Las anclas

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Las anclas


{

Personajes

}


路 Calcetines: la chica que llevaba siempre la contraria 路 Bleu: el chico del globo azul 路 Marianne: la chica de la larga trenza 路 Sybille: la muchacha a medias


Una vez Marianne atrapó un cuervo con su t r e n z a . Cuando era chico, un huérfano como todos nosotros, abandonado por la suerte y el viento, le ató su mechón más largo a una de sus patas. No sabemos qué le empujó a hacer tal cosa, si la curiosidad, si el perverso ingenio de la infancia o quizás una necesidad, más oculta y profunda, de declararlo suyo.

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Una vez Marianne atrapó un cuervo con su trenza. No sabemos qué le empujó a hacer tal cosa.


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Fuera como fuera, lo cierto es que el cuervo nunca demostró guardar rencor hacia Marianne y ésta le quiso más que a ningún otro ser vivo. Le contaba sus deseos, sus más íntimos secretos, le desvelaba la ponzoña de sus pensamientos y el cuervo, puede que en afán de probar su lealtad, nunca emitió graznido alguno. Marianne no podía permanecer mucho tiempo quieta, y cuando nadie miraba, o menos se lo esperaba, t s a l a b a de su sitio y c or r í a como un salvaje al patio de atrás. En sus ataques de emoción, o de rabia, tiraba la colada tendida afuera al suelo, la desgarraba, la pisoteaba, la lanzaba al aire... y su trenza se agitaba como un látigo en cuyo extremo siempre estaba su único compañero. La castigaron muchas veces por ello, sin ningún resultado.

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Poco a poco se fue dejando crecer la trenza, intuyendo quizás que su alado amigo necesitaría de vuelos más largos. El rojo de su pelo se fue volviendo cada vez más intenso, tanto, que el otoño del valle palidecía cuando su habitante más peculiar salía a saludarlo. Era tan rojo, que en las noches de invierno alumbraba nuestra habitación, compitiendo injustamente con las velas.


Sin embargo, con el tiempo Marianne sustituyó su energía hiperactiva por un mutismo cada vez más pronunciado. Todo lo demás en ella permanecía igual, pero en el más absoluto de los silencios. Su presencia, antes vigorosa e impredecible, fue muriendo en una pesadez lánguida y su trenza ya era tan larga que pasaba de sus caderas, una lengua de fuego que serpenteaba por su espalda.


Bleu me confesó una vez, que a pesar de jamás haberse acercado a Marianne, siempre sintió una extraña conexión con su situación. Me dijo que, el motivo por el que Marianne ató al cuervo podía ser el mismo por el que él se hiló el globo en la mano. A mí no me intrigaba lo suficiente como para ir a preguntárselo a Marianne ni quería saber de sus motivos por Bleu.

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El globo actuaba como un intermediario.


Bleu no era mala persona, pero tenía la tendencia a redirigir el foco del misterio a sí mismo y yo desconfiaba de alguien que hablaba sujetando un globo delante de su cara. El globo actuaba como un intermediario, o como una máscara que ocultaba su rostro y me impedía averiguar sus verdaderas intenciones. Así que me encogía de hombros y cambiaba de tema tan rápido como podía.

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En retrospectiva creo que todos sufríamos de lo mismo pero lo manifestábamos a nuestra manera. Éramos bestias que añorábamos una libertad que jamás habíamos conocido y dudábamos entre disfrutar de la posibilidad de la huida o del acto rebelde en sí. Como si le hubiésemos cogido cariño a los límites bajo los que habíamos vivido hasta entonces. Indulgentes, decidíamos permanecer, pero en esa traición a nuestro más cercana

ferviente

naturaleza,

anhelo, a nuestra más

satisfacíamos

nuestros

remordimientos contagiando nuestra condición.

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Así nos encontrábamos todas las mañanas a Sybille, a me dias entre el jardín y la casa, siempre colgando de la ventana. Dudando si bajar o volver a entrar. Un día se le escurrió uno de sus zapatos, que cayó en los rosales, y que por casualidad encontré yo en uno de mis momentos de soledad. Se lo devolví a Sybille y desde entonces fuimos buenos amigos.

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En cualquiera de los casos, la trenza de Marianne se volvió tan larga que pasó de ser una curiosidad a un estorbo y se la tuvieron que cortar. El

jardinero

tuvo

que

traer

sus

tijeras de podar para degollar semejante basilisco y Marianne, que no había hablado en años, profirió toda una srie de gritos, llantos, súplicas

y

amenazas

tales

que

todos

hubiésemos jurado que la estaban exorcizando de algún demonio, de algún mal tan arraigado en su corazón, que estaba acabando con ella.


El cuervo picoteó, Marianne luchó, todos nos escondimos y el jardinero volvió a su furgoneta con la trenza más grande y hermosa que he visto en mi vida. Se alejó silbando tranquilamente, su espalda musculosa en contraste con el ocaso. Marianne, la mayor de todos nosotros, tenía diecisiete años. El cuervo desapareció.


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Yo me marché de la casa al poco tiempo de ese trágico suceso. Me despedí de casi todos, con mayor o menor fervor, e hice mi última ronda de aquel valle tan particular. Sybille me regaló uno de sus zapatos, el que le devolví aquella vez, para que no me olvidara de ella. Yo no supe qué decir salvo que cumpliría mi promesa en mantenerla en mis recuerdos. Ahora que lo pienso, debería haberle regalado uno de los míos.

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Bleu y yo no nos dijimos adiรณs.


Bleu

y

yo

no

nos

dijimos

adiós.

La

última vez que le vi fue a lo lejos, de pie, de espaldas a mí, mirando nada en concreto. Me di la vuelta para observarle de nuevo. No llevaba su globo y en su hombro, dócilmente posado, un cuervo familiar. Me detuve para grabar la imagen en mi memoria y me dirigí a la estación sin mirar atrás.

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Una observación, a la que me referiré como Calcetines por discreción y confidencialidad, me recuerda a veces a Marianne. Es la mayor de tres hermanas prácticamente idénticas y siempre lleva la contraria. No de una manera directamente conflictiva, es mucho más ingeniosa, y así como no puedo ver el rojo más sangr

sin pensar en aquella trenza, ante no puedo ver la tinta más oscura sin pensar en Calcetines. Tiene un carácter taciturno pero en su afán contradictorio revela una voluntad férrea, una perseverancia poco habitual en alguien de ojos tan jóvenes.

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Una perseverancia poco habitual en alguien de ojos tan jรณvenes.


La nostalgia parecía acecharla. Un témpano que le caía de la nuca.


No me llegué a despedir de Marianne. No me

atreví a preguntar por ella antes de irme, no después de haberla abandonado como lo hicimos. Sybille, en su última postal antes de marcharse ella también, me dijo que Marianne estaba “más bella que nunca”. Que su pelo, tras el corte, se había vuelto de un plateado lunar y que toda ella refulgía a veces con tal intensidad que dolían los ojos y no podías parar de llorar.

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Salía

por

las

noches

a

correr

por

las

colinas. Bailaba descalza sobre los pequeños rosales. En invierno, cuando nevaba en silencio de madrugada, bajaba al estanque y se bañaba desnuda, sin contraer jamás una neumonía ni inmutarse por los cortes que hacía el frío en su piel. Sybille

añadió

también,

hacia

el

final

de su mensaje, que la nostalgia parecía acecharla. Se estaba volviendo a dejar crecer una larga trenza plateada, un témpano que le caía de la nuca.


Releyendo la postal a veces me da la impresión de que Sybille quizás esté confundiendo los verdaderos sentimientos de Marianne con sus fantasías, de que la realidad sea una luz menos deslumbrante. Yo desconozco qué deseará ahora la Marianne plateada, a quién o a qué estará esperando, buscando, a quién o a qué querrá hacer suyo otra vez.


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Un huevo


{

Personajes

}


· Cristina: aquella que incubó el huevo · El narrador: aquel bajo el foco · Rhea: aquella que regresó


El narrador sale a escena y se presenta ante todos. Lleva el torso desnudo y unos vaqueros. No, no son vaqueros. Son unos pantalones grises. No se le puede distinguir el rostros, y menos desde tan lejos. Mira a uno y a todos al mismo tiempo. Hace una reverencia exagerada, exageradĂ­sima, casi llega a tocar el suelo con su nariz. Se vuelve a incorporar con vigor, con certeza, con la mirada y el porte de alguien que tiene algo importante que decir. El foco, hasta ahora tenue, aumenta de intensidad

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y empieza a girar sobre sí mismo hasta formar un bello cono de luz, atrapando así al narrador en su seno. Éste se agacha, parece que va a recoger algo del suelo... pero no, no hay nada. Se sienta de piernas cruzadas y con una voz grave, quizás algo ronca, una voz que ocupa limpiamente su lugar en el escenario, empieza a contar...

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Érase un huevo. Un huevo ni muy grande ni muy pequeño. Un huevo fresco, brillante, sólido. Un huevo de esos que da gusto sostener en la palma de la mano. Todo un mundo, o la posibilidad de uno, a nuestra merced. Érase un huevo rojo.

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Érase un huevo sin dueùo y sin motivo


Nunca se supo de dónde venía, porque nadie recordaba haberlo comprado, era un huevo sin dueño y sin motivo. Tampoco era un regalo ni nadie recordaba haberlo pintado. Simplemente estaba y los ocupantes del piso 40-86-371 se resignaron a su presencia. Un huevo rojo apareció en el centro exacto de un macetero del balcón y no había más que hacer. Pensaron que quizás se les había caído a los del piso superior, pero tampoco valía mucho la pena tomarse la molestia de ir a preguntar.

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En las torres infinitas tanto el servicio como la mayoría de los inquilinos variaban casi cada día. Era un ritmo de locos, pero era el ritmo que llevaban desde hace veinte años y nadie parecía tener inconveniente alguno. Las

torres

eran

grandes

organismos

verticales, con un sistema perfecto de ascensores, correo, agua potable y calefacción. Estaban todas dispuestas muy juntas entre sí, de tal manera que al asomarse uno por la ventana, no podía ver más que miles y miles de otras ventanas, otros balcones, otras coladas y otros aires acondicionados en todas direcciones.

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Éranse una vez unas torres infinitas...


Érase una vez un montón de flores, hojas, tallos y agua por el suelo.


Así pues el huevo pasó a formar parte del piso 40-86-371. No era un huevo muy apetecible pero el interés generado por su misteriosa aparición y el cariño maternal que despertó en Cristina, una de las voces más importantes en ese hogar, le otorgaron una envidiable impunidad. Cristina,

llamada

por

unos

instintos

naturales, decidió cuidar del huevo. Probó a incubarlo de mil maneras distintas pero el huevo seguía frío. Le cantaba, le gritaba, le llevaba a pasear con ella, le suplicaba, pero el huevo seguía sin calentarse.

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Un

día,

frustrada

por

sus

vanos

intentos maternales, lanzó el huevo contra su mesita de noche; desparramando un libro empezado hacía semanas, un jarrón a rebosar de flores y un reloj que había sufrido destinos similares

con

anterioridad.

Dándose

cuenta de su error, buscó el huevo entre las flores sin éxito. El huevo rojo, tal y como había venido, se había ido. El resto de inquilinos del 4086-371 le recriminaron a Cristina su brote de ira y colocaron un macetero nuevo en el balcón por si su inesperado visitante se decidía por volver.


Pasaron un par de meses y los residentes del 40-86-371 se fueron marchando poco a poco. Al final sólo quedó Cristina, que seguía atada al lugar por remordimiento y en secreta esperanza de que reapareciese el huevo. Nuevos inquilinos llegaron y todavía no había ni rastro del ovoide fulgurante. Mientras tanto, Cristina conoció a Rhea. Una inquilina joven y charlatana, Rhea era siempre buena compañía. Siempre sabía qué decir, cómo decirlo y cuándo. Parecía leerle la mente a Cristina, entenderla a la perfección, sentir en su misma intensidad.


Cristina, que nunca habría compartido tanta confianza con alguien, la adoraba con fervor. Rhea

tenía

la

piel

blanca

como

el

marfil, suave, tersa, apenas mostraba alguna imperfección. No era muy alta pero estaba en forma, ningún gramo de grasa de sobra. Tenía el pelo salvajemente rojo. Unos labios permanentemente carmesí. Unos ojos otoñales. Una lengua sanguinolienta.

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Rhea

parecía

haberle

cogido

cariño

también a Cristina. Muchas eran las tardes que Cristina,

al

volver

del

trabajo,

se

encontraba a Rhea en el salón, simulando leer alguna revista, esperándola. De hecho, a pesar de la intimidad, Cristina nunca llegó a saber a qué exactamente se dedicaba su amiga. Tampoco se lo quiso preguntar y Rhea enseguida la seducía para que hablara de sí misma, huyendo siempre de preguntas que no le interesara responder. El curioso caso de huevo rojo del 40-86-371 había sido olvidado por completo, hasta por su madre adoptiva. 48


En el balcón ya no había macetero alguno, habían sido sustituidos por la tumbona de un inquilino obsesionado con el bronceado. Pasaban los días y Rhea y Cristina se volvían cada vez más cercanas. Apenas necesitaban

hablar

para

entenderse,

dormían y se duchaban juntas, sincronizaban su hambre y su sed y cualquiera diría que hasta respiraban al mismo tiempo. La felicidad de Rhea, así como su desdicha, era la de Cristina y viceversa. No había secretos entre ellas, no existían los celos, no había ideales que cumplir ni promesas que mantener.

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Éranse dos mujeres.


Se quisieron de mil maneras distintas. Se cantaban, se gritaban, se iban a pasear, se suplicaban, se zarandeaban. Éranse dos mujeres. Sin embargo, el sistema infalible de las torres empezaba a resentir la larga estancia de uno de los inquilinos del 4086-371. El agua no era bombeada como antes, salía turbia y maloliente, y los ascensores se equivocaban cada vez mås frecuentemente de planta.

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Las autoridades de las torres decidieron que esa situación no podía continuar, acabaría suponiendo un riesgo para el resto de la población. No se podía arriesgar un sistema hasta entonces tan perfecto, tan eficiente. Cristina se tendría que marchar. La última noche, ahogándose en abandono, Rhea arañó violentamente la espalda de Cristina mientras dormía. La atrajo hacia sí, la apartó, la golpeó, la acarició, la besó, la retorció, la odió, la perdonó...


Cristina se dejó hacer, la miraba sin rechistar, sin asomar emoción alguna a sus ojos. Sólo esbozó una ligera sonrisa cuando Rhea destrozó la mesita de noche y el libro que estaba a punto de terminar. Y a la mañana siguiente, Cristina se fue. Entre coladas ajenas, aires acondicionados, cables y ventanas, a una altura indefinida, el rostro de Rhea la vio marchar. Érase un huevo.



Palette

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{

Personajes

}


· Mio: de la que no quedan más que fragmentos · Verdugo: del que nunca se supo la compasión · Con la colaboración de Azul, Rosa, Rojo, Naranja y Blanco


Azul lo era casi todo, excepto alguna pequeĂąa nube invasora.


Un sol de justicia cae oblicuamente sobre la pared, azul, como todo en este patio. Azules que se ensombrecen o se iluminan en diferentes ritmos, latiendo en compases disonantes. Azules que suben y bajan, que nunca llevan a ninguna parte. El sol sigue azotando sin piedad pero el viento es fresco, ligero, sereno. Un leve poso de salitre en la brisa nos da la pista de la proximidad de la costa. La misma luz del Verdugo nos dice que nos encon-

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tramos al sur, en climas más dulces y en tierras más fértiles. Las ventanas azules están todas cerradas, no hay señales de vida en su interior. Como párpados cerrados fingen dormir y no percatarse de nuestra presencia. Los pasillos y escaleras entrecruzados continúan sin remordimiento, nos sumergimos en uno de ellos al azar, en el azul más oscuro, y apretamos el paso. Azul lo era casi todo, excepto alguna pequeña nube invasora, y en sus aguas nos íbamos ahogando poco a poco, dulcemente.

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Un azul inexpugnable. Un azul indescifrable. Azules eran los ojos y los recuerdos de Mio.

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El eco de una risa infantil nos despierta

y

desconcertados.

buscamos Unos

su

origen

jóvenes

y

delgados olivos nos cubren del sol y

entre

sus

hojas

escuchamos

el

rumor de la risa que creíamos olvidada. Anhelamos

ver

a

Mio

entre

los

destellos plateados, una pestaña, una arruga indiscreta, un ceño fruncido... El sol sigue cocinando el patio, ahora rosa como un caramelo. Rosas y rojos que excitan los sentidos y prometen los más exóticos sabores.

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Un rosa infantil. Un rosa seductor.


Cada sombra, cada variaciĂłn, colocados como un puzle perfecto; ningĂşn tono fuera de lugar. Rosas que hablan de aventuras de juventud, de caprichos concedidos y avaricias ingenuas. Escalera arriba, escalera abajo, ninguna puerta se abre ante nuestra insistencia. Definitivamente, no hay nadie en estos edificios, y seguimos un camino blanco, algo que parece prometer

acabar

escurridizo

y

con

tanto

juguetĂłn.

infantil. Un rosa seductor.

Un

rosa rosa


Rosas eran los muslos y los silencios de Mio.


Como una gota de sudor, una nube acaricia una arista incandescente.


Tan pronto como el rosa parece desvanecerse, el rojo nos embriaga de repente, hace nuestra carga más pesada, el hambre más acuciante y la sed más insoportable. Saliendo del pabellón rosa, el Verdugo y el cielo nos dan la bienvenida. La luz es cegadora, el naranja y el blanco reinan aquí. El viento sigue sin abandonarnos pero ya no promete el frescor anterior, ahora trae consigo murmullos de un

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oleaje cada vez más cercano pero del que no hemos podido ver ni la espuma. Como una gota de sudor, una nube acaricia una arista incandescente. Se desliza muy lentamente, jadeo a jadeo, jadeo a jadeo. El aliento de Mio en la nuca congela la sudoración en nuestra espalda, todo parece detenerse... En tensión, desconocemos si seguimos realmente solos en la explanada. El blanco parece juzgarnos, un blanco alienígena, limpio y desinteresado.


Blancos

de

sĂĄbanas,

de

vestidos,

de

dientes, de saliva, de camisas, de botones, de blusas, de cortinas nos vienen a la cabeza de golpe. Blancos humanos, arrugados y abusados,

desconocidos

de

este

blanco

infernal. Blancos eran los araĂąazos y los pendientes de Mio.


Un blanco alienĂ­gena, limpio y desinteresado.


Mio. Mio. Mio. Mio. La luz seca ya unos labios que apenas podemos mover. Arrastrando lo que queda de nuestra mente, llegamos al final de la gran explanada. Mio. Mio. Mio. El viento ha cesado, hace un rato que se cansรณ de seguirnos y regresรณ a los callejones azules y los patios rosas de

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un antiguo hogar. Nos asomamos desde el borde de la explanada, esperando ver el oleaje prometido, la arena castigada y los alaridos de los bañistas. Mio. Mio. El rugido de un avión nos eclipsa por unos instantes, invade la explanada como una verdad irrefutable y nos pinza el corazón. Sabemos cuál es su destino aun sin estar montados en él, conocemos

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a todos los pasajeros aun desconociendo los motivos de su viaje. Como una navaja bien afilada, el aviĂłn en un cielo azul. - Sabes que yo no... Nos giramos sobresaltados. Una rĂĄfaga de aire nos azota. Nos acaricia

las

mejillas

con

fervor.

Presiona

su

incorporeidad

contra

nuestro cuerpo por Ăşltima vez. No se quiso despedir. Mio.

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Cuatro esquinas y el centro

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{

Personajes

}


· T0: lo seco, lo determinado, lo sólido. · T1: los estambres, las pupilas, cada brizna de hierba, cada poro. · T2: lo húmedo, lo líquido, lo gaseoso. · T3: las corrientes marinas, los vientos, la Madre Luz. · T4: la mortal, la culminación, la última de ellas.


La

hierba

echadas

una

picaba al

y

lado

las de

cuatro, la

otra,

pasábamos el rato sin hablar ni pensar en nada relevante. La humedad hacía pesados nuestros cuerpos y aunque no nos mirábamos, estábamos echadas en la misma postura. Mismo peinado, mismos rostros, mismos vestidos y mismas medias; sólo nos diferenciaban

los

zapatos

y

unos

pequeños vicios prácticamente imperceptibles a ojos inexpertos. T0

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llevaba

siempre

unos

zapatos


Oxford de cuero marrón clarito, tostado en la puntera. Cuando mentía, se sujetaba el mentón con la mano izquierda, como si estuviera sumida en profundas cavilaciones. T1 iba siempre descalza, no le importaba que lloviera o hiciera frío, y cuando algo le gustaba, empezaba a guiñar el ojo derecho frenéticamente. T2, siempre tan formal, iba con unos zapatos blancos, a juego con sus medias, que tenían la suela de madera. Arrugaba

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la nariz tres veces seguidas cada media hora. Por

último,

T3,

llevaba

unos

mocasines azules que heredó de nuestras primas. Cuando no estaba de acuerdo con alguien ladeaba la cabeza y empezaba a juguetear con sus cabellos. Cada una éramos la continuación de la otra, una prolongación de su ser. Éramos

las

Cuatro

Esquinas

del

Universo y más allá de los límites de nuestros sueños, todo carecía de interés para nosotras; y por lo tanto, cesaba de existir.

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Sólo nos diferenciaban los zapatos y unos pequeños vicios prácticamente imperceptibles a ojos inexpertos.


Nacieron cordilleras, murieron colinas y se engendraron caĂąones insalvables.


T0

levantó

la

mano,

dedo

índice

estirado, y empezó. Formó una masa seca, salada, gris y blanca y la mezcló tan bien como pudo. No del todo satisfecha, empezó a elevarla y distribuirla a capricho. De su voluntad nacieron cordilleras, murieron colinas y se engendraron cañones insalvables. Quiso que la masa fuera a veces áspera, otras dura, de vez en cuando blanda y a varios ratos suave. T2,

impacientada

por

la

falta

de

rigurosidad de T0, levantó la mano con índice y pulgar extendidos. Y así continuó.

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Sobre la masa árida extendió unos hilos resplandecientes siguiendo las formaciones que T0 había dispuesto. Había hilos solitarios y los había entrelazados con otros. En las extensiones llanas, aprovechó una porción del espacio para colocar grandes y pequeños espejos, a los que unió varios hilos, aunque no todos. Sin nada hermoso que reflejar, T2 exhaló unos vahos cíclicos y temperamentales en las más inalcanzables alturas. Sostenidos allá arriba, cubrían la masa en toda su


extensión y siempre cambiaban de forma, tamaño y color. T1 no sabía cómo seguir y tosió un par de veces para dar a entender su inquietud. T3, sumamente quieta hasta entonces, levantó rápidamente la mano. El índice, el pulgar y el dedo corazón extendidos. A T3 fue dado entonces el relevo. Sus

pestañas,

largas

como

juncos,

empezaron a abanicar las cuerdas de plata y la tierra a medio amasar. De sus párpados emergieron grandes corrientes


de aire que mecían, acariciaban y azoraban las exhalaciones de T2. T3 casi dio por terminada su intervención cuando una arcada agitó violentamente su cuerpo. Su diafragma contraído, abrió obscenamente la boca, y, convulsión tras convulsión, fue saliendo un puro, límpido y brillante orbe. Pulsante y lleno de vida, el orbe se colocó dulcemente sobre los labios de su madre y brindó su luz a las tierras y las aguas de sus tías. T1, que rehuía de grandes proyectos, levantó dulcemente la mano con sólo su

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T1 no sabĂ­a cĂłmo seguir y tosiĂł un par de veces para dar a entender su inquietud.


Pulsante y lleno de vida, el orbe se colocรณ dulcemente sobre los labios de su madre.


dedo meñique en recta posición. Trazó tejas, tablones de madera, ventanas, un coche, un porche, un salón, un altillo, un cuarto para niños, un estudio... Colocó

una

fina

moqueta

verde,

la

supusimos un intento de jardín, unas vallas resecas, un pozo, unos muebles viejos, unos saltamontes, una chimenea... Unió meticulosamente cada clavo, cada astilla, cada nudo y cada canto. Y así construyó una hermosa casa donde podría vivir cómodamente una familia numerosa.

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De todas formas, la obra no estaba completa. Faltaba yo. Hasta ahora incorpórea en comunión con las cuatro singularidades que eran mis hermanas, exigía mi propio derecho a la individualidad. Las cuatro seguíamos echadas y la hierba seguía picando. Pronto pasaríamos a ser cinco. Las Cuatro Esquinas del Universo y en su intersección, yo, T4, el Centro.

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T0

empezó

con

las

líneas

rectas,

aportando firmeza y rectitud, una muy necesaria solidez. T2 se encargó de líneas curvas, elegantes, suaves y decididas. T1 continuó con los “pequeños detalles”, otorgándome los sentidos, una frondosa cabellera rubia y ondulada y vistiéndome con calidez. Era visiblemente diferente a mis hermanas, bañada en luz, de rostro, peinado, ropa y naturaleza

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distintos. T3 cogió mi pequeño ser, una muñeca de carne acurrucada en uno de los pliegues de sus manos, y me depositó con cuidado al pie de un acantilado. El mar estaba en calma y se podía distinguir la casa al otro extremo de la playa. T3 se inclinó sobre mí y, abriendo mis labios con suavidad, depositó en mi interior el Tiempo, que se instaló en el lado opuesto a mi corazón. Abrí los ojos y contemplé como volvía a la hierba con nuestras hermanas sin dirigirme una sola palabra.

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Uniรณ meticulosamente cada clavo, cada astilla, cada nudo y cada canto.


Depositรณ en mi interior el Tiempo, que se instalรณ en el lado opuesto a mi corazรณn.


De pie bajo el acantilado dejé que el sol calentase mi piel y la sal secara mis labios. Me dirigí a mi nuevo

hogar

y

aunque

comencé

la

marcha con ligereza y vivacidad, una pesadez desconocida se fue apoderando de mi interior, haciéndome cada vez más difícil

avanzar.

La

ropa

me

apretaba, sudaba profusamente y la espalda empezaba a doler.

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Llegué

a

la

casa

al

atardecer

y

al verme desnuda por primera vez, palpé con cariño cada tramo de mi cuerpo. Particularmente fascinantes eran los senos,

exageradamente

hinchados

y

pesados, y mi vientre; una oronda e inflada cima en la cual, a ratos, se podían distinguir un par de pequeños pies indiscretos.

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