. Alfonso Cravioto recordó la fundación de la Preparatoria, diciendo que Juárez mismo, que era el carácter, vacilaba; que Lerdo mismo, que tal vez era el genio, desconfiaba. Y esto era allí, en el Palacio acogedor de librepensadores victoriosos, que allá, más allá, en la penumbra de las sacristías, donde los frailes soñaban profanar una vez más la beatitud del divino Jesucristo, montándolo en el sillín guerrero del corcel de un Miramón o de un Zuloaga, la intolerancia fanática prodigaba la exaltación de sus anatemas, afilaba sus dicterios más rabiosos, alzaba barricadas de escándalo y de silogismos paradójicos y urdía conspiraciones menguadas...
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El auditorio, que había comenzado aplaudiendo frenéticamente, siguió coreando los períodos de los oradores con verdaderos aullidos. Y Diódoro Batalla, al ver aquella ebullición popular, debe haber pensado: “Aquí me desquito”, y se desquitó. El Imparcial, de Reyes Spíndola, lo tenía boicoteado, es decir, suprimía su nombre tanto en las informaciones como en los artículos. Por tal causa, si Diódoro sentía aversión contra El País, su aversión hacia El Imparcial era mucho mayor. Y como al mitin no habían concurrido los discípulos de Barreda (¿cómo iban a concurrir don José Ives Limantour, don Miguel Macedo, don Manuel Flores, don Agustín Aragón, etcétera?), gritó indignado: “¿Dónde están los tlaxcaltecas?”. Y acusó a aquellos próceres de haber traicionado al maestro, convirtiendo la filosofía positivista en una fórmula mercantil para acumular millones. La cosa se había puesto grave, gravísima, porque el mitin anticlerical se había convertido en un enjuiciamiento severo de muchos próceres del porfirismo. Claro está que Batalla también atacó al clero y, dirigiéndose a don Trinidad Sánchez Santos, lanzó este apóstrofe con tonalidades de alarido: “¡Quédate con Juan Diego, déjame a Barreda!”. Cuando recuerdo aquella arenga, que parecía un incendio, me pregunto lo que pudo haber sido la oratoria de Batalla cuando se desató el torrente de la Revolución. Y le llegó el turno a Rodolfo Reyes. Contagiado por aquel ambiente de locura, también se desquitó del boicot en que lo tenía El Imparcial y atacó a este periódico con más energía que a El País. Y luego, no sé por qué, se refirió a la escuadra de acorazados de los Estados Unidos que en aquel tiempo visitaba varios puertos de la América del Sur. “La escuadra blanca –dijo en tono acusador– pero con intenciones
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más negras que el carbón que arde en sus calderas”. Esta expresión antiamericana acabó de enloquecer al auditorio, que prorrumpió en “mueras” contra el coloso anglosajón. Al día siguiente, El Imparcial, en su primera plana, se limitó a decir que el hijo del gobernador de Nuevo León estaba comprometiendo la política internacional de México con sus ataques virulentos hacia los Estados Unidos. Rodolfo comprendió que había ido demasiado lejos e hizo una aclaración, con objeto de amortiguar el efecto de sus palabras. Y entonces fue cuando don Rafael Reyes Spíndola se vengó con un entrefilete pequeñísimo que publicó en la primera plana de su periódico y que decía más o menos lo que sigue: “Alguien dice que no dijo lo que miles de gentes dicen que dijo. Asunto concluido porque se fue quien lo dijo”. En la noche, se efectuó la velada, que resultó maravillosa porque don Justo Sierra pronunció uno de sus mejores discursos; pero nadie le dio importancia a la oración marmórea porque todo el mundo hablaba del mitin, únicamente del mitin. La cosa no podía sorprender porque se había sentado en el banquillo al ministro de Hacienda, y lanzado centellas contra el órgano semioficial de la dictadura. Y todo esto (es lo inconcebible) para glorificar al noble varón que había fundado la Escuela Nacional Preparatoria. Don Miguel Macedo me dijo unos cuantos días después: “Don Justo Sierra es y seguirá siendo un poeta, únicamente un poeta”.
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RECUERDOS DEL TEATRO PRINCIPAL
Para hablar de los estudiantes de hace medio siglo, tengo que referirme al Teatro Principal, que era el que más frecuentaban. Centro de la vida alegre de la ciudad de México, era el eje obligado en torno del cual giraba una sociedad despreocupada, que no sentía la menor inquietud por el porvenir. La gente acudía noche a noche a ver las zarzuelillas que habían conseguido cosechar aplausos, y la tercera tanda de los viernes era concurridísima porque se estrenaba una obra nueva, que cumplía su misión durante una semana. Por allí desfilaron La verbena de la paloma, La revoltosa, Gigantes y cabezudos, La cuarta plana, Las musas del país y muchas otras que desaparecieron para siempre de los cartelones. Sin embargo, aquellas obras se recuerdan de vez en cuando por las melodías incomparables que contienen. Me tocó asistir en la ciudad de Madrid al cincuentenario de La revoltosa y supe que medio siglo antes había estado presente en el estreno nada menos que Camilo Saint-Saëns. Alguien le preguntó, al salir de la función, qué opinaba de ella, y respondió: “tan buena como cualquier opereta de Bizet”. Como se ve, también lo frívolo tiene partículas de perennidad. Cuando llegué a México, ya había terminado el reino de Rosario Soler; imperaban Rosa Fuertes, Soledad Álvarez, Esperanza Iris, Pastora Imperio, etc., etc. En 1907 se presentó la que estaba destinada a ser “La reina de la tanda”. 285
La reina de la tanda María Conesa no tiene ni puede tener la menor idea de que, unas cuantas semanas después de haber llegado a México, me regaló una sonrisa y además me obsequió un boleto de barrera, de primera fila de sombra, para una corrida de toros. Antes de que mis lectores se aventuren por el camino de las conjeturas peligrosas, debo aclarar que dicho boleto no le costó a María un solo centavo porque se trataba de una corrida de aficionados. He aquí cómo se efectuó aquel hecho intrascendente, del cual no guarda memoria la graciosísima diva. Un compañero de Jurisprudencia y otro joven que se había agregado a “La horda” se prendaron de ella y, no conformes con arrojarle sus sombreros en el tablado del Teatro Principal, averiguaron que vivía en el Hotel Hidalgo, situado en la avenida 16 de Septiembre. Consiguieron ser presentados a la artista, que los recibió con una sonrisa seductora, como recibía siempre a todos los que se aproximaban a rendirle homenaje. Claro está que aquella sonrisa fue todo, pues ni mi compañero ni el otro adorador podían sostener la competencia de otros rivales que también asediaban a María. Una tarde en que Hipólito Olea y yo nos dirigíamos al café de las señoritas Espejel y Avilés, para tomar allí nuestra merienda, los dos enamorados nos detuvieron para proponernos que fuésemos con ellos al Hotel Hidalgo, en donde la table d’hote valía únicamente 60 centavos. Conste que si puntualizo este detalle, que parece pueril, es con el exclusivo objeto de que María Conesa (si llegan a su mano estas memorias y tiene la deferencia de leerlas) tome el dato preciso como prueba de que no estoy inventando.
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Cuando llegamos al restaurante del modesto hotel, la actriz ya estaba merendando y platicaba de mesa a mesa con unos jóvenes que también la cortejaban. Hablaban de toros y, por la conversación que sostenían, nos enteramos de que iban a celebrar una corrida de aficionados en la cual ellos mismos figurarían como matadores y banderilleros. Dicha corrida se efectuaría dos o tres días después y le prometían a la Conesa brindarle el más bravo de los toros. Nosotros nos sentamos en torno de una mesa contigua; naturalmente, los dos galanes ocuparon los lugares de privilegio, es decir, aquellos en donde podían estar contemplando a María. Hipólito y yo ocupábamos los otros dos asientos, sin tomar parte en la conversación general, que como llevo dicho versaba sobre la referida novillada. Uno de nuestros compañeros de mesa solicitó boletos, y el que aparentaba ser el jefe de los diestros improvisados le contestó que estaban agotadas las localidades. “¡Qué lástima!”, dijo la Conesa, “porque estoy necesitando cuatro entradas que les tengo prometidas a amigos que desean ir a la corrida”. “Si es para usted, la cosa es diferente, pues le puedo dar cuatros barreras de primera fila en el tendido de sombra” y, acompañando el ofrecimiento con la acción, se levantó de su asiento y le entregó a María los cuatro boletos. Entonces, la artista se encaminó a nuestra mesa y nos regaló aquellas entradas que acababa de conseguir. Ha pasado casi medio siglo y me parece estar viendo los ojos burlones de la Conesa, mientras hacía aquella inesperada travesura; y también veo la expresión de desengaño y de despecho que se dibujó en los rostros de los toreros aficionados. Como era lógico, los galanes de nuestra mesa estaban radiantes por aquella chiquillada graciosa que María se permitió hacerle a sus
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rivales; se sentían preferidos, sin comprender que la misma trastada donosa se las habría hecho a ellos, ya que tenía los tamaños y el buen humor que se necesitan para tomarle el pelo a todo el género humano. Por supuesto que no fui a la corrida, en vista de que las fiestas de esta índole sólo me divierten cuando conozco íntimamente a los aficionados. Las chambonadas de gentes que me son extrañas, en vez de distraerme, me llenan de aburrimiento. El episodio anterior se efectuó antes de que María Conesa fuera el ídolo de México. Ya se había presentado en el tablado y el público había advertido que tenía mucha gracia (todavía la tiene), que fraseaba en la sonrisa una inmensidad de picardía, y más travesura aún en sus ojos juguetones y llenos de ironía. Se colocó en primera fila desde el momento inicial; pero quien la hizo ascender al trono fue Chano Sierra, que era concejal del ayuntamiento, de un ayuntamiento singularísimo que en realidad no existía. Tuvo la ocurrencia de imponerle una multa por una copla subida de color, sin sospechar la bronca que se iba a armar. Ningún panegírico, por devoto que hubiera sido, pudo servirle de mejor pedestal a la artista castigada. Aquello fue eso que ahora se llama publicidad. Se despertó la curiosidad de todos los habitantes de la capital y no falló en ninguno de ellos el deseo de acudir a conocerla. Y fue entonces la reina indiscutible de la tanda.
El duelo de Etelvina La única que podía competir con la Conesa en popularidad era Etelvina Rodríguez, la actriz de carácter mejor que ha pisado los escenarios de
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México y que era adorada por todos los tandistas. Tenía una manera de fruncir los labios, de poner sus ojos reventones, que el público estallaba en carcajadas. La vida de los actores y las actrices que hacen reír debe ser más o menos igual que las demás vidas humanas: un claroscuro de alzas y de bajas, de abundancia y de necesidad, de ilusiones y de desengaños; debe tener problemas que obligan a meditar y en ocasiones a llorar; pero ellos se tragan sus lágrimas, para seguir desparramando el encantamiento y la alegría. Pues bien, voy a tratar de reconstruir un cuadro que, precisamente por haberse presentado en el escenario de la ligereza y de la frivolidad, fue más impresionantemente dramático. Etelvina Rodríguez era la esposa del Bachiller, un cómico simpatiquísimo que también era muy querido del público. De pronto circuló la noticia entre los tandófilos de que Bachiller estaba enfermo de gravedad; y, desgraciadamente, no tardó en presentarse el funesto desenlace, pues los periódicos le dedicaron una sentida nota necrológica. Etelvina había quedado viuda y le guardó nueve días de luto a su finado esposo. Durante esta ausencia, sus adoradores confirmaron la opinión de que nadie la podía sustituir. En el décimo día, cuando se presentó en escena, apareció con la misma gracia de siempre, como si nada le hubiera sucedido; pero el público, en vez de reírse de sus ojos saltones y de la mueca inconfundible de sus labios, se puso de pie y la saludó con una salva atronadora de aplausos que habría envidiado la misma Sarah Bernhardt. Ella se inclinó y contestó a la ovación como contestan todos los artistas festejados: con una inclinación de cabeza y una sonrisa de complacencia; pero los aplausos continuaron más estruendosos que antes, y entonces
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la vieja actriz, comprendiendo que aquella aclamación era un pésame sincero, estalló en sollozos convulsivos y frenéticos. Y, entonces, sucedió algo que parece increíble: el público del Teatro Principal, que era frívolo, también se puso a llorar. Los espectadores sacaron sus pañuelos para enjugar sus lágrimas. Etelvina los había hecho reír y se sentían en la obligación de acompañarla en su llanto. Este cuadro habría sido conmovedor en cualquier otro lugar; pero resultó cien veces más impresionante en un sitio en donde parecía que jamás podría haber seriedad. Gentes que parecían ser superficiales, livianas, y que sólo cultivaban la risa, de pronto tenían la revelación de ser sentimentales y graves. Aquel contraste inesperado y de apariencias contradictorias se grabó en mi espíritu con caracteres inolvidables. Todavía, al dictar estas palabras, siento que se acelera mi pulso y que palpita con más intensidad mi corazón... ¡Así éramos de románticos y tiernos en la primera década del siglo XX!
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CASTILLOS EN EL AIRE
Conocí a don Carlos Pereyra en la Sociedad de Estudios Sociales
que fundó don Pablo Macedo en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, para estimular en los alumnos la afición por la sociología. Antonio Caso, que cursaba el tercer año, presentó una ponencia audaz en la que ponderaba el gobierno aristocrático de Inglaterra y lo prefería a los regímenes democráticos de Francia y de los Estados Unidos. Carlos Pereyra fue su principal refutador, aunque también en contra de la tesis aristocrática hablaron Vicente Sánchez Gavito, Guillermo Novoa y Ricardo Gómez Robelo. Pasmaba la elocuencia arrolladora de Caso, que contendía brillantemente con todos y despertaba si no el convencimiento, sí una devota admiración. Fue en aquel tiempo cuando el licenciado Pereyra publicó sus dos primeros volúmenes de historia, contestando Las grandes mentiras de nuestra historia y El verdadero Juárez, de don Francisco Bulnes. Le causó gran sorpresa que yo hubiera leído sus obras y, de las conversaciones que tuvimos, surgieron cambios de ideas que condujeron a una buena amistad. Se enteró Pereyra de que yo estudiaba historia de México, en el Museo, y me dio consejos excelentes para investigar y abrirme paso en las veredas oscuras de nuestro pasado. Posteriormente, cuando don Genaro García y don Luis González Obregón se distanciaron, Carlos se puso del lado del segundo y yo
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advertí que, por mis vínculos estrechos con el primero, despertaba en él sospechas y recelos. En una palabra, me trataba con frialdad; pero como un día se enteró de que yo continuaba visitando a Luis y rindiéndole reverencia, volvió a tratarme con afecto y confianza. Desde entonces, nuestras relaciones fueron cada vez más cordiales, contribuyendo mucho a fortalecerlas don Victoriano Salado Álvarez y Rubén Valenti. Unas cuantas semanas después de haberme titulado, me fue a ver Rubén para decirme que Pereyra deseaba hablarme de un asunto que me podía interesar. —¿Sabe usted de lo que se trata? —Sí, pero como para hablarle del asunto necesitaría contarle algo que don Carlos no quiere que se sepa todavía, es mejor que él mismo sea quien le dé una noticia que puede ser de gran utilidad para usted. Esa misma tarde pasé a visitar al señor Pereyra, quien me preguntó sobre mis actividades en el Museo durante los tres años que allí había pasado; y como yo le contara, en forma detallada y minuciosa, las investigaciones que había hecho bajo la dirección de don Genaro y las que había emprendido por mi propia cuenta, me habló de esta manera: —Me ha ofrecido el Ministerio de Relaciones Exteriores el puesto de secretario de la embajada en Washington, y he resuelto aceptar no tanto porque me enamore la vida diplomática cuanto porque tendré fácil acceso en los archivos de los Estados Unidos. Y me he fijado en usted porque deseo que me sustituya en la clase de historia de México que estoy dando en la Escuela Nacional Preparatoria. No quiero que se divulgue la noticia de mi viaje, pero se la comunico para que se
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mueva y ponga de su parte las diligencias que considere convenientes, a fin de obtener el nombramiento. Sé que tanto don Justo Sierra como don Ezequiel A. Chávez lo estiman a usted y, por lo mismo, no juzgo improbable que, pidiéndoles la cátedra antes que los demás solicitantes (que van a ser muchos) se enteren, resulte usted el favorecido. Yo le agradecí con toda el alma la ruta que tenía la gentileza de abrirme, y le agradecí todavía más el honor que me dispensaba al considerarme capaz de sustituirlo en su noble tarea de maestro. Salí de la casa de don Carlos Pereyra resuelto a conseguir aquel nombramiento que, aparte de colmar con exceso mis aspiraciones intelectuales, resolvía mi problema económico. Ganaba entonces 155 pesos en el Museo, y si a esa pequeña suma se agregaban los 100 que se pagaban en la Preparatoria a los profesores, completaba un sueldo mensual de 255 pesos. Sueldo de diputado, más que suficiente para sortear las intranquilidades de mi noviciado profesional. La buena fortuna me sonreía y yo me puse a construir castillos sobre los cimientos deleznables y frágiles de las probabilidades remotas. Había que convertir lo probable en cosa cierta, y lo primero que hice fue comunicarle a don Genaro la sugestión que me acababa de hacer el licenciado Pereyra. Y el director del Museo recibió la noticia no sólo con agrado sino con entusiasmo, pues le parecía un honor para el plantel que de sus aulas comenzaran a salir los maestros de historia, arqueología y etnología. —Su nombramiento –me dijo con cariño– puede establecer un precedente que llene de prestigio al Museo Nacional. Enseguida, procedí a asegurar la aprobación del Instituto en donde yo proyectaba entrar. Era subdirector de la Escuela Nacional
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Preparatoria mi amigo fraternal Erasmo Castellanos Quinto, quien me llevó inmediatamente con el doctor Porfirio Parra, director de la noble escuela fundada por don Gabino Barreda. Enterado de mis pretensiones, me dijo que me recibiría con los brazos abiertos; y con este apoyo, pasé a visitar a don Ezequiel A. Chávez, que me dijo generosamente: —¡Cómo no he de apoyar su petición, cuando yo fui quien propuso la creación de las pensiones del Museo, precisamente con el objeto de formar futuros maestros! Sería ilógico conmigo mismo si no apoyara su nombramiento. Por tal causa, lo autorizo para que le diga al señor ministro que es el candidato de la subsecretaría. Le manifesté mi profundo reconocimiento y pasé a ver a don Justo Sierra, que nunca me había faltado en mis horas de angustia y de necesidad. Le conté el caso y las gestiones que hasta entonces había practicado, y el maestro, fingiendo contrariedad, me dijo en tono de protesta: —No me presenta usted una súplica sino una verdadera imposición, porque lo propone el profesor titular, lo recomienda su maestro del Museo y lo acepta el director del plantel en donde quiere difundir sus enseñanzas de historia. Ha urdido usted una conspiración que se viene a imponer sobre mi autoridad. —Lo he hecho, señor, para explicar mi atrevimiento en pedir lo que quizá no se me pueda dar. –Sonrió el gran Justo Sierra y me manifestó su asentimiento con visible satisfacción. Nunca era más acogedora ni más noble su bondad que cuando procuraba ocultarla. Y prometiéndome la plaza de profesor, tan pronto como don Carlos presentara su solicitud de licencia, me recomendó que pasara a ha-
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blar con don Ezequiel para que quedase enterado.– Ya hablé con él y está conforme –le respondí, y don Justo, moviendo la cabeza, agregó estas palabras: —Lo dicho, una verdadera imposición. Le manifesté mi profunda gratitud y salí del Ministerio con gesto triunfal, como si ya llevara mi nombramiento en el bolsillo. ¿Cómo describir la euforia que me circulaba por las arterias? La providencia parecía colmarme de dones y abrirme senderos luminosos: apenas acababa de titularme como abogado y ya iba a desempeñar una de las cátedras de mayor importancia y responsabilidad; y yo, que siempre he sido un hombre de imaginación muy viva, concebí en un instante los planes más fantásticos y los proyectos más inverosímiles. Profesores de historia de México habían sido don Ignacio Manuel Altamirano, don Guillermo Prieto y don Justo Sierra, y me veía a mí mismo formando parte de tan luminosa caravana. Y luego, las conferencias que iba a sustentar, los libros que iba a escribir, los triunfos que iba a obtener con sólo ser fiel a la que consideraba mi verdadera vocación. No era en el ejercicio del derecho sino en la reconstrucción de nuestro pasado donde se encontraba mi destino. Me pasé una semana fabricando quimeras, y cuando don Carlos Pereyra me anunció que acababa de enviar su solicitud de licencia al Ministerio, le pregunté cuál había sido el tema de su última cátedra, para prepararme a dar la siguiente; pero el nombramiento no llegó, sino todo lo contrario: un día me dijo don Genaro, al regresar del Ministerio, que se había frustrado mi nombramiento. —Parece que ha venido una orden categórica de más arriba, y el ministro me ha dicho que desea hablarle.
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Salí del Museo inmediatamente, y don Justo tuvo la fineza de recibirme en el acto. —Supongo que ya Genaro le avisó que deseaba decirle personalmente que me es imposible darle la cátedra que le tenía prometida. Para no ser infiel a mi promesa, debo explicarle... —Usted no tiene que explicar nada, señor: cuando no se puede hacer una cosa, hay que doblar la hoja y... asunto concluido. —Es que yo deseo que usted sepa que su nombramiento ya estaba hecho; pero el señor don Ignacio Mariscal me envió esta carta –y la puso en mis manos– y me veo obligado a obsequiar su recomendación, porque aparte de que nunca me ha pedido nada, la persona que me indica como profesor de historia es muy competente y de una seriedad indiscutible. Lo siento muchísimo y esté seguro de que, en el primer vacío que se presente, entrará usted al magisterio como se merece. —Muchas gracias, señor, por su buena voluntad, y más todavía por la gentileza de darme esta explicación. Una semana antes había salido del Ministerio con más ensueños que don Quijote y ahora salía con más pesimismo que el mismo Schopenhauer. Todas mis ilusiones se habían derrumbado; y lo que más me dolía era tener la conciencia de fracasar, cuando todo me auguraba una victoria segura. Pero sucedió entonces algo que parece increíble y que en unas cuantas horas me iba a devolver el optimismo y la esperanza. Desde entonces, no pongo en duda la posibilidad de los milagros; pero este nuevo giro merece un relato especial y será el tema de mi próximo capítulo.
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FRENTE A FRENTE CON EL CÉSAR
Nada es tan triste en este mundo como una frustración. Tener una
cosa segura y que de pronto se vaya de nuestras manos porque así lo manda la fatalidad. En el campo de la batalla de Waterloo, Napoleón exploró el horizonte y, al ver una polvareda, le pareció que el general Grouchy llegaba a ayudarlo, mas sucedió todo lo contrario: era el refuerzo del mariscal Blucher, que venía a consumar su catástrofe. ¡Contar con todo y ver a final de cuentas que el todo se resuelve en nada! Mi caso era insignificante, pueril, y es posible que algunos encuentren ridícula mi caída comparándola con la del Águila imperial; pero mi fracaso significaba para mí el derrumbamiento dramático de mis ilusiones y de mis esperanzas. Salí del Ministerio de Instrucción Pública cabizbajo y con sabor amargo en la boca, cuando las hadas pusieron en mi camino a don Antonio Arguinzoniz, un viejo alto, seco, austerísimo, pero que tenía en los ojos un brillo optimista y cautivador. Era un hombre importantísimo en el régimen porfirista porque, aunque nunca tomó la palabra en el senado, se sabía que su voz era la del gran dictador. Una eminencia gris que jamás enseñó su poderío pues, por el contrario, se complacía en recoger opiniones en vez de externar la propia. En aquellos días, don Porfirio le había dado un golpe tremendo al reyismo: separaba a don Miguel Cárdenas de la gubernatura de Coahuila, le retiraba el
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apoyo oficial a la candidatura de don Venustiano Carranza, y nombraba como jefe de la Tercera Zona Militar al general don Jerónimo Treviño, que era un adversario de don Bernardo. El señor Arguinzoniz sabía que yo era un antirreyista irreconciliable y, por lo mismo, esperaba encontrarme jubiloso por el nuevo giro que habían tomado los acontecimientos; pero como me vio poseído de una gran tristeza que yo no podía ocultar, me preguntó intrigado: —¿Qué es lo que le pasa? —Cosas que nada tienen que ver con la política pero que son muy importantes para mí. —Hábleme con franqueza, para ver si lo puedo ayudar. Y le conté entonces todo lo que había pasado en relación con la cátedra de historia de México. Don Antonio me oyó atentamente y, tendiéndome la mano en señal de despedida, me dijo: —Lo espero mañana a las ocho, en la verja del Castillo de Chapultepec. —¿Me insinúa usted que va a hablarle del asunto al general Díaz? –le pregunté sorprendido. Y él, en vez de responderme de manera concreta, me dijo en forma concluyente: —Procure llegar a las ocho en punto. La impresión que me dejó fue de asombro, de aturdimiento y de desconcierto. Me bastó reflexionar un minuto para llegar al convencimiento de que el presidente no podía perder su tiempo en un asunto que no ameritaba su intervención. Por otra parte, si don Justo Sierra me había dicho con franqueza que le era imposible suscribir mi nombramiento, me disgustaba buscar por otros conductos lo que él no me había podido dar. El señor Arguinzoniz no me había prometido
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nada y, por lo mismo, no podía yo saber cuál era su proyecto en relación con mi problema. ¿Procuraba buscar algo que me compensase? ¿Pretendía abrirme algún nuevo camino? Mi cerebro se llenaba de conjeturas y de hipótesis, pero la verdad es que no me pasó por la imaginación que me fuese a presentar con el César omnipotente. ¿Cómo podía suponer yo que se me fueran a abrir las puertas del Palacio de Chapultepec cuando todo México sabía que había que solicitar las audiencias presidenciales; y que luego, cuando se había fijado la fecha, el presidente se limitaba a recibir a 25 o 30 personas, dejando para la semana siguiente a todos aquellos que no había podido atender? Y de esta manera, por riguroso turno, pasaban cuatro o cinco semanas sin que los solicitantes lograran la anhelada entrevista. Así pues, yo calculaba que don Antonio me llevaba a Chapultepec para hablar él personalmente con el César y, al salir de la entrevista, señalarme la ruta que yo debía seguir. Pensé en hablarle del caso a don Genaro García; pero no quise ser indiscreto y preferí quedarme callado. Esa tarde, como de costumbre, merendé con José Pallares y con Hipólito Olea y me costó un trabajo inmenso no hacerles la confidencia del problema que me traía trastornado. Me invitaron a ir al teatro pero preferí irme al Hotel Jardín, meterme a la cama desde luego y poner el despertador en condiciones de que me interrumpiera el sueño a las seis y media de la mañana. Todo fue inútil, porque pasaron por mi cerebro todas las hipótesis y las conjeturas que no me permitían conciliar el sueño. Hipólito llegó un poco después de las doce y yo fingí encontrarme dormido para no platicar, pues tenía miedo de que se advirtieran mi intranquilidad y desasosiego. No pude cerrar los párpados sino hasta las primeras
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horas de la madrugada y, cuando la campanilla del reloj comenzó a sonar estrepitosamente, me lancé sobre el despertador para que no interrumpiera el sueño de Hipólito; pero él, sorprendido y con los ojos abiertos, me preguntó: “¿Por qué se levanta usted tan temprano?”. Y yo le contesté: “Siga usted durmiendo y ya le contaré el motivo de esta madrugada”. A las siete, ya me encontraba en la avenida 16 de Septiembre, esperando el tren de Tacubaya. Vino con algo de retraso, pero a las siete y tres cuartos ya caminaba por las calzadas del bosque para estacionarme frente a la verja de hierro. No tardó en llegar el señor Arguinzoniz y vi, pasmado, que el portero nos dejaba entrar y que se abrían las puertas del ascensor. Al llegar a la antesala, sonaron las ocho y el único que estaba esperando era don Olegario Molina, acompañado de su secretario particular –que era mi coterráneo–, el licenciado Jacinto Barrera. Don Antonio me dijo: “Estamos de malas porque los acuerdos de don Olegario duran cuando menos una hora”. Jacinto, entretanto, se acercó a mí sonriendo, y me habló de esta manera: “No sabía que tú eres de los que recibe el señor presidente en la intimidad”. Y yo le respondí: “No lo sabías ni lo sabes, porque el general Díaz no me va a recibir, pues vengo como un simple acompañante del señor Arguinzoniz”. En eso, salió un mozo y, dirigiéndose al ministro de Fomento, le anunció que el presidente lo estaba esperando; pero don Olegario, en vez de entrar, le cedió la puerta que se abría a don Antonio, diciéndole con gentileza: “Prefiero esperar cinco minutos a que usted me espere más de una hora”. El señor Arguinzoniz le dio las gracias y, cogiéndome por el brazo, me dijo: “Vamos a pasar”. “Pero... ¿Qué también yo voy
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a entrar?”. le pregunté sorprendido. “Adelante”, me dijo con firmeza y yo pasé como en un sueño, porque me parecía imposible lo que estaba sucediendo. No, aquello no podía ser cierto; jamás había estado a un paso de don Porfirio Díaz y no concebía encontrarme frente a frente con él sin haberlo solicitado, sin tener la más remota idea de que me iba a recibir con tanta facilidad. Y lo vi como lo vio todo México en aquel entonces: era de elevada estatura, sin que por ello fuera un gigante. La proporción de sus miembros y su pecho alto y dilatado le daban aspecto de atleta. Tenía 79 años de edad y, a semejanza de Odiseo, cuando se sentaba era cuando adquiría mayor majestad. Sus ademanes eran pausados y sobrios, sus pasos eran largos, lentos como de león, y hablaba sin alzar la voz y sin que se contrajeran los músculos de su rostro. Mientras las canas le brindaban una aureola venerable, una nariz de ventanas abiertas ponía en su cara un vigor estupendo, que se acentuaba con su boca firme, su bigote marcial y su mandíbula formidable. Cuando clavó en mí sus ojos penetrantes, me pareció inútil ocultarle mis sentimientos porque comprendí que aquellas pupilas entraban hasta los recovecos más escondidos de mi alma. Así vi a Porfirio Díaz en 1909. Vestía con sencillez elegantísima que no superaba el rey Eduardo VII, que entonces seguía siendo llamado Príncipe de Gales. No obstante la falta de aparato, producía una impresión de grandeza, de verdadera y soberana grandeza. Y esto lo pueden comprobar los visitantes del Museo de Historia en el Castillo de Chapultepec pues, si se dignan comparar su retrato con el del archiduque Maximiliano, pueden llegar a suponer que fue Porfirio Díaz y no el príncipe austriaco quien pertenecía a la estirpe de Carlos V y de María Teresa.
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Sus maneras suaves y desenvueltas parecían haberse modelado desde la infancia. ¡Pero no! El mérito mayor de la soltura y el aplomo del general Díaz fueron conquistados por él mismo. El tipo rústico y áspero que fue en su juventud se vigorizó y depuró, y acabó siendo marcial como un himno, erguido como un eucalipto y enhiesto como una bandera. Yo estaba en éxtasis y en aquellos momentos dejé de acordarme de mi nombramiento de profesor de historia; me olvidé de don Justo Sierra y de don Ignacio Mariscal para concentrarme frente a aquella personalidad compleja que supo ser soldado al mismo tiempo que estadista; que barajaba ensueños con la misma facilidad con que llegaba a la médula de la vida real; que blandía una espada llena de resplandores, y al mismo tiempo apuntaba en su carnet las cotizaciones más frías y los números más inanimados; que, en una palabra, sintetizaba prodigiosamente los atributos más contradictorios y las facultades más opuestas del alma. Era el soldado del 5 de mayo, el héroe del 2 de abril, el centro de la vida de México durante 35 años que, al fundir tantas tendencias disímbolas y tantas ideas divergentes, producía la impresión de ser un crisol en donde se derretían ásperos pedruscos y rocas hostiles para vaciarse luego en un molde común y formar un todo congruente y armónico. De pronto, me sacó de aquella contemplación extática don Antonio Arguinzoniz, diciéndole al presidente que me había llevado ante él para que me hiciera justicia. El César me dijo que le hablara con toda libertad.Pero eso será el tema del próximo capítulo de estas memorias.
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CUANDO EL DESTINO MANDA
En el momento en que el general Díaz me invitó a hablar y se dispuso a escucharme, sentí un temor inmenso de que mis palabras fueran a interpretarse como una queja en contra de don Justo Sierra; nada estaba tan lejos de mi pensamiento. Comencé diciendo que no era una víctima de una injusticia, sino de un compromiso muy respetable que entrañaba mi sacrificio. —El señor ministro de Instrucción Pública –le dije claramente– siempre me ha protegido, y en esta ocasión también estaba dispuesto a darme el nombramiento que le pedí, cuando se le atravesó una súplica que él no podría responder con una negativa. Don Antonio Arguinzoniz intervino para decirme que expusiera mi caso con la franqueza con que se lo había contado a él, y así lo hice a grandes trazos. Le dije que el profesor saliente de historia, don Carlos Pereyra, me había señalado como sustituto; que mi maestro don Genaro García había apoyado el deseo de Pereyra; que el director de la Preparatoria (doctor Porfirio Parra) me había recibido con los brazos abiertos; y que, tanto el ministro como el subsecretario de Instrucción Pública, me habían prometido la plaza. En síntesis, expuse lo que ya he relatado en el capítulo anterior. El presidente tenía el don de saber escuchar y no perdió una sola de mis palabras. Cuando terminó mi exposición, me hizo esta única pregunta: 303
—¿Está usted seguro de que el señor ministro lo quiso nombrar? —Absolutamente seguro, señor. Entonces el presidente cogió un papel de su escritorio y escribió con lápiz un breve apunte; enseguida, se puso de pie y nosotros procedimos a despedirnos. Don Porfirio no dijo nada, me escuchó y eso fue todo. Salimos de su despacho y, a los dos minutos, don Antonio y yo caminábamos por la calzada de Chapultepec que conduce a la parada del tranvía. Él me dijo que estaba asegurado mi nombramiento y yo le pregunté por qué era tan categórico en su opinión, ya que la Esfinge no había emitido ni media palabra. —Por el apunte que hizo –me contestó el señor Arguinzoniz–. Si el caso le hubiera sido indiferente, no habría tomado nota alguna. Además –agregó don Antonio–, advertí que le había causado magnífica impresión que usted defendiera a Justo en vez de atacarlo. Invité a mi distinguido acompañante a que desayunara conmigo y él me dijo que ya lo había hecho desde las seis de la mañana, y que además tenía urgencia de ir a Tacubaya. Me esperé a que llegase su tranvía y le di las gracias más devotas por lo que había hecho conmigo. Cuando nos separamos y me puse a meditar en lo que había sucedido, me entró una especie de pasmo retrospectivo, pues todo lo que recordaba me parecía inverosímil. Y lo más curioso es que, mientras más pensaba en la fugaz entrevista, más me entraba el temor de que todo fuera un sueño, una lucubración caprichosa de mi fantasía. Subí en el tren eléctrico, como quien se encarama en una nube, para bajar quince minutos después, en la calle de San Juan de Letrán. Caminé dos cuadras y me metí en el café de las señoritas Espejel y Avilés. Me fui a una mesa del fondo pues tenía miedo de que se viese, en mi
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fisonomía, algo peregrino y excepcional. ¡Pero no! Aún no me traían el desayuno cuando llegó a acompañarme Julián Morineau, que me preguntó por qué no había ido a ver al licenciado Pineda. Le contesté que muy pronto pasaría a saludarlo. Nos pusimos a platicar sobre los temas que absorbían la atención del público: el auge del reyismo, el último jurado en el Palacio de Belén, algún artículo agresivo de don Trinidad Sánchez Santos, etc., etc. En realidad, nada me interesaba pero me sentí tranquilo porque me convencí de que no se me notaba lo que traía adentro. Al terminar el desayuno, nos fuimos caminando por las calles de Plateros hasta llegar al Empedradillo y allí, frente a la catedral, nos despedimos: mientras Julián se fue por las calles de Santo Domingo (hoy República del Brasil) yo me dirigí a la calle de la Moneda, en donde se encuentra el Museo. Sonaban las diez de la mañana y yo entraba a la hora de costumbre, conforme a la rutina de siempre, como si no hubiera pasado nada. El director no había llegado y yo me fui a la secretaría para ordenar los papeles y preparar el acuerdo. Con todo esto, se apaciguaron mis nervios, se calmó mi excitación y, cuando sonó el timbre por el cual me llamaba don Genaro, recogí mi carpeta y acudí a la dirección. Después de los saludos, le di cuenta de las comisiones que me había encomendado, y le leí los extractos de las cartas y los oficios para que él me indicase las respuestas que se debían dar. Cuando hubo terminado el acuerdo, don Genaro me preguntó si había acudido al llamado de don Justo Sierra. —Sí, señor, estuve a verlo y él tuvo la deferencia de mostrarme la carta del señor Mariscal en la que le pedía, para un amigo, el puesto
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que había solicitado. Y yo le contesté que agradecía profundamente aquella explicación, tanto o más que el propio nombramiento. Agregué que estaba dispuesto a esperar, considerando mi deseo de entrar a la Preparatoria como un asunto concluido. Puse la mejor cara que pude y me despedí sin sospechar las cosas increíbles que me iban a suceder. –Don Genaro me miró fijamente y yo le pregunté si tenía tiempo y disposición para escucharme; y habiéndome contestado que sí, cerré la puerta para asegurarme de que nadie nos oyera.– Salí del Ministerio, cuando el destino quiso que tropezara con don Antonio Arguinzoniz, que me detuvo para felicitarme por los palos que le estaba dando el presidente al general Reyes y a los reyistas. Muy poco efusivo debo haber estado al darle las gracias, porque me preguntó: “¿Qué es lo que le pasa?”. “Una contrariedad de carácter personal, que me ha deprimido y desilusionado”. Me pidió que le contara la causa de mi desengaño y le relaté lo que usted sabe mejor que nadie... —Hombre muy influyente –me interrumpió don Genaro–, y celebro que se interese tanto por usted. Es de los pocos que pueden introducirlo directamente con el general Díaz, sin las formalidades ni las dilaciones de las audiencias. —Me consta, señor. —¿Cómo que le consta? –me preguntó sorprendido, y añadió–: No me va a decir que ya le prometió llevarlo con el señor presidente. —Más que eso, señor; ya me llevó y hoy en la mañana estuve en el Castillo de Chapultepec. El licenciado García era un hombre muy sereno, pero lo que le dije debe haberle sonado a cañonazo porque brincó de su asiento y me replicó:
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—Eso no es posible, porque no ha habido tiempo de que don Porfirio consienta en recibirlo. –Yo le respondí que me había citado el día anterior, en la verja del Castillo; que acudí a las ocho de la mañana, que subimos en el ascensor, que el licenciado Olegario Molina nos había cedido el turno, y que el presidente me había escuchado con una atención y una deferencia como si se tratara de una cuestión de Estado.– ¿Se quejó usted contra la resolución del ministro? —Por supuesto que no, pues lo primero que hice fue decirle al general Díaz que don Justo había sido siempre mi bondadoso protector y que el hecho de no extenderme mi nombramiento de profesor de historia le había producido una profunda pena. —¿Y qué más le dijo usted al señor presidente? —Le conté la historia del caso lo más suscintamente que pude. Él me oyó sin pestañear y me preguntó si yo estaba seguro de que el ministro quería nombrarme. Como le contestase afirmativamente, cogió un papel de su escritorio y escribió con lápiz un apunte brevísimo. Y se puso de pie, dando por terminada la entrevista, que había durado cuando más cinco minutos. Nada me prometió; pero don Antonio Arguinzoniz, cuando salimos de la entrevista, me dijo que iba a recibir el nombramiento. –Movió la cabeza don Genaro e hizo este comentario: —No creía que su protector tuviera tanta fuerza, porque las cosas que me ha contado apenas se pueden creer. Yo estuve de acuerdo y le manifesté que llevaba varias horas de no saber con certeza si estaba viviendo o me encontraba en estado de sonambulismo. Al salir de la dirección, comencé a dictarle a la mecanógrafa la correspondencia, pero no había terminado la primera carta cuando se
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presentó en mi oficina el director, que traía el sombrero en la mano, y me convido a salir a la calle. Naturalmente, lo seguí, y cuando hubimos salido del Museo me dijo que lo que me había sucedido era tan singular que ameritaba pedirle un consejo a don Rosendo Pineda. Agregó don Genaro que don Justo podía resentir la gestión que yo había hecho y, por lo mismo, convenía obrar con tacto y con finura. Al llegar al despacho del político oaxaqueño, Julián Morineau me dijo sonriendo: —Le acabo de decir al licenciado Pineda que ibas a venir a verlo, pero no sospechaba que te presentases inmediatamente. —¿De modo que –me preguntó don Genaro– ya había concertado usted esta entrevista? —No, señor, lo que sucede es que Julián y yo desayunamos juntos hace una hora y yo le dije que uno de estos días vendría a visitar a don Rosendo. Fuimos introducidos y don Genaro le dijo al licenciado Pineda que yo necesitaba su orientación y su consejo. Enseguida, dirigiéndose a mí, me impulsó a que relatara una vez más lo que me había sucedido. Mientras le hablé de las diligencias que había practicado para conseguir la cátedra de historia, y del tropiezo que había sufrido a última hora, don Rosendo me escuchó con gesto aburrido y casi dando a entender que no tenía vela en aquel entierro; pero desde el momento en que me referí a mi encuentro con el señor Arguinzoniz y a la cita que me había dado en la verja del Castillo de Chapultepec, me miró con interés cada vez mayor. Le describí rápidamente la llegada a la antesala, la recepción, el interés con que el presidente me había oído y el apunte que había hecho sobre un papel. Pero, sobre todo, le hice
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ver que aquella entrevista inesperada que había tenido con el César me tenía anonadado, suspenso, entre fantasías y quimeras, y que aún no recobraba el sentido de la realidad. Don Rosendo estalló en una ruidosa carcajada y, mientras don Genaro y yo lo mirábamos con ojos perplejos, dijo: —Arguinzoniz tenía una vieja cuenta que cobrarle a Justo Sierra y aprovechó esta oportunidad para castigarlo con una travesura. Han de saber ustedes que, hace poco más de treinta años, Arguinzoniz era lerdista y Sierra era legalista, con don José María Iglesias. Los dos se reconciliaron en el porfirismo, pero quedaron algunos resabios y por eso fue que Antonio, al enterarse de su caso, resolvió llevarlo con Júpiter para que le hiciera justicia. Al general Díaz le encantan estas oportunidades de ser magnánimo, de dictar sentencias salomónicas, y como Arguinzoniz lo sabe, está seguro de haberle brindado un placer. –Y luego, volviéndose a reír francamente, el licenciado Pineda exclamó:– ¡El susto que va a recibir Justo cuando le llegue la orden del presidente! —Pero, señor, yo no tengo nada que ver con esa rivalidad, no tengo la culpa de viejos resentimientos, soy extraño a esa travesura, como usted la llama. ¿Qué me aconseja usted que haga? —Usted no tiene que hacer nada; déjese querer porque, nombrado por Júpiter, buen cuidado tendrán los dioses menores de no tocarlo. Su caso es singular, singularísimo, porque usted no buscó al general Díaz. Tampoco él lo buscó a usted, porque no busca a nadie; espera que todos vayan hacia él. Fue una verdadera casualidad su encuentro con Arguinzoniz; pero esa casualidad va a normar toda su vida. Yo tengo mucha sangre india en mis arterias y, tal vez por eso, soy
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algo fatalista: no se puede luchar en contra de los dioses. Nunca me he dedicado a las bellas letras, como Joaquín Casasús, como Emilio Rabasa, como Justo Sierra, como muchos otros amigos que me superan en intelectualidad; pero entiendo mejor que ellos la tragedia griega. Cuando el destino manda, hay que acatarlo. Hasta ahora su vida se ha vinculado con Justo Sierra; pero, desde esta mañana en adelante, su vinculación es con Porfirio Díaz. –Y tras de las palabras solemnes que acababa de emitir, casi arrepentido de aquel desahogo lírico, y burlándose de sí mismo, dijo lo que sigue:– Me puse a literatear y debo haberlo hecho muy mal, por lo que les ruego que no repitan lo que acaban de oír, porque me expondrían a ser el blanco de muchos sarcasmos e ironías. —Todo lo contrario, señor, ha literateado usted espléndidamente, y créame que, además de agradecerle su apreciación, me voy encantado por haber descubierto esta faceta insospechada de su fascinante personalidad.
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LA INDUMENTARIA DE HACE CINCUENTA AÑOS
¿Era la sociedad mexicana, en la primera década del siglo XIX, más solemne y formalista que la sociedad actual? Sí lo era, y tanto más que cuando las comparo me parece que no han transcurrido cincuenta sino quinientos años. Cada vez que recuerdo a los profesores de la Escuela de Jurisprudencia de aquel tiempo, veo con la imaginación a don Pablo Macedo y a don Joaquín Casasús, a don Pedro Azcué y a don Manuel Vázquez Tagle, vestidos de jacquet y con sombrero de copa. Don Jacinto Pallares y don Tomás Reyes Retana eran todavía más rigurosos en su indumentaria porque, aparte de la chistera, llevaban levita cruzada. Y este vestuario severo no era únicamente para las ceremonias de etiqueta: lo usaban mis maestros diariamente como la cosa más natural del mundo. ¿Se trataba del atuendo de una corte? No, porque ni don Pedro Azcué ni el licenciado Vázquez Tagle tenían el más leve contacto con la vida oficial. En cuanto al gran don Jacinto, aparte de encontrarse lejos de la política porfirista, era la antítesis viviente del protocolo. Entonces, ¿por qué vestían con tanta formalidad? Yo creo que lo hacían para satisfacción propia, para tener el gusto de que su presentación social estuviera de acuerdo con los atavíos de su inteligencia. Y si los hombres superiores le daban a las formas y a las maneras tanta importancia, los funcionarios no podían aparecer desaliñados 311
en los actos públicos. Y otro tanto sucedía en las reuniones de carácter social. En los matrimonios de hogaño, únicamente el novio y los padrinos visten jacquet: en los de aquel tiempo, todos los invitados se sometían a la misma formalidad. En los entierros, el traje de luto se imponía de manera rigurosa; y en las tertulias y en los bailes se llevaba frac o cuando menos el “tuxedo”. Por todas partes, la decoración elegante, el detalle exquisito, la ceremonia espléndida. Y don Porfirio, un hombre de formas impecables, era el centro obligado de aquella sociedad que había adquirido un estilo refinado y superior. Las mujeres completaban el cuadro con vestiduras y tocados en los que solamente se tomaba en cuenta la belleza. Sedas crujientes como las que se miran en los cuadros de Watteau y sombreros inmensos como los que llevan las mujeres retratadas por Gainsborough. Recuerdo la manifestación en honor de Juárez, el 18 de julio. Todos los componentes del desfile se juntaban en la Plaza de la Constitución entre las nueve y las diez de la mañana. La levita y la chistera tenían que incomodar a quienes las llevaban bajo un sol canicular. El cortejo recorría las calles de Plateros (hoy Madero) y la Avenida Juárez, y al llegar a la estatua de Carlos IV se viraba hacia la derecha para seguir por la calle de Rosales. Naturalmente, cuando los manifestantes arribaban al Panteón de San Fernando, donde se encontraba la tumba del reformador, sudaban de manera copiosa y se veían casi estrangulados por los altísimos cuellos que estaban entonces de moda. Allí, un orador pronunciaba el panegírico y un poeta (desmelenado del 18 de julio, como dijo en frase cáustica don Francisco Bulnes) recitaba una oda. Y, como el sol disparaba sus dardos de fuego, aquel homenaje significaba un inmenso sacrificio; pero a nadie se le ocurría protestar
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porque todos estaban de acuerdo en que la indumentaria de verano habría sido irreverente. Lo mismo sucedía en los actos conmemorativos que se celebran el 5 de mayo, y el 8 y 16 de septiembre en la tribuna monumental de Chapultepec. Los sombreros de seda, que no protegían contra el sol, y las levitas, que almacenaban calor, se consideraban no tan sólo apropiados sino necesarios e insustituibles. Y, cosa curiosa, estas prácticas rituales no eran exclusivas de la capital de la república, pues también las ciudades tórridas, como Veracruz y Mérida, las imponían a personajes importantes, sin cuyo concurso no se concebía el esplendor de los aniversarios. Todos llevaban las mismas prendas opresoras, que deben haber sido intolerables, aunque no tanto como las armaduras de acero que vistieron Hernán Cortés y los conquistadores del siglo XVI. Los españoles se apoderaron de Anáhuac, pero se sometieron a la tiranía de la coraza y del casco. El despotismo de hace cincuenta años (la levita y el sombrero de copa) fue mucho menor y se aceptaba como un deber que, a las gentes de nuestro tiempo, parece el colmo de la puerilidad. El general Díaz no se echaba encima el pesadísimo uniforme de general de división sino dos veces al año: en el 2 de abril, en que recibía la felicitación de sus compañeros de armas, y en el 15 de septiembre, que era su cumpleaños. Para las demás ceremonias, vestía la levita en las mañanas y el frac en las veladas. Hoy se acostumbra decir que aquello era un alarde de aristocracia cursi, pero esta apreciación es muy discutible porque don Benito Juárez, que no pudo ser más demócrata de lo que fue, nunca se quitaba el frac. Después del triunfo de la revolución de 1910, el presidente Madero también alternaba en los
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actos cívicos la casaca con la levita. Don Venustiano Carranza, desde 1913 hasta 1916, usó un traje semi-militar de campaña, que no pasaba de ser decorativo por la sencilla razón de que nunca anduvo en campaña ni se asomó a una sola batalla. En 1917, cuando se pregonó que había terminado la era preconstitucional y el primer jefe se había transformado en presidente de la república, otorgó su protesta ante el Congreso vestido de frac, de ese frac que nunca quiso usar el general Lázaro Cárdenas. Conste que estos imperativos de la etiqueta no fueron exclusivos del porfirismo ni de México pues, en los demás países, las gentes eran también rituales y ceremoniosas. Los franceses se achicharraban el 14 de julio y, el que lo dude, puede consultar los grabados de L’Ilustration de París. De los ingleses ni para qué hablar, pues siempre se han distinguido como devotos de la regla, de la compostura y de la escrupulosidad. Pasar revista a los volúmenes de The London Ilustrated News es lo mismo que recorrer la historia de una indumentaria llena de normas y de pragmáticas. Y cosa igual sucedía en las demás naciones europeas y en las repúblicas del nuevo mundo: en dondequiera se pagaba por el buen tono, el precio alto de incomodidades y de molestias. Esto no lo pueden comprender las nuevas generaciones porque la guerra infernal que estalló en 1914 rompió a cañonazos las normas acumuladas durante varios siglos. Después de pasar años en la sociedad de las trincheras, y de ver diariamente el horror de la muerte, los supervivientes del cataclismo se rebelaron contra todo lo que pusiera limitaciones a su libertad. La tragedia fue tan pavorosa que nadie quiso someterse a lo que siempre se había visto como el imperio encantador de la cortesía.
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¿Cómo iban a aguantar los hombres la esclavitud voluntaria de la etiqueta, cuando las propias mujeres renunciaron a tocados y vestiduras que durante milenios habían sido considerados como pedestales insustituibles de la belleza? Desde que Eva se vistió con hojas de higuera hasta que vino el incendio de 1914, el sexo femenino conservó dos cosas que permanecían estáticas, aunque cambiaran las costumbres: la cabellera, cuyo crecimiento se estimulaba en vez de detenerse, y la falda, que llegaba hasta el suelo. Modas iban y modas venían, pero nadie osaba subir la saya que cubre las pantorrillas y los tobillos, ni menos meter la tijera para cortas las trenzas, los bucles y los caracoles que los poetas habían cantado desde que el mundo es mundo. Ante todo y sobre todo, las mujeres de antaño querían ser bellas, y durante siglos –¡treinta siglos!– les parecieron sus melenas acariciadas por el viento, y el recato con que las túnicas las cubrían de la cintura para abajo, elementos que subrayaban su feminidad y, por tanto, les servían para atraer y dominar a los hombres. Y esta fidelidad hacia la falda larga y la cabellera íntegra no fue quebrantada ni por los deportes, pues muchos grabados del siglo XIX presentan a las jugadoras de tenis manejando la raqueta ágilmente a pesar de sus onerosos atavíos. A mí me tocó ver a las mujeres que montaban a caballo a fines del siglo pasado, y todas ellas se sentaban en el albardón, en vez de encajarse como los hombres. Sus faldas eran larguísimas y rematadas por pedacitos de plomo, a fin de que el aire no las levantase. Y conste que la largura de las faldas y las cabelleras no fueron cosas de un solo país, pues lo mismo en el Oriente que en el Occidente, igual en la zona tórrida que en las regiones polares, las mujeres enredaban los corazones masculinos con sus cabellos
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ensortijados. ¡Y eso duró tres mil años! Pero de pronto, de cuarenta años para acá, cambiaron las costumbres de manera tan radical y definitiva que se pregunta uno asombrado por qué las estrellas no se han desprendido de las constelaciones actuales para formar otras nuevas, en este delirio súbito de transformación. Aquellas que nunca habían consentido en ser pelonas ni en exhibir sus pantorrillas, aunque fueran esculturales, reclamaron de las modistas que subieran las faldas, y de los peluqueros que las libertasen con sus tijeras y hasta con sus máquinas raspadoras de lo que siempre habían considerado como un tesoro y que, desde entonces, les pareció un yugo esclavizador. Y, naturalmente, si las mujeres ya no se sacrificaban en aras de su belleza, tampoco los hombres iban a aguantar el formulismo de las levitas y de los sombreros de copa. Conste que, al recordar aquellos tiempos, no lamento que el ritmo antiguo haya desaparecido, pues tengo la convicción de que todas las transformaciones, una vez efectuadas, tienen el carácter de irreparables. El mundo comenzó a correr de prisa y con tal velocidad que la vida de hogaño sería imposible con levitas cruzadas y faldas que van recogiendo microbios al arrastrarse por el suelo. Ya no volverán las glorias que fueron, las bellezas que se marchitaron, los esplendores que han terminado en cenizas; pero precisamente porque el retorno es imposible, incluyo esta viñeta del pasado en mis memorias.
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EMETERIO, EL FANTáSTICO
Un poco antes de que Pallares y yo saliéramos con rumbo a Europa, me encontré en la calle con Juan Sánchez Azcona, que me anunció que un hombre de negocios de los Estados Unidos, de origen italiano, llamado Ernesto D. Simondetti, le había ofrecido la dirección de El Diario, un periódico independiente que se iba a fundar con maquinaria moderna y los mejores servicios informativos, para hacerle competencia a El Imparcial, de los Reyes Spíndola. Me convidó para formar parte de la redacción y yo le respondí con gratitud pero sin aceptar el ofrecimiento, porque de un día a otro iba a emprender el viaje. Aquella aventura periodística debe haberse iniciado a fines de 1906 o a principios de 1907. A mi regreso, vi que Simondetti, lejos de cumplirle a Sánchez Azcona las promesas que le había hecho, le entregó un equipo material muy pobre y un equipo intelectual más pobre todavía. Y El Diario, en vez de minar la fuerza de El Imparcial, resultó un periódico segundón con escasísima personalidad. Como siempre sucede, el gerente de la empresa le echó la culpa del poco éxito al director y resolvió despedirlo; pero como no podía hacerle ninguna reclamación sin provocar una contrarreclamación, le extendió un poder general al licenciado Emeterio de la Garza Jr. para que se encargara de aquella desagradable comisión. Una vez otorgado el poder, Simondetti se fue a los Estados Unidos y Emeterio se hizo 317
cargo del periódico; y no le fue difícil deshacerse de Juan, porque en el primer conflicto el director renunció y le fue aceptada su dimisión. Sánchez Azcona no resultó perjudicado porque su salida de El Diario le brindó la oportunidad de fundar, por su propia cuenta y bajo su exclusiva responsabilidad, México Nuevo, que tuvo más importancia y mucha mayor trascendencia que el periódico de Simondetti durante toda su existencia. Ya obrando como amo y señor, Emeterio le ofreció a Hipólito Olea la secretaría de redacción y le dijo que quería hablar conmigo para darle a El Diario bases más firmes y una orientación mejor. Acudí a verlo y comprendí que su pensamiento era el de quedarse con la dirección, dejándome a mí como jefe de redacción y a Hipólito como secretario. El propósito no podía ser más irreal, porque ninguno de los tres teníamos conocimientos ni experiencia para conducir acertadamente un órgano cotidiano. Por otra parte, ni Hipólito ni yo conocíamos a Simondetti y no podíamos sentirnos seguros mientras él no nos ofreciera directamente los empleos. Por último, no me simpatizaba aquella combinación después de la inconsecuencia del italoamericano para con Juan Sánchez Azcona. Sin embargo, como era tentador el puesto de jefe de redacción de un diario, consulté el asunto con don Genaro García, quien me aconsejó que por ningún motivo me metiera en aquel lío. Además, me dijo que corrían rumores muy desagradables sobre Simondetti y Fornaro, un dibujante mediocre que llegó a nuestro país con la pretensión de revolucionar el arte de la caricatura. Se contaba de ambos que habían pretendido sacarle un anuncio muy jugoso a la Compañía de Luz Eléctrica y que al no conseguirlo habían emprendido una campaña hostil.
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Todo esto se lo conté a Hipólito, para anunciarle que yo seguiría como bibliotecario del Museo y que, por su parte, lo que más le convenía era seguir litigando en el palacio penal. Mi compañero le contó a Emeterio, de manera confidencial, por qué no aceptábamos su generoso ofrecimiento; pero él, en lugar de sorprenderse, le contestó con su acostumbrado aplomo: —Por supuesto que Simondetti y Fornaro son un par de “brigantes”, pero como yo soy más “brigante” que los dos juntos, ya verá usted que, cuando quieran comer, yo habré terminado ya la digestión. Así era Emeterio: se autoinsultaba a fin de que sus apreciaciones resultasen más incisivas y cortantes. Seguía la técnica sutilísima de Henrique Heine, con la particularidad de que Emeterio lo hacía espontáneamente, sin conocer la obra demoledora del judío de Dusseldorf. Era obvio que Emeterio andaba detrás de algo que le convenía; pero también era evidente su intención generosa de ayudarnos. Por eso nos sentimos muy obligados con él y nació una amistad que me dará tema para llenar más de un capítulo de estas memorias. Como ya lo expresé en páginas anteriores, cuando vine a esta capital, en enero de 1903, traje una recomendación para su padre, el licenciado Emeterio de la Garza Sr.; consideraba a su tío Jesús de la Garza como si fuera mi hermano; trataba con cariño correspondido a su hermano Pepe; era también amigo (y lo sigo siendo) de Paco, el menor de la familia; pero de Emeterio sólo me había llegado hasta entonces su leyenda, una de las leyendas más ruidosas de la primera década de este siglo. Vivía como un prócer en una residencia suntuosísima de la calle de Medinas (hoy Cuba), en donde lo servían lacayos de librea; publicaba artículos fanfarrones, siempre llenos de ingenio, en los periódicos.
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Se decía que su facundia era inagotable y que su audacia no tenía límites; sus malquerientes lo llamaban Megaterio de la Farsa; pero él, colocándose arriba del apodo, seguía desparramando una fascinación irresistible en su derredor. Mezcla desconcertante de un talento que solía llegar hasta los linderos del genio y, a la vez, con una imprevisión que parecía infantil; de una potencia para el trabajo que se sobreponía a todas las fatigas y, al mismo tiempo, voluptuoso e inerte frente a la tempestad que podía llevarlo a un naufragio inevitable; clarividente para todas las cosas, pero ciego para aquellas que atañían a su propia personalidad; con una generosidad tan grande que le permitía obedecer sin esfuerzo la consigna de Cristo, para que su mano izquierda no se enterase de lo que daba su mano derecha y, junto a tamaña esplendidez, una indiferencia inconsciente, capaz de sacrificar en sus locuras a su padre y a sus hermanos; discípulo de Diógenes y de Epicuro, porque ningún escrúpulo frenaba su palabra atrevida y desenfadada y ninguna continencia amortiguaba su fiebre de placer; capaz de jugarse el todo por el todo en un campo de grandeza, pero inepto para las pequeñas encrucijadas de la vida, Emeterio dejó una leyenda sin paralelo y hace pensar en la apreciación de Eça de Queiroz sobre la personalidad inquietante de Alcibíades: “si hubiera tenido ponderación, habría sido el más grande de los griegos”. Pero no, no tenía ponderación y, por lo mismo, cualquier empresa que iniciara tenía que llegar al fracaso. Su psicología de jugador lo empujaba a plantear esta disyuntiva: o todo o nada. Y, naturalmente, el segundo término acababa derrotando al primero. Cuando Hipólito y yo declinamos su proposición, le ofreció la dirección de El Diario
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al licenciado Querido Moheno quien, más confiado que nosotros, la aceptó no sólo con gusto, sino con entusiasmo; pero, a las dos semanas, regresó Simondetti de los Estados Unidos y no se pudo entender con él. Quedó fuera del periódico y con muchos dolores de cabeza. Años después, me contó Querido que Emeterio le había recomendado con empeño que me llamara en calidad de auxiliar. “Así fue –me dijo mi compañero de ‘Cuadrilátero’– como oí, por primera vez, el nombre de García Naranjo”. En cuanto a Emeterio, muchos años después, al recordar cómo se habían iniciado nuestras relaciones, me dijo, en tono de reconvención, que Hipólito y yo le habíamos frustrado una combinación infalible: —Ustedes dos se habrían encargado de correr a todos los redactores y reporteros, sustituyéndolos por hombres de absoluta confianza; yo me habría encargado de echar a la calle a todos los empleados que dejó Simondetti; y así, cuando este aventurero regresase a México, habría tenido que aguantar, por la voluntad o por la fuerza, las nuevas circunstancias creadas por nosotros; pues de querer introducir cambios, habría tenido que suspender la publicación del periódico, por dos o tres semanas, y eso era inadmisible. Por tal causa, le anuncié a Olea que, cuando él quisiera comerme, ya habría terminado yo la digestión. Me reí de tan ingeniosa combinación y le dije: —Es usted tan pícaro y tan genial como Fouché. —¿Por qué? –me preguntó intrigado, y yo le respondí: —Porque el célebre ministro napoleónico organizó la policía del imperio maravillosamente, pero de tal guisa que él, únicamente él, la podía manejar. Napoleón advirtió aquella maniobra astuta y lo corrió; pero ¡en qué marañas se metió el duque de Rovigo cuando se encargó
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del ministerio de la policía!: cada paso que daba el general Savary era un desacierto y, cuando consultaba el archivo, lo único que conseguía era acabarse de enredar. Y Napoleón, haciendo de tripas corazón, tuvo que llamar nuevamente a Fouché. –Emeterio se sintió encantado porque lo comparaba con el astuto duque de Otranto; pero yo le marqué el alto diciéndole que, de cualquier modo, la combinación habría fracasado.– Fouché era insensible y usted, un manojo de nervios; Fouché era egoísta y usted es generoso; Fouché era un calculador que todo lo preveía y usted es un desbaratado con una venda perpetua sobre sus ojos; Fouché era frío como el hielo y usted siempre ha sido y seguirá siendo un volcán. El mismo genio y la misma audacia; pero, en todo lo demás, no sólo es diferente sino antitético. Y Emeterio me contestó: —Estoy conforme con las diferencias, pero no se olvide usted de que Fouché tenía que lidiar con un italiano como Bonaparte, en tanto que yo lidiaba con un italiano mucho menor, o sea Simondetti. —De cualquier modo –le contesté–, ¡qué bien hicimos Hipólito y yo en no meternos en aquel lío! Y los dos completamos la evocación con alegres y sonoras carcajadas.
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TRES AÑOS EN EL MUSEO
Al lado de don Genaro García aprendí algo de historia de México y algo también de bibliografía; pero lo que aquel hombre ejemplar supo infiltrarme fue la disciplina. Yo había sido un soñador divagado y él me enseñó a trabajar con método. En un pueblo como el nuestro, de costumbres caóticas y desorganizadas, todo el que trata de sistematizar el trabajo pasa por ser rígido e implacable. Don Genaro tenía fama de ser eso porque no permitía el ocio ni el desconcierto en su derredor. El que faltaba a sus obligaciones sufría una reducción en su salario; nadie podía jactarse de romper aquel régimen inflexible pero eficaz. Recuerdo la indignación con que mi fraternal amigo Francisco M. de Olaguíbel recibió la única multa que le fue impuesta en su vida, por una ausencia que no se había cuidado de justificar. Don Genaro y él eran compañeros en el Congreso y se extrañó de ser medido con la misma vara con que se medía a los escribientes. “Me ha querido humillar con su autoridad y hoy mismo presentaré mi renuncia”, me dijo con hondo resentimiento. Yo lo tranquilicé, manifestándole que la multa nada tenía de personal: el Museo era una máquina que marchaba con la precisión de un cronómetro, y los amigos del director estábamos más obligados que nadie a no traerle dificultades ni complicaciones. Si se disculpan las faltas de unos, se pierde el derecho de aplicarles sanciones a los demás. “No, querido Paquito, el director no lo ha hu323
millado y usted lo va a comprobar muy pronto; por lo mismo, le ruego que no le dé a don Genaro el disgusto de presentarle su renuncia”. Olaguíbel tuvo la deferencia de escucharme y muy pronto adquirió la certidumbre de que el castigo impuesto no provenía de un hombre sino de todo un sistema. Cuando me hice cargo de la biblioteca, a mediados de 1907, eran muy raros los lectores que la frecuentaban y, por tal causa, me resultó muy fácil completar los catálogos cedulares que apenas se habían iniciado. Me impuse la tarea de hacer treinta cédulas diarias; al cabo de tres meses, ya había hecho la catalogación de todos los libros. Don Genaro quedó muy complacido y así se lo hizo saber a la Secretaría de Instrucción Pública y, tanto él como don Ezequiel A. Chávez llegaron a creer seriamente que mi vocación se encontraba en la bibliografía. Y como don Justo Sierra me había nombrado antes bibliotecario de la Academia de Bellas Artes y vigilante de la Biblioteca Nacional, se mostró satisfecho de que yo me hubiera enamorado de los libros. —Lo malo, señor –le dije una vez a don Genaro–, es que casi nadie viene a la biblioteca. Desde el punto de vista de mis conveniencias es lo que mejor me resulta, porque casi todas las horas de trabajo me las paso leyendo. —Es que las gentes –me contestó el director– no toman el Museo como una institución científica, sino como un centro de diversión. Si usted se pone a observar a los visitantes, advertirá que el noventa por ciento acude a ver la carroza del archiduque Maximiliano y el megaterio –un esqueleto en yeso de animal antediluviano que todavía se exhibe en el Museo de Historia Natural–. Pero todo esto lo vamos a transformar. –Y me expuso su programa: sacar las colecciones
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zoológicas, botánicas y mineralógicas para integrar con ellas una institución científica autónoma.– En cuanto a nosotros –agregó–, nos quedaremos únicamente con la arqueología, la historia y la etnología. Ya conseguí del Ministerio que modernizara nuestro taller de imprenta y, muy pronto, nuestras publicaciones, que son estimadas en el extranjero, tendrán un prestigio mayor. Nuestro departamento arqueológico es de primera calidad pero, por falta de clasificación, no presta un servicio eficaz; nuestra sección histórica es muy pobre, pero hay que enriquecerla; y en cuanto a los departamentos de etnología y de arte industrial, habrá que crearlos. Todo esto lo haremos en dos años y, cuando celebremos el centenario de la Independencia, verá usted que nuestro Museo figurará en primera línea y estará en condiciones de recibir decorosamente a los mejores americanistas del mundo. El secretario de la institución era Roberto Argüelles Bringas, un poeta cuyas estrofas parecían de acero y que antes habían trabajado en el Ministerio de Instrucción Pública. Cuando don Genaro tuvo dificultades con el secretario anterior, Abel C. Salazar –que también era poeta–, don Justo Sierra les propuso a Roberto y a Abel que permutaran sus empleos; y así fue como Salazar pasó a ser oficial de la Secretaría, mientras Argüelles Bringas entró a formar parte del personal del Museo. Cito esta permuta singular porque revela la bondad del ministro, que siempre se preocupaba de que las crisis se solucionaran armoniosamente a fin de que la gente de letras no resultase perjudicada. A mediados de 1908 me fue a ver a la biblioteca Roberto Argüelles Bringas para hablarme confidencialmente: —El empleo de secretario del Museo tiene un sueldo de 125 pesos, y como yo ganaba en el ministerio 150, se me dio una pensión de
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Historia de 30 pesos, a fin de que no perdiese con el cambio; pero he visto que en el próximo presupuesto fiscal, mi antiguo empleo va a ser remunerado con 200. Por lo mismo, deseo volver, porque ganaré 45 pesos más. Esto es para mí muy importante porque pienso contraer matrimonio, y como me consta la consideración y el cariño que siente por usted el director, le ruego que se sirva tratar el asunto con don Genaro, a fin de que no vaya a suponer que estoy descontento con él. Se trata únicamente de centavos, y como quiero, en caso de que sea posible, retener mi pensión de Historia, dispondría de un ingreso de 230 mensuales, que es casi el sueldo de un diputado. Le respondí a Roberto que ese mismo día le iba a hablar a don Genaro y que estaba seguro de que no resentiría su separación. Y más aún: que no le quitaría su pensión de Historia, pues le había oído expresarse con entusiasmo sobre su estudio de Cuauhtémoc. El director me oyó y me respondió concisamente: “Tiene razón Argüelles Bringas”, y llamándolo inmediatamente le dijo delante de mí que estaba muy agradecido por la seriedad y la eficacia con que había cumplido siempre sus deberes, y que le pedía que no renunciase a su pensión, pues tenía mucho gusto de seguirlo contando entre sus discípulos. Y luego, señalándome a mí, le manifestó que yo iba a ser su sucesor. Así fue como, el primero de julio de 1908, dejé la biblioteca para desempeñar la secretaría. Con este carácter, fui testigo de la transformación del Museo. Para formar las colecciones que eran menester, faltaba lo esencial, que es el dinero. Quien consulte los presupuestos y las cuentas de gastos de aquel entonces, se convencerá de que la vasta obra fue extraída de la nada. El señor Limantour tenía la obsesión de que el Ministerio de Instrucción
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Pública era muy derrochador y, por tal causa, lo tenía reducido a cifras que entonces nos parecían insignificantes y ahora convidan a reír. Sin embargo, con aquellas cantidades miserables don Genaro realizó prodigios, pues consiguió que los centavos rindieran como si fuesen onzas de oro. Por una suma mínima, compró la colección Espino Barros que, aunque muy pobre, sirvió de base para formar el departamento industrial. Se limpiaron los objetos, se clasificaron, se ordenaron y fueron exhibidos con el mayor lucimiento posible. Recuerdo que el Doctor Atl, al ver las vitrinas llenas de aquellas piezas, me dijo sonriendo: “Es maravilloso cómo se le ha dado forma presentable a este mugrero”. Pero aquel mugrero fue el principio, el núcleo en cuyo derredor se formó el departamento decorativo. Para completar la sección de Historia, se trabajó esforzadamente para que la Academia Nacional de Bellas Artes le cediera al Museo aquellos retratos que tenían más mérito histórico que artístico, como el de don Anastasio Bustamante, pintado por Podesti, y el don Andrés Quintana Roo, por Clavé. Al mismo tiempo, el director pedía insistentemente a la Secretaría de Instrucción Pública que le recomendase al Ministerio de Relaciones Exteriores que gestionara la devolución de la célebre cruz maya, que fue arrancada indebidamente de las ruinas de Palenque y, más indebidamente aún, fue llevada a los Estados Unidos. Y se salió con la suya: la cruz fue devuelta a México para ocupar un sitio de honor en las salas de arqueología. Hace diecisiete años aquel hombre, que era a la vez un paradigma de método riguroso y de entusiasmo creador, fue atacado injustamente, y yo me permití defenderlo de la siguiente manera: “No es el cariño quien me hace decir que don Genaro García fue el constructor del
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Museo, pues aún viven muchos de los que trabajaron a su lado y estoy seguro de que ninguno rectificará una sola de mis aseveraciones. Y como no acostumbro hacer citas vagas ni imprecisas, invoco el testimonio de don Luis Castillo Ledón, de don Andrés Molina Enríquez, de don Manuel Gamio, de don Alfonso Teja Zabre, de don Juan B. Iguiñez, de don Carlos González Peña, de don Miguel O. de Mendizábal, de don Antonio Cortés y de don Ramón Mena. Nadie ignora que estos caballeros se hallan separados entre sí por credos diferentes y, por lo mismo, su coincidencia para juzgar a un hombre no puede ser sospechosa de parcialidad”. Nadie se atrevió a desmentirme y, por ello, mi juicio quedó en pie. Al lado de don Genaro aprendí a investigar, aprendí a darle valor a los documentos, dejé de construir castillos en el aire; aunque lo más curioso fue que él, en vez de cortarme las alas líricas, me animaba a volar porque, a su juicio, la imaginación bien empleada no es un enemigo sino un auxiliar de la historia. La secretaría del Museo me sirvió muchísimo porque los estudiosos de la época dejaron de verme como un bohemio incorregible para tomar en serio mi naciente personalidad. Un detalle de vanidad pueril: disponía para mi correspondencia de un papel cuyo membrete era el siguiente: “Correspondencia Particular del Secretario del Museo Nacional”. Hoy me río de este detalle, pues entonces sentí que era algo menos que un funcionario, pero algo más que un empleado.
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UNA VALLA DE ESPALDAS
Entre las múltiples tradiciones de la vieja Escuela de Leyes que
se contaban hace cincuenta años, hay una que recogí de labios del licenciado José Lorenzo Cosío, que en aquel tiempo era el prefecto del plantel. Nunca la vi escrita, ni menos publicada, ni tampoco se me ocurrió escribirla yo mismo para someterla a la aprobación de quien me había hecho el patético relato. Don José Lorenzo murió hace algunos años y, ahora que estoy haciendo la recolección de mis recuerdos, no quiero que se me pase aquella crónica oral; por tal causa valiosísima, todos los que conocieron al licenciado Cosío saben que, si no ponía mucha gracia ni emoción en sus escritos, en cambio, cuando hablaba, su palabra sencilla y pastosa tenía una seducción excepcional. La crónica, que se podría llamar “El retorno de don Manuel de la Peña y Peña a la Escuela de Derecho”, no merece perderse; y, por tal causa, la incluyo en estas memorias, con la esperanza de que algún enamorado de la historia procure apuntarla con documentos, en el caso de que se encuentren algunos. Yo me limito a repetir lo que oí, y, aunque mi poder de retentividad no ha sido malo, es posible que incurra en involuntarios errores. Todos los que se interesan en las investigaciones de nuestro pasado saben que don Manuel de la Peña y Peña ocupó siempre con lustre altos empleos diplomáticos, jurídicos, financieros y educativos en el
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primer cuarto de siglo del México independiente. Saben también que fue ministro de Relaciones Exteriores y de Gobernación, y que desempeñó con acierto la dirección de la Academia de Jurisprudencia, la rectoría del Colegio Nacional de Abogados y la presidencia de la Suprema Corte de Justicia; e igualmente saben que, por estar ocupando el primer sitial de dicha Corte, fue llamado a presidir los destinos de la nación en el momento más aciago de nuestra historia, es decir, cuando los soldados norteamericanos eran los dominadores del territorio nacional. Pero lo que no se sabe es que, de todas las funciones que le tocó cumplir, la que más estimaba el señor De la Peña y Peña era su cátedra de derecho público en la vieja Escuela de Leyes. Daba sus lecciones con cariño y con devoción. Amaba a la juventud y buscaba su contacto para rejuvenecer su espíritu y remozar sus ilusiones. Resulta pálido cualquier relato que se haga de lo que sufrió el noble jurisconsulto en el Palacio Nacional. La presidencia, que trae aparejados grandes honores, para don Manuel no trajo sino desventuras. Había que tratar con los invasores de la patria y pagarles el precio de su victoria. Los culpables de la derrota de México habían huido, y era urgente saldar la cuenta porque los acreedores estaban resueltos a quedarse indefinidamente en nuestro territorio, mientras no se atendieran sus premiosas exigencias. Y le tocó a aquel hombre abnegado liquidar deudas que él no había contraído; enfrentarse con responsabilidades que no eran suyas; desafiar los posibles veredictos condenatorios de la posteridad por hechos que él no había realizado. Y tomó la resolución de entregarles a los norteamericanos la mitad del territorio nacional para reconcentrar, en la otra mitad, el espíritu vacilante de una nación que parecía desmoronarse. Otros presidentes
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se han coronado de laureles; De la Peña y Peña sólo conoció la tortura de las espinas. Otros han saboreado la ambrosía de la victoria; él sólo apuró el cáliz de la amargura... ¡Era tan fácil acusarlo! Se decía que había entregado la mitad de México, que había mutilado la patria; que se había doblegado ante los invasores... El pobre De la Peña y Peña, una vez que consumó su sacrificio, entregó la presidencia de la república y cayó enfermo, víctima de las sacudidas brutales que habían minado su organismo. Al recobrar su salud, abrió nuevamente su bufete de abogado y quiso reanudar su contacto con la gente moza, por medio de su cátedra de derecho. Era su ilusión mayor, una ilusión que se iba a convertir en desencanto. Porque los muchachos, haciéndose eco de críticas infamantes, se habían convertido en acusadores. El día en que el licenciado De la Peña y Peña se presentó a dar su primera clase, vio con dolor que los alumnos le formaron una valla de espaldas. Avanzó el maestro en medio de aquel insulto colectivo y, al sentarse frente a su pupitre, advirtió con amargura que los estudiantes se negaban a entrar en el aula para recibir sus enseñanzas. El único que tenía delante era un muchacho que, cuando fue magistrado de la Suprema Corte, le había servido como escribiente. El señor De la Peña y Peña le pidió a aquel discípulo fiel que les dijese a sus compañeros que iba a abandonar la cátedra y que, precisamente por eso, necesitaba hablarles por última vez. Entraron los muchachos y el noble mentor les prometió solemnemente retirarse para siempre de la escuela, ya que la valla de espaldas con que lo habían recibido significaba una ofensa que no se podía conjugar con una obra educativa.
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—Hay necesidad de que los maestros y los alumnos se comprendan y se quieran, pues de otra manera no se concibe la comunión de las inteligencias. Así pues –les dijo–, como ustedes no me quieren, mi vida de preceptor ha concluido; pero creo tener el derecho de hablar como reo, ya que ustedes no sólo me han enjuiciado sino que además me condenan sin haberme oído –y comenzó a hablar con la seguridad y el aplomo de los que están seguros de haber cumplido con su deber–. Me acusan ustedes de haber entregado la mitad del territorio mexicano y yo les contesto que lo hice porque vi con dolor que era la única manera de salvar la otra mitad. Cuando me hice cargo del Poder Ejecutivo, me encontré con un ejército derrotado y disperso que no había recibido sus haberes durante varios meses. Y como las cajas del erario se encontraban vacías, no era posible pagarles su sueldo. Tampoco se les enviaban alimentos ni cartuchos; y en esas miserables condiciones, cuando el jefe de una guerrilla entraba en una población, impelido por menesteres brutales, les imponía a los habitantes un préstamo forzoso, para que la tropa no se muriera de hambre. Ese era el cuadro que presentaban nuestros soldados. En cambio, los invasores, al penetrar en cualquier pueblo, compraban con oro y plata los artículos que necesitaban. Y de esta guisa, donde estaban los norteamericanos había prosperidad y abundancia, mientras que donde entraban los girones desgarrados de nuestro derrotado ejército reinaba la pobreza y se sentía el miedo de las requisiciones. Y comencé a ver con terror que ya no se recibía a los invasores con indignación ni con cólera, y sí se recibía a los nuestros con desconfianza y con recelo. Y comprendí la necesidad de sacar a los norteamericanos de México, inmediatamente, y cualquiera que fuese el precio de su sali-
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da porque, si se quedaban en México, se corría el riesgo de que los hambrientos pidieran para ellos una permanencia indefinida. En esas circunstancias horribles, consentí en cederles la mitad septentrional de nuestro territorio, con la condición de que se fueran inmediatamente, pues no quise correr el riesgo de que nuestra miseria, contrastando con su riqueza, provocara un sentimiento antinacional que nos dejase a merced de los Estados Unidos para siempre. Cuando don Manuel de la Peña y Peña acabó de hablar, estalló en sollozos convulsivos, y los muchachos de Jurisprudencia, también llorando, le pidieron que los perdonara, y además le rogaron que continuara dando su clase de derecho público. Y así fue como el expresidente que había firmado los Tratados de Guadalupe Hidalgo volvió al claustro de la Escuela de Leyes. Es posible que, al rehacer la narración de don José Lorenzo Cosío, haya puesto en ella algo de mi imaginación y mucho de mi temperamento; pero protesto que el relato es fiel en su parte medular, y que me produjo tanta impresión en mi juventud que, después de cincuenta años, no me ha costado mucho esfuerzo la reconstrucción. —De modo –le dije al licenciado Cosío– que en estos corredores se formó la valla de espaldas por donde pasó el más sabio de los maestros, el más abnegado de los presidentes, y el más recto de los caballeros... —No –me respondió don José Lorenzo–, en 1848 el estudio del derecho se hacía en el colegio de la calle de San Juan de Letrán. Y ahora, después de cincuenta años, creo que cualquiera que fuese el escenario donde se efectuó el conmovedor episodio, éste debe recogerse como una de las tradiciones de la noble Facultad de Jurisprudencia.
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MIS úLTIMOS RECUERDOS DE ESTUDIANTE
Ya me encuentro muy próximo a terminar el libro de mis evo-
caciones de la Escuela de Leyes, pues creo que en el mes entrante comenzaré a publicar el volumen tempestuoso de mis memorias políticas. Ahora bien, cuando vamos a salir de una casa que nos ha albergado durante muchos años, lo natural es que, antes de traspasar los umbrales, exploremos con nuestra mirada los rincones más escondidos para recoger la mayor cantidad posible de recuerdos. Fuera de la morada, tomamos el camino que nos aleja de ella y, al pasar por un recodo que nos permite ver nuevamente horizontes, volvemos los ojos por última vez hacia atrás, a fin de imprimir en nuestra mente aquello que se nos va para siempre, pero que también para siempre se queda con nosotros. Esta es la impresión que siento mientras dicto los últimos capítulos de mis recuerdos estudiantiles. Vuelvo los ojos al panorama de mi querida escuela desde 1903, porque no quiero que se me vaya del corazón. Ya he hablado en páginas anteriores de mis compañeros de curso; y, en la imposibilidad de dedicar a cada uno de los demás estudiantes alguna remembranza sentimental, voy a intentar el trazo de unas siluetas de muchachos de hace cincuenta años que por diversos motivos fueron los más populares de aquella brillante generación. No incluiré en esta pequeña galería a José Pallares ni a Hipólito Olea ni a José
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María Lozano porque, habiendo entrado en mi vida muy profundamente, merecen algo más que un apunte ligero y transitorio. De Pallares ya he escrito mucho, y de Olea y de Lozano iré escribiendo en capítulos próximos, a medida que sus existencias se vayan entrelazando con la mía. Por lo pronto allá van unos cuantos bocetos.
Manuel García Núñez Iba un año delante de mí y, por tal causa, no puedo hablar de su calidad de alumno; pero sí digo que fue el más animador de los corrillos estudiantiles, con su ingenio inagotable. Cualquiera que fuese el tema de la plática, Manuel tenía siempre la observación más aguda y original, el comentario más oportuno y gracioso, la apostilla sutil y fina que provocaba un coro de carcajadas. Palabra fácil que estallaba en burbujas espirituales como una copa de champaña; epicureísmo delicioso que tenía el don de meterse en todos los corazones; ironía amable que no hacía daños ni dejaba cicatrices de rencor; epigrama lleno de donosura que hacía gozar al mismo que lo recibía... Citar las múltiples muestras de su despejo y de su viveza sería imposible porque habría que reconstruir íntegramente las conversaciones de entonces, a fin de poderlas saborear con el encanto debido. Sin embargo, no resisto la tentación de contar la forma galana y elegante con que respondió a una acusación que se formuló en su contra después del triunfo de la Revolución. Hubo alguien que lo delató de haber servido al régimen del general Huerta, en 1913 y 1914. Y García Núñez contestó de esta sutilísima manera:
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—Yo no serví a Huerta sino todo lo contrario: Huerta fue el que me sirvió a mí, puesto que no me corrió del empleo judicial que yo desempeñaba desde antes de que él llegara a la presidencia. Nada de un mea culpa que habría sido humillante; únicamente la verdad orlada por la gracia.
R icardo G ómez Robelo En aquella parvada simpática y ruidosa, era el joven que poseía una cultura artística más sólida y sistematizada. Los demás enamorados de la belleza se nutrían desordenadamente en libros procedentes de Francia; y digo desordenadamente porque no se estudiaba con método ni concierto. El bagaje mental de los muchachos de hace cincuenta años se componía generalmente con Los miserables y Nuestra Señora de París, de Victor Hugo; Los girondinos y los idilios de Alfonso de Lamartine; algunas poesías de Alfredo de Musset; las obras crudas de Emilio Zola y demás autores naturalistas; dramas de Alejandro Dumas hijo, etc., etc. Y claro está que a este bagaje había que agregar lo que podría llamarse literatura de moda: la última novela de Paul Bourget o de Pierre Loti; la comedia de Edmundo Rostand que se acababa de estrenar en París; el ejemplar más reciente de la Revista de Ambos Mundos. Gómez Robelo se salía de estos lugares comunes y penetraba en la jurisdicción de las letras anglosajonas; y como yo conocía algo de Lord Byron y de Shelley, de Poe y de Longfellow, se trabó entre nosotros dos una relación comprensiva y cordial. También coincidimos en la estética de John Ruskin y Walter Pater. Ricardo me inició en
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el conocimiento de las obras de Feodoro Dostoievski y era tanto su entusiasmo admirativo por la novela Crimen y castigo que, una vez, en una casa de lenocinio, dobló la rodilla ante una cortesana de mala muerte y, besándole los pies, exclamó dramáticamente como Rodión Románovitch Raskólnikoff: “No te beso a ti sino a todo el sufrimiento humano”. Desde aquel momento, le fue colgado el apodo de Rodión, que él llevaba no sólo con satisfacción sino con orgullo. Hablaba de pintores desconocidos para los estudiantes, como Renoir, Whistler, Degas y Toulouse-Lautrec; y naturalmente nadie podía refutarle sus apreciaciones. En uno de tantos días, un malqueriente anunció a los demás alumnos que le estaba preparando una trampa a fin de que se comprobase que era un “volador”, como dicen los jugadores de póker. —Voy a hablarle de un cuadro que no existe –dijo sonriendo– para ver si traga el anzuelo. –Y efectivamente, una vez que se acercó Rodión a aquel grupo estudiantil, el referido malqueriente hizo la descripción de El fumador de Meissonier. Gómez Robelo lo escuchó con atención y le dijo que estaba equivocado porque El fumador de Meissonier no tenía en la mano un cigarrillo, sino una pipa. Todos los estudiantes comenzaron a reír y Ricardo les preguntó que cuál era el motivo de su hilaridad. Uno de tantos le contestó que había caído en la trampa porque Meissonier jamás se había ocupado de pintar fumadores. Gómez Robelo, con gran aplomo, le replicó que había un fumador en el Louvre de París y otro en la Academia Imperial de Bellas Artes de San Petersburgo. El autor de aquella treta le dijo con acento burlón:– Estoy pasmado de tu audacia porque acabo de inventar que Meissonier pintó un fumador y tú me resultas con que pintó dos.
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Rodión, sin inmutarse, hizo esta consideración: —El caso es muy curioso, porque tú creías estar contando una mentira y te resultó una verdad, como te lo puedo probar en cualquier momento. –Y al día siguiente se presentó en la Escuela de Leyes con grabados de los dos fumadores a que había hecho alusión. Naturalmente, con este episodio curiosísimo, confirmó ser un crítico muy serio. Este caso se me grabó para siempre en la memoria porque una cosa que se concibió como una fantasía resultó una realidad.
Castilla la Vieja Francisco Castilla no concurría a la Escuela de Jurisprudencia porque necesidades de carácter material lo obligaron a aceptar un empleo en el ramo judicial, que absorbía todo su tiempo; pero no por eso se despegó de sus camaradas de la preparatoria, y siguió siendo considerado como un estudiante de leyes que algún día iba a regularizar sus estudios como, en efecto, los regularizó, y pudo obtener el título de abogado. No sé si por nacimiento o por alguna enfermedad, se le acartonó la cara desde que era niño; pero el hecho fue que, a la edad de veinte años, tenía el rostro tan apergaminado como si hubiera sido un sexagenario. Si hubiera tenido barbas, habría parecido un viejo; pero como no las tenía, la senilidad que llevaba en el semblante parecía femenina. Algún travieso conjugó sus arrugas con su apellido, y le puso este apodo tan geográfico como lleno de donosura: Castilla la Vieja. Pero si Pancho no se parecía a Apolo y sí a las Parcas, tuvo siempre cualidades morales tan altas que inspiraron el más profundo respeto
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y el más acendrado cariño de todos los estudiantes. En su empleo del juzgado nunca recibió una propina, pero sí sirvió desinteresadamente a todos los que acudían en solicitud de justicia. Un hombre puro y ejemplar, en el sentido completo de la palabra. Y su pulcritud y su decencia fueron tanto más notorias cuanto que contrastaban con la ligereza y el desenfado de su hermano Pedro, que llevaba vida de trueno y que fue el personaje central de uno de los jurados de mayor sensación en la primera década de este siglo. ¡Qué claroscuro el que presentaban Pedro y Francisco Castilla! Pedro era un hombre muy bien parecido, muy elegante y dedicado por completo al placer. Pancho era feo, vestía con sencillez pero sus virtudes parecían emanar de la misma Esparta. Cuando Pedro fue juzgado por haber asesinado a Carrera, todas las meretrices de mayor tronío asistieron a su proceso, como si fuera una función de gala de un teatro de primera categoría. Aquel jurado parecía una cita de amor, una cita de muchos amores transitorios y fugaces; pero el reo sonreía satisfecho al ver el tributo que le rendían las sacerdotisas de la liviandad y el pecado. Pancho, en cambio, vivía en la penumbra discreta, en donde se cultivan el decoro y el honor. Yo lo quise como a un hermano y, al evocar el apodo travieso que se le colgó, me vienen a la memoria los hombres de acero de Castilla la Vieja, el Cid Campeador, Guzmán el Bueno, Don Alfonso el Sabio, pues de la misma contextura moral era Francisco Castilla. Un día me dijo, con palabras que sonaban a sinceridad: —Los dos únicos amigos que me quedan son Adolfo de la Huerta y tú. Yo recogí aquel tributo como quien recoge y se prende al pecho una condecoración, y estoy seguro de que don Adolfo lo recibiría en la misma forma, si se digna leer estos renglones.
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LAS ARMAS DE LA BELLEZA INMORTAL
Antes de seguir presentando los bocetos de algunos estudiantes de mi tiempo, quiero aclarar que no pretendo colocarlos arriba del resto del alumnado. El hecho de que los cite indica únicamente que sus vidas se relacionaron con la mía o que me dejaron alguna perenne remembranza. Por tal causa, la falta de citación no implica indiferencia ni desdén. Además, nadie es responsable por recordar ni por no recordar y, consiguientemente, mis memorias tienen que estar llenas de olvidos involuntarios. También me importa decir que ésta no es una galería de retratos, pues a algunos de mis compañeros los recuerdo tan sólo por un detalle aislado que puede sugerir una enseñanza. Y una vez hecha esta declaración, continúo exhibiendo perfiles vagos y contornos truncos. Novoíta Conste que el diminutivo no es un signo despectivo: se lo aplicaban los estudiantes de hace más de medio siglo a Guillermo Novoa por su organismo desmedrado y hasta raquítico. Corto de estatura y muy exiguo de carnes, hacía pensar en el físico de la Petite Chose de Alfonso Daudet; pero eso únicamente en lo material, porque su pobreza bioló-
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gica se compensaba largamente con su inteligencia lúcida, su cultura amplia y su fina comprensión estética. Hijo de don Eduardo que, con el título de subsecretario, era el verdadero ministro de Justicia –pues don Justino Fernández, ya muy anciano, depositaba en él toda su confianza–, Novoíta nunca subrayaba su posición de privilegio sino que, por lo contrario, ponía especial empeño en ser igual a los demás alumnos de la escuela. Y algo más: fue el nexo venturoso entre su padre y los jóvenes más brillantes de aquella generación. No diré que José María Lozano y Rafael Zubarán le debieron sus puestos de agentes del Ministerio Público, pero sí me atrevo a suponer que su intervención (que él nunca recalcó) tuvo algo que ver en las acertadas designaciones. Y lo mismo supongo de los nombramientos de Adolfo Valle, Eduardo Xicoy, Enrique Rodríguez Miramón, Ricardo Gómez Robelo y muchos otros más. Por lo que a mí concierne, cuando terminé mi carrera de abogado, no me ofreció presentarme con don Eduardo porque ya me había llevado a su casa con anterioridad; pero sí me preguntó si quería iniciarme en la carrera de la judicatura. Yo le agradecí su generoso interés, pero le dije que era otro el itinerario que procuraba seguir. Como alumno, Guillermo Novoa fue de primera clase y obtuvo varios premios durante sus estudios. Al recibir el título de abogado, fundó con Eduardo Tamariz un despacho al cual pasábamos a recogerlo Pallares, Olea y yo, para ir a tomar la merienda en unión de otros miembros de “La horda”. Y en nuestras ruidosas discusiones nunca tomó la palabra en calidad de tribuno pero, en el tono pausado y sereno de la conversación, emitía sus juicios, demostrando
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talento y cultura y extrayendo de vez en cuando, de su carcaj, alguna ironía deliciosa.
Eduardo Tamariz Su paso por la escuela fue ejemplar: asistía con puntualidad a todas sus clases, estudiaba metódica y concienzudamente, y sus costumbres austeras, fincadas en creencias religiosas profundamente arraigadas, lo llevaron siempre por los senderos de la virtud. En síntesis, Tamariz fue un estudiante puro y ha seguido siendo un profesional honesto y un caballero irreprochable. Mis relaciones con él siempre han sido cordialísimas, aunque no hemos podido coincidir en la apreciación del capítulo más trascendental de la historia de México. Tamariz pertenece a una familia tradicionalista, en tanto que yo, como casi todos los fronterizos del norte, fui un retoño de una prosapia liberal. Mis dos abuelos se batieron al lado del general Naranjo, en Santa Isabel y en Santa Gertrudis, en San Jacinto y en Querétaro, mientras los antepasados de Tamariz estaban del otro lado de la barricada. Pero esta diferencia de criterios no consiguió dividirnos y la prueba de ello es que, con excepción de José María Lozano y de Rubén Valenti, mi vinculación mayor, en capítulos posteriores de mi existencia, fue con Eduardo Tamariz. Pero de esta vinculación hablaré más detalladamente en el próximo libro de estas memorias, cuando haga el relato de mi vida pública.
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Miguel Garza Aldape La evocación de este camarada de mi juventud me convida a hacer algunas consideraciones sobre el tuteo que por lo general es un signo de confianza y de familiaridad; pero la regla no era observada por los muchachos de hace medio siglo, pues yo siempre traté de usted a José Pallares y a Hipólito Olea, que eran mis amigos más íntimos; lo mismo me pasó con mis compañeros de “Cuadrilátero”, jamás se rompió el turrón entre amigos que, además de la liga del afecto, nos sentíamos amarrados por una gran responsabilidad. Y cosa curiosa: José María Lozano me presentó con Rafael Zubarán, a quien comencé a tutear poco después de la presentación, mientras que con Lozano continuó el tratamiento de usted. José Pallares me puso en contacto con Pepito Gamboa y en un dos por tres rompí el turrón con el segundo y seguí tratando de usted al primero. Pero el caso más peregrino lo suministran mis relaciones con los Garza Aldape. Miguel fue mi compañero de cuarto y eso basta para definir que no podíamos tener secretos, ya que compartíamos nuestras locuras y truhanerías. Manuel era un abogado muy serio y quince años mayor, que trataba a Miguel como si fuera su hijo: por eso, cuando venía a la capital para asistir a las sesiones del Congreso, lo primero que hacía era dejar caer sobre su hermano menor un sermón severísimo que me llegaba a mí de rebote pues, siendo coautor de los hechos que motivaban el regaño, tenía que sentirme regañado. Le teníamos un gran respeto que en ocasiones llegaba hasta el miedo; pero algunos años después de aquellas represiones, Manuel y yo comenzamos a hablarnos de tú, en tanto que entre Miguel y yo ha seguido el tratamiento de usted hasta el momento actual. Y lo más
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extraño es que Miguel, por su carácter impulsivo y peleador, era el polo opuesto de la seriedad.
Eduardo Xicoy Fue un compañero excelente que, por su afición a los estudios filosóficos, resultó el blanco de las ironías estudiantiles. Hubo un travieso que tuvo la ocurrencia donosa de comprar en la librería Guillot una tarjeta postal con el retrato de Schopenhauer, en el cual escribió esta dedicatoria: “Para mi discípulo predilecto, Eduardo”. Y firmó Arturo. Aquella tarjeta fue colocada en el aparador de la portería de la escuela, en donde se ponían las cartas, y aquella supuesta familiaridad del filósofo del pesimismo con nuestro camarada dio motivo a una infinidad de cuchufletas. La fama de erudición desordenada que tenía Xicoy se extendió fuera de las aulas, y el poeta José Juan Tablada, en una crónica mordaz y hablando de alguien, dijo: “No cita como algabeño, ni siquiera como Xicoy”. Poco tiempo después, y con motivo de un ágape, se juntaron en la misma mesa el verdugo y la víctima, y el primero volvió a vaciar sobre el segundo el torrente inagotable de sus sarcasmos. Porque Tablada tenía el genio del epigrama y de cualquier conversación sacaba motivo para disparar sus burlas sangrientas. Xicoy aguantó pacientemente aquel chubasco de sátiras, pero al terminar la comida, cuando se habían ido casi todos los comensales (y eso fue lo lamentable), se dirigió a Tablada no para hacerle una reclamación sino para hablarle de esta manera:
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—No tiene usted razón en mofarse de mi amor a la ciencia, porque eso que llama despectivamente “mis filosofías” no es sino el esfuerzo que hago por disciplinar mi inteligencia. –José Juan le dijo que no lo tomara en serio, porque la cosa no tenía importancia, pero Xicoy le respondió:– Sí la tiene, porque en la ciencia caben todos, lo mismo los genios que las medianías. Los grandes hacen vastas generalizaciones y los pequeños trabajamos en la penumbra; todos los esfuerzos cuentan y no hay ni cursis ni fracasados. En cambio, en los dominios del arte, o se es o no se es. Usted cree ser, y no quiero sacarlo de esa grata hipótesis; pero por lo que a mí toca, comprendí que no era ni podía ser un artista, y por eso sigo con “mis filosofías” sin mortificarme por mi pequeñez. Si se tratara del arte, me humillaría pertenecer al montón. —¿Me quiere decir que yo pertenezco al montón? –preguntó el poeta. —No tanto. Lo que quiero decir es que no pudiendo ser yo un Dante o un Goethe, no me ilusiona ser un José Juan Tablada. Pallares intervino para que no continuara aquella espinosa conversación, y cuando nos despedimos de José Juan y salimos del Tívoli del Eliseo, le dije a Xicoy: —Machetazo a caballo de espadas. Tenga usted la seguridad de que lo que le acaba de decir a Tablada es de esas cosas que no se olvidan nunca. Lo único que siento de su legítima venganza es que ha pasado usted a barrernos parejo a todos los que perdemos el tiempo midiendo endecasílabos y alejandrinos. —No lo dije por ofender a usted –me dijo Xicoy mortificadísimo–, y le doy la más amplia de las satisfacciones.
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—No me ha ofendido usted, pero me tengo que poner el saco porque su tesis es irrefutable. La diferencia que establece entre la ciencia y el arte convida a colocar sobre las armas de la belleza la leyenda famosa de Roldán, con esta pequeña modificación: Nadie las mueva que estar no quiera con Apolo a prueba.
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TIPOS DE EXCEPCIÓN
No se me oculta que, al presentar a mis camaradas de hace medio
siglo, cualquier joven de hogaño me puede decir que sus compañeros de este tiempo son iguales o cuando menos muy semejantes a los míos. Todas las parvadas de pájaros se parecen y es muy difícil encontrar diferencia entre dos enjambres de mariposas. Sin embargo, yo insisto en sostener que los ejemplares de mi tiempo no tienen par, que fueron tipos originales que carecen de duplicado. Por eso conservo la ilusión de que mi grupo estudiantil fue el más singular y único, y que mi época fue la más venturosa y amable, y que mi universo fue el mejor de todos los universos. Si no lo creyese, no me habría puesto a escribir estas memorias. Y aquí van algunos medallones que no se parecen a los demás.
Un jugador Se llamaba Juan Espinosa González y, como era originario de Monterrey, cuando llegué a México no tardé mucho en encontrarlo en los corredores de la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Era compañero de cuarto de José María Lozano, con quien tenía muchos puntos de contacto que los juntaban, pero también algunos detalles que los repelían. Los dos eran inteligentes, epicúreos, desordenados e imprevi-
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sores. Juan era muy buen mozo y, cuando las juergas terminaban con la participación femenina, las mujeres lo preferían a Lozano, quien resentía mucho pasar a segundo lugar. También se presentaba este otro motivo de diferencia: Lozano era un devoto del placer y lo siguió siendo durante toda la vida; pero, entre parranda y parranda, se ponía a estudiar no sólo con afición sino con verdadero frenesí. Emilio Pardo, hablando de estos intermedios singulares, me dijo una vez que eran verdaderas borracheras de libros. Juan Espinosa, por lo contrario, no hacía alternar el estudio con la disipación y, como consecuencia, mientras Lozano se fue para arriba hasta convertirse muy pronto en una figura nacional, Juan continuó en la penumbra sin abrirse paso a un brillante porvenir, como pudo haberlo hecho con su clarísimo talento y su fascinante personalidad. Estas pequeñas diferencias determinaron que sus vidas tomaran orientaciones diferentes. A muy pocos recuerdo con tanto encantamiento como a Juan Espinosa González contando un chiste: sus ojos brillaban con travesura; ponía especial empeño en subrayar con malicia los detalles escabrosos y, cuando llegaba al fin, prorrumpía en una carcajada sincera y llena de júbilo en la que dejaba ver que él era el que más se divertía de su propio relato. Y los oyentes nos poníamos a reír por el chiste, que siempre era bueno, pero más todavía por el contagio de su desbordante hilaridad. Jamás podré olvidar el elogio que me hizo un día de la pasión subyugadora del juego. Acababa de ganar 200 pesos (hoy serían de dos a tres mil) y nos invitó, a unos cuantos, a una cena opípara. Estaba radiante y yo me permití hacerle esta observación: —¿Cómo puedes gozar con el riesgo de quedar en la inopia, como quedas casi siempre que desafías a la fortuna? Recibes la mesada y,
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en la mayoría de las ocasiones, la dejas sobre el tapete verde; y como consecuencia vives de milagro hasta recibir la siguiente mensualidad. Hoy ganaste; pero es seguro que mañana vas a perder todo lo ganado, menos lo que se está gastando en esta juerga. —Mañana jugaré lo que me ha quedado en el bolsillo –me contestó– y esta incertidumbre, que para ti es un tormento, para mí es la mayor de todas las alegrías. ¡Lo que gozo en esperar la carta que se pierde en el fondo de la baraja! Algunas veces no llega, pero cuando llega no hay copa de vino añejo ni beso de mujer hermosa que se pueda comparar con el éxtasis de haber acertado. –En aquellos días estaba leyendo yo Las diabólicas de Barbery d’Aurevilly y le mostré a Juan el fragmento de “La cortina carmesí” en la que el vizconde de Brassard dice que el primer placer en este mundo es ganar en el juego, y el segundo placer, perder en el juego.– Ése es mi tipo –me respondió Juan y, como remate de la voluptuosidad que le producía retar a la fortuna y divertirse con la inseguridad, me dijo–: si yo tuviera la certeza de ganar, no jugaría sino que me pondría a trabajar. Y conste que Juan no había leído la página impresionante que Anatole France le dedicó al juego en El jardín de Epicuro.
Un seductor Si Juan Espinosa derrotaba fácilmente a José María Lozano en el arte de atraer a las mujeres, Vicente Veloz González se llevaba “de calle” a todos sus contemporáneos en la magia irresistible de conquistar corazones femeninos. Lo conocí en un viernes de Dolores, reinando
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como un califa, en una caravana de trajineras de Santa Anita. Era alto, muy bien formado, con facciones varoniles impecables... en una palabra, era el muchacho más bien parecido de todo el estudiantado, y no hacía el menor esfuerzo para atraer a las hetairas, que lo seguían con la fidelidad con que la brújula sigue a la estrella del Polo Norte. En los harenes del Oriente, las esposas siguen por la fuerza las órdenes y los caprichos del sultán. Vicente no daba órdenes: las odaliscas iban hacia él espontáneamente y él se dejaba querer sin preferir a ninguna –cuando menos en público–, con lo que realizaba la proeza de tenerlas a todas sumisas y a sus pies. Naturalmente, la adoración femenina trae muchas complicaciones y Vicente acudía a mí para hacerme confidencias y pedirme consejos para salir de los líos. Por eso me llamaba “maestro”. La última vez que solicitó mi ayuda, era yo ministro de Instrucción Pública; me expuso su caso y le dije: “Te has metido en un laberinto más enredado que el de Creta, y tengo la pena de decirte que debes salir inmediatamente del país”. Desde luego, me comuniqué telefónicamente con Querido Moheno, que era ministro de Relaciones Exteriores, y le dije que necesitaba que nombrase como secretario de una legación extranjera al señor Vicente Veloz González, y que el asunto debía tramitarse ese mismo día. Querido me contestó que no dejara la bocina, y unos cuanto momentos después me anunció que mi recomendado se iría desde luego como secretario de la legación de México en Madrid. Así inició su carrera diplomática, la cual terminó gloriosamente como embajador. Cuando me contaron que Veloz había contraído matrimonio en Chile, quedé asombrado, y más asombrado aún cuando vi que su mujer lo tenía completamente dominado. Como el Tenorio de Zorrilla,
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se había encontrado a su Inés, doña Inés Blanco de Veloz González, dama encantadora y excepcional, porque no cualquiera habría sido capaz de encadenar a Vicente. Los griegos decían que Hércules quedó preso en los hilos de la rueca de Onfalia, pero la rueca de Inés me parece más prodigiosa todavía.
El demagogo Cuando estudiaba en Monterrey, leía de vez en cuando El Hijo del Ahuizote, semanario anticlerical y que solía atacar duramente al gobierno. Sus caricaturas disfrazaban algo su carácter de oposición sistemática; pero a veces, entre bromas, se deslizaba un golpe vigoroso, y el director, don Daniel Cabrera, iba a dar a la cárcel de Belén. Entonces lo sustituía algún valiente que, aunque bajaba el tono del ataque, corría el riesgo de terminar en una bartolina. Uno de los valientes fue Néstor González. Desde provincia, me figuraba a Néstor como un hombre de la Revolución Francesa, siempre amenazado por la guillotina, pero siempre con la frente erguida y resuelto a continuar la pelea. Un irreductible que luchaba aunque no tuviese la menor probabilidad de obtener la victoria... Con estos antecedentes, un día, al salir de clase, oí que desde los corredores del segundo piso alguien gritaba con voz de burla: “¡Ese ciudadano Robespierre!”. Yo le pregunté a Veloz González, que estaba a mi lado, “¿quién es Robespierre?”. Y Vicente, en vez de contestarme, dijo en voz alta:
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—¡Oye, ciudadano Robespierre, aquí tienes al Vate, que te quiere conocer! –y el joven desconocido, acercándose a nosotros y tendiéndome la mano, dijo de la manera más atenta: —Néstor González, a las órdenes de usted. —¿Es usted el que fue director de El Hijo del Ahuizote? —Sí, compañero –me dijo en tono tan modesto que casi parecía una disculpa. Mi sorpresa fue absoluta, pues me lo imaginaba como un atleta de gesto beligerante y veía delante de mí a un hombre de corta estatura, de cuerpo endeble y de mirada apacible. En vez de la voz de trueno, una dicción suavísima; en lugar del Danton flamígero, o cuando menos del Robespierre inflexible, un caballero que se caracterizaba por su gentileza y por su cortesía. Cuando Néstor se despidió, le dije a Veloz: —¡Conque éste es el adversario hercúleo de don Porfirio Díaz! ¡El adversario de la Iglesia católica! –y Vicente me respondió: —¡Qué Hércules ni qué ojo de hacha! Es el hombre más bueno del mundo. ¿Quién nos hubiera dicho entonces que, unos cuantos años después, otro hombre más chaparrito que Néstor González, con voz más aguda que la suya, sin verbo fulgurante pero sí con una sonrisa acogedora, iba a derrocar al héroe del 2 de abril? Los estudiantes de mi tiempo quisieron entrañablemente a Néstor González como él merecía; pero con el apodo de ciudadano Robespierre se burlaban de sus intransigencias jacobinas, sin comprender que la demagogia más peligrosa es aquella que tiene apariencias de debilidad.
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LOS ORADORES NO SON ELOCUENTES CUANDO HABLAN DE AMOR
Entiendo que fue el rey Francisco I quien dijo que una corte sin
mujeres es como una primavera sin flores. Algo parecido se puede decir de las parvadas estudiantiles. ¿Cómo concebir a los alumnos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia de hace cincuenta años sin hablar de las novias que se habían quedado esperándolos en provincia, o de aquellas otras que habían conquistado en la capital de la república? Los muchachos de todos los tiempos hablan de sus amoríos, y con más razón los de hace medio siglo, cuando estaban de moda las meditaciones de Lamartine y las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel dichoso entonces, hasta las mujeres livianas, como Margarita Gautier, tenían una aureola de romanticismo. Ya relaté en el capítulo “Los amores en la luna” cómo se inició el idilio básico de mi existencia. Ahora, voy a hablar de los romances de algunos compañeros que impresionaron a casi todos los muchachos de la escuela. No me referiré a las aventuras sin trascendencia ni tampoco a los líos pecaminosos; pero sí creo que vale la pena recordar que, en aquellos tiempos, Adolfo Valles era el novio oficial de una hermana del Chato Rodríguez Miramón, que Ignacio Bravo Betancourt estaba comprometido con la señorita Josefina Llamosa, que Alejandro Quijano se iba a casar con Lolita Méndez y que Eduardo Tamariz iba a hacer lo mismo con la señorita Magdalena Maurer. Estos cuatro idilios se
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perfeccionaron enfrente del altar; pero como siempre estuvieron cubiertos por la cortina de la discreción, no dieron motivo para que los estudiantes los comentaran. Los Romeos no hablaban de sus Julietas y, consiguientemente, los alumnos se detuvieron respetuosos en el umbral de los futuros hogares. No se me oculta que lo que más interesa a las gentes de hoy es enterarse de la vida amorosa de aquellos jóvenes que se convirtieron en personajes de relieve nacional. Por ejemplo, José María Lozano. Como fue muy elocuente en el Jurado Popular, y más elocuente aún en la tribuna del Congreso, las gentes pueden suponer que también era seductor al hablar de su idilio. ¡Pero no! Lozano nunca supo hablar de amor, aunque su lindísima novia Enriqueta Tirado –la madre del licenciado Andrés Lozano– merecía sonetos tan bellos como los del Petrarca. El león sabía rugir majestuosamente pero no cantaba como un ruiseñor. Y me viene a la memoria mi amigo del alma Hipólito Olea, que era arrollador y convincente en el Palacio de Justicia; la prueba evidente de ello es que a la temprana edad de 22 años había conquistado la reputación de ser uno de los mejores defensores de México. También cosechaba aplausos estruendosos en la tribuna cívica y en los mítines estudiantiles; pero cuando nos hacía sus confidencias amorosas no conseguía impresionarnos. Todo lo contrario, nos reíamos de un idilio que había tenido en Iguala y que, por haberse truncado, él suponía digno de ser relatado por Bernardino de Saint-Pierre o Alfonso de Lamartine. Desde entonces me convencí de que no hay una elocuencia genérica universal, sino muchas y muy variadas elocuencias para las diversas cosas de la vida. Para darle interés a las confidencias
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amorosas se requiere una magia especial que no tienen los oradores y, a veces, ni los poetas. Estos últimos aman demasiado a la musa, y eso les impide entregar a una novia todo su corazón. Y en cuanto a la masa general de los enamorados, casi siempre les dan la lata a los que tienen la paciencia de escucharlos.
El romance de Torre del Oro Y no, nunca nos dio la lata Enrique Rodríguez Miramón cuando nos hizo la historia de su noviazgo con la señorita Rosa Prieto: supo darle a sus confidencias tanto sortilegio que nos sentimos fascinados. ¿Qué fue lo que nos dijo de su adorada? Nada importante ni excepcional; pero en el brillo de sus ojos y en el temblor de sus labios se advertía la llamarada celestial, esa llamarada que producen los incendios colectivos. Hablaba en éxtasis tembloroso, ese éxtasis que es más conmovedor que el propio madrigal de Gutierre de Cetina... Uno de los oyentes, que nada sabía de la Beatriz de Dante ni de la Dulcinea de don Quijote, pero que en cambio asistía a todas las tandas del Teatro Principal, le dijo al Chato Miramón: “Por lo que nos estás contando, tu novia es la Torre del Oro”, una zarzuelita en la que se destacaba una linda moza que era la síntesis de todos los encantos y todas las virtudes. Y como el Chato Rodríguez Miramón aceptara entusiasmado aquella comparación, la señorita Prieto se convirtió inmediatamente en la “Torre del Oro” de la Escuela de Jurisprudencia. Y fue tan grande el interés que suscitaron aquellos amores castos que todos quisimos conocer a aquella criatura singular. Yo la vi una
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sola vez y doy fe de la justificación de los elogios; era rubia, de palidez mate y con unas trenzas doradas que me hicieron pensar no en la Torre del Oro que se presentaba en el Teatro Principal, sino en la delicada Ofelia de Shakespeare. Tan pronto como terminó sus estudios Enrique se casó con ella; pero una fiebre fulminante mató a los pocos meses a la hermosísima Rosa y la corona de rosas que llevaba nuestro compañero se convirtió en una corona de espinas. Todos los camaradas acompañamos al joven viudo en el sepelio y, al ver que el ataúd descendía en el hoyo de su tumba, sentimos que con él se iba un pedazo de nuestra juventud.
El romance de la Bicha Otro alumno que tuvo el privilegio de contagiar con sus amores a todo el estudiantado fue Francisco Cordero, que también disfrutaba del don de conversar encantadoramente. Jamás, que yo sepa, subió a la tribuna ni trató de ser grandilocuente; pero hablando en un pequeño círculo de amigos podía prolongar la plática por horas y horas, sin que nadie se aburriera de escucharlo. Vaciaba su corazón con sencillez y me hacía recordar estos dos versos de Manuel Gutiérrez Nájera: Era triste, vulgar lo que cantaba, mas qué canción tan dulce la que oía... Y efectivamente, era muy dulce la descripción que Pancho Cordero nos hacía de una niña de Chihuahua que se llamaba Luisa Muñoz,
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que era nieta del general Luis Terrazas y a quien él llamaba cariñosamente la Bicha. No tenía su retrato, pero Chucho Bárcenas, que era de Chihuahua, nos decía que Pancho Cordero se quedaba corto al hacer elogio de ella. Y se repitió la alucinación hipnotizadora que había desparramado Enrique Rodríguez Miramón: la Bicha fue tan popular y tan querida por la Escuela de Leyes como Torre del Oro. Como nosotros no la conocíamos ni sabíamos de ella sino lo que nos contaba su adorador, nuestra fantasía estaba en la posibilidad de fabricar su imagen, que oscilaba entre una madona de Fra Angèlico y doña Dulcinea del Toboso que, dijo don Quijote, “era digna de toda alabanza por hipérbole que fuera”. No se crea por lo anterior que los eslabones de rosas que lo ligaban a la niña de Chihuahua lo tenían completamente encadenado. Nada de eso. Pancho Cordero era como una mariposa que gustaba libar en diferentes flores; tuvo muchas novias, pero ninguna consiguió borrar en su alma la imagen de la Bicha, como tampoco Gemma Donatti, la esposa de Dante, pudo desvanecer en el espíritu de su marido el recuerdo de Beatriz. Muchos amoríos, pero un solo amor eterno. En el año de 1923 fui a sustentar una serie de conferencias en el Teatro de los Héroes de Chihuahua –que, por cierto, acaba de desaparecer en un incendio, como desaparecen todas las cosas de esta vida– y me encontré con Francisco Cordero, que era magistrado del Tribunal Superior del estado. Nos abrazamos con el cariño de siempre y tuvo la gentileza de invitarme a comer en el seno de su familia. Cuando me presentó a su esposa, doña Luisa Muñoz de Cordero, al besarle la mano le dije: —Tengo cuando menos veinte años de conocerla.
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Ella sonrió y me dijo que yo también era un viejo conocido suyo. Ya no era ni podía ser la madona delicada de Fra Angèlico, pero sí era una madona de Rafael en todo su esplendor. Pancho estaba encantado con aquel encuentro y me duele en el alma que ya no pueda leer estos renglones, pero me consuela que su viuda ejemplar reciba el homenaje que le corresponde y la confirmación de lo que entonces le dije: que había sido uno de los símbolos espirituales más bellos del alumnado de la vieja Escuela Nacional de Jurisprudencia.
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DERECHO, HISTORIA Y POESÍA
En la segunda mitad del año de 1907 mi vida se encarriló con tres
distintas actividades: mis clases en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, los estudios históricos en el Museo y mi inclinación a la poesía lírica, que yo consideraba entonces como mi verdadera vocación. Seguía mis cursos de derecho por deber: mi padre había querido que conquistara un título y yo tenía que obtenerlo para no ser infiel a su memoria. En la jurisdicción de historia me había metido –como lo dije en un capítulo anterior– para resolver el problema de mi manutención pero, a medida que me internaba en los vericuetos del pasado, me iba interesando más y más por los orígenes y el desenvolvimiento de México. Y, por lo que toca a mi devoción por las letras, el premio que recibí por mis sonetos a don Quijote parecía impulsarme a seguir el camino de la poesía. El tercer destino era el que más me complacía, y mis compañeros atizaban mis ilusiones líricas, llamándome el Vate, sobrenombre por el cual me conocían no nada más los muchachos de Jurisprudencia, sino todo el alumnado de la primera década de este siglo. Conste que el mote no era para sentir orgullo, ya que no se acostumbraba colgárselo a los grandes portaliras como signo de admiración. Nadie decía “el Vate Díaz Mirón” ni “el Vate Nervo”. Años antes de mi paso por la Escuela de Leyes, habían desfilado por las mismas aulas José Peón del
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Valle y Efrén Rebolledo. El primero dio pruebas de tener envergadura épica con sus estrofas a Cuauhtémoc, y el segundo se caracterizó por cincelar los versos con más elegancia que cualquiera de los otros poetas de la exigente Revista Moderna. Y sin embargo, ninguno de los dos fue llamado “el Vate”. En cambio, Miguel Pereyra, hermano del famoso historiador y cuyos merecimientos líricos no podían compararse con los de Peón del Valle ni mucho menos con los de Rebolledo, sí llevó el sobrenombre, por el sufragio unánime de sus camaradas. En mi tiempo, los estudiantes que hacían versos eran Ignacio Bravo Betancourt y Eduardo Colín: el primero había ganado la medalla de oro de la escuela por haber merecido la calificación de Tres Perfectamente Bien en todas las asignaturas; el segundo versificaba con brillantez y luego se dedicó a la crítica literaria; pero ninguno de los dos era conocido como “el Vate”. Tampoco se llamó de esta manera a Tejita (Alfonso Teja Zabre) ni a Alfonso Reyes, que entró en la escuela cuando yo salía de las aulas. En cambio, desde 1903 hasta 1909, cada vez que se hablaba de “el Vate” se sobreentendía que yo era el tema de la conversación. ¿Por qué monopolizaba yo este vocablo? Supongo que no era para aureolarme con un prestigio superior, sino por significar que carecía de vocación jurídica. Creo que quien comenzó a llamarme de esta manera fue Juan Espinosa González; pero quienes más contribuyeron a popularizar el mote fueron José Pallares, Chema Lozano, Enrique Rodríguez Miramón, Ricardo Gómez Robelo, Raúl Esteva, Pancho Cordero, Manuel García Núñez e Hipólito Olea, que era el más ruidoso de todos los pregoneros. En la Escuela de Medicina, los que más esparcieron lo de “el Vate” fueron Ciro Montes Vargas, Ramón Puente y Pancho Castillo Nájera. El caso fue que todavía me siguen
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llamando de esa manera Aquiles Elorduy, Evaristo Araiza, Manuel García Núñez, Rómulo Becerra, Alfonso Teja y los demás supervivientes de aquella dichosa edad y siglos dichosos. La cosa se extendió tanto que, treinta años después, cuando don Ezequiel A. Chávez contestó mi discurso de recepción en la Academia de la Lengua, hizo alusión al sobrenombre como si formara parte de mi personalidad. Naturalmente, se suponía que un vate figurara en los programas de las conmemoraciones cívicas y las veladas literarias. En el caló estudiantil, llamábamos ‘corridas’ a las ceremonias de importancia, y ‘novilladas’ a las funciones de menor categoría. Cuando don Porfirio presidía el acto, éste tomaba el nombre de ‘corrida real’. Como la primera vez que tomé la palabra fue en el tercer centenario del Quijote, y los otros oradores fueron el presidente del Liceo Altamirano, don Joaquín D. Casasús, don Victoriano Salado Álvarez y el poeta Enrique Fernández Granados, los estudiantes decían que me había dado la ‘alternativa’ el insigne traductor de Virgilio, Horacio y Catulo. En 1907, recién llegado de Europa, tomé parte en la primera velada de la Sociedad de Conferencias, que posteriormente se convirtió en el Ateneo de la Juventud. Aquello fue un ‘mano a mano’ con Alfonso Cravioto. Y, en la misma forma, ‘alterné’ con don Enrique Martínez Sobral en la distribución de premios de 1908; y con Antonio Caso, en la fiesta del centenario del licenciado Verdad; y con Juan Sánchez Azcona, en la inauguración de una asociación de periodistas que presidía don Ireneo Paz; en 1909, pocas semanas después de recibir el título de abogado, tuve otro ‘mano a mano’ con mi muy querido maestro, don Demetrio Sodi, en el Panteón de San Fernando, con motivo del homenaje que se le rendía a don Benito Juárez, el
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18 de julio. Así pues, al terminar mi carrera, ya había ‘toreado’ en muchas lidias de relieve con la circunstancia de que cuatro de las mencionadas corridas habían sido reales, es decir, que don Porfirio me había oído hablar cuatro veces. Al terminar esta corrida, esto es, al salir del Panteón, me dijo don Rosendo Pineda que el general Díaz le había preguntado: “¿Ya terminó sus estudios ese muchacho García Naranjo?”. Y apretándome la mano el prócer juchiteco, con gran cordialidad, me felicitó por aquella pregunta que estaba llena de espléndidos augurios. ¡Cómo me río ahora de la ingenuidad de don Rosendo, y más todavía de mi propio candor, al fincar el porvenir en un anciano de 80 años de edad! Pero... el César nos tenía tan hipnotizados que no veíamos lo que era obvio, es decir, que la muerte ya estaba afilando su guadaña... ¿Qué era lo que yo decía en aquellas líricas arengas? Palabras, palabras y palabras, como dijo el príncipe Hamlet. En mi oda “A la juventud”, que pronuncié en la distribución de premios, tomando en serio mi papel de orientador mental, y previendo una posible convulsión futura, les grité a los muchachos esta imprecación: ¡Despierta, juventud, y las olivas deja por los aceros arrumbados y desata tus ráfagas cautivas hasta dejar los cielos despejados! ¡Que también las cabezas pensativas sepan llevar los cascos, y las manos que acarician la lira, empuñen lanzas; y los ojos que escrutan los arcanos,
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iluminados por genial locura, sepan retar las negras lontananzas y pedirle al destino una aventura! Sin embargo, tras esta actitud marcial, aconsejaba yo el retorno necesario a la cultura. ¡Y si fueran los dioses tutelares propicios, y alcanzaren tus tropeles nobles triunfos, y tú transfigurares campos de guerra en campos de laureles, coge otra vez la cítara divina, y vuelve de la bélica contienda entonando tu homérica leyenda como Esquilo después de Salamina! Los muchachos aplaudían rabiosamente, y don Justo Sierra premiaba mi ‘desplante’ con la más benévola de todas sus sonrisas. Copiando a Eça de Queiroz, digo hoy con burla mezclada de melancolía: ¡así éramos en 1908! En el centenario del licenciado Verdad, haciendo alusión al cuádruple origen étnico de México, recité esta estrofa, que se aprendieron de memoria muchos de mis compañeros: ¡Cuatro pétalos rojos de una rosa sangrienta, cuatro rayos tonantes de una misma tormenta, cuatro nubes teñidas por el mismo arrebol, cuatro pueblos que juntan sus pasados divinos,
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visigodos y aztecas, árabes y latinos, son al mezclar sus sangres y fundir sus destinos, cuatro bronces hirvientes en el mismo crisol! Por supuesto que estos renglones rimados, como muchos otros que dije entonces, no estuvieron destinados a enriquecer las antologías literarias, y si los recuerdo en estas memorias es únicamente en calidad de andamios que sirvieron para que se construyese mi personalidad. Apenas si llegaron a la triste categoría de “versos de circunstancias”, como decían desdeñosamente los refinados de aquel tiempo. Versos tribunicios que eran la antítesis del consejo de Paul Verlaine: pas de la couleur, rien que le nuance. Pero a mí me gustaban los contrastes, los claroscuros, los efectismos oratorios, todo aquello que condenaba el terrible Federico Nietzsche con estas palabras implacables, de las que no se libró ni el gran Julio Michelet: “El entusiasmo en mangas de camisa”. ¿Qué ha quedado de todo aquello? Recibí el título, pero no me considero un abogado en el sentido completo de la palabra; fui profesor de historia, pero no reclamo la gloria de ser un historiador; escribí versos, pero no soy un poeta. Como dice el viejo refrán, “aprendiz de todo y maestro de nada...”. Pero como no quiero que se me acuse de modestia falsa, prefiero el juicio un poco fanfarrón que sobre sí mismo formuló el Cyrano de Edmundo Rostand: “Lo fue todo y no fue nada”.
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UN EXAMEN PROFESIONAL MOVIDO Y PINTORESCO
¡Con qué profunda emoción leí en el tablero de la Escuela Nacional
de Jurisprudencia, a mediados de abril de 1909, que mi examen profesional se iba a efectuar el día 24 y que el presidente del jurado iba a ser don Víctor Manuel Castillo! Sin embargo, mi emoción era distinta de la que sienten la mayoría de los estudiantes. Para ellos, aquel acto significaba que había llegado el momento en que iban a poner en práctica todo lo que habían aprendido. Mi caso era diferente: había pasado seis años cincelando mi armadura de abogado, y cuando se me iba a presentar la oportunidad de echármela encima, como caballero andante del derecho, en vez de pensar en eso tenía la impresión de que iba a recoger la coraza, el yelmo y las armas para ponerlas en una vitrina como de museo, pues no sentía el menor deseo de ejercer la profesión. Y no era que desdeñase mi carrera, porque maestros de la categoría de don Jacinto Pallares y don Emilio Pardo, don Jorge Vera Estañol y don Demetrio Sodi, me habían dejado convencido de que las disciplinas jurídicas clarifican el espíritu mejor que cualquier otro ejercicio intelectual. Sentía respeto por la ciencia del derecho; pero... eran otras mis inclinaciones naturales, y me dejaba arrastrar por ellas. Mi práctica en los juzgados había sido muy deficiente, por no decir que nula. El licenciado Carlos García, que era juez segundo de lo
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civil, me había extendido el certificado sin exigir de mi otro requisito que el de redactar una demanda. En el ramo penal, había tenido dos defensas oscuras y sin importancia. Hipólito Olea consiguió que un jovenzuelo acusado del delito de robo me nombrase su patrono; pero como el caso iba a resolverse ante el Jurado Popular, no hice mucho esfuerzo en la substanciación del procesado, confiando en que, con un discurso sentimental, lograría la libertad del preso. Y así sucedió: aquel muchacho fue absuelto. Poco tiempo después, y también por conducto de Olea, me hice cargo de otra defensa muy parecida. Hipólito era el patrono del autor del fraude y mi defendido había sido únicamente su cómplice, y no nos resultó muy difícil ponerlos en libertad. Con tan pobre acervo, el presidente de debates, Telésforo Ocampo, me extendió el certificado respectivo y, de manera teórica, quedó terminada mi carrera. Por supuesto que yo era el primero en saber que aquellas prácticas postizas no significaban absolutamente nada. Además del licenciado Castillo, iban a ser mis sinodales don Demetrio Sodi, don Agustín Garza Galindo, don Miguel Lanz Duret y don Eduardo Pallares. El último había sido mi compañero de curso en 1903 y 1904; luego me separé de él cuando perdí un año por mi viaje a Europa, mientras que él se adelantó otro año por haber doblado sus cursos; y acababa de ingresar en el profesorado de la escuela. Agustín era mi coterráneo y además había sido mi primera relación en el plantel. En cuanto a Miguel Lanz Duret, tenía para conmigo el nexo de cariño respetuoso que los dos sentíamos por don Justo Sierra y don Joaquín D. Casasús. Por último, don Víctor Manuel Castillo y don Demetrio Sodi me habían dispensado siempre su bondadosa consideración. Así pues, yo tenía asegurada la aprobación por unanimidad de votos.
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Mi título profesional estaba tan “amarrado” como las credenciales de los candidatos del PRI. Conste que no hubo maña en la integración de un jurado tan favorable, pues la verdad es que cualquier otro también me habría aprobado fácilmente, porque se había extendido entre todos los maestros el concepto de que yo no le iba a dar mucho trabajo a los tribunales. Se sabía que mi vocación andaba por otros rumbos y, por lo mismo, el título iba a ser un marco decorativo, como lo era para personas tan responsables como don Justo Sierra y don Ezequiel A. Chávez, como don Rafael Reyes Spíndola y don Antonio Caso, como los poetas Efrén Rebolledo y José Peón del Valle, como muchos otros más cuyas verdaderas personalidades se destacaron lejos del foro. Sabían mis maestros que yo amaba sinceramente a mi escuela; que haría todo lo posible por no ponerla en ridículo, y por eso disculpaban mis deficiencias y no le ponían obstáculos a mi ruta. Tenía que escribir una tesis, y como el estudio de un problema jurídico me habría llevado a una producción mediocre, escogí un tema ligado con la historia de México: el de las facultades extraordinarias que el Congreso puede darle al Poder Ejecutivo en momentos graves y trascendentales para la nación. Y, para darle mayor dramatismo a mi tesis, la hice girar en derredor de los decretos que promulgó don Benito Juárez en Chihuahua, el 8 de noviembre de 1865, para prorrogarse el período constitucional y abrirle un proceso injusto al general Jesús González Ortega, por la supuesta responsabilidad de haber abandonado la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. Don Víctor Manuel Castillo leyó mi tesis y, el día anterior a mi examen, me dijo con toda claridad:
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—Se ha salido usted por la tangente, porque no aborda un problema jurídico sino un problema histórico; y bueno es que no se olvide de que no se va a examinar de historia sino de abogacía. —¿Eso quiere decir que usted va a rechazar mi tesis y a obligarme a escribir otra? —No tanto; pues me limito a decirle en lo privado que es muy posible, por no decir seguro, que algún sinodal, pensando como yo, sea un poco más exigente. ¡Pero no! Los demás examinadores no le pusieron reparo a mi trabajo, que concluía con una serie de paradojas efectistas: Juárez faltó a la ley en provecho de la ley; hizo añicos la Constitución para salvar la Constitución; ésta es la escuela de derecho, pero debemos aceptar que el golpe contra el derecho asestado por los decretos de Chihuahua es la mejor cátedra de derecho que registra nuestra historia. Eduardo Pallares no hizo caso de mi tesis estrafalaria y me formuló algunas preguntas en torno del problema jurídico que me había planteado dos días antes (como lo prescribía el reglamento de la escuela) el profesor de derecho civil don Julio García. El interrogatorio de Eduardo fue generoso y dejaba ver su noble intención de ayudarme a salir del paso. Le llegó su turno a Miguel Lanz Duret que, aunque tenía la intención de aprobarme, se quiso divertir conmigo: —Me tiene usted muy preocupado con sus paradojas literarias, que no conducen a nada en el terreno del derecho. Vamos a definir su tesis y para ello necesito que me diga con precisión si Juárez obró de acuerdo con la ley o la violó con los decretos del 8 de noviembre. —Las dos cosas –le respondí– porque, como lo he dicho, quebrantando la Constitución la salvó.
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Se rió Miguel y me dijo en tono exigente: —Quiero su respuesta concreta y no los agregados paradójicos con que usted pretende adornarla. Dígame, pues, si el decreto de Chihuahua fue constitucional o anticonstitucional. —Anticonstitucional, pero... —Nada de peros; quedamos en que es anticonstitucional, y ahora dígame si conoce a alguien que lo considere constitucional. —Sí, señor: don Francisco Bulnes, que escribió un libro tremendo contra don Benito Juárez y, sin embargo, al analizar el golpe de Estado, dice que el reformador obró de acuerdo con la ley. Se puso a reír el licenciado Lanz Duret y me dijo que Bulnes era un tribuno formidable, pero no una autoridad en derecho constitucional. Y me preguntó burlonamente: —¿Conoce usted a algún otro que sostenga la legalidad puritana de la prórroga presidencial? —Sí, señor: don Guillermo Prieto, en su oración fúnebre de julio de 1872. Miguel volvió a reírse y me dijo: —Primero me salió usted con un orador y ahora me sale con un poeta, y lo que yo le pido es el testimonio de un abogado respetable. —¡Allí lo tiene usted! –le dije señalando el retrato de don Sebastián Lerdo de Tejada, que estaba suspendido arriba de los sinodales. Don Demetrio Sodi, no obstante su autoridad, se puso a reír en un estallido franco de buen humor. Y el licenciado Lanz Duret, también riendo, me preguntó: —¿Cómo sabe usted que el licenciado Lerdo de Tejada defendía la legalidad de los decretos?
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—Muy sencillamente, porque él fue el que los redactó. —Pero usted acude a una chicana –me dijo Miguel–, porque sabe perfectamente, como lo sabe todo el mundo, que don Sebastián obró como ministro y no como abogado –y con este regaño, perfectamente justificado, terminó su interrogatorio. El último en examinarme fue el licenciado Víctor Manuel Castillo, quien, insistiendo en la advertencia que me había hecho antes, me dijo que yo les había dado gato por liebre; esto es, que bajo la apariencia de analizar un problema jurídico, había puesto a debate una cuestión de historia. —La contestación que usted le dio al licenciado Lanz Duret –señalando el retrato del señor Lerdo– lo hace merecer un premio en un examen de oratoria; pero dudo mucho de que pueda ser tomada en serio en un plantel en donde se estudia la ley. –Y con este segundo regaño, también muy merecido, terminó mi examen profesional. Unos cuantos minutos después, me era leída “la epístola de don Pablo” (así le llamaban sardónicamente los estudiantes al equivalente del juramento de Hipócrates que había redactado el licenciado Macedo) y, como protestara cumplir todos los deberes que se me señalaban, me fue entregada la boleta con una aprobación por unanimidad. Los sinodales me abrazaron con cariño, y don Demetrio Sodi me dijo sonriendo: —Éste no es el mejor, pero sí el más divertido de todos los exámenes profesionales. Al recibir la boleta, pensé con algo de melancolía que había terminado mi vida de estudiante; pero estaba equivocado, porque yo iba a seguir siendo un estudiante a través de toda mi vida.
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LA TRANSFORMACIóN DE UNA PERSONALIDAD
Como me lo había anunciado el señor Arguinzoniz, el acuerdo
presidencial bajó rápidamente a la Secretaría de Instrucción Pública, y a los dos o tres días llegó a mis manos el anhelado nombramiento de Profesor de Historia de México. Don Genaro García me hizo el favor de explicarle a don Justo Sierra lo que había sucedido, y el maestro, con su proverbial nobleza, hizo esta consideración: —Antonio Arguinzoniz cree haberme dado una lección, pero en realidad me ha ayudado a cumplir mi deseo. –Poco tiempo después, el ministro me preguntó:– ¿Qué fue lo que usted le dijo al señor presidente? —Que usted había sido mi protector, y que no tenía la más leve duda de que su intención era introducirme en el profesorado de la Preparatoria. —Eso fue lo que dijo el general Díaz –terminó don Justo–. Y, por cierto, le gustó mucho su actitud. Ahora, a dar clase, a infiltrar en los discípulos el amor a nuestro pasado. Con estos estímulos excepcionales, comprendí que mi obligación era poner en la cátedra el mayor cuidado. Ante todo había que estudiar a fondo la asignatura. Carlos Pereyra había enseñado la era precortesiana, la conquista y el virreinato, y me tocaba a mí explicar la guerra de Independencia y los acontecimientos que siguieron hasta nuestros
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días. Y comencé a nutrirme en las historias de don Lucas Alamán, del padre Mier, del doctor Mora, de don Lorenzo de Zavala y de don Carlos María de Bustamante. También consulté el tomo III de México a través de los siglos, que escribió don Justo Zárate. Mi propósito era el de estar completamente listo a contestar esas preguntas de tanteo que siempre les hacen los discípulos a los maestros. Jamás he leído tanto como en aquellos días, en que mi mayor preocupación era conquistar el respeto del alumnado. El subdirector de la escuela, Erasmo Castellanos Quinto, me fue a dar posesión de la cátedra, y vi que los muchachos llevaban, en el ojal de la solapa, el clavel rojo que se había escogido como distintivo reyista. Se sabía que yo no era devoto de don Bernardo, y los discípulos quisieron significarme que sus convicciones eran antagónicas a las mías. No hice caso de aquel detalle y comencé a hacer preguntas sueltas a los diversos alumnos, con el objeto de sondear la capacidad de cultura y de inteligencia que tenían. No tardé en comprender cuáles eran las estrellas del grupo y entablé diálogos con los más inteligentes, que suscitaron el interés de todos. La prisión del virrey Iturrigaray consumada por españoles era un tema propicio para iniciar los estudios, pues me daba pie para la siguiente clase, que se iba a consagrar al 16 de septiembre. Los alumnos concurrieron a las cátedras siguientes ya muy interesados y sin llevar los claveles rojos que subrayaban una diferencia. El dibujante Francisco Zubieta, que era prefecto, me dijo sonriendo: “Ya se los metió usted en el bolsillo”. Habiéndome encarrillado en el cumplimiento de mis labores, sentí que había confirmado mi vocación e iniciado la ruta verdadera de mi vida. Clavando mis ojos en el porvenir, pensaba que, tras de
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desempeñar la cátedra, podía aspirar con el tiempo a enseñar la misma asignatura en otra institución docente. Y también, con el transcurso de los años, podía aspirar a la dirección del Museo Nacional, o del Archivo de la Nación, o cualquier otro centro de investigaciones históricas. Naturalmente, caminando por esos itinerarios, los paradigmas que escogí para que guiaran mis pasos fueron Tácito y Tito Livio en Roma, Lord Macaulay y Tomás Carlyle en Inglaterra, Hipólito Taine y Julio Michelet en Francia. Creí sinceramente que ésa iba a ser la trayectoria de mi espíritu; pero vino una completa transformación, que me sacó de aquellos itinerarios quietos, y me empujó a senderos de pasión y de violencia. La cátedra de historia, que yo consideré como el principio de la orientación final de mi destino, resultó el último capítulo de una vida armoniosa que iba a dejar... ¡para siempre! Se iba a acabar la paz de las bibliotecas, la divagación amable sobre la belleza, el análisis de los problemas metafísicos... Iba, en una palabra, a salir de la torre de marfil para participar en las luchas políticas y sociales que muy pronto se iban a desencadenar. Por eso, con este capítulo se cierra un volumen de mis recordaciones y con él se entierra un “yo” romántico y apacible, para que apareciera en escena otro “yo” apasionado, ardiente, volcánico y que nunca había sospechado que pudiera existir. El muchacho estudioso y contemplativo se iba a convertir en un luchador beligerante que parecía ser otra personalidad. En síntesis, iba a volver a nacer con atributos psicológicos tan diferentes de los que había tenido que se imponía doblar la hoja para iniciar una nueva narración. Por eso, aquí termina la crónica de mis recuerdos plácidos y serenos, para comenzar el volumen de mis memorias políticas.
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El poeta colombiano Miguel Ángel Osorio descubrió una vez que habían cambiado tanto sus gustos, sus inclinaciones, su credo estético, sus convicciones religiosas y sociales que resolvió cambiar de nombre, y se comenzó a llamar Ricardo Arenales. Y así fue conocido durante muchos años, al cabo de los cuales, y por una nueva metamorfosis espiritual, tomó el nombre de Porfirio Barba Jacob. No se crea que se trataba de un seudónimo (como los muchos que empleó don Mariano José de Larra) para mostrar las diferentes facetas de su personalidad. El caso de Barba Jacob fue diferente porque él sintió de veras que Arenales había muerto y le dedicó una elegía sentida en la que describió cómo estaba tendido antes de ser colocado en el ataúd. Conste que yo nunca he visto al muchacho que fui en tan dramática actitud. El cambio que en mí se efectuó no fue rápido ni cortante. No me acosté una noche siendo Equis para despertar, al día siguiente, con la personalidad de Zeta. Las transformaciones de la naturaleza (el batracio que fue pez y luego reptil; la crisálida que pasa a la categoría de mariposa) son lentas, paulatinas y, al parecer, sin que advierta la transformación el sujeto que se transfigura. Y así me pasó a mí. No perdí mis aficiones a la poesía lírica (todavía no las pierdo), pero sí se fueron debilitando hasta dejar de ser la médula de mi alma. Y cosa igual me sucedió con la historia: continué estudiando, como sigo el estudio del pasado en mi vejez; pero ya no volví a leer las crónicas pretéritas con el febril entusiasmo con que las leía cuando preparaba mi cátedra de historia. Se había metido dentro de mi ser un elemento nuevo que, aunque no me produjo al principio la menor alteración, fue desalojando poco a poco de mi organismo las demás aspiraciones. Este proceso se inició
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en 1909, sin que yo le reconociera importancia; pero, en 1910, se fue vigorizando más y más hasta que, en 1911, monopolizaba mi ser, como si fuera el dueño de mi destino. Me contemplé a mí mismo, y como nunca me ha gustado engañarme, tuve que convencerme de que era un hombre muy diferente del que había sido. ¡Cómo me sorprendí al encontrar atributos que no sospechaba tener! La cosa no fue tan extraña ni tan anormal como se pueda creer, porque abundan los ejemplos de personas que creían ser una cosa y, de pronto, se enteraron de que su auténtico destino nada tenía que ver con los itinerarios que habían seguido. Don José María Morelos creía ser un sacerdote, y en un instante vio pasmado que era un formidable conductor de tropas; fray Bartolomé de las Casas vino a América en calidad de encomendero, y descubrió que era el defensor de los indios; Alejandro Hamilton se consideraba un militar, y resultó el financiero que puso la piedra angular de la economía de los Estados Unidos. Conste que no me estoy parangonando con estos titanes de la historia: comparo únicamente el proceso de transformación, que es igual, así sea el del renacuajo que se convierte en reptil, o el del hombre extraordinario que descubre su auténtica personalidad. Lo que me importa establecer es que, como en 1909 terminó una etapa de mi vida, debe terminar también un volumen de mi autobiografía. En el tomo siguiente se iniciarán mis memorias políticas que, a falta de otros méritos, tendrán el de la sinceridad.
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Ă?ndice
Estudio introductorio, Fernando Curiel Defossé VII Prólogo, José Castellot Jr. 17 DOS BOHEMIOS EN PARÍS El sortilegio único del mar El culto de la dimensión Una semana en Nueva York A traves del océano Atlántico La ciudad del ritmo perfecto Los duros imperativos de la pobreza El hotel Bristol de los bohemios Un programa de estudio y de trabajo Hojas sueltas sobre París Apuntes de hace medio siglo Idilios de sabios Las diosas mutiladas Las reinas del teatro Las tumbas de leyenda Las estatuas de París La presencia de Napoleón Gente de México
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Evocación de un drama pueblerino Cicerone improvisado en París En el escenario de los siglos La eficacia de la poesía lírica Los monjes de la tumba de Felipe Pot La explotación del escándalo El retorno de don Quijote Londres es un hombre; París, una mujer La hidalguía tradicional de España El tronco y las raíces de España En busca de la Fontana de Oro Dos semanas en el infierno Otra vez en México La reincorporación en el regimiento estudiantil El postín de haber estado en Europa Mi situación económica se regulariza Una cita con don José María Morelos Diódoro Batalla, I Diódoro Batalla, II Verbo fulgurante, pasiones desbordadas Un discurso de diez horas La cencerrada del doctor Barreda Recuerdos del Teatro Principal Castillos en el aire Frente a frente con el César Cuando el destino manda La indumentaria de hace cincuenta años
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Emeterio, el fantástico Tres años en el museo Una valla de espaldas Mis últimos recuerdos de estudiante Las armas de la belleza inmortal Tipos de excepción Los oradores no son elocuentes cuando hablan de amor Derecho, historia y poesía Un examen profesional movido y pintoresco La transformación de una personalidad
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Dos bohemios en París, de Nemesio García Naranjo, se terminó de imprimir y encuadernar en los talleres de Reyes y Dávila Impresores S.A. de C.V., Gustavo Baz No. 1509, Portón II, interior 30, Col. Hípico, C.P. 52156, Metepec, México, en 2017. En su composición se utilizaron tipos de la familia Bodoni. El papel de los interiores es cultural de 90 g y couché de 135 g, y el de los forros, cartulina sulfatada de 14 pts. El tiro consta de mil ejemplares. Cuidado de la edición: José C. Núñez Fernández, Carlos Valenzuela Ocaña y Édgar Valencia Hornilla, Diseño gráfico: Luis García Flores..