El Pantera

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El pantera

J. JULIÁN AGUILAR M.



EL PANTERA

—Me lates para un tiro. ¿Qué, va? —se lo canté en caliente. Creo que el hijo de perra ni siquiera me reconoció, tal vez por la poca luz del lugar. Pero también creo que eso era lo que menos me interesaba en ese momento. Sólo quería partirle su madre y aunque cegado por la ira y la emoción, pasó por mi mente aquel momento de hace poco más de tres años en que este mismo cabrón se había manchado conmigo.


—¿Entonces qué, mariconcito? Con que la Karina anda contigo, ¿no? Pues cómo ves que esa vieja me pasa un chorro. —Ya, cálmate, Guerra —apenas pude decirle con lo poco de voz que me salió. —Ya cálmate, ¿qué? A mi no me subas la voz, mariconcito —me dijo burlón mientras me daba un zape. —¡Aguas! ¡Ahí viene el Constantino! —advirtió alguien a Guerra, sobre la proximidad de un profesor. —A la salida nos vemos, no creas que te me vas a escapar —me sentenció, sin que yo le hubiese hecho absolutamente nada. Él era así, buscaba pleito con quien por alguna razón no le simpatizara.

—¡Pues, va! —me respondió un tanto sacado de onda, pero de manera altanera, siguiendo al parecer la regla no escrita de: “Soy machín y no me abro”. En cuanto me aceptó el reto yo ya le estaba soltando el primer madrazo, ni las manos alcanzó a meter. Sin embargo reaccionó rápido y se me puso en guardia el muy gallito. Me le fui encima y nos trabamos en una serie de golpes. Con mucha maña, de esa que se adquiere sólo con la práctica constante, lo sujeté de los cabellos y le asesté un cabezazo a la altura de su ojo derecho, el dolor causado por el impacto hizo que perdiera la guardia y aproveché para meterle dos puñetazos: uno en el vientre y otro más en el rostro. —Con que mariconcito, ¿no? —le pregunté de manera sarcástica.

Aquel día a la salida iba yo con Karina cuando lo alcancé a ver en la esquina con todo su séquito de esbirros. El temor me comenzó a invadir.


Nunca antes me había peleado y este tipo era de los más pendencieros de toda la escuela y tenía bien ganada su fama de gandalla. —¿Entonces qué, mariconcito? Pásate a la chava, ¿no? —¡Con ella no te metas, Guerra! —quise gritarle, pero apenas y me salió la voz. —Con ella, contigo y con quien yo quiera, pendejo —me amenazó y me tiró de tremendo empujón. No era mucho más grande que yo, pero era notablemente más corpulento. Me paré y quería arrojármele encima, pero el miedo me paralizaba, los ojos se me llenaron de lágrimas por la rabia y la impotencia. —Miren, ya quiere llorar el mariconcito —les dijo a sus amigos y todos comenzaron a reír y a burlarse. —Ya, cálmate, Guerra —atiné a decir como autómata, con una voz apenas audible. —¿Ya qué? ¿Ya qué, mariconcito? —me gritaba mientras me volvía a golpear la cabeza con su palma. No me pude contener más y algunas lágrimas rodaron por mis mejillas. —No andes con maricones —le dijo Guerra a Karina mientras le rozaba la cara con sus dedos. Eso me dio aún más coraje y quise írmele encima, pero mi intento fue irrisorio toda vez que de un puñetazo en el estómago me dobló, sacándome todo el aire. Caí de rodillas ante él. Como pude logré incorporarme y volví a intentar gritarle: —Ya, cálmate, Guerra —la voz salió de mi garganta, pero ahora de manara muy entrecortada por el llanto y la falta de aire.


Me sujetó por el cuello del suéter con su mano izquierda y con la derecha me propinó una serie de contundentes bofetadas. Las mejillas me ardían por los golpes y por la vergüenza. Me reventó la boca y me lastimó la nariz, por lo que comencé a sangrar de ambas. Ya como burla me volvió a cachetear de manera delicada, pero humillante. Él, sus amigos y muchos de los que observaban se reían divertidos por lo cómico de la escena. —Pinche chamaquito maricón. Pinche chamaquito maricón —me repetía una y otra vez—. No andes con puñales —le dijo a Karina, quien asustada no sabía qué hacer. —Ya, deja a ese maricón y vámonos al deportivo a talonear —le gritó alguno de sus amigos a Guerra. Me volvió a sujetar del cuello y me dijo: —Pinche mariconcito, te lo voy a decir sólo una vez más: Esta chava me pasa un resto, así que deja de hacerle al pendejo con ella y hazte a un lado. Si te vuelvo a ver con ella, te parto la madre. Antes de soltarme me escupió la cara y de un aventón me mandó al suelo, dejándome libre pero con mi orgullo y amor propio hechos añicos, a más del dolor físico por los golpes. Guerra y sus amigos se alejaron riendo. Todos los mirones también comenzaron a desperdigarse. Karina se quedó ahí, junto a mí, pero le pedí que por favor se fuera, que me dejara solo. Ella se fue llorando. No volví a hablarle nunca más. Humillado y adolorido caminé hacia mi casa, como un perro con la cola entre las patas, llorando de rabia.

Ya estaba sometido, pero su callo y su orgullo lo levantaron. Alcanzó a darme una patada en la pierna, me dolió un buen, pero eso sólo hizo que me calentara más. Lo volví a tomar por los cabellos con ambas manos y con fuerza lo bajé para estrellarle la cara contra mi rodilla. Fue aquí cuando uno de sus


cuates quiso meterse y me dio una patada en la espalda. Más tardó en dármela que en ir a parar de nalgas a los pies de sus otros amigos, amenazado por mi cuate El Oso: —No te metas imbécil —y continuó para todos los demás—, ni ninguno de ustedes perros—. Probablemente su impresionante físico amedrentó a cualquiera que hubiera querido entrometerse, o quizás atinaron a respetar “un tiro entre dos”, como era el caso. Guerra ya sangraba de boca, nariz y de un corte en el párpado; se veía totalmente maltrecho, pero la furia seguía agolpándoseme en el cerebro y el odio contenido por mucho tiempo seguía exudándome por cada poro. Con las facciones completamente transformadas, las venas de mi cuello como dispuestas a reventar, los dientes y puños apretados, volví a arremeter contra él. Le propiné otro cabezazo en la cara y lo mandé al suelo; me le encaramé y con ambos puños comencé a golpearlo. Él solamente intentaba cubrirse la cara. Alguno de mis amigos me gritó: —Ya, Pantera, déjalo. Ya lo madreaste. Pero yo no entendía nada en ese momento, para mi aún no era suficiente. Guerra me había golpeado y humillado por la sencilla razón de que le caí mal a ojo, yo nunca le hice nada, es más sólo lo conocía de vista y oídas. Por su culpa dejé a Karina, pues no pude soportar la vergüenza de haber sido humillado ante ella. Por su culpa, a pocos días del funesto encuentro en el que literalmente me cacheteó y se cansó de decirme “Mariconcito”, fui expulsado de la escuela por haber introducido y consumido alcohol en los baños de la secundaria por tratar de hallar un lugar “digno” con cierta pandilla, pero sobre todo por tratar de hallar un escape a mi pena, por tratar de borrar de algún modo ese doloroso y bochornoso acontecimiento. Por su culpa me sentí más inútil que nunca y que nadie. Por su culpa los demás, hombres y mujeres de mi salón, de la escuela entera, me veían con burla, lástima o desprecio y hasta se pitorreaban de mí. Por su culpa pasé la peor época de mi vida. Pero ahora todo era diferente, la vida da vueltas, aunque no para todos al mismo ritmo. La vida nos volvió a cruzar. Yo no lo sabía, pero casi éramos


vecinos de aula. Casi un año había pasado desde que él, y yo mismo, habíamos entrado al CCH Vallejo; sin embargo nunca lo había visto. Casi desde mi ingreso al plantel mi vida cambió radicalmente. Mi encuentro con El Oso, algo completamente circunstancial, hizo que se operara una vuelta de 180º en mí. Sin buscarlo, sin proponérmelo, entré en un círculo bastante violento, sórdido. Descubrí en mí habilidades que nunca había explorado y ahora, por una mezcla de azar y necesidad, tuve que desarrollar y pulir. De pronto pertenecía a un grupo de choque, a un grupo de porros: Marzo 3. He de decir que no basta querer ser o estar dentro, hay que chingarse, hay que foguearse y mantenerse. Ingresar al equipo de futbol americano del plantel me fortaleció en este y en otros sentidos. La banda del Oso, mi banda, Marzo 3, se convirtió pronto en un grupo dominante, hegemónico. Mi unión con este personaje era casi fraterna. Había un pacto explícitamente establecido por él: “De mi porte o más grandes, van conmigo; todos los demás, van contigo… pero si te doblan, entro yo.” Él medía 1.86 m, y yo 1.72 m. La mayoría fueron conmigo, pero para mi fortuna pocas fueron las veces que el Oso tuvo que intervenir. Llegué a tener celebridad como parte del Marzo 3. Aquellos días de mi vida tranquilos como niño de casa, aquellos tiempos de ser uno más venido a menos habían quedado atrás. Ahora era, sencillamente, El Pantera. Y llegó aquel día. Aquel día en que lo alcancé a ver, lo reconocí de inmediato: ¡Guerra! Lo seguí con la mirada y sentí que algo en mi interior se generaba: un odio incontenible. Mi suerte no podía ser mejor: iba hacia el estacionamiento, a esa hora uno de los lugares más solitarios del plantel. Iba con los que supongo sus lame botas actuales. Le dije al Oso: “Vente, tengo un pollito con ese cabrón.” El Oso y varios más me siguieron. Los alcanzamos cuando iban a la mitad del casi desierto estacionamiento. Todos mis pensamientos se resumían en una sola idea: “Romperle su madre”.


Encaramado en él, le seguía dando de puñetazos a diestra y siniestra, sin poder controlar mi ira. Mi cuate El Rata volvió a intentar detenerme, pero le fue imposible. Fue entonces cuando El Oso intervino: —Ya, valedor, ya le partiste su madre —me dijo. Pero yo seguí lanzándole golpes como loco. Guerra ya no respondía, sólo intentaba protegerse. El Oso tuvo que abrazarme para contenerme y volvió a decirme: —¡Ya estuvo! Antes de incorporarme le escupí a Guerra su ensangrentado y contuso rostro y le espeté: —Con que “Mariconcito”, ¿no? Me puse de pie, todavía abrazado por El Oso, quien me apartó un poco y me volvió a decir: —Ya, Pantera, ya lo madreaste. Sin poder hablar siquiera, asentí con la cabeza y me soltó. —Aguántame —le pedí al Oso. Me acerqué de nuevo a Guerra, quien de inmediato se cubrió la cara, y le dije: —Creo que ya estamos a mano, pendejo, y ni le busques. Soy El Pantera, del Marzo 3 —y le propiné dos patadas en el costado. El Oso protestó: —Ya, güey. —Ya estuvo —le contesté.


El Oso, yo y los que nos acompañaban nos alejamos de este sitio. No volteé en absoluto. Un demonio que desde hacía mucho me atormentaba se esfumó. Alguien del grupo intentó preguntarme: —¿Quién era ese güey, Pantera? —Nadie, no era nadie —fue mi respuesta tajante y no hubo más preguntas. El Marzo 3 continuó con su célebre, aunque negra, reputación, lo mismo que el Pantera. A Guerra nunca lo volví a ver.

J. Julian Aguilar M.




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