El corto verano del cuervo y otros

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EL CORTO VERANO DEL CUERVO

y otros ensayos



ramรณn lรณpez castro

EL CORTO VERANO DEL CUERVO

y otros ensayos


Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional Eduardo Gasca Pliego Secretario de Cultura Felipe González Solano Director General de Patrimonio y Servicios Culturales Ingrid M. C. Estévez Herrera Directora de Servicios Culturales Graciela Gpe. Sotelo Cruz Responsable de la publicación © Ramón López Castro / El corto verano del cuervo y otros ensayos Colección El corazón y los confines Convocatoria 2014 Primera edición: 2015 DR ©Secretaría de Cultura Cd. Deportiva “Lic. Juan Fernández Albarrán”, Deportiva s.n., Col. Irma P. Galindo de Reza, Zinacantepec, Estado de México, C.P. 51350 gemimcdg@edomex.gob.mx ISBN 968-484-395-X (colección) ISBN 978-607-490-208-2 Registro de Derechos de Autor: 03-2014-091210285600-01 Autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal No. CE: 205/01/12/15 Impreso en México Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.


EL CORTO VERANO DEL CUERVO Y OTROS ENSAYOS



O'er Mithgarth Hugin and Munin both Each day set forth to fly; For Hugin I fear lest he come not home, But for Munin my care is more. “Grímnismál”, versión en inglés de Henry Adams Bellows.

(Hugin y Munin rondan cada día por el ancho mundo. Temo que Hugin algún día no volverá, aún mayor es mi temor por Munin.) Traducción de Ramón López Castro.

Hugin (el pensamiento) y Munin (la memoria) son los dos cuervos vasallos de Odín. Cada mañana su señor los envía al mundo; al mediodía regresan para contarle al dios nórdico lo que han visto y oído. Por esto a Odín también le llaman el dios cuervo. La Edda poética en el poema “Grímnismál”, estrofa vigésima, así lo consigna. [N. del A.]



Este libro y su autor dan testimonio de agradecimiento a los asistentes y colegas del extinto taller de ensayo narrativo dirigido por Mauricio Montiel Figueiras. Ellos, bajo la firme aunque amable capitanía de Mauricio, ayudaron a enderezar el rumbo para enfilar esta colección de ensayos a puerto seguro. El lector podrá o no dirigir sus críticas contra la obra, acaso también contra el escritor; nunca contra mis hermanos y hermanas de letras, quienes en buena fe me auxiliaron con sanos consejos. Quien a ratos no escuchó los mismos es el autor y nadie más. We few, we happy few, we band of brothers.



Y, sí, estos afanes literarios también los dedico a toda la familia López Escalera; pero sobre todo a mi querido sobrino Bruno. Ellos saben bien por qué son mis héroes de Salamina. Escuchen su peán de batalla contra el cáncer y lo entenderán: ¡Fuerza, Bruno!



África mía

No sabía que la Escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África. Pierre Michon

Desde el litoral andaluz ella se esfuerza en mostrarme

una línea sobrepuesta a la del horizonte; advierto sólo la borrosa imagen del mar. Me dice que allá a lo lejos está África. Yo me esfuerzo durante un par de minutos y regreso al fresco solaz del chiringuito playero. Transcurre el verano de 2005, y en realidad, me tiene muy sin cuidado África como una línea endeble perdida más allá del Estrecho de Gibraltar. En ése, mi verano español, las preocupaciones desembocaban en la urgente huida de la realidad que proporciona la playa hedonista, por lo cual ver o no ver esa improbable franja costera norafricana pasaba por simple curiosidad. África para mí no deja de ser un misterio al cual accedo de manera, primero, periférica: en mi mente aparecen imágenes del Afrika Korps combatiendo en Tobruk bajo el aciago manto de las tormentas de arena. Aunque no estoy cierto si la imagen de Rommel es en realidad aquella del actor James Mason cuya interpretación del militar suabo en El Zorro del desierto y en The desert rats, son mi referente residual del mariscal: ambas son actuaciones maravillosas por improbables, pues no hay nada similar en lo físico 15


entre Mason y el personaje histórico; así las cosas, la única manera en la cual el actor inglés pudo representar al teutón fue capturar, en un acto chamánico, la fuerza esencial del mariscal de campo: caso contrario a la interpretación, breve y meditabunda, que nos brinda Karl Michael Vogler en la película Patton. Ahí vemos a un melancólico Erwin Rommel dudando incluso ante la victoria táctica del Paso Kasserine si al Reich le alcanzará la virtud y la fortuna para salir airosos de su aventura africana: no puede “darse el lujo” de sentirse confiado, como su bizarro asistente de campo se lo propone, pues los ingleses “los han pateado en el trasero por medio desierto libio” y los americanos, recién llegados al teatro de la guerra del norte de África, están por mostrar su valía. Lo cierto, y aquí vuelvo a James Mason, es que los alemanes estaban peleando en solitario, sin más aliados que sus panzer y una suprema comprensión del nuevo medio mecanizado de la guerra relámpago, preconizada por Liddel Hart y llevada a su atrevida ejecución por Guderian y el mismo Rommel, a despecho del miedo que la rapidez anidaba en los corazones de los viejos junker prusianos y de aquel cabo austriaco de tan infausta memoria. Y si no, que lo digan los italianos, buenos para martirizar líderes tribales en la Cirenaica, pero prestos a mostrar grupas y tomar las de Villadiego ante las ratas del desierto de Montgomery. Sí, los juegos africanos alemanes, inaugurados por un joven aventurero llamado Ernst Jünger, menor de edad cuando se presentó como voluntario bajo la tricolor enseña de la Legión Extranjera gala, terminarían de mala manera en las arenas del Sahara. 16


Es en otro perímetro africano donde vuelvo a encontrar mis falsos recuerdos del continente negro: la rebelión de Shaka Zulu, señor de la guerra, en contra de los ingleses y bóeres, antes de que éstos lucharan a su vez contra el imperio. Y nace mi África cinematográfica para superponerse a la otra, profunda y desconocida, que atisbo desde un changarro andaluz o apoltronado mientras observo el National Geographic Channel. África de mis recuerdos incluye a Michael Caine, esforzado actor británico quien siempre tuvo una lucha con su acento cockney, habla proletaria que delataba origen y le provocó no pocos desaires en su vida laboral. Es pues en Zulú, la película de Cy Endfield, donde vuelve a posarse mi África personal y de matiné: había subsaharianos muriendo a granel bajo el cielo inclemente del extremo sur del temible continente (de nueva cuenta, la visión desde el perímetro, tangencial) y un montón de momentos kiplingescos con Caine y Stanley Baker sosteniendo esa delgada línea roja formada por lo mejor y lo peor de los hijos de la Reina Victoria, en particular por muchos galeses de apellidos y nombres idénticos. Morían los zulúes en oleadas, los rifles Martini replicaban a las azagayas, gruñía el sargento mayor de tupidas patillas, las casacas y cascos salacot se teñían aún más en bermellón imperial, el bóer aliado huía artero o resistía a pie firme como comparsa de la historia bruñida en bronce y polvo del Transvaal; así hasta que yo huía más allá del tren de municiones por palomitas en esos extintos intermedios de mis años mozos y regresaba a la butaca para ver la mirada triste de Caine preguntarse si acaso esto era la guerra y la gloria, el gesto cansado de Baker, gesto que 17


lo acompañaría a él en otras incursiones fílmicas africanas. Zulú es tan prehistórica que al día de hoy sería imposible filmar algo tan políticamente incorrecto, que se debate entre el racismo y la elevación de la “carga del hombre blanco” a niveles de cosmogonía: pero ésa es mi África. Por más que he tratado de cultivarme leyendo sobre Nelson Mandela, las novelas de J. M. Coetzee y he bebido la poesía líquida de un buen vino sudafricano, en mi corazón de permanencia voluntaria acecha el escudo de piel de vaca del futuro líder político, en ese ayer cinematográfico de actor de reparto, Mangosuthu Buthelezi, levantándose desde las colinas para rendir rabioso homenaje a los blancos que defendieron, contra toda probabilidad, el risco Rorke en 1879. He omitido a Peter O’Toole y a Burt Lancaster porque su película Amanecer de los zulúes es en realidad una derrota, real y resonante, de los viejos soldados de Kipling. La primera gran humillación que África propinó al imperio británico, justo prolegómeno a la zacapela del Chino Gordon en Khartoum (enero de 1885), antesala a la carga de caballería de Winston Churchill en Omdurman y a la insurrección sudafricana. No obstante que mi deriva mental me arrastra otra vez a ajustar cuentas con zulúes y bóeres habré de dejarlos en paz, pues dentro de mi canon fílmico africano aparecen con mayor fuerza los aventureros, mercenarios y bandidos; primero en Las arenas del Kalahari, con esa pandilla de babuinos sedientos de sangre, un avatar del gran cazador blanco tornado en traidor de la raza humana y la incólume Susannah York. El acto final, donde los mandriles triunfan sobre el paisaje lunar, anticipa de alguna manera la escena 18


inicial de 2001, Odisea del espacio en una extraña vuelta de tuerca: aquí lo civilizado se impone, gracias a la ingeniería social, acaso genética, de los extraterrestres “sembradores de la inteligencia” en el África del Australopithecus afarensis; en la otra, la humanidad sucumbe entre las arenas inhóspitas que preconizan la victoria final del Señor de las Moscas. En su única expedición al África fílmica, Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke toman de pretexto al continente para disertar sobre nuestro futuro como hijos de las estrellas; ahí en el África, madre de todos nosotros, donde la guerra y las minas antipersonales ciegan el futuro de tantos en nuestro presente. Mis héroes y heroínas africanos, mitad contrabandistas y la otra parte posesos del numen yoruba Olorún, creador de sueños y obsesiones vitales, pocas veces eran en realidad africanos, siendo más bien europeos avecindados en dicha tierra; y mi África primigenia realmente eran los sets cinematográficos de Almería. De ahí que el corazón de mi África sea una falsificación nutrida por documentales y el lejano recuerdo de una costa soñada, acaso adivinada, desde una palapa estival. También tengo otra África, el África literaria y mítica, el África del terrible juramento ante el sacro altar de Baal donde los Barca, Amílcar entre ellos, prometieron la eterna ruina de Roma, sólo para descubrir que Baal los habría de traicionar: su casa, Cartago, con sus campos sembrados con sal para convertirse en yermo y renovado campo de batalla, se convirtió en el sacrificio del ardiente dios fenicio; ahí donde de nueva cuenta Hollywood nos narra cómo el general Patton recita sus versos sobre guerreros eternos y lances bélicos 19


circulares. África tenebrosa de Conrad y su corazón de tinieblas, el África de sus colinas como elefantes del cazador blanco, de Papá Hemingway resucitado por Clint Eastwood con un corazón negro. He de advertir que incluso mi África de estirpe literaria tiene en su ADN imágenes fílmicas, dando por resultado un continente de imágenes verosímiles y, ante todo, desmesuradas en su grandiosa falsedad. Ahí donde aparece Conrad, me temo, está enroscado John Malkovich como Kurtz en su vertiente africana y no vietnamita. Incluso mi África a ratos parece la selva de Indochina, o el manglar veracruzano e incierto donde nuestra tercera raíz, de la candonga y el negro de Yanga, de mi familia tlacotalpeña y risueña cuyos antepasados algún escudo de piel de vaca portaban mientras la azagaya hundían en el proverbial león. Me pregunto si mi África, que es muchas desdobladas por la febril urdimbre del cine y la afanosa labor del telar literario, tiene algo de real más allá de lo irreal de esa costa avizorada desde aquella playa española. Debe existir algo de real en mi ensueño africano: por cada tren que sale de mi Katanga espiritual, cargado de mercenarios y nazis irredentos, hay un émulo de Rod Taylor, un ganso salvaje que igual se enlista en la guerra de Angola, da un golpe de estado en Guinea Ecuatorial o termina jugando ruleta rusa en un tétrico zoco de Mogadiscio. Por cada dictador carismático y caníbal de carnestolendas ya sea rey de Escocia o emperador centroafricano, pululan los genocidas de machete y oficiantes de matanzas de bajo costo. Si en algo sobresale África la real, es en la economía de escala de la muerte y en la tercerización de la limpieza étnica. 20


Si no hay nada real en mi África y sólo es una colcha de retazos fílmicos hilvanada a veinticuatro cuadros por segundo, al menos me queda el consuelo de que ella, si bien asturiana, mi amante ocasional y no por ello menos añorada, algo tenía de africana: en sus correrías de puta fina en más de una ocasión partiendo de Ibiza, isla donde recala el siroco magrebí, había terminado en los hoteles que dan la espalda a los Montes Atlas, persiguiendo clientes y hachís ahí donde termina el desierto y empiezan los sueños. Ella, sin duda, ella fue quien ese verano de 2005 se esforzaba en señalarme una línea de sombra a lo lejos, en el mar, presunta costa africana vista a contraluz cual máscara transmutada en señorita de Aviñón: en su caso, de Gijón; chica de alterne cuya vida de lujuria y desastre me vino bien como residencia vacacional. Ella compartía con África un pasado opresivo, un presente de perdición y la esperanza renovada y borrosa en un futuro mejor, un futuro como aquella costa fantasma que temblaba bajo el sol andaluz, espejismo fabricado por la lente de una película africana soñada más que recordada: un futuro fugitivo al cual nunca se accede y sólo puede ser anhelado en lontananza. Mi África ni siquiera es del todo mía, sino de ella.

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