La edad de las esfinges

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FERNANDO CORONA

Secretaría de Cultura 2

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Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional Eduardo Gasca Pliego Secretario de Cultura Felipe González Solano Director General de Patrimonio y Servicios Culturales Alejandro Balcázar González Director de Patrimonio Cultural

© Fernando Corona / La edad de las esfinges (Convocatoria 2016) Colección El corazón y los confines Primera edición: 2017 DR ©Secretaría de Cultura Cd. Deportiva “Lic. Juan Fernández Albarrán”, Deportiva s.n., Col. Irma P. Galindo de Reza Zinacantepec, Estado de México, C.P. 51350

ISBN 968-484-395-X (colección) ISBN 978-607-490-232-7 Registro de Derechos de Autor: 03-2005-081211070100-01 Autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal No. CE: 228/01/07/16 Impreso en México Printed in Mexico Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la previa autorización de la Secretaría de Cultura. El contenido es responsabilidad del autor.


La edad de las esfinges



A Sara Gabriela, mi compaĂąera en todos los senderos A mi doble hermano Oswaldo y a los hijos del silencio y de la luz



Proemio del bárbaro

De oscuras soledades arribaron mis pies, los

vulgos marchitos han gritado “¡bárbaro!”. Quizá por recuentos sombríos de otras edades: las hordas, los palacios, las lenguas ignoradas; la espada y el trueno, lo extraño y lo remoto. Silenciosas distancias tendieron sus puentes de olvido. ¿Cuándo fue que salí del corredor inmóvil? ¿Cómo hicieron los muros su presencia ilusoria? Los recuerdos brumosos de mi estancia dormida concurren en un ojo que todo lo abarca: mientras fija la vista, si el asombro me anuncia la vigilia perpetua, soy, ya no quien reparte con sus pies extravíos, sino un ojo consciente del que ve con mil ojos. Entonces soy también el desquiciado, el ciego entre los ciegos porque ve y no se calla. La furia y el grito que me estallan de súbito hacen de mi voz un extraño angustiante: forastero de miedo que conoce sus pasos, huésped incómodo en la mansión de sombras, extranjero que calla su región de añoranza. De oscuras soledades he venido, las lenguas que no saben del poder de su acento reclaman sin tregua que un intruso ha llegado. Un murmullo me surge de mirar horizontes, en mis ojos hay rutas, territorios de invierno, muros de otras edades, pasos, piedras y olvidos. Mas un bárbaro debe recorrer su ignorancia, admirarse del fuego de otras manos, preguntar de dónde han nacido tantas ramas, dudar de las gotas del tiempo, del transcurso. 11


Si ignoro lo que dicen las palabras, seré bárbaro, extranjero para aquél a quien lanzo mi canto. La voz con que he venido a relatar los sucesos no es audible; no bastan los oídos, no es lenguaje: es asombro de viajero. De las noches que vengo hay un acto remoto: retener la cascada de voz cuando el pasmo lo pide. Es el silencio de bosque mi lenguaje y mi llanto: ah, que pudiera expresar en un relámpago el estado de sombra de la selva callada. Hay un acto secreto entre el trino y el treno, entre el ave y el bardo, entre el ala que empuja hacia el vuelo las plumas y el ardor de la mano que recorre la tinta sobre el pálido lienzo: de esas soledades he venido, de las grutas antiguas de la voz del poeta. Atravieso los prados, los mapas, los segundos; con mirada y no pasos, “peregrino de otoños”, arrebatos e incendios voy callando despacio. Del silencio y la gruta provengo; quien me hable al paso, para mí será bárbaro.

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La edad de las esfinges

Cuando tenga la edad de las esfinges

habré agotado todos los caminos (seré una ruta más dentro del mapa). Las lenguas del olvido y el silencio, los eternos lenguajes de las tumbas (los escasos idiomas de los hombres) serán un sello fijo entre mis labios. Entonces seré un lento mar de muerte, larga angustia y caída y precipicio. De grande voy a ser un triste otoño. Quiero aprender también las otras ciencias: la búsqueda torcida de los árboles que piden siempre luz y dan la sombra, la forma de callar de toda piedra, la dura obstinación en ser paredes de las enredaderas silenciosas. Hay artes también entre los pájaros, hay danzas que ejecutan hojas muertas y llamas que no fueron más que polvo. En mí mueren también hojas y angustias, para quedar desnudo y sin palabras también espero el viento resignado. Reclamo mi porción de otoño ciego.

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Lamentación del mudo

Resucita en mi pecho una paloma,

antiguo oráculo de vuelos. En las grutas tragadas del reposo estalactitas muertas aún creen que viven y se obstinan en sumar a sus lamentos los gritos tercos de sus mansas gotas. Desde antiguo las piedras han callado y en las fauces del cielo los pájaros son letras. Quién callara los buques en el puerto, quién pudiera entender que es el silencio un antiguo regalo de los ángeles. Quién echara al pantano de las sombras la suma eterna de palabras, el miasma de los cielos.

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Dédalo

Hay ratos en que surgen desiertos en el pecho,

ventiscas repentinas que azotan el olvido, luciérnagas prendidas del manto de la noche, lamentos que se atreven, se asoman, se agazapan. Un acto de suicidio resulta entre los labios (un muerto hace su tumba debajo de la lengua), entonces hay la oscura intención de sepultarse y en vez de haber silencio germina un canto triste. Los templos están hechos de vuelos de paloma, su canto es la campana dormida y trepidante. Hay hombres que son siglos de bruma en los rincones y piedras que se irguieron en luz tras mil diluvios. Las huellas son memoria del paso de un incauto y son también secreto de quien pensó el camino. Silencio mientras pisan la grava del sendero al tiempo que proyecto los otros laberintos.

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Árbol

Hace siglos bebí del árbol muerto

la amargura arrugada de su tronco. No sabía que las hojas eran llanto, que los nidos son tumbas de lamentos, que las ramas son grietas en el aire, que el jilguero es un verso más que pájaro. Hoy retumba en mis ojos la corteza de una lágrima que pretende ser madero. Poco a poco en mi voz nace el otoño.

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La pregunta

Hay una pregunta mutilada en el viento,

los trinos son apenas una sílaba.

En la luz de los faroles hay un signo. Es un punto, un silencio, una llaga en el aire. Un gato a lo lejos se oculta en las paredes pronunciando el discurso de las garras danzantes. La hoja de aquel árbol ha besado la tierra (mil ciclos ya pasaron desde el primer beso). Las campanas detenidas son la música, el instante infinito, la eterna melodía. Ah, que mis dedos quedaran para siempre rascando en las raíces la respuesta. Hay pasos que buscan tan sólo hacer veredas, pies nacidos con vocación de arado. Hay hojas revestidas de amarillo para gritar mientras mueren una sílaba cuando llega el otoño con su piano desnudo.

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El anciano Quirón

Tuve caballos

hace ya varios caminos. He ido trepando de arco en arco, he sido flecha indescifrable en cada roca, en cada arbusto moribundo, en cada pluma de pájaro. Tal vez, algún momento, fui invitado a ser ala, mis ojos hacia lo alto lo atestiguan. Hay luces en el cielo, ríos de tiempo, distancias infinitamente inmóviles. Hay árboles situados como horarios de cárcel en las calendas del bosque, árboles parados como dedos que ordenan el silencio de los déspotas en cada rincón de los jardines. Hay huellas, sin embargo, en las paredes, en los sótanos dormidos de las piedras. Despacio he recorrido en mis caballos los pétalos de todos los edenes. Difícil el oficio de jinete cuando hay que ver pantanos después de estar en luz ya varios siglos. Es duro el descenso a la corriente 18


que porta las aguas de la amnesia. Hay que saber domar el potro herido, el nuevo corcel que sรณlo duerme. Ay del caballo que relincha y supone en su ruido la sapiencia. Ay del jinete que no entiende la antigua encarnaciรณn de los centauros.

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Venganza de los ciegos

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¿ os hombres de qué acción quieren vengarse? ¿Por qué tanto incendio en los caminos? ¿Quién sabe qué ha ocurrido con la duda? ¿Quién es el que ha dormido tantos ojos? La lluvia es un gran verso que se vierte en la muda extensión de la pradera, derrama con potencia su copla arrolladora y hay rimas que amanecen prendidas de los pétalos. ¿A quién debo matar por haberlo callado? El hombre es un eterno espectador de su mazmorra. Ve un eterno caer de gotas muertas y no sabe que hay un canto que triste lo previene, la constante muerte y resurrección de las espigas y no intuye que hay un rito que fúnebre le advierte. ¿Qué es preciso para alzar esta antorcha en la caverna? ¿Por qué tanta furia derramada? ¿No ha bastado el castigo de los vástagos? ¿No ha bastado quedar preso en la inmensa mansión de los tropiezos? En la zona palpitante de los musgos marchitos hay oculta una gruta que conduce al pantano. Tantas veces el cielo ha insertado su fuerza, tantas veces ha vuelto a vaciar su aguacero 20


y la tierra ha seguido reclutando semillas para hacer que los hijos purifiquen sus sombras. ÂżDe verdad serĂĄ falso todo esto? El hedor de los muertos no ha menguado y en la misma regiĂłn repercuten los frutos. En la tierra dormida de los faros crecientes hay un canto escondido en la paz de los pĂŠtalos. Hoy recojo de nuevo esta gota del alba, es la misma advertencia madurada en la niebla.

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Prometeo entusiasmado

Me gusta liberar la flama ilusa

que brota de las piedras invisibles. En ellas reverberan los silencios del pájaro que muere trino en pico. No sólo hay que encender la llamarada, se debe mantener vivo el brasero. Las llamas no son sólo un soplo ardiente, quemar es patrimonio de los dioses. Las flamas son también los elementos que deben ser usados con prudencia. Mirar sólo es posible con la llama, los ojos son incendios que envejecen. Oír también requiere de una pira, labrar con el ladrillo y la madera, saber interpretar esas señales que guardan en su ardor los astros fijos. Los números son flamas incesantes, las letras son hogueras de recuerdos. De lumbre son las manos de los brujos, hay brasas en el canto del poeta. Me gusta regalar con una lágrima las flamas que sustraigo del sigilo,

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sé bien que en el obsequio va el desprecio de aquellos que repudian lo que ignoran. Si el hombre viera un ángel cara a cara sin duda pensaría que es demonio. Por ello no replico en esta roca contando como estoy la edad del cielo.

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Divagación de otoño

En la intimidad de las urnas del olvido

la vigilia se nombra a su vez insoportable. Un trino arroja las plumas sobre la tarde muerta cuando el silencio recolecta amarguras. La inmensidad recita aquí sobre el día de un solo verso. Durmamos juntos en la misma piedra la siesta del [recuerdo, un bostezo basta para disipar el mundo. Tantos mirlos partieron sin retorno cuantas bóvedas borraron del cielo su lenguaje. Queremos ver la luz de las columnas: entono una copla entre dos silencios fijos. Vayamos ahora a los deseos más puros, el cristal ha comenzado a fundirse lentamente: elijo de entre todos el soplo de una dama, la noche yace muerta entre el vapor de un canto. Es un comienzo verde como la ofensa de un musgo, no hay árboles aquí, como en la palabra angustia. Cuando el poema sube a gritar a la palestra un rayo de silencio retumba en los peñascos. ¿Quién soy, que mientras hablo fallece una paloma al tiempo que una encina me crece en las entrañas? No soy digno de tocar la última puerta, es tarde para hablar de lo que he visto en las sombras. Ausencias y ventanas deletrean soledades.

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A veces mi cuerpo ha volado en pedazos, triste es el desierto desde el último caos. A la luz de las velas grité a Dios sin ser visto; trepada en la tabla de un amo furioso lloró una perra hambrienta la canción de su rabia con olor de mar muerto y nadie vio el agua negra, nadie vio la amargura devastada en los ojos. Nunca es noche del todo cuando arde Dios en silencio y se arrastra mi pluma sobre el río de noviembre.

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El ojo de la bruja

Es preciso que el orbe sea una esfera

para estar en el ojo de la bruja. Una lágrima tiende a rescatarnos cuando al lago infernal vamos de nuevo. Sólo irá a conmover a la sibila quien ha sido tenaz en su congoja: hay que ser lo ligero a quien oprime lo pesado al lugar del justo medio. Es preciso decir que la hechicera se conoce a sí misma y se descubre a través de las gotas que rezuma: se contempla sin pausa desde siempre. Sólo un sueño en el ojo de la bruja, nos parece la vida algo verídico. Sólo dentro se palpa lo evidente porque fuera no existen los sentidos. Unos astros se ven desde la esfinge, otros pueden mirarse desde el puerto, pero nunca podrán llegar sus luces a la ciega región que está en el Norte.

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Es el cielo retina interminable donde habitan estrellas sempiternas, desde dentro parecen fantasĂ­as porque vemos con ojos que no existen.

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El sombrero y el ciego

Las pajas cuando toman la forma del silencio

construyen el anillo voraz de la serpiente y en torno de la rueda revientan los botones de un ala que florece volando en mansedumbre. Con brasas inflamadas de hogueras ancestrales, con zanjas primitivas y llanto de caballos, con pasos que retornan cansados desde el monte tejieron el sombrero de un hombre fatigado. Los años rezumados, la piel de roca muerta, los hilos de neblina filtrados en la paja, las lágrimas de un viejo desde un arroyo seco preparan el arribo del soplo que sofoca. Los pueblos que mi abuelo pisó con sucio paso le dieron la enseñanza precisa de los ciegos: cubrir cuando ha llegado la muerte presentida la alforja de recuerdos con un sombrero viejo. Es sólo con el tiempo que el humo vuelve al fuego, cuando alzan las cenizas sus últimas ofrendas retorna a los escombros del templo demolido: los ojos del abuelo son polvo antes de tiempo.

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Jacob y el ángel

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¡ entira! Jacob no peleó con ningún ángel, jamás trabó batalla cuerpo a cuerpo, no hizo fuerzas de roca contra el río, no retó con soberbia de tronco la borrasca, no cayó de bruces exhausto, no flaquearon sus esfuerzos viriles, sus piernas no forjaron arqueadas la derrota, no sucumbió débil su cadera como puente quebradizo. Hombres hay que tienen miedo y desesperan: veloces se agazapan en la cueva, en la fronda o en los oscuros intersticios de algún dogma. Otros hay que dividen a la gente en ovejas y carneros, tenaces promotores de cobardes y tiranos. Existe una tendencia arrolladora a no estar solo, a existir para el látigo en la mano o el azote en la espalda, a quedar callado ante el asombro de la duda. Pero hay alguien que elige entre sus ratos el destierro, la gota voluntaria de abandono, la congoja, y reta en las alturas a la inmensa potencia aplastadora. Es posible, lo aceptamos, brindar la cara al bofetón [de un soberano, callar de pronto ante el regaño del silencio omnisciente, retar de súbito con risa de catástrofe anunciada o doblar la cerviz como res ofrecida al holocausto. Pero no es dable al ser humano luchar contra los ángeles; 29


por un lado, contra aquellos que han caído a la tierra en calidad de condena perpetua por un robo, por un hurto de luz o de fuego, de paz o de palabras, que acabó por ser obsequio despreciado por los hombres; por el otro, contra aquellos que surgen de un descuido, de una mezcla de más entre los barros más radiantes y un detalle más cuidado de Dios con sus criaturas: mujeres ofrecidas por capricho a la arrogancia o extensas longitudes de incendio a fuego lento. Nadie puede luchar contra los ángeles. Un hombre solo no podría aguantar el golpe aciago de la luz que cae de súbito y ciega igual que las tinieblas. Un hombre solo no podría trabar largo combate hasta el amanecer desde la noche. Habría momentos, es cierto, de terribles sacudidas, tendría por fuerza que volvernos ceniza tanta llama [abrasadora. Un solo golpe recibió Jacob sobre la ingle, un solo golpe de aquel ángel terrible y compasivo. Ay del ángel que exige que lo suelten, miserable el que lo aferra y no lo libra, no comprende que la luz debe estar lejos de las manos ensuciadas y grasientas del pantano de los hombres. Pero ay de la ocasión de ver un ángel, miserable el que no pide, aprovechando, poder ser bendecido por un perpetuo iluminado. A nadie es asequible el nombre, la palabra. La Cara del Señor es inefable, es invisible, y absurdo ser salvado por semejante atrevimiento. A nadie es dable tocar un ángel puro. 30


El potrero

A espaldas del potrero están los límites, allá termina el mundo de las sombras. Prohibido retozar fuera del césped: el lodo en las pezuñas es profano. El pueblo se ha tornado interminable, mil veces mil caminos lo atraviesan. Siluetas van y vienen sin descanso, según la luz del sol surgen o mueren. Un túnel de fulgor se ve a la orilla, por él penetra el fuego fulminante del sol que regenera el mar de sombras. La entrada de la gruta es el potrero. Saliendo de ese umbral de tierra y pasto, por fuera del rincón de los relinchos, hay un jinete sacro y vanidoso que observa sin descanso su reflejo. Un charco es el cristal en que se mira y abarca en su vistazo todo el orbe. Radiante en el espejo están su rostro y el mundo con sus múltiples ficciones. Las sombras que han expiado la penumbra cabalgan por un rato sus corceles 31


y llegan finalmente al ojo de agua dejando en la tiniebla el lodo inmundo. Hay sombras que han llegado al apeadero y vuelven al lugar de mil caminos; retornan convertidos en caballos que esperan transportar alguna sombra. Hay siempre en los portones de la cerca dos guardias que dan paso a los jamelgos: centauros que en los siglos aprendieron ser sombra, ser caballo y homo sapiens. Después, en las alturas apacibles, arriba del potrero está la bruma. Encima predominan los pegasos, alados mensajeros de sus mundos. De todos los caballos del potrero hay uno que está solo y que domina. Los otros lo contemplan con recelo y es claro que se teme al unicornio. A espaldas del potrero me he quedado a ver cómo relinchan los caballos. Ya bebo con silencio el agua fresca sabiendo que en mi vuelta hay sólo olvido.

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Laberintos

L

¿ os árboles del cerro a dónde miran de lo alto de la cresta en que se yerguen? ¿Por qué tal formación de estricta norma cuando hay que vigilar sólo distancias? Poblados de mil ojos de madera, los cerros son la angustia de un secreto que exige ser velado a grito agreste y oculto tras los trinos se transmite. ¿Qué gremio guarda el arte del oficio de ser un surtidor de verdes voces? ¿Qué oscuras descripciones del silencio pronuncian las encinas y las piedras? Del bosque los discursos son las ramas, así son los caminos del lenguaje: mil rutas que se cruzan sin descanso y engendran otras más en su decurso. Pero hay otros caminos que se elevan: las copas de los árboles son cantos. Debajo de la tierra está el misterio: observa en la semilla el rito oscuro. Debajo de los árboles hay ruido, el don de conversar se ha dispersado: 33


el musgo es el murmullo innumerable de un eco que es confusa encrucijada. ¡Qué lejos cada vez están las ramas del centro primordial del primer tronco! ¡Qué bueno que en ramajes solamente quedara el laberinto del lenguaje!

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La voz de las esfinges

Un llanto de mujer lleva centurias

dormido en la montaña. Los ojos que derraman la tristeza contemplan sólo sombras, tan sólo antiguos trazos que son tumbas de pasos extraviados, cuadernos ya reescritos por pisadas de pies con uñas ciegas. El libro siempre abierto de las rutas respira polvo y llanto, confunde su escritura con otoños marchitos y con ramas: su juego solitario es virar siempre los ejes de sus letras. Remotas polvaredas sólo esperan los pasos peregrinos de un simio que se ha erguido y ha quedado pasmado al ver el cielo; después, ya comprendido el laberinto, con manos temblorosas el simio borra el rastro de sus huellas y aguarda que otro incauto contemple en un segundo de luz ciega la voz de las esfinges.

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El jardín

No hay odio que no crezca en el jardín de los cerezos,

en la tierra de los ángeles no sólo hay páramos de olvido. El uso del silencio es exclusivo de los dioses y al hombre le es consuelo sólo un golpe de sordera. El grito surge entonces con llanto y con insulto: murmullo y resonancia desde el labio de las ninfas. No hay polen que no llegue al jardín a fecundarlo: los árboles frutales, los líquenes, el musgo se enredan en un hilo insoportable de letargos; los pétalos, las ramas, los pechos de una hija de la lluvia reclaman la tragedia del hombre frente al cielo, la lucha interminable del dios y el hombre libre, la furia de dos fuerzas que se escupen y se besan. No hay odio olvidado en el jardín de los rencores. Quien vio del magno mundo toda lumbre, toda llama inflamada por la antorcha de un maldito, todo punto de silencio en el canto de la noche, toda sombra reunida cuando el sol cae de su trono, o bien tomó con ansia su leño y sus hogueras, o bien maldijo, airado, al que trajo la luz a la caverna. No hay rencor que no florezca en el jardín apacible. Los cerezos han muerto desde antiguo, son los mismos que han vuelto a brotar en los ramajes.

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Si algo es agradable para el mudo sepulcro es la cáscara marchita de un cerezo, su dolor renovado en las ramas fecundas. Si algo es de agrado al jardín de los dioses, al prado de quietudes en las mentes devotas, al edén de penumbras en que sueñan los fieles, es el fruto colgante de las ramas sombrías, es el ciego cerezo palpitante de furia que alimenta su rabia derramando tristezas e ignorando los gritos del cantor dolorido.

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Último don del alfarero

Tengo entre los labios un enigma

más antiguo, tal vez, que el artesano, que el oficio del barro y la cerámica del cielo. Conozco desde piedras sombrías sin recuerdo –la memoria perdida no elimina los actos– las manos y el sudor del antiguo alfarero que toma los astros como granos de tierra. ¿Él me puso en los labios la palabra? ¿Me dio la libertad de los lenguajes? No sé, cuando el secreto se asoma galopante, si Él me puso en los labios la herramienta para hacer un camino hacia su rostro, para hacer largo estudio antes de verlo, o, con la esperanza de un padre fatigado, para ver que el hijo haga lo que Él no podría. Tal vez busca que el hombre lo pronuncie, quizá la palabra de un mortal decidido le dé forma y respuesta para hacer la sonrisa. ¿El secreto en mis labios es la letra? ¿El secreto es que puedo hacer silencio? ¿El secreto es el labio, será un cofre? Hay caminos de luz en cada boca.

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Cantemos la cólera del cielo

El nómos es tirano de la phýsis,

hablemos de esta cólera del cielo: el hombre está obligado a ver las sombras, el ciego debe hartarse de cavernas. Los pasos son precisos, son antiguos, no hay pies que antes de ser no han caminado: la alfombra del palacio en que vagamos es sólo ensoñación del cojo eterno. El nómos es tirano de la phýsis, alzad la copa trémula del miedo. ¿Quién puede no invocar, tras la penumbra, la fiera temporada en lo salvaje? ¿Quién, luego de ver sombras, no ve infiernos? El ciego es la semilla del vidente, por ello al que comienza a usar los ojos la tierra es un ladrido que intimida. El nómos es tirano de la phýsis, sucumban los temores ante el genio creador del que investiga tras la duda. Las aguas iracundas de la tromba son brisa para aquel que en su conciencia se sabe primitiva gota o piedra. La marcha de la selva al templo oculto precisa del silencio del viajero.

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El nómos es tirano de la phýsis, ¿qué rosa, qué peldaño, qué campana no escucha el golpe al orden del mallete regido por la luz del rey del tiempo? Un río es un transcurso antes medido, la sed del Gran Sediento lo ha trazado. Por ello estoy de pie no sé en qué orilla, contemplo la obra extensa del silencio.

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Recipiendario

La eternidad no alcanza a cerrarnos los ojos.

Un golpe de luz es suficiente para el grito. El ojo vive sólo una mirada, un canto de fuego, una revelación, una obertura; los otros pasos de la vista son errantes: hacen ríos con voces de piedras, con recuerdos, con actos de otros hombres, de otros días, de otros templos de renuncia. Con rabia llega el soplo de cielo a la mirada, la sombra del palacio del dios que nos deslumbra. No es posible la muerte, sólo el ciego, el durmiente obstinado a ser caverna. No es posible el morir, sólo el olvido: si es tan sólo la vida un laberinto, si los ojos son lámparas de aceite, son leños en espera del fuego de un instante, si lo que pasa ante la vista una tarde, un otoño, [un océano, una edad de sabio cansado y milenario, no es sino un suceso de mudas enseñanzas para el solo hombre repartido entre todos [los humanos; si el hecho de mirar se justifica en la llama del segundo, en el momento del velo descorrido, del ciego [libertado, no bastan entonces sus manos a lo inmenso, no son amplias sus grutas, sus furias, sus esfinges; 41


no son suficientes los templos, las hachas, las encinas; no le alcanza al infinito su rabia frente al miope. Para un acto de estrella vive el hombre, para ser recipiente de un mensaje de fuego.

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El treno de otra iglesia de piedra

Un templo abandonado nunca es bello; un atrio solitario, ni ceniza ni tumba ni recuerdo, sino aquello de sombra que en las ruinas se desliza. Olvido hay en los muros silenciosos, olvido que pregunta, en su ascetismo, por qué se recluyeron en sus fosos de sueño las edades de mi abismo. La quieta lejanía de los templos proyecta en sus contornos un espejo que vuelve sucesor de mil ejemplos al hombre que en sus muros es reflejo. ¿En dónde es que los trinos se desnudan del eco que los hace irrepetibles? ¿Por qué los hombres andan y no dudan del paso que los hace incomprensibles? Un templo abandonado no es la casa que debe preservar el canto ambiguo con muros, con señales, con la brasa de lámparas del oro más antiguo. De escombros es la casa de los hombres, escombros que aún guardan al obrero 43


que escape del listado de los nombres y se haga de la tierra el heredero. Las sombras van errantes por la arena pensando que su forma es piedra viva. Los templos no caminan, son la plena verdad que de los cantos es cautiva.

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Eternidad y canto

Tiempo de estrella y gajo,

aparición de sombra o lapso de nube, longevidad de espiga, eternidad de gota, en un acto de luz dentro del ojo se compendia en silencio el infinito y con llanto a sí mismo se recorre como cuerno de abundancia circulando por las rutas de ángeles caídos. Tiempo suficiente para el llanto, para el choque de pestañas asustadas, rito consagrado a rendir culto al vuelo estacionado de la piedra. El hombre ve con miedo los segundos, pero el tiempo teme al silencio de los templos. Canto de paloma, crujir de cáscaras o huesos, antorcha de un suspiro: se enciende el infinito.

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¿Qué ves, Amós?

Aún antes de llegar la ceguera,

bien por no ver más estas rejas, bien por mirar en mi silencio un recuento, un trazo, una rama de luz viva, bien por voluntad de solipsista cansado de observar sus invenciones, las tropas de un dios incomprensible –las pálidas almas que habitan su sombra– se observan habituadas a los muros. He ahí el criadero de langostas dispuestas a caer sobre el prado marchito. Cuando la lluvia retrasada por el aire, la lluvia lenta de los sueños, la repulsión de un anciano por el abanico de ayeres que le muestra el olvido, el texto de una nube aún comprendido por nadie, cuando el ágil camino de las gotas repercute en la hierba después que el hombre ha segado la campiña, ¿quién restaura en los pasos –cansados como están de laberintos– la sed de hallar la puerta y comenzar otras rutas? 46


No ocurrirán mis temores de hierba, de caña asustada por el viento apacible. Las manos del dios indescifrable, hace tiempos de prórrogas celestes, cuando el soplo de la noche maniataba los segundos, cuando un viento del Norte –mientras todo en el cielo era ese Norte– recorría los vacíos interminables con sus hielos de miedo solitario, frotaron invocando la fogata y el orden. Con aguas y rutas, con llamaradas negras, el abismo secó sus latitudes. –“Es tiempo de invocar de nuevo el fuego, la herramienta del juez en las altas esferas”–. Es suficiente la voz del que convoca hemisferios, al tiempo se consumen geografías y palacios. ¿Qué puedo pedir al ver de pronto el desastre desatado? ¿Quién restaura en los pueblos –cansados como están de albergar hombres– el afán de nutrir más en la espera de que llegue quien vale que otros mil no hayan sido? Mas tampoco será ésa mi ruina: si no soy el que aguardan las moradas del cielo, que en mi cuerpo de polvo crezcan pronto las formas de un peldaño resuelto para el pie del insigne. 47


¿Qué ves?, me preguntan los astros. Y sobre el muro robusto que limita las sendas de una esfera a las otras una mano invisible, sin dedos y sin puño, circula con paciencia arrolladora, como las olas en una eterna costa, la plomada del tiempo sobre el rostro asustado del hombre ante el transcurso. ¿Qué ves?, interroga el abismo insondable. La negra llanura de plomo es lanzada de súbito. Los hombres ven la noche y se asombran, se arrojan a sus grutas. Nadie siente el peso antiguo del rostro indecible: el viento de los astros –la fuerza que impulsa no ramas ni polvo ni hojarasca, no gotas ni semillas, sino rutas y segundos, eternidades y abismos–, la ola más oscura nos aplasta y repite con manos de perverso alfarero. Quedaremos una vez más y no sé cuántas sepultos bajo el plomo del tiempo.

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Todavía

Que no sepan el mensaje los que duermen,

los que se agazapan, los muertos que harían con el arcano impronunciable la letra o el intento de conjuro que pretende regir en la caverna.

Que no intuyan en la tierra sus raíces, querrían tomar el hacha contra el tronco vecino. No deben presentir sus abismos, su principio de polvo y reticencia, los huesos de sus otros esqueletos, el polen del ayer en el olvido, las copas vacías de quienes brindaron sin saber que otros hombres llorarían. Hubo un camino con hombres sin sandalias, con tierra revuelta, con piedras repartidas por un sorteo sin augur y sin bardo, sin texto para el ojo de los muertos –porque al vivo le basta el desierto como canto–; un camino con pasos de español o de tebano, de ángel o de ciervo, ¿qué importa?, si al fin la grava sabe y calla las labores en secreto destinadas al pie o a la pezuña silenciosa: la arena acumulada, las hierbas a la orilla, las grietas donde charcos se prometen 49


y surgen y vuelven a morir en otra víspera. El hombre es el transcurso de sus rutas, y si habla lanza al aire cada piedra, cada río, las zarzas, las pendientes, las muertes que nutrieron su camino. ¿De dónde adquirieron los muertos la certeza? En la selva agitada desde antiguos nervios creen hallar sólo hierba y murmullo, troncos relativamente distribuidos. No agudizan el ojo entre las ramas, no alcanzan a contar los dígitos salvajes sólo ideados por el orden de un pájaro o el álgebra marchita de las sombras. De antaño y de elemento se formaron las grutas arrancadas al bosque de trémulo bullicio y puestas de repente bajo el vientre de un cerro para ser la guarida montaraz del silencio. El bosque me ha seguido por siempre, relato tras relato, ruta sobre ruta. Los túmulos marcaron las cruces de mi mapa y un árbol en mi tierra sombría clavó raíces, hincó garras de canto; y paso a paso por ramas indecibles la voz de las florestas me recorre, me narra, me comenta en el silencio. “Quédate un rato”, me decían los moribundos, los ciegos de llantos apagados, “la cerveza está fría sobre el pasto reseco”, el pasto tibio por el sol y los cuerpos, el pasto que no crece para pies ni para rutas, 50


el pasto en que mueren los dormidos poco a poco, sabiendo que seguirán, inmóviles o ardientes, tostados bajo el tiempo del árbol que no habla, que se enciende y se oscurece o deja un sello fijo. Todavía se oye a la distancia el humo del tren que me trajo a lo sonoro, a las plazas repletas de párpados cerrados. Aún la aguja antigua del médico innombrable vierte en las cegueras el sueño de los muertos. Aún celebran sus miradas, la fiesta continúa. Mi abuelo fue siempre un viejo del campo, ya sus ojos de niño talaban sus rencores. Caballero montado en la tierra, semilla perfumada de origen o ramaje, con la bandera blanca de llanto en la cabeza y un hábito de polvo en las pisadas, el silencio del pasto produjo su escritura: “nunca te hagas viejo, Carlitos, ya no avances”. El árbol recibió la sacudida del ciego, las hojas van aún relatando sus sílabas. A la tierra en penumbra, al túmulo fijo regresé para tomar el tren de nuevo. Estuve en el golpe del hacha, en la ráfaga ciega del viejo resignado. Los lineales, los encarnizados no deben saberlo todavía. Dejemos que el poema se deshoje, que repercuta su arroyo en el olvido.

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La risa del idiota

La horrible risa del idiota me surge de pronto,

se desborda entre los campos del ayer y el todavía, del muro donde un hombre se oculta de haber sido, del mercado frente al viejo de barba deshojada, del carretón de flores con la mujer de cabellos obstinados y ojos olvidadamente frescos. Un árbol, de pronto –la rama de mi infancia, su fronda distinguida con la sombra anunciada–, me consuela del manto de súbitas violetas con que la tarde muestra su vocación de tumba cuando arrecia la noche con su negro torrente. Ha sido mi trabajo vigilar equilibrios y narrarlos: la rosa ensartada en el jardín melancólico, la abeja abandonada en el zumbido de un árbol, la piedra frente al hombre sin diálogo, sin redes. No ha servido mi labor para curar infecciones, para contar ingresos o panes o vajillas, para el litigio o la tribuna o el mercado. Mi risa es lento llanto arrinconado en los labios. No hago más que las rutas para el ojo del ciego; mi sueldo no ha llegado, nadie ha abierto los ojos.

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Caronte

Hay un viejo escondido en nuestros sueños,

es el cauce profundo de uno mismo.

El río corre y se aleja. Me pregunto si es posible que un misterio tan largo se extienda en tan escaso entendimiento. A lo lejos hay bruma y la distancia no es más grande que el sol en mis pupilas, que mi mano de oscuros calosfríos o que el llanto de un rey en tu memoria. Hacia dentro va el río y no sabemos en qué parte del alma está la fuente. “Allá arriba”, nos dice el yo sediento, “allá arriba está el monte y en sus pliegues el quieto manantial vierte su vidrio”. ¿Pero dónde es arriba en lo profundo, cómo busco la cumbre en mi silencio? La corriente se inflama en la laguna. Hay un acto de niebla detenido. ¿Cuánto vale atreverse al viaje oscuro, desde dentro hacia dentro y más adentro? Ni en mil años de pasos empolvados pagaría jornada semejante.

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Y me quedo tan sólo en travesías, ¿para qué mencionar siquiera la isla? Es el centro de luz, la sed colmada, el descanso del ciego a sus tanteos. Es la tierra de muertos para vivos. Más lejano es el fin de esta odisea que el periplo de un náufrago olvidado; más lejano es el fin porque está cerca, más que cerca está siempre y es vestíbulo. No es con remos ni pasos ni galopes que se llega al umbral de aquella sombra. Es la barca de un viejo que habitamos o nos vive escondido en nuestros sueños. No hay monedas que paguen el transcurso, es el brillo del hombre que despierta descubriendo en su arrojo cruz o cara. En el cauce profundo de uno mismo bien se entrega el viajero al recorrido, bien se pierde en el vértigo naufragio. Es el viaje de Ulises a sus aguas, la renuncia de Eneas a estar muerto. Un cadáver regresa sin su cuerpo, es el hombre y el hombre es sólo polvo.

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Todo es un milagro

Dicen que sólo un milagro convertiría una roca

en algo más que un río o una sed satisfecha. Dicen en no sé qué pueblo, en una quizá madriguera, que un hombre no puede salvarlos de tanta desgracia; por eso hay devotos y santos, por eso arden las velas. No obstante, en mi senda hay un menos de asombro por aquellas escenas, por esos rostros y sombras que iluminan de miedo sumiso los ojos del mundo. En mi ruta hay asombros vacíos de temores, como cuando ríen los ancianos por el balbuceo del niño. La tierra es una milpa donde crecen milagros, pero nada de mártires o iluminados mesías; cada paso en la arena, cada ojo en su germen de estrella, cada lirio lloroso en su sueño de ser casi río, cada letra en la pluma es un milagro de incendio. No me digan que ayer se salvó un moribundo por un rezo atendido o quién sabe qué santo. En mi camino, al menos, no existen los dedos de un genio que brinda peticiones al náufrago; tal vez hay maravillas, pero nunca ficciones.

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A mi paso no hay dioses protectores o pérfidos; hay templos, pero el templo es resguardo del hombre. Si rezo es por hacer aún más firme el transcurso; por eso cuando cruzo un rincón o un desierto hasta las piedras conversan y todo es un milagro.

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Desde el árbol

Como si nunca fuera suficiente

crecer y hacer nutricios los segundos a veces con los pasos en la loma, a veces concentrado en los senderos; como si madurar fuera enrolarse en una guarnición de decisiones: mirar a todas partes, mirar siempre, ser ruta que se alarga y se bifurca; como si alguien que llega a los cincuenta debiera resignar sus pasos rotos a no subir ya más, y sí al descenso, pero antes que al descenso, al largo asomo; como si envejecer fuera un minero que debe regresar cuando anochece por algo que olvidó, quizá herramientas, en la cueva de piedras de su infancia; como si el acto de morir tuviera pasillos decididamente oscuros con pendientes apenas inclinadas porque un viejo no puede darse prisa; como si vivir fuera prepararse para un tramo final en cuesta abajo al que no todos llegan, y el que llega no sabe sonreír, o casi nunca;

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como alguna parvada que desciende segura de sus alas ya cansadas, asĂ­ veo la vida desde el ĂĄrbol confiado en que mis plumas son comienzo.

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Aquí no estamos muertos

D

¿ esde qué ataúd les hablaré ahora? Seguramente no del de madera, el que a veces es metal y siempre llanto, del que se piensa, en el temor común y ciego, que se trata del final, la cárcel última. Hoy quiero compartirles mis sepulcros, abrir la puerta como un anfitrión emocionado al que no visitan desde el pasado invierno. Voy a abrir tan sólo algunas puertas, la casa –que es un féretro, no olviden– es enorme en su callar de laberinto. Apenas sale del labio la palabra, se escucha el gozne de un ayer interpretado: el lenguaje es un pasillo de puertas incontables. Cuando digo adiós, ya vi una amada triste en una puerta de mi región de enredaderas: quizá es también la muerte de mi última mascota, quizá es la playa donde dejé estacionada una sonrisa, quizá es el aula donde un alumno me dio sus [esperanzas, quizá es la despedida de un alguien aún desconocido… No se trata de narrar mis laberintos, ya ustedes se habrán percatado de los suyos, de que apenas pronuncian la palabra comienzan a escucharse los goznes de sus tumbas. Sólo quiero mostrarles mis sepulcros: una hoja amarillenta en el patio silencioso, 59


la guitarra que jamás tocó mi padre, cierta frase de un amigo ya olvidado, la paloma indiferente que canta sin saberme, la risa que pedí aunque en verdad quería un beso… Son sólo unos sepulcros de los muchos que habito, ataúdes donde muero porque ahí estoy ausente. Entonces es cuestión de extrañar, de andar vagando, contemplar cada piedra como un joven rebelde, como un desterrado o acaso como un huérfano que observa a hurtadillas la casa que habitaba, donde una madre llora o se habituó a ya no verlo. Es cuestión de extrañar, de ser de nadie, de andar por todo hueco recogiendo nostalgias; por eso están las rutas tiritando de espera, pocos son los que marchan porque saben que hay llanto. Aquí no estamos muertos, sólo andamos dormidos.

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La muerte se anticipa en el otoño

La muerte se anticipa en el otoño.

Hay una antigua música en la tierra que avanza como sierpe indiferente debajo de los árboles sombríos. No saben del ritual los transeúntes, tan sólo ven las hojas en el suelo y piensan que la tarde está nublada por cierto temporal o por ser martes. Pero hay que ver los pájaros reunidos callar desde un alambre o desde un poste, dispuestos a mirar, como la luna, los ritos con su rostro más atento. La muerte es un ritual de pasajeros: de pronto eres la hoja y te desprendes sintiendo en la caída que eres nadie; de buenas a primeras serás polvo. Hay una antigua música que repta despacio con su piano bajo el parque, ¿y quién puede escuchar esa sonata que invita a bien morir y a desprenderse? Otoño es un ritual y la liturgia la tiene todo pájaro en su canto. 61


Recién han comenzado las lloviznas y en meses habrá un piso de hojarasca. Así son los segundos en la tierra: apenas vas sabiendo qué es el aire, te debes despedir con un espasmo. Un sueño que despierta, eso es la muerte.

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Los trabajos y los días

No es tiempo de dormir, hermano Perses, los astros ya han virado sus veletas y apenas te has movido de esa sombra. Después de tantos soles y trabajos, tú sigues obstinado en ser bostezo. He sido en mi transcurso varios hombres, los rostros me valieron un saludo y luego hubo más ojos y designios. Partí de tierras verdes y festivas y acaso en la humedad hallé un abrigo que pronto se esfumó como este canto. El viento que te roza las rodillas apenas es la sílaba de un verso resuelto a hacer de ti la desmemoria. Después de tantas rutas y fatigas, hoy vuelvo a descubrirte bajo un olmo confiado en esa brisa que se esfuma llevando en su plumaje otros olvidos.

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Estrellas dormidas

Somos estrellas dormidas en el viaje,

en la mansión de sombras. Habíamos arribado al puerto oscuro, al muelle aturdido por la noche a iluminar un rincón de la maleza, del corredor donde un toro se derrama en el silencio, donde un hombre no atina con sus pasos la puerta, donde la bestia y el humano se combaten. Habíamos venido a iluminar la tierra, a sacar brillo de la carne desnuda, a penetrar las piedras hasta sangrarles luz, a manchar los caminos con pasos de lámpara. ¿Qué ha sido del propósito de fuego que se apagó de pronto y se olvidó en las venas? El Golem no ha surgido del polvo, sólo sueños deambulan por los muros: las sombras de un dormido, sus espectros. No hay Golem, no hay polvo, no hay paredes, sólo un abrir de ojos, un vistazo para emerger de pronto investido de incendio.

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El jardín de los murmullos

El jardín de los murmullos está muerto

(en realidad los sonidos no han nacido). Desde fuera hay un silencio interminable, las estrellas son tan sólo breves cifras que pretenden pronunciar sus incensarios más allá de las edades de su brillo. Hay idiomas en espera de unos labios al interior de las piedras y los pétalos, hay pedazos de infinito en cada hombre obstinado en dialogar con sus vecinos sin saber que al reposar surge el silencio porque siempre hubo sosiego e ilusiones de erigir con sus palabras otro Génesis. La Babel del firmamento, de los mundos, no está llena de confusos parlamentos: la Babel de la creación es de los sordos. Los relámpagos nos muestran el idioma que no sabemos mirar desde hace siglos: abrir los ojos atentos al mensaje y, entendiéndolo, callar y practicarlo; será cosa del tiempo y sus calzadas el conseguir retumbar esos fulgores.

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El llanto del anciano

El horrísono llanto del anciano retumba en las alturas,

nos revuelve en el fango del unánime transcurso, nos comenta en la tristeza más antigua, nos repite. El viento entre las ramas, la caída de una piedra remota, la ráfaga que muere de un cometa ignorado son el eco inconcluso del que llora y pronuncia, cansado como está de ver Adanes que duermen: “en vano están allí ocupando un lugar”.

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La mano que coge la pluma

La mano que coge la pluma es tan antigua,

tan llena de vigor y de faenas, tan sedienta y sudorosa, tan paciente como el buey que soporta el arado.

Hay campos de labranza en cada hoja, jornadas más sufridas por el sol a plomo, por la inquieta polvareda de un recuerdo, por un tábano viejo o por las zarzas. Existen los momentos repentinos en que el buey de las manos arremete con más fuerza que tino en el labrado, pero hay tardes también de mansedumbre. Permítanme tan sólo ser labriego del tiempo; he venido a sembrar en todo campo. Soy el quieto agricultor que ve la tierra y calcula en cuclillas la métrica y la sombra. El brazo que carga el arado está vacío del polen presuntuoso del sendero, por eso va el poeta con su pluma callando y fecundando en cada letra.

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El canto de los ángeles

El canto razonable de los ángeles

no puede hacer sentir sus persistencias en medio de estos gritos y estas ráfagas. Después de tanto andar por estas vidas –caminos de algún sol y breves lunas–, un hombre aprende a ver, siempre en silencio, los pasos cómo son de perdidizos en esa confusión de sólo sombras. Ulula una humedad como la noche detrás de cada rostro ensimismado: es miedo de no ser, de conocerse y ver que hay antifaz en vez de rostro. ¿Quién puede relatar esos momentos perdidos en qué pétalo o qué lluvia? Después de cada esquina hay un arbusto; los hombres, sin embargo, tienen prisa. Hay una resistencia a andar descalzo por dentro de los pies de los perdidos, ¿y cómo ha de saberse en qué sendero, por dónde están las piedras más livianas? Después de tanto andar en estos surcos, alguno se hace a un lado y busca el árbol: la espalda reclinada en la corteza, comienza poco a poco a ver las sombras, el ritmo de un desorden milenario con gritos y tormentas cada instante. Acaso hay un asombro que lo incita,

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que lo empuja al “jamás”, al “no de nuevo”: lo sordos no oyen gritos ni portazos, no ven golpes ni heridas ni tormentas, incluso ven los días con los hombros alzándolos en miedos o preguntas, tranquilos en la luz que dan las horas porque ésa es la consigna del sonámbulo.

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La clave

La clave de esta forma salvaje está presente

cuando abres una puerta llevado a la oficina o acaso a la recámara y encuentras que en tus ojos hay sed de algún camino con árboles oscuros. Hay ansias de ser libre, de pronto, en la mañana, cuando eres pasajero del tren anaranjado y abajo, entre los túneles sin sol y sin sonrisas, quisieras ser fogata cantando combustiones. ¿A quién, entre las calles, no surgen repentinas las ansias de hacer alto, faltar a los deberes? No hay culpa o amargura, no hay tal remordimiento, quizá sólo un suspiro por vientos de otros prados. Dichoso al que en su tedio le es lícito voltearse y ver tras la ventana los pastos apacibles, dichoso quien escapa del día y del horario por ser como ese insecto pendiente de la rama. No hay frases ni conjuros que activen esa forma, es un abrir los ojos, hallarse en la distancia. La clave es algo viejo, más viejo que ese tiempo remoto en tus recuerdos de un paso que perdiste.

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Medianoche en punto

La hora en que acostumbran los obreros

dejar un rato quieta la herramienta ¿propicia que las obras se detengan o el hombre es quien precisa del reposo? El sólido edificio que se erige palpita con su ritmo de jornadas igual que un corazón está pendiente de hacer con su compás una armonía. No importa cuánto avancen los obreros, labor de resistencia y no de tiempo es esta que levanta varios muros sin ver siquiera quién será inquilino. Termina a medianoche un solo esfuerzo, no sé ni me interesa cuántas horas: el sol recién salió cuando iniciaba y apenas terminé, cayó la sombra. Mi horario en medianoche tiene cierre y afuera hay un silencio como de astros. No sé cuántas jornadas permanezca, desde antes de mi voz ya estaba el cielo.

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Después del diluvio

Después del diluvio los pájaros callaron,

no hay nada qué agregar a la humedad restante. Llovió toda la tarde y por la noche caían como un ritmo olvidado más torrentes. Todavía por la mañana los cántaros seguían llenando antiguas fuentes o pozos olvidados. Tal vez la tierra tiene una sed que nos ignora.

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El rincón y la araña

Una araña comparte con nosotros la esquina

[del silencio, está pendiente en la pared como en un siglo; espera un mensaje, tal vez, desde las sombras o desde el ojo obstinado de un armario. Mientras está ahí, asustada o distraída, pocos saben que es apenas arquitecta de un espacio con redes y vacíos. En la esquina de mi cuarto me da miedo un pretexto: el mínimo animal es pisoteable, destrozable hasta la gota más íntima del cuerpo, pero hay un miedo más que asusta nuestros días. Cuando vemos una araña diminuta en su columpio surge algo más intenso en ese vértigo: un rincón se ha construido en breve instante. El temor a la criatura se acrecienta, ya no sólo evitamos esa forma y sus patas: crece el miedo con la red y las paredes, crece el miedo hasta abarcar el cuarto y entonces apagar la luz es encender la cueva. En ese horror instantáneo y cauteloso duerme el viejo respeto a una obra que olvidamos. Tejer un laberinto es el comienzo, por sí solos después se erigen mundos. Una araña en su reja nos muestra sombras nuevas. 73


El verso en la piedra

Después de todo hay árboles que lloran,

territorios de pájaros callados como algo que no fuera a despertarse a lo largo de siglos de tristeza; existen todavía las barrancas con avisos de muerte entre sus grietas. ¿Y quién no ha visitado alguna ruina desgastada en las márgenes de un bosque? Si observas una piedra en tu camino, deteriórate un poco en la pregunta: ¿la voz de cuántos hombres está oculta en la dura heredad de ese silencio? Presiento que una vez solté una piedra para ver su naufragio en la laguna, los cielos que han surgido desde entonces no los puedo decir, ya no recuerdo. Pero algo está siguiéndome en las rutas, al pasar en silencio me doy cuenta: la dura obstinación de ser inmóviles las convierte en sospecha de un secreto: como esas gravedades en la historia que devuelven los frutos a la tierra, me temo que las piedras son las ramas de respuesta que caen ante el viajero. Me puedo quedar tardes totalmente registrando en mi búsqueda silencios, de pronto en el jardín surge una lágrima 74


o una voz que es de nadie entre las sombras. La piedra es un poema prisionero tras las rejas del tiempo detenido.

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Hay lágrimas

Hay lágrimas que no pueden ser lloradas.

Las que viven reclusas en los muros de un asombro melancólico o de un canto se destilan en pasos y escritura.

Es antiguo el oficio de plañir en los caminos. Pero el bardo está adiestrado en sus ojos, en sus gotas de humedad entusiasmada: no le basta el clamor de flautas muertas, la espada persistente en no sé cuántos pechos, el paraguas dormido bajo el agua del tiempo. Hay más trazos en el mapa, más recursos del árbol o el ladrillo, de la baranda tenaz en su resguardo, del insecto o de la bruma. El bardo cuando agota su arroyo de tristeza, cuando decide reír y levantarse, cuando se arranca los ojos o de pronto los olvida en la espesura, cuando grita desde el perro o la lluvia, aún conserva en la mirada la congoja que han guardado desde antaño los ancestros, los hombres que miraron por él otros caminos o los mismos con piedras más tempranas.

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Instante

Si toda la eternidad se presentara en un segundo

ante nosotros dos, como agachándose despacio para advertir o sentenciar una tormenta, para decir un secreto anticipado por el ojo desde el canto de una gota de frío, no sería tu rostro de paloma, la bandera de otoño que llevas en la frente, no sería tu risa ni apenas el concurso de pétalos marchitos y nacientes llevado a efecto en tus mejillas; no sería tu fronda la imagen esperada. Menos aún mi sombra amiga del invierno, extendida en prados sin árboles ni pájaros, la campana quejumbrosa que sacudo mientras surgen palabras y se forman, las piedras en mi rostro resueltas a mirar algún día, a ser ojos o relámpagos de instante, de golpe de luz, de nacimiento. Tan pequeños somos, tan sustituibles por un martillo olvidado, por una página pensada desde el lápiz y escrita en algún sueño, por la mención de luna desde un lobo dormido, por la intentona de un bardo de ver en un segundo lo que sueñan los dioses o los muertos. Ante nosotros, mujer, pequeña hoja de acacia, frente al mural improvisado, a la ráfaga, frente al acto de ciego resurrecto e inmóvil, cualquier muestra de lucha y equilibrio 77


(la espina y el pĂŠtalo, la tierra y la llovizna, el fuego bajo el aire, la arena entre la espuma) darĂ­a en ese instante su resumen: el beso que ha poblado los mundos sin nosotros, que no nos necesita en su incendio continuo.

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Denme la primera letra

Denme la primera letra de la palabra escondida.

Quizá después de un indicio (de una piedra [en la columna, de un lenguaje entre las manos) comience [una enredadera de lirios o de granadas poco a poco a desatarse como una voz que ha dormido la madurez de un secreto. ¿Qué dicen los extraviados al descubrir una puerta serenamente velada frente a sus pasos perdidos? ¿Cómo llamar a las brumas si ni siquiera los ojos alguna vez han alzado la persiana de sus sueños? El sendero es por los pasos, pero también por las letras. Denme la primera antorcha de la fuerza desatada por los juncos en el río, por el viento en los cristales, por el colmillo sediento y por la luz del crepúsculo. Algo más que sangre y grito sigue rondando [en las piedras, en el polvo y en las sombras y aún no sé pronunciarla. ¿A dónde tirar los pasos, si cada vez que camino no sé si inicio una ruta o más bien la despedida? Es siempre un punto geométrico donde estoy [con mi silencio. Ahí las voces son sendas y cada nombre es antiguo. Denme la primera letra, yo daré la segunda. 79


La lengua de los pájaros

Allá lejos, detrás de las tormentas

que no alcanzo a mirar por tanta bruma, más distante, lo sé, penetra el rayo de una luz musical entre las ramas. Si es cansancio mi cuerpo, si es inútil para hacerse humedad entre los charcos, si es preciso gritar para ser sangre, me declaro cantor sobre las piedras. Poco a poco se aclaran los caminos desde el ojo apuntado a los ramajes, respirar es entonces como el alba que disipa las nieblas de un bostezo. Allá debes mirar, entusiasmado, donde luna y distancia se disponen a callar derramando su silencio mientras buscas un ave entre las hojas. ¿Cuándo sueltan su voz los ruiseñores, a qué esperan los mirlos para hacerse ya no sólo un concierto de jardines sino un rústico idioma de otros días? Nada esperes, poeta, tu mensaje ya lo saben decir tus caminatas; y si acaso te quedas en suspenso, es un cambio de voz o de volumen.

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No hay un canto capaz de ser un trino, mas si puedes hacer que en tus palabras vayan juntos mensaje y melodĂ­a, habrĂĄs hecho, poeta, voz de pĂĄjaros.

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Cuando los dioses eran cañas

Hubo un tiempo en que los dioses eran cañas,

entonces era fácil entender el transcurso. No, no se trataba de hacer la teogonía donde un carrizo vago y primigenio, tocado o penetrado por un de pronto soplo, bañara fecundando los bordes de su nada.

No se diga, tampoco, por trueco equivalente: “fue el tiempo en que las cañas eran dioses”. No fue, recuerdo, aquélla la edad de los altares, tampoco en las riberas o en los campos nutridos se vio inclinar la frente del hombre ante la caña. El tiempo en que los dioses eran tallos nos trajo un elemento de cambio y dimensiones: la medida. Los límites nacieron con la duda. Mojones para todo en los caminos: estacas en los pastos para decir “lo mío”, estacas en los cielos repartiendo los astros, estacas en el tiempo para contar vejeces y a ratos la muda incertidumbre de ser y rebasar o quedarse en la línea. El tiempo de esos dioses sin génesis o gestas produjo las edades del antes y del luego: “en los tiempos anteriores a los campos de caña no sabemos qué había, si plantas primitivas, 82


si rocas, si desiertos o extensiones del agua, nosotros en los libros le llamaremos caos”; “después de haber nacido la caña llegó el hombre (tal vez antes ya estaba recorriendo los llanos, pero la raza lúcida brotó en cañaverales), entonces hubo trazos y líneas y volúmenes, después todos cabían porque existieron los sitios”. Hubo un tiempo en que los dioses eran cañas, como después vinieron los años de semillas, de piedras, de metales y también de promesas (infiernos y jardines con sus patios alternos). El hombre se ha inventado a sus creadores, de pronto sintió el miedo y también fue medida. Es el tiempo en que los dioses están lejos de ser la procesión que una vez tuvo historia. No obstante, caña o cueva, altar o firmamento, nos sigue la medida celebrando su triunfo y acaso ya olvidamos dónde están las estacas.

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El silencio

El silencio es el secreto más antiguo.

En el principio alguien dispuso la clave: una voz, una sombra, un aire viejo lentamente fue haciendo en su vacío un hueco similar a una bocina. Así nacieron, tal vez, los altavoces, la efímera ilusión de estar al frente y de hacer con sonidos voz de mando. En el principio sin puntos cardinales, sin rincones oscuros o zócalos abiertos, se oyó una resonancia atronadora que a sí misma en asombro se escuchaba y fue tal vez por eso que pareció grandiosa. “Hágase tal o cual forma” y la palabra fue a cumplir de seguro la encomienda. Pero antes de esa voz había silencio. Un cofre antes del cofre, un algo indescriptible, previo a toda forma con puertas y cerrojos, guardaba en su sepulcro quién sabe qué envolturas. No hay, después de todo, sino un canto rodado, pero al cabo de las eras y los sueños, a lo largo de puentes y designios, andando sobre el tiempo que viene sepultándonos, la voz que no salía guardándose en el antes persigue aún a escondidas los pasos que gastamos.

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Presiento más que cantos un golpe en el silencio, como si al centro de los ruidos que a diario nos confunden un puño se cerrara para decir “despierta”. Me aprendo en las voces de los hombres igual que cuando busco la hormiga entre las piedras. Observo lentamente martillando en el polvo con ojos y sin clavos, como obrero del tiempo. Así cuando descubro el silencio en las voces, los pasos se detienen, se instalan los segundos y el antes ya no es antes, sino un hoy revelado.

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El pueblo y sus puertas

Las puertas del pueblo en que las sombras

apenas dejan ver un remoto reflejo están por siempre abiertas para el hombre.

Camina entre los árboles porque también hay puertas recién inauguradas alrededor del quiosco. A cada paso lento reconoces más puertas. Escucha ese rumor sobre las piedras grises, el polvo te ha guardado este momento después de varios pasos que soñaron tu nombre. Nadie puede entender mi soledad, es sólo mía, por eso es que te invito a no frenar tu asombro. Nunca más, como este día, pisarás este pueblo. Hoy has estado bajo el sol, viste más ramas, y más podrías pedir, pero estás extasiado. Dichoso el panorama que aún espera ojos. El pueblo con sus puertas sigue claro e inmóvil. Jamás miraste un sitio tan varado en un sueño. No es tu entrada al edén, es que abriste los ojos.

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El periplo

Nunca digas “ya terminó el periplo”

cuando apenas tu nave ha echado velas. Siempre a los pies les faltarán cansancios. Avanzar es morir a lo pretérito, por eso, aunque conservo algunas sombras, algunas que son llanto y otras polvo, no puedo ver atrás porque soy río. Mis ojos a menudo son eternos: los de hace cinco meses y seis noches siguen viendo un violín con una Alicia inmersa en el ritual de otro lenguaje, los de un siempre noviembre melancólico prosiguen en su búsqueda de otoños, los de ayer ven ayer otros ayeres y eso han hecho, tal vez, los de otras vidas. Los ojos se estacionan en sus búsquedas, son las piedras del río que no frena. Soy un flujo de luz a veces quieto vestido con el polvo de la orilla.

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El oro

El oro de los tiempo ancestrales

refulge en las arenas del desierto. Mejor tendríamos que decir: “la tierra custodia en su callar más soledades”. Se sabe de algún rey que al ser llevado por otro a conocer su laberinto estuvo en el palacio confundiéndose y extraviando sus miedos en los muros. Se sabe que después nuestro monarca pagó el favor con otro laberinto dejando a su invitado en el desierto contar sus horas últimas al aire. Conozco, sin embargo, aquella historia del hombre que clamaba por su pago y el paria que en el plazo convenido condujo a su acreedor hacia los yermos; después de mucho andar sobre las piedras llegaron a las dunas y al reposo; el hombre reclamaba lo acordado: puñados de oro ardiente entre los dedos capaces de hacer rey a un miserable. “Los tronos de verdad”, afirmó el paria, “no son ni de metal ni de brillantes.

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Aquí tienes el polvo del que surgen palacios y linajes restaurados. Si puedes desde aquí reconocerte, ya eres rey proclamado a todo viento”. El paria se alejó y aquel relato ya no dice si el otro llegó al trono, tan sólo finaliza en la sentencia: Los hombres hacen reyes con metales y el rey deviene en hombre por sus actos.

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Hermes y Hestia

Un hombre y una mujer están mirando sus ojos reflejados en el tiempo.

Ellos vuelven a ser, han sido siempre, comienzan a mirar y se sonríen. Él habla de cambiar, pero no él mismo. Pretende hacer un trueque a toda hora: hoy puede ser un beso, una manzana; mañana hará intercambio hasta de días. Él quiere comerciar, es un mercante que busca hacer camino por no asirse. Como si un escultor antes del tiempo los hubiera soñado, ellos se miran: pareja que no sale de sus moldes porque pueden partir, pero se extrañan. Una mujer y un hombre son un ojo que suele contemplar dos extensiones. Él quiere ser “el hombre” y se proclama como si de verdad no lo miraran.

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Habla de sí como un niño ignorado precisa de gritar para afirmarse. Y todos hablan de él porque son hombres seguros de abogar por su valía. Afuera está el varón, en la explanada, buscando en plaza abierta algo de público. Es turno de hablar de ella, femenina, por siempre la inefable y la secreta. Su altar es el hogar y es más que eso: no es casa sino el sitio en que se para. El centro, la fijeza, un mudo techo… recinto es su lugar y siempre inmóvil. Un espacio cerrado es su destino, así nació su piel y su silencio. Es la diosa privada y misteriosa que recibe al varón y lo despierta. El hombre es un mojón en los caminos una vez que ha tocado esos secretos: decidido a hacer límites en torno, comienza a ser guardián de lo que admira. Ella calla y repite el privilegio de mostrar cómo sobran las palabras. 91


Y aunque él vaya a gritar en cada foro, ella sabe reír con su secreto. Cuando se dijo lecho, también tumba salió a resplandecer en el vocablo. Por ello sobre el tálamo es posible yacer con el amor y con la muerte. La cama es la mujer en el principio, en ella está el morir y el exaltarse. Ir al tálamo siempre es ir al foso. La tumba es la mujer, por eso calla. Hablemos otra vez del hombre abierto: un varón no es tan sólo mojonera. Ser hermes significa tener suerte, la suerte de surgir desde la tumba. Morir y renacer en otro cuerpo, eso ha sido el amor indescifrable. Por eso van los hombres por las sendas, vagando están en busca de su lecho. Ella tiene que ver con lo medido, determina los límites profundos. A veces más que foso es un espacio, pero su libertad tiene fronteras. 92


Por eso las tres Moiras son mujeres: limitan todo ayer y todo augurio. Una mujer y un hombre están mirando sus ojos reflejados en el tiempo. ¿Prisión o libertad? ¿Mujer y hombre? Los pasos van diciendo quiénes somos.

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Amergin

Soy hombre porque soy el día de luna

detrás de cuyas rúbricas los ojos vagaban sobre el número y la runa. Mi voz recuerda al hombre y sus despojos. ¿Quién soy si no los pasos de un andante? Por tanto, cada que hay nuevos caminos, y cada que hay un pie siempre adelante, se dice que el andar me dio destinos. No soy, después de todo, el precipicio donde hay un mirador y una baranda. ¿Qué importa cómo soy, cuál es mi juicio, si soy de inspiración o soy de Irlanda? Observa en la palabra que destilo si acaso hay la virtud y está la ciencia. No basta que la voz te deje en vilo, el canto nunca es tal sin advertencia. Mensaje, entonces, soy, no sólo ritmo. Me debo a la región de donde vengo. Las rutas son lenguaje y logaritmo. De pasos más que voz es mi abolengo. He sido algún secreto y de la historia me salgo canturreando algún paraje.

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Nací no para andar en la memoria, más bien soy similar a un largo viaje. ¿Por qué son mis deberes los del cielo y a veces los de un sol de primavera? Mis ojos han nacido contra un velo tenaz en su misión de ser ceguera. ¿A quién habla la voz del que en las manos recibe el agua quieta de las horas y luego hace la ofrenda a sus hermanos? Las letras de esa voz hacen auroras. ¿Quién puede conceder al hombre el fuego si no alguien destinado al grito ardiente? No soy más que la lámpara del ciego y un pájaro que mira desde el puente. Yo soy el surtidor, la fuerza oculta, la rama en el jardín que busca Eneas, ¿en dónde está quien viene a la consulta de oráculos en mudas asambleas? La carne está de más, ya va mi peso formando un edificio de tormentas. No sólo soy un hombre, lo confieso, detrás de mi canción hay luz a tientas. El ser universal, alguien apunta, se esconde en la quietud del simple bardo. ¿Qué puedo yo decir, si la pregunta me vuelve un ser de luz y de retardo? 95


Prefiero responder como los sabios a todo ese recuento de acertijos: sonrisa en vez de voz entre los labios, silencio al descubrir los entresijos. Yo tengo, cuando escribo, la custodia de aquel tesoro oculto entre lo viejo. La duda en el curioso es la parodia del gato acobardado ante el espejo. Hay pruebas de que tengo esa riqueza, el brillo de la luna lo atestigua. ¿Quién quiere una corona en la cabeza, si tiene en sólo hablar un ara antigua? No hay nadie más capaz del inventario sublime y minucioso del sencillo. Mi oficio es recorrer, perder horario y andar cazando el sol para otro brillo. Yo soy el soñador, el que despierta sabiendo que también en la vigilia la vida es un vestíbulo sin puerta y adentro es mi dolor el que me exilia. A un hombre de verdad jamás la muerte lo puede revolcar en su abandono. Yo canto por hacer que alguien deserte del hábito del llanto y el encono. El viento, la humedad, la paz, los cielos, la sombra y la semilla, la palabra… 96


Camino solitario en estos suelos mirando al que en su ardor se descalabra. Por algo estoy perdido en el pasado, remoto entre mis piedras soĂąadoras. No importa que me olviden, voy callado cantando en mi heredad todas las horas.

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Gorgona

Asustas porque en ese rostro horrendo

los hombres pueden ver que fuiste hermosa. Mirarte es la impresión irrepetible del que halla en el asombro la parálisis. Imagen de la carne que caduca, reflejo de soberbia devastada, la greña y el hedor, la sombra ardiente habitan el naufragio de tu cuerpo. Eluden ver tu luz todos los necios pensando que en verdad la repugnancia los puede volver piedras y arrumbarlos a un pálido recuento de esculturas. Hay pocos que comprenden la enseñanza, que saben contemplar las apariencias con algo más que el ojo confundido: quien busca ver la luz usa el espejo. Asustas porque, acaso, en los rincones pudieras ocultar la paz de un beso; tal vez hasta en tus mismas soledades el tiempo te ha enseñado a verter llanto.

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Un rostro de mujer o una mirada, el hombre teme verse en esas aguas quizรก por resistirse a las respuestas, quizรก por no mirar otra belleza.

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Horna tawido

Fue la edad de las runas

cuando nació el metal y el alfabeto: tan sólo combinaron los trazos y el enigma mostró su breve luz y sus abismos. Fue letra y fue mensaje: los hombres negociaban con el tiempo. Lo mismo que labrar, que desbastar la piedra, las manos aprendieron la escritura. Después fue el inventario, había que rascar toda memoria. No era bastante el hoy ni ayer ni el hace meses, en el antes perdido estaba el miedo. Temor de hallar jornadas repletas de unos pasos resurgidos, temor de ver la noche, la cúpula de un árbol y encontrar en su voz los propios ecos. Fue el tiempo de los viajes, de hacer la migración para ser hombre. Aún quedan en los mapas

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los puntos suspensivos pendientes de otros pies ilusionados. Llegó un amanecer y el oro se hizo letras, brilló el cuerno. Artífice u orfebre o simplemente humano, dispuso en el metal nombre y linaje: “Hlewagastir Holtijar”, como si algo de gloria se quedara flotando en nuestras obras, como si en serio fueran los títulos a andar por los caminos. Pero no fue tan sólo la rúbrica el escrito burilado. De culto y no de gloria simplemente, los hombres van tejiendo la red de sus herencias. Adornos de otros días, escenas inflamadas de pretérito, rostros estacionados en el rincón del mito surgieron del metal junto a las runas. Terminado el trabajo, asentados el nombre y la ascendencia, más alta que la firma o acaso que la historia, la voz dictaminó: “horna tawido”. 101


El sello fue total: “Lægæst, hijo de Holt, el cuerno hice”. Primero está el deber de ilusionar el ego, querer que el amor propio sobreviva. Pero es breve el instante: la vida es la sonrisa con que mueres o, en su defecto, el llanto. Sólo quedan las obras cuando están hechas para asombro de otros. Los hombres al morir debieran escribir en su epitafio no el nombre ni la fecha que al fin la tierra cubre, sino la marca fiel de haber vivido. “Hice el templo o el libro”, “hice un verso para decirlo todo”, “hice un beso espontáneo”, “fui capaz del silencio”, así estaría firme cada tumba. Morimos por costumbre y aún no hemos podido hallar el hábito de hacer que nuestras rutas pervivan no por ser, sino por permitir que otros caminen. Los tiempos más remotos subsisten en los ojos sorprendidos, 102


intuyen que el antaño nos lleva en su carruaje diciéndonos que el hoy es una suma: edades y proverbios, un compendio de dioses y montañas, hojas sueltas, maderos, son cifra, son momento, como el eco ignorado en los sepulcros. Revelar la existencia, como si de un secreto resurgiéramos, es ése el corazón que nos palpita en pasos. Un lapso de respuesta es cada vida. El cuerno es el invento capaz de hacer la voz más estentórea. No importa cuántos signos, cuántos soles desnudos, el grito es el metal y el hombre canta. Reunión de antepasados, milagros que un hallazgo nos transmite, la cólera del héroe, leyendas de un arbusto… las letras son portones de otros días. El hombre en sus labores continuará despacio más jornadas; la reja de su arado,

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de su pluma invisible, propiciará más cuernos e invenciones. Cada vez que una voz decida eternizarse en sus inventos, el panteón de los cantos dirá en todas las lenguas “el hombre no es el ser, sino el hacerse”.

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Peregrino

U

“ na vez comprometido, no se vale arrepentirse”, así nos dice el código andariego. Salir, tan sólo es un salir y convertirnos en algo más que polvo en los rincones. Quien viaja está curado en su albedrío. No existen las distancias, ya no cuentan las horas en esa convicción de liberar los pasos. Cuando un hombre va limpiándose los miedos sobre las piedras resignadas a observarlo, nada puede ser más antiguo que sus ojos recién descobijados de su comodidad gregaria. Apenas hay un pie sobre el sendero, comienza a ser la historia una hoja en blanco. Persiste siempre la impresión de que está lejos la higuera o el sepulcro, el santuario o el río que está quizá esperándonos con luces o al menos con una bendición en sus silencios; pero cada que el pie alcanzó su meta se siente como si algo desde atrás –un reposo, una paz, una jornada en los cerros– nos hubiese quietamente liberado y entonces con un mínimo de ascesis los pies se predisponen a empezar otra marcha.

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Sísifo

Ayer por la mañana miré a Sísifo

colgado a su dolor y a su transcurso. En un anciano gris está su rostro, después un espejismo lo duplica. “Yo soy todos los hombres”, dice un ciego, atrás venimos todos tropezando. Quizá en otro ayer estuvo un hombre llevando un palpitar más que una piedra. Hoy sigue el personaje cuesta arriba, la quieta obstinación le trajo espejos. Tristeza, oscuridad, enojo, muerte, los nombres de la roca han aumentado. Hoy puedes ver mendigos o suicidas y sigues sin saber que son espejos. Vejez, enfermedad y siempre muerte, la piedra es el dolor porque es llevada. Pararse y despertar, hacerse a un lado, eso es lo que desdice a toda roca. Ayer por la mañana miré un ciego, la sombra es en el hoy otro reflejo.

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Desde el puente

Hay que mirar la vida desde el puente

para entender un poco esta cascada ardorosa. No tiene por qué ser el de algún río: sobre un precipicio en que el abajo es una proyección del estar lejos, sobre una avenida transitada de ruido o sobre una carretera donde no pasan autos porque el pueblo está más hecho a los huaraches, sobre el viejo camino en que las zarzas ya no saben responder por el último andante, sobre las piedras que una vez fueron arroyo, en fin, sobre los hombres formados en su prisa también es perceptible el transcurso sediento. Como una lengua que siempre rebuscara para satisfacer un apetito antes del mundo, las ansias nos recorren y nos llevan y entonces suponemos que es la vida y su ritmo. Cascada complacida de abarcar todo cuenco, la vida nos abarca, nos revuelve, nos hunde. Tan sólo desde el puente se respira un alivio.

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La pluma

LevantĂŠ del pavimento una pluma empolvada.

Algo queda, a fin de cuentas, tras el Ăşltimo vuelo. Viajar, viajar de lejos o de cerca, hacer camino por no dejar amortajados los miembros y los sueĂąos. La tierra la hizo un pie como al aire una pluma.

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Las miradas y los días

Olvidemos este día y los que vienen

renuentes a aceptar que habrá destino. Si tan sólo el adiós lo comprendiéramos… Ese rostro que ves, aquel mural del tiempo repleto de etiquetas, de ardor, de aparadores, esa firme invención frente a los ojos que obstinadamente llenamos de fantasmas están hechos desde antes que tus manos pudieran ver la luz para desear y aferrarse. Y ahora estás de nuevo en estas sombras, de nuevo no sé cuántas jornadas bajo el cielo, para mirar las cosas sonriendo de ti mismo, de que antes hayas hecho posibles tantos sueños, de que hayas vuelto hierros algo menos que brumas y tormentos de incendio nada más que impresiones. Ya todo frente a ti llegó antes a tus ojos o a tus manos ansiosas o al menos a tus pasos. Nada tienes que hacer sino alejarte, mirar y despedirte como el humo en su ascenso sin ganas de quemar o volver al pabilo.

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El pájaro profético

Tras el canto de un pájaro profético

¿quién sabe cuántas vidas esperaron tanto? Se ve sencilla la silueta en el aire, pero una mente detrás, los actos previos se resumen de pronto en esa curva que planea en un sueño liberado. El pájaro no sabe que los hombres buscan en su vuelo imprevisto y en su canto alegre la respuesta a una duda que muere entre sus pasos. El pájaro no sabe de oráculos o signos y sin embargo es parte de las viejas magias. Detrás de los segundos de una ala matutina, ¿quién sabe qué castigos o qué elección ambigua fraguaron los instantes de una vida sencilla? Hay pájaros que viven sin dejar constancia, que no fueron oídos ni por un perdido. ¿Qué pasa con la voz de los poetas? ¿Qué vidas se fraguaron para esas metalurgias de pronto cinceladas en un hondo tañido?

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El árbol

Descubrí que los días son las hojas

de un árbol cuyo otoño es infinito, que un dios en el principio de los tiempos (o un rostro sin vejez y sin penumbra) dispuso una semilla bajo el polvo, que el árbol se estiró, soltó raíces y pronto fue el misterio de la vida. Un día es una hoja que se muere, que alarga su final en un intento de ser al menos simplemente un grito (por no decir mensaje o advertencia) capaz de hacer posibles más plantíos. Descubrí que el otoño no se frena, todo el tiempo las hojas van cayendo pero también renacen y se ensanchan. Me gusta ver a Dios todos los días pasar por el jardín de un solo árbol, mirar, oler las hojas y cortarlas una a la vez mientras acá morimos contando calendarios y apagándonos. Descubrí que soy dios y también sombra porque puedo cortar otros instantes cargados de ilusiones y de sueños y echarlos a volar por la ventana, pero también perduro en esta angustia de contemplar el cielo y ver el día con este peso de hoja que me aplasta. 111


Sólo un lugar

Sólo un lugar sobre la tierra basta

para ver el concierto suspendido: las hojas, los cristales, los segundos, todo llueve ante el rostro ensimismado. Un sueño más cerrado que una piedra no puede ser sepulcro para siempre; andamos sin saber cómo es que somos por un soplo de olvido pasajero. De pronto, en un momento, llega el día en que deben abrirse bien los ojos, entonces ver es como entrar al templo y el alma por fin viaja sin su cárcel. Es simplemente un breve desatino el que hace imperdurables y olvidados los pies de nuestra sombra pretenciosa. Afuera toda ruta es laberinto. El sueño nos encanta por su magia, porque en él todo paso es largo vuelo; y por qué gastar horas en ficciones si al centro del silencio están las alas. Despierten ya, dormidas invenciones, sombras bien habituadas a sus muros,

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no existe tal engaño del afuera porque todo parámetro es incierto. Los ojos están hechos para alzarlos, para ver y encontrase en las esferas, después viene la vida a revelarse: “lo que ves está en ti multiplicado”. Un punto desde el centro de la mente resulta ser el mundo y cada suelo persiste como frágil receptáculo de lo que es, lo que fue, lo que no ha sido. El concierto es tan sólo un artificio, el corto parpadear de otras miradas; resplandores que van siempre seguidos de la fiel proporción sobre sus sombras. Ve la luna y sus juegos de equilibrio medidos entre brillos y penumbras, observa en toda luz negrura al lado, la estrella es una oscura profecía. Prosigue en tu camino y al pararte contempla cómo el cielo no se mueve. Tú eres quien activa coordenadas y hasta el rayo a lo lejos nada cambia. Incluso, si es posible, en lo más alto verás que ni la cumbre es buen retiro: debajo está la gente de quien huyes, el tesoro es saber ser siempre el mismo. 113


No es bajeza la tierra ni su vulgo repartido en rincones y explanadas, es bajeza el cobarde que se aleja y que en cada saludo ve el destierro. Aquí, bajo tus pies, en todas partes hay sitios de humedad y de sonrisa, aquí no es el amor lo que se busca porque ama quien se da serenamente. Aquí la voz del cielo está en los pájaros y también en las frágiles lloviznas, resplandece el entorno porque el rostro florece como un pétalo despierto. No importa ya si en campo, si en pradera… si fuiste agricultor o visionario… levanta tu herramienta de minero y búscate en las vetas de ti mismo.

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Permanencia

Cuando mis versos aparezcan pintados en los muros,

el lodo y el tiempo habrán cubierto mi lápida. Con otros ojos veré entonces las letras conservadas, seré hombre al fin y al cabo. Si sastre o carpintero, lo dirá mi vocación de mueble o gabardina.

Algunas cosas he fabricado, quizás, y no me acuerdo. Al pasar por el parque, si aquella banca hablara, me diría gracias, o más que a mí, a mis manos, por haberle dedicado tanto adorno y tanto tiempo. Hay calles con un nombre que fue mío, no lo dudo; pero un viejo llora aún no sé en qué aldea por el padre que no dijo “te amo”, y estoy lejos. Ayer he trabajado en el ladrillo y es preciso que el muro se termine para el verso que aún no nace. No hay piedra destinada al descarrío itinerante, cada una tiene un sitio en la obra de los tiempos. Incluso el extravío es edificio de la obra. Cuando mis pasos se apresuren furiosos por la calle un gong en algún lado resonará despacio. Será tiempo de callar y detenerse, abrir los ojos y darse cuenta en el correr de los segundos de que incluso en ese muro de enfrente que no vemos está escrita nuestra historia para que un ciego despierte.

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ÍNDICE

Proemio del bárbaro 11 La edad de las esfinges 13 Lamentación del mudo 14 Dédalo 15 Árbol 16 La pregunta 17 El anciano Quirón 18 Venganza de los ciegos 20 Prometeo entusiasmado 22 Divagación de otoño 24 El ojo de la bruja 26 El sombrero y el ciego 28 Jacob y el ángel 29 El potrero 31 Laberintos 33 La voz de las esfinges 35 El jardín 36 Último don del alfarero 38 Cantemos la cólera del cielo 39 Recipiendario 41 El treno de otra iglesia de piedra 43 Eternidad y canto 45 ¿Qué ves, Amós? 46 Todavía 49 La risa del idiota 52 Caronte 53 Todo es un milagro 55


Desde el árbol 57 Aquí no estamos muertos 59 La muerte se anticipa en el otoño 61 Los trabajos y los días 63 Estrellas dormidas 64 El jardín de los murmullos 65 El llanto del anciano 66 La mano que coge la pluma 67 El canto de los ángeles 68 La clave 70 Medianoche en punto 71 Después del diluvio 72 El rincón y la araña 73 El verso en la piedra 74 Hay lágrimas 76 Instante 77 Denme la primera letra 79 La lengua de los pájaros 80 Cuando los dioses eran cañas 82 El silencio 84 El pueblo y sus puertas 86 El periplo 87 El oro 88 Hermes y Hestia 90 Amergin 94 Gorgona 98 Horna tawido 100 Peregrino 105 Sísifo 106 Desde el puente 107 La pluma 108 Las miradas y los días 109


El pájaro profético 110 El árbol 111 Sólo un lugar 112 Permanencia 115


La edad de las esfinges, de Fernando Corona, se imprimió y encuadernó en 2017 en los talleres de Editorial CIGOME, S.A. de C.V., Vialidad Alfredo del Mazo No. 1524, Col. Ex Hacienda La Magdalena, C. P. 50010, Toluca, Estado de México. En su composición se utilizaron tipos de la familia Bauer Bodoni. El papel de los interiores es cultural de 90 g y del forro, cartulina sulfatada de 14 pts. El tiro consta de mil ejemplares. Cuidado de la edición: Édgar Valencia Hornilla. Diseño gráfico: Paulina Díaz Barrios Honey Editora responsable: Rocío Osornio García.


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