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40 dĂas: Diario de mi secuestro
Betty Amadio 3
40 días: diario de mi secuestro @Betty Amadio 2015 ISBN: 978-980-12-8345-4 Depósito Legal: If04120158002827 Diseño y diagramación: Pedro L. Romero Fotografía: Leonardo Da Cunha Rego Rojas Corrección de textos: Carolina González Arias Impreso por: Impresos Rápidos, C.A. Telf.: (0241) 838.91.13 E-mail: impreraca@gmail.com Impreso en : Valencia - Edo. Carabobo Todos los derechos reservados
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«…Y todos los que hemos sido secuestrados sufrimos de una manera especial, sentimos en el corazón como una puñalada cada vez que leemos que se llevan a alguien…»
Francisco Santos Calderón Carta a un secuestrado 5
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AGRADECIMIENTOS
A Arianna, por haber estado allí, por proteger a mi hijo y por ser tan valiente. A mi tío Doménico, único y especial…él sabe por qué. A Roberto Parés, amigo incondicional, él también sabe por qué. ¡A mi hermano y a mi esposo! A Romina, por animarme en todo momento a terminar mi libro y ayudarme, incluso, en las correcciones. A mis hermanas…¡por todo! A mis hijos, que me motivan a seguir luchando cada día…
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DEDICATORIA A mis padres, ejemplo de humildad, honradez y honestidad, quienes me inculcaron, desde muy pequeña, la importancia de estos valores, quizás no con palabras, pero sí a través de sus actos, dándome siempre el mejor el ejemplo. Todavía hoy, a pesar de mi edad y de que soy madre, siguen enseñándome, siguen siendo mi principal fuente de aprendizaje. No sé si he sido tan buena en el cumplimiento de ese rol con mis hijos, pero he hecho mi mejor esfuerzo por imitarlos… ¡Son únicos! A mi papá, cuyo lema siempre ha sido «trabajo, trabajo y más trabajo», quien se vino muy joven a este país, solo, dejando a su madre, sus seis hermanos y a su padre enfermo, a cuyo lado no pudo estar cuando se despidió de todos sus hijos en su lecho de muerte, mientras decía sus últimas palabras a mi abuela: «No te preocupes Sina, yo me voy pero tú tienes a Massí». A mi papá, que sacrificó todo, con el único propósito de buscar mejores condiciones de vida para su familia. ¡Y cómo lo logró! Cumplió con todas los compromisos que había dejado su padre, casó a todas sus hermanas, compró una casa para su madre, y aquí, en Venezuela, trabajando duro, de sol a sol, logró hacer inversiones, y pudo finalmente cumplir el gran sueño de su vida, ese proyecto que traía bajo el brazo desde que se bajó de aquel barco hace más de sesenta años, cuando pasó a convertirse en un musiú… Un musiú que todo lo consiguió con su trabajo, con su honestidad, con su perseverancia y su pasión por este país, país único, que le brindó la oportunidad de salir adelante. Luego de unos cuantos años volvió a su país natal, donde ya no era el «musiú» sino el «americano» porque, como dice la canción de Franco De Vita: «Un extranjero nunca tendrá patria». Aunque en realidad él tuvo ¡dos patrias! Y en ese viaje a Italia, a pesar del poco tiempo que estuvo, conoció a la mujer de su vida, ¡la mejor mujer del mundo! Se casó y volvió a Venezuela, su país, a seguir siendo el pilar fundamental de su familia, y luego, a medida que fuimos llegando nosotros, se convirtió en el pilar fundamental de toda nuestra gran familia. A mi papá, con su carácter de hierro, pero con un inmenso corazón de oro quien nunca, jamás, ha dejado de ayudar al prójimo, siempre sin pedir nada a cambio; sin importar raza, color o condición. ¡Gracias, papá! Creo que la vida no me dará la oportunidad de devolverte todo lo que has hecho por mí, pero pienso que la mejor forma de hacerlo es transmitiendo a mis hijos todo lo aprendido de ti… ¡que es bastante! A mi mamá, única y especial. ¿Cómo describir a esta gran mujer? ¡No hay palabras! Madre abnegada, correcta, que trabajaba horas extras y a dedicación exclusiva. Mujer sencilla, humilde, sentimental, honesta y sincera. A mi mamá, que se casó muy joven, dejando su país natal y a toda su familia para venirse junto a mi papá a
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formar una familia. Que ha dedicado toda su vida a atender a sus hijos y especialmente a mi papá, para estar siempre allí, al lado de él, apoyándolo en todo momento y ser cómplice de todo su éxito. A mi mamá, que con su inmensa paciencia me enseñó el valor de la familia, de la unión, el respeto y la cordialidad. Madre estricta, que cuando me portaba muy mal, muy, muy mal, me lanzaba un zapato (menos mal que no usa tacones y tiene mala puntería), pero al rato volvía a ser cariñosa, a su manera, y todo quedaba olvidado. ¡Ah!, la mejor al volante… porque eso si tiene, es tremenda piloto. Y es que pasaba todo el día llevando y trayendo muchachos del colegio (mis hermanos y yo) y nos inscribía en todas las actividades que queríamos, aunque eso implicara andar de un extremo a otro de la ciudad, como loca, casi siempre contra reloj. ¿Y en la cocina? No hay nada que supere la pasta de la nonna… ¡Nada! ¡Gracias, mamá! Porque dejaste de vivir tu propia vida para vivir la nuestra. Porque has sido la mejor consejera, maestra, cocinera, chofer, enfermera. Por tu paciencia, tolerancia y humildad. Por haber dicho no, cuando había que decir no, aunque eso implicara una mala cara durante un par de días. Por no consentir caprichos. Por ser mi punto de equilibrio, siempre dispuesta a dar una respuesta sincera a mis constantes preguntas sobre el correcto proceder en muchas situaciones de mi vida. Y sobre todo, por enseñarme que el perdón siempre es la mejor opción para poder ser feliz y vivir en armonía. Creo que me parezco mucho a ti, que heredé esa inmensa fortaleza que en situaciones difíciles nos ha hecho actuar como un roble aunque, como madre, no te llego ni a los talones, pero por el resto de mi vida seguiré tratando de imitarte. Ojalá el día de mañana mis hijos digan de mí lo que hoy yo quiero gritarle al mundo entero: ¡Mi mamá es la mejor madre del mundo!
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NOTA DEL AUTOR Antes de que empieces a leer mi libro me gustaría aclararte, en caso de que no me conozcas, que Betty Amadio no es escritora. Aunque cuando tenía diez años escribí mi primer libro, Bambi, el cual nunca llegué a publicar, creo que no tengo las cualidades necesarias para escribir una buena historia. Sin embargo, no podía dejar de contar esta, pues me parece importante que salga a la luz pública porque yo, que he vivido esta experiencia en carne propia, como víctima y como familiar de una víctima (he estado en ambos lados de este nefasto delito), sé que puede ayudar a muchas personas a superar el trauma que deja el enfrentarse a esta situación. Y, aunque quisiera que nadie pasara por esto, creo que la lectura de este libro puede enseñar a cualquier persona cómo sobrevivir y cómo actuar en caso de convertirse en víctima de un secuestro. Sé que todos los secuestros son diferentes, que depende mucho del tipo de secuestro y victimarios, pero definitivamente la actitud de la víctima y hasta la de su familia puede ayudar mucho a hacerlo un poco menos desagradable. La resiliencia juega un papel muy importante en cualquier experiencia negativa que le toque vivir a cualquier ser humano. A pesar de esta presentación previa te adelanto que mi próximo libro ya es un proyecto. Tampoco puedo dejar de contar esa otra historia que marcó mi vida para siempre como lo fue el secuestro de mi madre. La idea de hacerlo como un diario surgió de los manuscritos que escribí estando secuestrada, iniciando prácticamente al tercer día de estar en cautiverio. Y lo que al principio fue un simple diario (donde lo único que pretendía era contarle a mis hijos por lo que estaba pasando, explicarles por qué los había abandonado durante tantos días) se transformó en una historia que quería contar. Llegó un momento en el que sentí que era importante publicarla, porque aprendí tantas cosas que creí necesario hacerla llegar a muchas personas. Tengo que admitir que al principio fue muy duro. Repasar y recordar frecuentemente una experiencia tan traumática me hacía daño, a menudo me encontraba llorando sobre la computadora… Y tenía que parar, dejarlo unos días y luego volver a arrancar. Lo más difícil, todavía hoy, fue leer el diario que escribió mi hermana, donde me contaba todo lo que habían vivido mis hijos. Pero al final creo que fue una buena terapia porque pude drenar todo ese resentimiento que tenía acumulado por dentro. De hecho, siempre le recomiendo a otras personas que han pasado por esto: «¡Cuéntalo, cuéntalo y vuélvelo a contar, habla de tu experiencia, compártela! Y si no puedes contarla, entonces escríbelo, es la mejor terapia». A mí me funcionó muy bien. Con frecuencia me pregunto por qué tardé tanto tiempo en publicar este libro.
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Convencida de que el tiempo de Dios es perfecto, creo que la razón principal por la cual mi libro no estuvo listo antes fue no haber conseguido a la persona correcta que me animara a materializar este sueño, esta meta que año tras año posponía por un motivo o por otro. La primera persona que contacté para que me ayudara, dado que yo no soy escritora, me entusiasmó mucho. Yo le di mi diario y él lo estaba transformando en una prosa espectacular. Nos reunimos un par de veces y todo parecía marchar perfectamente. De repente, me abandonó. Me sentí traicionada y me di cuenta de que esa persona buscaba un beneficio económico. Es lógico ¿no? Era su trabajo. Vivía de eso. Eso me decepcionó bastante y me costó mucho volver a arrancar. Pero hoy le doy las gracias a esa persona. Para mí fue un aprendizaje más sobre la idiosincrasia del ser humano. Además, ese libro que él estaba escribiendo no era mi historia, no era lo que yo quería contar. Finalmente conocí a Carolina y fue ella, definitivamente, quien me convenció de que era yo quien debía contar esta historia. Ella, con su buen humor, su excelente conocimiento del lenguaje y la escritura, su paciencia y sobre todo esa forma tan especial de demostrar su amistad (a través de correos electrónicos, mensajes de Whatsapp y una que otra laaaarga conversadita telefónica) fue quien me animó a dar los pasos finales para culminar este proyecto y poder cerrar este ciclo de mi vida que me marcó para siempre. Han pasado muchas cosas desde que comencé a recorrer el largo camino para publicar este libro. Por eso creo que el hecho de que haya sido tan largo tenía un propósito: he conocido gente maravillosa, he vivido experiencias increíbles, he aprendido tantas cosas. Lamento mucho que se hayan ido de mi vida seres queridos tan importantes para mí, pero todo eso tenía que suceder para que yo, por fin, me pusiera una fecha y dijera: «No más excusas, a publicar tu libro». Así que aquí te dejo esta historia, una historia real donde los personajes han cambiado de nombre al igual que los lugares. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los nombres han sido inventados por mí, tenía que proteger la identidad de muchas personas. Adelante, te invito a que me leas y, te repito, aunque deseo de todo corazón que nadie pase por esta experiencia, espero que te deje un aprendizaje. La vida es dura, a veces con situaciones inexplicables, pero es bella, vale la pena vivirla, vale la pena ser feliz…
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PRÓLOGO Con frecuencia escuchamos decir que el secuestro es el peor crimen que se puede cometer contra un ser humano, y con certeza es así. Un crimen cometido no solamente contra el plagiado, sino contra todo su entorno de familiares y allegados. Es un crimen colectivo... una terrible pesadilla en la que cada segundo se convierte en un año… cada día en un siglo. Rememorando a Los Heraldos Negros podría decirse que es lo más cercano a «comerse una hogaza de pan horneada en las puertas del infierno…». En 40 días: Diario de mi secuestro podemos evidenciar el sufrimiento de Betty y su familia, sufrimiento que sin ningún lugar a dudas provocó una enorme herida en el corazón de cada uno de ellos, herida imborrable que entre personas comunes habría de dejar una triste marca para siempre en la sonrisa… en la esperanza… en la confianza … en la fe en Dios. Sin embargo, no estamos ante gente común. La protagonista de esta historia —que no es un simple relato, sino una historia de vida real— ha tenido la capacidad y la fortaleza de convertir tal pesadilla en un crisol perfecto para reafirmar sus valores y creencias y salir de todo ello con un brillo especial que llama por sí solo a la buena voluntad y a la reconciliación del hombre con el hombre. Betty ha desarrollado el arte de convertir lo que podía haber sido una horrible cicatriz del alma en toda una obra de arte, lo cual es simplemente ¡el secreto de vivir! Goyuria
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A las tres y veintiocho minutos de la tarde el avión de Dutch Caribbean Airlines aterrizaba en el aeropuerto de Santo Domingo. Miré por la ventanilla. Ahora sí me sentía completamente libre. Siguiendo las recomendaciones de la psicóloga, la licenciada Jocar, decidimos hacer un viaje familiar. Aunque yo hubiese querido irme al día siguiente de mi liberación, preferí esperar a que pasara el Día del Padre. «Suficiente con no haber estado el Día de las Madres», pensé en aquella oportunidad. Definitivamente ese día quería estar con mi papá, con mi esposo y con toda mi familia. Luego venía el cumpleaños de mi papá y fueron ambos motivos suficientes para esperar un poco. Al salir del aeropuerto nos montamos en una camioneta van que nos llevaría, en un viaje de tres horas, al hotel Sirenys, en Punta Cana. Para esa fecha no había vuelos directos desde Valencia, por lo tanto llegamos a Santo Domingo y tuvimos que completar el trayecto por tierra. La ciudad no era gran cosa. Más bien me recordaba al centro de Valencia, con casas viejas y calles angostas. Cada vez que algún vehículo se detenía delante del nuestro, el corazón se me aceleraba. Creo que inconscientemente yo apretaba la mano de mi esposo porque él se volteaba y me miraba tratando de adivinar qué me sucedía. Él todavía no entendía el temor que yo sentía de que alguien se bajara de ese vehículo para atracarnos. Como una película, en segundos, revivía el momento en que me bajaban de aquel carro. Entonces me decía a mí misma: «Tranquilízate, no estás en Venezuela». El viaje hasta el hotel parecía interminable, comenzaba a oscurecer y yo a moverme sobre el asiento. El conductor hablaba por el celular y me parecía sospechoso. El aire acondicionado estaba al máximo, pero yo sudaba. Mi hijo mayor y el pequeño se habían quedado dormidos en el asiento posterior. En cambio, Mauro no se movía de mi lado, con sus ojitos bien abiertos mirando a los lados. No sé cuántas veces habré preguntado al conductor cuánto tiempo faltaba para llegar, incluso en una oportunidad le pregunté si el sitio era seguro. Finalmente comenzaron a verse los avisos de la proximidad del hotel. «Gracias a Dios», me dije tomando tanto aire que mis pulmones estaban al borde del colapso. Mi esposo lo notó. Me miró con dulzura, tratando de dibujar una sonrisa en sus labios y me dijo: «Tranquila, ya llegamos». La camioneta se detuvo en la entrada del hotel. Me sentía eufórica y me costó mucho disimularlo. Entonces me levanté del asiento y le dije a mi hijo Mauro: «Llegamos papi, vamos a bajarnos». Él me miró con los ojos muy abiertos y me presionaba la mano, halándome. No se quería bajar. Me di cuenta de que él venía tan asustado como yo. Le dije: «Vamos mi vida, está todo bien». Entonces, se levantó del asiento y me dijo: «Mami, ¿en este país no hay ladrones?». El corazón se me puso pequeñito. Los ojos se me humedecieron. Fue entonces cuando comprendí lo egoísta que había sido al pensar solamente en mis miedos, mis angustias, sin preocuparme por él, que había vivido, al igual que yo, el terrible momento de la captura.
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EL PRIMER DÍA Miércoles 30 de abril Amanecía el treinta de abril, un día normal, igual a cualquier otro. Me levanté un poco tarde. La noche anterior había estado en casa de mis padres y llegué al apartamento pasadas las once y media de la noche. Me había costado mucho conciliar el sueño. Así que al despertarme, Manuel ya no estaba en la cama. Somnolienta y todavía en pijama, me acerqué a la ventana, y con una inmensa flojera levanté la persiana. Dediqué unos minutos a mirar el paisaje, pero no había mucho que observar: un edificio en construcción, un conjunto de casas y edificios. Un paisaje aburrido, de concreto. Sin embargo, a lo lejos, pude ver un araguaney que aún conservaba sus flores. ¡Era bellísimo! El amarillo destacaba. Decidí abrir la ventana para respirar un poco el aire fresco de la mañana. Entró algo de calor y el inconfundible olor a hierba recién cortada. Era el último día del mes que me había proporcionado algunos de los momentos más felices de mi vida: nací en abril, me casé a principios de ese mes y me gradué en el Aula Magna de la UCV también en esas fechas. Además, Daniel, mi hijo menor, hacía pocos días había cumplido un añito. «Abril es mi mes», le decía siempre a mis familiares y amigos. Respiré profundo, cerré la ventana. Entré al baño para saludar a mi esposo, pero tampoco estaba allí. Como todos los días, debía estar ayudando a los niños, Gabriel y Mauro, a vestirse para llevarlos al colegio. Decidí cepillarme los dientes y darme una corta ducha con el agua bien caliente (indispensable para mí) y la presión al máximo. Cuando se disipó el vapor me contemplé en el gran espejo. Me veía delgada. La dieta había surtido efecto. Hacía tiempo que no estaba tan flaca. Después de maquillarme ligeramente el rostro, me dispuse a vestirme. Me puse un pantalón stretch beige que se me ajustaba al cuerpo y estrené un suéter atigrado que tenía estampado al frente la cara grande de un tigre. Con mis sandalias marrones de tacón alto me vi en el espejo para una última comprobación. Me dejé el cabello suelto. Estaba lista para irme a la oficina. Salí a la cocina y Manuel me miró con aprobación, mientras mis dos niños corrían hacia mí para admirar y tocar el felino pintado en el suéter. Mis hijos adoran a los animales, pues han crecido en un ambiente de naturaleza, ya que mi papá tiene una finca, la cual visitamos frecuentemente. El pequeño Daniel todavía dormía y se quedaba en casa al cuidado de Lisseth, la nana, una muchacha muy buena que trabajaba conmigo desde hacía cuatro años. Mientras tomaba un sorbo de café, el pequeño Mauro, que tenía cuatro años y medio, se me acercó nuevamente y me rodeó con sus brazos. Yo, instintivamente, lo besé en la frente y pude notar con mis labios que estaba caliente, tenía fiebre. —Manuel, el niño tiene fiebre. Yo creo que el antibiótico todavía no le ha hecho
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efecto. Mejor no lo lleves al colegio. El día anterior lo había llevado al pediatra, el doctor Carlos Mujica, y este le había diagnosticado una sinusitis leve y congestión. Estaba iniciando un tratamiento, por lo cual decidí llevármelo conmigo para la oficina. A las siete y media en punto llegué a la empresa, ubicada al sur de Valencia. Como de costumbre, entré a saludar a mi papá y luego pasé a mi oficina, donde ya me esperaba Adriana, mi prima, mi mano derecha en el trabajo. Una jovencita de dieciocho años que esperaba el cupo para ingresar a la Universidad de Carabobo, y mientras tanto me ayudaba en el manejo del programa Carne Plus, un sistema computarizado para la ganadería de carne. A las diez de la mañana fui con Mauro a la oficina de mi cuñado a cambiar un cheque y, sin saber por qué motivo, le pedí al Negro (un trabajador de la empresa en el que siempre he confiado plenamente) que me acompañara. De regreso debía pasar por un barrio y no me gustaba, pues no conocía bien el camino. Salimos y a la media hora regresamos. El dinero que me entregó mi cuñado (veinte mil bolívares) lo guardé en mi cartera. A las once y media terminé, junto con Adriana, de actualizar los datos del sistema y decidí que era hora de retirarnos porque tenía que parar a comprar unas flores. Luego, como de costumbre, dejaría a Adriana en la panadería, donde su mamá siempre la esperaba para seguir hasta su casa. Al montarme en la camioneta saqué de mi cartera el dinero (del cheque que me había cambiado mi cuñado) y lo guardé en la guantera para no bajarme en la floristería con esa cantidad de efectivo. *** En el kiosco Sentimiento Floral el muchacho que atendía el negocio me preguntó qué deseaba. Le expliqué que quería un ramillete de rosas amarillas, que era para una amiga especial. Le dije que quería algo sencillo, pero elegante. Tengo que admitir que pararme en ese sitio no me agradaba mucho, pero era lo más cercano que tenía y necesitaba ganar tiempo. A veces, cuando regresaba de la oficina, me paraba allí a comprar flores, ya que siempre estaban frescas y, la verdad, tenían muy buenos precios. Pero este chico estaba demorando mucho y yo comenzaba a perder la paciencia. A cada rato me volteaba a mirar hacia la camioneta para supervisar que todo estuviera bien y le hacía señas a Adriana para que entendiera que debía esperar. Ya iba a decirle al muchacho que estaba apurada, cuando finalmente este se acercó al mostrador a entregar el pedido. La espera valió la pena, el ramo de rosas amarillas había quedado espectacular. Era un bello obsequio para una gran amiga. Pagué y regresé a la camioneta. Al montarme, Adriana, muy nerviosa, me dijo: —Ya te iba a llamar al celular para que nos fuéramos… Varias veces pasaron
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unos tipos que se me quedaban mirando y silbaban a otros que estaban del otro lado. Yo no le di mucha importancia. La tranquilicé y ya al volante de mi camioneta le sonreí al pequeño Mauro. Puse drive y arranqué buscando tomar la avenida principal. Pero el tráfico no se movía, así que giré a la izquierda para seguir por detrás del hospital Carabobo. Luego de hacer la maniobra de forma casi inconsciente (ya que era mi ruta diaria al regresar de la oficina, pues me ahorraba veinticinco minutos por ese atajo), le comenté a mi prima: —Bueno, no me gusta meterme por estos lados cuando ando con los niños, tú lo sabes. Adriana solamente me miró sin decir palabra, quizá preguntándose por qué lo había hecho. «Al fin y al cabo —pensó en voz alta— llevo varios meses trabajando contigo y regresamos siempre por esta ruta». De nuevo había actuado sin pensarlo. Primero ignorando el comentario de mi prima sobre «unos tipos raros» y luego violando mis propias medidas de seguridad al meterme por un sitio donde sabía que no debía hacerlo y menos cuando andaba con mis niños. Y qué caro pagué el precio de mi error. Recorrimos la mitad del trayecto sin problemas, conversaba con mi prima y el pequeño Mauro interrumpía de vez en cuando para preguntar cualquier cosa. Delante de mi camioneta avanzaba, muy lentamente, una camioneta Bronco negra. Iba tan lento que comenzaba a desesperarme. Vi por el espejo retrovisor que un carro pequeño de color dorado se salía de la fila, me pasaba y luego pasaba a la camioneta Bronco. Entonces decidí hacer lo mismo: verifiqué que no vinieran vehículos y giré bruscamente el volante hacia la izquierda, para incorporarme nuevamente detrás del Ford Festiva dorado que me acababa de pasar. Después de realizada la maniobra, continué conversando con Adriana y le pedí a Mauro que se sentara, ya que venía parado detrás, entre los dos asientos delanteros. Él no hizo caso y yo no insistí. Más adelante, comencé a darme cuenta de que el vehículo que me había pasado por la izquierda, casi con desesperación, empezaba a disminuir la velocidad. Le comenté a mi prima que los conductores se arriesgaban y luego se agüevoneaban. Ella sonrió, estaba aprendiendo a manejar y yo, de vez en cuando, le daba algunos consejitos. El Festiva iba cada vez más lento, lo cual comenzó a parecerme realmente sospechoso. A pesar de lo que muchos hombres opinan sobre las mujeres al volante, yo manejaba con precaución: estaba siempre pendiente de lo que sucedía a mi alrededor; trataba de no acercarme demasiado al vehículo que me precedía; estaba alerta cuando notaba que algún vehículo me seguía y, a veces, era más bien agresiva al volante. Y precisamente, en ese instante, sentí que algo no andaba bien. No quise
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asustar a mi prima, sin embargo, le comenté: —¿Qué vaina le pasa a este tipo? ¿Por qué no camina si andaba tan atorado? Adriana no le dio importancia porque sabía que yo siempre andaba apurada. Pero yo comencé a detallar el carro y noté que los vidrios eran tan negros que no se veía quién estaba dentro. Delante del Festiva no iban más vehículos, pero ya la calle se había hecho angosta y no lo podía pasar. La Bronco venía detrás, ahora muy cerca de mí. Solo me quedaba una opción y era desviarme a la derecha, subir un pequeño cerro, pasar una barriada y salir a la avenida directamente. Pero tuve miedo. Hacía tiempo que no pasaba por allí y preferí ignorar mis presentimientos. «Tal vez sea peor el remedio que la enfermedad», pensé y continué por la vía, con la única precaución de disminuir la velocidad de mi camioneta y distanciarme un poco del Festiva. Sin embargo, pasaron unos pocos minutos cuando ya estábamos en el callejón que comunica con la avenida Alejo Figueredo. Ya marchaba tan despacio que casi me detenía. El Festiva ya había llegado a la intersección con la avenida y se detuvo totalmente. Yo también me detuve, aprovechando que había un reductor de velocidad. Me separaban de aquel vehículo unos veinte metros aproximadamente. Pasaron algunos segundos y del vehículo no bajaba nadie. Le dije a Adriana: —Qué raro que se pararon y nadie se baja. Esto no me está gustando. Adriana solamente dijo: —¡Ay, Dios mío! Y se persignó. Yo, convencida de que algo anormal ocurría, tomé el teléfono celular y pulsé el número uno que me comunicaba directamente con mi esposo. En esas fracciones de segundo también miré por el retrovisor, pensando en retroceder y vi al pequeño Mauro paradito allí, en el mismo lugar, inmóvil, con sus ojitos azules tan abiertos que parecía que entendía que algo no andaba bien. En el mismo instante en que me llevé el teléfono a la cara, esperando comunicarme, se bajaron del Ford Festiva cuatro hombres con armas en la mano y caminaron hacia mi camioneta. Todos me apuntaban a mí. Se veían agresivos y muy nerviosos. Entonces levanté los brazos para que entendieran que me rendía y cerré el celular. Dos se acercaron por el lado de mi ventanilla y me hacían gestos para que sacara los seguros. Adriana rezaba en voz baja y en la parte posterior Mauro comenzó a gritar y a llorar. *** «No oponga resistencia, no haga gestos bruscos, entrégueles lo que le pidan». Me estaba ocurriendo a mí. No podía creerlo. Solo recordé esa frase que dijo el arquitecto Freddy Moreno en un curso que dictó Fedecámaras el 19 de julio de 2001: Agresión y secuestro, cómo sobrevivir. Pensaba en eso y miraba paralizada los rostros de los delincuentes y las armas que me apuntaban. Me sentía en shock.
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Recuerdo perfectamente que mi corazón dejó de latir con fuerza, no tenía miedo, no sentí nada en el estómago. Hubiera querido decir algo, pero no me salía la voz. Bloqueada, completamente bloqueada. En mi mente una vocecita me recordaba las palabras del instructor: «Lo que no domines te dominará». Los hombres me gritaban y como una autómata obedecí. Levanté los seguros. Me gritaron que me bajara de la camioneta y me bajé. Estaba tan bloqueada que no puse la palanca de velocidades en parking y cuando dejé de pisar el freno la camioneta avanzó. El hombre que me halaba por un brazo me apartó con brusquedad y ajustó la palanca. Escuchaba el llanto de mi niño, aterrado, gritando: «¡Mami, mami, mamaaá…!». Sabía que debía tranquilizarlo, hablarle, quería abrazarlo, pero no pude moverme, no me salía la voz; solo pensaba, pero mi cuerpo no respondía. Mi propia preparación psicológica me falló en el momento en que mi hijo más lo necesitaba: me había propuesto que si en algún momento surgía alguna emergencia o peligro cuando andaba con los niños, producto de tanta inseguridad, asumiría la actitud del protagonista de la película La vita é bella, interpretada y dirigida por Roberto Benigni. Si algo sucedía haría todo lo posible para que mis hijos pensaran que era un juego y que nada malo les iba a ocurrir. Pero toda esa premeditación no me sirvió de nada. Sentía un enorme dolor en el pecho, un dolor que no se ha ido, ni se irá nunca. Quería decirle a Mauro: «Tranquilo, papi, no va a pasar nada». Pero no me moví, no hablé, no hice ningún gesto, ni siquiera fui capaz de corresponderle cuando me estiró sus bracitos pidiéndome que lo llevara conmigo. Sus gritos quedarán grabados en mi mente por el resto de mi vida. Y me siento terriblemente culpable por haberle hecho pasar por este momento tan horrible. Serían las doce y cuarto de la tarde cuando me agarraron. Uno de ellos, que fue el que se dirigió directamente a mí apuntándome con un revólver plateado y cuya cara no olvidaré jamás, me tomó por el brazo apretándome con una fuerza que casi me lastimaba y me hizo bajar de la camioneta. A empujones me hizo caminar y me obligó a montarme en el Ford Festiva. Yo todavía tenía el celular en la mano y otro de ellos me lo quitó, se lo entregó al copiloto y se montó conmigo en la parte de atrás del vehículo. Luego me ordenó, gritándome: —Acuéstate, acuéstate… Se sentó a mi derecha y se guardó la pistola en la cintura. Era un tipo joven, tendría veinticinco años aproximadamente, bien parecido, de contextura gruesa, pero no era gordo, tenía aspecto de ser andino, aunque el acento era central, el cabello castaño y no tan corto. Cargaba prendas de oro, jeans y franela. El conductor se notaba nervioso y violento. Otro joven iba de copiloto. Creo que eran cinco en total porque los otros dos se quedaron con Adriana y Mauro. Aunque estoy casi segura de
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que la camioneta Bronco negra era parte del grupo. El vehículo, cumplida su misión, avanzó rápidamente para incorporarse a la avenida Alejo Figueredo. Pero en seguida había un semáforo que a esas horas del mediodía estaba colapsado. El conductor tocaba la corneta. En algún momento, bajó la ventana de su lado y daba golpes en la carrocería gritando: «Apúrense, apúrense, cuerda de idiotas, caminen». Era muy agresivo y estaba bastante nervioso. Después de pocos minutos cambió la luz del semáforo y él avanzó bruscamente. Cuando por fin arrancó, el piloto me preguntó en forma amenazante: —¿Cómo te llamas? —Betty. —¿Betty qué? —Segnini. —¿Segnini y qué más? Me interrogaba y comenzaba a perder la paciencia. —¿Pero qué es lo que quieres saber? ¿Mi apellido de soltera? —¡Claro! ¿Cómo es que te llamas tú? Había empezado como a jugar un poco con lo del nombre, pero me di cuenta de que no estaban para juegos. Entonces le dije mi nombre y el apellido de soltera (como todos me conocen) y eso pareció satisfacerle pues no me preguntó más. Me dijo: —¡Betty la fea! En su rostro se había dibujado una sonrisa malévola, una expresión de satisfacción y triunfo. Una expresión sádica. Volteó hacia el frente e hizo una llamada por su teléfono celular. Cuando le contestaron dijo sin saludar: —Comandante, cargamos a la paciente, vamos donde los muertos. Me quería morir del susto. ¿Qué significaba «donde los muertos»? ¿Me llevarían a algún sitio donde hubo una matanza? Mi corazón empezó a latir con fuerza. El vehículo seguía rodando, mientras yo, recostada contra el asiento, no podía ver nada. Entonces, no sé por qué, se me ocurrió decirles: —Tranquilos, que yo no conozco nada por aquí… A lo que el conductor respondió sarcásticamente: —¡No lo vas a conocer! Si tú pasas todos los días por aquí, lo conoces mejor que yo. Comprendí que me habían estado siguiendo, que yo era la persona que buscaban y que esto no era algo al azar. Me invadió una sensación de pánico. Luego el hombre que iba a mi lado me dijo: —Ven acá, ven acá. ¡Qué susto! Pensé que me iba a manosear o quién sabe qué, pasaron mil cosas
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por mi mente. Sin embargo, solo me pidió el reloj, un Tag Hever plateado, poco valioso. Luego me pidió la pulsera de acero, elástica, y el anillo que le hacía juego. También me pidió los zarcillos, que comenzaban a oxidarse. Aliviada le entregué todo. Entonces pensé que se trataba de un secuestro exprés porque me quitaban cosas que no tenían ningún valor. Tal vez solo me iban a robar la camioneta, y aunque era evidente que me buscaban a mí, era solo para robarme el vehículo. Trataba de darme valor a mí misma, pero en ese momento comencé a reaccionar y exploté en llanto, preguntando por mi hijo: —Mi bebé, por favor, ¿dónde está mi bebé? Sin darme cuenta, me había incorporado en el asiento y le suplicaba al hombre que tenía a mi lado, agarrándolo por el brazo. Él reaccionó de inmediato, colocando su mano en la cintura como para sacar su arma: —¡Acuéstate ahí y no me mires a la cara! Aunque parecía ser el que estaba menos nervioso, en ese momento su cara se transformó, como si se le hubiese metido el diablo por dentro. Me gritó que me tapara la cara, señalándome un gorro tejido que estaba sobre el asiento. Me lo puse y él me lo acomodó bruscamente. El pantalón que yo cargaba ese día era de talle muy bajo. Cuando me acosté nuevamente sobre el asiento se me veía parte de la ropa interior y yo, angustiada, traté de taparme. El hombre se dio cuenta de mi angustia y me dijo: —Tápate, tápate. Me haló el suéter con la mano para ayudarme. Ya él había recuperado la calma y me dijo: —Tranquila, que no te va a pasar nada. Allí estaba yo, acostada de lado. Lloraba, gemía y trataba de calmarme. ¿Cómo describir lo que sentía en ese momento? ¿Miedo? No, recuerdo que no tuve miedo, que los nervios no me traicionaron. Que aquel curso me lo había enviado Dios y me ayudó muchísimo. Pero, Dios mío, ¿por qué tuvo que pasarle esto a mi hijo? Él no estaba preparado, él no había hecho ningún curso. Sentía rabia, muchísima rabia. Y me preguntaba una y otra vez por qué no le hice caso a mi intuición (esa voz interior que muchas veces ignoramos); por qué violé mis propias normas de seguridad; por qué le hice esto a Adriana y a mi hijo… Y esa carita, esos ojitos llenos de lágrimas, de pánico. *** Después de haberme interrogado para constatar que se trataba de la persona que buscaban, el copiloto comenzó a revisar los números grabados en mi celular. En ese instante el teléfono repicó y el hombre me preguntó: —¿Quién es Mami?
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Yo le contesté con un tono jocoso para que entendiera que era obvio que se trataba de mi mamá. Esa llamada me marcó mucho. Las madres siempre presentimos cuando algo les sucede a nuestros hijos. Y especialmente mi mamá, quien ha dedicado toda su vida a criarnos y educarnos con abnegación, con amor puro, renunciando a muchas cosas solamente para atendernos a nosotros y a mi papá. Que todavía hoy, siendo nosotros todos adultos, sigue al pie del cañón brindándonos su apoyo en todo momento. Una persona humilde, sencilla, cariñosa. ¿Por qué me llamaba mi mamá en ese momento? ¿Realmente presentía que algo me pasaba? El hombre siguió revisando el directorio, por supuesto sin atender la llamada de mi mamá, y preguntándome quién era Papi, cuál era el número de mi esposo, etc. Habían pasado algunos minutos, cuando noté que estábamos en la autopista. El conductor estaba muy nervioso y alterado, y se molestó mucho porque aparentemente otro vehículo, que debía hacer el trasbordo, pasó por la autopista en sentido contrario. Se puso histérico. El copiloto lo tranquilizaba. Finalmente, entramos en un sitio, el vehículo se detuvo y esperaron allí algunos minutos. Luego, llegó otro vehículo. Inmediatamente y bastante nerviosos, los hombres me bajaron del Festiva y me trasladaron al otro automóvil. En ese momento pude notar, a través del tejido del gorro, que había abundante grama en los alrededores y floreros con flores frescas, algunas marchitas. «Claro, estamos en el cementerio, donde los muertos», pensé. A pesar de todo lo que estaba viviendo, sentí un gran alivio al saber que ese era el lugar del que hablaban mis captores. Pude notar que me montaban en un vehículo blanco, sin placas (al menos la placa trasera). Parecía un Corolla del modelo viejo o tal vez un Nissan. Seguramente un taxi. Al salir de allí, tomaron nuevamente la autopista abandonando el cementerio Jardines del Oasis. El conductor del vehículo era otro, pero el que se sentó a mi lado seguía siendo el mismo. Me acomodé en el asiento trasero como me indicaron, pero esta vez coloqué la cabeza de lado y, aún con el gorro puesto, podía observar cómo pasaban los postes de luz de la autopista. Prácticamente, solo podía mirar el cielo por la posición que tenía, pero me distraía viendo cómo pasaban los postes a gran velocidad. Pasados pocos minutos, tal vez segundos, me di cuenta de que pasábamos por el hipermercado San Luis, ya que logré ver unos conos de colores colocados a ambos lados de la autopista para adornar el mercado. Más adelante, el vehículo se desvió a la derecha y luego giró nuevamente a la derecha. Tuve la sensación de estar cerca de La Hoyada, una urbanización cerca del hipermercado. Luego me enteraría de que era un peligroso barrio llamado La Fundación. El vehículo continuó rodando unos cinco minutos hasta que paró en una casa. Sentí que abrieron un portón y el vehículo entró. Me bajaron y me obligaron a caminar agachada. El muchacho que iba a mi lado en el vehículo fue el encargado de
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llevarme dentro de la casa y acompañarme hasta una habitación. Me dijo que me sentara en el piso (que era de cemento pulido) y me explicó que él saldría a comprar unas cosas y pronto volvería. «No intentes nada, te vas a quedar aquí y este chamo te va a cuidar, él está armado, mosca», y se marchó. En ese momento sentí un miedo terrible. Este joven, al fin y al cabo, me había tratado bien, era el bueno de la partida y, aunque estaba clara de que era un delincuente, era el que me tranquilizaba diciéndome que no me iba a pasar nada. Pero ahora, a través del gorro podía ver al que me cuidaría: ¡un malandro! Llevaba un short, sin franela. Muy joven, tal vez no más de veinte años, moreno, de estatura media y delgado. Tenía una pistola que parecía vieja y casi oxidada. El miedo comenzaba a dominarme, a ser más fuerte que yo y empecé a llorar desesperadamente. Esto no le agradó mucho al delincuente, quién me habló de manera violenta y grosera diciéndome: —Quédate sana y deja la lloradera. Mosca, mosca. No inventes vainas, porque te jodo. Sentí pánico. A pesar de que el joven no me apuntó con el arma, era la primera vez que me hablaban de esa manera. Comprendí que mi llanto lo ponía nervioso y traté de calmarme. El malandro salió y cerró la puerta y yo aproveché para detallar la habitación. Había un clóset al lado de la puerta de entrada. A la izquierda, una cocina vieja y oxidada que se notaba que estaba sin uso. En esa pared izquierda había una pequeña ventana en lo alto. En la pared del lado derecho, había una ventana grande, de esas viejas con vidrios rectangulares, de manilla, que aparentemente daba hacia afuera, porque entraba luz y veía árboles a través de ella. Pero la habitación en general estaba completamente vacía. Escuché la voz de una mujer y la de un niño pequeño. El muchacho volvió a la habitación y me encontró llorando. Dijo una grosería y volvió a salir para regresar enseguida con unas cuerditas en la mano. Se me acercó y me dijo que juntara las manos. Yo obedecí. Me las amarró. Luego hizo lo mismo en mis tobillos. —Es por tu bien —me dijo—. No intentes escapar. *** «Traten siempre de hablar con el agresor, de tranquilizarlos, porque ellos también están nerviosos…». Las palabras del instructor volvieron a mi mente y cada vez que esto ocurría me dejaba llevar por ellas. Entonces, comencé a buscarle conversación al muchacho. Le hablé de mi familia, de mis padres. Le hacía preguntas. Trataba de mantenerlo distraído y realmente funcionó. Se sentó en el piso al lado mío y contestaba mis preguntas. Cuando yo me quedaba callada, él se ponía a jugar con la pistola, le sacaba el cargador y se lo volvía a colocar, jugaba con las balas. Me ponía nerviosa. Yo continuaba con el gorro puesto y podía observar cómo jugaba
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con el arma, apuntaba hacia el clóset. Parecía un niño con un juguete nuevo. Luego de un largo silencio me dijo: —No pensé que te iban a traer tan rápido. Apenas me avisaron de este trabajo el fin de semana. Y los panas me dijeron que eran dos jevas, una vieja y una carajita. ¿Dónde está la carajita? Me dio risa. De paso, me dijo vieja. Pero comprendí que tal vez a Adriana la iban a secuestrar también. Quizás el hecho de que estuviera mi pequeño hijo con nosotras hizo que la dejaran con él. Siempre le daré gracias a Dios porque ella estaba allí y, sobre todo, por la manera tan valiente como ella se comportó cuando los abandonaron en la camioneta. Sentada en el piso, con las manos y pies atados (realmente eran unas cuerditas con unos nudos amarra pendejos), sudando, ¡me sentía indignada! Sentía rabia. Mucha rabia. Tener que buscarle conversación a este pobre infeliz para que no me hiciera daño, para que confiara en mí y supiera que no intentaría escapar. Respiré profundo. Le pedí permiso para quitarme las sandalias y quedé descalza. Cambiaba de posición a cada rato. El malandro también me permitió colocarme cerca de la ventana, con la excusa de que tenía calor. Así pude observar hacía afuera. Solo se veía una humilde vivienda más arriba, como en un cerro, pintada de azul, con techos de zinc. La habitación seguramente daba hacia la parte de atrás de la casa porque solo se veía vegetación. Pero comenzaba a caer la tarde y se me dificultaba la visión a través del gorro. Volví a buscarle conversación, el silencio me atormentaba. Le pregunté quiénes eran la mujer y el niño. —Es mi jeva y el carajito es mi chamo. Pero se fueron a casa de su mamá porque es peligroso que se queden aquí. Tuve miedo. Ahora estaba sola con este hombre y realmente empecé a preocuparme. —¿Y las puertas están bien cerradas? No vaya a ser que se meta un loco. —Tranquila, los locos están aquí adentro. ¡Vaya, qué esperanza! Su respuesta, la verdad, me causó gracia. Pero estaba plenamente consciente del peligro que corría yo estando sola con este loco. El tiempo parecía transcurrir muy lentamente. El joven me decía frecuentemente que si quería tomar agua o ir al baño le avisara. Yo tenía mucha sed, pero me aterraba pensar que pudiera agregar alguna sustancia al agua para drogarme y traté de aguantar la sed el mayor tiempo posible. Ni pensar en ir al baño. ¿Cómo haría? ¿Él entraría conmigo? No, definitivamente no, decidí esperar hasta que realmente tuviera necesidad de ello. Hubo otro largo silencio y recordé todo lo sucedido el día anterior, cuando en la
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mañana fui a la oficina como de costumbre, pero me retiré temprano para ir al hospital Carabobo a visitar a Gabriela, una secretaria de la empresa que había sufrido un terrible accidente y salvó su vida milagrosamente. A pesar de que no éramos grandes amigas, este hecho me unió mucho a ella. Ese 29 de abril, en la tarde, fue intervenida quirúrgicamente y a pesar de que la operación resultó un éxito, en la noche empeoró y estaba en estado de coma. Cuando Isabel, mi amiga desde bachillerato y doctora encargada del caso, me llamó para contarme la novedad, yo estaba en casa de mi mamá organizando el baby shower de mi hermana menor, Claudia, que en un mes daría a luz. Me impactó tanto la noticia que me puse a llorar y suspendimos todo para el día siguiente. Sin embargo, a las once de la noche mi amiga me volvió a llamar para decirme que Gabriela se había despertado y el pronóstico era muy bueno. Por eso esa noche, recordé, dormí feliz. Llegó el momento en el que realmente me estaba haciendo pipí y entonces le pregunté al malandro: —¿Cómo haré para ir al baño? —Tranquila —me dijo—, yo te llevo, entras y yo te vigilo en la puerta. —Bueno, por favor llévame que lo necesito. Se me acercó y me desamarró los tobillos. —Vamos, párate que yo te guío. Me costó incorporarme. Las piernas me dolían. Entonces él me tomó por un brazo y comenzó a caminar. Aunque aún podía ver perfectamente a través del gorro, yo estiraba los brazos (todavía con las manos atadas a nivel de las muñecas) y simulaba que no veía, tratando de tocar el sitio por donde pasaba para no chocar. «La perfecta ciega», pensé. En la puerta del baño me desamarró las manos. Yo simulaba que me temblaban para que él creyera que estaba realmente muy asustada. Entonces, me dijo: —Deja los nervios que aquí nadie va a abusar de ti. Yo te esperaré aquí afuera y no te quites el gorro. No inventes nada. —¡Qué alivio! —pensé. Estar allí a solas con ese delincuente me preocupaba bastante. Aunque ya el tipo había bajado la guardia y era mucho más amable que al principio. Por supuesto, apenas cerró la puerta me levanté el gorro sin dudar porque me producía un calor insoportable y no podía perder la oportunidad de detallar bien el baño. Si luego la policía me pedía que describiera el sitio donde me tenían, al menos podría hacer un planito y describir perfectamente cómo era el baño: las piezas sanitarias eran de color rosado, no tenía cerámica en las paredes que eran blancas, había una pequeña ducha sin cortina y arriba de la ducha una pequeña ventanita que daba hacia el cuarto donde me tenían.
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Volvimos al cuarto y me volvió a amarrar. Esta vez más suave y sin amarrarme los pies. Me dijo que más tarde llevarían una colchoneta y un ventilador. En ese momento repicó su celular y él salió de la habitación. Lo escuché hablar, pero solo negaba y afirmaba. No decía más nada. A los pocos minutos entró al cuarto y me pasó el teléfono. Era el hombre que iba a mi lado en el vehículo cuando me agarraron. Quería saber cómo estaba, que si me trataban bien, si quería algo para comer. Le dije que no tenía hambre y le pregunté cuándo volvería. Le pedí que no me abandonara. Me dijo que estaba en San Cristóbal y regresaría en la noche. Luego me preguntó por un efectivo que estaba en mi camioneta, quería saber la cantidad exacta de dinero que había dentro del sobre. En ese momento me invadió una chispa de picardía, de malicia, y le dije que había treinta mil bolívares. Colgó sin decir palabra alguna. A los pocos minutos volvió a llamar y me preguntó si estaba segura de que esa era la cantidad de dinero que había en la camioneta. Sin dudar un segundo le contesté: «Sí, segurísima», y pensé: «Que se maten entre ellos por los diez mil que nunca van a conseguir». Fue una venganza tonta, pero me causó un poquito de satisfacción. Pasada media hora, el teléfono volvió a repicar. El malandro atendió y enseguida me lo pasó. Solamente me preguntó qué número de zapatos calzaba. Esto me preocupó bastante. ¿Para qué necesitaba mi número de calzado? «Seguramente me traerán unos zapatos más cómodos», pensé ingenuamente. Apenas le dije la talla cortó la llamada sin despedirse. El calor en la habitación ya era insoportable por lo cual me quejé con el muchacho y él decidió llevarme a otro cuarto. Pude ver una cama matrimonial pequeña pegada de una pared. Le pedí algo para amarrarme en la cintura pues me sentía incómoda con el pantalón de talle tan bajo y él me entregó una sábana. También tenía almohada y un ventilador que aplacó bastante el insoportable calor. Había un televisor prendido a todo volumen por lo que no podía escuchar absolutamente nada a mi alrededor. Mientras estuve en la otra habitación logré escuchar el ruido de una máquina trabajando, aunque nunca pude identificar de qué tipo de máquina se trataba. El muchacho entraba constantemente a la habitación. A veces se sentaba en la orilla de la cama y yo aprovechaba para buscarle conversación. Cada vez que salía, le preguntaba a dónde iba, le pedía que no me dejara sola, que tenía miedo. «Tranquila, enseguida vengo», me contestaba. Cuando el celular repicaba a mí se me salía el corazón: «Me van a soltar, ya pagaron, me van a soltar», pensaba. En una oportunidad en que volví a hablar con el que me acompañó en el traslado, este me dijo que ya se había comunicado con mi esposo. Me llamó la atención cuando me dijo: «Tu esposo te adora, esta preocupadísimo, te quiere de verdad…». Era extraño oír a un delincuente hablar de esa manera. Le pregunté qué había pasado
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con mi hijo y me contestó que todo salió bien y que mi prima lo había llevado hasta la casa como ellos se lo indicaron (cuando me agarraron y me montaron en el carro me preguntaron si mi prima sabía manejar y yo les contesté que sí). Pero ¿cómo podía confiar en esos desgraciados? «Dios mío, ¿dónde estará mi niño? Cuánto debe haber sufrido, estaría aterrado. Malditos desgraciados, cuanto los odio…». Allí pasé el resto de la tarde con las manos atadas. Me comí una galleta María y un vaso de Coca-Cola. Eso fue lo único que comí en todo el día. No tenía hambre. El muchacho volvió a entrar en el cuarto. Me ofreció un cigarrillo, pero lo rechacé. En una de nuestras conversaciones, me dijo: «¿Sabes cuánto van a pedir por ti? Tres mil millones». Yo me puse a llorar. «¿Quééé? ¡Pero si mi papá no tiene ese dinero!...Más bien tiene una deuda con el banco por un edificio que construyó y eso lo arruinó, el banco lo está embargando, te lo juro que mi papá no tiene esa plata», le dije. «Bueno pues va a tener que conseguirla», respondió. Hasta ese momento yo pensaba que por el sitio donde me tenían tal vez se trataba de un secuestro exprés y tenía la esperanza de que todo se solucionaría muy pronto. Pero al decirme eso, mis esperanzas se desvanecieron. No podía contener el llanto. «¡Dios mío! Mis niños…». Me quedé dormida de tanto llorar. Y así llegó la noche. Llevaron pollo asado, pero yo no quise comer, solo tomé Coca-Cola. Escuché novelas y noticias. Ese día habían secuestrado a otras personas. Tenía miedo de que me nombraran en las noticias, pero gracias a Dios no lo hicieron. Me dormí un rato y, al despertar, el gorro se me había movido. Me dio miedo de lo que el muchacho pudiera pensar y cometí el grave error de comentárselo. Él se puso muy nervioso y me colocó en cada ojo un parcho (como los que le colocan a las personas operadas de los ojos) y desde ese momento no pude ver más nada, ni siquiera el reflejo del televisor. Esto me causaba una terrible angustia, una sensación de pánico, de encierro. Sentí una especie de claustrofobia. Comencé a llorar en silencio. Al fin y al cabo él no podía ver las lágrimas. Si hasta ahora había logrado controlarme (tratando de obtener todos los detalles del sitio de reclusión, grabando en mi memoria los ruidos externos, buscándole conversación al muchacho y observando el mínimo detalle que luego pudiera servir para ubicar a los delincuentes), ahora me desvanecía, el miedo empezaba a dominarme. Sentía pánico de la oscuridad y ahora no podía ver absolutamente nada. Pensé en mis niños, en mi esposo, en mis padres. Estaba comenzando a perder el control de la situación. La mujer había regresado antes de que yo me durmiera, serían las diez u once de la noche. Dormimos los tres en la pequeña cama matrimonial. Yo dormí pegada de la pared, él en el medio y la mujer en el otro extremo. Me hice la dormida y comencé a respirar profundamente de manera que ellos escucharan y pensaran que realmente dormía y esto, a su vez, me ayudó a tranquilizarme un poco y retomar la calma.
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Hubo un momento en el que sentí que ellos jugueteaban y la mujer le dijo a él, en tono bien malandro: «Deja la güevonada que se te puede escapar un tiro». Comprendí que jugaba con la pistola. Él no hacía más que sacar y meter las balas. Ese ruido me ponía nerviosa, pero finalmente me quedé dormida. En la madrugada, me desperté y el muchacho roncaba profundamente. Me había amenazado diciéndome que no intentara despegar los parches, que él sabía muy bien cómo los había colocado. Ni siquiera los toqué. *** Adriana luego contaría lo que a ella le toco vivir junto al pequeño Mauro: «Cuando Betty dijo: “A mí esto no me gusta nada”, me puse realmente nerviosa y comencé a persignarme. Yo acababa de regresar de los Estados Unidos y aún no me acostumbraba al tráfico y a las psicosis venezolanas. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y vi perfectamente cuando se bajaron los hombres del carro que nos precedía, con las armas en sus manos. Uno de ellos golpeó la ventana del lado de Betty. En ese momento, pensé que la iban a bajar de la camioneta para robarla. Me solté el cinturón de seguridad y abrí la puerta de mi lado para bajarme. Pero uno de los delincuentes me apuntó ordenándome: —No, tú no te bajas. Tú te quedas aquí. Cuando volteé me di cuenta de que a ella se la llevaban hacia el pequeño vehículo detenido delante de nosotros. Uno de los hombres se subió al puesto del piloto y me pasó una capucha ordenándome que me la pusiera. Me quité los lentes de sol y me la puse en la cabeza. En la parte posterior de la camioneta se subió otro delincuente. Mauro me contó luego que tenía una pistola, pero no lo apuntaba, lo tranquilizaba porque él lloraba, y le decía: “Tranquilo, chamo, no te va a pasar nada”. Mauro lo describió como un tipo alto, moreno y medio calvo. “Como tío Héctor”, dijo. Como Mauro lloraba, yo le busqué la mano y se la agarré. Entonces traté de negociar con los hombres: —Déjennos aquí. Llévense la camioneta, pero déjennos ir… —Cállate, baja la cara. ¡No hables! Sentí que la camioneta comenzó a rodar, que se internaba por callejuelas de la misma zona. No pasaron más de diez minutos hasta que la camioneta se detuvo. Me sacaron la capucha de la cabeza y me encontré con un arma apuntándome. El hombre me dijo: —Si hablas, te mato. No te bajes de la camioneta. Te voy a estar vigilando. Si te bajas te voy a matar. Quédate aquí, en el carro, mira al frente, no voltees. Yo no entendía lo que estaba pasando. Estaba segura de que se iban a llevar la camioneta y ahora parecía que no… Los dos hombres sacaron la llave del encendido, se bajaron y cerraron el vehículo, dejándonos encerrados. Pasaron los minutos. Mauro seguía llorando. Desesperada, estallé en lágrimas yo también. Pero sabía que
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tenía que ocuparme del niño y traté de tranquilizarlo: —Mauro, por favor, cálmate… Entonces recordé que Betty tenía dos teléfonos celulares y quizás el segundo estaba en la camioneta. Sabía que si abría una puerta sonaría la alarma del vehículo y eso podría alertar a los delincuentes. Abrí la guantera, busqué entre los asientos. Conseguí el aparato, pero tenía la batería descargada. Golpeé bruscamente el vidrio y se disparó la alarma. Pero nada sucedió. No se acercó nadie. Decidí bajarme a la calle. Un carro que iba pasando se detuvo al lado. —Chama, ¿qué te pasa? —Un teléfono. Necesito un teléfono, urgente. Tengo que llamar. —No tengo saldo, pero si me das real yo compro una tarjeta. Busqué en mis bolsillos, pero no tenía nada. En cuestión de segundos me di cuenta de que estaba rodeada por un grupo de personas. Una señora me dijo: —Si quieres vamos hasta mi casa y te presto el teléfono. No sabía muy bien qué hacer. Me daba miedo dejar ahí la camioneta, pero tenía que avisar a la familia. Cargué a Mauro, agarré mi cartera y la de Betty. Caminé rápido hasta la casita de la señora. Allí funcionaba algo parecido a una peluquería. Había secadores y lavamanos para lavar el cabello. Las paredes pintadas en verde fuerte. Me prestaron un viejo aparato fijo, pero me advirtieron que desde ahí no podía llamar a números de teléfonos celulares. Pensaba llamar a Manuel, pero no me sabía los números, así que decidí llamar a mi casa. Me esforcé en tranquilizarme para recordar y marcar el número. Nadie atendía. Recordé entonces el número de mi tía Ileana. Ella me atendió, pero como yo estaba llorando y gritando no me entendía. Me calmé un poco y traté de explicarle lo ocurrido. —¿Pero dónde estás? —No sé, no sé… Creo que cerca del Palacio de los Iturriza. En un barrio… Le pregunté a la señora que me prestó el teléfono dónde me encontraba, pero como no entendí nada le pasé el teléfono para que le explicara a mi tía. Otras personas ofrecían sus celulares, se comenzó a establecer cierta comunicación. Yo no me preocupé demasiado por mi prima, pensé que ya la debían de haber liberado, al igual que a mí. Me daba miedo la camioneta, abierta, en la calle. Mi mamá llamó al número que me prestaron. Llorando le expliqué lo sucedido. Ella me decía que tenían que avisar, pero no querían darle la noticia a mi tío Donato, el papá de Betty. Pensaron que lo mejor era avisarle a Manuel. Y lo llamaron: —Aló, ¿Manuel? A Betty le acaban de robar la camioneta. —¿Cómo? ¿Dónde? Bueno, no hay rollo. Tiene localizador GPS… —No, no… Es que Betty no está… Finalmente, le explicaron lo sucedido…Estuvimos un rato en la calle, yo abraza-
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ba a Mauro, esperando que llegara la familia. Llovían los comentarios: —Yo vi cuando a la señora la bajaron de la camioneta. Un amigo mío pasó en su carro y se detuvo. Yo ya no daba más. Me temblaban las piernas, me eché a llorar. Unos veinte minutos después llegó Mauricio, seguido de mi papá. Manuel apareció también. Traía un juego de llaves de la camioneta. Allí estaba ya la policía de Carabobo, una multitud de gente, Alonso, mi papá y mi mamá… y por allá, solo, callado, estaba Mauro. Manuel lo cargó en sus brazos y él se puso a llorar: “Se llevaron a mi mamá”. Manuel trató de calmarlo, lo montó en su carro y dijo: —Vámonos rápido de aquí». *** Siempre me ha gustado llevar un registro de lo que sucede en mi día a día, por ello, desde que me conozco, he escrito mis vivencias en un diario. Mi hermana Ana Teresa lo sabe, así que, durante el tiempo que duró mi secuestro, decidió llevar un registro de todo lo que pasaba para que a mi regreso yo conociera en detalle cómo transcurrieron en mi casa esos cuarenta días, qué vivieron mi familia, mis amigos y, lo más importante, mis hijos. Con esa valiosa información relato lo que, paralelo a mi encierro, ocurría fuera de él. Mis padres estaban solos en la casa y acababan de terminar de almorzar. Yo le había pedido ese día a mi mamá que les hiciera polenta a los niños y ella nos estaba esperando para que fuéramos a almorzar. De repente, entró mi primo Mauricio, que encontró la puerta de la casa abierta, y subió. Cuando mi madre salió a su encuentro, le dijo: «Tía llama al 171 que le robaron el carro a Betty». Ella tomó el teléfono, no sabía si llamar primero al Lo Jack o al 171, pero luego, detrás de Mauricio, entraron mi tío Francisco y su esposa, mi tía Alicia. Mi mamá sospechó que algo me había pasado. Dejó el teléfono y preguntó: «¿Qué pasó?». Nadie supo qué contestarle, pero repicó su celular y era Manuel preguntándole si tenía una copia de las llaves de mi camioneta. Le contestó que sí, que yo le había pedido que las guardara. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la camioneta había aparecido. Fue toda una confusión. Mi tío tenía miedo de cómo fuera a reaccionar mi papá y por eso no le dijo inmediatamente lo que había sucedido. Ni siquiera recuerdan cómo se lo dijeron. Finalmente, solo dijeron: «Se llevaron a Betty». Manuel regresaba de buscar en el colegio a mi hijo mayor, Gabriel, cuando recibió la llamada de Humberto, mi primo. Al principio, solo entendió que me habían robado la camioneta. Pero cuando Humberto le explicó los detalles, él dijo en voz alta: «¿La secuestraron?». Gabriel, con seis años apenas, lo miró aterrado, sin saber de quién se trataba. Manuel cambió de dirección y fue a dejar al niño en casa de mi suegra. Estaba confundido y no sabía qué hacer. Luego recibió otra llamada de
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Humberto pidiéndole copias de las llaves de mi camioneta y fue a buscarlas a casa de mis padres. Una vez con las llaves se dirigió al sitio donde le dijeron que estaba la camioneta y fue al llegar allí cuando recordó que Mauro andaba conmigo ese día. Cuando lo vio, las piernas le temblaron. Los ojos se le llenaron de lágrimas y fue rápidamente a buscar al niño. El pequeño lo abrazó con fuerza y no hacía más que repetir: «Se llevaron a mi mamá, se llevaron a mi mamá». Manuel lo cargó en sus brazos y entregó las copias de las llaves a Mauricio, quien se encargó de llevarse la camioneta. Una vez dentro del carro, Manuel trató de calmar a Mauro, diciéndole que todo había sido una película y que mamá pronto estaría en casa. «Pero tenían pistolas, papá». Manuel no sabía qué contestar y solamente dijo: «Eran de mentira». En ese momento recibió una llamada de mi mamá, pidiéndole que por favor se fuera a la casa de ella con los niños. Pasó por casa de mi suegra a buscar a Gabriel, luego al apartamento para llevarse al pequeño Daniel y a la nana y se fue a casa de mi mamá. En el trayecto marcó varias veces mi número de celular. Repicaba, pero nadie atendía. Fue al final de la tarde cuando, de tanto insistir, un hombre atendió el teléfono. —Aló, quiero hablar con Betty.. Pero el hombre contestó: —Eso no es posible. Ya nosotros hicimos nuestro trabajo. Ahora tienes que esperar la llamada del comandante. Luego el hombre cortó la llamada y apagó el teléfono. Ese día mi hermano Juan Carlos había salido a las cuatro de la mañana con mi cuñado Edgardo al matadero de Tinaco para ver una matanza de reses. Se fueron en el Toyota Starlet para cambiar de vehículo y llegar de sorpresa al sitio. Mi hermano era muy cuidadoso en eso y en la medida de lo posible trataba de tomar previsiones de seguridad en cuanto a no seguir rutinas, no usar siempre el mismo vehículo, no avisar a qué hora llegaría, etc. Estaba consciente de que éramos una familia secuestrable y de que esa zona del estado Cojedes se había convertido en un lugar peligroso. Al salir del matadero, temprano aún, se fueron a El Baúl, a visitar la finca sorpresivamente para ver cómo estaba todo. Cristóbal (el encargado), de hecho no lo esperaba y él le explicó: «No puedo avisar cada vez que venga porque la situación está difícil y hay que cuidarse». Pero en casa de mis padres sabían que iba al matadero, mas no que iba a la finca, donde, además, no hay cobertura de celulares. Fue cuando venía de regreso, a eso de la una y media de la tarde, cuando logró escuchar los mensajes de voz en su teléfono. Le sorprendió que tuviera mensajes urgentes de mi papá, Manuel, Mauricio y Humberto. Enseguida se comunicó con mi papá quien le explicó lo sucedido. Luego
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comentaría: «Nunca había hecho el camino a Valencia tan rápido. Sin embargo, me pareció una eternidad». Mi hermana Ana Teresa estaba cobrando unas facturas cuando mi mamá la llamó para decirle que me habían robado el carro. Cuando ya iba llegando al Palacio de los Iturriza alguien la llamó al celular y le dijo lo que realmente había sucedido. Entró en una crisis de llanto y no pudo seguir manejando. Se detuvo en la panadería Fátima, donde se consiguió con Ricardo Gorrin (un amigo de la familia). «Él se tuvo que montar en mi carro y manejar porque yo no pude hacerlo —comentó— y fuimos al sitio donde estaban Mauro, Adriana, Manuel y todo el gentío». Mi hermana menor, Claudia, estaba en su apartamento cuando la llamó Miriam, de la Asociación de Ganaderos, para preguntarle qué me había sucedido. «Que yo sepa nada, si no ya me hubiera enterado», le contestó, y no le dio mayor importancia. Para esa fecha ya había cumplido ocho meses de embarazo y estaba próxima al parto, por eso en la casa no le quisieron avisar por teléfono. A eso de la una de la tarde mi amiga Isabel (la doctora, quien ya estaba instalada en casa de mis padres) preparó un jugo con una cucharada de Lupasin para Claudia y se lo dio a Ana, quien fue la encargada de ir a buscar a mi hermana para darle la noticia. Mi hermana mayor, Eliana, salía de la oficina cuando le avisaron. Entró en llanto. Cuando fue al colegio a buscar a sus niños, ellos enseguida notaron que estaba llorando. Vanesa, mi ahijada, que cursaba cuarto grado, se preocupó mucho y le preguntó qué había pasado. Ella se lo contó enseguida sin muchas explicaciones. Mis sobrinos se pusieron a llorar. ***
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UNOS MESES ANTES El lunes 27 de enero llegué bien temprano a la oficina, como últimamente lo estaba haciendo. No había terminado de entrar a la recepción cuando me llamó Manuel al celular: «Qué bolas, ¿leíste lo que dice El Regionalista?». No tenía la menor idea, ni siquiera había terminado de llegar, eran casi las ocho de la mañana. «Busca el periódico y léete la última página del primer cuerpo». Él no me adelantó nada y yo, antes de entrar a saludar a mi papá, me fui directo al Departamento de Computación a buscar ese periódico porque Nelson era el único que lo compraba en la empresa. Bajé sin abrirlo y fui directo a mi oficina. Busqué la página y leí más o menos todo hasta llegar al último párrafo de la columna En Silencio, cuyo autor solo firmaba: P.P. Me quedé petrificada. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. No sé por qué me impacto tanto. El artículo decía: «El grupo Basilio vendió uno de sus grandes predios en Barinas por millones de dólares. Cadivi tendrá que tomar cartas en el asunto». No entendí en ese momento por qué un periodista, que en su columna siempre habla de política, tenía que sacar a relucir una negociación familiar que no concuerda con su estilo. Entonces me fui con el periódico a la oficina de mi papá y le pregunté si lo había leído. Y me dijo: «¡Claro! Me llamaron bien temprano para que lo leyera». Yo, la verdad, ni siquiera sabía de qué finca se trataba y mi papá me comentó que mi tío le había vendido el hato Las Cuevas a un político muy conocido en el estado, un alcalde. Entonces, comprendí un poco el motivo del artículo. Mi papá me vio nerviosa y me dijo, con su tono siempre tranquilizador, que no me preocupara, que no era nada grave. Dentro de mí pensé lo contrario, me pareció una información sumamente peligrosa. En esa época, hacía poco menos de nueve meses que habían liberado a Richard Boulton y ese secuestro a mí me afectó muchísimo. Aunque no lo conocía personalmente, conocía un poco a su esposa y realmente compartí el sufrimiento de esa familia cuando asistía a las misas que hacían por su liberación. Siempre supe que nuestra familia pertenecía al grupo de secuestrables y, sin duda, esta noticia podría afectarnos. En realidad, siempre me preocupaba mucho por mi papá que asiste a la finca con regularidad y, principalmente por Juan Carlos que iba mucho a otra finca en El Baúl (que por esos días estaban tratando de invadir). Con el periódico en la mano, fui a la oficina de mi tío y, sin saludar siquiera, me le acerqué y le dije en tono jocoso: «Tío, si me secuestran, tú pagas el rescate». Él sonrió, tan simpático como siempre, diciéndome que no me preocupara, que nada iba a pasar. Hoy en día, que he leído un poco de metafísica y del poder de la mente, pienso que, tal vez, yo decreté lo que me tocaría vivir unos meses después.
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Recuerdo que ese día, cuando me disponía a salir de la empresa poco antes de las doce, me encontré con Mauricio que también iba de salida y comentamos en broma sobre el mismo tema. Él es un primo muy especial y me dijo: «Bueno, prima, vamos, yo te escolto por el barrio para que no te vaya a pasar nada». Primo, siempre me hice la pregunta: ¿Por qué no me escoltaste el treinta de abril? *** Yo no sé si eso de que uno presiente las cosas que le van a suceder es cierto o no, pero se me eriza la piel cuando leo una carta que escribí el 24 de marzo de 2003 a mis hijos: «Queridos hijos: Gabriel, Mauro y Daniel. Quiero que sepan que los amo por encima de todas las cosas, que son lo más grande que tengo, la razón de mi vida… ¡Los amo! ¡A todos por igual! Y pase lo que pase, siempre tengan presente que son y serán siempre lo más importante en mi vida. Si algún día les llego a faltar sepan que desde donde me encuentre los seguiré cuidando eternamente. Quiéranse mucho, estén siempre unidos y quieran a su papá que es el mejor padre del mundo y que los adora. Quiero también que sepan que yo lo amo como nunca he amado a nadie, y que estoy orgullosa de él como buen padre que es. Mis niños, los amo, ¡los amo demasiado…! Dios los bendiga. Mami». Todavía hoy, tantos años después, no sé por qué escribí eso en mi diario. No tengo explicación. *** El viernes 25 de abril (el fin de semana antes de mi secuestro) mi esposo, los niños y yo, nos fuimos para la finca a pasar el fin de semana. Serían las siete y media de la noche cuando salimos. Juan Carlos, mi hermano, fue con nosotros y en Tinaco, en el cruce de vías, nos encontramos con Héctor, mi cuñado (novio de mi hermana Ana Teresa) que venía a reunirse con nosotros para ir a la finca. Llegamos allá a las once de la noche. Manuel estaba un poco molesto porque el plan era irse ellos tres solos, es decir «sin mujeres ni carajitos», pero yo quise ir. Esa noche, al llegar a la finca, salieron a dar una vuelta por los linderos y me dejaron totalmente sola en la casa, con los tres niños, que habían llegado dormidos. No sé por qué tuve tanto miedo. Me puse a llorar cuando ellos salieron y cerré la puerta del cuarto con llave. Nunca había sentido ese miedo tan terrible al quedarme sola allí. De hecho, no pude dormirme sino a las tres de la mañana, después que ellos regresaron. ¿Era otra señal? Ese fin de semana, cuando veníamos de regreso de la finca, nos paramos en el Centro Genético La Guama, un terreno pequeño donde teníamos venta de ganado
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y semen congelado. La parada fue para complacer a mis chamos pues ellos querían conocer a las cachorras de mastín napolitano, hijas de mi perra Grisha, que yo había llevado para que fueran guardianas. Gabriel y Mauro se emocionaron cuando las vieron (Daniel estaba dormido) y me preguntaron cómo se llamaban. Yo miré a Manuel con picardía y les contesté: «Se llaman Micaela y Liana». Manuel no pudo disimular su asombro. Gabriel me preguntó: «¿De dónde sacaste esos nombres tan feos?». A lo que yo le respondí: «Son perras, y a las perras hay que ponerles nombres de perras». Esos nombres no los sabía nadie, eran los nombres que aparecían en el pedigrí de las cachorras. Los vigilantes de La Guama le habían puesto nombres comunes que yo ni siquiera recuerdo. De tal manera que, sin imaginarlo, esto se convertiría, unas semanas después, en la primera fe de vida.
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DÍA DOS Jueves 01 de mayo Cuando me desperté no sabía si ya había amanecido. Estaba un poco confundida y no podía ver absolutamente nada. Sin embargo, inmediatamente me di cuenta de que estaba sola en la cama. Amaneció en un silencio total. Era Primero de Mayo, día feriado. Si el día anterior había sido un bullicio total (el ruido de la máquina grande trabajando, carros que pasaban, gente que transitaba), este día el silencio era enloquecedor. Fue al final de la mañana cuando se empezó a escuchar que la gente salía de sus casas, que se reunían afuera, conversaban y echaban broma. Un hombre preguntó si la bodega estaba abierta y una mujer contestó que no. En la habitación donde yo estaba había una ventana que probablemente daba hacia el frente de la casa, porque se escuchaba todo lo que sucedía afuera. En la televisión solo se escuchaban noticias. Hubo una marcha de la oposición en Caracas y alguien del oficialismo sacó un arma. Le pedí al muchacho que me cuidaba que cambiara de canal, pero todos estaban trasmitiendo lo mismo. Entonces le pedí que bajara el volumen, pero no me hizo caso. El único momento de paz fue un rato en que se fue la luz. Qué silencio. Eso tampoco me agradaba. Sentí una terrible soledad, una inmensa tristeza. Pasé todo el día en esa habitación. Solo salí para ir al baño. Ese día no me amarró y comenzó a tratarme un poco mejor. En una oportunidad sentí que me habían dejado sola y comencé a gritar: «Chamo, chamo, quiero agua». El muchacho no estaba, pero la mujer sí. Ella me contestó: «Ya él viene». Entendí que él estaba afuera porque la mujer comenzó a silbar, pero como él no contestaba le gritó: «¡Alejandro!». Entonces me enteré de que ese era su nombre porque, además, el día anterior me pareció que ella llamó al niño por ese nombre, es decir, se llamaba como su papá. Me ofrecieron desayuno, pero no quise. Tampoco acepté almuerzo. Como a las tres de la tarde le dije al muchacho que tenía hambre, pero me contestó que ya se habían comido todo lo del almuerzo. Luego volvió y me dijo que su jeva me podía preparar una arepa. Acepté. Al cabo de unos minutos me llevaron una arepa del tamaño de un plato de postre, parecía frita, no la podía ver. Estaba, de verdad, muy buena. Pero solo la mordí un par de veces y no quise más. Cuando el malandro entró al cuarto a retirar el plato le dije que ahora sí le aceptaba un cigarro. Yo, en realidad, no era fumadora. Había aprendido a fumar a los diecinueve años cuando vinieron unas amigas de Italia, pero nunca agarré el vicio como tal. Él me entregó dos cigarros. Me ayudó a encender el primero y me dejó su yesquero. Los cigarrillos se sentían húmedos y estaban como arrugados…«Como cigarro de borracho», pensé. Me fumé los dos. Más tarde, me quedé dormida un
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rato. Entonces, me despertó el repique del celular. El muchacho habló en voz baja, luego se acercó y me preguntó: «¿Cómo se llama el edificio que está construyendo tu papá?». Yo le dije el nombre. Él volvió a hablar por el celular y regresó: «¿Y dónde queda?». Nuevamente respondí a su pregunta y él se fue del cuarto. Regresó después de un largo rato. Me dijo que probablemente me llevarían a otro lugar. Me puse a llorar. «¿Por qué? Ustedes han sido muy buenos, no dejes que me trasladen, te lo ruego… ¿Acaso me he portado mal?», yo le suplicaba. Al fin y al cabo, a pesar de la rabia y el odio que sentía, ya empezaba a acostumbrarme al malandro. «No, son órdenes superiores, pero tranquila es un sitio bien calidad, creo que es una finca, tiene un río…te va a gustar», me dijo. El resto de la tarde transcurrió igual. A cada momento le preguntaba al muchacho cuándo me llevarían y él me decía que no sabía. «Esta noche, tal vez mañana, no me lo han confirmado». Yo rogaba en silencio y suplicaba que no me sacaran de allí. Me angustiaba pensar que me trasladaran para Colombia y le pedí a Dios que no lo permitiera. Me quedé dormida un rato. Calculo que serían alrededor de las siete de la noche. Más tarde me levanté con el ruido de un vehículo que llegó a la casa. Alguien entró. Estaba casi segura de que era el mismo hombre que me había llevado hasta allí el día que me agarraron. Sin embargo, se hizo pasar por otro. Él entró al cuarto y se sentó a mi lado, en la cama. Al principio me asusté, pero el hombre trató de ser amable. Me dijo que tenían que llevarme a otro sitio y que debía colaborar. Que esperarían que fuera un poco más tarde. Este hombre, en una de las llamadas que me había hecho, me había dicho que me llevarían a un sitio muy lindo. «Es como una playita». «¡Estúpido!», pensé. El hombre volvió a salir del cuarto. Afuera se escuchaba un alboroto, hombres que hablaban y se reían. Parecía que estaban bebiendo. Estaban pasando una novela cuando el muchacho entró al cuarto todo nervioso y me dijo: «Dentro de un rato te vas». Yo comencé a temblar, me imaginaba metida en la maleta del carro, viajando horas y horas. Le pedí al muchacho que me prestara algo para amarrármelo en la cintura y él me busco un suéter tejido. «¿Y mis zapatos?—le pregunté— están en el otro cuarto». Enseguida, entró el otro tipo y dijo: «Nos vamos». El malandro se puso muy violento, me agarró por un brazo y dijo: «Párate, vamos, vamos». Yo hice todo lo que me decían. No veía absolutamente nada y mientras caminaba hacia la parte de atrás de la casa tropecé con un escalón y casi me caigo. —Mis zapatos —le dije al muchacho. —No me hables, te dije que no me hables. —Estaba muy nervioso. Me sacaron al mismo garaje por donde había entrado y me montaron en un carro.
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Era pequeño, bajito. Sentí que abrieron un portón. Salieron, y a los pocos minutos noté que estábamos en la autopista. En la parte delantera del vehículo iban el chofer y copiloto, que por el acento me pareció que eran andinos. Hicieron una llamada y el copiloto dijo: «Comandante, ya vamos en camino, calculamos que al amanecer estaremos en la frontera». Sentí pánico. Le imploré a Dios una y otra vez: «Dios mío, por qué, no permitas que me hagan daño». Sin embargo, no sabía cómo había logrado mantenerme tan tranquila. No lloraba. A mi lado iba sentado el otro tipo. Sigo creyendo que era el que, durante la captura, estuvo a mi lado. Le pregunté qué pasaría si nos paraban en una alcabala y él contestó: —Tranquila, todas las alcabalas son nuestras y si hay alguna que no lo sea tú solo debes cooperar. —¡Pero con estos parches! Y debo estar toda despeinada, dame algo para peinarme —le dije. El hombre me pasó un cepillo y mientras yo me peinaba me dijo: —Señora Betty, usted es una mujer muy hermosa. Fue respetuoso. Yo estaba asustada y le di las gracias. Luego me ofreció un trago de whisky (creo que tenía un vaso en su mano y cada vez que hablaba el olor a alcohol era insoportable). Por supuesto, rechacé la bebida. Tenían la música a todo volumen. Sonaba Vicente Fernández con la canción Lástima que seas ajena que me retumbaba en los oídos. El que venía a mi lado me preguntó si me gustaba ese cantante. Le dije que sí, que me encantaba. «Hasta este día, ojala no lo vuelva a escuchar jamás», pensé. Luego repicó su celular. Parece que hablaba con su mujer. Al colgar me dijo: —¡Qué ironía! Mi mujer está en Caracas, hoy es su cumpleaños, y le acaban de llevar unos mariachis. Y yo aquí trabajando. —Sí, güevón, qué trabajo tan arrecho —pensé. El vehículo se desplazaba a alta velocidad, calculo que iría a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Entonces les pedí permiso para abrocharme el cinturón de seguridad. «No te preocupes, no te pasará nada», me dijo el que iba a mi lado, que era, prácticamente, el único que hablaba. Tomaron la vía hacia Campo de Carabobo y me di cuenta de que al llegar a la bifurcación donde se regresa a Valencia o se va a San Carlos, el conductor parecía que iba a meterse por la izquierda. Aparentemente, no conocía bien la ciudad y el que estaba sentado atrás, a mi lado, le dijo: «¡No, no, a la derecha, primo!». A gran velocidad tomaron la curva en sentido hacia San Carlos. Rodaron, según lo que yo pude calcular, unos quince minutos. Sentí que habían puesto la luz de cruce o las luces de emergencia, pero no cruzaron, ni siquiera disminuyeron la velocidad. Más
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adelante, el vehículo se detuvo y se arrimó hacia el hombrillo. Allí comenzaron los nervios de todos, la agresión y el maltrato. Me obligaron a bajarme del carro. Estaba descalza y les pedí mis zapatos, pero la única respuesta fue, bruscamente: «Cállate y camina». No se escuchaba nada. Solo el sonido del canto de los grillos. Hacía frío. Caminé por el asfalto, descalza, mientras uno de ellos me halaba violentamente por un brazo y me obligaba a montarme en un vehículo alto, tal vez un rústico. De inmediato, me di cuenta de que había cambiado de grupo. Al menos el que iba ahora a mi lado, que fue el único que habló, tenía acento colombiano. Cuando me monté en ese carro sentí que mis rodillas quedaban altas como cuando me montaba en la Toyota Hilux de la empresa. Tuve dudas porque el asiento de adelante era corrido y la de la empresa tenía las butacas delanteras separadas. Pero luego supe que no estaba equivocada. La diferencia era que esta camioneta no era cuatro por cuatro y por eso el asiento delantero era diferente. A mi lado izquierdo pude tocar lo que parecía un encerado, y a la derecha iba el colombiano. No recuerdo muy bien si el vehículo giró o siguió por la misma vía, pero sí noté que enseguida nos desviamos por un camino de tierra. Rodamos pocos kilómetros y la camioneta se detuvo. Alguien abrió un portón, parecía de hierro, sonó como cuando abren las puertas de la finca. Ese rechinar es inconfundible. Pero del vehículo no se bajó nadie. La persona que abrió las puertas o estaba allí o andaba en otro carro. Quizás era el vigilante de alguna finca. Es muy probable que nos desviáramos para tomar un atajo y así evitar pasar por la alcabala de La Guama. Parecía que habíamos ingresado a una carretera de tierra, había huecos y la camioneta brincaba mucho. Por esa vía transitamos unos quince o veinte minutos. Luego volvimos a tomar la carretera asfaltada. Yo podía escuchar el ruido de los camiones cuando nos pasaban a un lado a toda velocidad. Nuevamente, me sentí como un sabueso, agudizando mis sentidos para tener pistas sobre dónde podía encontrarme. Trataba de llevar mentalmente la cuenta de lo que tardábamos de un sitio a otro, trataba de escuchar las voces, los acentos, los ruidos. A pesar de que no lo hacía adrede, esto me servía para distraerme. Pero estaba nerviosa y tenía mucho miedo. No pasaron más de diez minutos cuando nos desviamos nuevamente. El conductor giró a la izquierda y nos metimos por una trocha. A partir de allí comenzaría el largo trayecto. El camino era malísimo, la camioneta brincaba mucho y me golpeé la cabeza varias veces con el techo. El hombre a mi lado era muy rústico y me presionaba la cabeza con fuerza hacia un lado, donde estaba el encerado. Supongo que era para evitar que yo me incorporara. Traté de agarrarme del asiento delantero, pero el hombre inmediatamente me bajó el brazo con una fuerza tal que casi me lastima. A
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cada momento me pasaba las manos por los ojos para ver si los tenía bien tapados. Yo le decía que no se preocupara, que no veía absolutamente nada, pero él no se inmutaba. Me dolía el cuello. Los ojos me picaban, los parches estaban llenos de lágrimas, tan húmedos que me molestaban demasiado. Luego de recorrer un buen trayecto (tal vez una hora), llegamos a un sitio donde la camioneta se detuvo. El hombre a mi lado se bajó y dejó la puerta abierta. Escuché claramente la voz de una mujer, con acento netamente colombiano, que preguntó: «¿Y dónde está Betty?» .«¡Dios mío! ¡Me van a liberar!», pensé ingenuamente. Esa voz era suave. Se acercó al carro y me saludó. Me entregó un par de botas y me dijo: «Ponte estas por ahora, las vas a necesitar. ¿Y cómo te están tratando?», me preguntó en tono amable. Sentí un gran alivio al oír a esta mujer, parecía buena. Y yo, nuevamente, necesitaba aferrarme al bueno del grupo. Le dije que los ojos me picaban muchísimo, que si no me podían quitar los parches. Me contestó que todavía no. Que me los quitarían cuando llegara el comandante. «Yo soy la enfermera que te acompañará en tu estadía», me dijo la mujer. Entonces aproveché para comentarle, en voz bajita, que el hombre que iba a mi lado era muy agresivo, que por favor le dijera que no me empujara tanto contra el asiento, que no se preocupara que yo no podía ver nada. «Tranquila, yo hablaré con él», me dijo. Efectivamente, cuando arrancamos, el hombre ya no me empujaba tanto, ni me hacía presión en los ojos. Pero el camino era peor que antes y varias veces me golpeé con la culata del arma que él cargaba sobre las piernas, que tal vez era una escopeta. El hombre se dio cuenta y me dijo que me recostara en sus piernas. La idea no me agradó mucho, pero me pareció que así sería más cómodo, y apoyé mi cabeza sobre su pierna izquierda. Realmente esa fue la mejor posición. En una oportunidad puso su mano sobre mi muslo, muy arriba. «Desgraciado», pensé, y enseguida se la quité agresivamente para que entendiera que no iba a permitir que me tocara. Sentí un miedo terrible. Sin embargo, el hombre no me volvió a tocar. Luego del largo viaje llegamos a lo que ellos llamaban «el campamento» y me dijeron que tendrían que esperar que llegara el comandante Jairo. Me hicieron bajar del carro. Escuché unos perros ladrar. Me llevaron a un sitio (creo que era como una casita) y me hicieron pasar a una habitación. —Siéntate allí, si quieres acuéstate un rato que el comandante Jairo no tarda en llegar —me dijo el hombre que iba a mi lado en la camioneta. Me ofrecieron café. ¡Al fin! Qué falta me hacía un cafecito. Luego de tomarme el café, me recosté de lo que al principio pensé que era un sofá, pero luego me di cuenta de que era una cama. Todavía tenía los ojos vendados y me imaginé que estaba en una casita muy linda, con muebles estilo country. «Qué difícil es cuando no se
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puede ver», pensé. A pesar de lo que estaba viviendo, quería ser positiva e imaginar que estaba en un lugar muy bonito. El hombre entró nuevamente a la habitación y me dijo que él era el comandante Bejuco. Entonces le pregunté dónde estaba la enfermera y me contestó que ella era la mujer del comandante y que llegarían juntos. Pedí agua y fue cuando me di cuenta de que había otra persona, algún ayudante, pues el comandante Bejuco llamó a alguien con un silbido y entró otra persona a la habitación para darme un vaso con agua. El comandante Jairo llegó a la media hora con la Uno, la amable enfermera. Entraron al cuarto y él se presentó. Lo primero que hice fue pedirle, casi suplicarle, llorando, que me quitaran los parches porque los ojos me molestaban demasiado. Inmediatamente, la Uno procedió a quitármelos. Fue un gran alivio, a pesar de que yo había exagerado un poco, realmente me molestaban y la sensación de no poder ver me tenía al borde de una crisis de nervios. Entonces, a pesar de la oscuridad, podía ver y esto me tranquilizó bastante. Aunque tenía miedo. Mucho miedo. En frente de mí estaba parado un hombre de contextura media, moreno y me pareció que tenía el pelo canoso y bigotes, aunque no podía ver muy bien. Estaba vestido de color caqui. Ella era una mujer más bien blanca, delgada, de cabello negro. Le pregunté al comandante qué hora era. El sacó una linternita Mag Lite y alumbró su reloj, sin percatarse de que yo también lo estaba mirando. Me dijo: «Son un cuarto para las tres». No era cierto, su reloj marcaba un cuarto para la una. Sin embargo, yo le dije: «Guao es temprano, me dio la impresión de que rodamos mucho más». Se dibujó una media sonrisa en su rostro y dijo: —Estamos en la frontera, te han traído por los caminos verdes, por eso llegaste más rápido. Rodaste unas seis horas. Por carretera hubiesen tardado doce horas o más —me explicó. Yo traté de mostrarle mi impresión, pero en realidad quería decirle: «Guevón, ¿crees que por ser mujer soy estúpida?». Saqué mi cuenta. Al salir de Valencia estaban pasando todavía una novela, o sea que no eran más de las once de la noche. Y en ese momento era la una de la mañana. ¿Cuánto rodé? ¿Seis horas? «Por favor…», pensé. Además, durante el trayecto sentí muchas veces que girábamos en círculo y me daba la impresión de que pasábamos varias veces por el mismo sitio: el mismo huecote, seguido de un charquito y una subidita. Haciendo tiempo, o tratando de confundirme… El comandante me dijo: —Ella es la Uno, estará contigo algunas veces. Le pregunté si no se iba a quedar a dormir conmigo.
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—No, actualmente tenemos otros trabajos y ella debe atenderlos a todos. Pero lo que necesites pídeselo a ella. Ahora vas a darnos los teléfonos de tu familia, la dirección de tu casa y luego la Uno hará una lista de todo lo que vayas a necesitar. Comencé a darles los números de celular según él me los iba pidiendo: de mi hermano Juan Carlos, de mi esposo Manuel, de mi papá, de mi mamá y el teléfono CANTV de la casa de mis padres, Luego le di la dirección: calle tal, número tal… Al finalizar le pregunté, casi era una súplica: «¿Qué ha pasado con mi hijo? ¡Por favor, comandante, dígame la verdad!». Comencé a llorar desconsoladamente, sentía los ojos hinchados…«Dios mío ¡mi niño!». La Uno trató de consolarme y el comandante me dijo: «No te pongas así». Me informó que mi prima se había portado muy bien. Que se fue manejando la camioneta hasta el estacionamiento del edificio «y no se bajó de allí hasta que llegó tu esposo. Fue muy valiente. Ellos la siguieron hasta tu casa y verificaron que el niño estaba bien». «Dios mío —pensé— ¿Cómo puedo creerle a este desgraciado? Dios mío…Mauro hijito…perdóname!». Él se puso un poco incómodo cuando me vio llorando y me dijo: «No te preocupes, yo te voy a permitir hablar con tu familia para que te quedes tranquila. El problema es que aquí no hay señal de celular y tenemos que traer una antena móvil». Entonces sentí un destello de esperanza. Por ahora, lo único que quería era saber de mi niño. Cuando me calmé un poco el comandante me preguntó con quién de mi familia debía negociar. Le pedí sin vacilar que por favor hablara con Juan Carlos o con Manuel y le supliqué que no llamara a mis padres. «Mi papá sufre del corazón, le dio un infarto hace algunos años y mi mamá es demasiado nerviosa, debe estar llorando desconsolada, por favor no los llame a ellos». El comandante salió del cuarto y me dejó con la Uno. Ella comenzó a anotar lo que yo pedía: cepillo dental, crema, desodorante…Me preguntó si necesitaría toallas sanitarias. Hice un cálculo rápido y le contesté que no: «Yo creo que de aquí al once ya me deben haber soltado». «Claro —dijo ella— de todas formas te traeré toallitas de uso diario». Le pedí que me trajeran papel y lápiz, que a mí me gustaba escribir. Luego de tomar nota de todo eso, el comandante volvió a entrar y me dijo: «Mañana irás a otro campamento arriba en la montaña, es más fresco, allí te pueden colgar una hamaca y pasarás el día tranquilamente». Se despidieron y se fueron. Me encerraron en la habitación. Uno de ellos colocó un tobo adentro y me dijo que lo usara si tenía que ir al baño. Entendí que de noche no abrirían la puerta por ningún motivo. Me sentí indignada. «Y yo que me despierto tres y cuatro veces a orinar», pensé. En la puerta colocaron una cadena y un candado. Dejé una velita
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encendida porque me daba miedo la oscuridad. Lloré largo rato. Me ardían los ojos. No los podía cerrar porque los tenía muy hinchados. Me costó mucho conciliar el sueño y, además, había un ratón que recorría todo el cuarto y fastidió bastante. Mi pijama era la ropa que cargaba desde el miércoles, la misma ropa interior, descalza, sucia. Por suerte no tuve necesidad de utilizar el tobo. Esa noche tuve un sueño extraño. Me encontraba en casa de mi hermana mayor, rodeada de cucarachas, a las cuales les tengo un pánico terrible. Fue una pesadilla horrible. Me imagino que el sueño tenía que ver con lo que estaba viviendo, con el pánico y la repulsión que sentía por las personas que me rodeaban… «Son unas cucarachas». *** Ese día (jueves, primero de mayo) en la casa de mi familia fue una confusión total. Manuel se mudó allí con los niños (por petición de mi mamá) desde el mismo día del secuestro. Durmieron algunos en el segundo nivel, otros arriba. Isabel también se instaló con ellos desde el miércoles. Fue una especie de médico de cabecera y la familia siempre se mostró agradecida por eso. Todos temían por la salud de mi papá y por eso ella se quedó en la casa. Juan Carlos y Manuel contactaron a un gran amigo de la familia, experto en materia de seguridad, para que los asesorara. Este les dijo que mientras esperaban para reunirse fueran comprando un grabador para dejar registrada cualquier llamada que recibieran, ya fuera en el celular o en la casa. Así que Juan Carlos y Manuel compraron un par de grabadores e instalaron uno también en la casa. Pero ese día no recibieron ninguna llamada. Estuvieron siempre todos en la casa. Cuando repicaba el teléfono o algún celular, todos pegaban un brinco. Los niños estuvieron todo el día jugando con sus primos Alfonso y Vanesa, que se comportaron como dos adultos. Apenas tenían diez y ocho años, respectivamente, pero se dedicaron todo el tiempo a distraer a los primos, especialmente a Mauro, que por momentos se aislaba. Comenzó a comerse las uñas y estaba triste y apagado. Los niños saben tanto… No se les puede engañar.
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DÍA TRES Viernes 02 de mayo Dormía, con algunos sobresaltos, cuando sentí que tocaban la puerta. A pesar de que no tenía reloj, sabía que era de madrugada. Estaba oscuro y tenía un poco de frío. Me levanté inmediatamente, confundida, asustada, porque no sabía en qué momento me había quedado dormida. Pregunté quién era. Una voz contestó desde afuera: «Nos vamos, póngase las botas». El corazón comenzó a latirme con fuerza. ¿Qué me esperaba ahora? ¿A dónde iríamos? Me senté en la cama y comencé a ponerme las botas, sin medias, mientras brotaban de mis ojos sendas lágrimas. Todo esto me parecía tan injusto, tan inhumano. No entendía cómo alguien pudiera ser tan cruel, estar lleno de tanta maldad, ser capaz de hacer tanto daño. Mientras ataba las trenzas de las botas noté los dedos de mis manos inflamados, creo que tenía más de dieciocho horas sin orinar. Los ojos, que todavía me dolían, casi no los podía abrir. A los pocos minutos sentí el ruido de la cadena y vi como abrían la puerta de madera. Frente a mí estaba un señor de pelo canoso, de unos cincuenta años, que entró en la habitación y, tratando de no mirarme a la cara, me dijo: «Nos vamos», indicándome con su mano que saliera del cuarto. Yo terminé de amarrarme el suéter en la cintura, me limpié las lágrimas con las manos y salí. Otro hombre, de piel morena oscura, alto, un poco más joven, estaba esperando más adelante, recostado de una pared, con un bolso negro colgado al hombro, un termo de anime y una escopeta corta, como la que utilizan los vigilantes. Este me miró fijamente mientras yo me acercaba y luego se dispuso a caminar delante de mí, como marcando el camino. Su apariencia era horrible, me causó muy mala impresión: el torso desnudo, solo cargaba un short de mezclilla, sin franela, y en su espalda una inmensa cicatriz que salía desde la mitad del tronco y no se veía el final porque el short no lo permitía. Pude verle en el brazo izquierdo un tatuaje mal pintado, por lo cual no dudé de que pudiera tratarse de un expresidiario. Sentí pánico. Al mirar a mi alrededor pude notar que estábamos en lo que parecía un galpón. Caminamos y atravesamos una especie de cocina (más bien parecía un fogón). Yo caminaba detrás del hombre más joven. El otro, el que me abrió la puerta del cuarto, caminaba detrás de mí y se había apertrechado con una escopeta y un machete. Salimos, aparentemente, por la parte de atrás de la casa y tomamos un camino de tierra bastante irregular. Era un potrero que probablemente estaban arando y las ruedas del tractor habían marcado sendos surcos, lo cual dificultaba la caminata. Pero esto me resultó bastante familiar y no pude evitar recordar aquellos largos paseos familiares por los linderos de la finca que, aunque no se hacían caminando, sino cómodamente instalados en la parte de atrás de algún vehículo rústico, igualmente la sensación de estar allí me trajo hermosos recuerdos. «La tierra es roja, es granzón,
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igual que en El Mogote», pensé. Hacía bastante frío y me coloqué el suéter. Que casualidad era de colores verde, blanco y rojo. Todavía estaba oscuro, pero parecía que pronto llegaría el amanecer. La brisa me pegaba en la cara y las lágrimas volvieron a llenar mis ojos. Una mezcla de sentimientos me invadió repentinamente y a pesar de todo lo que estaba viviendo, de estar allí, quién sabe dónde; a pesar de estar custodiada por dos hombres armados; a pesar de no haberme cambiado de ropa, ni haberme aseado en dos días; a pesar de todo lo terrible que estaba viviendo, en ese momento solo había algo que me preocupaba, que me producía un inmenso vacío en el corazón: mis hijos. Especialmente Mauro. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? ¿Le habrían hecho daño? Esas interrogantes, esa incertidumbre, me atormentaban. Por mi mente pasaba una especie de película con las vivencias más hermosas de mi vida junto a mis pequeños. Y lloraba. Lloraba y trataba de secarme las lágrimas y de contenerme, pero no podía. ¿Y si me mataban? ¿Qué sería de mis hijos si me mataban? ¿Con quién dormiría el pequeño Daniel si mami ya no pudiera arrullarlo en las noches? ¿Cómo explicarle a Mauro que esos malvados de la película que se llevaron a mamá no la devolverían jamás? ¿Y a Gabriel? ¿Quién les daría la noticia? ¿Cómo decirle a tres criaturas de seis, cuatro y un año que mami no vendría más? Ya no podía soportar tanta tristeza. Lloraba desconsoladamente. Respiré profundo. «Lo que no domines te dominará». Entonces traté de distraerme mirando a mi alrededor. A la izquierda había una cerca de alambre de púas. Un lote de ganado mestizo se veía del otro lado. Pasamos entre los pelos de alambre de una empalizada. Primero pasó el hombre que iba adelante. Cuando me tocó a mí, el señor que venía detrás me ayudó levantando los pelos de alambre para que yo pudiera pasar sin enredarme. Luego comenzamos a subir por un cerro. A lo lejos comencé a oír un ruido muy extraño. Al principio pensé que era el viento, pero realmente no podía identificar de qué se trataba. Era como un zumbido, pero muy fuerte, y a medida que penetrábamos en el bosque montañoso el ruido aumentaba en intensidad. Por un momento recordé cuando, en las prácticas de veterinaria, fuimos a visitar el frigorífico donde sacrificaban a los cerdos (el sonido se parecía al que emiten estos animales cuando les aplican la descarga eléctrica previa al sacrificio). Llegué a pensar que estaba cerca del matadero BEDEPOR, ubicado en Carabobo, porque el sitio donde estaba me parecía Bejuma o sus alrededores. Pero no me atreví a preguntar de qué se trataba. Caminamos aproximadamente media hora, subimos por un cerro no muy alto, pero sí bastante boscoso. Paramos en un sitio muy tupido por los árboles. Allí el hombre de piel morena oscura colgó una hamaca. Luego me dio una sábana para que me protegiera de la plaga y me dijo que podía acostarme. El otro señor se había ido.
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Los mosquitos eran insoportables. Me acosté en la hamaca. El hombre me dijo que tratara de dormir. Fue imposible. Él se paraba y sentaba a cada rato. Era un cerdo. Estaba allí, sentado detrás de mí y allí mismo se paraba y orinaba. Tuve miedo. Era un hombre de contextura normal, cabello rizado, muy corto. Tenía cara de matón. Cada vez que este hombre se movía sonaba la escopeta (chocaba con algo) y yo sentía que me estaba apuntando. Esto me daba muchísimo miedo porque pensaba que me iba a matar.«¡Dios mío no lo permitas!», pensé. Trataba de cerrar los ojos y la luz del sol que se colaba entre los árboles me iluminaba la cara y en ese reflejo veía puros esqueletos. La sensación era terrible. Hasta tenía miedo de llorar. Pero llegó un momento en que no aguanté. Sollozaba y trataba de que el hombre no me escuchara. Hasta que le pregunté: «¿Le molesta que llore? Porque el chamo que me cuidó anoche no me dejaba llorar». Él me contestó que no le importaba. Pasado un largo rato de silencio decidí buscarle conversación, haciendo preguntas estúpidas: si estaba casado, si tenía hijos, etc. Entonces él me preguntó que cómo había sido el viaje hasta allí. Le contesté, exagerando un poco: —Larguísimo, rodé más de seis horas, pasamos por caños, huecos…Fue un viaje muy pesado. Luego me preguntó que cómo me habían tratado y no me quedó otra que decirle: —Bien, aunque el que iba a mi lado me presionaba la cabeza contra el asiento con mucha fuerza…pero bien. Él solo dijo: —¿En verdad? —En su rostro se dibujó una sonrisa pícara. A mitad de la mañana subió el otro señor con el desayuno, pero yo ni siquiera pude verle la cara. Me trajo dos arepas inmensas a las que apenas les di dos o tres mordiscos. No tenía hambre. También me llevó huevos fritos, pero ni siquiera los probé. Pasé el resto de la mañana tratando de conversar con el hombre para que no se moviera tanto. Ya no tenía tema de conversación, pero así sentía que tenía la situación controlada. De hecho, me ofreció cigarrillos y acepté en dos oportunidades. La tarde pasó muy lentamente. No hacía más que pensar en mis hijos y me angustiaba no saber qué habían hecho con Mauro y con Adriana. Entonces entraba en llanto. «¿Dónde estará mi niño? ¿Cómo se sentirá?». Hubo un momento en el que el hombre comenzó a ponerse nervioso. Se había acabado el agua y el almuerzo no llegaba. Se paraba y trataba de asomarse hacia abajo para ver si algo sucedía. Yo le pregunté qué pasaba, pero el hombre no contestaba. Estaba de mal humor. Entonces yo comencé a ponerme nerviosa. Pensé que probablemente algo había salido mal. Pero más tarde, serían cerca de las cuatro de
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la tarde, llegó el almuerzo. De paso estaba malísimo. Unos espaguetis pegajosos y carne frita, la cual, al menos, estaba blandita. Al final de la tarde llegó otra mujer que no se dejó ver la cara, la tenía tapada con un pasamontañas. Trató de ser amable. Me llevó ropa, champú, jabón, de todo. Según me enteré después se llamaba Rosa. Sacó de una bolsa todo lo que me había llevado: pantalones usados, franelas, ropa interior, unas cholas, etc. Alguien subió un tobo con agua. La mujer me dijo que me bañara. En realidad era un gran alivio porque me sentía sucia y empegostada. Sin embargo, sentí una inmensa tristeza. Bañarme allí, frente a esa mujer, con tanta brisa. Pero sentí la necesidad de hacerlo. Tomé un envase pequeño y comencé a echarme agua, al principio sobre la ropa, porque me avergonzaba la presencia de la mujer (quizás ella se dio cuenta y se dio la vuelta). Luego me quité el suéter y el pantalón, quedando en ropa interior. Al final quería bañarme como Dios manda y me quité todo, tratando de terminar lo más rápido posible. Hacía un frío terrible, y mientras me echaba el agua en la cabeza, ahora completamente desnuda, temblaba y lloraba. Entonces, pensé en mis padres y comencé a llorar en silencio. Si ellos hubieran sabido por lo que yo estaba pasando, no hubiesen podido soportar tanto sufrimiento. Pero al final fue un gran alivio haberme bañado, aun en esas condiciones, pues mi ropa interior estaba sucia y ahora estaba mucho más cómoda. No fue nada agradable bañarme delante de esa mujer, que de vez en cuando volteaba y me miraba, y quizás hasta el comandante me pudo haber observado escondido en algún sitio. De la ropa que me llevó la mujer solamente me quedó bien un pantalón de jean. Los otros o me apretaban, o me quedaban muy grandes. Sin embargo, me quedé con otro jean y un pantalón de vestir el cual usaría para dormir. También me dio dos franelas nuevas, con la etiqueta pegada y alguna ropa interior que, aunque eran nuevas, eran feas (con encajes) y parecían incómodas. Cuando me terminé de vestir y traté de buscarle conversación a la mujer, llegó el comandante. Yo lo abracé al verlo, con mucha rabia, pero lo que quería lograr era que sintiera que confiaba en él. En realidad era el único, entre todos lo que estaban allí, que me inspiraba algo de confianza. Y era, nada menos, que el jefe. A veces me pregunto cómo este hombre pudo inspirarme confianza, cómo pude creer que tal vez no era tan malo. Era el autor principal de lo que yo estaba viviendo, era el que me había separado de mis hijos, de mi familia….¡Era una mierda! Pero creo que en ese momento, inconscientemente, entendí que de él dependía mi libertad y por eso me aferré a confiar en él. El comandante no parecía el mismo que había conocido la noche anterior. Tenía el cabello totalmente afeitado al rape y sin bigotes. «Tal vez anoche no lo vi bien», pensé. Pero como tenía dudas le pregunté: «¿Usted es Jairo, el mismo de anoche?».
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Me contestó que sí. Estaba vestido con uniforme militar. Cargaba una pistola cromada. Su celular era un Samsung Dual Folder. Igual al mío, pero de otro color. Después de conversar tonterías, el comandante me invitó a subir un poco más arriba en la colina para lograr tener cobertura con el teléfono, ya que donde nos encontrábamos no había señal. La emoción me invadió de pronto: finalmente iba a saber de mi hijo. Me pareció algo gracioso que la famosa antena móvil no estaba por ningún lado. Una vez más me habían subestimado. El comandante Jairo hizo una primera llamada y preguntó: «¿Qué número te aparece allí?... Perfecto». Inmediatamente supe que estábamos en un sitio de telefonía analógica ya que al llamar a otro móvil de la misma compañía telefónica el número no aparecía en la pantalla, simplemente decía: «número no disponible». Jairo me preguntó con quién quería hablar y sin vacilar le dije: «Con Manuel». Le dicté el número y lo llamó. —Aló, Manuel, ponte pila hermano, colabora y lo demás saldrá bien. Aquí te pongo a tu mujer. El comandante me pasó el teléfono. Me desplomé cuando escuché la voz de mi esposo: —¡Manuel! —le dije casi al borde del llanto. —Amor, tranquila, los chamos están todos bien. Todos estamos tranquilos, ¿ok? —¿Y Mauro cómo está? —Ya no me podía contener, estaba llorando. —Los chamos están bien, todos estamos bien, quédate tranquila, no te preocupes por nada. Manuel estaba alterado, me hablaba rápido y trataba de disimular su emoción. Realmente en ese momento yo lo sentí tranquilo. Estaba tan nerviosa que no me percaté de que la voz de mi esposo era temblorosa, pero firme. —¿Pero los niños dónde están? —insistí. —Estamos todos en casa de tu mamá, Mauro está distraído, le dije que todo era un juego. —No los dejes solos, duerme con ellos. —No te preocupes, los chamos están bien, están distraídos, no saben de nada. Por lo demás no te preocupes que lo vamos a manejar sin peos. De esta vaina vamos a salir rápido, tú sabes que esto se va a solucionar pronto. —Óyeme Manuel, óyeme. Ellos quieren negociar, Manuel, por favor. Mira, yo estoy bien, me están tratando bien, me dan comida, todo está perfecto, pero yo me quiero ir para la casa, Manuel. Dile a mi papá que se apure por favor. —Si había recuperado un poco la calma, en ese momento me desesperé, lloraba y suplicaba. —Tranquilízate amor, tranquilízate, tú sabes que no hay peo. —Ok, pero ¿con quién tienen que hablar ellos?
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—Tranquilízate, no importa. Pásamelo y vamos a ver qué es lo que quieren, ¿ok? —Ok —contesté gimiendo y Manuel seguía tranquilizándome. —Te quiero mucho amor… Quédate tranquila, reza; vamos a confiar en Dios ¿ok? No llores. Tienes que tener fuerzas… Tú sabes cómo manejarte. —Me despedí llorando y el comandante me quitó el teléfono. Aló, aló… *** ¡Dios mío, qué alivio! Qué fuerza me transmitió Manuel con esa tranquilidad. Estaba tan sereno, tan pausado. Yo pensé que se pondría a llorar al oírme. Haber hablado con él significó la gloria para mí. Me había quitado un peso de encima al saber que Mauro estaba bien. El solo hecho de saber que los niños estaban en casa de mis padres era una gran noticia. ¿Y dónde podían estar mejor que allí? Además, a mis hijos les encanta ir a casa de los nonnos y seguramente mi mamá y mis hermanas asumirían el rol de madre que yo no podía cumplir en ese momento. Ahora solo me quedaba tener paciencia, mucha paciencia. Mientras el comandante seguía hablando con Manuel yo me aparté a un lado y no le presté mayor atención a la conversación que sostuvieron. En realidad, él se alejó un poco y como yo ya había oído lo que quería oír no le di importancia. Fue inevitable que volviera a mi mente esa vocecita que decía: «Mamá, mami, mamááá…». Pero mi hijo ya estaba bien y esto pasaría pronto, muy pronto. Trataba de mantener en mi mente esas palabras positivas que me había dicho Manuel, pero aún las lágrimas corrían por mis mejillas. El comandante llamó también a Juan Carlos y le dijo que yo había hablado con Manuel, entonces mi hermano le dijo que no era necesario hablar conmigo. Creo que hablaron de tres millones de dólares… No recuerdo mucho porque realmente solo pensaba en lo que había hablado con Manuel. *** Terminada la comunicación nos quedamos un rato arriba conversando. Yo aproveché que estábamos en un sitio más despejado para tratar de ver a mi alrededor algo que me diera una pista del sitio donde me encontraba. Yo sospechaba que estaba en Bejuma porque mi primo, que volaba ultralivianos, decía que cuando volaba hacia la finca, Bejuma era la zona más difícil porque había muchos cerros. Y efectivamente, a lo lejos, yo solo veía cerros. No veía carreteras, ni casas…Solo cerros y más cerros. Volvimos al caño, me dieron dos cigarros más, contaron chistes y nos reímos. Ahora me parece irónico que haya podido reírme en una situación como esa, pero creo que definitivamente mi mayor preocupación (que era saber de mis hijos y especialmente de Mauro) se había disipado y el hecho de reírme fue una manera de drenar mi alegría, mi felicidad por saber que ellos estaban bien.
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El comandante comenzó a hablarme de él, de su gente. Me dijo que eran paramilitares y que él había tenido a Richard Boulton en ese mismo sitio. Pero yo no le creí. El Mono —como le decían al hombre moreno— hizo un comentario que me hizo sospechar aún más que no estaba tan lejos. Él me preguntó: «¿Y cuánto fue que rodaste?». Yo le contesté: «Uy, como seis horas, qué camino tan malo. Y ese tipo que iba a mi lado era un rústico, un animal. Me trató malísimo». Entonces el comandante se puso a reír y me dijo: «¿Era así como el Mono?». Yo le miré las manos y le dije que no, que aquel era más robusto. Más gordo. Ellos se rieron. El comandante y la tal Rosa (que luego supe que era la Uno) bajaron a la casa. Yo lo hice al anochecer con el Mono y el 67 (así llamaban al otro señor, el de pelo canoso que había llevado el desayuno y almuerzo). Cuando llegué a la casa, el comandante seguía allí. Hicieron una carne asada y me dieron un bistec. Mientras me lo comía, sentada en una silla, bajo el galpón, el comandante se acercó y me preguntó: —¿Cuál fue el predio que vendió su familia en Barinas? —Yo sabía que esa noticia definitivamente nos iba a hacer mucho daño. Y no me equivoqué. Sin embargo, no sabía muy bien qué contestar y luego me arrepentí de mi respuesta. —Sinceramente no estoy enterada, comandante, porque fue mi tío el que vendió la finca. —Creo que no debí dar explicaciones. Con decir que no estaba enterada era suficiente. —¡Ah! Fue el tío. ¿Y no trabajan juntos pues? —No, ya no. El comandante pensó que le mentía y no preguntó más. Se despidió y se fue. Era la verdad, yo no estaba muy enterada de esa negociación. Yo misma me sorprendí cuando leí el artículo en la prensa. Ni siquiera sabía a quién se la habían vendido. «El famoso artículo, el famoso P.P», pensé con un dejo de rabia. Esa noche escribí en mi diario, sabiendo que en cualquier momento ellos lo podrían leer: «Me fumé cuatro cigarrillos (lástima que no había más) Me calma mucho el fumar. El paisaje es una belleza. Montañas, pájaros, monos, ardillas. Bello todo. Al oscurecer bajamos a la casa. El extraño ruido de cerdos chillando se volvió a escuchar, pero no me atreví a preguntar de qué se trataba. Después de que se fue el comandante me quedé en el cuarto. El Mono me preparó una carne asada que estaba buenísima, con papas sancochadas. Quedé full. Me acosté. Dormí bien, aunque mi compañero de cuarto, el ratoncito, hizo de las suyas. Pero dormí. Mami, si supieras lo bien que estoy. Papi, ¿sabes qué estoy fumando? Belmont…me hace acordar de ti. Tranquilos… estoy bien. Hoy desayuné una arepota con dos huevos fritos, me comí la mitad. El almuerzo espagueti sin nada, carne frita, arepa y casabe». Por supuesto una cosa era lo que yo escribía y otra, totalmente diferente, la que
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sentía. De todo esto lo único cierto era el terrible sufrimiento que estaba viviendo. El dolor, la impotencia, la rabia y la frustración. Tuve que reírme con ellos, comer con ellos y hasta tratar de ser agradable, pendeja y amable. La realidad era que los odiaba, que hubiese querido insultarlos y decirles lo inhumanos que eran, que no les perdonaba lo que le habían hecho pasar a mi hijo, que les deseaba lo peor…Pero tenía que contenerme, era parte del juego. La historia apenas comenzaba, pero yo albergaba la esperanza de que pronto acabaría. *** Mi mamá amaneció molesta ese viernes porque Isabel le dio media pastillita de Lexotanil y durmió toda la noche. No quería estar dopada. Daniel, que durmió con Manuel en el cuarto de huéspedes, se cayó de la cama en la madrugada. Lisseth y Ana Teresa, al escucharlo llorar, subieron y lo acomodaron con unas almohadas porque Manuel estaba tan cansado que no escuchó nada. Mi tía Alicia llegó tempranito con el desayuno y mi prima Greta se encargó de comprar la leche Nutrilom 2 que tomaba el pequeño Daniel y estaba escasa. También fue María Brei y llevó un pie de manzana. Ana Teresa y mi papá fueron a la oficina a despachar una maquinaria. De regreso se metieron por el barrio El Consejo, el mismo de donde me habían llevado. Como la esposa de mi primo les contó que había soñado que me tenían en una casita rosada, ellos se querían parar en las dos o tres casas rosadas que vieron para preguntar por mí. Sin embargo, no se atrevieron. En el callejón donde me agarraron, mi papá miró a mi hermana con los ojos llenos de lágrimas. Le dijo que se quería parar a preguntar si alguien vio algo, pero lamentablemente no había nadie afuera. El pobre estaba destrozado. Ana teresa anotó en el diario que comenzó a escribir para mí (y del que he tomado las piezas para armar el rompecabezas que era esa parte de mi vida, la que transcurría en la cotidianidad de mi familia y que yo no había podido presenciar): «La señora Marisol vino a la casa, ayer llamó llorando, muy emocionada, como la gran mayoría de las personas… Estoy segura de que esta experiencia marcará tu vida para siempre, pero te servirá para darte cuenta de lo mucho que te quiere tanta gente». No se equivocó. Esa mañana fue el señor Nieves, quien conversó largo rato con mi papá afuera en el porche. Cuando él se marchó, eran más de las doce y almorzaron. En la tarde estuvo el Dr. Tarvéz, Juan y Simón Asís, Juan Morán y toda la familia Basilio. Manuel y Juan Carlos estuvieron todo el día juntos. A las tres y veinticuatro de la tarde, Manuel recibió una llamada a su celular. Era un hombre. Le dijo que estuviera pendiente pues el comandante lo llamaría cerca de las seis de la tarde. Luego cortó la comunicación.
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En la tarde ambos fueron al aeropuerto a buscar al asesor que habían contratado, quien llegaba en un vuelo privado desde Caracas junto con su asistente. Arnaldo era un hombre alto, de contextura delgada. Tendría unos sesenta y cinco años. De ojos claros y cabello canoso. Era un hombre carismático y simpatizaron con él desde un principio. Del aeropuerto se fueron directo al hotel donde se hospedarían, en una zona al norte de Valencia. Al llegar, Arnaldo les pidió que subieran a la habitación para conversar y allí se quedaron un largo rato. Casualmente, estando ellos en el hotel, sonó el celular de Manuel. En la pantalla decía: «número no disponible». Eran ellos. Conectaron el grabador y el micrófono. Contestó Manuel: —Aló, aló... —El comandante lo puso a hablar conmigo y luego de finalizada la conversación, retomó el teléfono y conversó con Manuel. —Ajá, jefe, dígame ¿Qué es lo que quieren ustedes? —le preguntó Manuel con firmeza. —Bueno… ¿Con quién tenemos que negociar? ¿Contigo o con alguien más? —Ustedes pueden hablar conmigo o con el hermano de Betty, Juan Carlos. Con cualquiera de los dos, ¿ok? Preferiblemente con Juan Carlos, pero él no está aquí. —¿Dónde está? —preguntó el comandante con voz fuerte. —Él está en su celular. —¿Lo puedo llamar a su celular? —Sí, el número es 0414... —El comandante lo interrumpió y le preguntó si yo me sabía el número. Manuel dijo que sí. Luego volvió a insistir—: ¿Qué es lo que quieren ustedes? El comandante contestó: —Nosotros necesitamos un millón y medio de dólares y estamos resueltos y no necesitamos hablar muchas cosas, sino resolver el caso. Bueno, nosotros le dimos a la gente que nos entregó a esta niña medio millón de dólares y queremos uno para nosotros. Es uno y medio. Yo le giraré las instrucciones. Lo que se quiere es la seguridad de la vida de esta muchacha. Usted sabe que la vida de ella equivale a la vida de nosotros también. Manuel lo interrumpió: —No, no. Por esa parte no se preocupe. Pero el comandante continuó hablando: —En ningún momento quiero que eso salga en ningún periódico, en ningún televisor y en ninguna radio. Porque desde ese momento corre peligro la vida de esta muchacha. —Tú sabes que eso no ha salido. —Sí, hasta ahora lo han manejado muy bien.
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—Lo vamos a seguir manejando así. Escúchame lo siguiente, la negociación, tú sabes que quienes manejan el dinero son ellos. Yo les puedo comunicar sobre esta primera llamada. De ahora en adelante es bueno que tú hables con Juan Carlos. Yo no tengo poder de disposición de un centavo de ellos. Tú sabes que es así. —Sí, sí, estamos claros. ¿Puedo llamarlo ahora, enseguida? Para hacerle las recomendaciones del caso. —Ok. Tú tienes su número. Te puedes dar cuenta con tus contactos de que no hemos hecho ningún tipo de negocio con la PTJ, no hay ningún cuerpo investigando. Lo hemos manejado bajo perfil. La negociación la vamos a hacer en la medida de lo posible. A mí me parece la cifra bastante elevada, tú sabes cómo está la situación, pero esa parte yo no la manejo. Tú sabes quiénes somos nosotros, somos gente pacífica y no queremos peos. Cuídame lo que tú tienes que tú vas a tener lo que estás pidiendo. —No se preocupe que aquí se respeta mucho. —Ok, pero con mucho cuidado, acuérdate que no es lo mismo un hombre que una mujer. Trátenla bien. —Estamos claros. No te preocupes. —Entonces, puedes llamar a Juan Carlos. No llames al viejo, por favor, que él tiene problemas cardíacos, pregúntale a Betty. —Sí, ya ella me lo dijo. —Recuerda que tenemos tres niños. Es muy delicado. Yo estoy más tranquilo porque me doy cuenta de que estamos en manos de profesionales. Llama a mi cuñado. —Que esté bien. —Gracias pues, chao. Al poco tiempo, mientras escuchaban la grabación de lo hablado, repicó el celular de Juan Carlos. Número no disponible. Conexión de grabador. —Sí, aló, ¿quién habla? —contestó Juan Carlos. —El comandante Jairo. —¿Cómo dice? —El comandante Jairo, de las Autodefensas Colombianas, ¿me escucha? —Sí, el comandante Jairo, dígalo. —Tú sabes la situación de tu hermana, necesitamos… Juan Carlos lo interrumpió: —Pero quiero hablar con ella. —La voz le temblaba. —No hay problema, ya vamos para allá. De inmediato, lo que le quiero decir es lo siguiente, que no acostumbro hacerlo, pero lo hago porque la niña, pues, ha colaborado muy bien. Yo la recibí a ella ayer acá y está en poder nuestro. Queremos
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que sea una negociación rápida y segura. —Claro, nosotros también, nosotros también. Tú me dices, ustedes ponen las condiciones. —Bueno, yo le estaba comentando, porque acabo de comunicarme con el esposo de ella… —¿Hablaron? ¿Y ella habló con él? —Ella habló con él. Quiero que él hable contigo para no alargar mucho nuestra conversación. —Ok, ok. —Necesitamos dos millones de dólares y le dije a él que un millón y medio es suficiente para resolver la situación. —¡¿Cuánto?! —preguntó Juan Carlos sorprendido. —Uno y medio. —Bueno… Tú no crees que es un poquito… Aló, aló. Se oye entrecortado. —Es que estamos en la cima de una montaña y es muy difícil la comunicación. —Ok, ok… tú no crees que eso… Bueno yo pienso que deberías, ¿tú no crees que es un poquito alto? —titubeó Juan Carlos—. Para nosotros no es tan fácil ahorita. Eso es un poquito elevado. —Pero la gente que nos la entregó a ella nos quitaron quinientos mil dólares y entonces no podemos trabajar tanto para que me den quinientos… —Aló. Aló. Se cortó la comunicación, pero luego volvieron a hablar. —¿Cuándo te puedo llamar nuevamente? —preguntó el comandante. —Mira, esteee, yo creo que mañana, pero ¿tú no crees que deberíamos poner cierta hora para yo estar más pendiente?, porque ahorita tenía mucha interferencia, se oía entrecortado ¿A qué hora? Aló, aló… Pero se cortó la comunicación definitivamente.
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DÍA CUATRO Sábado 03 de mayo En la madrugada, al igual que el día anterior, me tocaron la puerta del cuarto: «Nos vamos», dijo el 67. Inmediatamente me levanté. Había dormido bien, aunque me costó mucho conciliar el sueño. Al principio fue quizás a causa del miedo y la tristeza. Pero luego me distraje con el ruido que hacía el ratoncito hurgando entre las repisas. Finalmente, con la tranquilidad de saber que mis hijos estaban bien, logré dormirme sin terminar de rezar mis oraciones. Me cambié la ropa y salí fuera del cuarto con el cepillo dental. Fui al baño (estaba fuera del galpón, cerca de la cocina). Después de cepillarme los dientes volví al cuarto y agarré mis cosas (crema Off, peine, aloas, lápiz y cuaderno, galletas, todo lo que me había entregado la Uno el día anterior). El Mono y el 67 me esperaban afuera. Con ellos estaba otro señor. No sé en qué momento llegaría. Tal vez había llegado la noche anterior con el comandante. No lo sé. Salimos del galpón y tomamos el mismo camino del día anterior. La rutina fue prácticamente la misma: la brisa en mi rostro, el ganado a la izquierda, pasar entre los alambres de púa de la empalizada y subir el cerro. Inclusive los misteriosos cerdos volvieron a dirigir la orquesta durante todo el trayecto. Esta vez nos quedamos más abajo porque yo me cansaba muy rápido. El día anterior les dije que me había hecho unos exámenes médicos porque no podía respirar bien, y me habían diagnosticado un quiste en la nariz, en los senos paranasales, lo cual hacía que me cansara más rápido y me faltara la respiración. Si bien esto no era mentira, yo lo había exagerado un poco y el comandante dio órdenes para que no subiéramos tan arriba. Nuevamente guindaron la hamaca. También llevaron una cava con hielo. Una vez instalados, el Mono regresó abajo con el 67 y en esta oportunidad me dejaron con el otro señor. Lo llamaban Catire. Este no se dejaba ver la cara, la cual trataba de taparse con una franela. Sin embargo, yo pude notar sus facciones, que no eran precisamente bonitas. Tenía cara de indio, realmente parecía goajiro. Comenzaba a amanecer, las guacharacas gritaban con su peculiar canto, pero yo no les prestaba atención. Y allí estaba yo, escribiendo. Me sorprendí yo misma cuando, a esas horas del amanecer, me estaba fumando un cigarro que me había regalado el 67 mientras colgaban la hamaca. El Mono subió a mitad de la mañana a llevar el desayuno. Sin decir palabra, entregó un plato al Catire y otro a mí. Inmediatamente se marchó. Desayuné una arepa frita con atún que estaba muy buena, y aunque eran dos, solamente me comí una. Lo que realmente se hacía casi insoportable era la plaga. Los mosquitos no me dejaban en paz.
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Al final de la mañana escuché el ruido de un helicóptero y aunque provenía de lejos me producía una gran ansiedad. En alguna oportunidad llegué a escuchar el ruido de aviones, pero creo que volaban a gran altura. El día había transcurrido con normalidad, pero estuve llorando la mayor parte del tiempo. Este señor, el Catire, no hablaba nada y yo me sentía prácticamente sola. A las doce y media se me ocurrió escribir un cuento a mis hijos. Primero escribí uno que titulé «La hormiguita». Apenas terminé de escribirlo (fue muy corto) se me ocurrió escribirles un cuento donde pudiera explicarles lo que yo estaba viviendo, por qué no estaba con ellos. Pero quería hacerlo de una manera muy sutil. Fue así como surgió «Mamá Bianca y su aventura», un cuento corto (ocho páginas del cuaderno) donde les contaba la historia de una venada que fue secuestrada por unas panteras. Alrededor de las tres de la tarde llevaron el almuerzo. Consistía en sopa, pasta con salsa, carne asada y papas fritas. Pero mi apetito no estaba muy bueno y comí muy poco. Al final de la tarde, alrededor de las seis, el Catire recogió todo y cuando llegó el Mono bajamos a un vallecito. Allí había un inmenso árbol quemado que se había caído, y nos sirvió para sentarnos a esperar que oscureciera. Los zancudos hicieron de las suyas y me tuve que aplicar una buena cantidad de repelente, inclusive sobre la ropa. El Mono me dijo que el comandante iba a llamar para hablar conmigo. Una mezcla de emociones me invadió. El corazón me latía con fuerza. A cada momento le decía al Mono que revisara si el teléfono tenía señal. Fue tanta la insistencia que él me entregó el celular para que yo misma estuviera pendiente. Esto fue una brutalidad de parte del Mono, pero yo la aproveché para, en un momento de descuido, apagar el teléfono y volverlo a encender. De esta manera pude ver el número que pertenecía al aparato y el nombre del dueño. Simplemente decía «Félix». Ese número lo grabé en mi memoria los treinta y siete días que estuve allí, y el mismo día que me liberaron lo anoté en un papel. Sin embargo, no sirvió de nada. Finalmente, recibí la llamada del comandante. Simplemente me preguntó cómo me encontraba. Yo aproveché la oportunidad para pedirle permiso para que el día siguiente, como era domingo, me dejara quedarme abajo, en la casa. El permiso fue concedido. Después de hablar con él, como ya estaba oscureciendo, bajamos a la casa. Esta vez me bañé en el baño, donde me habían colocado dos tobos con agua y un tobito. Eso es algo a lo que estoy acostumbrada, porque en la finca, como no hay calentador, yo caliento agua en una olla y me baño con agua tibia. Además el 67 encendió una velita y la colocó sobre el lavamanos. Con la toalla que me dieron,
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el champú, acondicionador y jabón, además de las cholas, me encerré en el baño. Entre la pared y el techo del baño había unos veinte centímetros de separación y además la puerta no cerraba completamente. El agua estaba helada y entre el frío y la angustia de pensar que me podían estar mirando por el techo o podían abrirme la puerta, no hacía más que temblar. En realidad, no estaba acostumbrada a bañarme con agua fría e indudablemente esto contribuía a la tembladera. Después de secarme y cambiarme, me fui al cuarto. Me desenredé el cabello con un peine y salí afuera, donde estaban sentados el Catire, el Mono y el 67. Les dije que necesitaba lavar mi ropa e inmediatamente el 67 se levantó de la silla y me dijo que fuera con él. Detrás de la casa había una batea y allí me puse a lavar mi ropa interior, franela y medias, mientras él me alumbraba con una vela porque estaba totalmente a oscuras. Había transcurrido mi cuarto día en cautiverio, el segundo en este lugar. Es difícil explicar cómo me sentía. En realidad si alguien me preguntase cómo me trataban, no tendría nada malo que decir, porque no me trataban mal. Pero, definitivamente, bien no estaba. Sentía un nudo en la garganta. Hubiese querido llorar todo el día, de hecho lloré bastante. Estaba acompañada por un señor que no pronunciaba palabra, que trataba de tapar su cara y no me miraba. Era feo, con cara de goajiro, aunque no parecía tan malo como el otro. «¡Dios mío! ¿Qué hago yo aquí?», me lo preguntaba a cada momento. Cuando terminé de lavar, colgué la ropa dentro del cuarto y pregunté si me podía sentar afuera con ellos. No quería que me encerraran. Lo peor de todo era el encierro. Esa sensación que experimenté la primera noche cuando le pusieron la cadena y el candado a la puerta no la quería repetir. Pero fue inevitable. Me encerraron. El encierro me llevaba a la soledad y la soledad a la nostalgia. ¿Y cómo hacer para no pensar en mis niños, en Manuel, en mi familia? ¿Cómo hacer para no llorar? Era imposible. Recordé el pequeño accidente que había tenido Daniel el 22 de abril dando sus primeros pasitos. Estábamos en casa de mi mamá y tuvimos que salir corriendo al Policlínico del Centro . El Doctor Efraín Betancourt le suturó la herida en la ceja izquierda con una delicadeza que me impresionó. En ese momento, recordé que el día anterior debían haberle quitado los puntos, ¿lo habrían llevado? ¿Y Mauro estaría tomando los 6 ml de Augmentin? Me acosté en la cama pensando en eso y me arropé con la sábana. Me sentía tan desdichada. Quería gritar, salir corriendo. No era justo. Nadie tenía derecho a privarme de dormir con mis niños. Sin querer, recordé esas mañanas cuando amanecíamos los cinco en la cama… Eso no tiene precio… Y a pesar de tanto sufrimiento, esa noche soñé que estaba en una competencia de Team Penning con Manuel, Juan Carlos, Ana y Héctor. Y no podía participar porque no tenía botas… ***
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En casa de mi familia se levantaron temprano el sábado. Ese día era la primera comunión de Vanesa, la primera nieta, primera sobrina y además mi ahijada. Una niña muy especial, dulce e inteligente, con unos ojos azules espectaculares, la boca grande, el cabello dorado. Una niña preciosa. Mi papá se fue temprano a la oficina. y mi mamá y Ana Teresa fueron a la misa. Claudia se quedó en la casa pues con su avanzado estado de gravidez no era recomendable que estuviera saliendo. Según me cuentan, la misa estuvo muy linda y emotiva. Mi hermana y mi cuñado trataron de no arruinarle un día tan especial a la niña, que había pasado toda la noche llorando por su madrina. El jueves había sido el retiro en el colegio e hicieron una petición especial por la familia Basilio. Ella se puso a llorar. Le afectó bastante. Tal vez Vanesa todavía no caía en la cuenta de lo que estaba sucediendo. Para colmo una amiguita que la vio llorando le dijo que a su mamá le habían contado en la peluquería que alguien vio cuando me bajaban del carro y me daban cachetadas. ¡Por Dios! Los niños son crueles y los padres no tienen prudencia para hablar de estas cosas delante de ellos. Para mi mamá, abuela consentidora, no fue nada fácil disimular su tristeza, menos cuando todos los conocidos se acercaban a expresarle su solidaridad. El llanto, con lágrimas a veces y silencioso a raticos, la acompañó durante toda la ceremonia. Al salir de la iglesia se fueron todos a casa de mi familia, incluyendo la familia de mi cuñado (los otros abuelos y tíos de Vanesa). Al llegar, mi tía Alicia había comprado unos pastelitos y junto con Claudia prepararon chocolate caliente y café. Todo esto para hacer una pequeña reunión a mi sobrina y que no pasara por debajo de la mesa. Fue casi toda la familia a celebrar con ella. Juan Carlos y Manuel fueron a visitar a Débora, una vidente muy conocida en Valencia. Ella les dijo que yo estaba cerca, que me estaban trasladando, que la negociación sería rápida y que yo no paraba de hablar con los tipos. Que llamarían ese día o el siguiente. Ellos salieron felices de allí. Cuando los seres humanos pasan por una situación tan difícil se aferran a cualquier cosa buena que les digan, sea quien sea. Y ellos se aferraron a esta mujer. Tanto así que ella les sugirió que colocaran un par de zapatos míos en la entrada de la casa para que yo regresara pronto. De regreso, pararon en mi apartamento y Manuel subió a buscar unas sandalias mías. Como no querían dar explicaciones a nadie, las colocaron en la entrada de la casa de mis padres, pero escondidas en una jardinera. Eso fue algo muy cómico porque unos días después el jardinero (que no sabía nada) las consiguió y se las entregó a mi mamá. Ella casi se desmaya del susto pensando que los secuestradores las habían colocado allí como prueba de que me tenían, más aún cuando se las mostró a Eliana, mi hermana mayor, y ella afirmó que
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eran las que yo tenía puestas el día del secuestro. Espantada, mi mamá llamó a Juan Carlos y le pidió que fuera inmediatamente a la casa, que tenía una novedad urgente y no se lo podía decir por teléfono. Cuando Juan Carlos llegó y vio las sandalias casi se moría de la risa. Mientras mi mamá seguía llorando, él le explicó el asunto de la vidente. Después de almorzar, Juan y Manuel se reunieron con el señor Rubén Serino, cuyo hijo había sido secuestrado unos meses antes (todavía estaba cautivo) y él le dio algunas recomendaciones. A las cinco de la tarde se reunieron con Arnaldo, y estuvieron con él hasta las nueve de la noche. Esperaban recibir alguna llamada, pero no fue así. Regresaron a Guaparo. Manuel tenía prácticamente un día y medio sin ver a los niños. Al llegar a la casa se puso muy mal cuando ellos fueron a recibirlo y Gabriel (el mayor) le preguntó con toda su inocencia: «¿Y mami?». Manuel se desplomó. Con voz entrecortada le contestó: «Está por ahí» y luego tuvo que separarse del gentío para encerrarse en el cuarto a llorar. Le bajó la tensión. Isabel lo tuvo que atender. Esa noche Manuel durmió con los niños, pero se tuvo que tomar media tableta de Lexotanil para poder conciliar el sueño. Durmió alrededor de cinco horas. Mi papá y mi mamá se mostraban fuertes, pero de vez en cuando se separaban del grupo, buscaban cualquier excusa y se iban. Cuando regresaban tenían los ojos rojos. Sin duda porque estaban llorando. Al pequeño Gabriel se le cayó un diente y estaba feliz porque creía que se iba a hacer millonario. Martilló a todo el mundo con el cuento del ratón Pérez. Daniel se volvió estítico desde el mismo día que me llevaron. Con apenas un año y ya entendía, a su manera, que mamá no estaba y reaccionó de esa forma, con estreñimiento. Mi mamá y Ana sufrían cada vez que el niño tenía que hacer pupú. El pobre sudaba, lloraba, se ponía frío y llamaba a su mamá. Le dieron agua de cebada, compota y yogurt de ciruelas y por fin hizo pupú blandito. Eliana llevó a los niños grandes al Sambil para que se distrajeran un rato. Cuando regresaron, Gabriel preguntó por mí para darme la novedad del diente caído. Todos se miraron las caras. Le dijeron que estaba en la finca trabajando y que no había podido regresar porque se había inundado la carretera. A las ocho de la noche se rezó un rosario. La casa estaba llena de gente, la familia, los vecinos (incondicionales) y muchísimos amigos. Al finalizar conversaron un rato y poco a poco la gente se fue marchando. *** Juan Carlos y Manuel estuvieron reunidos con Arnaldo y su asesor, Roberto, toda la mañana y parte de la tarde. Sin embargo, no recibieron llamada.
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DÍA CINCO Domingo 04 de mayo Ese día me dejaron dormir hasta más tarde porque el comandante me había dado permiso de quedarme, pero encerrada en el cuarto. Sin embargo, cuando me levanté todavía estaba oscuro y después de ir al baño y regresar a la habitación, el 67 cerró la puerta sin colocar el candado. Yo aproveché para detallar la habitación, pues en las mañanas salía muy temprano y en las noches regresaba tarde y estaba todo oscuro. La habitación medía aproximadamente cuatro por tres metros. El piso era de cemento y el techo de zinc. Entre la pared y el techo había una separación de unos treinta centímetros. Las paredes eran de adobe pintadas de blanco, parecía cal. Tenía una pequeña ventana lateral que daba hacia atrás (oeste) y otra, que estaba clausurada, daba hacia la entrada de la finca y probablemente por eso estaba sellada. La puerta era rústica, eran pedazos de madera empatados, con un hueco lateral derecho, de unos cinco centímetros de diámetro, por donde pasaban la cadena, la cual era gruesa. La cama era un colchón matrimonial que medía aproximadamente un metro cuarenta de ancho por un metro noventa de largo. Estaba montado sobre una base de cemento. También había dos almohadas. La segunda noche colocaron sábanas limpias. En la pared izquierda había una repisa de tablas donde había arrumados periódicos Notitarde, un radio trasmisor viejo y dañado, inyectadoras de uso veterinario y un maletín de los que usaban antiguamente los médicos. Allí habían colocado el bulto de papel higiénico, el jabón Ace y las velas. Yo utilizaba esta repisa para colocar la ropa limpia y doblada. En el cuarto también había una pequeña mesa al lado de la cama a manera de mesa de noche. En la pared habían colgado un lindo perchero de madera estilo country y a lo ancho de la pared, casi arriba de la cama, había un tubo donde yo colgaba la ropa recién lavada y las toallas. Fue precisamente colgando de ese tubo donde conseguí la primera prueba que podría guiarme sobre el lugar donde me encontraba. En la pared que estaba al lado de la puerta había un retrato colgado con la foto de un joven vestido con uniforme militar. Era una foto muy vieja. Afuera del cuarto continuaba un galpón en forma de L con el mismo techo de zinc y una pared de mata de guafa, con un lado abierto (el otro lado era mi cuarto). Al salir del cuarto, a la izquierda, se iba hacia el baño, que quedaba afuera del galpón, y se pasaba por una especie de cocina con un fogón de leña. Los cuidadores dormían en el galpón. Entre las cosas que había en el cuarto, y que supuestamente eran para mí, estaba una cava amarilla marca Decocar surtida con hielo, refrescos, agua y compota. Sobre la mesa había un paquete de galletas Club Social y panqué Once.
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El viernes en la tarde, cuando me llevaron la ropa y algunas de las cosas que pedí, también me dieron: seis pantaletas y tres sostenes marca Leonisa, dos franelas manga corta y una manga larga, dos pares de medias blancas, dos jeans que me quedaron ajustados, un pantalón negro de vestir inmenso, champú Pantene dos en uno, desodorante Rexona, tres jabones Protex, una crema repelente y un spray Off, algodón, alcohol, pastillas Dol, talco Rexona para los pies, Vick VapoRub, loción humectante para el cuerpo Valmy, toallitas Carefree, crema dental Colgate, cepillo dental, peine, vasos, cucharas y platos plásticos, dos panelas de jabón Las Llaves y una bolsa pequeña de Ace. La noche que llegué me dieron unos botines Kickers N° 40. También aloas y dos toallas. Esa mañana, temprano, el 67 entró al cuarto y me dio dos grandes pedazos de lechosa recién cortada. Estaba muy dulce. Como a las diez de la mañana me dieron dos arepas fritas y un trozo de carne frita. La mañana estuvo tranquila y relajada. Estuve escribiendo y seguí detallando la habitación. En la repisa, a la izquierda, pude ver la trampa de ratones que habían colocado el Mono y el 67. El ratoncito se había comido el queso y la trampa estaba intacta. No pude aguantar la tentación de revisar los periódicos que estaban en la repisa, en la esquina inferior derecha. Me llamó mucho la atención que todos eran Notitarde, un periódico de circulación local en Valencia, lo cual me hacía dudar sobre el sitio donde me encontraba realmente y comencé a revisarlos. Tenía miedo de que me fueran a pillar hurgando entre los periódicos, pero me dejé llevar por la curiosidad. Estaba en eso, cuando descubrí una revista que publicó el Notitarde a finales del mes de noviembre de 2002, con motivo de la Feria Ganadera de Valencia. Lo curioso es que en la portada de la revista aparecíamos mi papá, yo y mis tres pequeños hijos, en una foto preciosa titulada «Tradición ganadera que crece en familia». Recordé perfectamente el día que nos tomaron esa foto en casa de mis padres. Los niños y yo usábamos sendos sombreros y ellos tres estaban vestidos iguales, con unas camisas de cuadros verdes y azules. Sin duda era una foto muy linda. Pero me preguntaba si esta gente había utilizado esa foto para identificarme o estaba allí por casualidad, lo cual no creo. Dentro de mí pensé: «Este periódico llega hasta la frontera, qué maravilla». Creo que me reí. Al terminar de revisar los periódicos, los coloqué en su lugar y me asomé por el hueco de la puerta para verificar que todo estuviera normal. El Mono dormía plácidamente en el chinchorro y el 67 y el Catire no se veían. Decidí continuar con la inspección. Fue entonces cuando vi, colgado del tubo que atravesaba la pared del cuarto, un hierro de los que usan para marcar el ganado. Sabiendo la información que este podría darme, no dudé en agarrarlo. Me monté
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sobre la cama y lo bajé. Aunque no supe a qué finca pertenecía (parecía el símbolo de Toyota), me dio una pista muy importante por el número que tenía. Tal vez si no me hubiese graduado de médico veterinario, esto no hubiera significado nada, pero resulta que cada estado del país tiene un número que lo identifica, y es obligatorio que el hierro que se le coloca al ganado lleve el número del estado donde está ubicado el predio. Claro que no me sé de memoria cuál número identifica a cada estado, pero casualmente ese número lo conocía perfectamente. Por lo tanto, yo no estaba tan equivocada. Al menos ya sabía en qué estado, probablemente, me encontraba. El corazón me latía con fuerza, estaba emocionada, asustada. «Estos idiotas creen que soy pendeja». Ya dejaron el primer cabo suelto. Coloqué el hierro en su lugar con mucho cuidado y seguí detallando el cuarto. Al mediodía cerraron el cuarto con candado sin decirme media palabra y comencé a sentir un movimiento extraño. Calculo que serían cerca de las doce del mediodía cuando sentí el ruido del motor de un vehículo. Me asomé por una ranura muy delgada que tenía la ventana que daba hacia el frente, la que estaba clausurada. Pero cuando el vehículo ya estaba llegando al galpón perdí la visión desde la ventana y me fui a observar desde el hueco de la puerta. Era una camioneta pick up Cheyenne, gris con negro. Al estacionar, se bajó un hombre de estatura media, más bien bajo, barrigón y vestido con pantalón y camisa color caqui, como se visten algunos ganaderos. Me quedé observando para poder verle el rostro, pero de repente me pareció que el hombre caminaba hacia mi habitación. Me asusté tanto que me tiré sobre la cama para hacerme la dormida. El corazón se me salía del pecho. Respiré profundo y esperé unos minutos. Pero la puerta no se abrió. «Falsa alarma», pensé. Supongo que el hombre entró al cuarto de al lado, que era como una especie de despensa. Lo escuché hablar con el Mono en voz baja. Me volví a asomar por el hueco y me dio muchísima rabia no haber podido verle la cara. Tampoco pude ver la placa de la camioneta. Enseguida el hombre se marchó. Acto seguido el Mono comenzó a moverse con rapidez. Escuché las voces del Catire y el 67. Cuando me disponía a sentarme en el borde de la cama, el Mono abrió la puerta y entró violentamente: «Vamos, vamos hay que salir de aquí». Sentí pánico. En sus manos cargaba una franela rosada con letras blancas que decían «Rexona». Se acercó a mí y me lo midió en la cabeza para vendarme los ojos. «Me van a matar», pensé. Sin embargo, no me lo colocó. Entonces le pregunté qué pasaba, sin darme cuenta de que mi voz apenas era audible y la boca me temblaba. Estaba aterrada. El Mono, que cargaba la escopeta colgada en el hombro, comenzó a empujarme para que caminara hacia la parte trasera de la casa, sin responder a mi pregunta. Tal vez ni siquiera me escuchó. Y cuando quise volver a preguntar no pude hacerlo, no podía coordinar las palabras, sentí que me iban a ajusticiar. «Camina
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más rápido, camina; son órdenes del comandante». Pero las piernas me temblaban, estaba llorando y sentí que mis esfínteres me traicionaban. Cuántas cosas pasaron por mi mente: «Mis hijos, Dios mío, son tan pequeños, no permitas que me maten…». «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, auxiliadora de los cristianos…». No podía rezar, no podía pensar, iba camino hacia la muerte. «Me van a matar». Estábamos caminando hacia el cerro, la misma dirección de los dos días anteriores. De repente, tropecé con un terrón y me caí, pero logré apoyar las manos en la tierra. Entonces el 67 se acercó para ayudarme a levantar, mientras yo tenía los ojos cerrados pensando: «Va a aprovechar la caída para dispararme en la nuca». Pero el 67 siguió caminando a mi lado y me dijo casi entre dientes: «No se ponga así que no es con usted». Apenas entendí sus palabras. Más bien lo interpreté como un acto de compasión. «Ya me van a decir que me arrodille para disparar», pensé. Por primera vez sentí un intenso dolor de estómago. Comencé a persignarme. Y mientras esperaba que me dispararan, me di cuenta de que habíamos llegado a la empalizada. Me había orinado y estaba bañada de sudor. Al rato me encontré en la hamaca sin saber qué coño había pasado. *** Después de haber pasado el susto más grande de mi vida, todavía no entendía mucho qué había sucedido. Mi ropa estaba mojada, me sentía cobarde, imbécil. El 67 trató de explicarme cuando íbamos camino al cerro, pero yo no le creí. Aparentemente a mediodía había llegado a la finca un tal gordo Rigoberto para avisar que el dueño del hato iría con unas mujeres. Por suerte Rigoberto se enteró, avisó con tiempo al Mono y hubo chance de sacarme de allí. Eso fue lo que me contó el 67. Al igual que los días anteriores, subimos, guindaron la hamaca y nos instalamos arriba. El Mono y el 67 bajaron. Este último volvió a subir a las cuatro de la tarde a llevar una sopa de pescado. Cuando me entregó mi ración me dijo en voz muy baja: —Todo se ha solucionado, al final de la tarde regresaremos a la casa. Yo lo miré, sin pronunciar palabra. Algo me decía que este señor era alguien que Dios había puesto en mi camino. La mirada de él hacia mí estaba llena de compasión, de lástima. Al oscurecer, el Catire y yo bajamos al árbol caído. Esperamos un rato allí. Había plaga. Yo me impregné de Off. El Catire no pronunció palabra. Más tarde llegaron el Mono (con la escopeta cañón largo) y el 67 con un machete. Cuando había oscurecido un poco más, regresamos. Yo me percaté enseguida de que el Mono estaba borracho. Me dijo que hubo un combate y habían matado a dos guerrilleros. «Güevón», dije yo entre dientes. Comencé a llorar. Me preocupaba el estado de embriaguez de este hombre. En esas condiciones sería capaz de cualquier cosa. Él se dio cuenta de que yo estaba llorando y me dijo:
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—Esta noche habrá otro combate. Tranquila que si morimos, morimos todos. Continuó diciendo cualquier cantidad de incongruencias y se le enredaba la lengua. Caminaba detrás de mí y de vez en cuando me empujaba con el cañón de la escopeta para que acelerara el paso. Tenía puesta una gorra roja y me preguntó si me gustaba. Yo volteé, la vi y le dije que sí, que estaba bonita. —Toma, ponétela —me dijo él. Yo le dije que no me gustaba usar gorras y él se molestó. —¡Que te la pongas! —gritó alterado. A mí no me quedó otra opción que ponérmela. Estaba aterrada. Así continuamos hasta llegar a la casa. Yo me fui detrás del 67, que había ido directo a abrir mi habitación. Una vez adentro le dije que no llenara los tobos de agua, que no me iba a bañar. Tenía miedo. Ese borracho era capaz de hacerme cualquier cosa. El 67, como leyendo mis pensamientos, me dijo: —Tranquila. Él estuvo bebiendo toda la tarde. Báñese que yo la voy a cuidar. Aquí no voy a permitir que nadie le haga daño. A pesar de que esas palabras me tranquilizaron un poco, le dije que no quería bañarme. Me sentía sucia, empegostada, pero me daba pánico ese hombre borracho. Y no me bañé. Entré al cuarto. Cuando fui a buscar el peine en la repisa, me di cuenta de que habían recogido todas mis pertenencias. Parecía como si yo nunca hubiese estado allí. Inclusive, enseguida me di cuenta de que tampoco estaban los periódicos. «Extraño. ¿Qué habrá pasado aquí?», me pregunté. Cuando me disponía a salir del cuarto venía entrando el 67 con una bolsa donde había colocado todas mis cosas. No le pregunté nada. Yo no había vuelto a fumar desde el sábado en la mañana. Había sentido cierta repugnancia hacia el cigarrillo porque me había descompuesto el estómago e inclusive llegué a sentirme mareada después de fumar. Pero el día había estado tan agitado, estaba tan nerviosa, que decidí encender uno. Enseguida sentí el desagradable sabor del cigarro en la boca, pero no me importó. Recordé a mi pequeño Mauro que decía «guácatela» cuando algo no le gustaba. Sentí ternura y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me quedé en el cuarto escribiendo mi diario. Cerré la puerta, pero ellos aún no habían puesto el candado. Más tarde salí y fui a lavar la ropa en la rústica batea que estaba detrás de la casa. El 67 me acompañó y me alumbraba con un mechurrio (una lata de refresco a la cual le cortan la parte superior, le agregan kerosene o gasoil y lo encienden). Yo me llevé mi velita. La plaga me obligó a apurarme. Era insoportable. Mientras lavaba la ropa, el 67 se me quedaba mirando. Parecía que quería de-
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cirme algo, pero no se atrevía. «Definitivamente, no le permiten hablar conmigo», pensé. Entonces yo decidí romper el hielo y le pregunté: —¿Qué pasó esta mañana? ¿A dónde fue el combate? A lo que él contestó en voz muy bajita: —No, no hubo ningún combate. Vino una gente y se pusieron a beber cervezas. No le pregunté más nada. Sentí un gran alivio. Aunque sabía que lo del combate era puro cuento, lo que en realidad me preocupaba era que se hubiese presentado algún inconveniente relacionado conmigo. Terminé de lavar y me fui al cuarto. Me encerraron. Enseguida me quedé dormida. Estaba agotada. En la madrugada pasé un susto terrible. Me desperté aterrada porque sentí que algo muy pesado me cayó en la cara. La impresión y el asco me dominaron cuando me di cuenta de que era una inmensa rata que, probablemente, había resbalado desde una viga que pasa por el borde superior de la pared (el espacio que queda entre pared y techo). El animal estaba hediondo a basura y me dejó la cara impregnada de un olor putrefacto. A partir de esa noche decidí cambiar de posición y dormir con los pies hacia la cabecera de la cama. *** En la mañana hubo carrera de Fórmula Uno. Tito, el encargado de la finca y superincondicional con mi papá, lo fue a acompañar a su casa para ver la competencia. Schumacher llegó en primer lugar, de segundo Alonso y Barrichello, de tercero. Mi papá es aficionado de Ferrari y Tito apostaba por Alonso, el español. Pasaron la mañana bromeando y para mi padre fue una buena terapia porque estuvo distraído. A los niños les armaron una piscina en el jardín porque Gabriel y Mauro estaban eléctricos y comenzaron a bañarse con una manguera. Luego pasaron todo el día bañándose en la piscina. Para almorzar compraron pollo asado para todo el mundo. Luego Ana subió al cuarto a jugar con Danielito. El niño reía, pero de repente lloraba. «Coño, va a hacer pupú», pensó ella. Mi mamá subió a ver qué le pasaba al niño porque comenzó a llorar y no se calmaba. Entonces, subió Manuel y le preguntó a Ana: —¿Él ya comió? —¡Cónchale, no, se me olvidó que no ha comido! Entonces le dieron su tetero y el niño se calmó. Estaba muerto de hambre. Ana es soltera, no tiene hijos, y se había abocado a cuidar a Danielito desde el primer día. De hecho, ella siempre decía que jamás cambiaría un pañal con pupú a ningún sobrino. Pero esta vez se guardó su asco para otra ocasión. Fue su granito de arena y yo se lo agradeceré por siempre. Esa tarde, Manuel llevó a la casa de mis padres a la señora Regina (una psicóloga muy amiga nuestra) para que conversara un poco con todos. La idea era,
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principalmente, que hablara con mi papá pues lo veía muy deprimido. Tal vez se sentía desplazado porque las negociaciones con los secuestradores no se hacían en su presencia, a pesar de que Juan Carlos y Manuel lo ponían al tanto de todo. Pero fue difícil que la psicóloga se reuniera con él, porque primero estaba reposando y, cuando se levantó, le llegó visita (Francisco, de la Iglesia San Antonio y Aurelio). Lo cierto es que Regina pudo conversar con él un ratico, y con mis hermanos, especialmente con Juan Carlos. Los tranquilizó mucho. Les dijo que seguro yo estaba tranquila. Que ella me conocía muy bien (lo cual es cierto) y «seguro tiene a los carajos mareados de tanto hablarles». Efectivamente me conoce muy bien. Francisco le dijo a mi papá que hablaría con el padre Pío Battaglia (gran amigo de la familia y que se encontraba en Roma) para que llevara mi caso al Vaticano y ponerme en oración. También estuvieron en la casa todos los tíos y familiares, mi tío Lorenzo (a quien le tengo un inmenso cariño), los primos, el compadre y la comadre, vecinos, amigos incondicionales, amigos ganaderos y una gran cantidad de personas que los apoyaron en todo momento. Todos se quedaron a rezar el rosario que casi siempre dirigía la comadre Ana María. También rezaron el rosario de la Rosa Mística. Al finalizar, se quedaron conversando un rato y luego la gente se fue despidiendo. Esto era una buena terapia para mis padres, que se distraían atendiendo a la gente y se mostraban fuertes y serenos. Sin embargo, en las noches, cuando se iban a dormir, les entraba la depresión y el llanto. Manuel fue al apartamento a buscar ropa (como todas las noches) y al regresar se acostó con los niños. Estaba un poco desesperado. Él y Juan Carlos pensaban que ese día se comunicarían, pero no fue así. A pesar de que los asesores les advirtieron de antemano que jugarían con su paciencia y desesperación, aun así tenían la esperanza de que llamaran. Ese día, de hecho, no se reunieron con Arnaldo y Roberto en el War Room (cuarto de guerra) como lo llamaba Roberto, su centro de reuniones. A Daniel tuvieron que darle Corilin y Aulin porque le dio fiebre en la noche. Estuvo inquieto y no durmió bien. Le hacía falta su mami.
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DÍA SEIS Lunes 05 de mayo Al despertarme pensé que, igual que el día anterior, me permitirían quedarme en la casa, pero luego entendí que ellos no podían volver a correr ese riesgo. Por eso, cuando tocaron la puerta en la madrugada, me puse de mal humor y sentí mucha impotencia y rabia. No me quedó otra que levantarme y repetir la rutina diaria: cambiarme la ropa, ir al baño, cepillarme los dientes, agarrar mis cosas y pa’ arriba. En el trayecto volvieron a gritar los cerdos. Como ya tenía un poco más de confianza con el 67, le pregunté de qué se trataba el sonido. Me dijo que eran los monos, específicamente los araguatos, unos monos de color rojizo. «Claro —dije—, los famosos monos aulladores». Los conocía, pero jamás me imaginé que podían producir un sonido tan fuerte. Ya comenzaba a ver como algo normal el colgar la hamaca, ponerme a escribir y fumar. A pesar de que no me habían dado más cigarrillos, el 67 me los daba a escondidas. Pero yo aún no entendía el misterio con los cigarrillos. ¿Por qué no querían dármelos? Instalada en la hamaca, de vez en cuando me distraía observando el paisaje. Las guacharacas cantaban temprano y luego no las volvía a escuchar hasta el final de la tarde. Una manada de monos tití pasaron por los árboles. Eran diez aproximadamente. Los condenados se quedaban mirándome curiosos y lanzaban ramas. «Claro, ustedes están felices porque están libres», les dije en voz baja. Le pedí permiso al Catire para ir más arriba. Él aceptó y me acompañó. —Qué paisaje tan lindo. Jamás imaginé que así fuera la frontera —le dije al Catire. Él bajó la mirada. No contestó. Lo hice adrede. A mí me daba la impresión de estar cerca del Centro Genético La Guama y quizás hasta cerca de El Mogote. «Aquí no hay peligro de guerrilleros como estos pendejos me quieren hacer creer», pensé. Desde allí arriba no se veía ni siquiera una carretera, solo cerros y más cerros. Muy lejos se veía lo que parecía una laguna, en sentido este, y a la izquierda de la laguna, pero un poco más cerca, se veía como una carretera de granzón y en el centro un tanque de agua. Yo hubiese querido subir más a la colina, pero el Catire me dijo que era peligroso, que del otro lado había guerrilleros. El desayuno fueron dos arepas fritas con atún (grandes, del tamaño de un plato de postre). Me comí solo una. Me fumé dos cigarrillos Consul, de los que me había dado el 67 a escondidas. Por primera vez me tocó defecar en el monte. Fue bastante incómodo y desagradable, pero no me quedó otra opción. Al menos tenía papel. Le pedí permiso al Catire y bajé un poco por el caño para esconderme.
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Cerca de mediodía sentí el ruido lejano como de un helicóptero. Luego me enteraría de que ese ruido lo producía un tractor que estaba arando la tierra, porque el 67 me contó que era él quien lo conducía. Pero al menos una vez cada dos días escuchaba el ruido de un helicóptero. Cuando el 67 subía, yo le preguntaba de qué color era, porque desde allí yo no lo podía ver (por lo tupido de la vegetación). En una oportunidad me dijo que eran militares, pero la mayoría de las veces era un helicóptero de color amarillo. «Amarillo, qué curioso». En la tardecita encontré una distracción: quemar los papeles que usaba para limpiarme. Los quemaba en un montoncito de hojas secas. La combustión no era buena, pero al menos lograba pasar el tiempo. El almuerzo fue papas fritas, carne frita y arroz. Extrañaba la comida de mi mamá. Comenzó a caer la tarde. Casi no lloré, más bien hubo un momento en el que estuve cantando. Estaba obstinada. En la noche bajamos. Me bañé y lavé la ropa. Del comandante no había sabido nada. El 67 y el Mono fueron de cacería. Trajeron un conejo. Después del episodio de la noche anterior, con la rata, el Mono consiguió un gatito para meterlo dentro del cuarto. Quizás el animalito era más pequeño que la rata que yo había visto, pero su presencia constituyó una buena terapia para mí. Cuando ambos quedamos encerrados en el cuarto, el gatito comenzó a maullar durante un buen rato y yo fui presa de un ataque de risa. Tardé mucho tiempo en recuperar el control y ambos nos quedamos dormidos. *** El pequeño Gabriel amaneció con un ojito irritado. Parecía conjuntivitis. Preguntó por qué ellos no iban más al colegio. Cursaba preparatorio. Mauro estudiaba en kinder. La nonna le dijo que no había clases. Desayunaron y luego vieron la película de Spiderman con la tía Ana. Cuando a mediodía llegó Eliana con sus hijos (Alfonso y Vanesa), Gabriel vio a Alfonso con el uniforme del colegio y nuevamente preguntó por qué él no había ido. Mi mamá le dijo que tenía el ojito enfermo y podía contagiar a los amiguitos. «Es verdad nonna, mejor que no fui», contestó ingenuamente. En la tarde se bañaron en la piscina. Isabel les llevó más de diez películas y vieron algunas. Mis amigas incondicionales, Patricia y Salomé, estuvieron en la casa de mis padres. Esa tarde también los visitaron unas amistades de Caracas, estuvo el señor Miguel, mi tío Francisco y mi tía Alicia. Claudia tuvo control prenatal. Ya tenía treinta y seis semanas y todo marchaba bien. Ana Victoria debería de nacer a finales de mes, ya estaba en posición y se movía bastante.
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En la noche rezaron el rosario. Estaba toda la familia y muchísimos amigos y vecinos. Asunción, esposa de mi primo, llevó unas flores preciosas. Luego me enteraría de que mis vecinos del edificio Cristal, donde vivimos, también rezaban un rosario por mí todas las noches. ¡Qué bellos! *** Después de almorzar, Manuel y Juan estaban descansando en el estar, viendo televisión; medio dormidos. Era exactamente la una y cincuenta y dos de la tarde cuando repicó el celular de Manuel. —Aló. —Uy, hijo de puta con esta mal parida antena que me la echaron a perder hermano, ¿cómo está todo, cuéntame? Que no me cae bien la comunicación porque hubo un problemita anteanoche y anoche. Hemos estado combatiendo con estos coños de madre y me dañaron todo. Pero ¿cómo está todo por allá? Cuéntame, ¿cómo anda Venezuela? —Bueno, muy preocupado, comandante. —¿Por qué hijo? —Por toda la situación que estamos viviendo… —Bueno, lo que te garantizo es que Betty está bien de salud que es lo importante. —¿Cómo haría yo para comunicarme con ella? —Es difícil porque desde ese día que hablamos me rodearon unos helicópteros la zona y me tocó moverla. Ya no la tengo donde podría hablar contigo más cómodo. —¿Y cómo hago yo para saber de su estado de salud? —No, confía en mí, que yo te estoy diciendo la verdad y a su momento adecuado te doy toda la información requerida. —Pero yo quiero una garantía, una fe de vida, mi comandante. —Eso está claro y yo te la doy a su debido tiempo cuando entablemos negociaciones. —Ajá. —Si usted me dice que vamos a negociar hoy, yo le pongo a Betty a tal momento, o le hago la pregunta necesaria para trasmitírsela. —Mire, mi comandante, nosotros sabemos que ustedes cuidan la salud y la integridad física, pero no es eso lo que nos preocupa. En la selva siempre hay peligro, alguna culebra, un combate… No se sabe, no se sabe. También hay otras cosas que nos tienen preocupados, mi comandante. Sobre todo la parte económica que estamos manejando. Hemos hecho lo imposible, pero estamos bastante desesperados. La gente está muy preocupada porque de verdad no tienen la liquidez que ustedes piensan. —Manuel hablaba muy seguro de lo que decía pues el discurso había sido
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cuidadosamente planificado y estudiado. —Sí, pero acuérdate que el tío tiene bastante dinero. Si no, le agarramos un hijo al tío y entonces es peor porque lo vamos a matar y él es tío de la muchacha. —Sí, pero escúcheme lo siguiente… —Acuérdate de eso, aquí hay mucho dinero por delante. —Claro, sí, pero yo le voy a decir algo, mi comandante, la cantidad que usted está pidiendo es una vaina que aquí nadie tiene esa cantidad de plata. —¿Y Richard por qué me dio treinta a mí? —Bueno, mi comandante, yo no sé… —¿Richard por qué me dio treinta? —Son dos vainas muy diferentes. —No, lógico. —Yo le digo algo, nosotros estamos haciendo lo imposible. Le podemos mandar las trescientas reses que tenemos para allá. El comandante lo interrumpió: —No, porque acuérdese que... —pero Manuel prosiguió sin dejarlo hablar. —Nosotros le podemos endosar lo que usted necesite. Hay bienes muebles, pero liquidez no tenemos, es difícil, muy difícil. Mire, usted debe saber por la conversación que hay deudas muy arrechas. El suegro tiene una deuda con el banco, por un edificio. Usted sabe todo eso. —Sí, estamos enterados de todo. —Son muchos millones de bolívares desde hace tres años y no se han podido pagar, mi comandante… —Pero acuérdate una cosa, Manuel, allá en El Mogote mandé a inspeccionar eso y hay tres mil reses disponibles para vender. —Pero bueno, entonces consígame la gente que la compre, a mitad de precio. —Manuel casi gritaba, estaba alterado—. Y no hay la cantidad que usted dice. Yo no sé cuántas hay pero… —Pero sí hay, sí hay. —Seiscientas, setecientas reses, no sé cuántas hay, pero ¿dónde se colocan esas reses, mi comandante? El peo es ese. Sí hay un capital de por medio, pero… —Lógico, yo estoy claro en eso —interrumpió el comandante. —Pero no hay liquidez, coño. Tenemos que poner una cifra para que la negociación sea rápida. Hay riesgo para usted, riesgo para nosotros, y sobre todo para ella. —Ayer o anteayer mandé una gente para allá y estaba la camioneta de ella allí, estaba tu carro el verdecito, estaba la camioneta blanca al lado y fuimos para arriba, para la calle El Paseo y también vimos que todo estaba normal, por eso me siento tranquilo. Los muchachos míos no van a correr riesgos.
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Esta afirmación sorprendió a Manuel. «El hombre está informado», pensó. Pero lo que no sabía era que esa información se la había proporcionado yo, la primera noche que vi al comandante, porque él me lo preguntó. —Escúcheme, yo estoy hablando con usted, sé que usted es un carajo serio y nosotros… —No joda, yo soy un hombre de combate… Y cuando yo le digo A es por A. —¿Qué nos pidió usted a nosotros? Cero gobierno y cero gobierno es. —Sí, cero gobierno hasta ahora. —Es una negociación que la vamos a manejar usted y yo. —Okey, muy bien, así me gusta. —Pónganos un precio, pero una vaina accesible para nosotros, que sea algo rápido, mi comandante; no somos los únicos, nosotros entendemos que ustedes viven de estas negociaciones… Hubo un ruido y se cortó la comunicación, pero enseguida volvió a llamar. Habló el comandante: —Discúlpame, Manuelito, pero es que la situación atmosférica no está muy buena. —No se preocupe, comandante. Sabemos que estamos hablando entre personas serias y sensatas. Yo lo que quiero es que quede bien claro que estamos en la mayor intención de negociar. En ningún momento hemos hecho caso omiso a su petición, cero gobierno, cero prensa. Vamos a partir de ese principio y usted sabe la condición nuestra. Pero coño, comandante, vamos a hacer una negociación rápida. —¿Qué propones tú? Porque te voy a decir algo que ahorita entra a ser mi preocupación, anoche me tocó sobrevolar la zona tres veces, un helicóptero con tres médicos porque la muchacha se puso nerviosa y no puedo seguir en eso, ella parece que tiene problemas de nervios. —Pues con más razón, mi comandante. —Manuel me conoce muy bien y sabe que yo no sufro de los nervios, por eso no se dejó inmutar por la mentira que acababa de decir el comandante. —Ella confía mucho en mí porque hemos hablado personalmente. —Yo se lo agradezco. —Ella te contará a su debido momento porque me ha caído muy bien y sé que ustedes son personas nobles, pero desgraciadamente el dinero es así, hijo. Nosotros tenemos una causa. —Claro, cosa que tal vez no compartimos, pero les respetamos todas esas vainas. —Gracias, gracias. —Sabemos que la manutención de ustedes: las tropas, las armas, las municio-
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nes, todo eso cuesta mucho. —Un uniforme vale mucho dinero. —Fíjate tú. Hay muchas proposiciones. Hay bienes que se pueden mandar para allá. Pero dinero cash no hay. —No, bienes no podemos aceptar, dinero sí, bolivaritos… —Estamos de acuerdo, pero esa cifra nadie la tiene, viejo. —Gracias por decirme viejo, porque sabes que estás hablando con un viejo de escuela. Así me gusta. Pero sí hay, hermano, hay mucho dinero. —Pero entonces esta vaina se nos va a ir a largo plazo porque… —No creo, acuérdate… Después de dos años nos dieron treinta… —Está bien, pero no queremos que esta vaina se convierta en un caso Boulton porque no joda, no nos vamos a tardar dos años. —Está bien, chico, habla tú que ya sabemos qué es lo que es. Usted es abogado de su república y yo soy abogado de mi república colombiana. Yo soy coronel retirado disidente, yo tengo treinta años en la guerrilla y en esta güevonada, mi hermano… Vamos a hablar claro. Te dirá Betty cómo la he tratado y cómo se siente ella cuando me ve. —Escúcheme lo siguiente: nosotros en estos cinco días de agonía nos hemos movido por todos lados. El viejo tiene un peo bancario arrecho, tiene una deuda, aparece en el SICRI ¿okey? Plata del banco no puede sacar porque tiene una deuda muy grande. —Entonces ¿qué hacemos? Vamos a cortar la conversación. Si no concluyo hoy contigo te voy a llamar dentro de un mes y eso equivale, para mí, a aumentar la tarifa porque esto equivale a más gastos, hijo. —Bueno, hasta ahora lo que hemos llegado a recaudar son ciento treinta y tres mil dólares, entonces… —¡Uy! Poquitico, hermano. Está lejos de la cifra, a mí no me sirve para nada. —Bájeme usted la cantidad, mi comandante. Mire, nos hemos movido arrechamente y nos ha costado una bola conseguirlos. —No, no, no. Vamos a hacer algo, ¿hoy estamos a qué fecha? —Hoy es cinco, mi comandante. —Bueno, yo te voy a llamar el cinco del próximo mes y cuadramos la cuestión. Ella me pidió que quería pasar el Día de las Madres con sus hijos. También quería saber si le estaban dando los antibióticos al niño, al que te preguntó delante de mí. Y que si le habían quitado los puntos al otro. —Sí, sí. Dígale que está todo bien. —Esas preguntas significaron, sin querer, una fe de vida. Mauro estaba, efectivamente, tomando antibióticos por la sinusitis que presentaba y a Daniel ya tocaba quitarle los puntos.
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—Bueno, yo estoy a seis horas de donde está ella, pero tengo comunicación por radio y le puedo mandar a informar. —Yo sé que está viva, comandante. —Júrelo, confíe que ella está viva y antes de entregarme a mí el mínimo centavo ella le va a hablar a usted. Si ella no le habla le va a dar un papel con fecha exacta con todo como debe ser porque nosotros no jugamos con la honestidad de las personas… —Estamos de acuerdo. —Nos interesa el dinero porque nosotros somos combatientes. —¡Yo entiendo! Pero coño, mi comandante, vamos a poner una cifra que podamos llegar, ponga usted una cifra, vamos a hacer una negociación rápida. —Ya eso está dicho, está dicho. Yo quiero que ustedes se pongan las pilas mi hermano. —Pero ¿dónde conseguimos tanta plata? Esta vaina nos va a llevar años, vender tantas güevonadas. —¿Qué hago entonces? Diga usted. Yo nunca quisiera llegar al extremo de decir: mátenme a la muchacha. Yo no quiero porque esa muchacha nos ha inspirado confianza, gente trabajadora… —No lo haga, comandante, no haga nunca eso por favor, no me la maltraten. —No te preocupes, nunca, jamás hermano. Se cortó nuevamente la comunicación, pero volvió a llamar: —Aló, entonces ¿qué hago, llamo a Juan Carlos? —No hay problema, puede llamarlo pues esto lo manejamos entre los dos. —Entonces, dime rapidito que ya voy a cortar la llamada y no hay más chance por el día de hoy... —Eso es lo que tenemos ahorita en la mano. Esa vaina de un día para otro es muy jodido. —Bueno, hagamos lo siguiente, yo espero. —¿Cuánto tiempo? —Un mes, dos meses, tres meses, un año… Yo los espero. Pero cuadremos porque acuérdate que dentro de un año ya no es la misma cifra. —Yo lo que quiero que me diga usted es dónde coño de la madre conseguimos nosotros un millón y medio de dólares. Esa vaina no es así, mi comandante… —Sí, sí lo consiguen. —Bueno, viejo, pero ¿dónde? ¿Dónde hay que ir a buscarlos? —Ay, hijo e’puta hermano, si yo supiera dónde están yo mismo los busco… —Coño, comandante, entienda, nosotros queremos negociar, hay la mejor disposición, pero no una cifra loca…
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—No, no. Escúcheme. Esas cifras son calculadas de acuerdo al ingreso de las personas que nosotros tenemos. Y no podemos pedirles algo que no pueden conseguir. Tú no, pero tu suegro los tiene, los consigue. ¿Cuándo quieres que te llame? —Llámeme mañana, comandante, la comunicación entre nosotros es importante. No deje de llamarme, viejo. —Sí, pero acuérdate que cada llamada mía equivale, por lo menos, por lo menos, a diez mil dólares porque tengo que moverme en una aeronave, en un sitio, en otro. Yo soy un hombre de mucha ocupación… —Nosotros también, pero no podemos perder el contacto. Mira, hay mucha gente que se nos ha puesto a la orden. El tío prestó veinte mil, el compadre… —Bueno, si tú quieres mañana le cortamos una oreja a Betty y te la mandamos. —Mi comandante, coño de la madre, por favor… —Manuel se mostró nervioso, pero sabía muy bien, porque se lo habían advertido, que eran medidas de presión. —No, mi amigo, de verdad no caigamos en eso. —Comandante, deme veinticuatro horas más, por favor. —Bueno, te doy veinticuatro horas y más nada, hermano. No puedo seguir en este peo. Te llamo mañana o pasado, chico… La conversación duró dieciséis minutos. El comandante apretaba y cedía. Presionaba y aflojaba. Pero para Manuel y Juan Carlos había sido un éxito. Con la grabación en mano se fueron donde los asesores. Desde la primera llamada ya los asesores les habían dicho que el comandante se delató y cometió un grave error. «No son guerrilleros, no son paramilitares, y están en Venezuela». Manuel logró llevar la conversación a donde él quería, que volviera a llamar al día siguiente. Lo que no pensaban era que volvería a llamar ese mismo día, pero al celular de Juan Carlos, cuando estaban en el War room. Eran las tres y treinta minutos de la tarde. Estaban Juan Carlos, Manuel, y los asesores. —Muy bien, muy bien —dijo Arnaldo cuando repicó el celular—. Quieren negociar, están desesperados. —Vamos, atiende la llamada —dijo Roberto. —Aló. —Aló, ¿Juan Carlos? —Buenas tardes, ¿quién habla? —Comandante Jairo. —Ajá ¿qué le paso? ¿Cómo estamos? —Bien, bien. —¿Qué pasó? Yo pensé que iba a llamar el fin de semana, estuve esperando la llamada.
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—Sí, sí, pero sabes que tuvimos un sobrevuelo en el área donde estábamos y para moverse uno equivale a tres días. Me tocó movilizarme… —Ah, okey, okey… —Ya estamos de nuevo aquí en la selva. Te estamos llamando. Yo llamé hace un rato a Manuel para informarle que Betty está muy bien… —Ajá y ¿no podemos hablar con ella? —No, ni hoy, ni mañana, ni pasado. —¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado? —repitió Juan Carlos. —Tú y yo tenemos que hablar de negocios. Vas a hablar con ella después que concretemos, si no hay negocio no vas a hablar más nunca con ella y si hay negocio yo te la pongo para que hables con ella. —Okey, okey. Es la primera vez que estamos hablando. Se supone que estamos dispuestos a hacer un negocio. —No, es la segunda vez, porque acuérdate que yo te hablé cuando estaba con Betty en la montaña. —Correcto, me llamaste por primera vez, pero ahorita vamos a hablar para transar. —Para negociar. —Correcto, esa es la idea. A ti te interesa lo que tú estás buscando y a mí me interesa Betty. El comandante no entendió y preguntó: —¿Cómo? ¿A mí me interesa? —A usted le interesa lo que usted está pidiendo, ¿verdad? Nosotros veremos cómo hacemos para conseguirlo. Y a nosotros nos interesa Betty. —Okey, okey. —Yo creo que es cuestión de hablar. A mí me gustaría saber básicamente y primero que todo de Betty, comandante. —Escúchame una cosa, hijo: estás hablando con un profesional de la vida difícil, del mundo entero. Yo no soy muchacho, ni me pongo a estar engañando personas. —Claro, claro, yo me imagino que es un trabajo profesional. Eso no lo hace cualquier persona. —No, y cuenta con eso. Yo tengo cuarenta años de combate y de vida difícil y hoy no puedo estar jugando ni con la vida, ni con la libertad, ni con la integridad de ninguna persona. —Claro, claro. El comandante daba la impresión de estar leyendo un escrito preparado, hacía una breve pausa y continuaba. —El momento difícil que vive el mundo nos obliga a actuar de esta manera.
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—Correcto —añadía Juan Carlos, para que entendiera que lo escuchaba atentamente. —Yo sé que Betty es algo importante para ustedes, como se ha hecho para mí una gran amiga y después tú lo veras con las grabaciones, filmaciones y los videos que te voy a enviar. Para que tú sepas, estamos entre gente profesional y eso es una política mundial, y nosotros, hermano, necesitamos resolver lo que tú me acabas de decir: tú tienes lo que yo busco que es un dinero… Juan Carlos lo interrumpió, dubitativo. —Pero no es lo que…No, yo digo que tiene en algunos parámetros. No en los parámetros que usted me está diciendo. Eso es algo exorbitante, eso es una cuestión que no es así tan… —Juan Carlos estaba confundido, tal vez un poco nervioso, pero continuó—: Es una cosa que va mas allá de cualquier… Bueno, tenemos que ponernos de acuerdo. —Bueno, no hay problema, hablaríamos. Pero acuérdate que Richard, la familia de Richard se pusieron difíciles y después de dos años dieron más de lo que les pedí en dos meses. Yo a ellos les pedí diez millones de dólares y después de dos años me dieron treinta millones de dólares. —Eso no lo sé yo ni viene al caso ahorita. A mí no me interesa Richard, a mí me interesa es Betty. —Juan Carlos había adquirido firmeza y seguridad en el tono de su voz. —Oka, oka, oka. Dijo el comandante con un dejo de sumisión. —A mí me interesa es Betty —repitió Juan Carlos, tomando el control de la conversación—. Ahora, yo mañana te puedo poner, no joda, lo que tú quieras. Tú me dices dónde nos vemos y todo, pero nosotros hemos llegado a ciento veinte y pico, estamos sobre los ciento treinta mil, lo que hemos recaudado. Lo que hemos reunido entre la familia… —Está muy poco, está muy poco, hijo… —Sí, a lo mejor está muy poco… —Está muy poco para los gastos que he hecho hasta ahora, no los he podido sufragar con la situación de Betty. —Pero bueno, fíjate una cosa, tú me estás diciendo que tienes gastos, por la situación, por los movimientos… —Como hombre inteligente tú sabes que es así. —Correcto, correcto. Pero fíjate tú, a nosotros nos interesa que esto sea pronto. Mi papá está muy delicado y tú lo sabes… —El comandante quería hablar, pero Juan Carlos no dejaba que le interrumpiera para no perder el hilo—. Betty te debe haber comentado todo. Ella tiene unos niñitos y tú lo sabes también, pequeños… —Unos muchachitos muy bellos.
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—Viene el Día de las Madres, coño sería lo más triste para ella, para toda la familia… —¿Sabes qué me dijo Betty? —interrumpió el comandante. —¿Qué te dijo? —Hace cuatro días, el último día que hablé con ella, porque yo me vine para la zona mía y ella está en otra zona. Ella me dijo: «Comandante, si el Día de las Madres no estoy con mis hijos, máteme». —Bueno, si es una decisión de Betty vas a tener que hacerlo. El comandante no se esperaba una respuesta así, quedó como cortado, no sabía qué decir, solo agregó: —No… —Claro —agregó Juan Carlos, firme y tajante— porque ya nosotros, ya no podemos llegar… —No, no es lo que… —Pero no terminó la frase, no sabía qué decir y Juan Carlos aprovechó la situación para continuar. —Tú tienes que hacer lo que Betty te pida. Pero yo te voy a decir una vaina, lo que tú estás pidiendo… Tú sabes cómo está la situación en Venezuela. Eso es una vaina exorbitante, una vaina imposible. Tú te puedes haber dado cuenta hasta ahorita que yo no soy güevón ni pendejo. Y a mi hermana yo la quiero, la amo. —Yo estoy claro en eso, que tú no eres güevón ni pendejo. —Entonces, ¿qué pasa? Tú te has dado cuenta cómo nos hemos manejado y de repente, si uno quisiera, uno pudiese tener muchas influencias, pero nosotros siempre hemos sido bajo perfil, porque nosotros no somos ni coños de madre, ni políticos, ni nada de eso. Entonces, de repente, el fin de semana nos podemos transar y tú me dices dónde y así como hemos manejado la situación hasta ahorita, sin autoridades, sin prensa, sin un coño… Que yo no sé hasta cuando podamos aguantar esto, ¿entiendes? Porque eso también vale real, ¿okey? Eso quiero que lo tengas claro, eso nos está costando, nos está sufragando a nosotros una serie de gastos. Yo lo que quiero es que te pongas en una vaina razonable. —Entonces hagamos lo siguiente, Juan Carlos... —El comandante quería hablar, pero Juan Carlos no lo dejaba, estaba alterado y comenzaba a hablar más de la cuenta, pero quería aprovechar que tenía el control de la conversación y continuaba. —Yo necesito… —Óyeme… —Espérate, déjame hablar para que no se me vaya la idea, que coño… —Escúchame tú a mí —insistía el comandante. —Yo lo que quiero es que te pongas en una vaina razonable, yo mismo puedo asistir, yo mismo puedo ir, tú eres el que va a poner las condiciones, pero ponte en
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algo razonable… —Escúchame tú un momento… —Perdón, para terminarte unas palabritas este, ¿Jairo? ¿Jairo creo que es tu nombre? —Comandante Jairo. —Comandante Jairo. Mire, nosotros, o yo personalmente, me voy a encargar de lo que tú me digas, pero quiero que tengas en cuenta que mientras más rápido lo hagamos, mejor. Lo que es bueno pa’l pavo es bueno pa’la pava, compadre. Lo que va a ser bueno para ti va a ser bueno para mí, pero rapidito y calientico… —Óyeme, hágalo… —Espera, una vaina que sea alcanzable para nosotros, ¿entiendes? Nosotros no somos brutos, compadre. Así como lo hemos manejado hasta ahorita, lo vamos a llevar hasta lo último, calladito, calladito la boca, compadre; pero tú no lo puedes manejar así por mucho tiempo. —Finalmente después de ese discurso el comandante lo interrumpió: —Si tú lo quieres manejar así hágalo, pero vaya pa’la funeraria primero. —¿Cómo? —Esa afirmación lo agarró por sorpresa y se dio cuenta de que el comandante no estaba dispuesto a seguir escuchando su retórica. —Si tú quieres avisar a la radio, la prensa… —No, no, no, al contrario —bajó el tono de voz—. No me estás entendiendo, no me estás entendiendo. Que yo lo he manejado así hasta ahora, entonces me refiero… —Si quieres echarme paja, háblale tú al gobierno venezolano, hermano y entonces vaya pa’la funeraria primero. Pero si no, vamos a hablar como hemos hablado… —Claro, claro. Dime lo que tú ibas a decir y disculpa que te hablé así un poquito alterado. —No, no, dime tú cuánto es lo máximo que tienes para resolver ese peo mañana, pasado, cuando tú quieras, pero yo me gasté quinientos mil dólares en traerme a esa muchacha para acá. —El comandante estaba bastante alterado. Juan Carlos se alteró mucho más y le dijo: —No, espera, espera. Eso es imposible. —Casi retándolo le repitió en tono más fuerte—: Eso es imposible. Si tú quieres, no sé, me llamas otro día, mientras pasan dos o tres días yo sigo viendo a ver de dónde saco más plata. Yo te digo solo una cosa, si pagaste quinientos mil dólares, entonces no tienes necesidad de hacer esto… —Sí tengo necesidad, porque yo pagué quinientos y busco uno y medio… —Sí, pero es exorbitante. Bueno, no sé, seguiremos hablando. Me llamarás mañana, pasado mañana y veremos qué hacemos… —Dale, dale; después hablamos. Yo voy a hacer un estudio ahorita y si veo la necesidad de llamarte ahora, te llamo. Está pendiente…
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—Yo tengo mi teléfono las veinticuatro horas prendido. Y acuérdate de hacer una cosa razonable y humanitaria, que nosotros lo estamos haciendo así. Tú tienes tus contactos, tú tienes tu gente, muévete y averigua que nosotros estamos calladitos, por debajito… —Quiero negociar hermano, cero transmisión, cero gobierno de Chávez. —Claro —Ya los asesores le habían advertido que no se tocaran temas políticos y por eso Juan Carlos no le dio importancia al comentario y continuó con lo que hacía rato quería repetirle al comandante—. Por favor, comandante, por favor, a mí me gustaría que cuando vuelva a llamar me ponga a hablar con Betty. —Juan Carlos dejó escapar una risita fingida. —Antes de cerrar contigo el negocio, de cuadrar hora, tiempo y lugar te pongo a Betty. —Ok, perfecto. —No te la voy a poner por teléfono, pero te la pongo por un radio transmisor, un satelital, que ella pueda hablar contigo. —No hay problema, no hay problema… Tengo fe de que será en estos días… Finalizó la conversación. Juan Carlos se reía, todos se reían. Sin duda, había sido una conversación exitosa en la que logró que el comandante lo escuchara y le puso carácter, dándole a entender que él también tenía exigencias y ponía requisitos, sobre todo que la cifra era exorbitante e imposible de pagar. —Nos lo vamos a pegar —agregó Juan Carlos para inmediatamente chocar los cinco con Manuel. Se sentía eufórico y, a pesar de los nervios, estaba satisfecho y contento. Arnaldo aseguró que llamaría pronto, que no iba a esperar los dos días porque le daba la impresión de que estaba desesperado. Manuel opinó que había que hablarle golpeao, pero los asesores le dijeron que no todo el tiempo podía ser así. —Hoy hemos tenido suerte —dijo Roberto y agregó—: Creo que esto se va a solucionar pronto —luego habló Manuel—: Vamos a manejarlo así: cuando él me llame a mí yo siempre manejaré la parte sentimental, cómo está Betty, queremos hablar con ella, etcétera. Y cuando te llame a ti, Juan, manejas la negociación, las cifras, fe de vida. Todos estuvieron de acuerdo. Arnaldo se levantó para servir unos tragos. Fue una gran sorpresa para todos cuando, a las tres y cuarenta y cinco minutos, el celular de Juan Carlos volvió a repicar: —Aló. —Juan Carlos, dime cuándo te puedo llamar que estoy apurado, voy saliendo
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para… —Llámame mañana, si quieres llámame mañana. —No puedo, no puedo mañana… —En la noche, pasado mañana o el viernes; cuando tú quieras. —Tenme el dinero disponible para cubrir nuestros gastos, lo que estoy pidiendo pues. ¿Cuándo te puedo llamar para no entrar más en… —Coño, mira, nosotros podemos movernos fuertemente esta semana, conseguir quince, veinte o treinta mil más. —Dale, dale, muévete, que yo te voy a llamar… ¿Cuántos días quieres que te dé? —Dame por lo menos dos días. —Te voy a dar cinco días, chico. —¿Cinco días? Bueno, acuérdate, debería ser menos. Acuérdate lo que hablamos del domingo, si lo vamos a hacer calientito. A mí me gustaría tener a Betty el domingo once de mayo, Día de las Madres, con sus niños dándoles un besito… —Ella me lo ha pedido. —Claro que te lo ha pedido, es natural de una madre. De cualquier madre. —Bueno, ella quiere estar con sus hijos. —Llámame en dos días y matamos esa vaina el viernes. —Okey. —Okey, échale bolas para estrecharle la mano a su gente. —Chao. —Chao. Todos se miraron las caras. «El hombre quiere negociar rápido y eso es bueno, muy bueno», fue el comentario final. ***
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DÍA SIETE Martes 06 de mayo Temprano subimos al cerro. En el trayecto simulé tener un fuerte dolor en la espalda. Les dije que probablemente eran los riñones. Estaba tratando de inventar excusas para que no me llevaran al cerro. Ellos, al parecer, me creyeron lo del dolor, pero la decisión de subir no cambió. El Catire comenzaba a ser un poco más conversador. A mí me recordaba mucho al señor Alberto, un llanero que trabajó en la finca de mi papá, por quien yo sentía un gran aprecio. Pero este señor era un hombre feo, de mal aspecto. Su rostro tenía facciones de goajiro. Sin embargo, yo comencé a descubrir que era un buen hombre o, al menos, estaba logrando sacar de él su lado positivo. Era amable conmigo y trataba de complacerme en la medida de lo posible. Se pasaba la mayor parte del día avivando las llamas de la fogata para espantar la plaga. Todas las mañanas, apenas llegábamos al caño, lo primero que él hacía era prender la fogata. Siempre llevaba un poco de gasoil en un envase y fósforos. De vez en cuando yo le ayudaba a recolectar ramas secas y también echaba gasoil para mantener el fuego encendido. Era una buena distracción para ambos. Alrededor de las nueve de la mañana pasó un helicóptero a muy baja altura. El Catire se puso nervioso y descolgó la hamaca para que no llamara la atención. Yo también me asusté, pero creo que descolgar la hamaca fue una tontería. Estaba segura de que desde arriba no la podían ver. El desayuno consistió en conejo guisado con bollitos, pero yo no tenía hambre. Ese día la depresión se había apoderado de mí. El comandante no había vuelto a visitarme y tampoco había llamado. Me habían dicho que tal vez entre lunes y martes me iban a soltar, pero no había ningún indicio de que eso ocurriría. A las doce me comí el desayuno. Pasé toda la mañana llorando. El Catire, que aparentemente comenzaba a tomarme cariño y a compadecerse de mi sufrimiento, me pidió que lo acompañara más arriba, que tenía que cortar unos palos. La idea me encantó y enseguida me fui detrás de él. Cuando llegamos al sitio me pidió que le sostuviera la escopeta mientras él cortaba los largos palos con el machete. Le pregunté qué haría con esos palos y él me dijo que esperara, que luego lo vería. De regreso al caño, él cargaba con cuatro palos largos y pesados en su hombro y yo tuve que llevarle la escopeta y el machete. A la mitad del camino nos paramos a descansar. Se sentó en una piedra y yo me quedé parada. De repente, ambos nos dimos cuenta de que la que estaba armada era yo. —Si llega el comandante ahorita creo que lo va a despedir, Catire —le dije, y ambos nos reímos a carcajadas. Cuando me liberaron y le conté este suceso a mi familia, mi papá comenzó a
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llamarme «la guerrillera» y recuerdo perfectamente que me dijo: «Carajo, te quedas unos días más con esa gente y no regresas, te unes a ellos». Todavía hoy, tantos años después, cuando me presenta a sus amigos les dice: «Esta es mi hija Betty, la guerrillera». Continuamos nuestro camino hasta llegar al campamento. El Catire se fajó a trabajar y me hizo una mesa con los palos recién cortados, colocándolos de lado a lado del caño. Cuando terminó, me dijo con orgullo: —Ahí tenéis pa’ que escribáis, porque en la hamaca se te va a doblar la columna. A lo mejor por eso te está doliendo la espalda. Yo sonreí. Había sido un gesto muy amable de su parte y yo le di las gracias encantada. El almuerzo consistió en arroz, carne en salsa y plátano. Lo llevaron a las dos de la tarde, pero yo apenas lo probé. En dos oportunidades me quedé dormida de tanto llorar. Estaba obstinada. El día se me había hecho demasiado largo. —Parece que no quiere anochecer, Catire —le dije. Él solo contestó—: «Tardes de mayo». Al final de la tarde volví a simular el dolor en los riñones. Lloraba y me retorcía en la hamaca. El Catire me dijo que le hablaría al comandante para que me enviara algún medicamento. Parecía preocupado. Cuando por fin oscureció, bajamos. Yo me bañé y me metí en el cuarto. No quise lavar la ropa. Estaba sumamente triste. Afuera escuchaba el sonido de unos pájaros que comenzaban a molestarme. Me costó mucho conciliar el sueño. Ese día había escrito en mi diario: «El día de hoy fue el más largo de todos. Ya estoy en el cuarto y me he bañado. Dios mío, qué tristeza, qué soledad. El Catire es muy bueno y ahora conversamos más. Para rematar tengo un dolor como en un riñón que no lo soporto, sobre todo cuando me agacho o vengo bajando de allá. Me tomé dos pastillas Dol porque aquí no hay medicinas, solo eso. ¡Dios mío, qué angustia! ¡Me quiero ir a mi casa! Diosito, mis niños, ¡qué falta me hacen! ¡Me quiero ir a mi casa!». *** Los niños pasaron una tarde divertida. Agarraron una iguana y encontraron dos morrocoyes recién nacidos. Había caído un fuerte aguacero la noche anterior y para esta época comenzaban a nacer los morrocoyes después de la lluvia. A Daniel lo tuvieron que llevar al pediatra. Estaba quebrantado. La lista de personas que fueron a rezar el rosario era muy larga. Mi familia estaba siempre presente. Unos llevaron brownies, otros, galletas. Al finalizar el rezo, las personas se fueron retirando y mi familia volvía, una noche más, a tratar de conciliar el sueño, superar la tristeza y pensar en que yo estaba bien y regresaría pronto, sana
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y salva. Esto no era nada fácil y solo las oraciones y la fe ayudaban un poco. *** A las cinco de la tarde, Manuel se encontraba reunido en la casa de mi suegra, con Carlos, un comisario del CICPC. Estaban trabajando con ellos bajo cuerda y cuando se reunían trataban de hacerlo a escondidas para no levantar sospechas. En ese momento repicó su celular y vio que en la pantalla decía «ID no disponible». Era el comandante. ¿Cómo hacer para que el PTJ no se diera cuenta? Tenía que grabar la conversación y no podría hacerlo delante del funcionario puesto que a ellos los mantenían al margen de la negociación. Pero tenía que atender. Pidió permiso al comisario y se encerró en el cuarto de su mamá para, acto seguido, conectar el grabador y contestar la llamada. —Aló. —¿Qué hubo Manuel, cómo estamos? —Ajá, ¿quién habla? —Comandante Jairo, ¿cómo estamos? —Comandante ¿cómo está todo? —Bien. ¿Cómo anda por allá la actividad, qué han acordado? —Todo bien, gracias a Dios. Estamos preocupados por las cuestiones que hemos visto en la prensa, los enfrentamientos que ha habido por allá. —Tuvimos uno muy fuerte por aquí, pero gracias a Dios que la muchacha está a salvo. —Eso me tiene bastante preocupado…—El comandante lo interrumpió. —¿Qué han resuelto allá ustedes? —Mira, ¿hay posibilidades de que tú te comuniques ahorita con Juan Carlos? Es que estoy un poquito ocupado. Estoy aquí en una… —El comandante lo interrumpió bastante molesto. Quizás era la primera vez que el familiar de una víctima se daba el tupé de no poder atenderlo. Y Manuel, al otro lado, temía por lo que acababa de hacer, pero definitivamente no podía hablar en ese momento porque Carlos lo esperaba afuera y no podía hablar. —Dame el número de Juan Carlos rápido que no lo tengo aquí en el instante. —Sí, 0414 34… Llámalo a él que yo estoy en la oficina y se me hace… —Está bien, no hay problema. —Y le cortó la llamada.
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DÍA OCHO Miércoles 07 mayo Había transcurrido mi primera semana en cautiverio. Me percaté de ello apenas abrí los ojos. También recordé que ese día era el cumpleaños de mi cuñado Héctor. En la noche, de hecho, había soñado con él. Nunca imaginé que él jugaría un papel tan importante en el proceso de mi liberación. También soñé con mis hermanos Ana Teresa y Juan Carlos y con mi primo Ignacio. Ya estaba instalada arriba con el Catire, que se había llevado una jarra con café, cuando llegó el 67 con el desayuno. Bollitos y huevo revuelto. Cuando se me acercó para entregarme mi plato, como lo hacía habitualmente, me dijo en voz muy baja que el comandante había llamado, pero se cortó la comunicación y que estaban esperando que volviera a llamar. Cerca de la una de la tarde fui presa del desespero. A esa hora los niños deberían estar regresando del colegio. Comencé a llorar, al principio muy bajito para que el Catire no lo notara, pero luego no me pude contener y le pedía a Dios en voz alta que no me abandonara. «Diosito, quiero estar con mis niños, ¿por qué me haces esto?». Casi estaba gritando. Me sorprendí a mí misma arrodillada en el suelo, con las manos unidas y elevadas hacia el cielo, implorando a Dios. Tardé mucho en darme cuenta de que eso no tenía sentido, pero cuando finalmente lo comprendí, le pedí al Catire que fuéramos a caminar para distraerme. Él, probablemente cansado de la escena, aceptó sin decir palabra y subimos cuesta arriba. Me llevó a un sitio que nunca habíamos recorrido, mucho más alto, arriesgándose, si el comandante se enteraba, a meterse en serios problemas. Yo aproveché la bondad de mi cuidador para tratar de ver algo que me diera una pista del lugar donde me encontraba, pero, una vez más, lo único que pude ver fue la inmensa laguna, la carretera de granzón y el tanque de agua. Habíamos llegado a un sitio despejado, no había árboles que taparan el cielo, así que pude observar a mi antojo el azul intenso a todo lo ancho y los rayos del sol que llegaban a mi cara. El forraje verde esmeralda formaba una especie de alfombra de grama en el suelo y yo me acosté boca arriba y extendí los brazos a los lados. «Dios mío, si pasara ahorita el helicóptero amarillo, aquí me verían perfectamente, podría hacerles señas para que me rescataran». Mientras pensaba en eso mi corazón latía apresuradamente. El Catire probablemente leyó mis pensamientos porque enseguida me dijo que teníamos que regresar, que pronto llegaría el 67 con el almuerzo y que si no nos conseguía en el campamento podríamos tener problemas. Pero yo ya había tenido suficiente, la idea de ser rescatada había logrado alejarme de mi tristeza, al menos momentáneamente. Así que, sin decir palabra, me levanté del suelo y me fui caminando detrás del Catire. El almuerzo llegó muy tarde. Arroz con atún. Cuando el 67 se acercó para en-
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tregarme el plato en mis manos yo le dije que no quería. —No tengo hambre, se lo puede llevar. Él se me quedó mirando con compasión y, quizás para darme un poco de ánimo, me dijo que el comandante iría hoy a la finca. Yo lo miré, pero enseguida bajé la mirada, tratando de no darle importancia. Entonces, él continuó: —Parece que su familia le ha pedido dos días de plazo. —Dios mío, dos días es demasiado —pensé en voz alta, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. El 67 no me había mentido. Efectivamente, al final de la tarde, el comandante llegó a la finca. La Uno subió primero. Cuando me vio se acercó y me saludó amablemente preguntándome cómo me sentía. Yo le sonreí sin contestar. Entonces, me entregó un envase de aluminio. —Te trajimos esto, probablemente estarás cansada de la comida, esto te va a gustar. Era pollo frito con papitas y yuca sancochada. Me lo comí desesperadamente. Me sabía a gloria. Cuando tomé en mis manos el último pedazo de muslo, este tenía un mordisco. «Desgraciados, me han traído las sobras… Hijos de puta». Me dieron ganas de vomitar. Más tarde subió el comandante. Yo me paré para recibirlo y lo abracé, pero dentro de mí sentía que era el ser más despreciable que había conocido en mi vida. «Si me dieran un arma no dudaría un segundo en dispararle, jamás le perdonaré el daño que me está haciendo, sobre todo el daño que le está haciendo a mi familia, a mis hijos…». Estos pensamientos pasaban por mi mente, pero realmente el ver a ese hombre allí me producía una extraña sensación de alegría. Y era lógico. Era el único que me hablaba con la verdad, era el jefe, el poderoso. Y de él dependía mi libertad. Además, yo estaba convencida de que tenía que hacerle creer que lo apreciaba. «Pa’ cazá zamuro vivo hay que hacerse el muerto», me decía siempre Juan Carlos y en ese momento yo lo estaba aplicando. El comandante me saludó amablemente. —¿Cómo sigues Betty? Me comentaron que estás sufriendo de los riñones. Qué vaina. Allí te hemos traído unas pastillas que son especiales para eso. —Gracias, comandante. Me he sentido muy mal. Y cuénteme, ¿cómo van las conversaciones? —Mira, hija, hoy llamé a tu esposo y no me pudo atender porque estaba en una reunión. —A mí se me llenaron los ojos de lágrimas, de rabia, de impotencia, pero el comandante continuó hablando—: Pero no se me ponga así, mija, vamos a llamar a su hermano para que usted misma hable con él. Está duro. No me quiere conseguir la plata.
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Yo no lo podía creer, el comandante sacó el celular y comenzó a marcar un número. La señal no era buena y decidió moverse de sitio. Continuaba sin poder comunicarse. Entonces sacó del bolsillo de su chaqueta otro celular y me lo dio. —Tome mija, llámelo usted misma desde su teléfono. Impresionada por eso, no perdí tiempo y comencé a marcar, pulsando el número cuatro que me comunicaba con Juan Carlos. Pero la señal no era buena, yo me movía de un lado a otro y no lograba comunicarme. Finalmente, quien logró obtener comunicación fue el comandante y enseguida me pasó el teléfono. —Aló. —Escuché la voz de mi hermano. —Juan. —Traté de contener el llanto y mostrarme fuerte ante mi hermano, pero casi no podía hablar. —Épale —dijo mi hermano incrédulo, quizás pensando que el hombre había cedido. Lo había puesto a conversar conmigo. —¿Qué pasa Juan? —Ya no me pude contener. Estaba llorando. —Betty, tranquila que ya está todo arreglado. Estamos pariendo para hacer todo. Trata de mantenerte calmada, non ti fai impaurire da loro —me dijo en italiano, temiendo que el comandante estuviera escuchando. —No, yo estoy tranquila. Aquí me tratan bien. Tengo de todo. Ese no es el problema, me quiero ir, chamo, mueve la vaina. —Betty, todos estamos igualitos. Hemos ido a cuatro bancos y ya casi tenemos la plata. Pero acuérdate que es arrecho. Si lo que nosotros tenemos son deudas. —No, Juan, ¿me vas a hablar a mí de las deudas? Me las sé de memoria, pero ¿cómo hago? —Mi hermano se dio cuenta de que lloraba, pero logró mantener la calma, tal vez para que yo no me pusiera más nerviosa. —Betty, Betty, ven acá… —Yo no lo dejé hablar, entre sollozos le dije—: Coño, Juan, consigan la plata, te lo suplico, pidan prestado. —Mira, yo creo que para este fin de semana, dos o tres días más. Aquí los chamos están superchévere. Todos estamos tranquilos ¿Okey? Todos están bien. —¿Dónde están los niños? —Todos están en Guaparo. Están tranquilos. Mantén la calma que vamos a tratar que esto se demore poquito. —Dale pues. —Ricordati non ti fai impaurire. —¿Pero vas a conseguirlo? —¡Claro que sí! Ya yo les dije a ellos el monto que tenemos, pero es arrecho, Betty, ¿entiendes? —Pero aunque sea la mitad, Juan, ¿es tan difícil conseguir eso? —¿Cómo, la mitad cómo?
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—El comandante me dijo que te lo había bajado a la mitad de lo que te pidió el primer día. —No, Betty, la mitad es una locura. Lo que él te está diciendo es imposible. Tranquila que yo voy a hablar con ellos otra vez. Pásamelo si quieres. —Yo te lo voy a pasar, pero la llamada se va a caer. Voy a tratar de no moverme. Dile a mi mamá que estoy bien… —Sí, sí. Tranquila, ¿okey? —Te lo voy a pasar. —Non ti fai impaurire. —Ajá —contestó el comandante—. ¿Cuándo quieres que te llame para definir? —Dime tú, dime tú. Yo tengo el celular prendido las veinticuatro horas. —Sí, pero me estás ofreciendo un dinero que no es. —Pero bueno, eso es lo que hemos podido agarrar. Dime tú el monto. —No, No. Yo te dije a ti que un millón y medio. Deme la mitad de eso y estamos arreglados a la hora que usted quiera. —Es imposible, Jairo. Tú sabes que es imposible la mitad… —No sé hermano. Me tocará ir allá, será, y traerte a ti para acá y llevarla a ella pues. Una vaina así. —¿Llevarme a mí para allá y traerla a ella? —Coño, un canje. —Bueno, vamos a hacer un canje, pero dando y dando. —¡Qué arrecho es este! —El comandante estaba alterado—. Mire hermano, consiga los reales y vamos a definir esto. —Tú sabes que eso es imposible, Jairo, no estamos hablando… —Pero el comandante no lo dejaba hablar. —Será que nos vamos de aquí de donde estamos y ya la vaina es más arrecha, hermano. —Espérate, no estamos hablando de lo mismo del otro día. Ese monto es imposible y tú lo sabes. Habíamos hablado de hacer algo rápido para este fin de semana. Y hemos hecho muchos sacrificios —Pero Juan Carlos estaba hablando solo. El comandante le había colgado. Mientras el comandante hablaba con Juan Carlos, yo me apoyé en un árbol. Me preocupaba la actitud de mi hermano. Pero me sentí tranquila. «Al menos todos están bien». Cuando el comandante terminó de hablar, para mi sorpresa, hizo una llamada desde mi celular. Lo escuché decir: «Le habla el comandante Julián, de las Autodefensas, le tengo noticias de su hija». ***
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Pobre Juan Carlos. Sus palabras no las olvidaré jamás. Me repitió tres veces en italiano que no me dejara asustar por ellos. «Pero, Juan, ¿cómo no me voy a dejar asustar? ¿Cómo? Yo sé que él quería tranquilizarme, pero no es fácil. Son unos malditos. Me dicen que tú no quieres pagar. Dios mío, creo que no pasaré el Día de las Madres con mis hijos, con mi mamá. ¿Y Manuel? Mi amor, ¿por qué no atendiste la llamada, en qué reunión estabas?». Eso me dolió tanto. El resentimiento con Manuel me duraría mucho tiempo. Pero lo más triste de todo es que no tenían el dinero. Quería consolarme a mí misma pensando que eso era una táctica de la negociación, pero la forma de hablar de mi hermano me indicaba todo lo contrario. Me preocupaba mucho la actitud de Juan Carlos. Yo conozco a mi hermano. Yo sé que Juan es así, un poco impulsivo. Y aunque entiendo perfectamente su impotencia, su rabia, creo que debió ceder un poco. Luego fue que supe que él estaba asesorado por un experto que le decía que no podía mostrarse débil. Pero hoy todavía hay cosas que no entiendo. Yo sé que esto se maneja como un negocio, pero ¿por qué demorar las cosas? Aquí un día vale por un mes. Esto es un infierno. Por unos cuantos millones más quizás yo hubiese estado unos días menos. Creo que no lo entenderé jamás. El comandante no dejaba de sorprenderme. Podía cambiar de la calma a la ira en segundos. Lo vi bastante molesto cuando habló con Juan Carlos, pero apenas le colgó el teléfono (porque literalmente se lo colgó y lo dejó hablando solo) agarró mi celular e hizo otra llamada. Se me erizó la piel cuando descubrí que hablaba con el familiar de otra víctima, probablemente alguien que acababan de secuestrar y además, mujer. «Ojalá no tenga hijos como yo», pensé. Cuando terminó de hablar, una conversación muy breve porque la cobertura no era buena, se me acercó y me dijo que ese era su trabajo y que tenía a varias personas cautivas en distintas partes de la frontera. «Me muevo de un campamento a otro, Betty. Este trabajo es duro, no tengo descanso». Hubiese querido contestarle, decirle que no fuera tan imbécil, que era un pobre güevón, pero solo me le quedé mirando, odiándolo, pero con una sonrisa dibujada en mi boca… Los zamuros, me acordé de los zamuros…. «Pa cazá zamuro vivo hay que hacerse el muerto». *** El comandante se despidió y se fue con la Uno, el Mono y el 67. El Catire y yo volvimos al campamento. El Catire me preguntó por mi dolor y le dije que se me había calmado un poco. —Mejor tómese sus pastillas por si acaso —me dijo. Yo busqué las pastillas, saqué dos del blíster y las olí. «Sí, esta vaina es para los riñones, huelen a Pinesol», me dije, e hice finta de que me las había tomado, pero las dejé caer al suelo y las enterré en la tierra con la punta de mi bota. Luego revisé
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la bolsa que me trajo la Uno. Había galletas María, Corn Flakes, leche en polvo y dos afeitadoras. Bajamos al anochecer. El comandante ya no estaba. Me bañé y lavé la ropa. Mientras lavaba le pedí cigarrillos al 67 y le pregunté cuál era el misterio con eso y por qué no me daban cigarros. El 67 me dijo, en voz muy baja, que los cigarrillos decían «Venezuela» y el comandante dio órdenes de que no me los dieran, para que yo no sospechara del lugar donde me encontraba. Yo sonreí. Él se me quedó mirando con compasión y me dijo: —Debéis estar sufriendo aquí, lavando tu ropa a mano, bañándote con un tobito. Una sifrina como tú. —Me dio risa, no lo dijo de manera despectiva. —Fíjese 67 que yo en mi casa lavo mi ropa interior a mano. Y cuando voy a la finca me baño con tobito. Eso no me afecta. Lo malo aquí es bañarme con el agua helada porque yo en la finca la caliento primero. Sufro es por el frío que siento. Luego el 67 me dijo que si le podía regalar una hoja de las que me trajeron, que tenía que anotar unas cosas. Le dije que sí, que luego se la daría. Pero la idea de darle una hoja no me agradó mucho. Me habían traído muy pocas y tenía que escribir con letra muy pequeña para que me rindieran. Pensaba hacerme la loca y no darle nada. Después de bañarme, me senté un rato con los tres hombres en el frente de la casa. Estaba totalmente oscuro. Pasó un avión muy alto. La luna comenzaba a menguar. El 67 comentó algo al respecto. Luego contó un chiste muy malo y no me quedó otra que reírme. Yo les conté algunos. Era buena comediante y, al fin y al cabo, mientras más chistes contaba, más tarde me encerrarían en el cuarto. Y eso, definitivamente, era la peor parte: el encierro. El ruido de la lluvia golpeando contra el techo de zinc me despertó en la madrugada. Tuve miedo. Estaba cayendo un fuerte aguacero. No me gustaba la lluvia. Desde pequeña me daba un miedo inexplicable, sobre todo cuando llovía tarde, en las noches, y mi papá no había regresado aún de la finca. Sin embargo, cuando llovía en El Mogote era distinto; especialmente cuando la lluvia indicaba el fin del verano. Era maravilloso ver el agua caer sobre los pastizales sedientos, secos y adormecidos. Era increíble ver cómo, después del primer aguacero, todo se ponía verde. El ganado lo agradecía. De hecho, se planificaba la temporada de monta para que las vacas parieran sus crías cuando el pasto era verde y abundante. Las vacas se alimentaban bien y los becerros recibían buena cantidad de leche, rica en nutrientes. Al destete, los pesos eran extraordinarios. Me di cuenta entonces de que ese ruido que producía la lluvia al golpear el techo de zinc era muy parecido al que escuchaba en El Mogote cuando caían tremendos aguaceros y yo me resguardaba bajo el galpón de la casa. ¡Era lo máximo! Traté de
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dejarme transportar por esos pensamientos positivos y casi lo estaba logrando, sumergida en ellos, cuando el estruendo de un trueno me sacó de mi viaje maravilloso para ubicarme en la realidad donde estaba. Hasta que no escampó no pude volver a dormirme. Soñé con mi papá, cuánto lo extrañaba. También soñé con mi prima Sandra, con María Brei y con el doctor Omar Valles, cardiólogo de mi papá y gran amigo de la familia. *** Había transcurrido una semana desde mi secuestro y todos en la casa estaban sumamente tristes. Nunca pensaron que se prolongaría tanto. Los niños se distrajeron toda la mañana tomándose fotos con una iguana y buscando morrocoyes. Mi papá llegó temprano de la oficina y se acostó un rato. Se le veía abatido. Mi tía Alicia preparó pabellón y todos comieron. En la tarde, Eliana llevó a mis sobrinos, Vanesa y Alfonso, para que jugaran con mis niños. Mauro se veía un poco más animado. Isabel llegó temprano en la tarde y estuvo jugando con los niños. Luego le midió la tensión a mi papá. Trató de animarlo y de darle fortaleza. En la noche asistió toda la familia al rosario. Los amigos incondicionales y vecinos también los acompañaron. *** A las siete y tres minutos de la mañana Juan Carlos y Manuel se encontraban en el hotel con Arnaldo cuando repicó el celular de Juan. —Aló. —Aló, ¿cómo está, Juan Carlos? —Dígalo, ¿Jairo? —Sí, hermano ¿qué han resuelto? —¿Cómo estamos, comandante, qué me tiene? —Bueno, esperando por ustedes porque la muchacha se me está enfermando de los riñones y bueno, ya le mandamos unos medicamentos. Debe ser la misma preocupación, el estrés de ella, no sé. Nos tocó caminar mucho ayer y anteayer debido a unos combates que se presentaron en esta zona y ella dice que no está acostumbrada a caminar pues. —Claro, claro. Bueno, nosotros tenemos lo que hablamos. No sé qué has pensado tú. —No, no. Nosotros estamos esperando por ustedes, pero esa cantidad no la podemos recibir hermano. —Okey. Bueno, nosotros te podemos conseguir para esta misma noche o mañana a primera hora, veintiocho mil más. —Sí, pero está muy lejos. —Está bien, pero habíamos hablado de que te íbamos a conseguir entre veinti-
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cinco y treinta mil más. —No, no, yo te dije que eso era muy lejos de la realidad. —Bueno, pero eso es lo que hemos conseguido hasta ahora. Tenemos ciento treinta y tres mil, más los veintiocho que vamos a conseguir hoy, son ciento sesenta y uno. ¿Cierto? Saca la cuenta, eso equivale a doscientos cincuenta y siete palos, Jairo. Esa vaina es una bola de billete. (El dólar estaba a mil seiscientos bolívares aproximadamente). —No, hombre, eso no nos sirve para nada. Nosotros ya perdimos seis hombres. Imagínate el gasto que uno tiene en estos montes… —Sí, pero eso no son cuatro lochas. Nosotros hemos hecho lo imposible… —Pero están lejos. —Bueno, nosotros estamos vendiendo una de las camionetas de la casa. Estamos buscando por otro lado. Nos hemos movido. El interés es mutuo. —Hay que esperar que reúnan lo que más se pueda. Yo no la he visto a ella desde el día que habló con ustedes. Pero hoy voy a llegar hasta la zona donde me la tienen, porque ya me la cambiaron de lugar por los enfrentamientos. —Bueno, si vas a estar con ella a mí me gustaría hablarle. —Yo te la pongo ahora, cuando esté con ella. Pero lo que estamos hablando del monto no puede ser. Eso está muy bajito. —Bueno, dime tú cuál es el límite tuyo y veremos… Aló, aló. —Se cortó la comunicación. Entusiasmado por la idea de que tal vez hablaría conmigo, Juan Carlos no se desanimó por el hecho de que el comandante no quisiera aceptar hacer una rebaja. Sabía que no sería fácil y que había que insistir. Estaban casi seguros de que Jairo no llamaría sino en la tarde, así que él y Manuel decidieron marcharse. Quedaron con Arnaldo en que regresarían a las tres de la tarde. A las cinco y cuarenta y seis minutos de la tarde volvió a repicar el teléfono de Juan Carlos: «Número no disponible». Después de conectar el grabador y atender la llamada, Juan Carlos no lo podía creer, ¡estábamos hablando! El corazón le latía con fuerza. Manuel se le acercó para tratar de oír mi voz. En el rostro de Arnaldo se dibujó una inmensa sonrisa. En la experiencia que tenía como asesor, no era muy común que permitieran a la familia hablar con la víctima y en este caso era la segunda vez que ocurría. Entonces, agarró una hoja blanca tamaño carta y comenzó a escribir en letras grandes lo que sugería a Juan Carlos para que me dijera. Aunque eso ya lo habían conversado apenas llegaron, él temía que, por la emoción, pudiera olvidarlo. En el papel decía: «Los niños están bien, todos estamos bien». Manuel estaba en shock, pero finalmente reaccionó y recordó unas palabras en italiano que habían
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acordado decirme. Le quitó el papel a Arnaldo y lo escribió. Juan Carlos asintió y a los pocos segundos me lo dijo. Trató de mantenerse calmado para transmitirme coraje. Sin embargo, escucharme llorar y sentirme tan desesperada le complicó un poco su tarea. Pero no flaqueó. Cuando me despedí de él, le pasé al comandante. Este empezó a hablar calmado, pero cuando Juan Carlos lo retó se molestó bastante, comenzó a hablar en un tono de voz más alto y al final le cortó la llamada y lo dejó hablando solo. Toda la euforia por haber logrado hablar conmigo se disipó rápidamente y se sintió frustrado por lo que habló con el comandante. Unas lágrimas rodaban por sus mejillas. Manuel lo abrazó. También estaba llorando. —No te pongas así hombre —lo animó Arnaldo—. Esto ha sido un éxito. Hablaste con ella. Lo importante es saber que está viva, que está bien. Hubo un largo silencio. Roberto había servido cuatro whiskies y se los acercó. —Tenemos que celebrar —dijo—. Muy duro el hombre, pero cedió y te dejó hablar con ella. Es flexible. Eso es muy bueno.
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DÍA NUEVE Jueves 08 de mayo Era el cumpleaños de Adriana. Pensé en ella apenas me desperté. Pero creí que la iba a llamar este día. Que estaría libre y le daría ese gran regalo. Me invadió una inmensa tristeza. Volvimos a subir el cerro con la misma rutina diaria y el canto de los araguatos acompañándonos en el camino. Estaba muy oscuro y el Catire pensaba que podía llover. De hecho nos llevamos una especie de lona para resguardarnos en caso de lluvia. Mientras me mecía en la hamaca, pensé en mis niños. Mi hermano me dijo que estaban en casa de mi mamá. Ya Manuel me lo había comentado el primer día que hablamos. Pero volverlo a escuchar me reconfortaba. Cuánto deseaba poder estar con ellos. Abrazarlos. A pesar de que el desayuno llegó más tarde, lo disfruté muchísimo. Eran dos panes de sándwich con Cheez Whiz y una taza de café con leche. Me lo comí todo. Sin embargo, mi estómago empezó a sufrir el cambio de alimentación y amanecí con diarrea. Ese día no había llevado suficiente papel y se lo había comentado al 67 cuando llevó el desayuno. Él, que era muy atento, me llevó un rollo cuando regresó con el almuerzo. El almuerzo fue hervido de gallina, que no estaba muy bueno, pero me cayó bien al estómago. El resto del día terminó de transcurrir igual. Al anochecer regresamos a la casa. Fue una agradable sorpresa cuando me fui a bañar y me di cuenta de que el agua del tobo estaba tibia. El 67 me la había calentado. Fue otro gesto que le agradecería eternamente. Era un buen hombre. Estaba tan agradecida con él que decidí que si me volvía a pedir una hoja se la regalaría. De repente, me sentí sumamente triste. No quise lavar la ropa, tampoco me senté a conversar con ellos. Después de peinarme el cabello, decidí acostarme a dormir. Le dije al 67 que me encerrara, pero tuve que esperar que el Catire saliera de mi cuarto. Todas las noches el Catire entraba para usar el Vick Vaporub que yo tenía en la mesita. Para mí esto era un abuso, pero al fin y al cabo ese cuarto no era mío, ni tenía derecho a exigir privacidad. Cuando el 67 estaba cerrando la puerta le pregunté qué eran esos pájaros que cantaban todas las noches justamente en la ventana de mi cuarto. Había empezado como a odiarlos. Él me dijo que eran unas gallinetas y que en las tardes se subían al árbol que estaba detrás de la habitación, para dormir. Me acosté, pero no pude conciliar el sueño. Como todas las noches, recé mis oraciones antes de acostarme. A pesar de lo triste que estaba no dejé de pedir a Dios por las personas enfermas que conocía, especialmente por Vilma y el bebé Escobino. Y agradecía, a pesar de todo, agradecía a Dios todas las noches porque estaba viva,
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porque me daba fuerzas y porque mi familia estaba bien. Pero lloré un buen rato. Extrañaba a mis hijos, a mi esposo, a mi familia. Esa noche escribí en mi diario: «Danielito no me va a reconocer cuando regrese. Mi bebé. Cuánto deseo verte, dando pasitos, diciendo “¡no tá!”. Mi niño. Gabriel, me acuerdo el día que te despertaste y nos dijiste: “Mamá, yo tenía un león dentro de mis ojos”. “Mi amor, es un sueño”, te dije, “duérmete”. “No, mamá, no voy a cerrar los ojos para que no vuelva a entrar”. Mi rey, yo los tengo a todos dentro de mis ojos, dentro de mi corazón, en lo más profundo de mi ser. Por qué, Dios mío, por qué me los quieren arrancar... Mauro, me acordé el día que cumpliste cuatro años y te dije: “Si no comes no vas para tu fiesta”. Entonces me miraste asombrado y me dijiste: “Ah, y entonces ¿quién va a ser el cumpleañero?”. Coñito. Son demasiado pilas, demasiado. ¿Cuántas veces me han dicho: “Mami cuéntanos un cuento”…? “No tengo tiempo”. ¿Por qué, Dios mío, por qué no tenía tiempo? Se los juro por mi vida que de ahora en adelante mi tiempo es TODO para ustedes. Solo para ustedes…no me importa más nada ni más nadie…solo ustedes. Cuántas cosas he aprendido en estos ocho días. ¡Cuántas! Buenas y malas. Muy buenas y muy malas. Aprendí a fumar, es decir, estoy fumando... ¿cinco, seis? No fumo más porque no hay más. Quisiera una caja. Cuánto te entiendo papi, cuánto alivia el cigarrillo. Quizás ahora seré más coño de madre. Seguro que sí. MÁS NUNCA EN MI VIDA voy a permitir que nadie me diga lo que le dé la gana, a menos que me amenace con un arma, ¡MÁS NUNCA VOY A ESCUCHAR LO QUE NO QUIERO! Ni a callar tantas cosas que no digo “POR EDUCACIÓN, POR RESPETO”. ¡JAMÁS! Voy a decir lo que siento y punto, a menos que me amenacen con un arma. MÁS NADIE ME VA HACER LLORAR O SUFRIR PORQUE LE DÉ LA GANA. Más nadie. A menos que me amenace con un arma. Y sobre todo no voy a permitir que nadie le haga NADA A MIS HIJOS, NINGUN DAÑO, que los hagan sentir menos, que se burlen de ellos, que los engañen o los asusten... NI SIQUIERA apuntándome con una pistola. Pero también he aprendido que debo disfrutar cada segundo de mi vida, apreciar lo que tengo, no mirar sino “observar” y admirar los paisajes, decirle a quienes quiero cada vez que pueda, cuánto los quiero, abrazar a quienes me provoque abrazar, dar un beso...cada vez que quiero. He aprendido que a veces nosotros mismos nos ponemos un parche en los ojos y con los ojos tapados todo se ve diferente. Pero también puede venir un extraño a taparte los ojos y entonces te imaginas que a tu alrededor todo es lindo, que estás en una casita linda, con muebles country y adornos en las paredes. Y cuando te quitan
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el parche ves lo equivocado que estabas. He aprendido que puede brillar el sol a pleno mediodía, pero para mí es oscuro, totalmente oscuro. He aprendido que puedes tener a tu lado a tu peor enemigo, pero en ese momento es tu único amigo. He aprendido que en los momentos más difíciles de mi vida me doy cuenta a quiénes quiero de verdad, quiénes son importantes para mí, en quiénes pienso a cada momento. Los demás me dan igual, estén o no estén. He aprendido que llorar es bueno, es lo mejor que puedes tener y hacer para sentirte bien y más nunca voy a esconder mis lágrimas. Son mis sentimientos. He aprendido la importancia de tener una familia y lucharé toda mi vida para que mis hijos tengan una como la mía, aunque dudo que yo pueda llegar a ser una madre tan buena como mi mamá; tan humilde y correcta como mi papá, pero haré todo el esfuerzo para tratar de imitarlos, porque definitivamente el legado más importante que me han dado es el valor de la familia, como dice mi papá: “El mayor capital”». *** En casa de mis padres, la familia trataba de llevar una rutina normal de vida, pero no era nada fácil. El pequeño Mauro tuvo un pequeño problema gástrico y lo tuvieron que llevar al Policlínico Del Centro . Allí lo atendió la doctora Antonieta, gastroenteróloga infantil, tan bella por dentro como por fuera. Manuel llegó allí, junto a Juan Carlos, porque Ana Teresa lo llamó. También fue la tía Andreína y la doctora Isabel. Le recetaron Selectan y Lactulona. La doctora le mandó una dieta a base de proteínas: carne, pollo y pescado. También granos. Estos, dijo, le darán el tono muscular necesario. Manuel se lo llevó de regreso a casa de mis padres. Luego, Gabriel, estando en casa de los nonnos, se pisó el dedo pequeño del pie. Fue toda una tragedia. En la noche ellos dos, Gabriel y Mauro, estuvieron presentes en el rosario. Una amiga de la familia aconsejó que les dijeran la verdad a mis hijos, pero nadie en la familia estuvo de acuerdo. Los amigos incondicionales no abandonaron a mi papá, a mi mamá y a toda la familia en ningún momento. Todas las noches iban a rezar el rosario. El compadre Juan y la comadre, el incondicional Heriberto y Rosa (nuestros padrinos de boda), toda la familia y todos los vecinos estuvieron pendientes. De hecho, esa noche el rosario lo dirigió la señora Glenda, vecina de la urbanización. Y la familia completa se presentaba allí a prestar todo su apoyo. Llevaban juguetes a mis niños, dulces y refrescos. Y nunca faltaban las flores. El señor Heriberto y el compadre Juan llevaban al pequeño Daniel a dar vueltas en el carro. Cuando ellos llegaban, el niño les extendía los brazos e imitaba el sonido de un carro para hacerles entender que quería un paseo. Algo de lo que nadie se había percatado era de que en la cocina, sobre la repisa,
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estaba la cartera que yo llevaba el día del secuestro. Fue Ileana, mi gran amiga, esposa de mi primo Humberto, la que preguntó: «¿Y esta no es la cartera de Betty?». Como siempre, en la cocina se reunían todas las mujeres, pero ninguna se atrevió a responder a su pregunta. Fue Adriana la que dijo: «Claro, yo se la entregué a Manuel el día que se llevaron a Betty, ellos le sacaron los lentes y el dinero que tenía en el monedero». Ileana se puso a llorar y mi mamá, al borde del llanto, guardó la cartera en la despensa. *** Mientras tanto Juan Carlos y Manuel seguían moviéndose para conseguir el dinero. En la tarde, estuvieron en el banco y luego se reunieron con la familia Guerra, quienes habían vivido una experiencia similar. Le dieron muchos y buenos consejos, aunque ellos estaban conscientes de que todos los secuestros eran diferentes y dependía mucho del grupo que retenía a la víctima. También llevaron la camioneta Toyota Autana amarilla a Tucarro.com para ponerla en venta. Realmente se trataba de una estrategia sugerida por los asesores que dio muy buenos resultados. Al final de la tarde, después de regresar del Policlínico con Mauro y dejarlo en la casa, se fueron al hotel a reunirse con Arnaldo y Roberto. Allí se pusieron a escuchar las conversaciones grabadas hasta el momento. Juan Carlos estaba bastante preocupado porque en la conversación del día anterior no le fue muy bien, a pesar de haber hablado conmigo y saber, de mis propias palabras, que me encontraba bien; le marcó mucho mi desesperación, mi llanto y el deseo de salir de allí lo antes posible. Pensaba que quizás se le había pasado la mano en el trato hacia el comandante, y el hecho de que aquel le haya colgado el teléfono le preocupaba bastante. Sin embargo, Arnaldo y Roberto pensaban que la negociación iba muy bien encaminada, que no había que doblegarse y les garantizaron que en la mayoría de los casos se terminaba pagando entre el quince y veinte por ciento de lo que pedían la primera vez. —Esto es un negocio: es arriesgado pagar muy pronto porque luego se dan cuenta de que tienen el dinero disponible y entonces, o te piden más o se la venden a la guerrilla. No queremos que nada de esto suceda —les dijo Arnaldo, seguro de que todo iba marchando como debía ser. Luego Roberto les advirtió que era muy probable que dejaran de llamar por algunos días, a manera de castigo y para jugar con la desesperación de ellos. —Juan Carlos y Manuel, les digo una cosa y no se desanimen, pero si no llaman entre hoy y mañana es muy poco probable que esté con ustedes para el Día de las Madres —concluyó Roberto tratando de ser sincero y de no crear falsas expectativas. Ellos se quedaron callados. No esperaban escuchar esas palabras. Permanecieron en el hotel hasta las diez de la noche y luego se fueron a la casa. Cuando llegaron
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a Guaparo se habían ido casi todas las visitas y mi papá los estaba esperando en el porche para que, como hacían todas las noches, lo pusieran al corriente de los detalles de la negociación. La noche anterior, cuando le contaron que habían hablado conmigo, se puso muy nervioso y les pidió que trataran de apurar el pago porque le preocupaba la vida de su hija. Cuando Manuel subió a la habitación, los niños ya se habían dormido. Lo invadió una inmensa tristeza viendo a los tres pequeños tan inocentes, tan frágiles. Le dio un beso a cada uno. No pudo evitar ponerse a llorar.
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DÍA DIEZ Viernes 09 de mayo Habían transcurrido nueve días. Ese día desperté desesperada. Había tenido una mala noche en la cual había llorado bastante. Amanecí con el firme propósito de no escribir más lo que soñaba. Sentía que era inútil y los sueños me deprimían. Estaba obstinada. Solo quería irme. Volver a mi hogar, a mi vida. A las seis y media de la mañana ya estaba arriba, escribiendo. Las guacharacas cantaron por más de media hora y comenzaban a molestarme. Quería gritarles que se callaran, pero no lo hice. Y pasé toda la mañana llorando. Estaba sumamente triste y ni siquiera toqué el desayuno, que era carne con salsa rosada, papas fritas y pan de sándwich. No comí nada. El almuerzo fue arroz, bollito y chicharrón. Me comí cinco cucharadas de arroz. No tenía hambre. Para distraerme me puse a hacer un crucigrama inventado por mí para que mi mamá lo resolviera cuando yo regresara (a ella le encantan). Buscar las palabras adecuadas que combinaran en los cuadros horizontales y verticales ocupó mi mente un buen rato y me distraje bastante. Luego hice también un damero para que ella lo respondiera. Si lograba adivinar todas las palabras y colocaba en cada número la letra que le correspondía, se formaría la frase: “Quiero ser libre, volver a mi casa, estar con mis hijos”. ¡Todavía los conservo! Cerca de las cuatro de la tarde, subió el 67 y dijo que el comandante había llamado. Que según lo que pudo escuchar no había logrado nada con mi hermano y que se iba a un combate en Medellín, ya que habían matado al gobernador de allá. Yo me puse un poco nerviosa, pero estaba casi segura de que lo del combate era mentira. Hubiese querido encender un cigarrillo, pero la cuota de ese día, que habían sido apenas cuatro, ya los había consumido. Entonces decidí comerme el pan de sándwich con Cheez Whiz. Había almorzado muy poco, tenía hambre. Efectivamente, el cinco de mayo fue asesinado por las FARC Guillermo Gaviria Correa, gobernador de Antioquia, quien había sido secuestrado el 21 de abril de 2002, mientras adelantaba una Marcha de la No violencia, junto a su antiguo jefe y asesor de paz, Gilberto Echeverri Gaviria. Echeverri y ocho soldados compañeros de cautiverio fueron asesinados por los guerrilleros durante un intento de rescate por parte del Ejército Nacional. Al final de la tarde, regresamos a la casa. Me bañé nuevamente con agua tibia, pero no quise lavar mi ropa. Entré a la habitación, después de que saliera el Catire, para buscar mi cortauñas, el cual había dejado sumergido en alcohol por dos días para desinfectarlo. Pero no estaba donde lo había dejado. Cuando salí me di cuenta de que lo tenía el Catire, cortándose sus mugrosas uñas llenas de hongos. Quise reclamarle, decirle que no utilizara mis cosas sin permiso, pero al mismo tiempo me
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di cuenta de que eso sería inútil. El 67 me volvió a pedir un pedazo de papel y decidí, finalmente, dárselo. Al fin y al cabo es muy bueno conmigo y su presencia me tranquilizaba bastante. Lo que nunca imaginé era la utilidad que él le daría al tan solicitado pedazo de papel. Cuando me fui a dormir, el 67 fue detrás de mí y, en vez de colocar el candado, entró muy callado al cuarto. Entre sus manos tenía el papel, cuidadosamente doblado, y me lo entregó. Estaba un poco nervioso. Me pidió que después de leerlo lo quemara. Yo me puse más nerviosa que él y lo escondí rápidamente debajo de la almohada. Cuando me cercioré de que todos dormían y el cuarto ya estaba cerrado con candado, busqué el papel y me acerqué a la vela para leerlo. El papel decía, con bastantes errores de ortografía: «llo soi tu amigo, llo no pertenesco a eyos, estoi aqui por error, no tengais miedo que llo te voi a cuidar, no voi a dejar que te agan daño». Yo me puse más nerviosa aún y enseguida lo quemé. Sabía que era un buen hombre y ahora lo confirmaba y, además, le creía. Me acosté a dormir. Había pasado el día muy deprimida. No había comido mucho. Continuaba con diarrea y mi reloj biológico se adelantó dos días de los veintiocho que correspondían a mi ciclo. «Lo que faltaba», pensé con un dejo de rabia. En mi diario escribí: «Anoche dormí muy mal. Lloré como nunca. Estoy obstinada, solo quiero irme. ¡Dios mío, que entreguen hoy ese dinero! Me he llorado la vida…No me comí ni el desayuno ni el almuerzo. ¡Mami, cuánto extraño tus comidas! Estoy súper nerviosa porque me dijeron que el comandante se fue a un combate en Medellín, que mataron al gobernador de allá. ¡Dios mío, protégeme! Estoy muy deprimida y no he hecho más que llorar. Para colmo se me acabaron los cigarros, sigo con diarrea y otro detallito más…». *** El pequeño Gabriel amaneció con fiebre y vomitó. Mi prima Sandra les llevó unos Plastidedos a los niños y estuvieron distraídos haciendo figuritas. Ana Teresa fue con Lisseth, la nana, a mi apartamento para buscar la ropa de Manuel para plancharla. Cuando entró la invadió una inmensa tristeza. Según ella, yo estaba presente en cada detalle, cada rincón, cada cuadro. Sin embargo, notaba mi ausencia. Estaba todo en orden, impecable, lo cual en realidad no era normal. Una risa nostálgica se dibujó en el rostro de mi hermana. «Se nota que no estás, hace falta tu desorden», escribió en el diario. Apenas pasó por el estar se detuvo a ver las fotos. Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. En todas era evidente que yo tenía una familia hermosa, no cabía la menor duda. Mi suegra y mi cuñada fueron a buscar a los niños para llevarlos a su casa. Estando con ellas el pequeño Mauro volvió a presentar los problemas gástricos y ambas
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se preocuparon mucho. Inmediatamente llamaron a Manuel y él y Juan Carlos fueron a buscarlo, le dieron su medicamento, y se solucionó el problema. En la noche, comenzaron a llegar los amigos a la casa de mis padres. Casi todos se presentaban con algún obsequio. Pero ese día hubo algo muy especial: la señora Marielba Rincones llevó un inmenso cuadro de la Virgen de Coromoto que había heredado de la familia. Era, evidentemente, muy viejo. Además, no se trataba de una pintura, sino de una foto en blanco y negro. Llamaba la atención que por dentro, a los lados de la imagen, habían colocado cualquier cantidad de medallas y dijes de oro. La señora Rincones le explicó a mi mamá que se trataba de una virgen muy milagrosa y que todas las medallitas colocadas a los lados eran obsequios de personas agradecidas por algún milagro concedido. «Ella hace los milagros los días que tienen ocho, ten fe Lina, que ella te traerá a Betty el dieciocho, máximo el veintiocho. Nunca la he sacado de mi casa, pero sentí que ella me pedía que la trajera. Cuando terminemos de rezar me la llevo de nuevo a casa», fueron las palabras de la señora Rincones. Sin embargo, esa noche, al culminar el rosario decidió que no se llevaría el cuadro porque, dijo: «Siento que la Virgen me pide quedarse». Esto, sin saberlo, fue una gran coincidencia porque yo soy muy devota de la Virgen de Coromoto. *** En la mañana Juan Carlos y Manuel estuvieron en sus respectivos trabajos. Luego de almorzar en casa de mis padres se fueron a su cuarto de guerra. No hubo novedades importantes. No hubo llamadas. Faltaban dos días para el Día de las Madres y si el comandante no llamaba significaba que yo no estaría ese día con ellos. Sería un duro golpe para mi familia, especialmente para mis padres. Arnaldo les explicó que los secuestradores juegan con estas fechas importantes para presionar a la familia, para que se apuren a pagar y terminen pagando, de hecho, lo que ellos piden. «Sé lo que significa para ustedes, pero no podemos dejarnos manipular por eso. Hay que aguantar, por el bien de ella, de ustedes… Para que esto no se vuelva a repetir», les dijo Arnaldo, tratando de ser lo más sincero posible. Luego añadió: «He tenido casos en los cuales la familia se desespera, pagan lo que piden y, en menos de un año, vuelven a secuestrar a un miembro de la familia». Revisaron todo lo que habían hecho hasta el momento, los escritos, las grabaciones. Y a las diez de la noche, desanimados, Juan Carlos y Manuel decidieron marcharse. ***
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DÍA ONCE Sábado 10 de mayo Llovió toda la noche, pero yo pude dormir mejor que la noche anterior. Pensé que no subiríamos al cerro porque me sentía muy mal: dolor de vientre, diarrea y debilidad, pero igual subimos, sin ninguna contemplación. Le lloré y supliqué al Mono, pero fue inútil. Este hombre realmente no se conmovía por nada ni por nadie. La rutina fue la misma de todos los días. El canto de los monos aulladores me aturdía, sentía que se burlaban de mí, que me recordaban que estaba allí, un día más. Y luego venía el turno de las guacharacas que se colocaban justo encima de mí a gritar con su peculiar canto. En la noche, era el turno de las gallinetas que dormían cerca de mi ventana y emitían también un canto fastidioso. Dos años después del secuestro, mientras me encontraba en una hacienda, en Bejuma, escuché unas gallinetas emitiendo ese sonido. Entré en crisis y me puse a llorar. Ese canto me transportó a los recuerdos de todo mi sufrimiento. Me costó mucho recuperar la calma. El desayuno del día me produjo cierta repugnancia: dos arepas fritas con salchicha. Solo comí un pedazo de arepa. Cerca de la hora del almuerzo decidí que no probaría la comida. Era día sábado y los sábados almorzaba en casa de mi mamá. Y me prometí a mí misma no probar otra cosa. Extrañaba la comida de mi mamá. El sábado es un día muy esperado por todos nosotros, mis hermanos y yo, porque mi mamá ese día nos invita a almorzar. La tradición se creó cuando Juan Carlos y yo estudiábamos en Barquisimeto, en la universidad, donde permanecíamos toda la semana y dado que regresábamos los viernes en la tarde, mi mamá el día siguiente nos preparaba algo especial como recibimiento. No me habían dado cigarrillos desde el día anterior y ya comenzaba a sentir cierta dependencia del tabaco. Comenzaba a desesperarme por no poder fumar. A mitad de la tarde sentí una inmensa necesidad de rezar y decidí construir un pequeño rosario rasgando un pedazo de tela de la sábana que subía a diario en el morral. Le hice diez nudos y luego le pedí al Catire que me hiciera una cruz pequeña, la cual amarré en un extremo. El Catire se sintió orgulloso de su minúscula obra de arte, la cual hizo con palitos, y yo, para darle importancia, le dije que cuando pudiera hiciera unas crucecitas para llevarlas a mis niños cuando me liberaran. El Catire se puso a trabajar inmediatamente y al cabo de una hora había concluido el pedido. Yo aún conservo mi rosario y las crucecitas de mis hijos. Hubiese querido tener en ese momento la novena de la Virgen de La Milagrosa, ya que, a pesar de ser muy devota de la Virgen de Coromoto, acudía a la novena de La Milagrosa cada vez que necesitaba ayuda y la virgencita nunca me fallaba. De hecho, cinco años después de mi liberación quise retar a la Virgen (pues ella me concedía todas las pequeñas peticiones que le hacía) y le recé la novena pidiendo
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como gracia la liberación de Ingrid Betancourt, lo cual consideraba imposible. Me sorprendí inmensamente cuando al poco tiempo mi petición fue concedida. Pero en ese momento no tenía el librito con la novena y decidí simplemente rezar el rosario. Al final de la tarde bajamos al árbol caído. Me apliqué Off y me senté sobre el tronco a esperar que llegaran el 67 y el Mono a buscarnos. Había pasado el día bastante incómoda porque no me dieron toallas sanitarias. Tuve que resolver con lo que tenía. Una vez en la casa me bañé, pero no me lavé el cabello. «¿Para qué?», me pregunté a mí misma. Estaba sumamente deprimida, tenía tres días usando la misma ropa porque no me provocaba lavar. Me había entregado al abandono total, lo cual no era nada bueno para mi salud mental, pero sentía que nada me importaba. Luego me senté un rato afuera con ellos y me regalaron un cigarrillo. Este me produjo un fuerte mareo y tuvieron que darme un vaso de agua con azúcar. Mientras estábamos allí sentados, hablando y contando chistes, sentimos un zumbido extraño. El Catire se paró y buscó una linterna para alumbrar un pequeño árbol que estaba ubicado cerca de nosotros. En una de las ramas se había formado una inmensa bola negra de insectos. Al principio pensamos que se trataba de un enjambre de abejas, pero luego nos dimos cuenta de que eran unos pequeños gorgojos negros o coquitos muy pequeños. No le prestamos mayor interés porque no representaban, según el 67, ningún peligro. Sin embargo, luego de despedirnos para irnos a dormir, apenas entré en la habitación pegué un grito y llamé a los demás. Las paredes del cuarto, que se suponía eran blancas se veían de color negro, totalmente cubiertas por los pequeños gorgojos. Eso quizás no era un gran problema, pero cuando el Catire entró para alumbrar con la linterna nos dimos cuenta de que la cama estaba totalmente cubierta por los gorgojos. El Mono no le dio ninguna importancia y se acostó a dormir. Pero el Catire, que a pesar de todo se había convertido en un gran compañero de cautiverio, aunque respetando siempre las normas impuestas por el comandante, decidió solucionar el problema para que yo pudiera dormir. Buscó un tobo y lo llenó de gasoil y con una escoba comenzó a aplicarlo en todas las paredes y en el piso. Inclusive, sin ninguna delicadeza, impregnó el colchón de gasoil. Este quedó tan mojado que yo no iba a poder dormir allí. Entonces, ellos me guindaron un chinchorro dentro del cuarto para que durmiera. Sin embargo, pasados algunos minutos después de que cerraron la puerta con el candado, tuve que pedirles que abrieran porque los vapores del gasoil no me permitían respirar y sentía que me estaba intoxicando. Como el Mono ya se había dormido, el 67 y el Catire decidieron colgar el chinchorro bajo el galpón, donde ellos dormían, para que yo durmiera allí. Sin embargo, me costó mucho conciliar el sueño porque el chinchorro tenía una costura central
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que me molestaba bastante y los coquitos me caminaban por todo el cuerpo. Era ya de madrugada cuando me dormí. Esa noche no escribí nada en mi diario, lo hice al día siguiente por la situación de los coquitos. Sin embargo, no había escrito nada especial, lo que comí, los coquitos y el rosario. *** Mi papá se fue temprano a la empresa a despachar al personal que debía salir para la finca, entre ellos el incondicional Tito. Estaba sumamente deprimido y al regresar a la casa ni siquiera paró en la cocina, como siempre lo hacía; se fue al jardín y se puso a caminar. Luego se fue al fondo del jardín, donde hay un caney y se quedó allí largo rato fumando. Manuel llevó a Mauro al laboratorio porque le indicaron un examen de sangre. Fue bastante traumático para el niño, pero lograron tomar la muestra. Cuando estaban llegando a la panadería para desayunar llamaron del laboratorio para informarle que la muestra se había coagulado y debían tomarla de nuevo. Fue una negligencia de parte de ellos que molestó bastante a Manuel, pero era indispensable hacer el análisis y no le quedó otra que volver al laboratorio y repetir el procedimiento. Esta vez fue menos doloroso y más rápido. Después de desayunar volvieron a la casa. Ana, mi hermana, distrajo un buen rato a los niños pues se puso con ellos a hacer galletas. A mediodía, Rubén llevó una paella que encargó en Marchica y todos almorzaron. Los niños estuvieron toda la tarde bañándose en la piscina. Al final de la tarde, comenzaron a llegar otros familiares y amigos y rezaron el rosario. Mi papá, que ya estaba bastante deprimido, se puso peor cuando recibió la noticia de la muerte de su gran amigo, Antonio Julio Branger. Era una persona que gozaba de todo su aprecio, amigo incondicional desde hacía muchísimo tiempo. Le afectó bastante su fallecimiento. Lamentablemente, el sepelio fue en Caracas y no se sintió con ánimos de moverse de la casa, con la esperanza de recibir noticias mías. *** Juan Carlos y Manuel, después de almorzar, pasaron la tarde con Arnaldo y Roberto. Si el teléfono de cualquiera de los dos repicaba se sobresaltaban y miraban de inmediato la pantalla para ver de quién se trataba, esperando, por supuesto, que fuera el comandante. Pero el hombre no llamó. Juan Carlos estaba muy preocupado, pero Arnaldo le advirtió que simplemente los estaban castigando. ***
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DÍA DOCE Domingo 11 de mayo Ese día me desperté más temprano de lo normal porque el Mono estaba reclamando muy alterado y en un tono de voz muy alto a sus compañeros. Estaba sumamente molesto con ellos porque me habían permitido dormir afuera. Estaba, literalmente, histérico. Cuando dejó de pegar gritos, yo me levanté y fui al cuarto a buscar mis cosas. Estaba lloviendo. Sin embargo, ellos no le dieron importancia y subimos. El Mono se quedó en la casa. Todos estábamos callados y nadie se atrevió a pronunciar palabra. Era el Día de las Madres, jamás lo había pasado sin mis hijos, sin mi mamá, sin Manuel. «Dios mío, qué triste me siento. Pensé que hoy estaría en mi casa». No quería escribir, no quería hablar, mientras caminábamos hacia el cerro, una leve llovizna me pegaba en la cara, se mezclaba con mis lágrimas. Temblaba de frío, de tristeza, de impotencia, de rabia… Al llegar, y después de instalarnos, el 67 regresó a la casa. El Catire dijo que ese día vendría el comandante y que la noche anterior iba a hablarme por teléfono, pero los celulares estaban sin batería. Ya no sabía qué creer. El desayuno fue arepa frita y huevo revuelto con salchicha. Le pegué un mordisco a la arepa. No tenía hambre. El almuerzo consistió en carne frita con papa sancochada. Comí un poco porque ya empezaba a sentirme débil. Recé como nunca. Hice promesas... «¡Gabriel, Mauro, Daniel, los amo…! ¡Los extraño demasiado...! ¡Auxiliooooo, Manuel! ¡Me quiero ir de aquí!». El resto del día transcurrió igual que siempre. Estaba tan triste. Al final de la tarde llovió y el Catire improvisó una pequeña carpa con una pancarta amarilla. Yo pude leer en la pancarta unas letras rojas que decían: «Paciano Padrón». Cuando escampó, ya era hora de regresar. Una vez más no tuve ánimos de lavarme el cabello, ni de lavar la ropa. Había pedido toallas sanitarias, pero no me las llevaron. Estaba obstinada. El comandante tampoco vino ni llamó. Quería acostarme temprano. La cama estaba impregnada de gasoil y sin embargo, los coquitos formaron una capa sobre ella. Así y todo no me atreví a quejarme para evitar problemas con el Mono. Era impresionante, el Catire barría el piso y se formaban montañas de bichitos, estaban por todos lados. Nunca había visto algo así. Pasé mis manos a lo largo del colchón y eché al suelo miles de coquitos. No podía con tanta tristeza, tanto sufrimiento, tanto dolor. El Día de las Madres mi familia se reúne y hacemos un almuerzo. Asisten todos mis tíos, tías y primos. Además, mi prima Greta, que es orfebre, hace unos obsequios bellísimos y cada hijo se lo entrega a su mamá. Mis niños y Manuel me hacen regalos. Mi mamá también nos hace un obsequio al igual que nosotros a ella. Es uno de los pocos días del año
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en que se reúne la familia completa. «Dios mío, qué tristeza, qué soledad, qué angustia. He rezado de todo, rezo con mi rudimentario rosario a cada rato, pero nadie me quiere ayudar, nadie me escucha. Manuel, cuánto he pensado en ti. Te veo en el baño, peinándote, riéndote, cepillando a los niños...se me aprieta el pecho...cuánto te amo. Te imagino abrazándome, mientras yo me cepillo los dientes. Qué falta me haces. Cuánto he llorado. Ya no me salen más lágrimas. Mis niños, Dios mío. Ya no preguntan por mí, ¿verdad? Háblales de mí todos los días ¡Por favor! ¡Que no me olviden!». Me acosté para intentar dormir y estuve largo rato llorando. Los coquitos me caminaban por todo el cuerpo y varias veces tuve que pararme para quitármelos de encima. Me dormí muy tarde. *** Mi hermana escribió en el diario: «Este sería un Día de las Madres muy diferente para toda nuestra familia. Todos los años, este día, la familia hace una gran reunión, un almuerzo. Es quizás el único día del año en que están todos presentes. Hacemos rifas y todas las madres reciben un obsequio hecho por Greta. Pero las primas no quisieron dejarlo pasar por debajo de la mesa y organizaron un rosario familiar a las diez de la mañana. A esa hora comenzó a llegar la familia. Unos llevaron cachitos, otros pastelitos, pastas secas y jugos. Greta fue la encargada de dirigir el rosario. Estuvo muy emotivo». Al final rezaron las oraciones que yo rezaba, como de costumbre. Yo tenía una hojita que me había regalado el padre Rivolta hacía mucho tiempo. Por un lado tenía una oración a María Auxiliadora y por el otro una oración al Espíritu Santo. Yo las aprendí de memoria y las rezaba todas las noches. Manuel consiguió la hojita en nuestro apartamento, en la repisa donde tengo mis virgencitas y se la entregó a mi hermana Ana Teresa para que las rezaran. «Tía Eloisa estaba muy triste por todo lo que estaba sucediendo y se escondió en la despensa a llorar. Tía Alicia llevó las flores que le había regalado uno de sus hijos y se las colocó a la virgen. Comieron todos juntos. Luego los pequeños de la casa se pusieron a jugar en el jardín y las muchachas barrieron y recogieron todo. Daniel dio sus primeros pasitos. Después de haberse caído (unos días antes del secuestro) le daba miedo caminar. Pero quizás ese sería el regalo para su mamá en el Día de las Madres, aunque ella no estaba. Al final de la tarde comenzaron a llegar familiares y amigos. Estuvo la mamá de Manuel, cuñados y tíos políticos. La señora Iginia llevó una Virgen de
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La Milagrosa, la Virgen peregrina, bien linda; metida en una caja de madera con un vidrio que la protege. Fueron los señores Monasterio y Esquera. Los Arriga, los compadres y los vecinos». *** No hubo llamada del comandante. Ninguna novedad. Juan Carlos y Manuel fueron al hotel al final de la tarde. Estuvieron leyendo un manual de la fundación País Libre, de Colombia, que les había entregado Arnaldo. Conversaron un rato y a las nueve de la noche se retiraron.
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DÍA TRECE Lunes 12 de mayo Mientras subía sentí un mareo y tuve que sentarme. Me asusté un poco porque me sentía débil y no estaba alimentándome bien. Después del almuerzo no volví a comer hasta el día siguiente y a veces comía muy poco. Había empezado a perder peso. El desayuno con salchicha comenzaba a repugnarme a pesar de que nunca me las comía. No las podía ni ver. Cerca de la una de la tarde subió el 67 y me llevó Loperam, toallas sanitarias, dos cigarrillos y pan integral con Cheez Whiz. Me dijo que el Mono subiría a las tres y media porque a las cuatro llamaría el comandante. Dentro de mí deseaba que me diera buenas noticias. El almuerzo consistió en pollo guisado con papas y arroz. Esta vez decidí comer un poco más y realmente estaba muy bueno. También me comí un sándwich. El Mono subió a las cuatro, pero el comandante no llamó. Me molesté tanto que no quería hablar con nadie. Estaba obstinada. El Mono me dijo que mi hermano estaba duro y que si en dos días no pagaban me iban a trasladar. Me puse muy nerviosa y comencé a llorar. El Mono se quedó allí hasta que bajamos. Al bajar, me lavé el cabello en la batea y luego me bañé en el baño. Me senté un rato a echar cuentos con ellos como mis mejores amigos. A veces me preguntaban sobre mis hijos o mi familia. Otras veces el 67 contaba sus hazañas de cazador, siempre exageradas. Contábamos chistes y nos reíamos un rato. Luego el Catire echó gasoil en el cuarto, hasta en el colchón, porque seguía invadido por los coquitos, pero aun así estos no me dejaron dormir, caminando por todo mi cuerpo. *** Los niños se levantaron muy temprano y desayunaron. Mauro se tomó un vaso de Pediasure. Luego se pusieron a hacer tareas con la tía porque el martes volverían a la escuela. Manuel había conversado con la directora, quien le recomendó llevarlos media hora más tarde de la hora de entrada y retirarlos media hora antes a mediodía. Gabriel leyó un poco y estaba aprendiendo a escribir a máquina, en una de esas máquinas de escribir viejas, creo que marca Olimpus, que me regalaron mis padres en primer año de bachillerato para las clases de comercio. La nonna les hizo polenta, un plato que a ellos les encanta. Se comieron una cada uno. En la tarde estuvieron jugando. Después de cenar comenzaron a llegar los familiares y amigos. Rezaron el rosario. Mientras los adultos rezaban, los niños estuvieron paseando en bicicleta. Daniel estaba supersuelto en su caminar. Le gustaba que lo pusieran a caminar para que todo el mundo se lo celebrara. Se reía pícaramente cuando daba unos pasitos y todos aplaudían. Algunas de mis primas derramaron unas lágrimas… *** El comandante no llamó.
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DÍA CATORCE Martes 13 de mayo A las seis y media de la mañana ya estaba arriba, escribiendo en mi diario. Estaba tranquila y me dormí un rato en la hamaca. Era la primera vez que lo hacía allá arriba, a pesar de las fastidiosas guacharacas. Soñé que había ido a visitar al señor Heriberto, que en mi sueño vivía en El Trigal y él me preguntó: «¿Te soltaron?». «No —le dije— me dieron permiso de salir». En el sueño también estaba mi papá, que peleaba con mi mamá porque los domingos no lo dejaba dormir. «Sueños», pensé apenas me desperté y extrañé mucho no poder estar con ellos. Me prometí a mí misma que cuando me liberaran me quedaría un tiempo en casa de mis padres para compartir con ellos y disfrutarlos. Además, no quería volver a mi apartamento. Cuando el 67 subió a llevarnos el desayuno, me hizo señas para que bajara. Yo esperé a que él se fuera y luego le dije al Catire que tenía que orinar y bajé a reunirme con el 67, que me estaba esperando más abajo. Él me dijo que el comandante me visitaría hoy y que probablemente me iban a soltar. Yo, ingenuamente, le creí. ¿Por qué no hacerlo? Al volver arriba me sorprendí yo misma por el apetito que tenía y me comí dos panes de sándwich con Cheez Whiz. También me llevaron una arepa frita con Diablitos, pero no la probé. Estaba feliz e hice muchos planes. En mi diario, a pesar de que no podía escribir lo que me había dicho el 67, escribiría: «Estoy feliz y he hecho muchos planes. Bueno, uno es pasarme algunos días en casa de mis padres (en realidad me da miedo ir al apartamento, ellos tienen mi dirección). Me cortaré el cabello y me haré manos y pies. Jugaré con los niños todo el día. Les voy a comprar un perrito, ellos siempre lo han querido. Un golden o un labrador; hablaré con Peter. Ayudaré a mi mamá y a la Cora (bueno, si me dejan que las ayude). Mami, papi, pronto estaré con ustedes para empezar de nuevo a joderles la vida... Manuel, se te acaban las vacaciones, espero que las hayas disfrutado». Estaba tan emocionada que no me detuve a pensar si eso podía ser cierto o no. El comandante en una oportunidad me había dicho que el día que me fueran a liberar era él quien iba a darme esa información y más nadie. Pero en ese momento no pensé en eso. El almuerzo fue arroz con caraota roja, con trocitos de mortadela y una arepa frita. A pesar de que las caraotas tenían coquitos yo no le di importancia y me las comí... con todo y coquitos. El resto de la tarde estuve distraída conversando con el Catire. La idea de que saldría en libertad me mantuvo activa y no dejaba de imaginarme abrazando a Manuel, besando a mis niños. Sin embargo, cuando volvimos a la casa me pareció extraño que no hubieran recibido noticias del comandante. El celular no tenía carga. Entonces comencé a desanimarse y a caer en la cuenta de que en realidad no me iría.
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Nunca supe de dónde había sacado la información el 67 o el motivo que tuvo para inventarlo, pero cuando descubrí que nada de eso ocurriría me sentí tan triste y defraudada que caí en una profunda depresión. Me bañé sin lavarme el cabello y no quise lavar mi ropa. Además, los coquitos nuevamente invadieron la habitación por lo que me guindaron el chinchorro dentro del cuarto. Sin embargo, más tarde tuvieron que permitirme dormir afuera porque dentro era imposible. Los animalitos me caminaban por todo el cuerpo. Esta vez el Mono estuvo de acuerdo, pero me advirtió, quizás para excusarse por su reacción del domingo: «Si se produce un ataque, afuera corres peligro. Y si viene el gobierno vendrán echando plomo y aquí no estás segura». Yo sabía que él tenía razón, pero aun así acepté que me guindaran el chinchorro en el galpón. Me costó conciliar el sueño porque sentía el zumbido de los zancudos cerca de mi cara. Ya sabía diferenciar el zumbido de un zancudo, una abeja, una mosca, un pegón y una avispa. Son todos diferentes. Según me diría el 67 la mañana siguiente, eran más de la una de la madrugada cuando nos dormimos. Durante esos días de cautiverio aprendí a a calcular la hora de acuerdo a la posición del sol. Aprendí a hacer fogatas y a escribir meciéndome. También cómo cantan en grupo los monos araguatos. *** A los niños no los llevaron al colegio. A Daniel le había dado por morder y pegarle a los primos. Estaba muy pilas. La licenciada Milagros, terapeuta de Daniel, había sido muy humana y solidaria. Era una mujer encantadora. Se ofreció para hacerle las terapias al niño en la casa, pero como la otra terapeuta no podía, igual tendrían que llevarlo a su consultorio. Mi papá se fue a la oficina a las siete y media. Tía Alicia estuvo acompañando a mi mamá en la mañana. En la tarde le cambiaron las flores a la virgen. Mauro hizo tarea con Lisseth y luego Claudia los llevó a casa de la nonna Luisa, mi suegra. Las llamadas que se recibian a diario para solidarizarse con la familia eran innumerables. Habían recibido cartas y telegramas de amigos que viven en el exterior. Un amigo de mi papá que vive en Australia se enteró y enseguida llamó. En la noche llegaron familiares y amigos a rezar el rosario. El señor y la señora González llevaron una virgen de Fátima. Manuel llegó al finalizar el rosario y sacó a los niños a pasear en bicicleta. *** El comandante no llamó.
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DÍA QUINCE Miércoles 14 de mayo Mis ilusiones se desvanecieron y allí estaba nuevamente, llorando a moco tendido. Sentí rabia hacia el 67 por haberme mentido. Estaba obstinada. Pedía a Dios, extrañaba a mis hijos, a mi familia. El desespero se adueñó de mí y sentía que me iba a volver loca. Me preguntaba una y mil veces por qué mi familia no pagaba y sentí rabia por eso. Cuando las guacharacas cantaron yo estaba de tan mal humor que comencé a gritarles que se callaran y a lanzarles piedras. Cuando me calmé un poco, me puse a escribir en mi diario: «Manu, te extraño, te amo, qué falta me haces. ¿Cómo estarán mi papá, mi mamá, mis hermanos? ¡Los quiero! Me comí un pan de sándwich con Cheez Whiz a las doce, y a las tres p.m. un pedacito de pollo frito. Estoy harta de esta comida. ¡Dios mío, ayúdame! Todo los días viendo los árboles y el cielo, en la hamaca, ya no sé qué más pensar, solo hago planes; cuando regrese, cuando regrese y cada día lo veo más lejos. Ya no puedo ni llorar. DIOSITO BENDITO, ayúdame...ME QUIERO IR». El resto del día transcurrió igual. Bajamos, me bañé y me lavé el cabello. También lavé mi ropa. Conversé un rato con el 67, el Catire y el Mono. El Mono me preguntó por qué no estaba comiendo, si no me gustaba la comida que él preparaba. Yo le expliqué que estaba triste y no tenía casi apetito. «Mañana te voy a preparar un atún muy bueno para que comas, te va a gustar», me dijo. Entonces le conté que mi mamá preparaba una pasta con salsa de atún exquisita y le expliqué la receta. Luego seguimos hablando de las comidas hasta que decidieron que era hora de irnos a dormir. Pero la conversación me abrió el apetito y antes de acostarme a dormir me comí un pan de sándwich. A pesar de todo dormí bien, en la cama y con los coquitos. *** Como la noche anterior había caído un fuerte aguacero, los niños se levantaron temprano y fueron directo a buscar morrocoyes. Estaban felices porque encontraron nueve. Pero se alteraron tanto que no quisieron desayunar. Hubo que obligarlos. Después de almorzar buscaron a la maestra y tuvieron tareas dirigidas hasta las tres de la tarde. Ana Teresa comenzó a llevar a Daniel a las terapias. Fue muy emotivo porque cuando entró al consultorio todos le aplaudieron. Él estaba feliz. La secretaria de la licenciada le dijo que lo habían extrañado. Todas las mamás de los otros niños le demostraron su cariño al niño y su preocupación a mi hermana por lo que estaba sucediendo. Me tenían mucho aprecio. En las terapias las mamás habíamos hecho un grupo bonito. Había comenzado a llevar a Daniel después de los tres meses porque el pediatra lo diagnosticó hipertónico. La licenciada Milagros es espectacular,
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dulce, encantadora. Las flores que había comprado el treinta de abril eran para ella por su cumpleaños. En la noche volvió a llover y muchas personas no asistieron al rosario. Sin embargo, había mucha gente. Cuando se marchó toda la gente, mi familia se fue a dormir. Esa noche Manuel había regresado temprano. Como todas las noches, antes de subir a la habitación entró a la cocina a servirse un vaso de agua. Nosotros teníamos la costumbre de llevarnos dos vasos térmicos con agua para nuestro cuarto todas las noches. A veces los preparaba Manuel, a veces yo. Esa noche, cuando Manuel entró al cuarto, Gabriel y Mauro todavía estaban despiertos. Gabriel se quedó mirando a mi esposo con los ojos muy abiertos y lo siguió con la mirada hasta que colocó el vaso en la mesita de noche. Mi esposo se dio cuenta de la mirada inquisitiva del niño y le preguntó: —¿Qué pasa hijo? —Nada —contestó con una vocecita apenas audible y bajó la mirada. —Dime papito, ¿qué tienes? Él levantó la mirada, tenía como miedo de preguntar, hasta que dijo: —Papá… ¿dónde está el vaso de mamá? ¿Por qué no se lo preparas más? Manuel respiró profundo. Solo se le ocurrió decir: —Cuando ella llega se lo prepara. Tú sabes que a ella le gusta el agua fría y si lo preparo ahorita cuando ella suba tendrá que agregar más hielo. Creo que cuando mis hijos preguntaban por mí, por qué no regresaba a dormir a la casa, Manuel les decía que sí regresaba, pero que tenía mucho trabajo en la finca y llegaba tarde en la noche, cuando ellos dormían, y me iba tempranito en las mañanas. Gabriel simuló una leve sonrisa y se volteó a mirar a su hermano. Mauro bajó la mirada y siguió comiéndose las uñas… *** A las once y cincuenta y ocho de la mañana Juan Carlos y Manuel estaban con Arnaldo en el hotel cuando repicó el celular de Manuel. En la pantalla aparecía el número 99, lo cual indicaba que la llamada era realizada desde el exterior. —Aló. —¿Cómo estamos, Manuel?, es Jairo. —¿Cómo está todo? —Bien, bien. ¿Qué han resuelto por allá? ¿Qué dice Juan Carlos? ¿Qué han hablado? —Bueno, ¿no han coordinado nada con él? —No, nada. Yo desde ese día no lo llamé más porque es un usurero. Está ofreciendo cosas que no debe ofrecer. ¿Qué te ha dicho él? ¿Qué han hablado ustedes?
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—¿Por qué no le echa un telefonazo, comandante? —¿Qué piensas tú de la situación? —Bueno, mire, hemos conseguido alguito más, pero... —Estamos hablando de una cantidad y él ofrece una décima parte. Tú sabes que eso es un abuso. —No, pero usted sabe que la intención nuestra no es esa. —Ajá, ¿entonces? Hubo un ruido y se cortó la comunicación. A las doce y veintidós de la tarde el comandante volvió a llamar. —Dime, Manuelucho, que la cobertura está muy maluca por aquí en la zona. —Coño sí, se cae la llamada a cada rato. Mire, estamos preocupados. Tenemos días que no sabemos de Betty. ¿Será que le habrá pasado algo? —No sé si viste la prensa y la televisión. Allá me mataron a mi compañero, a mi hombre de confianza. Eso dificultó que nos comunicáramos. —Coño, pero ella ¿está bien? ¿No tiene peo? —No, está en su ciclo. Ella se lo contó a la enfermera. Pero está fuera de peligro, está todo bien. —Coño, pero tanto tiempo sin hablar con ella, tú sabes que preocupa por más que sea… —Sí, pero cómo hacemos. ¿Qué nos recomiendas tú para definir esto urgentemente, hermano? Si no, a nosotros nos toca viajar y te llamaríamos dentro de unos tres o cuatro meses. —¿Por qué tú no le echas un telefonazo a Juan Carlos? Que ya nosotros hemos conseguido algo más de plata… —Aló, aló… —Aló ¿me copias? —Sí, dime, dime… —Coño, ayúdanos ahí, Jairo, tienes que ponernos un precio para que salgamos de este peo rápido. Esta gente ha puesto en venta toda vaina y la situación está muy jodida… —Aló, aló… Se cortó la comunicación. A la una y once llamó dos veces al celular de Juan Carlos. Las llamadas no las pudieron grabar, pero Juan Carlos le pidió que lo llamara a las cuatro de la tarde, que él se iba a reunir con Manuel y luego hablaban. El comandante contestó que no, que a las cuatro no podía, que llamaría a las tres porque tenía que moverse y la comunicación no era buena. Sin embargo, a los pocos minutos llamó al celular de Manuel y quedaron en
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hablar en una hora, a las dos y quince de la tarde. A las dos y treinta y nueve, estando en el hotel, repicó el celular de Juan Carlos. Nuevamente el número 99 en la pantalla. —Aló. —Juan Carlos, es Jairo. —Ajá, ¿qué más comandante, cómo estamos? —Bueno, bien, ¿cómo andas? ¿Qué resolvieron? —Bueno, logramos reunir otro poquito, un poquito más arriba de lo que habíamos hablado. —Ajá, dime pues; dame letra porque aquí la cobertura es muy mala y está lloviendo mucho por acá. —Sí, hace rato se cayó la llamada. Mira, lo que te habíamos hablado la otra vez, nosotros tenemos hasta ahorita doscientos noventa y seis. Dos nueve seis. —Está lejos, está muy lejos. —Doscientos noventa y seis millones de bolívares. —Esa mierda no es plata mi hermano. —¿Cómo? —Trescientos no es plata todavía. Para eso… —Comenzó un fuerte ruido y no se escuchaba nada. —Aló, aló… Se está escuchando malísimo, Jairo. Se oye entrecortado… —Escúchame lo siguiente porque el tiempo es oro. Yo te di un monto, después ese monto te lo dividí en dos. Consígueme la mitad. Me dices para cuándo y yo te vuelvo a llamar mañana. Yo tengo que viajar hacia otra zona y debo ubicarla a ella en un buen sitio. —Dime tú, más o menos; para nosotros ver qué podemos hacer. —Yo entiendo todo, yo entiendo todo. Yo estoy claro en todo eso. —Yo quiero que hagamos un pacto de caballeros, Jairo, un trabajo de gente. Y acuérdate que nosotros estamos contigo. —Si, está muy bien. Yo te agradezco altamente, cómo no. —Dime, dime. —Yo te pedí uno y medio. Pártelo por la mitad y más nada hijo. —No, pero es que eso es dificilísimo. —No, no; no es difícil. —Vamos a partir esa mitad de lo que tú dijiste y nos das unos días más para nosotros conseguir lo que falta, Jairo. —¿Cuántos días te doy? —Pero la mitad, estamos hablando de la mitad de lo último que tú dijiste. —No, no, no. Consigue setecientos cincuenta y… Está difícil, imagínate. Para
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tenerla como debe ser porque esa muchacha no quiere estar aquí. Es un caramelo, estar aquí... Ella quiere estar en la casa, es diferente. —Eso no es fácil, Jairo, es muy difícil hacerlo así. —Yo sé quién es ella, ¿me lo vas a decir a mí? Dentro de todo ella es guapa y ha guapeado bastante, le ha gustado el monte y ha estado acostumbrada a eso. No tiene problemas… se controló. —Mira, nosotros vamos a intentar todo lo posible, Jairo. Yo no te prometo nada, tienes que volverme a llamar. —¿Cuándo te llamo? Dime cuándo. —¿Cuándo me llamas? Ya yo te di el monto. Si sacas la cuenta es bastante dinero. Dame dos días si quieres, pero analiza bien el monto, Jairo. Nosotros estamos haciendo el sacrificio. —Tú sabes que yo he entablado estas conversaciones con ustedes es por ella, por más nada. —Claro, nosotros también lo hacemos por ella, tenemos el mismo objetivo. Nosotros tenemos la intención, nos estamos moviendo por todas partes. Dime si puedes bajar algo más, nosotros entramos en razón. —Setecientos cincuenta y quedamos listos para cuando tú me digas. —¿Cuánto? —Setecientos cincuenta. En pesos, en bolívares o en dólares, no importa. —Pero Juan Carlos no escuchaba y el comandante tuvo que repetir varias veces lo que dijo. —Setecientos cincuenta, no importa que me lo des en bolívares. Es lo menos que te lo puedo dejar. —Es un monto alto. —Yo entiendo, pero haz el esfuerzo porque tu hermana vale más. Entonces dime ¿cuándo te llamo hermano? —Llámame en dos días. —Okey, te llamo en dos días de nuevo. El comandante, sin embargo, volvió a llamar a las dos y cincuenta y uno de la tarde y le dijo a Juan Carlos que no lo podía llamar en dos días, que esperara su llamada el sábado. Juan Carlos le dijo que estaba bien, pero que analizara lo del monto. Él le contestó que no podía hacer más nada y que ese era el monto definitivo. Luego colgó.
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DÍA DIECISÉIS Jueves 15 de mayo Quince días y yo no sabía qué estaba pasando. No sabía nada del comandante y comenzaba a acostumbrarme a mi rutina diaria. Sentada en la hamaca, mientras me mecía, miraba al Catire que estaba echando ramas secas a la fogata. Pasaba todo el día en eso, era su manera de distraerse y yo a veces lo ayudaba. Mientras lo miraba, mis pensamientos se fueron hacia mi familia y con nostalgia me preguntaba qué estaría haciendo mi hermana Eliana, mis sobrinos, mi ahijada Vanesa. Qué falta me hacían. Y mi hermanita Claudia, a punto de dar a luz. «Ana Victoria, espérame», pensé con tristeza, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Los extrañaba. Definitivamente somos una familia muy unida. Con diferencias, como es normal, pero siempre apoyándonos unos a otros. Pensé en mi hermana Ana Teresa, me preguntaba qué estaría haciendo; sin ni siquiera imaginar que estaba a cargo de mis niños y que desempeñaba el rol de nana a la perfección. Sabía, sí, que Manuel y Juan Carlos debían estar ocupados con la negociación. Cuando pude hablar con ellos me trasmitieron fuerzas y los noté seguros y tranquilos, por eso no me preocupaban tanto. Pensé en mi mamá, pilar fundamental de mi familia. Imaginaba que debía llorar mucho. Como madres estábamos viviendo una situación similar: a mí me separaron de mis hijos. A ella le llevaron a su hija. Entendía perfectamente cómo debía sentirse. Y mi mayor preocupación era mi papá. Me lo imaginaba fumando cualquier cantidad de cigarrillos, triste, decaído. ¿Soportaría su condición cardíaca tanto sufrimiento? Luego pensé en mis hijos, en mi esposo. Adrede los dejé de últimos en mis pensamientos porque eran los que más me dolían, los que más debían estar sufriendo. Pensar en el hecho de que tal vez mis hijos comenzarían a olvidarme me producía un dolor inmenso que no sabía describir y, sobre todo, no podía soportar. Quería gritar, llamarlos, decirles que existía, que los amaba con todas las fuerzas de mi corazón. Esto me hacía mucho daño, por eso decidí pararme y caminar. Estaba tan absorta en mis pensamientos que no había notado que el Catire había colgado un chinchorro y estaba dormido. Sobre su pecho descansaba la escopeta, se había quitado las botas y había dejado el machete en el suelo. Por un momento tuve ganas de reír. «Tremendo guardián», pensé, pero luego sentí rabia hacia mí misma por ser tan cobarde. Sería tan fácil escapar de allí, pero ¿a dónde iría? ¿Y si me descubrían? ¿Y si le hacían algo a mis hijos en venganza? Inmediatamente descarté esa posibilidad. Decidí comer mi desayuno porque tenía hambre y me gustaba tanto el pan de sándwich con Cheez Whiz que hubiese sido feliz aunque solo me dieran eso de comer. Sin embargo, extrañaba la comida de mi casa, sobre todo la de mi mamá.
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«Cuando me liberen le voy a pedir a mi mamá que me prepare unos ñoquis, la polenta que quedó pendiente, arroz con pollo, lenteja con zampone. A mi tía Alicia le pediré un pasticho y a mi suegra, brodo con tortilla y pizzas. Y a Manuel, sopa de cebolla». Mientras pensaba en eso sentí una inmensa alegría pensando en el día que me liberaran. Pero luego me di cuenta de que ese día estaba lejos… «Dios mío, ¡cuánto los extraño a todos! ¡Cuánto deseo estar con ustedes! Cada día que pasa pierdo más las esperanzas. Este sábado tampoco comeré en Guaparo y aquí ni siquiera probaré la comida. ¡Lo juro! Me quiero ir. Dios mío ¿qué pecado he cometido? ¿A quién le debo pedir ayuda? Ya casi ni me provoca rezar. Juan ¡por favor! ¿Qué coño pasa? Pídele prestado a mi tío, al señor Miguel... Manuel, pídele a Gianny, a Orlando. ¡Coño! Consigan los reales, ¿No entienden que me quiero ir a mi casa? Con mis hijos, con mi familia...Yo sé que ustedes sufren tanto como yo, pero no es igual... ¡Ayúdenme! Sáquenme de aquí, se los suplico, paguen, por favor... Paguen que me muero de tristeza, de soledad...». Cuando llegó el almuerzo me llevé una agradable sorpresa: el Mono me había preparado pasta con salsa de atún. Por supuesto, no tenía comparación con la que preparaba mi mamá, pero no podía despreciar el gesto del Mono y decidí comérmelo todo. El resto de la tarde estuve muy triste y lloré bastante. Además, tenían tres días sin darme cigarrillos y me hacían falta. Cuando las guacharacas cantaron en su horario de la tarde, el Catire me dijo que les prestara atención a lo que decían. Esto me causó gracia y le pregunté qué se suponía que estaban diciendo. Él, animado por mi interés me dijo: «Escucha bien, están diciendo coco raspao, coco raspao…». Ambos nos echamos a reír. Pero ese «coco raspao» quedaría grabado para siempre en mis recuerdos. Todavía hoy, tantos años después, cuando escucho cantar las guacharacas no puedo evitar recordar esos días tan difíciles. Inevitablemente me invade una inmensa tristeza. Ese «coco raspao» me sigue atormentando. Al final de la tarde, bajamos. Una inmensa y espectacular luna llena nos alumbró el camino. Mientras caminábamos, el Mono, que se acercó al árbol caído para escoltarnos hasta la casa, me dijo que el comandante había llamado y que más tarde llegaría para darme buenas noticias. Esto me alegró tanto que apenas llegué me bañé y me lavé el cabello. Estaba tan feliz que se me abrió el apetito. Me comí un sándwich y hasta un plato de pasta que me sirvió el Mono, orgulloso por su receta. Mientras comía, el Catire me dijo que probablemente me iría el sábado. No le hice mucho caso, aunque era lo que más deseaba, pero no quería hacerme falsas ilusiones. Así que decidí que solamente cuando me lo dijera el comandante yo lo creería. Lo que no me imaginé es que el comandante, por un motivo que yo nunca entendí, también me engañaría.
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Serían más de las diez de la noche cuando llegó el comandante. Yo estaba en la habitación escribiendo en mi diario. No podía ocultar la emoción que me invadía en ese momento. Daba por hecho que me traería buenas noticias. Jairo tocó la puerta e inmediatamente entró. Yo lo saludé y le di un abrazo. Estaba vestido, al igual que en las oportunidades anteriores, con uniforme militar. La Uno no lo acompañaba en esta oportunidad. Según me dijo el comandante, estaba con otros secuestrados. Sin entrar en muchos detalles me dijo que negoció con Juan Carlos, que pagarían el sábado y que entre domingo y lunes me soltarían. Que todo se terminaría de cuadrar el viernes. Que tal vez la Uno vendría a quedarse a dormir conmigo y que el domingo, él mismo se encargaría de «bajarme» para entregarme el lunes. Que probablemente me liberarían en el estado Portuguesa para no correr riesgos, lo cual a mí no me preocupó en lo absoluto. Me quería ir. Pero todo lo que me había dicho el comandante era falso. Las negociaciones con mi familia no avanzaban sino, al contrario, estaban en su punto más crítico. Probablemente me mintió porque los cuidadores le habrían comentado que yo estaba comiendo muy poco, que me había sentido mal, con debilidad, que estaba deprimida y lloraba todo el tiempo. La táctica funcionó porque el solo hecho de saber que el comandante iría a visitarme estimuló mi apetito hasta el punto de que esa noche inclusive cené, lo cual nunca hacía. El comandante se quedó un rato y estuvo conversando conmigo. Antes de marcharse me entregó una inmensa bolsa con jugos, maltas, refrescos, galletas de soda y dulces, todos colombianos. También me entregó un paquete de cigarrillos marca Boston, colombianos; y otros sin filtro, marca Piel Roja. Me advirtió que los Piel Roja eran muy fuertes y que tuviera cuidado al fumarlos. Me entregó algunos periódicos, todos colombianos: El Tiempo, El Heraldo, La Libertad y El Espacio. También llevó un cachicamo que cazó en el camino y el Mono dijo que sería el almuerzo del día siguiente. El comandante me contó que había salido una reseña en la prensa donde hablaban de mi secuestro, pero a él no le preocupaba mucho porque no mencionaban nombres. Efectivamente, en un periódico de Barinas, habían publicado una noticia sobre el «secuestro de la hija de un ganadero de la zona», pero sin mencionar nombres ni apellidos. Al momento de despedirse, el comandante me advirtió que el único encargado de notificarme sobre mi liberación era él y que si él no estaba presente yo no me iría. Quizás esto lo hizo para asegurarse de que ninguno de los miembros del grupo o los cuidadores negociaran por su cuenta y si lo hacían que yo no confiara en ellos. Me acosté a dormir feliz. Esa noche hubo un eclipse de luna. Dormí bien, a pesar de que los coquitos me caminaron por todo el cuerpo. No había más velas y lo que tenía para alumbrar era un mechurrio. Este despedía bastante humo y la mañana
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siguiente amanecí con la nariz negra por dentro. *** El día transcurrió sin muchas novedades en casa de mi familia. Los niños estuvieron jugando toda la mañana. Como la tía Ana tuvo que ir a la oficina, ellos se quedaron con mi mamá, la nonna. Se portaron bien. Después de almorzar, Gabriel y Mauro estuvieron haciendo tareas con la maestra. Al terminar las tareas salieron con mi mamá a comprar unos zapatos. Pero no consiguieron ninguno que les gustaran. Daniel se quedó en la casa con la tía y la nana. En la noche se rezó el rosario. Asistió toda la familia y los amigos. *** En el «cuarto de guerra» no hubo mucha actividad. El comandante no llamó.
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DÍA DIECISIETE Viernes 16 de mayo Para mí ese día todo era diferente. Me sentía feliz. Sin embargo, me levanté temprano con dolor de estómago y tuve que ir directo al baño. Después de subir, esperé a que estuviera más claro para leer los periódicos que me había traído de Colombia el comandante. Sentía que el día pasaría más rápido porque tenía una nueva distracción que era leer la prensa. Le daba gracias a Dios una y otra vez porque pronto me iría. Desayuné seis galletas de soda con Diablitos, Cheez Whiz y mayonesa. Había esperado ansiosamente el desayuno porque tenía hambre y le había encargado al Mono que me preparara esas galletas. A media mañana me fumé tres cigarrillos. Cuando llegó el almuerzo, el famoso cachicamo, que además estaba muy bien presentado con papas sancochadas y arroz, lo quise probar enseguida. Al principio tuve dudas porque recordé el papel que juega el cachicamo en la enfermedad del mal de Chagas. Pero luego pensé que no representaba ningún riesgo y me lo comí con muchas ganas. Estaba muy bueno. Comenté con el Catire que sabía a conejo, pero luego de hacer el comentario me di cuenta de que el Catire no lo había probado. Entonces le pregunté el motivo y él me dijo que no tenía mucha hambre. Sin embargo, sí se comió todo el arroz y las papas. Yo continuaba con diarrea, probablemente por eso estaba perdiendo peso, unido al hecho de que comía mucho menos cuando estaba deprimida. Notaba que los pantalones comenzaban a quedarme holgados. Pensé en las ironías de la vida. Yo siempre me sometía a regímenes dietéticos para mantenerme en forma y ahora adelgazaba simplemente porque no comía. El Mono subió a media tarde para llevarme un bolígrafo pues el que estaba usando se había quedado sin tinta y yo le había mandado a decir con el 67 que necesitaba uno. Cuando subió, andaba de muy buen humor y se quedó un rato conversando conmigo y con el Catire. Entre tantas cosas banales que conversamos, el Mono, de repente, cambio de tema y me dijo: —Tú tienes mucha suerte. El comandante tiene a una muchacha secuestrada en otro sitio y desde que la agarraron la tienen amarrada y con los ojos vendados. — Esta noticia no me agradó para nada. —¿Amarrada y vendada? ¿Pero por qué? —Estaba al borde del llanto. —Porque es muy arrecha, no quiere comer nada, no colabora. Yo no quise preguntar más. Fue suficiente para que toda mi ilusión y alegría se vieran opacadas de repente. Pero no quise seguir pensando en situaciones negativas. Me acosté en la hamaca y me puse a hacer los crucigramas de los periódicos. Había pensado en guardárselos a mi mamá, pero para despejar la mente de los comentarios del Mono decidí tratar
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de resolverlos. El día pasó rápidamente para mí porque estuve distraída leyendo periódicos, fumando, tomando refrescos y haciendo crucigramas. Regresamos junto con el Mono sin hacer escala en el árbol caído, directo a la casa. Al llegar me bañé, me lavé el cabello y decidí rasurarme piernas y axilas. Quería estar presentable el día que regresara a mi casa. Luego me quedé en el cuarto escribiendo mi diario. Estaba a solas porque el 67 y el Mono estaban cazando y el Catire se estaba bañando. Me serví Coca-Cola y me comí unas galleticas. En mi diario escribí: «Estoy totalmente sola, a oscuras. La luna no ha salido y hoy no hay ni una sola estrella. Sola, entre estas montañas, en esta oscuridad. Pero no tengo miedo, la esperanza de que pronto estaré con los míos me da ánimos y me da tranquilidad, tanto, que he reflexionado mucho y doy gracias, mil gracias a Dios porque la que está aquí soy yo y no mi papá. ¡Gracias, Dios mío! Él no hubiera soportado esto. No, papi, me refiero al sufrimiento, porque tú tienes más energías que yo para subir y bajar la montaña. Pero la tristeza y el sufrimiento ya lo has pasado tanto en tu vida que esto sería demasiado. Mami, tú menos, ni pensarlo...y ¿quién atendería a mi papá? Además, no hubieras comido nada. Si vieras la comida y los utensilios te morirías de hambre. A veces con coquitos incluidos. ¿Eliana? No, Dios mío, menos mal que no. La plaga te hubiera matado, los coquitos no te dejarían dormir y a ti el monte, definitivamente, no te gusta. Juan Carlos, demasiado arriesgado. Aunque aquí me tratan bien creo que para ti hubiera sido un peligro, hubieras intentado escapar, estoy segura. ¿Ana? Bueno, eres más parecida a mí en esto de fincas, pero no hay espejos, ni cremas; y además estás en planes de boda (hablaremos de eso cuando regrese) ¿Claudia? Veguera tanto o más que yo, pero con ese barrigón ni qué decir. Creo que por eso me escogieron a mí. He sufrido. ¡Dios mío, cuánto, solo tú lo sabes! No tener a mis niños en la cama como toooooodas las noches en las que dormíamos los cinco juntos. Cónchale, cuánto extraño eso. Realmente mis tres chipilines son los que más me han hecho llorar, porque por los demás lloro, pero lloro de pensar lo que deben estar sufriendo; sin saber dónde estoy, con quién estoy, qué como, qué hago, etc. Pensar en el sufrimiento de mi papá y mi mamá me ha torturado estos 16 días, porque estoy viviendo en carne propia lo que significa que te alejen de un hijo por la fuerza y solo ellos saben por lo que yo estoy pasando. Manuel, tú eres más fuerte, me haces muchísima falta y te extraño como nunca, pero desde el día que hablamos por teléfono me sentí tranquila por ti, ya te lo dije, te sentí sereno y eso me tranquilizó mucho. Por favor, cuando regrese necesito que me consientas como cuando estábamos recién casados, que me hablabas chiquito ¿lo recuerdas? Mis hermanos, qué falta me hacen... Cuánto deben estar sufriendo. Eliana, ni
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pensarlo, Juan que se ha calado toda la negociación y los nervios; Ana, ni qué decir y Claudia a punto de parir. ¡Dios mío, que Ana Victoria me espere... POR FAVOR!». ***
Ana Teresa se levantó temprano. A las ocho y cuarenta y cinco fue a buscar a Soledad, la maestra que le daba tareas dirigidas a Gabriel y Mauro. Hicieron actividades hasta las once de la mañana. Mi papá y mi mamá fueron a la funeraria, el día anterior había fallecido la señora María Hernández, gran amiga de la familia, madre de un amigo de mi papá. Ana decidió llevar a los niños a McDonalds. En el carro iban peleando sobre cómo comprarían la comida, si bajándose o a través de la ventanita. Mauro estaba muy nervioso. Cada vez que salían en el carro estaba pendiente de que colocaran los seguros. Y ambos decían cosas como «si nos paramos en los semáforos nos pueden atracar», «vendrán los ladrones» y cosas por el estilo. Pobres criaturas. (Cuando leí esto en el diario que me escribió Ana Teresa me puse a llorar a moco tendido). Al final, compraron la comida por la ventanita y subieron a almorzar en casa de mi mamá. En la tarde, los niños tuvieron tareas dirigidas de dos a tres (recuperaron una hora que habían perdido el miércoles). Luego de llevar a la maestra, Ana Teresa llevó a mis tres niños a casa de mi suegra (Manuel se lo pidió). Ella aprovechó para ir a comprar pañales y toallitas húmedas. Luego, fue a comprar unas medallitas para los recuerditos que entregaría Claudia cuando naciera Ana Victoria, faltaban pocos días. En la noche rezaron el rosario. Asistió toda la familia, el compadre con su familia, Atilio y la esposa, el señor Enrique, Lorena, mis tíos y primos… *** Juan Carlos y Manuel estuvieron reunidos, en la tarde, con los asesores. Pero el comandante no llamó. Había dicho que llamaría el sábado y aparentemente iba a cumplir su promesa. Al menos eso esperaban todos, porque ya comenzaban a desesperarse.
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DÍA DIECIOCHO Sábado 17 de mayo A las seis y media de la mañana ya estaba escribiendo mi diario. Di gracias a Dios porque pensaba que ese sería mi último día en esa colina. Era lo que más deseaba. La noche la había pasado bien, pero me costó mucho conciliar el sueño y lloré un rato, a pesar de que creía que el día siguiente me iría, fue inevitable: lloré. Me sentía triste y me dormí tarde. Mientras me mecía en la hamaca, me quedé dormida un rato. Sin embargo, cuando el 67 llevó el desayuno ya me había despertado. El Mono preparó bollitos con atún guisado. También me mandó dos panes de sándwich porque sabía que a mí me gustaban. Pero había amanecido inapetente. Comí muy poco y guardé los panes para la tarde. Estaba nostálgica y mis pensamientos se fueron hacia mi esposo. Cuánto lo amaba, cuánto lo extrañaba. Cuánto deseaba que me consintiera, que me abrazara. El Mono y el 67 habían cazado un conejo la noche anterior y ese fue el almuerzo, acompañado de papas sancochadas. Pensé en la promesa que había hecho de no comer nada los sábados, pero decidí que no la cumpliría. Aunque estaba un poco deprimida, pensaba que pronto regresaría. Pero el conejo no me gustó mucho y comí muy poco. Me tomé un refresco colombiano llamado Postobón. No me pareció gran cosa, prefiero la Coca-Cola. El día se me hizo sumamente largo y aburrido. Me fumé nueve cigarrillos y estuve ojeando los periódicos. Hasta escribí una carta a una persona que no conocía, pero que me había hecho mucho daño. Un periodista. Pero la carta fue solo un borrador. Después la escribiría con más tranquilidad y sin tantas groserías. Al bajar me lavé el cabello en la batea y luego me bañé. Me molesté muchísimo porque cuando entré al cuarto se habían llevado los jugos, refrescos y maltas. Le pregunté al Mono y me dijo que no sabía nada. «Ese fue el Comecomía» —me dijo, refiriéndose a la persona que iba a darnos una vuelta de vez en cuando, el chofer de la Hilux. Me dio muchísima rabia. Pero ¿a quién podía reclamar? Nos sentamos un rato afuera a esperar que saliera la luna. Yo trataba de disimular, pero entre la rabia por las cosas que me «robaron» y el hecho de que el comandante no llegaba, estaba desesperada. Nos fuimos a dormir tarde esperando que el comandante apareciera en cualquier momento, pero nunca apareció. Me deprimí mucho. Sin embargo, dormí bien, toda la noche. Escribí en mi diario: «En la tarde estuve bastante aburrida. Sin embargo, la idea de que pronto estaría en libertad me animaba a no desesperarme. Inventaba cualquier cosa para distraerme. Una de ellas fue ir colocando las colillas de los cigarros que me iba fumando en orden de tamaño, de menor a mayor. De manera que cada vez que estaba
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terminando de fumar uno, trataba de dejarlo más largo o más corto que el anterior. Luego estuve ojeando los periódicos. ¡Manuel, cuánto te extraño! ¡Papi, mami, ustedes también tendrán que consentirme un poco! ¡Cuánto lo necesito, cuánto lo deseo! Solo por una semanita ¿Sí?». *** Los niños tuvieron tareas dirigidas en la mañana. Mientras tanto mi hermana fue con Lisseth, la nana, a mi apartamento, a buscarles ropa y unos juguetes para Danielito. Aprovecharon para regar las matas. En el diario Ana Teresa escribió: «Tus zapatos siguen en la entrada del apartamento, esperando por ti. ¿Sabes? Juan Carlos, Manuel y Alonso fueron donde Débora, una vidente, el viernes antepasado. Buscaban respuestas. Ella, entre tantas cosas, les recomendó que pusieran un par de zapatos tuyos en la casa de mi mamá. Les dijo que los colocaran en la entrada, como si tú estuvieras entrando a la casa. Que eso haría que volvieras pronto. Ellos los colocaron, pero dentro de una bolsa, escondidos en la jardinera del frente, para que nadie los viera. El día que fue el jardinero a cortar la grama, los encontró. Como ya nos habían alertado de que podían enviarnos algún paquete tuyo, te podrás imaginar la cara de mi mamá cuando el jardinero se los entregó. Casi se desmaya del susto, al igual que Eliana y yo. Después de ese susto hablamos con Juan Carlos y el nos contó todo lo de la vidente. Por eso los pusieron aquí en tu apartamento». Luego escribió: «Como de costumbre hoy sábado almorzamos todos juntos. Pero todos los días son iguales: la misma espera, la misma rutina. De verdad, ya nada tiene sentido… ¿Para qué echarle pichón a la vida? ¿Para regalárselo a unos pobres infelices?». Los niños fueron con la nonna a llevar a la maestra. Le quisieron regalar dos morrocoyitos. En la tarde estuvo mi hermana Eliana con sus niños y se bañaron todos en la piscina, inclusive mi hermana. También estuvo Sara, la hija de mi prima Sandra, y se divirtieron un buen rato. En la noche fue el rosario. *** A las cinco y veintinueve de la tarde repicó el celular de Juan Carlos mientras estaba circulando por la avenida PaseoValencia, Manuel andaba de copiloto. En la pantalla del teléfono aparecía el número noventa y nueve. Era él. —Es el hijo de puta güevón, conéctame el grabador. —Manuel le hizo caso y Juan Carlos contestó la llamada.
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—Aló, ¿cómo estamos? —Bien. Dime, estamos esperando órdenes tuyas, hermano. —Ajá, ¿qué ha pasado? —No, diga usted. Quedamos en que te diera dos días y te estoy llamando a los tres días, pues. —Sí, nosotros nos estamos moviendo todavía y logramos reunir algo más. —Sí, pero la cifra está acordada. Yo no puedo bajar todos los días de donde estoy para llamarte hermano. —Nosotros logramos reunir algo más. Ahorita tenemos trescientos veintinueve. —Bueno…—dijo el comandante, pero Juan Carlos no lo dejó terminar la frase. —Y a mí me gustaría, si tú no tienes problemas, que me llames a otro número que yo tengo porque… En ese momento, el comandante lo interrumpió. —Anota este número y me llamas tú a mí. Juan Carlos se sorprendió, no esperaba que él le diera un número y le hizo señas a Manuel para que lo anotara. —Ajá, dime el número. —00573106061449. Ahora dime tú el número a donde tengo que llamarte. —Anota este número. Es otro celular. Yo creo que no vamos a poder seguir hablando por aquí, cuando me llames yo te explico, porque está medio raro. Es 04144421… —Está bien. Tú me llamas ahora al número que te acabo de dar y me das las explicaciones. —Okey. Ese monto que te dije lo tengo ahorita. Es que tenemos a la gente pisándonos los talones. La vaina se está poniendo difícil… —Sí, ya vi el periódico, ya me lo mandaron. —No, no. El periódico no, yo te digo la otra gente. —Sí, pero también vi algo en el periódico. ¿Qué pasó con eso de la prensa? —El comandante se refería a un artículo que había salido en un diario de Barinas donde mencionaban mi secuestro. —Eso fue una mariquera. Eso no lo podemos manejar nosotros. Yo te estoy hablando es de la policía. —Marca el número que te acabo de dar. —¿Te llamo ahora? —Ya, inmediatamente. ¿Puedes? —Yo creo que no. Mi teléfono no tiene salida para llamadas internacionales. —Entonces te marco al otro. —Si quieres márcalo ahorita. Lo cargo prendido.
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—Dale pues. Colgaron e inmediatamente, a las cinco y cuarenta de la tarde, repicó el otro número. —Aló, dime, Juan Carlos, ¿para cuándo puede estar ese dinero junto? —Jairo, no es fácil. Yo te dije, ahorita tenemos tres veintinueve. Coño, quisiera que tú te concientices un poquito y nos pongamos en los números. —Sí, pero mientras van pasando los días los costos suben y yo no te estoy incrementando nada. —Yo lo sé. Los que estamos incrementando somos nosotros. Yo te di otro número porque la cuestión se está poniendo arrecha aquí con la gente. Tú tienes que tratar de bajar un poco también. —Para nosotros a la final lo importante es que no vayan a la oficina de ellos, de los que puedan estar detrás de nosotros, a decir esto. —Eso es lo que hemos tratado de hacer desde el principio. —Si tú nunca vas para allá no hay problema. —Nunca he ido, ni iré. Pero los rumores andan en la calle y ellos están investigando, Jairo. Si esto se extiende se va a complicar. —No, eso no se complica. Lo que importa es que lleguemos a un acuerdo. Después puede estar todo el mundo detrás de eso, no hay problema. —Ah, bueno, si no hay problema, entonces seguiremos esperando. —Sí, bueno, tú me dices. La preocupación acá es que yo le tengo prometido a Betty que el lunes se iba con ustedes. —Eso no es fácil. Esa suma es difícil y tú lo sabes, Jairo. —Esos papis tienen bastantes bolívares. —No, no tenemos bolívares. Lo que tenemos es capital, Jairo. Si tú quieres te mando quinientos toros para donde tú me digas. Quinientas vacas. —Ajá y ¿por qué no los vendes? —¿Y cómo los vendo? ¿Quién me los compra? Ni a mitad de precio los vendo ahorita. Tengo tres o cuatro meses antes de este peo vendiendo un carro y no lo he podido vender. Es una crisis a nivel mundial y en Venezuela es la peor crisis de la historia. Tú estás más informado que yo. —Bueno, entonces ¿qué sugieres tú? —Que tú me ayudes también, yo estoy atado a ti, pero yo quiero que pongamos algo razonable. —Te estoy pidiendo cincuenta por ciento de lo que te pedí al principio. —Sí, Jairo, pero eso es algo dificilísimo. Además te dije tres veintinueve. Es una pelota de real. Y te lo dije desde un principio, el miedo mío es, a la hora de una negociación, dónde coño voy a meter yo toda esa vaina. ¿Cómo voy a hacer? ¿Quién
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me va a proteger? ¿Quién va a cuidar los reales tuyos? —Escúchame, Juan, dime para cuándo tienes ese dinero y yo te hago la llamada en esa oportunidad, para que no estemos perdiendo más tiempo. —¿Cuál dinero? —Lo que hablamos, los setecientos cincuenta. Para cuándo está y yo te llamo en esa fecha. Tú me dices, un mes, dos meses, cinco días, quince días… y yo te llamo. —Bueno, entonces pasaremos tres años en esto. —Ah, bueno, entonces dejémoslo así, en tres años. —Jairo, lo que quiero que tú entiendas es que nosotros estamos haciendo un sacrificio grandísimo. Si tú averiguas, si tú realmente averiguas, yo he sacado esta semana ganado flaco para matadero; más de tres gandolas. Me estoy moviendo por todos lados. La intención mía es llegar a hacer negocio, pero no una cosa que se salga de los canales, que sea exorbitante. —No, bueno, entonces ustedes son los que saben. —Y además, con Betty no hemos hablado. ¿Cómo está ella? —Ella está bien, hijo. Entonces yo te llamo no sé cuándo. No sé si habrá más llamadas o no. —Claro que debería haber más llamadas. Acuérdate que igualito estamos interesados. —Dime en qué fecha te llamo, hijo. —Eso no te lo puedo decir yo. Te repito que tenemos capital, pero no liquidez. Yo pienso que tú no estás bien informado. —Sí lo estoy, claro que sí. —Pues seguiremos moviéndonos y veremos qué hacemos. —Okey. —El comandante cortó la comunicación. Al finalizar la conversación, Juan Carlos y Manuel estaban decepcionados. El hombre no aflojaba, no bajaba el monto. Eran las seis y media de la tarde y durante la conversación cambiaron la ruta del vehículo y se dirigieron al hotel. En el estacionamiento se quedaron dentro del carro hasta que finalizó la conversación. Luego se bajaron y se fueron donde Arnaldo para analizar lo hablado. Ellos estaban desesperados y Juan Carlos sentía que no lo estaba haciendo bien. Sin embargo, Arnaldo, después de analizar la conversación, le dijo que iban bien. «Fíjate, Juan Carlos, tú le hablas fuerte y el hombre sigue allí. Otro te hubiese cortado la llamada. Quiere negociar» —le dijo Arnaldo— «Volverá a llamar, ya verás, ahora llamará a Manuel. Y llamará pronto». Sin embargo, ellos no se animaron mucho. Esa noche no se quedaron hasta tarde y se fueron a Guaparo apenas terminaron de analizar todo. Al llegar, como ocurría todas las noches, se sentaron en el porche de la casa y le
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contaron a mi papá lo que había ocurrido en la tarde. Manuel se retiró a la habitación porque quería aprovechar que los niños aún estaban despiertos. Mientras subía las escaleras repicó su celular. En la pantalla aparecía el número de mi celular. Estaba tan asombrado que no se percató de que contestó instintivamente sin colocar el grabador y la primera parte de la conversación no quedó grabada. Sin embargo, apenas se dio cuenta, conectó el aparato (siempre lo cargaba con él) y continuó hablando como si nada. Después de saludarlo el comandante le dijo: —Betty está bien. Ha tenido un buen cuido y un buen trato. He tenido que viajarla y es más difícil la comunicación. Se va a incrementar todo hermano. —Yo creo que Juan Carlos habló contigo. Nosotros tenemos ahorita, escúcheme bien lo que le digo, tenemos trescientos veintinueve, casi trescientos treinta millones. Coño, viejo, eso es una bola de billete, Jairo. Lo tenemos en un maletín, listo para llevarlo a donde ustedes digan —Manuel había bajado y se había montado en el carro para poder hablar porque en la habitación estaban los niños, y en la parte de abajo de la casa había mucha gente. —Falta, hermano. Póngale más interés a la cuestión. Eso no me resulta ni podemos cuadrar nada. —Jairo, ponme un monto donde nosotros podamos llegar. —Nosotros tenemos unos cálculos efectuados. Le habíamos pedido un millón y medio de dólares. Después recapacitamos por la situación, por lo que me dijeron. Hablé con el comandante mío y le dije: «Cónchale, hermano, vamos a cuadrar eso en la mitad porque ellos me han explicado muchas cosas y yo sé que la situación en Venezuela no está bien». Yo estoy parado en la mitad porque esa es la orden. De uno y medio quedamos en siete cincuenta. Entonces no podemos quedar en tres cincuenta. —Sí, pero nosotros te hicimos otra oferta. Te podemos mandar bienes. Juan Carlos está mal con toda la familia. Hemos tenido peos con todo el mundo. Además, los petejotas nos están pisando los talones. Todos los días nos movemos de un lado para otro. Me llaman a cada rato, yo no les contesto el teléfono porque quieren preguntar, quieren averiguar y nosotros le estamos haciendo caso a lo que ustedes nos pidieron. —No, pero salió en la prensa de por allá, ya vimos algo. Betty se preocupó mucho cuando le mostraron ese recorte. —(En realidad, yo nunca lo vi). —Esas son prensas muy pequeñas que no podemos manejarlas. —Yo le dije a Juan Carlos y se lo voy a decir a usted también, de amigo, porque estoy preocupado por la situación de Betty. Ella llora por sus niños y sus vainas. A nosotros no nos interesa que lo sepa el DAS, la PTJ, la Guardia, el general, el coronel. No nos importa. Ya nosotros estamos resteados. Si no resolvemos esta se-
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mana, esto va para largo. Es lo único que te garantizo yo, independientemente de la seguridad física de Betty. Eso sí es respetado. Pero con ese monto no llegamos a ninguna parte. —Eso es otra cosa que me tiene preocupado. Tenemos casi diez días que no sabemos de ella. ¿Quién me garantiza que ella está bien? —Yo viajo con ella el lunes. Yo te lo garantizo. Y no me vas a dar nada si no hablas primero con ella. —Sí, pero yo no puedo seguir adelante si no me das una fe de vida de ella. —Pero yo no te puedo poner a hablar con ella. —No necesariamente es hablar con ella. Yo te puedo preguntar varias vainas y tú se las preguntas a ella. A ver si es verdad. —Ella tiene unos documentos que está escribiendo, pero no hemos querido proceder de esa manera. De quitárselos, pues. Lo que tú me digas a mí yo se lo hago saber a ella y te lo responde por medio mío. Lo que tú dices es verdad. —Esa es la preocupación, han pasado diez días. Ustedes están en la selva, coño. Yo no sé qué le habrá pasado a ella, si está con vida. —No le ha pasado nada, lo único es que se enfermó un poquito y ya superó esa situación. Es por los nervios y la preocupación de ella. Pon cuidado a lo que te voy a decir ahorita. —Ajá. —Hermano, te lo digo sinceramente con el corazón en la mano: vamos a viajar el lunes y te estaremos dando información dentro de quince, veinte días, un mes. —¿Cuándo me vas a llamar? ¿Cuándo espero tu próxima llamada? —Hoy qué es, ¿diecisiete? El diecisiete del otro mes. Para llamarte y que ya tengan el dinero completo, pues. —Tú sabes que la vaina del dinero no la estoy manejando yo. Pero hemos hecho lo imposible, Jairo. Te puedo dar fe de ello. Es una bola de real para conseguirla en tan poco tiempo. Estamos hablando de mil doscientos millones de bolívares. —¿Cuánto tienen ustedes? —Coño, viejo, nosotros hemos recogido hasta ahorita trescientos veintinueve palos. Eso es un dineral. —¿Trescientos veintinueve qué? ¿Dólares? —Trescientos veintinueve millones de bolívares. —Ah, no. Eso está lejos. ¿Él no me dijo que tenían trescientos veintinueve mil dólares? —Trescientos veintinueve millones de bolívares. —Bueno, mira la táctica que vamos a usar. Cuadren sus cosas. Yo no te voy a llamar porque ya es difícil. Yo estoy por aquí peligrando y vine a hacer la llamada hoy
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porque quería definir. Imagínate lo que he inventado para poder hablar contigo. Me metí a tierras venezolanas de nuevo para poder usar el teléfono de Betty y llamarte a ti. Porque desde arriba no me he podido comunicar. Cuando estaba hablando con Juan Carlos me sobrevolaron con un helicóptero, no era con nosotros, pero eso asusta mucho. Uno no sabe si la llamada la están interceptando y esta vaina es jodida. Entonces tú deja un mensaje en el teléfono de Betty que yo trato de que ella nos dé la clave y escuchamos el mensaje. —Pero coño, Jairo, vuelvo y te repito compadre. Tenemos que poner una meta que podamos llegar, viejo. O sea, sacrificio de parte y parte. —Pero tú me hablaste en estos días, o me habló este, de trescientos veintinueve mil dólares y eso da más de trescientos millones. —No, no. Es bolívares. —¿Bolívares? —Claro, aquí lo tenemos. —Y los dólares que ustedes tenían. ¿Qué los hicieron? —No, no. Ustedes nos lo han pedido en dólares, pero ¿dónde están los dólares? Lo hemos conseguido en billetes aquí en Venezuela. —Siempre me han hablado de dólares. Últimamente le dije a Juan Carlos que no me importaba que fuera en dólares. —Para nosotros es superjodido conseguir los dólares. —Por eso. Pero si él me dice a mí: «Tengo ciento treinta y un mil dólares» y me sacó la cuenta que eso daba trescientos y pico mil de bolívares, después me dice que tiene doscientos noventa y seis mil y ahora me está diciendo que tiene tres veintinueve. Bajaron a la mitad de lo que ustedes quedaron que tenían. —El hecho es el siguiente viejo: ponme tú una meta razonable donde podamos llegar compadre. —No, ya estamos estrictos. Ustedes me llaman cuando tengan… —¿A dónde coño te voy a llamar? —Yo le dejé un número a Juan Carlos. —Ajá, pero ese número que vaina es ¿un celular? —Un celular de acá de Colombia. —¿Y qué hago con ese número? Hoy en la tarde intentamos llamar y no pudimos hacer un carajo. —Bueno, entonces llama al celular de Betty y deja un mensaje. —Y ¿qué te dejo dicho? Voy a llamar todos los días para decirte: «Jairo, conseguí un millón de bolívares». —Bueno, entonces no sé. Ustedes resuelvan allá hermano. —Coño, viejo… —Manuel iba a seguir hablando, pero el comandante cortó la
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llamada. Cuando terminó la conversación, Manuel seguía dentro del carro y Juan Carlos estaba con él. Les pareció que el comandante había corrido un riesgo muy alto al llamar desde mi celular. Estaban impresionados. Inmediatamente, Manuel llamó al jefe de seguridad de la compañía telefónica de la línea, que era conocido de él y ya lo había contactado anteriormente para, en caso de necesitar su colaboración, llamarlo y pasarle los datos. Era la primera vez que el comandante llamaba desde mi teléfono o, al menos, la primera vez que llamaba y el número aparecía registrado en la pantalla, porque cuando llamaba desde el sitio donde yo estaba cautiva aparecía la frase «ID no disponible». El jefe de seguridad le contestó la llamada a Manuel inmediatamente y Manuel le explicó lo sucedido. «Tal vez puedas averiguar desde dónde abrió la celda», le comentó a su amigo. Sin embargo, este titubeó y dijo que haría todo lo posible por averiguar, pero que eso era muy delicado y era mejor hacerlo a través del CICPC. Lo menos que querían Juan y Manuel, mucho menos mi papá, era informar estos detalles al organismo policial porque tenían miedo de que averiguaran y procedieran a un rescate. A Manuel le molestó mucho la respuesta de su «amigo» y acordó con Juan Carlos que si este no cooperaba ellos buscarían la información bajo cuerda. De hecho, el lunes, cuando lo volvió a llamar, su amigo le dijo que no estaba muy seguro y que aparentemente habían llamado desde Cagua. Manuel pensó que eso era imposible y enseguida se dio cuenta de que estaba mintiendo, así que le dio las gracias en un tono poco cordial y decidió que no lo volvería a llamar. De repente, se quedaron en silencio. ¿Qué harían? ¿Cuál sería el siguiente paso? Se quedaron unos dos minutos dentro del carro sin hablar. Cada uno pensando qué hacer. Había llamado desde mi teléfono, por lo tanto podían averiguar dónde se encontraba el comandante cuando hizo la llamada. Y, como si estuvieran pensando lo mismo, casi hablaron a la vez para coincidir en sus ideas. —¡Qué va, güevón! —habló primero Juan Carlos—. Vamos a dejarnos de mariqueras. ¿Para qué coño queremos saber desde dónde llamó? —Eso pensé —le dijo Manuel—. Mejor nos quedamos tranquilos. Yo, en aquella época, a lo que más temor le tenía era a que me rescataran los organismos policiales. Me daba pánico pensar que en una situación como esa pudiese perder la vida, dejar a mis hijos huérfanos. O que, en represalia, los secuestradores arremetieran contra la vida de algún familiar. Por eso, cuando escuchaba el ruido de un helicóptero sobrevolando la zona me daba taquicardia, me daba muchísimo miedo. Y siempre preguntaba al 67 de qué color era el helicóptero, para saber si era de las Fuerzas Armadas.
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Hoy en dĂa, sin embargo, no pienso igual. La vida me ha demostrado, de una manera muy dura por cierto, que hay que confiar en los organismos de seguridad, que estĂĄn preparados y cuentan con personal eficiente para realizar este tipo de operaciones. ÂĄMe consta!
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DÍA DIECINUEVE Domingo 18 de mayo Ese día amanecí desesperada. Durante el camino hacia el campamento estuve llorando. Pensaba que no volvería a subir y allí estaba nuevamente. Triste, muy triste. Rogaba a Dios pidiéndole que me ayudara. Pasé gran parte de la mañana llorando y sin ánimos de hacer nada. El desayuno fue una gran arepa asada con ensalada de atún. La noche anterior, conversando con el Mono, le insinué que estaba cansada de las arepas fritas porque iba a engordar. Él nuevamente quiso complacerme y me preparó la arepa como a mí me gustaba. Me la comí toda. También me llevaron una taza de fororo. Yo nunca lo había probado. Era una bebida bien espesa, parecida a la avena. El Catire me explicó que se preparaba con sorgo. Yo le dije que pensaba que era a base de maíz, pero el insistió en el sorgo y yo no le di importancia. Me pareció muy sabrosa. Quedé full. Pero el comandante no llamaba. Fastidiada y desesperada, llorando, le pedí al Catire que subiéramos y él accedió, llevándome por todo el caño hacia arriba, bien alto. Me pareció un paisaje muy lindo. Esto me distrajo bastante. Sin embargo, apenas regresamos me comencé a desesperar. Eran las tres de la tarde y el almuerzo no llegaba. La incertidumbre de no saber qué pasaría conmigo me tenía al borde de una crisis nerviosa. Entonces, me dio por comer y destapé una galleta Club Social. El almuerzo llegó pasadas las cuatro. Me comí cuatro pedacitos de carne y medio bollito. Estaba angustiada. No había noticias del comandante. El Catire me decía que no me desesperara, pero no podía. A las cuatro y media subió el Mono con el celular. Me dijo que el comandante llamaría para explicarme lo sucedido, el porqué no me iría. Sentí tanta rabia, tanta decepción que me puse a llorar y a gritar delante del Mono y del Catire. El Mono dijo que no pagaron, «que no tenían los reales». Y el comandante no llamó. Me lloré el alma. El Catire estaba ya un poco molesto. Pero llegó un punto en el que me di cuenta, nuevamente, de que era inútil. Traté de tranquilizarme, de tener pensamientos positivos y así, poco a poco, conseguí calmarme. Mis hijos eran siempre el motivo que me animaba a continuar luchando, a tener fe y confiar en Dios. Y, aunque en muchas oportunidades pensar en ellos me producía una inmensa tristeza; la mayoría de las veces lograba conseguir la calma, pensando que pronto volvería a estar con ellos. Bajamos al árbol caído a la hora acostumbrada. El día se había hecho largo y tedioso para mí y al comentárselo al Catire, él me contestó como en otras oportunidades: «Tardes de mayo», refiriéndose a que los días de este mes eran más largos que el resto. «Sí, pensé, amanece más temprano y oscurece más tarde».
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Al oscurecer bajamos hasta la casa. Me lavé el cabello en la batea y luego me bañé, como siempre, a punta de tobitos, en el baño, con agua tibia. La rutina era la misma, sentarme a conversar, a compartir experiencias y la mayoría de las veces contábamos chistes. Para mí no había otra alternativa. O eso, o encerrarme en el cuarto, casi a oscuras e intentar conciliar el sueño. Sin embargo, esta vez, mientras conversábamos, comimos galletas con café. El 67 fue de cacería y trajo un conejo. Cuando regresó, alrededor de las nueve y media de la noche, lavé mi ropa. Luego me encerraron en el cuarto. Tenía un terrible dolor de cabeza. Había fumado nueve cigarrillos. A pesar de todo, logré conciliar el sueño rápidamente. *** Mi papá estuvo viendo la carrera de Fórmula Uno. Estaba contento porque Schumacher había llegado de primero, Raikkonen quedó segundo y Barrichello, tercero. Montoya, el colombiano, no terminó la carrera. Los niños estaban portándose bien. Ana escribió que Gabriel, el mayor de mis hijos, preguntaba mucho por mí. Sin embargo, estaban distraídos porque Eliana y Alonso habían ido a casa de mis padres con sus chamos y Gabriel y Mauro adoraban a sus primos, con ellos pasaban horas agradables y se divertían. En la tarde, mi cuñada Andreina los fue a buscar para llevarlos a pasear en bicicleta. Mi hermana escribió: «Los domingos son interminables. Manuel, mi papá y mi mamá están cada día más tristes. De paso, hoy llamó tía Rosanna de Italia y les contó que había ido a visitar a una monja que es vidente. Esta le dijo que tú estabas cerca de un sitio donde había mucha agua y siembras. Que en el camino había muchos árboles. Que te tenían durmiendo mucho (¿drogada?) y que regresarías dentro de cinco semanas… Coño, ¿hasta cuándo? ¿Será que te tienen cerca del lago de Valencia? ¡Ojalá lo pudiéramos saber! Qué desespero». Mis hermanas estaban tan desesperadas que hasta Eliana fue a visitar a una bruja en San Diego. Esta le dijo que veía un número cinco y un veinte o veintidós. Esto, la verdad, me causó gracia. Será porque yo no creo en esas cosas. En la tardecita, Manuel pasó buscando a Danielito (porque mi cuñada no se lo había llevado) y fue un rato a casa de mi suegra. En la noche, antes del rosario, regresó con los niños a la casa. Esa noche la casa estuvo muy concurrida. Fue toda la familia, los vecinos y amigos que no faltaban ni un día al rosario. El padre Enrico llevó la reliquia de San Antonio. Estuvieron los tíos de mi esposo y primos. Había mucha, muchísima gente. *** El comandante no llamó. Sin embargo, Juan Carlos y Manuel no se desesperaron. Al fin y al cabo, era lo que habían cuadrado con él.
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DÍA VEINTE Lunes 19 de mayo En la madrugada cayó un torrencial aguacero que hizo que me desvelara hasta el amanecer. Sentí miedo. Eran casi las ocho de la mañana y la lluvia no cesaba. A esa hora todavía estaba en el cuarto. La lluvia era tan fuerte que decidieron, por primera vez, esperar a que escampara. Yo escribía en mi diario. Sentía un profundo dolor en el pecho, en lo más profundo de mi ser. Un dolor que no podía explicar, de soledad, de angustia, de tristeza. Habían transcurrido veinte días y sentía que era una eternidad. Pensé en mis niños, en cuánto los amaba. Transcurrió un buen rato hasta que decidí salir del cuarto. Todavía llovía. El Mono se mecía en el chinchorro, el Catire descansaba en el colchón y el 67, que estaba en la cocina, se acercó a conversar conmigo. Los relámpagos no cesaban en el cielo y el 67 me explicó lo peligroso que era salir a la intemperie en esas condiciones. Me dijo que los árboles de esa zona atraían las centellas y era muy arriesgado exponerse. También me contó que las centellas eran unas piedras y toda una historia que, la verdad, no creí. Me pareció el típico cuento inventado por un llanero, pero lo contaba con tanta propiedad, que tuve dudas. Los pastizales de los alrededores, ya prácticamente reverdecidos por las recientes lluvias, estaban enchumbados de agua y comenzaban a formarse pequeños pozos. Unos loros reales tenían un alboroto en un árbol cercano. Cuando comenzó a disminuir la intensidad del aguacero, y prácticamente había escampado, los perros comenzaron a ladrar en la parte de atrás de la casa. Al principio nadie les dio importancia, pero cuando intensificaron sus ladridos el Mono se levantó del chinchorro para supervisar los alrededores, terciándose la escopeta al hombro. Fui yo la primera en percatarse de la presencia de un campesino que venía caminando por el medio del potrero. El hombre llevaba un saco colgado al hombro. El Mono se puso nervioso y preparó la escopeta. El 67 le dijo que no se preocupara, que eran campesinos de la zona que, aprovechando la lluvia, salían a cazar morrocoyes. Sin embargo, el Mono lo apuntó con la escopeta, el Catire no se inmutó, pero a mí me latía el corazón con fuerza. El hombre estaba a escasos veinte o veinticinco metros de distancia. Yo pude haber gritado, pude pedir ayuda, pero tuve miedo y me quedé callada. El campesino aceleró el paso, asustado. A los pocos segundos había desaparecido del lugar, desapareciendo junto a él la pequeña posibilidad que tuve de pedir auxilio, de que alguien informara a las autoridades sobre una persona cautiva. Sentí una inmensa tristeza, pero sobre todo rabia hacia mí misma por ser tan cobarde. Después del incidente, pasadas las nueve de la mañana, el Mono decidió que había escampado, aunque aún lloviznaba, y que era hora de subir. No podían correr
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más riesgos. Le dio órdenes al 67 para que se quedara abajo, pendiente. Así, el Mono, el Catire y yo emprendimos la marcha. El Mono nos dejó en el sitio acostumbrado y regresó a la casa. Cuando el Catire comenzó a colgar la hamaca, la llovizna se hizo más intensa y decidió que era mejor armar la carpa. Llovía a cántaros. Yo hacía el mayor esfuerzo para no llorar, pero no podía. Pensé en Manuel, segura de que, si lo tuviera a mi lado, la lluvia, los truenos y los relámpagos no me causarían tanto miedo; él me protegería, siempre lo hacía. Cuando estaba con él no le temía a nada. Sentada sobre un tronco que puso el Catire a manera de banco dentro de la carpa, saqué mis papeles y me puse a escribir para distraerme y no llorar, pero ya las lágrimas corrían por mi rostro. El Catire se me quedó mirando con cierta compasión y me dijo: —No lloréis más, que tú misma te empavasteis. Yo levanté la mirada, asombrada por lo que él me había dicho. Entonces, le pregunté a qué se refería. El Catire contestó tranquilamente: —Es que tú comenzasteis a llorar antes de saber si te ibais o no. Ayer llorasteis todo el día y el sábado también. Te empavasteis tú misma . Yo lo miré a los ojos. Tal vez él tenía razón. Tal vez tenía que ser positiva, dejar la lloradera y pensar en que todo se solucionaría pronto. Luego escribiría en mi diario, estando dentro de la carpa y antes de desayunar: «Cómo extraño mi hogar, mi familia y mis hijos... ¡Diosito, mis hijos, qué falta me hacen! Manuel, te amo. ¡Dios mío! Si te tuviera a mi lado no tendría tanto miedo. Mami, por favor, no llores. ¡No llores más! Papi, te quiero, pronto estaré con ustedes. Recen, recen mucho para que así sea. Estoy demasiado triste, demasiado sola... ¿Coño, qué hago? ¿Qué hago? ¡Que alguien se apiade de mí, Señor Bendito! ¡QUIERO A MI FAMILIA! El desayuno llegó a las diez y media: bollito y conejo frito con un vaso de fororo. Había escampado. Sin embargo, a las dos de la tarde comenzó a llover nuevamente. El Catire decidió armar la carpa más arriba para prevenir que la llegada de un crecido arrasara con todo. Además, esta vez equipó mejor el pequeño espacio, pues colgó la hamaca debajo del toldo para que yo estuviera más cómoda. Sin embargo, la pancarta de Paciano Padrón estaba llena de huecos y yo tenía que esquivar las goteras. El Catire, preocupado, salía a cada momento a colocar un plástico encima de la lona para tapar los huecos y, cuando volvía, el agua entraba por otro lado. El pobre estaba emparamado, pero esto parecía no importarle. Él quería que yo estuviera cómoda. Pero yo tenía miedo. La decepción de sentirme nuevamente engañada, el susto por el campesino que irrumpió en la finca y ahora la lluvia, los truenos y relámpa-
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gos, todo conspiraba contra mi tranquilidad. Era demasiado para mí, metida bajo la rudimentaria carpa, pensando que en cualquier momento un rayo podía caer sobre un árbol cercano, pensando lo peor. Negativa, totalmente negativa. Hacía frío, pero después de aproximadamente hora y media de intensa lluvia, comenzaba a escampar. Todo ese tiempo estuve llorando. Finalmente, decidí salir de lo que sentía un encierro, porque el espacio era reducido. Aunque todavía lloviznaba, los truenos habían cesado y a pesar de los charcos que se habían formado en los alrededores, yo salí. Miré al cielo implorando a Dios, buscando ayuda. Estaba desesperada, había sido un día terrible y aún no terminaba. Estaba oscuro. Las guacharacas comenzaron a cantar, fuera del horario acostumbrado, y esto fue, quizás, lo que contribuyó a que finalmente yo cayera en un estado de pánico. Me arrodillé en la tierra y comencé a gritar, a pedir auxilio. Con mis manos arañaba la tierra, agarraba barro y con los puños elevados al cielo gritaba: «¡Manuel, ayúdame, por favor, te necesito! Auxiliooooo, ¡Dios mío, ayúdame, me quiero ir de aquí!». El Catire, que se había quedado bajo la carpa, salió. Se me acercó preocupado. Yo sé que él me quería ayudar, pero no sabía qué hacer. Cuando lo vi me dio muchísima pena. Me levanté y traté de limpiarme las manos. Entonces le dije: —Catire, ¿será que volvemos a colgar la hamaca donde siempre? Ya escampó y no creo que vuelva a llover. —Con los hombros trataba de secarme las lágrimas. —Sí, voy a desarmar la carpa y bajamos al caño —me contestó el Catire un poco confundido. Yo lo ayudé, como pude, y comenzamos a bajar al sitio de siempre. En ese trayecto de regreso, el Catire me advirtió que tuviera cuidado de no resbalar, pues con la lluvia había quedado todo baboso. Cuando llegamos justamente a la parte de arriba del caño, y yo me disponía a bajar por una especie de escalones que él había hecho a manera de escalera (por donde subíamos cada vez que íbamos a hacer algún recorrido) y haciendo caso omiso a sus advertencias, bajé sin el menor cuidado. Cuando coloqué el pie en el segundo escalón, este estaba lleno de barro y me resbalé, deslizándome casi hasta la parte de abajo del caño, quedando retenida por el tronco de un árbol. El Catire, que venía detrás de mí, bajó rápidamente, preocupado, y me ayudó a terminar de bajar. Yo me reía a carcajadas. Y él no hacía más que preguntarme: «¿Estáis bien? ¿Estáis bien?». No sentí dolor en el momento y parecía que el golpe no era tan fuerte. Estaba toda llena de barro, pero la risa fue una buena terapia. Debido al aguacero no nos llevaron almuerzo. El día continuaba oscuro, pero no llovió más. Bajamos al árbol caído antes de la hora acostumbrada. Los zancudos estaban alborotados y nos echamos Off. La pierna derecha comenzaba a dolerme y también el glúteo del mismo lado. Finalmente, al oscurecer, estábamos en la casa.
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El 67 me pidió disculpas por no haber llevado almuerzo y me explicó que la lluvia no lo dejó subir. Yo no le di importancia. El Mono acababa de terminar de freír unas arepas y me sirvió dos a mí, en un plato, con carne frita. Hacía mucho frío y no me lavé el cabello, pero sí me bañé con agua tibia. Luego nos quedamos un rato hablando y contando chistes. El 67, y sobre todo el Mono, no paraban de reír cuando el Catire les contó cómo me había resbalado. Finalmente llegó la hora de dormir. A pesar del terrible día que había pasado, pude dormir bien, soñando que mi esposo se casaba con mi cuñada. *** Danielito amaneció con un ojito enfermo, lagañoso. Tal vez se había contagiado la conjuntivitis de mi sobrinita Donatela, de diez meses (hija de Eliana, mi hermana mayor). Ella y Daniel se adoraban, se llevaban tres meses de diferencia y estaban todo el tiempo juntos. Ana Teresa lo llevó a pasear al jardín y estaba feliz porque consiguieron dos morrocoyitos. Gabriel y Mauro empezaron a ir al colegio. Siguiendo las recomendaciones de la directora, Manuel los llevó más tarde y los fue a buscar antes de la hora de salida. Isabel llegó temprano para ir, junto a Ana, a acompañar a Claudia a la consulta con el doctor Naranjo. Lisseth ya había llegado y se quedó cuidando a Daniel, ya que mi mamá había salido con mi tía Alicia al supermercado. Claudia ya tenía treinta y ocho semanas y el doctor dijo que la bebé estaba perfecta. Le harían cesárea porque tenía poco líquido amniótico y la placenta estaba «vieja». Estaban planificando hacérsela el miércoles siguiente. Luego, cuando llegó Edgardo, mi cuñado, al consultorio, la bebita Ana Victoria comenzó a moverse, como si hubiese reconocido a su papá. Manuel Naranjo, el gineco-obstetra que atendía a Claudia, es un gran amigo de la familia. Juan Carlos y yo lo conocimos a través de nuestro amigo Iñaki cuando comenzamos a estudiar veterinaria y él nos daba clases de bioquímica. Desde el principio tuvimos una gran empatía con él y llegó a convertirse en el médico de cabecera de la familia. Mi mamá lo llamaba cada vez que tenía algún enfermo en casa. Cuando Claudia quedó embarazada, no dudé un segundo en recomendarle que se atendiera con él, que además la conocía desde niña y la había atendido en algunas de sus gripecitas. Se portó increíble con mi familia y le estaré eternamente agradecida. Al salir de la consulta fueron todos a terminar de comprar los recuerditos para el nacimiento de Ana Victoria y en la tarde, después de almorzar, llevaron a Claudia a la evaluación cardiovascular con el doctor Valles, quien se portó superbien con mi familia, los apoyó en todo momento y no dejó de asistir a ningún rosario. Cuando llegaron a la casa ya había llegado mucha gente. A Gabriel se le cayó
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otro diente comiéndose una arepa en la escuela. Estaba feliz. A la hora acostumbrada, se rezó el rosario. La señora Mariela, mamá de Anelisa, mi amiga desde prekinder, estuvo presente. Estaba toda la familia y vecinos. Mi concuñada, Aileen, llevó un cuadrito de la Virgen de Guadalupe. Poco a poco se fueron retirando los amigos y en casa de mis padres comenzaban los nervios por el próximo nacimiento de Ana Victoria. Sin embargo, todos en la familia, absolutamente todos, trataron de hacer que mi hermana Claudia se sintiera tranquila, acompañada y feliz. *** A las nueve y diez minutos de la mañana repicó el celular de Juan Carlos. En la pantalla decía «ID no disponible», era Jairo. Después de saludarlo, el comandante, con un tono de voz fuerte, fue directo al grano. —Entonces, ¿qué le digo a Betty? ¿Que ustedes van a resolver esto cuándo? —Cuando nos pongamos de acuerdo nosotros. Nos gustaría hablar con ella, tener una fe de vida, hacerte unas preguntas a ti para que se las digas a ella. —Sí, pero no hemos llegado a ningún acuerdo todavía. Yo pienso que no es necesario. Al momento de entregarla con lo acordado se hace lo que tú dices, pues. —No, pero tampoco es así, Jairo. No puede ser. Llegar a un acuerdo es una cosa y mantener el acuerdo es otra. Por allí salió en la prensa un caso de una persona que pagaron rescate y no apareció. —Es diferente hermano. Ustedes no van a pagar nada sin hablar con ella. —Está bien, yo sé que tú eres el que pone las condiciones y hay que hacerlo como tú digas, pero... —Tú le vas a hacer las preguntas y yo te daré las respuestas cuando volvamos a hablar y me digas: «Estamos listos», vas a hablar con ella. —Okey, ¿tienes donde anotar para decirte las preguntas? —Sí, dale. —Pregúntale cómo se llaman las perras de La Guama. —Ajá, dime ¿qué más? —Pregúntale dónde nació mi papá, en qué pueblo y la fecha. —Okey, el pueblo donde nació don Donato ¿Así se llama él, cierto? —Sí, y pregúntale la fecha del aniversario de bodas. —Está muy bien. —Dile que los muchachitos están bien para que se quede tranquila. Me imagino que debe estar preocupada. —Sí, eso es lo que más le preocupa, los niños. Entonces son tres preguntas. —Sí, por ahora. ¿Cuándo me vas a volver a llamar? —No, tú pones la fecha y las condiciones. Yo voy subiendo ahorita para donde
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está ella y la comunicación será más difícil. De todas maneras lo llamo del celular de Betty porque donde ella está a veces agarran los celulares. —Okey, okey. —Esta noche o mañana estaré con ella. Entonces, si tú quieres como este es el celular de ella… —Ah, del que me estás llamando ahora es el teléfono de ella. —Sí, sí, porque agarró aquí abajo. Hay una cobertura buena con Venezuela llamando del celular venezolano porque del colombiano no me agarra. —Okey. —Dime una cosa, Juan Carlos ¿para cuándo crees tú que se pueda resolver esto? —Mira, Jairo, yo te voy a decir como te dije el otro día. ¿Quién más que nosotros quiere solucionar esto? No estamos hablando simplemente de una persona que está reprimida su libertad. Estamos hablando de que es una mujer, una mujer que tiene tres niños. El más pequeño tiene un año apenas, hace dos meses que le quitó el pecho, es un bebé. Es una cuestión humanitaria, no es una cuestión de ponerle precio. Nosotros estamos haciendo las mil y una y tú lo sabes. Estamos inventando de todo. Pero lo que tú estás pidiendo es una cosa muy difícil. Nosotros te llamamos, hablamos, te escuchamos, nos movemos, subimos, subimos, subimos, pero… —Dime cuánto es lo máximo a donde puedes llegar y cuándo te puedo llamar para yo consultar eso. —Bueno, tendría que sentarme y analizar eso, Jairo. —Usted dijo que tiene tres veintinueve. —Sí. Y sé que hubo un malentendido, Manuel me contó. —Juan Carlos aprovechó para aclarar al comandante la confusión entre dólares y bolívares y luego de explicarle y tratar de convencerlo, continuó—: Hoy en la mañana voy a ir a otro banco a ver qué puedo hacer. Pero ya Manuel te dijo que lo que tenemos está listo para llevarlo donde tú digas. Pero el comandante no quedó muy convencido con la explicación y le dijo: —Usted me dijo que tenía trescientos mil dólares que sería como seiscientos millones de bolívares y ahora resulta que son trescientos millones. Pero si tú me consigues quinientos mil dólares tal vez podamos negociar. Siempre hablamos de dólares, no importa que tú después lo conviertas en bolívares. —Pero se supone que la negociación será en bolívares. —Eso no importa. Yo te estoy poniendo una base y ustedes verán cómo puedan tenerlos en el momento. —Correcto. La última vez, para que nos entendamos, hablamos de bolívares. Yo hoy voy para el banco. El fin de semana saqué una gandola de ganado y hoy estoy sacando otra de veinticuatro animales.
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—Pero yo vi cuatro gandolas el domingo pasado que son de ustedes y eso es bastante ganado. —Noooo, compadre, estás equivocado. Acuérdate que nosotros hacemos fletes de ganado. Por eso yo insisto en que tú estás mal asesorado. El que te dio los datos no te supo explicar bien. Acuérdate también que nosotros nos dividimos en la familia, quiero que tengas claro eso. Si tú se lo preguntas a Betty, ella te puede echar el cuento. —Sí, sí. —Trata de ver si te cae la llamada cuando estés con ella a ver si podemos hablar. Yo no te prometo nada para hoy ni para mañana. Pero igual llámame para mantener la conversación al día. —Okey. Yo creo que si hay comunicación te la pongo para que hables. —Y compadre, acuérdese de una cosa, Jairo. Usted está haciendo negocio con gente seria. Ya te lo dije el otro día, y te lo digo con el corazón en la mano, estamos haciendo un pacto de caballeros. —Okey, estamos en contacto.
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DÍA VEINTIUNO Martes 20 de mayo Amanecí con dolor en la pierna derecha. Estaba triste. Recordé que ese día estaba de cumpleaños mi sobrino Alfonso. Ocho años. ¿Cómo no recordarlo? Un niño tan inteligente, tan bello, lo quiero tanto. Otro evento familiar opacado por mi ausencia. Entonces, pensé en mi hermana Claudia que estaba próxima al parto. Quería estar presente el día que naciera mi sobrina. Estos pensamientos me hicieron sentir aún más triste, porque tenía la certeza de que la bebé iba a nacer y yo no estaría presente. El desayuno fue arepa con huevo revuelto, pero comí muy poco. Otro día más de depresión, de miedo. Había evitado llorar para que el Catire no se molestara, pero cerca del mediodía no aguanté más. Entonces, con la excusa de ir a orinar, me alejé del Catire y me desahogué. Realmente no lloraba, gritaba, clamaba a Dios pidiendo que me ayudara. Gritaba a Manuel que me ayudara. Le gritaba que lo amaba. Pensé en los niños y fue peor. Temía que me olvidaran. Entonces regresé a la hamaca y me puse a escribir en mi diario una carta para mi esposo, unas cortas líneas: «Manuel, estoy demasiado triste. Manuel, te amo. No me olvides por favor. Háblales a los niños de mí, diles que los quiero, que voy a volver pronto… Manuel, ¡ayúdame por favor!». El almuerzo llegó casi a las cinco, sopa de gallina. A los pocos minutos de haberme terminado la sopa, me llevé una gran sorpresa. El Mono subió y andaba con el comandante. También andaba otro señor, un tal comandante Andrés, con la cara tapada con un pasamontaña de color negro. Nos saludamos como de costumbre, pero me di cuenta enseguida de que el comandante estaba muy molesto. Me dijo que mi hermano y Manuel se habían reunido con gente de la DIM y Disip. «Ellos creen que tú estás en Valencia», me dijo. Luego continuó: «Si no solucionamos esto pronto, vamos a tener que trasladarte y si eso ocurre podría pasar hasta un año». Hizo una breve pausa y agregó: «Tu hermano no colabora, si se sigue poniendo cómico lo voy a agarrar a él. No quiere pagar, es un grosero hijo de puta». El comandante estaba alterado y había alzado la voz. Yo comencé a llorar, tenía ganas de vomitar. Estaba sumamente nerviosa y asustada. Las cosas iban por mal camino. Pero Jairo me ignoraba, más bien parecía que se complacía al verme sufrir y continuaba alzando la voz: «¿Por qué no le pide el dinero al tío? Ese sí tiene bastantes de los verdes, ¿me va a decir a mí que no tienen quinientos mil dólares? Y si no, le agarro un muchacho al tío, ese sí va a pagar porque no es miserable». Yo estaba aterrada. Hubo un prolongado silencio. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. El comandante Andrés no dejaba de mirarme desde que llegó y ahora sentía su mirada penetrante. Entonces, me sequé las lágrimas, respiré profundo y le pregunté al comandante a dónde me llevarían. Trataba de mantenerme calmada. En realidad hice la pregunta para romper
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el hielo porque sabía perfectamente que no me iba a contestar con la verdad. También quería demostrarle que no me intimidaba y, a pesar de lo nerviosa y asustada que estaba, rápidamente cambié de actitud. Traté de mostrarme serena y relajada. Yo no podía intervenir en el proceso de negociación, sabía que no debía hablar al respecto porque cualquier cosa que dijera podría darle información que afectaría la negociación, para bien o para mal. Sabía la situación financiera de mi familia y ya se lo había dicho al comandante. No debía meterme en eso. También sabía que era una táctica de manipulación y guerra psicológica. Entonces, le dije que confiaba en mi hermano y en mi esposo (aunque por dentro sentí mucha rabia e impotencia porque, lo admito, sentí que realmente no querían pagar, que no les importaba el tiempo que yo estaba pasando sin mis hijos. Estaba dolida, confundida). «Ellos saben lo que hacen comandante. No creo que ni Manuel ni mucho menos mi hermano quieran que esto se prolongue». Me parece que mi actitud lo impresionó. Tal vez no esperaba esa reacción mía. Se me quedó mirando a la cara, con una mirada tan penetrante que yo tuve que bajar la vista. Entonces, me dijo: «Hay que ver que tú sí eres bien guapa de verdad». Yo levanté la mirada y le pregunté, mirándolo a los ojos: «¿Qué significa guapa para usted?». (Me puse nerviosa porque no sabía qué significado le estaba dando a esa palabra que, para mí, significa bonita). El comandante se puso a reír y me contestó: «Que eres arrecha, eres una mujer valiente». De repente aquel hombre, que había llegado histérico y gritando, se había transformado de nuevo en el Jairo que yo conocía: amable y educado. Entonces, me dijo que me iba a dar papel y lápiz para que le escribiera una carta a mi hermano: «Para que le digas que no estás en Valencia, que estás en la frontera. Para que le digas que deje de reunirse con gente del gobierno porque pone en peligro tu vida y sobre todo para que se apuren a pagar». Confirmé que, definitivamente, la actitud violenta del comandante había sido un montaje para intimidarme, para hacerme una guerra psicológica y luego, cuando escribiera la carta a mi hermano, me dejara llevar por esa rabia y dolor que había dentro de mí. La Uno se acercó al comandante y le entregó unas cuantas hojitas blancas, pequeñas, de diez por quince centímetros aproximadamente. Parecían unos récipes médicos pues en la parte superior tenía un membrete y en la parte inferior un escrito. El comandante le arrancó la parte escrita de arriba y abajo, de tal manera que me entregó a mí unas hojas casi cuadradas de diez por diez centímetros y comenzó a darme instrucciones sobre lo que debía escribir. «No coloques la fecha de hoy, vas a escribir domingo, dieciocho de mayo». Yo comencé a escribir la fecha y le pregunté por dónde comenzaba. Me dijo que iniciara con el tema de las reuniones con funcionarios del gobierno. La carta, que aún conservo porque Juan Carlos me la guardó, decía:
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Domingo 18/05 Juan: coño, ¿qué pasa? El comandante me dijo que se están reuniendo con altos funcionarios del gobierno, ¿se han vuelto locos? ¿No sabes que peligra mi vida? Por favor, estoy lejos, muy lejos. ¡POR FAVOR! Me quiero ir… ¡PAGUEN, JUAN, PAGUEN! Dejen de reunirse con esa gente, Juan, los tienen ubicados a todos.¡ POR FAVOR! MI VIDA PELIGRA. Juan, no me quiero morir… Estoy en una montaña, subo todas las madrugadas, bajo de noche. Hay plaga, ¡es horrible, Juan, es horrible! Me quiero ir, QUIERO ESTAR CON USTEDES, CON MIS HIJOS. Te lo suplico. ¡PAGA! ¡JUAN, PAGA! ¿Qué pasa? ¿No les importo? Me quiero ir… Esto es “LA FRONTERA” Créeme, ¡no me están obligando a decir ni escribir nada! Te lo escribo yo. Me muero de tristeza, de soledad, ¡DE MIEDO! Yo quiero volver con mis niños. Juan, mi vida depende de ti, ¡NO TE REÚNAS CON POLICÍAS! Solo reúne el dinero. Dile a Manuel que le pida a Gianni, que hable con mi amiga María para que le transfiera los dólares que me debe. Juan, el comandante Jairo es serio, muy serio y por favor TE SUPLICO no lo vaciles, ¡no seas altanero! Sálvame… ESTO NO ES UN JUEGO. Yo quería volver a llamar por teléfono, pero ya desde aquí no se puede, no hay señal. Dile a Manuel que lo amo, que le diga a los niños que los quiero, que no me olviden, que les enseñe mis fotos. Dile a mi papá y a mi mamá que los quiero, igual a ti y a mis hermanas. ¡¡¡JUAN, PAGA!!! TE LO RUEGO. Esto es horrible, ni te lo puedes imaginar. No hay luz, poca agua, como muy poco, la comida sabe horrible, todo es cochino y ¡estoy SOLA! Tengo miedo, mucho miedo. Me han dicho que si no se soluciona pronto me llevan más lejos. Esto es un infierno. COÑO, ¡DÉJATE DE GÜEVONADAS! Pídele al vecino, al señor Miguel, al socio de Alonso. ¡PIDAN, JUAN, PIDAN PRESTADO! El comandante me dice que te ha hecho rebajas. SI ME DICEN QUE SIGUES ALTANERO Y REUNIÉNDOTE CON GENTE DEL GOBIERNO ¡NO TE LO PERDONO! CONSIGUE LA PLATA. CRÉEME, TE RUEGO, CRÉEME QUE ESTO ES HORRIBLE, DE NOCHE SE OYEN DISPAROS, mataron a un muchacho porque no dieron el dinero. CUIDEN A MIS NIÑOS, los tienen ubicados a todos… NI SE LES OCURRA ATRAPAR A NADIE ¡NI DENUNCIEN NADA! COÑO, ¡AUXILIO! ¡ME QUIERO IR! Mira que cerca de aquí mataron a un gobernador de Colombia y nueve carajos más porque fueron a rescatarlos. NO ME HAGAN ESO, PAGUEN POR FAVOR. TE LO SUPLICO. ME QUIERO IR DE ESTA MIERDA. Hermano, tú has sido tan especial conmigo, no me hagas esto. ENTIÉNDEME, ¡QUIERO ESTAR CON MIS HIJOS! ¡CON USTEDES! Esto es horrible. De noche estoy tan sola, tan oscuro. Hay ratas en el cuarto, coquitos y ¡CUCARACHAS! Porfa, no le digas todo esto a mi mamá. Dile que estoy bien, que no llore. Avísame cómo está mi papá y si nació Ana Victoria. Estoy desesperada.
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Manuel… ¡Ayúdenme! ¡Se los suplico! ¡MANUEL, AYÚDAME! ¡Consigan los reales, por favor! ¡NO ESTOY EN VALENCIA! ¡ESTOY LEJOS, MUY LEJOS! Rodé más de seis horas para llegar aquí… Les pido que paguen, coño! ¡POR FAVOR! ¡Me quiero ir! Los quiero… ¡MANUEL te amo! PD: Mándale felicitaciones a Alfonsito que hoy es su cumpleaños. Un besote, te quiero y confío en ti. Espero nos veamos pronto, de ti depende. A medida que iba escribiendo le leía al comandante lo que escribía. Hubo un párrafo que me mandó a borrar, donde decía que había estado en Valencia la primera noche. Cuando el hombre que andaba con él, Andrés, lo escuchó, le dijo a Jairo que eso tenía que quitarlo. Así lo hice. Al terminar se la entregué. El comandante la leyó. Pareció satisfecho. Yo no la pude volver a leer, quería revisarla. Pero unos años después, cuando mi hermano me la entregó, me puse a reír. ¡Cuántas groserías! ¡Qué exagerada! Pero eso era lo que el comandante quería que pusiera y tuve que escribirlo. Aunque en el fondo así me sentía: sola, asustada… Lo de los tiros y el muchacho que mataron fue un invento del comandante. Me obligó a escribirlo. Y lo de las felicitaciones para mi sobrino por su cumpleaños fue una trampita y yo sabía que mi hermano lo iba a captar enseguida. Nos quedamos un rato sentados en los alrededores del campamento. Luego de conversar un poco, el comandante me dijo: —Tu hermano me mandó a hacerte tres preguntas. Quieren una fe de vida. Casi se me olvida —Y comenzó a buscar en el bolsillo de su camisa unos papeles—. Aquí está —continuó—, quiere saber el nombre de las perras de La Guama, quiere saber en dónde nació tu papá, en qué pueblo, y también en qué fecha te casaste. Las preguntas estaban inteligentemente elaboradas porque, al menos la primera, solo Manuel y yo sabíamos la respuesta. Las perras de La Guama eran las dos cachorras mastín napolitano, hijas de mi perra, que habíamos ido a ver, casualmente, el fin de semana antes de mi secuestro, porque mis niños querían conocerlas. «Micaela y Liana». Recordé que Manuel me miró divertido, como negando con la cabeza. Él sabía por qué les había colocado esos nombres, y estoy segura de que nunca los olvidaría, a pesar de lo despistados que suelen ser los hombres. Anoté, en el papel que me había dado el comandante, el nombre de las perras. Luego le anoté el pueblo donde había nacido mi papá, otra pregunta difícil para alguien que no sea de mi familia. Por último, le escribí la fecha de mi boda, segura de que si hubiese sido al revés, Manuel no hubiese sabido la respuesta. Le entregué el papel al comandante y él lo leyó. Se puso a reír y me preguntó de dónde había sacado el nombre de las perras. Le dije: «Son perras y hay que ponerles nombre de perras». Todos se rieron y de allí en adelante el Mono no hizo más que echarme broma al respecto. A veces me decía: «¿Cómo estará mi morre?». Se refería a Manuel,
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porque yo le había comentado que le decía more… Con la carta en mano y la fe de vida, el comandante, satisfecho, se retiró junto a la Uno, el comandante Andrés y el Mono. El Catire y yo lo hicimos al oscurecer, sin parar en el árbol caído. Al llegar a la casa, ellos estaban sentados al frente. Yo dejé mis cosas en el cuarto y salí a reunirme con ellos. Andrés se había quitado el pasamontañas, pero tapaba su cara con un sombrero de paja. Trataba de hablar gocho, pero sé que lo imitaba. Por algo no quiso que mencionara en la carta que había pasado la primera noche en Valencia. Este hombre no me inspiraba confianza, me miraba raro y me cortejaba. Dijo que me regalaría una rosa… «Asqueroso», pensé. Mientras conversábamos, el comandante me preguntó si había probado el cachicamo que él había traído la última vez. Le respondí que me había encantado. «¡Muy bueno!», dije. Entonces, miró al Catire y le preguntó si le había gustado y si lo había comido antes. El Catire respondió: —¡Noooo, qué va! Eso es muy peligroso comerlo. Yo, impresionada (recordé que realmente ese día él ni siquiera lo probó, alegando que no tenía mucha hambre) le pregunté: —¿Peligroso? ¿Cómo así? —Allá en Colombia se murió una familia completa porque comieron cachicamo envenenado por una picada de serpiente. Un gentío ha muerto por eso. ¡Sape! Eso sí es verdad que no lo como yo. El comandante, muerto de risa, le dijo que eso pasaba cuando agarraban a los cachicamos en sus cuevas donde se habían metido las cascabeles para esconderse, así que los mordían clavando su ponzoña venenosa. Yo miré al Catire con cara de que estaba muy molesta y le dije: —¡Qué belleza! Pero a mí no me dijo nada. O sea, pude haber muerto envenenada y a usted no le importó un pepino. Todos se reían a carcajadas, pero el Catire estaba rojito. Le dio mucha pena. Al rato el Mono, el 67, el comandante Jairo y el comandante Andrés se fueron de cacería. El Catire se quedó. Yo me lavé el cabello, me bañé y lavé la ropa. En el cuarto había bolsas de mercado. Me trajeron refresco, pan, jamón, queso, Cheez Whiz, jugos. Las bolsas eran de Automercado San Diego. Mientras esperaba que llegara el comandante, me quedé en el cuarto haciendo una lista de las cosas que me hacían falta. Pedí cigarros, revistas, pasatiempos, fósforos, velas, lima de uñas. «A ver qué me traen», le comenté al Catire cuando vio mi lista. Cuando llegaron de la cacería, Andrés venía con algo en sus manos. Se me acer-
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có y me dijo: —Mire lo que le traje, un regalo. —Había atrapado un turpial y me lo entregó. Yo le di las gracias y lo metí en el cuarto tapado con un colador de plástico. Me daba tanta lástima el pobre pajarito. «En la mañana te soltaré… Suficiente con que esté presa yo, tú debes estar libre», le dije hablándole muy bajito. El comandante me preguntó, antes de irse, qué era Centro Genético La Guama. Me dio mucho miedo mentirle, pero le dije que era un terreno que teníamos por ahí. No quise decirle la verdad porque pensaba, equivocadamente, que estaba cerca de ese sitio y tenía en mente que si me soltaban cerca podría llegar allí a pedir ayuda. El corazón me latía con fuerza, pero el hombre quedó satisfecho con mi respuesta. Calculo que serían cerca de las diez de la noche cuando se fueron. Me quedé un rato echando cuentos con los muchachos, con un terrible dolor de cabeza. Le comenté al mono que me dolía la cabeza por falta de azúcar, que tenía ansiedad por comerme un dulce. Me dijo: “Mañana te voy a preparar un dulce de lechosa, ¿te gusta?”. Le dije que me encantaba. Realmente tenía muchas ganas de comerme un postre. ¡Me encantan! Era tarde y no estuvimos mucho tiempo afuera. Me acosté a dormir con el dolor de cabeza. El turpial se movía dentro del colador y entre el remordimiento y el ruido no me podía dormir. Cuando el silencio absoluto de afuera me indicaba que todos dormían, me levanté, agarré al pájaro con mucho cuidado y lo solté por el hueco que tenía la puerta, por donde pasaban la cadena para el candado. Entonces logré conciliar el sueño. *** Daniel amaneció nuevamente con el ojo irritado. Además, se le quemó la colita por el pañal y le estaban colocando Neo-Synalar crema. Estaba lloroso y andaba eléctrico. Quería caminar solito y poco a poco se había ido soltando. Mi mamá invitó a todos mis hermanos a almorzar porque Alfonso, mi sobrino, estaba cumpliendo ocho años. En la tardecita se rezó el rosario con toda la familia y amigos. Al finalizar el rosario, Juan Carlos, Héctor y Ana Teresa fueron a casa de Eliana para cantarle cumpleaños a Alfonso. Una reunión sencillita. Se llevaron a Mauro y a Gabriel. *** El comandante no llamó.
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DÍA VEINTIDÓS Miércoles 21 de mayo «Amanecí con el dolor de cabeza. Dormí regular. Anoche soñé con Mauro, ¡mi niño lindo, Dios mío! He guapeado para darme fuerzas y no llorar; y trato de no pensar en los niños porque me desplomo. Cuánto sufro, ¡Señor, solo tú lo sabes! Mi última esperanza es la carta que envié a Juan. Ojalá le llegue al corazón y reflexione. ¡Dios mío, y que paguen PRONTO! Quiero ser optimista, pero esto se prolonga y me siento tan mal. Mañana el comandante me dirá la reacción de Juan con la carta. ¡Ojalá no invente nada! Ya llevo tres semanas aquí... ¡Dios mío, demasiado, auxilio, me quiero ir!». Subimos temprano. Todavía estaba oscuro y hacía frío. Le dije al Mono que no subiera desayuno porque yo llevaba pan, jamón y queso. Hasta jugo tenía. La mañana pasó rápido y estuve distraída. Como a las doce me comí un pan de sándwich con jamón y queso y un vaso de jugo de naranja. Sentía un vacío en el estómago muy extraño. Creo que era miedo, temor, angustia, desesperación. Trataba de no llorar, sentía que era inútil. Pero esto era demasiado para mí. Si Juan Carlos no reacciona al leer mi carta, me voy a morir. Dios mío, quiero ser positiva y me digo que el fin de semana me voy a mi casa, me voy, me sueltan. Pero, qué difícil es. El almuerzo llegó a la una. Era arroz con fideos, caraotas negras, papitas sancochadas y pasta con salsa, ¿qué tal? Una buena comilona. Pero no tenía hambre. A las dos, el Catire y yo fuimos a recorrer dos quebradas que seguían a aquella en la que estábamos instalados. Vimos el carapacho de un cachicamo y huellas de venado. Gabriel y Mauro hubieran gozado un mundo, con lo que les gusta la naturaleza. Era un paisaje bonito, como escondido entre los árboles. Pero el sol que se colaba entre las ramas era intenso, casi insoportable. Hacía calor y teníamos sed. Decidimos regresar. El resto del día transcurrió igual. Recogiendo ramitas para la fogata, contando los ciempiés y viendo los monos pasar. Comí papa y un poquito de arroz. Al oscurecer regresamos. La misma rutina: parada en el árbol caído, Off, arrancar costricas al árbol… Ya en la casa me comí un sándwich. El 67 y el Mono se fueron de cacería. Yo me lavé el cabello y luego me bañé con agua tibia. Cuando regresaron traían un venado. El 67 lo cazó. Cuando me vio me dijo orgulloso: «¡El venado de la suerte!». *** En casa de mis padres todos madrugaron. A las seis de la mañana mi mamá se fue a buscar a Claudia para llevarla a la clínica. Había llegado el día fijado para la cesárea y todos estaban bastante nerviosos.
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Mi papá se fue a la oficina, a mis niños los dejaron en casa de mi suegra y más tarde los llevaron al colegio. Claudia ingresó a quirófano a las nueve de la mañana. El doctor Naranjo, sabiendo la situación que vivía la familia, estuvo muy pendiente de mantenerlos informados y fue muy cariñoso y atento con todos. A las diez y tres minutos de la mañana salió una enfermera para informarles que la bebé ya había nacido. Una hermosa criatura de piel blanca, con unos grandes ojos oscuros y abundante cabello negro fue asomada unos minutos más tarde por la ventana del retén. Fue un momento muy emocionante para todos. La alegría se mezclaba con la tristeza, el dolor y la impotencia. No era justo que yo no estuviera allí. Solo Dios sabe por qué. María Brei, gran amiga de la familia, decoró la habitación con abundantes globos rosados y cintas combinadas. Quedó espectacular. Querían dar a Claudia un ambiente de alegría. Que el nacimiento de su pequeña fuera un momento especial, a pesar de todo. Cerca de mediodía ya Claudia estaba en la habitación y también llevaron a la pequeña Ana Victoria, que midió cuarenta y seis centímetros y pesó dos kilos setecientos once gramos. Ambas, madre e hija, se encontraban en perfectas condiciones. Manuel buscó a los niños en el colegio y los llevó nuevamente a casa de mi suegra. Mi hermana los fue a buscar a las cinco de la tarde. Fueron a Kromi Market a comprar unas flores para llevarle a Claudia. Se antojaron de comprarle ¡un cactus! También compraron un osito para Ana Victoria con un globito. De allí fueron al Instituto de Especialidades Quirúrgicas a visitar a su nueva primita. Estaban contentos y emocionados. Cuando Ana Teresa los llevó nuevamente a casa de mi suegra ella les preguntó cómo era la primita. Mauro le dijo: «Es chiquitica, nonna, parece una muñequita». En la noche comenzó a llegar la familia a la casa de mis padres. Mi mamá se regresó de la clínica porque Claudia prefirió que mi cuñado la acompañara en la noche, pensando que para mi mamá sería difícil no estar al lado de mi papá y, además, necesitaba descansar. Rezaron el rosario un poco más tarde. Había como una confusión entre las lágrimas de alegría por el nacimiento de Ana Victoria y de tristeza porque yo no estaba. Fue un día muy difícil para mi papá, mi mamá y toda la familia. Pero pensar en cómo se sentía Claudia en ese momento, que debía ser el más feliz de su vida, pensar en eso, todavía hoy, me rompe el corazón. *** Juan Carlos llegó temprano a la oficina. Debido a que se ausentaba con frecuencia, tenía mucho trabajo atrasado. Casualmente decidió, temprano, pasar un rato por
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allí para ponerse al día con algunas cosas. Luego pasaría por la clínica a visitar a Claudia. Estaba detrás de su escritorio cuando lo llamaron desde la vigilancia para informarle que un señor que se bajó de un taxi le había dejado un sobre. Ya él les había advertido a todos los oficiales de seguridad que estuvieran pendientes de cualquier mínimo detalle, cualquier vehículo o persona extraña que se aproximara. De hecho, los vigilantes tomaron todos los datos del vehículo. William, el supervisor de turno, entró a su oficina con la encomienda y se la entregó en sus manos. Era un sobre amarillo, tamaño carta. Juan Carlos ya sabía de qué se trataba y antes de abrirlo llamó a Manuel para informarle la novedad. Inmediatamente, abrió el sobre dentro del cual había un sobre blanco más pequeño. Con las manos un poco temblorosas, abrió este también. Dentro de él estaban las cuatro hojas cuadradas pequeñas, con los bordes superior e inferior arrancados rústicamente y escritas por mí en ambos lados. De inmediato, reconoció mi inconfundible letra de molde. La conocía perfectamente. Lo primero que vio, al comenzar a leer, fue la fecha en que fue escrita la carta. Estaba casi seguro de que la carta no había sido escrita ese día, pero no se detuvo a pensar en eso. Era evidente que yo estaba desesperada. Repetía el nombre de él a cada momento, escribía en mayúscula como si estuviera gritando. Me arriesgué, inclusive, a mencionar a algunas personas a quienes podían acudir para pedir dinero, aunque con precaución, pues no coloqué los apellidos. Pensó que tal vez yo le seguía el juego al comandante, pero le preocupaba que, por el contrario, yo en realidad creyera todo lo que este me decía. Cuando llegó al final de la carta y leyó la posdata que le escribí, una sonrisa se dibujó en su rostro. Yo le había mandado una clave, indicándole que en realidad la carta no había sido escrita ese día. Él lo sabía. A pesar de todo el trabajo que tenía acumulado, no podía concentrarse en otra cosa y llamó a Manuel para que, en lugar de verse allí en la oficina, como habían quedado, se fueran a reunir con Arnaldo. Cuando llegó al hotel ya Manuel lo esperaba en el lobby, impaciente, porque Juan Carlos no le dio detalles por teléfono. Sin embargo, no preguntó nada, se montaron en el ascensor y fue allí cuando mi hermano sacó los papelitos y se los entregó. Manuel los comenzó a leer, pero antes de terminar ya estaban entrando a la habitación de Arnaldo, que los estaba esperando. Distraído con la lectura casi ni se dio cuenta de que Arnaldo había extendido su mano para saludarlo… Se les quedó mirando y dijo: «¿Buenas noticias?». Juan Carlos no sabía qué contestar y mi esposo no podía hablar, tenía los ojos brillantes, una lágrima rodó por su mejilla. «¡Vamos hombre! ¿Qué pasa? Juan me dijo por teléfono que eran buenas noticias», dijo Roberto, incorporándose al grupo. Manuel trató de sonreír y le entregó la carta
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a Arnaldo. Se sentaron los cuatro alrededor de la mesa de la salita que tenía la suite. Arnaldo comenzó a leer la carta en voz alta para que Roberto escuchara. En cada párrafo se detenía y analizaban, entre todos, qué significaba lo que yo había escrito. Era impresionante cómo estos profesionales interpretaban cada palabra, cada frase, cada afirmación o negación de mi escrito. Acertaron en casi todas las conclusiones que sacaron sobre dónde podía encontrarme, qué tipo de grupo me tenía, la presión psicológica que habían ejercido sobre mí…«Es normal que esté desesperada. Extraña a sus hijos, a su familia. Pero ellos la obligaron a exagerar todo, a magnificar todo. Insisto, no estamos tan equivocados», dijo Arnaldo. Manuel preguntó: —¿Y a qué se refieren con eso de reunirnos con gente del gobierno?, solo hablamos con Carlos, el PTJ, de vez en cuando y a solas, con mucho hermetismo. ¿Cómo lo saben? —Ah, siempre se filtra, Manuelito, siempre tienen algún contacto allí dentro. Pero generalmente lo hacen para amedrentar, para que crean que los tienen controlados y los siguen a todos lados. Y ya ves, en eso del DIM están equivocados. Al terminar con la carta se pusieron a hacer un borrador sobre lo que le dirían al comandante en la próxima llamada.
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DÍA VEINTITRÉS Jueves 22 de mayo El día transcurrió como todos los demás. Extremadamente largo, extremadamente aburrido… «Tardes de mayo…», repetía el Catire constantemente. El desayuno, que llegó cerca de mediodía, fue teretere de venado. El almuerzo era bistec de venado y ensalada. A media tarde subió el Mono a llevarme el dulce de lechosa que me había preparado. Se quedó esperando hasta que yo lo probara. ¡Nada que ver! Era una melcocha de azúcar con lechosa. Sin embargo, le dije que estaba buenísimo. Él se fue contento y yo logré saciar mi ansiedad dulcera a pesar de todo. Ese día no lloré. Como dijo el Catire, eso me empavaba y me quería ir ese fin de semana. «Y así será», me dije a mí misma. Amén. El resto de la tarde, lo mismo: bañarme, lavar mi ropa, echar cuentos un rato y, finalmente, el encierro en el cuarto, a dormir. Cuánto odiaba el sonido que producía el candado al chocar con la cadena. Lo odiaba tanto como empezaba a odiar el canto de las putas guacharacas todas las mañanas, o el ruido de las gallinetas cuando se recogían en el árbol, detrás de mi habitación, en las noches. Ni qué decir del sonido de los monos aulladores que, como un reloj, me acompañaban todas las madrugadas cuando subíamos al cerro y todas las tardecitas cuando regresábamos al árbol caído. *** Claudia fue dada de alta. El SAP (Servicio de Anestesia Postoperatoria) le produjo alergia en su cuerpo y tuvieron que quitárselo. El doctor Naranjo sugirió que se fuera a la casa para que no estuviera angustiada. Todos estuvieron de acuerdo. Ese día ella rezó el rosario desde la habitación donde se estaba quedando en casa de mi mamá. El pequeño Daniel amaneció quebrantado. Le dieron Corilin, pero pasó todo el día con malestar, lloroso y fastidiado. Esa noche la casa de mis padres estuvo abarrotada de gente. Familiares, amigos y vecinos fueron a saludar a Claudia, a conocer a Ana Victoria y a rezar el rosario. *** A la una y treinta y ocho minutos de la tarde repicó el celular de Juan Carlos. En la pantalla aparecía el número 99. Desde Colombia. —Jairo, ¿cómo estamos? —saludó mi hermano. —Bien… ¿Recibieron lo que les mandé? —Ah, sí; los papelitos. —Quería saber... ¿Qué han resuelto ustedes? —Bueno, nosotros pensábamos que íbamos a hablar con ella, pero está bien con los papelitos. ¿Cómo está ella?
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—Está bien, está muy bien. —Ojalá y así sea. Si puedes hablar con ella dile que la sobrina nació ayer, para que ella sepa. —Ah sí, ella mandó a preguntar si había nacido la sobrina. —Sí, dile que está chévere. Y gracias por los papelitos. —Ella dijo que no le cuenten nada a su mamá de la situación de ella, o sea, que no le den detalles. —Claro, claro; yo no le diré nada a mi mamá. —Ayer una gente por ahí del DIM, del Ejército, de Inteligencia, se estaban reuniendo con ustedes y tú sabes que no habíamos hablado de eso. Juan Carlos no se sorprendió. Ya lo había leído en la carta. Y, si bien la información no era precisa, no dejaba de preguntarse cómo supo este hombre de la reunión que habían tenido. Efectivamente se habían reunido con gente «del gobierno», no exactamente de la DIM, pero lo hicieron muy discretamente. Habían utilizado un vehículo desconocido, se reunieron en la parte de atrás de un centro comercial ubicado a poca distancia de la empresa y nadie sabía de esa reunión. Comenzó a sospechar que había, entre los organismos de seguridad, algún infiltrado. Sin embargo, no se dejó manipular por el comandante y continuó: —Yo te voy a decir una cosa, yo creo que ahí sí están equivocados. —Si estamos equivocados va a ser mejor. —Mira, Jairo, nosotros no somos locos, eso te lo puedo jurar y mira que yo nunca juro, ni prometo, ni un coño. Eso te lo puedo yo garantizar. Para nosotros de primerito está el riesgo de la vida de Betty. —Ah, otra cosa. Tú sabes que me preguntaste unas cositas y ya las tengo a mano. —Ah ¿sí? Qué bueno. ¿Qué te dijo? —Sí, me echó el cuento de unas perritas y me dijo la fecha en que se casó. —Bueno, tengo que preguntarle a Manuel porque yo no me acuerdo. —Esa fue una de las preguntas que tú me dijiste. Y las perritas se llaman Micaela y Liana. Ya va, espera un momentico, estoy buscando el papelito. —Mira, cuídame a la muchacha. Cuidao con vainas. —No, no, esa muchacha está bien. Lo que pasa es que ella no está acostumbrada a esta vida, hermano. Y ella tiene razón. Entonces, se desesperan los muchachos que están con ella… Pero ella se da cuenta de que está con gente seria. Ajá, aquí están las respuestas. —El comandante leyó mis respuestas. —Okey, sí está bien. —Y también me escribió en el papelito: «Comandante, le agradezco me traiga periódicos, revistas, pasatiempos, una libreta para escribir, una cola para el cabello, un cintillo, cigarros, una lima para las uñas…».
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—¿Está fumando? —Sí, pero no sabe fumar —dijo el comandante riéndose—. Ella dice que si enciende un cigarrillo se siente mejor. Ella está bien, muy bien… Dame razón tú, ¿qué me tienes, cuánto? —Bueno, hemos corrido con suerte esta semana. Logramos vender un tractor y unos animales también. Ahora, cuando hablamos el lunes me dijiste que ibas a hablar con tu gente para ver si podían bajarnos el monto, ¿correcto? Que bajarías a quinientos mil… —Sí, sí, quinientos mil dólares… —Nosotros tenemos ahorita trescientos noventa y tres millones de bolívares. —Eso no es, eso no es… —El comandante se molestó y comenzó a hablar en voz alta—. Son quinientos mil dólares. Dime cuándo te llamo, hermano, que se me está acabando la batería… ¿Dos días, tres días? Pero que me tengan el monto que es. Te bajé de un solo coñazo a mil quinientos y sigues con el bochinche… —Jairo, yo solo te ruego que me entiendas, mi papá está muy delicado y queremos salir de esto. Pero el comandante estaba muy molesto y no dejaba hablar a Juan Carlos. Mi hermano trataba de explicarle lo difícil de conseguir las divisas, le habló de que ese monto era en bolívares, que sacara la cuenta a mil seiscientos bolívares. Pero ambos hablaban y no se entendían entre ellos. Al final el comandante agregó: —Consígueme los quinientos mil y cerramos esto. ¿Dime, cuándo te llamo? —Llámame en un par de días, mañana, no sé, para yo seguir moviéndome y ver qué más consigo… —Mañana no puedo, te llamo el lunes… —El lunes es muy lejos compadre, llámame el sábado. —¿Pero el sábado me vas a tener los reales? Empezamos con tres millones de dólares… —No, no… Empezaste con mil quinientos, no con tres. Habla con tu gente vale, yo te lo ruego, que razonen. Mi hermano había logrado conservar la calma; sin alterarse y sin gritar repetía constantemente a Jairo que hablara con su gente, que bajaran el monto. Pero se cortó la comunicación y no volvió a llamar.
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DÍA VEINTICUATRO Viernes 23 de mayo Llovió toda la noche. Dormí muy mal, asustada y con coquitos. Pero amanecí muy positiva. Subimos, como de costumbre, con mi suéter con los colores de la bandera de Italia amarrado en la cintura, los monos aulladores con su orquesta y la brisa en mi rostro. Luego, las guacharacas chillando mientras me mecía en la hamaca. Comenzaba a detestarlas. Desde que el Catire me dijo que cantaban «coco raspao» no las puedo escuchar. El «coco raspao» me aturde, me provoca gritarles, callarlas, pero no hay manera. El desayuno eran papitas colombianas como sofritas. Estaban buenas. A las doce me comí un sándwich y el almuerzo me lo comí a las cuatro. Le pedí al Catire que me hiciera unas pesas para ejercitar los brazos. Él no espero que lo repitiera dos veces. Me hizo unas pesas con los potes de jugo de naranja de dos litros vacíos. Los llenó con una arena que había más arriba y, orgulloso, me los entregó. Así que ahora tenía una nueva distracción y al menos tres veces al día hacía pesas. El día transcurrió un poco más rápido que el anterior. Quizás porque estuve más distraída. Bajamos como siempre. Llovió fuerte cerca de las diez de la noche y no pude lavar. El 67 me insinuó que probablemente al día siguiente habría noticias de Jairo, que el Mono le contó que tal vez me soltaban. No quería hacerle mucho caso, no quería volver a caer en eso. El comandante fue bien claro cuando me dijo que solo él me informaría de mi liberación. Así que trataba de no ilusionarme. El aguacero alborotó a los coquitos y hacía mucho frío. No me bañé, ni me lavé el cabello. Hasta la rutina comenzaba a convertirse en motivo de molestia, estaba empezando a abandonarme, a entregarme, a no querer hacer nada y a odiar todo lo que me rodeaba. *** Daniel amaneció con quebranto, los ojitos irritados y malestar. Tenía mucha tos y Ana Teresa decidió que no lo llevaría a las terapias. Mi suegra la iba a acompañar, pero decidieron llamar a la licenciada Milagros para avisarle que no irían. Manuel fue a buscar a Gabriel y Mauro al colegio y en la tarde, después de jugar un rato, mi mamá los llevó a casa de mi suegra. Allí se quedaron hasta la noche cuando Manuel los fue a buscar. Cuando comenzaba a oscurecer ellos empezaban a desesperarse, especialmente Mauro, porque querían regresar a casa de mi mamá. Le preguntaban a mi suegra, cada cinco minutos: «¿Cuándo nos viene a buscar mi papá, nonna?, tenemos que ir a rezar». En realidad tenían miedo y no querían estar, de noche, lejos de Manuel. El rosario comenzó a las ocho de la noche. Estaba toda la familia y algunos
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vecinos y amigos. Fue el señor Atilio con Emilia. También Luis Felipe con su hija, quienes recomendaron a Ana Teresa a la psicóloga Jocar para que llevara al pequeño Mauro. *** El comandante no llamó.
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DÍA VEINTICINCO Sábado 24 de mayo Esa noche dormí bien, toda la noche. Subimos temprano, como siempre. Pasé gran parte de la mañana matando moscas, echando ramas a la fogata y quemando papeles. Esperaba que ese día me trajeran buenas noticias. El desayuno fueron dos panes de sándwich con Cheez Whiz y Diablitos. Lo trajo el Mono porque al 67 lo llevaron a otro sitio, según el Mono. La verdad es que cuando lo vi llegar a él me emocioné, pensé que venía con el comandante. Pero no fue así. Entonces me preocupó bastante que no estuviera el 67. ¿A dónde lo habrían llevado? Traté de sacarle información al Catire, pero creo que realmente no sabía nada. «Tal vez lo llevaron a la otra fundación porque están vacunando el ganao», me dijo ingenuamente. «¿Vacunando?, le pregunté, ¿qué vacunan?». Me contestó que era época de aftosa. ¡Qué casualidad!, pensé. El ciclo de vacunación de aftosa de nuestra finca es desde el 15 de mayo hasta el 15 de junio. Sin comentarios. El almuerzo era venado en salsa, arroz con fideos y papas. Esta vez lo trajo el 67. Sentí un gran alivio al verlo. Sin embargo, no pudo darme explicaciones. Era sábado y, dispuesta a cumplir mi promesa, no me comí el almuerzo. El resto del día transcurrió igual. No había llorado más, para ser positiva, pero tenía que dejar de pensar en mi gente para lograrlo. Bajamos. Yo seguía con mis ilusiones, en silencio, pensando que tal vez el 67 me había dicho la verdad. Cuando a las diez de la noche llegó un carro, el corazón se me salía del pecho. «Me voy», pensé. Pero nuevamente fueron falsas ilusiones. Había llegado un vehículo a la entrada de la finca, pero no pasó. Mandaron al Mono a que bajara y le entregaron unas bolsas. El comandante me mandó un morral con dos bolígrafos, seis colas, dos cintillos, dos pantalones, dos franelas, dos pantalones de mono, un periódico, un libro de sopa de letras, tres revistas. Todo esto me alcanzaría para una semana más. «Este coño de madre me volvió a joder, pensé, juraba que me iba hoy». De nuevo el 67 me había mentido. Sentí tanta rabia. Parece que no han completado el dinero. No entiendo. Cuando me encerraron lloré un rato. No recé el rosario ni mis oraciones. Estaba como entregándome al abandono, a la desesperanza… Me costó mucho dormirme, pero dormí toda la noche. *** Desde mi secuestro mi papá no había querido volver a la finca. Estaba sumamente deprimido y quería estar en la casa por si había alguna novedad. Sin embargo, había decidido ir ese día. Tito, el encargado de la finca, lo convenció para que fueran y lo pasó buscando tempranito para acompañarlo. Cuando llegaron a El Mogote,
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sus trabajadores de confianza se acercaron a saludarlo, sin preguntar mucho, pero fueron solidarios y le dieron un fuerte abrazo cuando lo saludaron. El incondicional Guyo fue el primero en acercarse y con los ojos llenos de lágrimas le dijo: «A mundo mi don, no se me aflija que mi Diosito me le va a devolvé a la muchacha pronto». Guyo tenía más de treinta y cinco años trabajando con nosotros, nos vio crecer a todos, nos ensillaba los caballos cuando íbamos a la finca los fines de semana y nos consentía como si fuera un abuelo. Un gran hombre. Para mi papá fue una buena terapia porque en la casa no hacía más que fumar. Sin embargo, antes del mediodía le dijo a Tito que quería regresar y no hicieron los recorridos por los linderos de la finca, como hacen todos los sábados, cuando Tito lo lleva a ver todos los trabajos que han hecho. Así que, cerca de las tres de la tarde ya mi papá estaba nuevamente en casa. Cuando Gabriel y Mauro vieron al nonno llegando de la finca fueron muy emocionados a saludarlo, lo cual siempre hacían, pero esta vez la emoción era desmedida. Luego de saludar a mi papá y saludar a Tito (que venía más atrás) se quedaron mirando la escalera, como esperando a alguien más. Entonces, mi papá les dijo: «¿Qué pasó? ¿A quién buscan?». Y Gabriel, más grandecito, le dijo con una inmensa tristeza: —¿Mi mamá no se vino contigo, nonno? Mi papá dijo que estaba en El Mogote, ¿por qué no te la trajiste? Todos se miraron las caras, no sabían qué responder. Mi mamá, casi al borde del llanto entró a la cocina. Mi papá lo hizo detrás de ella y fue Tito quien tuvo que responderles: —No pudimos pasar porque había mucha agua. Fíjate que el nonno llegó temprano por eso. No había paso. Pero no se preocupen, la semana que viene, cuando baje el agua, yo les traigo a su mamá. ¿Está bien? Gabriel, triste, apenas asintió con la cabecita y Mauro, se llevó un dedo a la boca para morderse la uña, sin decir palabra, mirando a Tito de arriba hacia abajo, detallando las botas, llenas de barro… Quién sabe qué pasaría por esas dos cabecitas. En el fondo creo que ellos sabían la verdad… Sabían que Tito no traería a mamá de vuelta. Danielito seguía con quebranto. Le mandaron Claridex en jarabe, goticas de Rinomax en la nariz tres veces al día y Corilin para la fiebre. El rosario comenzó más tarde esa noche. Había muchísima gente, aparte de los familiares y amigos de siempre. *** Eran las nueve y diez minutos de la noche. Juan Carlos y Manuel regresaban
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del hotel. Había sido un día largo, sin novedad. En la reunión con Arnaldo no hubo mucho de qué hablar, más bien comieron chucherías y bebieron refrescos. Cuando circulaban por la avenida principal de la urbanización La Viña, repicó el teléfono de Juan Carlos. Número desconocido. Instintivamente él contestó sin percatarse de que no había conectado el grabador. —Aló. —Juan Carlos, le estoy llamando de parte del comandante, soy un emisario. Pero el comandante nunca habló de intermediarios. Ya les habían advertido que tuvieran mucho cuidado con terceros que quisieran aprovecharse de la situación. Entonces, sin dudar un segundo, Juan Carlos le dijo: —Ahorita estoy en una reunión y no puedo atenderlo. Además yo no hablo con intermediarios. Inmediatamente pulso la tecla End para así concluir la llamada. Manuel lo miraba incrédulo. —¿Qué pasó, güevón?, ¿quién era? —Alguien de parte de Jairo. Que no me joda. Él nunca dijo que llamaría otra persona. —¡Pero qué bolas, lo hubieras dejado hablar, marico! Apenas Manuel terminó de hablar el teléfono repicó nuevamente. Número desconocido. Ambos se miraron. Por algunos segundos no supieron qué hacer. Finalmente, Manuel dijo: —No atiendas. Tienes razón. Juan Carlos le hizo caso y no contestó la llamada. A los pocos segundos de concluir el repique, sonó el tono que indicaba que había entrado un mensaje de voz. Inmediatamente marcó *2 y luego de ingresar la clave escuchó el mensaje: «Mira, Juan Carlos, te estoy llamando de parte del comandante Jairo. La cosa es muy sencilla: consígueme mil millones de aquí al quince de junio. Si no, la muchacha se muere, compadre». Juan Carlos le pasó el teléfono a Manuel para que escuchara el mensaje. Ya habían llegado a Guaparo. Después de oír un par de veces el mensaje, se bajaron del vehículo y subieron directamente al estudio para grabar el mensaje en un casete. Estaban cansados y decidieron que lo analizarían con Arnaldo el día siguiente.
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DÍA VEINTISÉIS Domingo 25 de mayo Ese día amanecí muy deprimida. Una vez más había confiado en lo que me decía el 67, pero me volvió a fallar. Sin embargo, yo misma me había programado para no ilusionarme mucho y por eso no me afectó tanto el no haberme ido. «Tengo que ser positiva. Ya sé que no me voy hoy. Qué carajo. Lo malo es que he dejado de pensar en mis niños para no sufrir, en mis padres, hermanos, en Manuel. No entiendo por qué tardan tanto… ¡DIOS MÍO! Es como empezar de nuevo. ¡NO QUIERO ACOSTUMBRARME A ESTO!». El desayuno fue arepa asada con atún, me lo comí tarde. Aproximadamente a las diez de la mañana subió el 67 y se quedó conmigo. El Catire bajó. Era bien extraño que el Mono lo hubiera permitido, pero parecía que empezaban a tener más confianza en él. Es muy conversador, es un hombre agradable y me trata con mucho respeto. El día, con él, pasaba más rápido. No me daba tiempo de llorar. El 67 y yo nos hicimos buenos amigos. A veces me daba miedo porque me revelaba muchas cosas, y si los otros se enteraban nos podrían matar a los dos. Sin embargo, me hacía la loca y lo escuchaba… Por ejemplo, me decía que él vivía en Central Tacarigua, que se llamaba Jairo Restrepo y que podía preguntar por él en el taller de los Morante, que ellos lo conocen. Me habló de un médico amigo de él, de Valencia, que se llamaba Alberto Coronel. Que sus hijos trabajaban con el doctor en Valencia, en una finca que tenía en La Arenosa. Que a menudo él y el doctor iban juntos de cacería. Supuestamente este doctor era familiar de un político que fue gobernador de Carabobo. Entre tanta habladera, porque hablaba bastante, nos fuimos a recorrer el cerro. Cuando estábamos arriba, en lo alto, se veía a lo lejos una laguna. «Esa es la represa de Chuao o algo así como que se llama», me dijo. Más a la izquierda se veía, un poco más lejos, una carretera de granzón que llevaba a un gran tanque. Luego bajamos por un monte y me enseñó la casa donde yo dormía. Esta se veía a lo lejos, chiquitica. «Mira, y allí está la Hilux blanca donde te trasladaron. Esa camioneta es del Comecomía», me dijo, refiriéndose al que supuestamente entró en el cuarto y se comió y bebió todo lo que me trajo el comandante. Nosotros lo bautizamos así. Luego continuó: «Él es el dueño de un club que queda por Bejuma y es hijo del dueño de esta finca… Su hermano es el que viene casi todos los días, pero no sabe nada de ti». El 67 también me había dicho, en días anteriores, la placa de la camioneta. Yo le había pedido que me la averiguara y él, diligente como siempre, lo hizo. Ese número lo grabé en mi mente, no podía anotarlo ni tuve necesidad de hacerlo. Me contó que él había llegado a esta finca como tractorista, que lo había contratado Juan, el hermano del Comecomía. Que la tarde del primero de mayo, cuando me trajeron aquí, le advirtieron que en la noche llegaría una visita y que necesitarían
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que él la atendiera. La noche que yo llegué, él se dio cuenta enseguida de que no se trataba de nada bueno porque vio que yo tenía los ojos vendados y se asustó mucho. De inmediato, el comandante le dijo que si no quería trabajar en eso se podía ir en la mañana. El escuchó que el Mono dijo: «Sí, lo ponemos en la carretera en cinco minutos». O sea que lo mataban… No le quedó más remedio que quedarse. Yo le creí… El Catire volvió cerca de las dos de la tarde a llevarnos el almuerzo. Eran costillitas de venado, arroz con fideos y papitas. Me lo comí todo. Esta vez el Catire no se quedó. Para sorpresa nuestra, nos dijo que volvería más tarde. Cuando se marchó, nosotros fuimos a dar otro paseo. Subimos por el caño. Vimos unos monos. Al final de la tarde, cerca de las cinco, regresó el Catire y para mí se acababa la distracción. Él no era malo, pero con el 67 tenía más libertad. Como no tenía nada que hacer, me senté en la mesa que me hizo el Catire y resolví cuatro sopas de letras, del libro Hiper palabra gramas, 192 páginas de diversión, que me había enviado el comandante. A las seis y media bajamos. Todavía era de día. Me bañé y lave la ropa con la luz del día, primera vez. Tomé refrescos. El Mono y el 67 fueron de cacería. Primero trajeron un conejo y luego un venadito. Echamos cuentos un rato. Me acosté más tarde. Lloré un poco. Les escuché decir que mi familia todavía no tenía el dinero y que el comandante les había dado diez días de plazo para conseguirlo. Tenía sospechas de que el día anterior me iban a soltar, pero algo pasó y lo suspendieron. Tenía fe en que el comandante vendría al día siguiente. «A pesar de todo sigo muy positiva, creo que ya pagaron y pronto me van a soltar. Seguro que sí. ¡Amén!». *** Danielito seguía con gripe. Después de desayunar, mi hermana Eliana fue, junto a mi cuñado Alonso y los niños, a visitar a mis padres. Estuvieron en la casa todo el día, así que Gabriel y Mauro se divirtieron bastante junto a sus primos, Alfonso y Vanesa. Hasta pelearon. A pesar de la gripecita, Daniel también pasó un día feliz con su inseparable prima Donatella, cada día más avispada. Almorzaron tarde ese domingo. Mi papá subió a descansar un rato y mi mamá lo acompañó. Luego de fregar y ordenar todo un poco, mis hermanas se pusieron a arreglar el altar con las virgencitas y los santos. Isabel y Adolfo fueron de visita y los acompañaron un buen rato. Ana Teresa se dedicó a bañar a Gabriel y Mauro. Cuando casi terminaba llegó mi mamá con Daniel, que había vomitado de tanto toser (se había agitado mucho corriendo por toda la casa con Donatella). Así que Ana le llenó la ponchera y lo bañó
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a él también. Estaba feliz y gozó un mundo salpicando con agua a sus hermanos. Al final de la tarde, más temprano que los días de semana, llegaron mi tío Francisco y mi tía Alicia y estuvieron conversando con mis viejos, que ya estaban abajo. El rosario fue a las ocho de la noche. Fueron casi todos mis primos y tíos. Unos paisanos de San Carlos y una gran cantidad de amigos y conocidos. *** A la una y dieciséis de la tarde, Manuel le comentó a Juan Carlos, mientras descansaban después de almorzar, que marcaría a mi celular. Juan Carlos lo miró de reojo, pero no dijo nada. Estaba casi convencido de que, como en todas las oportunidades anteriores, nadie contestaría. Manuel intuyó lo que Juan Carlos pensaba y sin embargo, marcó el número. Estaba tan deseoso de saber de mí que quiso intentar, una vez más, comunicarse con Jairo. Después del tercer repique, Jairo contestó. Cuando Manuel dijo: «Aló, aló», Juan Carlos lo miró incrédulo y se incorporó en el sofá. No estaban para ese tipo de bromas. Cuando vio que Manuel conectaba el grabador se dio cuenta de que era en serio. Manuel continuó al darse cuenta de que quien contestó fue el propio Jairo: —Aló, ¿cómo le va? Corrí con suerte que logré hablar con usted. —Sí, que nunca se prende, pero como hoy hemos estado pendientes aquí en la frontera, a veces lo prendemos pues. —Ah, bueno, yo estaba llamando para dejarle un mensaje. Pero ¿qué ha pasado que antes de ayer nos llamó…? —Un emisario mío, un muchacho… —Ah! Sí, un emisario. Cuénteme… —Bueno, estamos esperando porque como no han dicho más nada. Yo no sé qué han resuelto ustedes. —Coño, bueno, nos hemos estado moviendo. Pero el fin… Por lo menos el viernes no pudimos hacer más nada. —Bueno, ustedes tienen la palabra. Ustedes dicen. —Estamos desesperados, comandante. ¡Denos una manito ahí, vale! Nosotros estamos moviéndonos por todos lados y posiblemente mañana o el martes se consiga algo más de dinero. Pero, coño, la cifra que nos están dando de aquí al quince de junio, por más que sea, yo pienso que va a ser bastante difícil… —No, es que no se puede. No se puede de otra forma porque ya esto se alargó, ya hicimos mudanzas, ya hicimos todo; ya hay más gente involucrada. Entonces, imagínese… El dinero, para esa fecha, ya no se puede hacer nada. —Coño, pero nosotros… —Si tú quieres te reúnes con Juan Carlos y yo les llamo cuando ustedes me
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digan. Díganme hoy cuándo los puedo llamar, ¿Hoy o mañana? Y yo los llamo y hablamos. —Bueno, llámame no sé, coño, mañana en la tarde, comandante. A ver qué resolvemos el día de mañana. —Okey. —¿Cómo está Betty? Pero Jairo ya había colgado. Juan Carlos lo miró inquisitivo y Manuel le dijo: «El hijo de puta me colgó». Manuel estaba decepcionado porque a pesar de aplicar algunas tácticas, aquel no cedía. El comandante también aplicaba las de él y claro que no solo contaba con más experiencia, sino que tenía todo a su favor, me tenía a mí. Quizás mi familia tenía lo que ellos pedían, pero no esa cantidad y, teniéndolo, no podían entregar, de buenas a primeras, ese dinero. Tal vez Jairo lo creía, tal vez estaba seguro de que conseguiría lo que estaba pidiendo, jugando, sobre todo, con el desespero de la familia. Lamentablemente, en este tipo de negociaciones la víctima es la que sufre las consecuencias al hacerse más largo el cautiverio, pero las estadísticas no fallan y, en la mayoría de los casos, se resuelven de esa manera: negociando. La decepción de Manuel y de Juan Carlos se aplacó un poco cuando a las tres y trece minutos de la tarde repicaba el teléfono de Manuel. Era mi número. Pero ellos no tenían ningún plan preparado, no podían ofrecer nada porque le habían dicho a Jairo que resolverían el lunes o martes y las instrucciones eran que no podían ceder. Para no cometer ningún error ambos decidieron no contestar. Cuando el teléfono dejó de repicar, inmediatamente sonó un tono indicando que habían dejado un mensaje. Enseguida Manuel lo escuchó: «Manuel, escúchame. Estoy aquí en la zona fronteriza. Estoy en tu territorio, donde tiene cobertura el teléfono de tu esposa. Llámame que voy a durar una hora con el teléfono activo en esta zona. Son las tres y cuarto en Venezuela y a las cuatro y cuarto hora venezolana ya estoy apagando esta unidad, para que me llames, por favor, y definamos. Es Jairo». Juan Carlos y Manuel no sabían qué hacer. Sabían, sí, que tenían que devolver la llamada. De hecho, tenían la esperanza de que el comandante llamaba para hacer una nueva propuesta. Sin embargo, decidieron consultar con Arnaldo y se fueron al hotel. Todavía no habían llegado cuando, a las tres y veinticinco minutos de la tarde, mi número de teléfono aparecía en la pantalla del celular de Juan Carlos. Decidieron que contestarían. No podían jugar con esto. —Aló. —Juan Carlos, vamos a dejarnos de güevonadas. Hablé con mis superiores y no están dispuestos a seguir con esto. La fecha tope es el quince de junio. Entonces, para que ustedes resuelvan en ese lapso de tiempo y dejen un mensaje en el teléfono
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de ella misma cuando tengan todo resuelto. El quince de junio es la máxima fecha que me han dado y que tenemos todos porque ya se alargó mucho. —Tienes que bajar más, Jairo. —Bueno, entonces ustedes son los que saben lo que tienen que hacer. Si no, desgraciadamente tenemos que matar a la muchacha, hermano. Y la van a encontrar muerta el quince en horas de la mañana. —Bueno, eso no soluciona nada. No… Pero Jairo había colgado. Juan Carlos miró a Manuel preocupado. Sin embargo, no se dejó amedrentar por el hombre. Manuel no preguntó qué le había dicho, simplemente le dijo: «Hablemos con Arnaldo». Llegaron al hotel donde siempre se reunían y subieron. Notaron con incomodidad que los botones del hotel ya los reconocían y los saludaban amablemente. Y cuando se alejaban comenzaban a murmurar. «Pensarán que somos maricos», le dijo Manuel a Juan Carlos. Y ambos soltaron una larga carcajada. Arnaldo les abrió la puerta amablemente y ellos entraron. Ya tenían la suficiente confianza para instalarse sin pedir permiso. Como ya le habían avisado por teléfono que había una novedad, Arnaldo les preguntó: «Entonces, ¿qué ha pasado?». Juan Carlos le contó de las llamadas; Manuel lo interrumpía a veces para contar lo que él había conversado con Jairo y, mientras tanto, Arnaldo les servía Coca-Cola light (era lo que siempre tomaban en las tardes). Mientras conversaban, aproximadamente a las tres y cuarenta minutos de la tarde, repicó el teléfono de Manuel. Era mi número nuevamente. Era Jairo. —Aló. —Manuel, es Jairo, mi hermano. Tengo que irme ya y al irme quiere decir que el teléfono queda apagado porque voy para la zona donde no tiene señal. Entonces, yo ya le dije a Juan Carlos que hay un ultimátum. Consiga los mil millones. Mil sin rebaja para el quince máximo. Si no, a las diez de la mañana pueden buscar a la muchacha que está muerta. —Bueno, esa vaina es sumamente difícil, Jairo. Esa cantidad que tú me estás pidiendo es muy jodida, compadre. —Bueno, eso ya está listo, está escrito; y si no es así no se hace nada. —Sí, pero así no vamos a hacer negocio nunca, Jairo. —Bueno, por eso; yo te mato a la muchacha y salimos de eso. No podemos hacer más nada. —¿Y qué vas a lograr con esa vaina? —Nada, porque ustedes no lograron nada. Eso es problema entre ustedes. El día diez del próximo mes me están dejando un mensaje al teléfono de Betty diciéndome que ya vamos a negociar, que ya está todo listo para yo bajar y entonces darle ins-
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trucciones a la gente para la negociación. Más nada. Yo espero la llamada el diez. —Ya va, ¿cuándo me vas a volver a llamar tú? —No, el diez espero la llamada de ustedes. Ya yo no llamo más. —Escúchame lo siguiente, aló. Pero Jairo, nuevamente, había colgado. La cara de Manuel expresaba su angustia. No lo podía ocultar. Arnaldo lo animó: «Vamos, chico, no te dejes intimidar. Así es este negocio. Está presionando. Hay que aguantar». Pero a Manuel le preocupaba muchísimo el camino que estaban tomando las conversaciones. De repente, le dijo a Arnaldo: «Lo voy a llamar». Arnaldo y Juan Carlos estuvieron de acuerdo y ya Manuel había marcado mi número. Jairo no contestó, pero Manuel le dejó un mensaje: «Mira, Jairo, es Manuel. Vuélveme a llamar para que hablemos». Hubo un silencio en la habitación, Arnaldo estaba sirviendo más Coca-Cola en los vasos y Manuel volvió a pulsar el botón send en su teléfono. Esta vez tuvo más suerte. —Aló, Jairo. —Sí. —Coño, hermano, que no me dejaste hablar. —Es que yo he sido muy condescendiente. Les he hablado bien. A ninguno de ustedes le importa esa muchacha, no joda. Entonces, ella misma me dijo: «Si no me resuelven eso, bueno, que me maten no joda». —¿Tú crees esa vaina? Tú que nos tienes controlados, sabes todos los movimientos de nosotros. Sabes qué hemos vendido y qué no hemos vendido, qué estamos haciendo, qué no estamos haciendo. Hemos hecho lo imposible. —Yo espero… —Párame bolas, déjame decirte algunas cositas… —No, porque yo no puedo hablar mucho. —Está bien, escúchame lo siguiente, la cantidad que tú me estás pidiendo no la recolecto yo ni en cuatro meses. —Sí lo recolectan, yo sé que sí. Yo te he investigado… —No, Jairo, eso es muy arrecho, compadre. ¿Tú crees que si yo tuviera los reales no te los hubiese entregado? Yo no dejo sufrir a esa mujer ni una semana. —Sí, coño, pero los hermanos de ella tienen. Y el papá y los tíos. No joda, voy a ir donde Juan Carlos y lo voy a mandar a tirotear esta semana. Vas a ver no joda. Esa muchacha está confiando en ustedes, hermano. —Yo creo que a ustedes le dieron un mal dato ahí, compadre. —Ella está confiando en su hermano y su familia y la van a dejar morir. —No, compadre, ustedes están mal dateados. Chamo, esta gente lo que tienen
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son bienes, tienen bienes que jode y no los han podido vender. —Que los vendan no joda. Que vendan… —Sí, y los bancos no les prestan real porque ellos tienen un peo arrecho con los bancos. Tú sabes que eso es así. A ustedes los datearon mal, Jairo. —Espero que el diez ustedes se comuniquen conmigo. —Además, ¿cómo está ella? —Está bien, está bien. —¿No me puedes mandar una fe de vida de ella? —Yo el diez les mando una grabación filmada de ella que la pueden llevar a la televisión, a la prensa, para donde les dé la hijo’e puta gana, porque ya estamos preparados con ella y ya sabemos que nadie nos va a agarrar en ese peo. Ya tenemos todo montado. —¿Yo alguna vez te he dicho que te van a agarrar? —No, pero es que ya la mamadera de gallo me lleva a pensar eso. —No, viejo, tú estás equivocado. Yo tuviera los reales en una gaveta y ya te los hubiera dado. —Me están montando una trampa y no voy a dejarme caer en trampitas. —¿Quién te está montando una trampa? —Ustedes, los familiares de Betty. —¡No joda! Viste que estás mal dateado, güevón. —Usted agarre el diez, se comunica conmigo y entre el diez y el quince es la fecha tope para la negociación. En esos cinco días podemos decidir lo que ustedes digan. —Yo vuelvo y te repito: nosotros estamos haciendo lo imposible y seguiremos haciendo lo imposible. Tenemos muchas vainas en venta. —Dile a Juan Carlos que lo mandé a llamar anteayer y no me paró bolas. —¿A quién? Pero tú no avisaste que ibas a mandar a un carajo. Hasta yo… —Sí, pero él dijo de parte del comandante Jairo y tu cuñado le dijo: «No, estoy en una reunión» y no quiso hablar con él. Eso no es así. —Bueno, Jairo, eso no importa. —La fecha tope es el diez para que ustedes sepan de su mujer, de su hermana. —Nosotros estamos vendiendo un mierdero de bienes. Yo lo veo muy cuesta arriba, muy difícil de aquí a esa fecha conseguir esa cantidad. —Su familia, su vecino, tiene mucho dinero. Ese hijo de puta viejo por qué no quiere dar la plata para ayudar a su hija, a su sobrina. —No los tienen viejo, no los tienen. —Yo te voy a mandar una grabación filmada. Te la estaré entregando después que hablemos usted y yo el diez o el once… Un video de todos los acontecimientos.
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Dicho esto el comandante cortó la comunicación. Manuel se quedó mirando el teléfono, decepcionado. «Vamos, muchacho, ¡ánimo!», le dijo Roberto mientras Arnaldo agregaba: «Vamos a tomarnos un whisky que la Coca-Cola no ayuda en estos casos».
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DÍA VEINTISIETE Lunes 26 de mayo Otro día más que amanecía deprimida. Tuve una pesadilla horrible con Mauro, que le estaban disparando. «¡Dios mío! Y yo aquí sin saber de mis niños… ¿Cómo estarán? ¿Y mi papá y mi mamá? Seguro Claudia ya dio a luz. ¡Dios mío!¿Por qué? ¿Por qué me haces esto? Hoy estoy llorando, estoy muy triste, el positivismo se me fue al suelo. Ayer ni siquiera recé el rosario… ¿Para qué? ¿De qué me ha servido? ¿Cómo estará mi gente, mis hermanos?¿Manuel, qué haces? ¡Por favor no te acostumbres a estar sin mí, te lo suplico, te necesito demasiado, demasiado! Te amo, coño, te amo demasiado». Subimos temprano y la rutina fue la misma. El desayuno fue conejo frito y bollito. Me lo comí todo. Pasé el día leyendo Cosmopolitan y Glamour, y haciendo sopa de letras, nueve en total. El Catire atravesó un palo de lado a lado del caño (yo le pedí que lo hiciera, mostrándole una foto que había en la revista glamour), y lo usaba como barra para hacer ejercicios y distraerme. El almuerzo fue pasta con salsa y bistec de venado que estaba muy tierno. Me lo comí todo. A las cinco subió el 67 y el Catire bajó. Al parecer, ellos mismos estaban obstinados y comenzaban a ignorar las órdenes del comandante. Nos pusimos a echar cuentos, pero me deprimí tanto que no quise hacerles caso. Es que el 67 era muy buen hombre, pero a veces me contaba cosas terribles, me hablaba de la otra muchacha que tenían secuestrada, del maltrato que recibía, que no se alimentaba, que estaba con los ojos vendados desde el día que la secuestraron. Todo esto me deprimió de tal manera que hasta lloré un rato. Entonces traté de cambiar la conversación y me dijo: «Las cosas como que no están saliendo bien y la carta que le mandasteis a tu hermano como que no sirvió de mucho». Del comandante no había sabido absolutamente nada, ni sabía cuándo vendría ni me había mandado más recados. Dios mío, qué depresión. Cuando bajamos todavía estaba un poco claro. Me bañé y lavé la ropa. Cuando estaba lavando la ropa, el 67 me acompañó un rato. Me dijo que probablemente el fin de semana lo dejarían salir a visitar a su familia. Por supuesto yo no lo creí. Eso era imposible. No le di mucha importancia. Luego, como todas las noches, nos pusimos a echar cuentos y chistes. Pero tenía el corazón apretadito. Qué tristeza. Dios mío, qué soledad… Me acosté y lloré un rato, calladita. No recé rosario tampoco ese día. Otra vez empezaba a desesperarme. «¿Cuánto se prolongará esto, Dios mío, cuánto?... ¡Me quiero ir ya!». *** Como todos los lunes en las mañanas, en casa de mis padres fue un corre corre para preparar el desayuno a mis chamos y la merienda, ya que irían al colegio. Lis-
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seth no fue a trabajar porque tenía la virosis. Hasta la pobre Claudia, con sus molestias postparto, ayudó en el cuidado de Danielito durante la mañana. Y a mediodía, como Juan Carlos llegó más temprano, después de almorzar se fue a recostar con el niño. Ambos se quedaron dormidos. Manuel buscó a Gabriel y Mauro a mediodía en el colegio y almorzó en casa de mis padres con los niños, mis hermanas, mi cuñado Edgardo, mi papá y mi mamá. Más tarde, Ana Teresa se puso a hacer tareas con Mauro y dejó que Gabriel las hiciera con mi mamá. Mauro era más aplicado y ella lo podía dominar, pero Gabriel es muy distraído y solo la nonna podía hacer tareas con él. Al terminar las tareas, mi mamá bañó a los niños y mi hermana Eliana los fue a buscar para llevarlos al Sambil. Era algo que les había prometido. Irían con sus primos a comprar unos Beyblade (un juguetico que estaba de moda que daba vueltas como un trompo y emitía luces de colores). La verdad es que mi hermana les tuvo mucha paciencia. Antes de regresar a la casa se sentaron a comer helados en la heladería 4D. Era ya de nochecita cuando regresaron. Estaban contentos. Pero todo el esfuerzo que hicieron Eliana y sus chamos para distraer a mis pequeños quedó opacado cuando Gabriel, jugando con Alfonso, se cayó y se rompió la boca. El pequeño Alfonso, tratando de calmarlo, le dijo: «Ven, vamos a enseñarle a tu mamá lo que te pasó». Y allí fue donde comenzó la tragedia. Gabriel empezó a llorar como si se le hubieran caído los dientes (en realidad había sido una tontería) y gritaba: «Quiero a mi mamá, quiero a mi mamá». Todos los adultos que estaban cerca le dieron un tremendo regaño al pobre Alfonso, de apenas ocho añitos, quien ingenuamente olvidó que la mamá no estaba. Todavía hoy, mi adorado y pequeño sobrino Alfonso (a quien agradeceré eternamente todo lo que hizo por sus primitos) recuerda esa tragedia como uno de los días más horribles de su vida. Mientras se preparaba todo para iniciar el rosario, llegó el alcalde de Valencia a visitar a mi papá. Aparentemente lo habían contactado a través de un gran amigo en común para ofrecerle en venta el edificio que le estaba causando a mi papá (y a sus socios) problemas con el banco. De concretarse el negocio, también ayudaría un poco a solventar la parte económica relacionada con mi secuestro. Sin embargo, cuando el burgomaestre se marchó, la expresión de tristeza de mi papá indicaba que no se había logrado nada. El rosario inició un poco más tarde guiado por la señora Glenda. Estuvieron también Haydé, Ilse, mi suegra, tía Pina y Elisa. Por supuesto, no faltaron mis tíos, primos, Heriberto y Rosaura, los compadres, Isabel, el doctor Valles y Mercedes. *** Manuel y Juan Carlos estaban reunidos con Arnaldo, pero sabían que el comandante no llamaría. Ellos seguían las instrucciones que les daban, pero tenían un poco
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de miedo. El hombre no quería ceder y la situación se ponía muy tensa. Temían por mi vida. Sin embargo, Arnaldo les animaba a no flaquear: «No se desanimen, esto es así, hay que negociar y cuando el hombre se dé cuenta de que a medida que pasa el tiempo ustedes consiguen menos dinero, va a ceder. Confíen en mí». Estuvieron reunidos hasta las once de la noche. No hablaron mucho.
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DÍA VEINTIOCHO Martes 27 de mayo «Anoche dormí bien, toda la noche». Dormir bien había adquirido un nuevo significado en mi vida: incluía dormir llena de coquitos, con ratas que en cualquier momento podían caerme encima, pero gracias a Dios, ¡sin cucarachas! También abarcaba mis sueños… «Siempre sueño que me han soltado, que estoy con mi familia y al despertarme estiro un brazo, tanteo a mi alrededor en la cama, lentamente, a ver si es realidad, si tengo a Manuel o a los niños al lado. Claro, la emoción dura muy pocos segundos. Cuando estoy totalmente despierta y consciente, mi realidad es otra. Muy triste, muy diferente… ¡Ay, mis niños!». El desayuno fue, nuevamente, venado y bollito. El almuerzo: venado y arroz. Hice pesas y ejercicios. Tenía que distraerme. A las dos subió el 67 con el almuerzo y bajó el Catire. Esto no lo podía escribir en mi diario porque al comandante no le gustaba que me quedara con el 67. Pero allí estábamos, echando cuentos. Cada vez que hablaba con él me enteraba de cosas nuevas. Además, volvió a decirme que probablemente él saldría el fin de semana. Estaba tan seguro de que así sería que me preguntó qué necesitaba. Entonces pensé, como una tonta, que tal vez era cierto y le dije que tratara de traer un celular escondido. Mi imaginación se puso a volar pensando en que con ese teléfono podría llamar a mi hermano y decirle dónde creía que podía estar. ¡Qué ilusa! Cerca de las seis de la tarde, el Catire volvió a subir y dijo que tal vez vendría el comandante. No me ilusioné porque había comprendido que el comandante llegaba sin avisar. Llegaba siempre «de sorpresa», así que no le di importancia a su comentario. Se quedó con nosotros hasta que regresamos a la casa. Hice ocho sopas de letras. La verdad es que es un pasatiempo que nunca me llamó la atención, prefiero hacer crucigramas. Sin embargo, me servían para distraerme. Era un libro grandote. Como estaba tan aburrida, hice, en la primera página del libro, un almanaque con los días de la semana. Así calcularía cuántas sopas de letras podía hacer por día, para que no se me acabaran y me quedara sin distracción. Mientras hacía el almanaque me di cuenta de que era una tontería porque no sabía cuánto tiempo iba a estar allí. Por eso, al llegar al día siete de junio decidí no continuar, era como mucho tiempo, e hice mis cálculos basados en esa fecha. Mis números me daban aproximadamente trece sopas de letras al día. Jamás imaginé que esa pequeña meta que me había trazado inconscientemente se convertiría en un decreto de positivismo tan acertado. Bajamos a la misma hora. Me bañé sin lavarme el cabello porque hacía mucho frío. Tampoco lavé la ropa. Vino un carro, pero no subió. Solo trajo el caucho del tractor. Echamos cuentos un rato. Me acosté. Cayó tremendo aguacero.
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*** El pequeño Daniel estaba un poco mejor. Todavía seguía con moco y tos. Antes de que se despertara lo nebulizaron. Fue difícil convencer a Mauro de que se vistiera. Tenía una minúscula cortadita en el pie y una curita y no se quería poner los zapatos ortopédicos. Tampoco Gabriel quería colaborar. Pero Manuel sabía lidiar con nuestros chamos y cuando mi hermana lo llamó para que la ayudara, no tardó mucho en convencer a los niños. Cuando estuvieron listos se fueron con él a casa de mi suegra. No sé por qué, pero no los llevaron al colegio. Supongo que andaban todos medio engripaditos. Regresaron de casa de mi suegra en la noche. Manuel se comunicó con el pediatra, el doctor Mujica, para comentarle sobre el progreso de Daniel. Le mandaron a tomar Clembunal y Celestamine y a aplicarle goticas de Rinomax en las fosas nasales. Había que seguir nebulizándolo, pero había que agregarle Bronklast en la mezcla. La recién nacida, Ana Victoria, salió por primera vez a llevar un poco de sol. Pequeñita, igualita a su abuela paterna. Una bebé preciosa. Manuel le pidió a Ana Teresa que llamara a la compañía telefónica y suspendiera mi número de teléfono. En la noche se reunió la familia a rezar el rosario. Mi prima Greta llevó arroz chino y la tía Loli, una empanada gallega. Arelis, una torta. Fueron los Urquiola, los Arriero, el doctor Rugeles con su esposa, Pepe, Atilio, los vecinos y toda mi familia. *** Manuel y Juan Carlos estuvieron toda la tarde con Arnaldo. Sin novedad. Habían seguido las recomendaciones del asesor y suspendieron mi número de teléfono. No estaban muy convencidos de hacer eso pues quizás el comandante no llamaría al darse cuenta de que el teléfono estaba cortado. Ese día tampoco llamó. ***
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DÍA VEINTINUEVE Miércoles 28 de mayo «Hoy es el cumpleaños de Alonso, mi cuñado. Otra fecha más… Anoche los coquitos me invadieron, calculo que serían cerca de las dos de la mañana. Llamé al Catire y enseguida se despertó. El 67 le abrió la puerta y el Catire entró a regar gasoil por todo el cuarto. Me costó mucho volverme a dormir, y dormí malísimo. Soñé con Lisseth (la muchacha que cuida a mis chamos) y la señora Luisa, mi suegra. Amanecí superpositiva ¿Será que me tienen buenas noticias?». Subimos bien temprano, estaba oscuro. Hacía bastante frío y me coloqué mi suéter. Llovió tan duro que por la quebrada corría un poquito de agua. El desayuno llegó casi a las once. Arepa con teretere (de venado, por supuesto). Hice pesas y ejercicios en la barra. Ese día el 67 me dijo que subiría a enseñarme boxeo. De hecho nos trajimos un saco para llenarlo de arena. El Mono llevó el almuerzo a las tres de la tarde. Era venado frito, arepa frita y arroz con fideos. Ese venado sí que nos había rendido. El 67 no subió porque estaba llenando el tanque de agua. El Mono se quedó un rato allí echando cuentos. Me volvió a hablar de la muchacha que el comandante tenía secuestrada en San Cristóbal. Según él, la tenían vendada porque estaba en casa de un familiar. Decía que la muchacha era bien rebelde, que no quería comer. Pero a ellos no les importaba nada… Hasta me dijo que la podían matar. Recordé las llamadas que el comandante hizo desde mi celular, diciendo que se llamaba Julián. Así que había algo de cierto en eso de la muchacha. No creo que fuera solo para amedrentarme. «Son unos desgraciados». Parece que esa muchacha estaba amarrada y no se bañaba ni se cambiaba la ropa desde que la agarraron, unos días después que a mí. Me preocupaba no haber sabido más nada del comandante. Tenía una semana sin ir. Y se me habían acabado los cigarros. De repente, me invadió un miedo terrible. Y era lógico. El Mono me inspiraba mucho miedo. Haberme hablado así de esa muchacha me puso mal y me deprimí mucho. Estaba aterrada. Estuve a punto de llorar, pero debía ser positiva. Era inevitable pensar que si Juan se ponía muy alzado, en cualquier momento me podían matar. «¡No, Dios mío! ¡Quiero a mis hijos, te lo suplico, no lo permitas! ¡No quiero morirme aquí!». Al final el 67 no subió. Hice quince sopas de letras. Más de las que me tocaban, pero tenía que sacar de mi mente las palabras del Mono sobre esa pobre muchacha. Bajamos al final de la tarde. Lavé la ropa y luego me bañé. Echamos cuentos y cayó un chubasquito. Luego, me fui a dormir sin poder sacar de mi mente a esa pobre mujer que ni siquiera conocía. ***
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Ana Teresa se levantó a las siete de la mañana. Como mi papá se estaba yendo a la oficina más tarde, ella podía dormir un poco más. Había llovido muy fuerte en la noche y fue inevitable para ella pensar en mí. Había escrito en el diario: «¿Dónde y cómo estarás? ¿Qué pensarás, qué comerás? ¿Cómo te estarán tratando?». Cuando bajó a la cocina mi mamá tenía cara de angustia, de preocupación. Estaba sentada frente a la mesa tomándose un café. Cuando Ana le pidió la bendición, mi mamá le contestó: «¿Escuchaste el palo de agua que cayó anoche? Pobre Betty, ¿se habrá mojado?». Se le llenaron los ojos de lágrimas. Hacía cuatro semanas que no sabían de mí. Entonces, Ana recordó perfectamente la ropa que yo vestía el día que me secuestraron: el suéter manga larga de tigre y el pantalón beige. Ella me había preguntado ese día, en la empresa, mientras yo pasaba un fax en la oficina de Maricarmen, que a dónde iba tan bonita. No pudo evitar derramar unas lágrimas y, en silencio, abrazó a mi mamá. La mañana transcurrió tranquila. Isabel le revisó la herida de la cesárea a Claudia porque le estaba drenando un líquido. Aún no le quitaban los puntos. Almorzaron todos juntos porque era el cumpleaños de Alonso. Estaban todos mis hermanos y cuñados. Toda la familia Basilio Stigliano. Mi mamá fue a la una de la tarde con Claudia a llevar a Ana Victoria para su primera vacuna: la BCG. Vanesa ayudó a sus primitos, Gabriel y Mauro, a hacer la tarea. Luego se fueron todos a casa de la tía Eliana y pasaron toda la tarde con ella. Manuel comenzó a tener síntomas de gripe al igual que mi papá. En la noche, toda la familia y los vecinos fueron a rezar el rosario. Fueron los abuelos de Ana Victoria, los compadres, Heriberto y Rosana, Arelis, mi suegra con la nonna Angelina, María Gabriela, Modesta, las señoras Branger y Albers. Eliana fue un ratico porque en su casa le tenían una torta a mi cuñado. Mi papá llegó de la oficina y se acostó. La virosis lo tenía mal. *** La reunión en el hotel fue temprano y breve. Sabían que el comandante no llamaría. Solo hablaron de algunas estrategias y planificaron las próximas cifras a ofrecer.
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DÍA TREINTA Jueves 29 de mayo Dormí bien. Gracias a Dios no tuve ninguna pesadilla, a pesar de los cuentos del Mono. Tempranito, el Catire me llamó para que le pasara los fósforos. Era de madrugada y no me pude volver a dormir. Seguía mal del estómago, con diarrea, y tuve un accidente que me obligó a cambiarme la ropa. Cuando abrieron el cuarto, le pedí al 67, con mucha pena, que colocara un tobo con agua en el baño, pues tenía que bañarme. Y así lo hice. «Hoy es el cumpleaños de Juancito. Otro cumpleaños…». Soy muy buena para recordar las fechas de cumpleaños, pero cada vez que recordaba el de algún familiar sentía una inmensa depresión. Subimos con llovizna y llegamos directo a montar la carpa. Allí estuvimos hasta media mañana, cuando escampó. Dormí un rato en la hamaca y soñé que mi mamá y Juan Carlos habían ido a darme una maleta para poderme llevar todo lo que me habían dado. En el sueño mi mamá me dijo que Claudia no había dado a luz. Que Manuel casi no llevaba los niños a su casa y yo me puse a llorar. También me dijo que los niños estaban tranquilos y decían «mamá Lina y mamá Luisa». «Ya no les haces falta». Lloré en el sueño y me desperté llorando. Me puse demasiado triste… «A lo mejor es así, o tal vez quiere decir que me voy pronto. Amén». El desayuno fue arepa asada con Diablitos, Cheez Whiz y mayonesa. El almuerzo fue pasta con salsa y venado frito, pero estaba duro y solo comí la pasta. Me iban a salir carameras de tanto comer venado. Hice pesas y un poco de ejercicios. El 67 no había vuelto a quedarse allá arriba y no me había enseñado boxeo. Debían de ser cerca de las cuatro de la tarde. Había hecho seis sopas de letras (tuve que recurrir a mi almanaque y volver a hacer el cálculo porque el día anterior había hecho más de las que me tocaban). Me fumé tres cigarros que me había dado el 67. El día anterior me había fumado dos que me había conseguido el Catire. No había sabido nada del comandante. Según y que llamaría ese día. Al final de la tarde subió el 67 y bajó el Catire. El 67 volvió a insistir en que saldría el sábado. Entonces arranqué un pedacito de papel de mi diario y le dije: «Cómpreme esta medicina —anoté en el papel: Doricum— tiene que pedirle a su amigo, el médico, que lo ayude porque a usted no se la van a vender». La idea de agregar este medicamento al café del Catire me producía cierta satisfacción. En realidad, no sabía si venía en gotas o solo en tabletas, pero si no, le daría una pastillita con cualquier excusa. Estaba tan desesperada que pensé en la posibilidad de dormir al Catire para escapar. A él le encantaba tomar mis medicinas (y mi Vick Vaporub, y mi cortauñas). El 67 dobló el papelito y lo guardó en su billetera. Me dijo que no me
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preocupara, que su amigo le conseguiría el medicamento. Pasé el resto de la tarde imaginándome cómo agregaría la pastillita al café, si alteraría el sabor, si le decía que era la pastilla de los riñones (él me pidió de las mías porque decía que tenía un cálculo, era como hipocondríaco). La tarde terminó de transcurrir muy rápido mientras yo hacía la película en mi mente. Al oscurecer bajamos. Me bañé y lavé la ropa. El 67 y el Mono fueron de cacería, pero no mataron nada. Llegaron tarde. Me acosté. Tenía sueño. *** Mauro amaneció con fiebre y tos. No lo llevaron a la escuela. Pero Daniel estaba bastante mejor. Como ya caminaba muy bien había que estar pendiente de él porque quería ir para todas partes. El doctor Valles habló con la neuróloga del niño, la doctora Granella, quien le comunicó que ella lo había evaluado el veintiocho de abril y que estaba muy bien. Esos días Ana Teresa no lo había llevado a las terapias porque había estado enfermo. Mi papá se fue a la oficina tarde, cerca de las nueve de la mañana. Lo había ido a visitar el doctor Licón y estuvieron conversando largo rato. En la casa estaban todos susceptibles. Juan Carlos y Manuel no aparecían casi. Estaban todo el día pendientes de la negociación. Habían abandonado sus trabajos. En la tarde, las señoras del nuevo comité de damas de la Asociación de Ganaderos fueron a visitar y conocer a la bebé de Claudia. Estaban Bertha, Marisol, Ana María y las señoras Monasterios y Hernández. Le llevaron un obsequio y pasaron la tarde allí. Anelisa, mi amiga desde preescolar, llamaba a diario y estuvo pendiente de mí. Fue un día de muchas visitas. Incondicionales amigos de la familia que se presentaban, la mayoría a diario, para acompañarlos en los rezos. Heriberto, Rosana, Eliana con Vanesa y Alonso, María Asunción con Isabella, los compadres, Ileana y María Alexandra, tía Alicia, tío Francisco, Andrés, Loli, el doctor Rugeles y señora, el doctor Valles y Mercedes, Atilio, Emilia, Vanesa, Greta, Eloisa, Julia, Tomé, Glenda, Pasita, Enrique… Por nombrar solo algunos. *** Juan Carlos y Manuel pasaron toda la mañana y gran parte de la tarde reunidos con Arnaldo y Roberto. Escribían papeles en letras grandes para, cuando cualquiera de los dos hablara con el comandante, recordarle cualquier detalle importante que hubiesen acordado mencionar. Se les veía cansados, abatidos. Con la mejor disposición de terminar la negociación lo antes posible, sí, pero el agotamiento físico y mental comenzaba a dejar rastros en sus caras…
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DÍA TREINTA Y UNO Viernes 30 de mayo «Un mes. ¡Dios mío, no pensé nunca que esto iba a durar tanto! Y lo peor es que no sé cuánto falta todavía. Trato de ser positiva aunque creo, de verdad, que falta poco. Creo que el comandante está negociando. El 67 me comentó que las cosas iban por buen camino y que todo se iba a solucionar pronto. A veces prefiero no creerle porque él como que inventa mucho, pero esta vez algo me dice que en realidad falta poco. ¡Un mes! Diosito… Sin mis hijos… ¿Qué dirán? ¿Preguntarán por mí? Yo creo que ya se deben haber acostumbrado. ¡Qué tristeza! Y Claudia ya debe haber dado a luz. ¡Qué broma…! Pobrecita mi mamá, qué tristes deben estar todos. Y mi papá, ¿cómo estará su corazón? Dios mío, ojalá todos estén bien. Por más que yo esté sufriendo aquí ellos deben estar peor. Sin saber dónde estoy, qué hago; sin imaginarse que físicamente estoy bien y me han tratado bien. Mi mamá debe haber bajado diez kilos. Eliana debe estar hipernerviosa, Ana quizás suspendió sus planes de boda, Claudia debe estar tan deprimida, pobrecita; mi papá fumando cinco cajetillas. Juan calándose todo esto… mis niños, coño, mis niños, ojalá no estén tristes… Y Manuel, mi amor, ¿te haré falta? Te extraño demasiado… Los extraño ¡A TODOS!». Mientras subíamos le comenté al Catire: «Dios mío, tengo veintinueve días en la frontera. Jamás imaginé que estaría aquí, jamás. Pero ¿sabe qué?, ya no tengo tanto miedo de que haya un enfrentamiento. Esto está bien vigilado. Aunque no voy a negarle que cada vez que pasa un avión me da como un sustico». Él me miró divertido, pero no dijo nada. Tenía que hacerle creer a esta gente que sí, que me creí el cuento de la frontera. Y sí, tenía miedo, ¡mucho miedo!, pero de un enfrentamiento con la PTJ u otro organismo de seguridad. Yo seguía haciéndome la gafa… El desayuno fue una arepota y media asada con atún sofrito. Me comí solo una. El 67 fue el que lo trajo. Luego cazó dos guacharacas. Les arranqué las plumas para llevárselas a los niños. A mis chamos les encanta recoger las plumas que consiguen en la finca. Cada vez que consiguen una grande, bonita, me la entregan, como un obsequio, como si fuera una flor. Y yo se las recibo así, como si realmente fuera una flor… Después el 67 y yo llenamos el saco de arena pues más tarde me enseñaría boxeo, cuando volviera a subir. Con el Catire limpiamos el piso donde iba a practicar, a botar energías, a distraerme. Estaba obstinada. De repente, comencé a pensar en Mauro, en lo que le tocó vivir a mi pequeño, «lo que le hice vivir». Creo que no me lo perdonaré jamás. Estaba un poco deprimida. Un mes sin saber nada de nada, ni de nadie… «¡Qué tristeza!».
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El almuerzo fue costilla de venado, arroz con fideos y arepa frita. El 67 se quedó cuando llevó el almuerzo y bajó el Catire. Practicamos pasar bajo una cuerda, parte del entrenamiento de boxeo. El día siguiente sería sábado y el 67 supuestamente iba a salir. Curiosamente no había tocado el tema, por lo cual estaba casi segura de que no saldría. No habría Doricum para dormir al Catire. Tengo que admitir que esto me causó risa… Ese día hice siete sopas de letras, menos de las que me tocaban, pero con el 67 me distraía más. Tenía, en realidad, más libertad. Bajamos al final de la tarde los dos solos porque el Catire no regresó. Estaba un poco deprimida y decidí no lavarme el cabello. Tampoco lavé la ropa. Fueron de cacería. Cazaron dos conejos. *** Toda mi familia recordó que era el día treinta. Que había transcurrido un mes. Un mes largo, lento, doloroso. Sin duda, una prueba muy dura. Nosotros pensábamos que era dura la situación que vivíamos por las deudas del edificio, o cuando la finca fue invadida. Hasta pensamos que había sido una situación difícil cuando se dividieron las propiedades con mi tío. Pero ahora pasábamos por un momento realmente difícil. Y en este caso, solo Dios podía ayudarnos. Solo la fe y las oraciones. Estoy totalmente convencida de que la situación que ellos vivían era peor que la que yo vivía, a pesar de ser la víctima. Mi mamá, que hasta ese momento había demostrado ser fuerte, comenzaba a notarse demacrada y triste. Cuando rezaban el rosario, lloraba. Mis hermanas la sorprendieron varias veces llorando cuando estaba metiendo la ropa en la lavadora, o haciendo cualquier otro oficio. Comenzaba a desesperarse. Y no había manera de convencerla de que se tomara algún antidepresivo. Mi papá también estaba muy afectado y con la gripe que estaba padeciendo se veía peor. Pero al menos él sí tomaba su medicación, Seropram y Lexotanil todos los días. Se lo había indicado el doctor Valles. Manuel también estaba muy triste, se le veía agotado, pero al pie del cañón con los niños. Gabriel fue al colegio. Tenía un acto de la conservación y le tocó llevarse un sombrero. Iba emocionado. Ese día en el colegio hicieron una procesión con una imagen de la Virgen de Coromoto que habían donado unos representantes. Cuando Manuel llegó con Gabriel, la procesión acababa de comenzar y la maestra Ana le pidió a mi esposo que llevara uno de los extremos… Me dicen que fue muy emotivo verlo allí. Mi hermana Eliana no paraba de llorar al igual que muchas mamás que conocían la situación por la que estábamos pasando. Pero el hecho de que fuera esa Virgen la que donaron, el hecho de que era la primera vez que la paseaban por el
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colegio y de que Manuel la llevara fueron todos buenos presagios para mi pronta liberación. Al salir del colegio, Manuel llevó a Gabriel a cortarse el cabello. Mauro seguía con malestar y no fue al colegio. Se quemó levemente una manito pues estaba en la cocina exprimiendo limones con mi mamá, montado en la repisa, y prendió una hornilla. Ana Teresa se dio cuenta y la apagó. Pero en un descuido él apoyó la manito y se quemó. Fue una tontería y lloró muy poco. Daniel estaba bastante bien. De hecho, mi hermana lo llevó a las terapias a las doce y media. Lloró bastante y vomitó el tetero. Casualmente estaba la neuróloga en el consultorio, la doctora Granella, y conversó largo rato con Ana Teresa. Le dijo que el niño había evolucionado muy bien y que si algún día no lo podían llevar a terapia que no se preocuparan. También allí, Ana se encontró con Anabel y su esposo. Ella se había hecho muy amiga mía en las terapias (ella llevaba a su niña) y estaba muy pendiente de todo. Se puso a la orden y fue muy amable. Al salir de la terapia Ana Teresa se fue a la iglesia Los Salesianos pues habían traído una virgen de La Rosa Mística de Táchira que lloraba sangre. Se bajó con Danielito dormido y aprovechó para pedir un milagro a la virgen. Eliana pasó por casa de mi mamá a buscar a Claudia y Ana Victoria para llevarlas a su primera cita con el pediatra. Después de cenar comenzó a llegar la familia para rezar el rosario. *** Después de almorzar, Manuel se acostó un rato mientras que Juan Carlos hizo algunas llamadas a la oficina, ya que en la tarde no iría a trabajar. La situación estaba muy tensa después de la última conversación con el comandante. Él y mi esposo pasaban prácticamente toda la tarde en el hotel, con Arnaldo. Acordaron que a las dos y media de la tarde regresarían al war room, y así lo hicieron. Estaban en el hotel cuando, a las tres y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sonó el teléfono de Juan Carlos. Número 99. Conexión de grabador. —Aló, ¿quién habla? —De parte de Jairo, un enviado de él. —¡Ah! Sí, es que se oye entrecortado. Dígalo. —Manda a decir él que si está listo para negociar el diez. —El acento del hombre era colombiano. —No, no. Nosotros quedamos en que…Él no ha llamado más. ¿Qué ha pasado? —Pues, como ustedes dijeron que pal diez negociaban. —No, nosotros no dijimos. Él fue el que dijo. Pero yo le dije que nos volviera a llamar para ver qué más habíamos reunido.
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—Ajá… Entonces ¿qué le digo al hombre? —Que me llame. Que me llame él. Yo necesito saber de Betty también. La fe de vida de ella. No hemos sabido más nada de nada. Pero el hombre había cortado la llamada. A las cuatro y dos minutos de la tarde volvió a sonar el teléfono. Era el mismo hombre. —Aló. —Un momento que le van a hablar. —Le pasó al comandante. —Aló, Juan. ¿Qué hubo hermano? —Épale, ¿qué pasó, Jairo? —Aquí, echándole. ¿Qué ha pasado por allá? —Coño, vale, me tienes abandonado, Jairo. —Imagínate, luchando. Y lo que habíamos acordado, ¿qué dicen ustedes? —Mira, una cosita que te quería resaltar. La otra vez cuando me llamó el emisario, era que yo estaba en una reunión familiar —Juan Carlos resaltó la palabra familiar— para la cuestión del dinero. —Correcto. —Mira, Jairo, creo que no hace falta que yo te lo diga. Esto que estamos haciendo nosotros es un negocio. Yo pienso, coño, que no nos puedes abandonar tanto. Tienes que llamar. —Esta vez Juan Carlos hablaba pausadamente. Estaba tranquilo. El comandante le contestó: —Sí, hijo, es que la cosa se me pone tensa. Imagínate, agarré a un muchacho y me mataron a otros dos de los míos. Tengo que andar es muy mosca. Usted sabe los enemigos que uno tiene aquí en esta zona. —Claro, claro. —Eso es muy verraco. —Sí, pero nosotros te dejamos dos o tres mensajes. Y Betty ¿cómo está? —Está muy bien, está muy bien. Se siente triste y abandonada, pero ya yo le he dicho que no había podido hablar con ustedes porque la vaina está muy jodida. —Okey, okey. —Y el teléfono… Yo escuché los mensajes de Manuel, pero el teléfono me lo desactivaron y entonces… —Juan Carlos lo interrumpió, haciéndose el pendejo. —¿Cómo que lo desactivaron? —Sí, no está activo. Ese teléfono lo suspendieron. —No jodas. —Sí, hijo. —Será por el pago que lo suspendieron. —De todas maneras tú me dices cuándo te llamo.
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—Mira, Jairo, déjame decirte lo que nosotros tenemos hasta ahorita. —Dime rapidito que se me acaba esto. —La última vez yo te había dicho trescientos noventa y tres, ¿te acuerdas? —Sí, tres nueve tres. —Tenemos, y todavía este fin de semana podemos hacer algo, cuatrocientos treinta y ocho millones de bolívares. —Juan Carlos pronunció el monto lentamente para que no hubiese confusiones. —¿De bolívares? —Sí. Cuatrocientos treinta y ocho millones. Fíjate tú, coño. Nosotros, Jairo, hemos subido ya varias veces y de verdad, yo te lo dije el otro día, métete en la cuestión de los carros para que veas que estamos vendiendo dos camionetas. Salen allí a nombre de mi cuñado. Yo no estoy publicando los nombres, pero tú puedes reconocer las camionetas. Le puedes preguntar a Betty de qué color es mi camioneta. Y también un carrito Toyota que yo tengo. —Ajá y entonces ¿qué? —Yo quiero que tú consideres un poquito. Tienes que bajar alguito. Ya hemos hecho lo de los préstamos de la familia… —Mira, hermano, yo tengo que sufragar más gastos. Ayer… Pero se cortó la comunicación y el comandante no volvió a llamar.
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DÍA TREINTA Y DOS Sábado 31 de mayo «Anoche cayó un aguacero fuerte. El golpetear del agua con las láminas de zinc del techo hace un estruendo insoportable, parece que se fuera a acabar el mundo. Me da miedo. Soñé con mi suegra, con el Mono. Que habían cortado la luz de mi apartamento porque nadie pagó. Ahorita es media mañana y me quedé dormida un rato en la hamaca. Soñé horrible. Que me había escapado y me encontré a mi mamá, fea y demacrada, y al preguntarle por mi papá me dijo que se había muerto. ¡Dios mío! Ando superdepre. No sé nada de nadie. Me quiero ir. Qué angustia. De verdad que voy a ser positiva y diré: “Mañana me voy”. Hoy debe haber recado del comandante». El desayuno fue conejo y bollito. Como no había azúcar no llevamos café y tenía un dolor de cabeza muy fuerte. Le hice creer al Catire que me había tomado dos pastillas Dol, pero en realidad no lo hice. Prefiero aguantar el dolor de cabeza que tomarme esas pastillas sin fecha de vencimiento, porque me las dieron sin la cajita. El almuerzo fue guacharaca y arroz. Pero no tenía hambre y no lo comí. «Mami, hoy es sábado, no se me olvidó; es más, ya me debes cinco con este, pero bueno, no comí lo que me trajeron. Cuánto extraño tu comida. Aquí todo es frito, qué grasero. Tengo la cara llena de pepas y ronchitas». A las cuatro de la tarde me comí dos rebanadas de pan integral que quedaban. Como a las cinco pasaron por allí unos cuantos monos. Me sirvió de distracción. Ese día no hice ejercicios. Estuve bastante aburrida. Hice diez sopas de letras. Bajamos al final de la tarde sin parar en el árbol caído. El comandante fue como a las ocho de la noche con buenas noticias, pero no quise escribirlo en mi diario para no empavarme. Me llevó dos Coca-Colas, un paquete con doce cajetillas de cigarrillos Boston (de diez cigarros cada una), papel higiénico, Cheez Whiz, pan de sándwich, Plagatox en espray, azúcar, Club Social y un periódico colombiano del día anterior (el diario La Opinión, de Cúcuta). Se quedó un buen rato y conversamos bastante. Calculo que serían cerca de las once de la noche cuando se fue. A esa hora el 67 y el Mono se fueron a cazar, pero no cazaron nada. Dejaron un venado herido que buscarían al día siguiente. El Catire y yo los esperamos echando cuentos. Hablamos de todo lo que dijo el comandante. Nos acostamos como a la una y media de la mañana. Me da risa lo que escribí en mi diario esa noche, pensando, claro, que ellos lo podían leer: «El comandante se ha portado superbien conmigo (pero lo que pienso en realidad es que era un hijo de p...). Al parecer, pronto se solucionará todo. Hasta nos
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tomamos una cerveza. Me tranquilizó mucho porque me dijo que mi papá está superbien. ¡Gracias a Dios! Me comí dos galletas Club Social, una rebanada de pan con Cheez Whiz y refresco. Luego me comí unas galletas Marilú. Guardamos el azúcar y avena bajo llave. Me siento feliz. El comandante andaba equipado con tremendos radios y por cierto dejaron dos aquí para que los usemos nosotros. Son arrechísimos. Pequeñitos, pero de mucho alcance. El comandante se comunicaba con su gente que estaba del otro lado del río, en el Catatumbo. Qué nota». Pobre gafo. Unos radiecitos Motorola que alcanzarán como máximo cinco millas. Nosotros los tenemos y los usamos para comunicarnos cuando viajamos encaravanados. Los conozco perfectamente. Pero por supuesto me hice la gafa y me mostré impresionada. Casi no podía contener la risa cuando el comandante decía: «Catatumbo, Catatumbo, aquí central». Él estaba echándoselas y los otros gafos (que seguro estaban a quinientos metros, en la entrada de la finca) le contestaban… Entonces el comandante les preguntaba: «¿Todo bajo control por allá? ¿Cómo está el río?». «Todo bien, comandante, el río crecido, no hay paso». Y yo por supuesto superimpactada. Le pedí el radio y me lo prestó. «¡Qué bien! ¿Cómo este aparatito puede llegar tan lejos?». Idiotas. Recuerdo que esa noche el comandante andaba de muy buen humor, me dio un fuerte abrazo cuando entró al cuarto a saludarme. Entonces, yo aproveché para decirle que le había mentido cuando le dije que La Guama era un terreno que teníamos por ahí… «Comandante, quiero decirle la verdad: le mentí. En realidad, La Guama es un centro genético ubicado en Barinas, propiedad de la familia, donde se venden animales y se hacen subastas». Él mostró cara de satisfacción, sentí que le había transmitido confianza al decirle la verdad y me dijo: «Qué bueno que me lo has dicho. Yo te iba a traer un video que filmó mi gente para mostrarte que sabíamos todo, que nos habías engañado… Tómate un trago». Me dio su vaso que tenía cerveza con hielo. Yo tomé. Éramos camaradas ¿No? Pidió más cerveza por radio, pero no le trajeron. De verdad estaba buenísima, bien fría. Esa noche me dijo que ya habían llegado a un acuerdo, que entre lunes y martes pagaban y que a más tardar el jueves me soltaban. Me advirtió que él vendría personalmente a decirme el día que me iría. «El martes pasaré por aquí y cuadramos todo». Se fue mucho más contento que cuando llegó, creo que fue el hecho de que le haya dicho la verdad… *** En casa de mis padres se levantaron temprano. Danielito seguía con su tos y Mauro con fiebre. También amaneció con el pechito trancado. Desayunaron. Mis
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niños, como siempre, sin muchas ganas de comer y mi mamá con su inagotable paciencia inventándose las mil y una para que lo hicieran. Lisseth se fue y Ana Teresa fue a la compañía telefónica con Danielito y mi cuñado Edgardo a resolver un problema de mi mamá con el teléfono celular. Daniel se portó bien, pero había agarrado la manía de pegarle a todo el mundo. Al llegar de nuevo a la casa estaba mi prima Sandra que había comprado comida en McDonald’s para almorzar. Así que todos comieron en la casa. Estaban mi tía Alicia, Asunción con Isa, Tamara, Sara, Eliana con Vanesa y Alfonsito, Claudia, mi mamá y Ana Teresa. Así juntas pasaron la tarde. Daniel tosiendo le vomitó a Ana Teresa encima. ¡Pobre! Sin embargo, limpió, se cambió y se quedaron jugando con los niños. Mi cuñado Alonso se fue ese día a Miami. En la tardecita fue la mamá de mi cuñado Edgardo a llevarle dulces a Claudia. Le llevo ponqué y gelatina. Pero Claudia no estaba. La herida le estaba cicatrizando muy mal y seguía botando sangre. El doctor Naranjo estaba de reposo (de hecho, Isabel fue la que le quitó los puntos), pero mi mamá, preocupada, lo llamó y él fue al consultorio a atender a mi hermana. Claudia había sido muy fuerte con todo. Eliana la llevó, con Ana Victoria, a la consulta para que le examinaran la herida. Fue muy cómico porque durante la cura Eliana casi se desmaya ya que estuvo presente mientras Manuel le curaba con un hisopo un punto que tenía infectado. El rosario fue muy familiar ya que estaba solamente la familia y los compadres. Terminaron temprano. El doctor Valles fue, pero estuvo reunido con mi papá, mi hermano, Manuel y mi tío Francisco (en casa de mi tío). Mauro vomitó y estuvo prendido en fiebre toda la noche. En el diario, mi hermana escribió: «Isabel se ha portado muy bien. ¡Coño, parece que fuera José Gregorio Hernández! No ha descuidado a nadie en tooooda la familia». Isabel y yo nos conocimos en el colegio María Montessori, donde estudiamos juntas desde primero hasta quinto año. Hicimos una bonita amistad junto a Patricia y Salomé. Hacíamos equipo en todo. Las cuatro formábamos parte del equipo de voleibol del colegio. Pero Isabel era la mejor de todas. Sus remates no los paraba nadie. Ella y yo formamos parte del equipo que representó al estado Carabobo en la categoría infantil, y quedamos campeonas al derrotar a las zulianas por una mínima ventaja. Teníamos al profesor Sotillo como entrenador, único, excelente. Isabel era su jugadora favorita. Después de graduarnos de bachilleres seguimos en contacto, ella estudiando medicina y yo veterinaria. *** Juan Carlos y Manuel estuvieron toda la tarde en el hotel, pero el comandante
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no llamó. Hoy todavía no entiendo por qué el comandante me dijo que ya el negocio estaba cerrado, por qué dijo que me liberarían… En realidad, todavía no había aceptado el monto reunido por mi familia y a mí me habló de que ya habían llegado a un acuerdo, que entre lunes y martes pagaban y que a más tardar el jueves me soltaban. Supongo que ya estaba decidido a aceptar lo ofrecido por mi hermano. Pero luego las cosas dieron un cambio inesperado que yo comprendería después.
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DÍA TREINTA Y TRES Domingo 01 de junio Amanecí feliz, parecía que esta vez el comandante me decía la verdad. Subimos, como de costumbre, llevándonos uno de los radios Motorola que había dejado el comandante. El Mono pasó todo el día llamándonos desde abajo, pero la recepción no era buena y él no sabía utilizarlos. Yo le explicaba que tenía que pulsar el botón primero y luego comenzar a hablar, pero era inútil. El 67 fue a buscar el venado que supuestamente había dejado herido, pero no lo consiguió. Por eso no nos llevó desayuno. Pero yo me había llevado el pan de sándwich y me preparé dos panes con Diablitos, Cheez Whiz y mayonesa. Me sabían a gloria. Creo que había comenzado a recuperar algunos de los kilos perdidos en las primeras semanas, cuando realmente sentí que estaba en el hueso. El 67 subió más tarde a llevar el almuerzo, que fue pasta con atún. Esta vez no estaba tan buena, pero yo había recuperado el apetito y comí mucho más que la vez anterior (cuando el Mono me la preparó la primera vez). El Catire le pidió al 67 que se quedara un rato, pues él tenía que bajar, e hicieron el cambio. Para mí fue un gran alivio. Hice un poco de ejercicios. Más tarde subimos por el cerro, más arriba. Al bajar hice algunas sopas de letras y luego estuve leyendo el periódico colombiano La opinión que me había traído el comandante el día anterior. Hubo un artículo en particular de ese diario que me llamó mucho la atención por su contenido. De hecho, me sirvió de inspiración para completar la carta que quería hacer llegar al periodista que escribe la columna En silencio, quien solo firma con sus iniciales. A continuación, la carta: CARTA AL DIRECTOR DEL DIARIO EL REGIONALISTA Señor director del diario El Regionalista. Muy respetuosamente me dirijo a usted, en vista de que la persona a quien debo dirigir esta carta, un columnista de su periódico, oculta su identidad. En este momento me encuentro en una montaña, bajo unos matorrales, en el cauce seco de un caño. Sola, con mosquitos y bichitos. Usted se dirá: “A mí qué me importa”. Quiero informarle que en el momento que comienzo a escribir esta carta estoy en territorio colombiano y me encuentro aquí porque me han secuestrado. Sí, me han privado de mi libertad. Usted se volverá a preguntar por qué le escribo. Pues bien, como ya le dije, la persona a quien dedico esta carta no tiene nombre. El esconde su identidad con el nombre “En Silencio” para no dar la cara. Eso no importaría si se tratara de una columna de reclamos, quejas, etcétera. Pero ¿por qué debe ocultar su identidad para hablar paja de otros? Mejor dicho para joder a otros.
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Porque es un envidioso que codicia los bienes de los demás. Porque nunca ha luchado ni sacrificado nada, porque es un don nadie que no tiene las bolas para decir las cosas de frente. Yo creo que este señor no debe ser periodista. Seguro que no. Creo que la función del periodista es informar, investigar, denunciar, pero no hacer daño a los demás. Me imagino que usted todavía no entiende el motivo de mi reclamo. Hoy llevo treinta y tres días secuestrada. Entre el dolor y el sufrimiento de estar sin mis hijos y sin mi familia, cuánto he pensado en ese “cara tapada” que hace aproximadamente un mes publicó en su columna una negociación que hizo mi familia, hablando de miles de dólares. ¿Quiere saber qué fue lo primero que me preguntó el jefe del grupo que me secuestró cuando me entregaron a él? Pues me preguntó: “¿Cuál fue el predio que vendió su familia en Barinas? ¿Cuál fue el monto?”. Yo no supe qué contestar (porque realmente no estaba al tanto de eso) y él continuó: “No se haga la tonta porque eso apareció publicado en la prensa de su país”. ¿Qué tal? Desde ese momento no he dejado de pensar en el “cara tapada” que tanto daño me ha hecho, mejor dicho “nos ha hecho”. Yo sé que esto igual hubiese sucedido sin esa nota, pero definitivamente contribuyó mucho, demasiado. Y ahora le preguntó directamente a usted, «cara tapada», señor sin pantalones: ¿Para qué publicó eso? ¿Qué le importan a usted las finanzas de mi familia? Es más, ¿qué le importa a la gente? ¿Para qué hace ese tipo de comentarios, para qué? ¿Acaso para tapar a unos tiene que fregar a otros? Deje la envidia, dedíquese a trabajar. Si es periodista pues haga periodismo. Y si no lo es, pues haga algo productivo para usted sin afectar a otros. Me voy a tomar la libertad de dedicarle un trozo de un artículo de opinión que extraje de un periódico colombiano que tuve en mis manos estos días, específicamente del diario “La Opinión” publicado en Cúcuta el viernes 30 de mayo de 2003. Creo que Luis Raúl López M. (autor de la columna “Papaya”) se lo dedicó a usted… Dice: “No existe mejor garantía para cualquier sociedad que tener, ejercer y disfrutar el derecho a la libre expresión. Ese es un derecho tan importante como el derecho a la vida, a la honra, a la educación. Gracias a él nos enteramos de lo que sucede y podemos estar alertas ante cualquier amenaza que se cierna sobre la comunidad. En ese contexto, las columnas de opinión en los principales periódicos del país y del mundo, han tenido, tienen y deben tener la característica y el compromiso esencial de ser instrumentos valiosos para ayudar a la construcción de la necesaria conciencia crítica que debe tener toda sociedad. El columnista
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serio es creíble fundamentalmente por su absoluta independencia. Nada más falso y digno de desconfianza que un editorialista de prensa, radio o televisión alquilado al servicio de un señorón de la política o de los negocios. Y peor aún: de los negociados. Eso es toda una peste que desprestigia la actividad comunicadora y que le hace mucho daño a la sociedad porque la confunde… …Para toda comunidad es una fortuna contar con una prensa libre y con columnistas independientes. Eso ayuda mucho a la gente…”. “Cara tapada”, saque sus propias conclusiones, usted y yo sabemos perfectamente a qué me refiero. Quiero recordarle, porque sé que usted ya lo sabe, que mi padre tiene cincuenta y tres años trabajando en este país, “echándole pichón” desde la madrugada hasta el anochecer, de lunes a domingo. Que la posición económica que tenemos se ha logrado a punta de trabajo, solamente trabajo, sin joder a nadie, sin robar a nadie, sin corrupción, sin evadir impuestos. Más bien, al contrario, dando empleo a muchas personas y contribuyendo al desarrollo de la región y del país. Ojala algún día usted tenga el guáramo de presentarse frente a mí, de darme la cara, de decirme quién es. Y no se preocupe, no le guardo rencor. Yo no tengo enemigos y, si los tuviese seguro es gente como usted, que envidian a la gente honesta, con talentos, con virtudes… con bienes. Quiero decirle que el día que lo conozca simplemente quisiera que usted escuchara por todo lo que estoy pasando. Quisiera contarle que paso días enteros llorando, sola, triste. Que tengo tres niños pequeños, que los extraño demasiado. Que dormían en mi cama todas las noches. Ahorita no los tengo, no sé si los tendré. Que mi bebé más pequeño todavía me despertaba de madrugada para pedirme un tetero. Tengo un esposo, una familia, unos padres maravillosos… Tengo hermanos y somos superunidos. Y que éramos, hasta hace treinta y tres días, una familia feliz. Quisiera contarle que tengo que subir todos los días a una montaña, de madrugada, para bajar de noche. Para dormir encerrada en un cuarto, entre ratas y bichitos. Sin ventanas, sin luz, sin agua, sin baño. Usted no tiene ni la menor idea de lo que yo estoy viviendo, y de lo que usted, en gran medida, debe sentirse responsable. Allá usted con su conciencia, no lo juzgo. Y no se preocupe, que si salgo con vida de todo este horror, le enviaré una nota al diario donde le diré el monto exacto que se pagó por mi rescate, para que usted se regocije y publique orgulloso: “Los Basilio perdieron tantos miles de dólares”, así podrá ser feliz y dormir tranquilo… Y yo también».
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Unos días después de mi liberación envié la carta a la sede del diario. Nunca obtuve respuesta. Pero unos años más tarde tuve la oportunidad de conocer personalmente al periodista, de confrontarlo. Al principio fui muy dura con él y tengo que admitir que fue una buena terapia, no solo para desahogarme, sino más bien para poder perdonarlo. Luego, nos hicimos amigos y logré cerrar ese capítulo con él. Alrededor de las cinco de la tarde regresó el Catire y junto al 67 bajamos a la casa. Me bañé. Me comí algunas galletas y, a pesar de que estaba muy positiva, no tuve ánimos para lavar mi ropa. Nos sentamos afuera y estuvimos conversando hasta las diez de la noche, cuando nos fuimos a dormir. Me costó mucho conciliar el sueño y, aunque no había llorado en todo el día, antes de acostarme no pude evitar derramar algunas lágrimas. *** Ese día hubo carrera de Fórmula Uno. Montoya llegó de primero, Schumacher de tercero. Tito llamó a mi papá por teléfono superemocionado porque él apostaba por Montoya y sabía que mi papá le iba a Ferrari. El pequeño Mauro seguía con fiebre, tos y malestar. Mi hermana Eliana y mis sobrinos se quedaron a dormir la noche anterior en casa de mis padres porque mi cuñado estaba de viaje. Mis niños amanecieron eléctricos porque estaban sus primos. Y eso que Alfonso cayó con la virosis también. En casa de mis padres estuvieron todos juntos turnándose los quehaceres de la casa y el cuidado de los chamos. Danielito seguía con su tos. Gabriel estaba muy bien, no le había dado gripe. En los últimos días los notaban rebeldes. Allí se sentían como de vacaciones. Aunque supongo que todo el entorno les debía afectar. Como hubo una verbena en el club italiano, Manuel y Juan Carlos aprovecharon y, de regreso de sus diligencias, fueron al club a comprar pasticho y porchetta. Después de pagar eso en uno de los tarantines, fueron a comprar los dulces en otro kiosco. Estando allí les pasó algo muy cómico y de la manera que ellos echan los cuentos me imagino cómo se reirían todos en la casa. Resulta que en el club se consiguieron con mucha gente que, lógicamente, les preguntaba por mí. Pero una señora italiana, amiga de mi familia, le preguntó a Manuel si se sabía algo de mí y Manuel le contestó: «No, nada todavía». Pues la señora no le creyó y se puso muy intensa, diciéndole en italiano: «Ma dai, Manuele, come che non si sá niente? Ma dai, dimelo!». Con tal fastidio no compraron los dulces porque era el puesto donde ella estaba. ¡La gente! Al llegar Manuel y Juan Carlos con la comida almorzaron todos juntos y recogieron rápido la cocina ya que llegarían de Caracas unos italianos, paisanos de mis padres. Cerca de las dos de la tarde llegó el grupo de gente, entre ellos estaba el cónsul
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general de Italia en Venezuela, que vive en Caracas. Llegaron en un autobús. Los niños los esperaban ansiosos y cuando llegó el autobús, emocionados, se montaban y se bajaban constantemente. Gozaron un mundo. Cerca de las cinco de la tarde se retiraron. Manuel y Juan Carlos, con Gabriel, Mauro, Daniel y Alfonso, Gabriela y Andrés se fueron al Sambil. Eliana y Sandra con Vanesa, Donatela, Sara y Tamara fueron a comer helados. Ana Teresa y Héctor fueron a EPA. Cada uno tratando de hacer una vida normal. Cuando regresaron ya había llegado mucha gente a la casa. La doctora Mercedes fue con el señor Pedro, una persona muy católica, quien se encargó de dirigir el rezo. Fue muy especial. Los hizo llorar al ponerlos a hablar con Dios. Participaron todos en cada misterio del rosario. Fue algo muy lindo que les acentuó más la fe. En el rosario estuvo toda la familia, vecinos y amigos. Estuvo mi prima María Luisa, que vivía en el exterior y había llegado el día anterior a Venezuela. *** A las dos y cuarenta y cuatro minutos de la tarde, el número 99 aparecía en la pantalla del teléfono de Juan Carlos. Gran alivio. Después de que se cortara la llamada el día viernes el comandante no volvió a llamar. Comenzaban a desesperarse. Conectaron el grabador y Juan Carlos contestó. Era nuevamente un intermediario. Acento netamente colombiano. Parecía la misma persona que había llamado el viernes y mi hermano estaba casi seguro de que luego le pondría al comandante. Pero no fue así. Algo no andaba bien… —Aló, ¿Juan? —Sí, ¿quién habla? —Es de parte de Jairo. Él me mando a llamarlo ahí. —¿Y él está contigo? Pásamelo. —No, no está. —Ajá, pero ¿y él no me va a llamar? —Que yo sepa, no. —Pero yo le dije el otro día que era lo que tenía hasta este fin de semana. —Por eso, dijo que le completara. —¿Que le completara qué? —Eso pues. —Era evidente que la persona que hablaba no era alguien preparado, no sabía cuál era el monto y esto preocupó a Juan Carlos, que se puso un poco nervioso y comenzó a titubear mientras miraba a Manuel con los ojos muy abiertos. —Mira, dile… O sea esteeee…. yo le dije a él que me tenía que bajar un poquito todavía, que ese monto era dificilísimo. —No, él dijo que no hay rebajas.
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—¿Pero hasta cuánto tengo que completar? —Hasta quinientos. —¿Quinientos qué? —Bolívares, pues. —¿Quinientos millones de bolívares? —Sí, bolívares. —¿Estás seguro? —Sí. —Bueno, entonces que me dé dos días. Pero tiene que llamarme él, porque la última vez se prestó a confusión. Hablabas tú, hablaba él y hablaba yo. —Entonces, ¿qué le digo, que lo llame cuándo? —Bueno, mira, hoy es domingo. Que me llame mañana en la tarde si quiere. Dile así, para nosotros irnos moviendo más duro, a ver qué podemos completar. Pero yo no le prometo nada para el martes, ¿okey? Pero el hombre había cortado la llamada. Juan Carlos no se lo podía creer. El hombre había cedido. Había bajado de quinientos mil dólares a quinientos millones de bolívares. Manuel, Arnaldo y Roberto lo miraban intrigados. Él les dijo emocionado, casi gritando: —¡Quinientos millones de bolívares, güevón! Manuel se le acercó y se abrazaron mientras mi hermano repetía: —¡Quinientos millones de bolívares, marico! Estaban eufóricos. Roberto había servido cuatro vasos de whisky mientras Arnaldo decía: —¡Y a esos quinientos todavía podemos bajarle más! Brindaron y después se quedaron conversando hasta el anochecer. Al llegar a la casa, le contaron la novedad a mi papá. Estaban felices. Era un monto muy alto, si, pero muchísimo menos de lo que pidió el comandante la primera vez. ***
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DÍA TREINTA Y CUATRO Lunes 02 de junio Cuando subimos, el Catire se llevó unas lechosas, él les decía papaya, y alrededor de las ocho de la mañana las picó y nos las comimos. Más tarde el 67 llevó el desayuno: dos arepas asadas con perico que estaban muy buenas. Me comí las dos y el Catire bromeaba diciéndome que iba a engordar. Fumar se había convertido en parte de mi rutina diaria y después de desayunar, me fumé el tercer cigarrillo. El día anterior me había fumado seis. El Catire pasaba todo el día rociando Plagatox (que me había traído el comandante el sábado) por los alrededores y ya me tenía obstinada. El día anterior había hecho exactamente lo mismo y no me dejaba descansar porque se empeñaba en rociar la hamaca cuando yo estaba en ella. Prácticamente, me lo rociaba en el cuerpo. Me sentía intoxicada. Pero no le reclamaba, a pesar de que la hamaca estaba limpia porque el Mono me la había lavado. Entre ellos existía una especie de competencia para ver quién me atendía mejor. De hecho el 67, el mismo día que el Mono me lavó la hamaca, decidió lavar mis sábanas y toallas. Yo me preguntaba a menudo si a todos los secuestrados los trataban igual. Me imaginaba que no y por eso me sentía afortunada y daba gracias a Dios todos los días. Qué ironía. El almuerzo consistió en pasta. Eran plumitas con salsa de atún. Comenzaba a repugnarme el atún, pero no me atreví a reclamar. Y, además, me la comí toda. El día había pasado muy lentamente. Había hecho ejercicios y había salido a caminar por el cerro con el Catire. También fumé, llevaba siete cigarrillos en total. Sin embargo, eran cerca de las cinco de la tarde y estaba realmente aburrida. Bajamos, como de costumbre, el Catire y yo, pues no subieron a buscarnos. Me bañé y lavé mi ropa. El 67 y el Mono habían ido de cacería. Cazaron un cachicamo y un babo. Pero el babo se hundió y el 67 dijo que lo buscaría en la mañana. Nos fuimos a dormir a la misma hora de todos los días. No me costó mucho conciliar el sueño. Sin embargo, no llevaba mucho tiempo dormida cuando me desperté llorando. Había tenido una pesadilla horrible: que mi papá había tenido un accidente y estaba hospitalizado. Algo relacionado con una rodilla. El 67 se asustó al escucharme llorar y entró al cuarto. El Catire estaba detrás de él. Yo les expliqué lo sucedido, se rieron y se retiraron. Pero a mí no me causó mucha gracia. Me sentí angustiada. Me preguntaba cómo estarían todos. Le pedí a la virgencita que me los cuidara. Cuando me calmé, me volví a quedar dormida. *** Mauro seguía engripadito y con quebrantos. A Gabriel lo llevaron al colegio y Mauro se quedó llorando porque no quería que su hermano fuera solo. Las maestras
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le contaron a Manuel que desde que yo no estaba ellos dos se unían en los recreos y jugaban solitos, apartados. Los dos estaban en preescolar y coincidían en los recreos. Las maestras trataban de que cada uno jugara con sus amiguitos, pero no había forma de separarlos. Ellas no insistían. Daniel estaba bastante mejor. Se había pegado mucho con mi papá y con mi mamá. Después de almorzar, mi hermana lo llevó a cortarle el cabello ya que mi esposo estaba superocupado. Se portó bien, estuvo tranquilito y quedó de lo más lindo. Para mi familia era muy difícil porque mi hermano y mi esposo no contaban muchos detalles de la negociación. Era lo que les habían recomendado. Además, la casa siempre estaba llena de gente y cuando ellos llegaban, en la noche, solo hablaban con mi papá, quien los esperaba afuera, en el porche, para que le contaran los avances del proceso. Mis hermanas habían entendido que debía ser así, por mi bien, y preferían mantenerse al margen. Claro que querían saberlo todo, el más mínimo detalle, pero como dos veces se ilusionaron pensando que me iban a liberar y luego no fue así, decidieron no preguntar más. Mi mamá se mantenía muy callada. Creo que mi papá le contaba, cuando se iban a dormir, lo que le había dicho Juan Carlos. Para el resto de la familia, tíos y primos, fue un poco más difícil entender que no podían contar mucho. Juan Carlos le contaba todo a mi tío Francisco. Mi papá quizás le contaba algo a sus hermanas. Ya los asesores le habían advertido a Juan Carlos que esto traería problemas familiares, que eso era normal, y que, por mi bien, para no poner en riesgo mi vida, lo mejor era que el círculo fuera muy cerrado y que era muy importante que el día que se cerrara la negociación no lo divulgaran a nadie. Mucho menos el día que se iba a realizar el pago. Ellos siempre fueron muy herméticos. En la noche se rezó el rosario. Estaba toda la familia… *** Juan Carlos y Manuel hicieron diligencias personales en la mañana, fueron a sus trabajos y pusieron algunas cosas al día. Almorzaron juntos en casa de mis padres, pero se mantuvieron callados y no pronunciaron palabra. Después de almorzar se reunieron con Arnaldo. Roberto había regresado a Caracas porque tenía que atender otro caso. El comandante no llamó. Pero ellos no se preocuparon. Juan Carlos le había dicho al emisario que llamara el martes.
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DÍA TREINTA Y CINCO Martes 03 de junio El día transcurrió igual que el resto. Desayuné arepa con Diablitos. El Catire se llevó azúcar y avena y preparó refresco. El almuerzo llegó a las dos y media de la tarde. Arroz, cachicamo guisado y arepa frita. Solo comí un poco de arroz y la arepa que había rellenado con Diablitos. El cachicamo no lo probé. El Catire tampoco. Pensé en el mal de Chagas y las culebras cascabel. No me quise arriesgar. De hecho, ese día nadie lo probó. Creo que ni los perros se lo comieron. El 67 se había quedado con nosotros cuando llevó el almuerzo. En voz baja le había dicho al Catire que después de comer tendría que bajar porque el Mono quería hablar con él. Apenas se fue el Catire, el 67 me contó que el Mono se iba. «Lo vinieron a buscar, parece que mataron a alguien, tiene que ver con el comandante. Por eso mandaron a bajar al Catire, el Comecomía tenía que girarle instrucciones». Esta noticia me puso muy nerviosa porque, aunque no sabía de quién se trataba, esa situación podría afectar el tema de mi liberación. Sentí una inmensa depresión. Tenía ganas de llorar. Más tarde nos pusimos a practicar boxeo. Luego recorrimos el camino que hacíamos cada vez que nos quedábamos solos y el 67 me iba explicando lo que había en los alrededores. Me dijo que la finca de al lado era de una viuda. Que las explosiones que se escuchaban a menudo eran de un campamento militar. «Es una finca del gobierno, de unas cuarenta mil hectáreas, donde los militares realizan prácticas con explosivos…». Aclaré así una de las interrogantes que más me hacían dudar. El Mono me había dicho, cuando yo le pregunté de qué se trataban esas explosiones, que eran los combates entre los guerrilleros y, aunque yo sabía que era falso, no me imaginaba de qué se trataba. Alrededor de las cuatro de la tarde el Catire regresó y el 67 bajó. Yo, haciéndome la tonta (no podía decirle al Catire que el 67 me había contado lo sucedido, pero quería indagar si se trataba de algún familiar del comandante) le comenté al Catire: —Qué raro que dejaron al 67 tanto tiempo, ¿el Mono no dijo nada? Le hice la pregunta con toda la intención de averiguar lo sucedido. El Catire me contestó en voz muy bajita, como si alguien pudiera escuchar: —Es que el Mono se fue. El Comecomía lo vino a buscar porque le mataron un familiar al comandante. —¿Cómo va a ser? —pregunté, simulando un gran asombro. —Sí, se lo asesinaron. Imaginate que el comandante lo tuvo que ir a reconocer. ¿Y sabéis para qué se llevaron al Mono? Para buscar a los asesinos. Hasta se llevaron la motosierra para picarlos en pedacitos. Yo no dije más nada. Quería preguntarle de qué familiar se trataba, pero no pude.
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Sentí náuseas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Estaba sumamente asustada con la macabra noticia que me había dado el Catire. Tuve que contener las ganas de llorar, pero se me humedecieron los ojos. «Y ahora sí es verdad que me jodí», pensé aterrada. Después de esa conversación más nadie pronunció palabra alguna. Yo hice algunas sopas de letras para olvidar la historia, pero me costó mucho concentrarme. No podía sacar de mi mente la motosierra… Al atardecer bajamos al árbol caído. Al llegar allí sugerí al Catire continuar hasta la casa. Él no tuvo inconveniente. Al fin y al cabo el Mono no estaba y nadie se molestaría. De tal manera que regresamos mucho más temprano que de costumbre. Yo me fui directo a la habitación y me puse las chancletas. Al salir me quedé observando un busto de Simón Bolívar que tenían en una repisa. Al lado había la imagen de un hombre negro. No supe quién era. Tenía una vela consumida. También observé con detenimiento la cabeza embalsamada de un venado, colocada sobre la puerta de la despensa. Había estado siempre allí, pero yo pasaba cuando ya estaba oscuro. Me había parecido, a oscuras, un simple adorno. Esta vez la pude detallar, porque la luz del día todavía estaba presente. Me di cuenta de que la cabeza era realmente fea. Estaba mal preparada, los dientes sobresalían como si fuera una hiena y faltaban algunas piezas. Parecía un títere de una película de terror. «Qué mal gusto», pensé. Mientras me devolvía al cuarto a buscar mi toalla y artículos personales para bañarme, el 67 se me acercó nervioso y me dijo que había llegado un vehículo y que tendríamos que regresar nuevamente al monte porque no sabía quién era. Así, el Catire y yo tuvimos que salir corriendo, literalmente, para escondernos en el monte. Tomamos la vía de siempre, pero para hacerlo más rápido, en vez de seguir por el camino de tierra, atravesamos el monte en línea recta. Yo andaba en chancletas porque no me dio tiempo de ponerme las botas. Me puyé los pies con la maleza que ya estaba alta por las lluvias. Al llegar a la empalizada nos escondimos detrás de unos matorrales, sin pasar al otro lado. Estando allí, con la respiración entrecortada, me entró un ataque de risa. Creo que fue producto de los nervios. Pensé que probablemente sería el comandante que iba a decirme que me liberaban y, en pocos segundos, pasaron mil pensamientos por mi mente y sentí tanto miedo que me dio dolor de estómago. Miré al Catire y me di cuenta de que no cargaba nada encima, ni bolsas ni nada. Yo tampoco había agarrado mi morral, por lo tanto no había papel. El Catire me preguntó qué sucedía, pero los retorcijones no me dejaron responderle. Empecé a dar vueltas sobre mis pies y a sudar frío… ¡No voy a aguantar! Respiré profundo durante un corto tiempo y, poco a poco, los cólicos fueron cediendo. ¡Gracias a Dios! No tardó mucho tiempo en oscurecer y el Catire decidió que podíamos regresar
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y sabía que eso no era bueno. Le pedí fuerzas a Dios. Pensé en mis niños, en cuánto los amaba. ¡Pronto estaré con ustedes! El 67 fue de cacería, pero no cazó nada. Yo me había quedado en el cuarto escribiendo y cuando él regresó le pedí que cerrara la puerta que me iba a dormir. Había sido un día agitado y pensé que me costaría dormir. Sin embargo, logré hacerlo sin problemas y no tuve pesadillas. *** Mauro seguía con mucha tos y a Gabriel lo llevaron al colegio solito. Manuel y Juan Carlos fueron a llevar a Daniel y a Mauro al pediatra, el doctor Mujica, para controlarles la evolución de la gripe. Daniel estaba bastante mejor y le suspendieron los medicamentos, pero a Mauro le indicaron nebulizarlo tres veces al día. Después de almuerzo, mi tía Alicia y mi prima Sandra llevaron unas flores bellísimas y se quedaron un buen rato en la casa. Sandra ayudó a mis niños a hacer la tarea. Daniel ya caminaba muy bien, era tan arriesgado que quería subir y bajar solito las escaleras que comunicaban la cocina con el estar de la televisión. Eran dos escalones, pero había que estar muy pendiente de él. Mi mamá le abría la segunda gaveta de la cocina y él pasaba horas jugando con todos los envases y perolitos de plástico. Estaba grandote y empezaba a balbucear: soooo…pa, popoooo….ta. En la noche, rezaron el rosario. Sucedió algo muy curioso. Cuando movieron el cuadro de la Virgen de Coromoto que llevó la señora Rincones, para colocarlo en otro lugar, se formó en la pared (donde estaba colocado) una sombra con la imagen de la virgen. Todos estaban muy impresionados y pensaron que era un mensaje de la virgen, que quizás pronto me liberarían. Esa noche rezaron con mucha fe. Esa tarde, Gabriela, la secretaria de la empresa que había tenido un accidente de tránsito un mes antes de mi secuestro, fue de visita a la empresa. Andaba en silla de ruedas. Su mamá llamó por teléfono a la empresa y le pidió a la licenciada de recursos humanos que por favor no le dijeran nada de mi secuestro, que no le habían contado nada para que no se deprimiera. Por supuesto, Gabriela llegó preguntando por mí y luego, al regresar a su casa, le contaría a su mamá, muy triste, que yo la había abandonado y no la había llamado ni visitado más. Pero nadie pudo explicarle el motivo. Mi papá se había sensibilizado mucho con ella, le había tomado mucho cariño, y siempre recuerda el día del accidente, cuando la fue a visitar al hospital y ella, llorando, le pidió que por favor no la despidiera, que ella era el sustento de su familia, que no los dejara en la calle. Por supuesto, hoy en día sigue trabajando con nosotros, me dice «madrina» y goza de nuestro más sincero aprecio. ***
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Reunidos con Arnaldo toda la tarde y parte de la noche, Juan Carlos y Manuel esperaban que el comandante llamara. Pero no lo hizo. Esto los inquietó un poco porque estaban a punto de cerrar la negociación. Tenían que reunir quinientos millones de bolívares, pero si llamaba esa noche solo podían ofrecer cuatrocientos cincuenta y uno. Pero el comandante no llamó… ***
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DÍA TREINTA Y SEIS Miércoles 04 de junio En mi diario solo había escrito tres líneas: «Lo mismo. Desayuno, arepa frita con Diablitos, mayonesa y Cheez Whiz. Almuerzo, pasta con salsa de gallina. El resto lo mismo. Fumé trece cigarrillos». Estaba muy triste y nuevamente había perdido las esperanzas. Parecía que todo se iba a complicar con la muerte del familiar del comandante. A las siete de la mañana hice la primera sopa de letras y a las seis de la tarde la última. Antes de bajar las conté. Once en total. Todavía me quedaban sesenta y dos por hacer. Busqué en la primera página del pasatiempo el almanaque que había hecho. Faltaban tres días para el sábado siete y todo indicaba que tendría que agregar más días. Pero no lo hice. Recordé aquellas palabras del Catire: «Te empavasteis tú misma». Así que decidí que no agregaría más días a mi almanaque. Bajamos al oscurecer sin parar en el árbol caído. Me bañé, lavé mi ropa y me encerré en el cuarto, aunque el 67 no puso el candado. No tenía ánimos para conversar ni mucho menos para contar chistes. La depresión se apoderó de mí y comencé a llorar. Pero de repente escuché movimiento afuera. Salí del cuarto y vi que el 67 y el Catire bajaban hacia la entrada de la finca. Me pareció ver a lo lejos como el reflejo de las luces de un vehículo. Los perdí de vista por algunos minutos y mi corazón comenzó a palpitar con fuerza. Luego, vi que subían los dos y con ellos venía el Mono. No pude evitar pensar: «Me voy». Cuando llegó arriba el Mono se me acercó y me dijo, como apurado: «Anota en un papel dónde compraste tu anillo de matrimonio». Con la misma se dio media vuelta y comenzó a guardar sus cosas en una bolsa. Yo entré al cuarto, arranqué un pedazo de papel de mi cuaderno y anoté la respuesta. Las manos me temblaban. ¿Era esto una fe de vida? ¿Irían a pagar? Quería preguntarle al Mono, pero cuando salí él se había cambiado la ropa y, tan apurado como llegó, me quitó el papel de las manos sin pronunciar palabra y se fue. Cuando, en el silencio de la noche, se escuchó que el vehículo se marchaba, el 67 me ofreció un cigarrillo. El Catire le pidió uno. Cuando los tres teníamos encendido el cigarrillo el Catire, que se había sentado, me dijo: —Vení, sentate un rato aquí con nosotros. Arrimé una silla cerca del Catire y me senté a su lado. El 67 también se sentó cerca de nosotros. Les pregunté qué había dicho el Mono. Pero, aparentemente, no dijo nada. —¿Será que van a pagar? Ellos se miraron con expresión de que no sabían nada. Entonces el Catire me dijo: —Mejor no te ilusionéis porque después vas a pasar todo el día llorando. Y el
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Mono no ha dicho pa qué vino. El Catire tenía razón y parecía sincero. Conversamos un rato y calculo que serían las once de la noche cuando me fui a dormir. *** A Mauro lo llevaron al colegio, amaneció bastante mejor y fue con Gabriel. En cambio Danielito estaba quebrantado, con moquitos y mucha tos. Además, tenía los ojitos muy irritados. Isabel llegó temprano y, por primera vez, aceptó desayunar arepas con mis hermanas Claudia y Ana Teresa. En el diario Ana escribió: «Cuando regreses no me vas a reconocer, estoy comiendo de todo: dulce, salado, chucherías. Estoy gorda y brotada de acné. ¿Sabes? Siempre me pregunto cómo estarás tú, si estás comiendo bien. Seguro estás superflaca. Y pensar que hoy se cumplen cinco semanas sin ti. ¡Qué increíble!». Después de almorzar, mi hermana se comunicó con la psicóloga Jocar Branger para pedir una cita para mis niños, aunque le preocupaba que yo pudiese molestarme por llevarlos sin mi autorización. Más bien se lo agradecería enormemente. El problema era que Mauro estaba muy rebelde y agresivo. Para que hiciera la tarea costaba un mundo. En cambio Gabriel estaba muy distraído con la máquina de escribir vieja. Se pasaba toda la tarde escribiendo en ella. Claudia se fue a pasar la tarde en casa de su suegra con Ana Victoria. Mi sobrina estaba creciendo rápidamente y se portaba muy bien. En la tarde estuvo por la casa mi prima Daniela, que vive en Acarigua. Estuvo conversando con mis hermanas y les decía que estábamos pasando por una racha de mala suerte. Les contó que había chocado su camioneta y que su esposo había atropellado a un viejito. «Todo se junta», comentaban. En la noche, Angélica, prima de mi esposo, llevó al padre Pío (que acababa de llegar de Colombia) y se rezó el rosario con él. Fue en honor a San Antonio. Estuvo muy lindo y emotivo. Estaba toda la familia, mi amiga Patricia, los vecinos y muchísimos amigos. Al finalizar, el padre Pío se quedó conversando un rato con mi papá y le dijo que tenía el presentimiento de que yo regresaría antes del domingo. Mi papá se emocionó muchísimo y en su rostro se dibujó una sonrisa inmensa, de esas que tanto le lucen… *** A las cinco y cincuenta y nueve minutos de la tarde, estando reunidos en el hotel, el comandante se comunicó con Juan Carlos. Estaba apurado, hablaba rápidamente. Parecía, más bien que estaba nervioso.
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—¿Qué más, Juan Carlos? —Bien, bien ¿cómo estamos? —Dime rápido porque me quedan unos cincuenta segundos. —Me tienes abandonado, me tienes abandonado. ¿Qué ha pasado? —¿Qué has resuelto? porque la cosa está muy difícil. —Okey, mira, para aclarar, porque yo hablé con el emisario tuyo el otro día y le referí que no tuviéramos mal entendidos, que trataras de llamarme tú para que no habláramos una cosa uno y otra cosa el otro. —Está muy bien. Él me dijo. —Okey. Él me dijo la última vez que tú habías hablado de una rebaja que hiciste a quinientos. —Sí. —¿A quinientos millones de bolívares? —Sí. —El comandante contestaba casi gritando, acentuando su monosílabo, evidentemente alterado y de mal humor. —Okey. Yo para hoy, para hoy, tengo cuatro dieciocho, Jairo. Cuatrocientos dieciocho millones de bolívares. —En realidad la última vez que hablaron le había ofrecido cuatrocientos treinta y ocho millones de bolívares. Pero Arnaldo sugirió cambiar la cifra aprovechando la confusión y el apuro que notaron en el intermediario y las informaciones que manejaban—. ¿Te acuerdas verdad? Me falta, coño, un poco. O no sé, tú me dices. Igual seguimos buscando. Pero yo creo que ya se está alargando mucho y queremos saber de Betty. —Sí, me acuerdo. Dime qué necesitan de Betty porque voy para donde ella esta noche. —Juan Carlos no lo podía creer, el comandante aceptó el monto que le dijo, sin darse cuenta de que era menos de lo hablado la última vez. —Coño, ¿qué necesitamos? Hablar con ella, Jairo. —Es difícil, es difícil. Pero dime las pruebas y yo te las envío por algún lado. —Bueno, las preguntas. —Cómo no, yo te voy a anotar las preguntas. —Anota las preguntas, pues. —Dale rapidito porque cargo al gobierno atrás. Y si me matan a mí se pierde Betty y eso es un peligro. —No, no lo quiera Dios que te maten a ti ni a nadie. Déjate de vainas. —Dios quiera que no, Dios quiera que no. —Bueno cuídate, cuídate. Déjate de güevonadas. —Dime la preguntita. —Mira, pregúntale dónde compró el anillo de matrimonio. —¿Dónde compró su anillo de matrimonio?
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—Sí, pregúntale eso nada más si quieres. Pero coño ¿y cuándo me das la respuesta? —Te la doy… —Dudó unos segundos—. Te la doy mañana a esta misma hora. Si no te la doy yo, te la da el emisario. —¿Hoy no puedes? —No, porque yo estoy aquí en la frontera y tengo que caminar mucho. —Entonces, ya sabes, Jairo. —Pero es posible que en la madrugada te la pueda dar. —¿En la madrugada? Okey. —Sí, estás prendido. —Si, tranquilo que desde este peo mi teléfono está prendido las veinticuatro horas. —Dale pues, no hay problema. —Mira, habla con tu gente, Jairo, cuatro dieciocho, Jairo, ¿vale? —Okey, cuatro dieciocho. Está poquito, falta. Pero yo hablo. —Dale, para ver si cerramos esto, Jairo. —Okey. Al terminar la llamada, Juan Carlos y Manuel se abrazaron. Estaban felices. Ellos tenían miedo de que, de ser cierta la información que le habían dado las autoridades, sobre la muerte del hermano del comandante, esto entorpeciera la negociación. Sin embargo, Arnaldo les había dicho que lo más probable era que quisiera cerrar el negocio rápidamente. Y no se equivocó. ***
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DÍA TREINTA Y SIETE Jueves 05 de junio La noche anterior me dormí enseguida. Dormí bien. El desayuno fue arepa frita con tortilla preparada por el 67. También fue él quien preparó el almuerzo. Arroz, huevo frito y arepa frita. Lo subió cerca de la una de la tarde. El Catire estaba como desesperado esperando que el 67 subiera para que se quedara conmigo y él bajar. Tanto así que cuando el 67 llegó con el almuerzo él se lo recibió y le dijo que comería abajo. «Quedate tú con Betty, yo subo más tarde», dijo. Después de almorzar nos quedamos un rato conversando. No quise preguntarle nada de lo sucedido la noche anterior porque a veces inventaba cosas y yo me ilusionaba. El tampoco tocó el tema. Me fumé seis cigarrillos y tomamos café. Estaba como obstinada de las sopas de letra (había hecho once en la mañana) y le dije que fuéramos a practicar boxeo. Subimos al sitio donde estaba el saco de arena, pero no me provocó hacer nada. Él tampoco estaba muy animado y le pedí que siguiéramos caminando para distraerme. Y así lo hicimos. Cuando regresamos comenzaba a caer la tarde y decidimos bajar. Los monos aulladores, los araguatos, eran mi mejor reloj. Cuando comenzaban a hacer su peculiar sonido, indicaba que comenzaría a oscurecer. Y ese aullar nos acompañó durante todo el camino de regreso. Después de bañarme entré al cuarto a guardar las cosas, y detrás de mí entró el 67 para decirme que había llegado un vehículo y que el Catire estaba bajando. ¡El corazón se me iba a salir del pecho! Respiré profundo. Una vocecita por dentro me decía: «Calma, Betty, calma, no te emociones, espera a ver de qué se trata». A los pocos minutos el Catire subió con un papel en la mano y me dijo: «Tenés que decirle al mono, que está abajo esperando, quién es ese señor que está anotado en el papelito». Agarré el papel y leí el nombre. No sabía de qué se trataba, pero allí estaba escrito el nombre de un gran amigo y compadre de mi hermano. El apellido estaba mal escrito, habían cambiado una «s» por una «f». Entonces le iba a decir al Catire quién era esa persona y él, sin dejarme hablar, dijo: —No, no. Anotáselo al Mono en el papelito. Entonces, entré al cuarto, busqué el bolígrafo en mi morral y anoté en el papel quién era esa persona, corrigiéndole la escritura del apellido. Se lo entregué al Catire y él se dio media vuelta y bajó a la entrada de la finca donde, supongo, esperaba el Mono. El 67, que había estado observando todo desde lejos, se acercó y me preguntó qué decía el papel. Yo le respondí de qué se trataba, sin mucho ánimo, porque no terminaba de entender para qué era eso. Él me dijo:
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—¡No, chica! Eso es una costancia de vida (me causó gracia su manera de pronunciarlo). Eso seguritico es que ahora sí van a pagar. —No creo —le respondí—. No parece una pregunta de ese tipo. Él dijo algo más, pero yo no le presté atención. ¿De qué se trataba esto? Intenté ordenar las ideas en mi mente para poder analizar qué estaría sucediendo con la negociación. El Catire apareció a lo lejos, en la oscuridad. El 67 se le acercó enseguida y le preguntó qué pasaba. Pero él, receloso, no le quiso dar información. Su mirada me hizo entender rápidamente que me lo diría a solas. Parecía algo importante. Entonces les dije: «Bueno, voy a escribir un rato», y entré al cuarto segura de que el Catire entraría a buscar el Vick VapoRub. Y así lo hizo. Entró casi detrás de mí. Pero en vez de agarrarlo, se me acercó y me dijo en voz muy bajita: —¡Ahora sí es verdad! Hoy van a pagar. Lo vi tan seguro de lo que decía que le creí. —¿Cómo así? ¿Qué le dijeron, Catire? —Estaba tan emocionada que no me di cuenta de que había hablado en voz muy alta. Él se llevó el dedo índice a la boca para que yo hiciera silencio. —Que esta noche pagan, pues. —¿Pero está seguro? ¿Dónde, a qué hora? ¿Y cuándo me sueltan? –—Había alzado la voz nuevamente. Yo creo que el 67 se estaba bañando porque si no, se hubiera acercado. —Hablá bajito porque me dijeron que no te dijera nada. No sé más nada, solo eso. Pero no le digáis nada al 67. —Tranquilo, no le diré. Estaba confundida. Al principio me emocioné muchísimo, pero luego sentí como un vacío. Me preguntaba cómo se haría el pago. Suponía que en el momento en que mi familia pagara, a mí me entregarían. Como un dando y dando. Pero si iban a pagar esa noche ¿por qué yo seguía allí? Comencé a sentir como un desespero, tenía ganas de gritar, o de llorar. No lo sé. El Catire había salido de la habitación. Afuera, a través de la ventana, escuchaba a las gallinetas con su peculiar onomatopeya. Quería gritarles que se callaran, que me dejaran en paz. Comencé a llorar angustiada y a caminar de un lado a otro en la habitación. Entonces decidí sacar el cuaderno y escribí: «No escribo más, estoy harta». Lo cerré, lo metí en el morral y me acosté. Estaba tan molesta, tan triste, tan desesperada… No sé cuánto tardé en quedarme dormida, pero no fue mucho. No me di cuenta en qué momento el 67 puso la cadena y el candado. *** Gabriel y Mauro fueron al colegio. Daniel se quedó con la nana y con mi mamá
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porque Ana Teresa había ido a la oficina. Mi papá no fue para la finca. Estaba muy desanimado y casi no hablaba. Sin embargo, en las noches, cuando llegaban mis tíos a la casa, se ponía a conversar con ellos y parecía que se le olvidaba un poco lo que estaba pasando. Al contrario de lo que muchas personas pensaban, el hecho de que la casa estuviera llena de gente, en las noches, a él le ayudaba bastante. Se distraía y se sentía apoyado. Cuando llegaba algún amigo que nunca lo había visitado se emocionaba mucho y los ojos le brillaban. Y cuando la mayoría de las personas se iban a la sala a rezar el rosario, mi papá se quedaba en la cocina conversando con alguno de esos amigos. Luego, en la noche, cuando todos se habían marchado, les decía a mis hermanas: «Carajo, qué sorpresa que vino fulanito». Pero ese jueves en la noche estaba muy molesto porque Juan Carlos no llegaba, eran más de las diez de la noche (hora en que normalmente ya mi hermano estaba en la casa y se reunía con él a contarle las novedades) y aún no regresaba. Tampoco había llamado por teléfono. A las siete y media de la noche había pasado por la casa, un poco apurado, y solamente había dicho: «Papá, me voy a llevar tu carro». Mi papá tenía sueño, estaba cansado. Pero seguía allí, en el porche de la casa con mi mamá, esperando que Juan Carlos llegara. Esa noche se rezó el rosario con toda la familia y amigos. *** A la una y veintiocho minutos de la tarde, Jairo se comunicó con Juan Carlos que estaba conduciendo su vehículo de regreso a casa. En la pantalla el número noventa y nueve. —Aló. —Aló, Juan Carlos. —Sí, se oye entrecortado. —Entonces, ¿estamos listos para la tarea? ¿Qué dices tú? —Claro, claro que sí. Por supuesto. —Me alegro mucho. Le daré buenas noticias a mi amiga Betty. —Sí. Lo que pasa es que ando manejando y por eso se oye entrecortado. —¿Ya tienes los quinientos? —¿Quinientos? ¿No hablaste con tu gente? —Sí hablé, sí hablé… —¿Sí? Bueno, tú me dices para cuándo y nosotros vemos. —No, no. Ya estamos listos. Tú me dices. —Yo te dije ayer lo que tenía, ¿tú me copiaste? —Sí, perfectamente. Cuatrocientos dieciocho. Pero no quiero líos. Yo le di la palabra y eso es lo que yo tengo que entregar. Cuatrocientos dieciocho, ni un bolivita menos.
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—Dale, dale. Muévete para ver si salimos de este peo. —Entonces, ¿para cuándo está listo eso? ¿Para hoy puede ser? ¿Tú puedes bajar para San Cristóbal hoy? —¿Qué? ¿Para allá? —Juan Carlos exageró su asombro. Arnaldo le había recomendado que no aceptara pagos en la frontera. Que pidiera que fuera en la ciudad. Que era un riesgo moverse con ese dinero encima. —Digo yo. Yo estoy por acá lejos. La otra fórmula sería agregar yo a unos muchachones allá para que trabajen contigo. —Lo que me preocupa a mí es la cuestión del dinero, ¿me entiendes? —¿Quién va a entregar el dinero, tú o Manuel? —No, ninguno de los dos. Nosotros tenemos un amigo de confianza, o tal vez un primo. Si tú quieres yo te doy después el nombre. Yo no me voy a poner a inventar nada. Por eso puedes estar tranquilo. —¿Un primo tuyo? —Sí. —¿O amigo? —No lo sé aún. Aunque prefiero hacerlo con un amigo mío. O sea, mejor dicho, mi compadre pues, para que quede más claro. Te puedo dar el nombre y el apellido y si tú quieres le preguntas a ella. ¿Y la respuesta de la pregunta, qué pasó? —Está listo. —Ajá y qué dice, ¿dónde lo compró? —Que fue en Francia. Donde Silvestri, o algo así —A mi hermano le causó gracia, pero esa era la respuesta, simplemente omitió un artículo. —Ajá… ¿Y cuándo me la pones a ella? —No puedo, hermanito. No puedo. —Acuérdate que dijimos que por lo menos para el momento de la cuestión, nos gustaría hablar con ella. —Sí, hijo, pero no se puede porque es peligroso para ella y para mí. Y para los muchachos que están conmigo en esa zona porque está el radar montado para las líneas telefónicas. Yo me vengo para un sitio y te estoy llamando. Pero desde donde está ella yo no puedo llamar porque es muy peligroso. Si a mí me tiran una vaina de un helicóptero no me agarran nada más a mí. Agarran a todos los que están allí. Yo no quiero que peligre la vida de ella ni la mía, ni la de los muchachos míos. Imagínate. —No, no, claro, la de ninguno. —Pero yo creo que te estoy hablando con base de que me preguntaste anoche y te estoy respondiendo hoy. —Sí, sí. Está perfecto, no hay problema.
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—Yo le doy gracias a Dios porque anoche hablaba bastante con ella y ya salió de la crisis, y de salud está muy bien, que es lo importante. —Ojalá sea así. —Te lo garantizo, está bien de salud. ¿Vas a mandar a tu amigo que se llama cómo? —Coño, ¿tú crees que me puedas volver a llamar hoy para confirmarte todo? —¿A qué hora podría ser? —¿Me puedes llamar como a las cinco y media? —Hagamos lo siguiente, ponga cuidado lo que vamos a hacer. Para mí lo importante es la vida de las personas que están a mi alrededor. Y en esa zona donde tengo a Betty el que conoce ese terreno soy yo. Voy a ponerte a un muchacho para que le copies bien la voz. Ya tú no vas a hablar más conmigo, sino con él a partir de esta tarde. Entonces toda la negociación y las condiciones, sitio, lo vas a cerrar con él, porque tú no puedes viajar. Si puedes viajar yo mismo me encargo de todo, pero te tienes que trasladar como mínimo hasta la zona del Catatumbo, que es donde yo me estoy quedando, donde tengo seguridad de vida. —Claro, claro. Coño, pero yo te agradezco que no lo pongas tan lejos para que trabajemos mejor, Jairo. —Entonces, vamos a ponértelo en territorio venezolano, pero con los muchachos que puedan entrar en esa zona. —Okey, okey. Tú me garantizas lo de la voz y yo no creo que haya inconveniente. —Yo te voy a poner enseguida la voz de uno de los muchachos. Copie bien con él, cuadre con él que es un muchacho de mi confianza. —¿Pero me va a llamar hoy después de las cinco? —Ya te lo voy a poner, él está conmigo. Luego él te va a llamar a la hora que tú digas. —Okey. —Aló. —Ajá. —Juan Carlos, mire, es nueve nueve. Nos vamos a comunicar con esta clave. Cuando yo te diga «nueve nueve» es conmigo que puedes hablar. No vas a hablar con más nadie. —Okey. —Quiero calma, cero gobierno, cero comunicación con mas nadie. ¿Está claro? —Sí, está claro. —Muy bien, muy bien. Tiene que decirme quién es la persona que va a entregar el dinero. Para girarle instrucciones. Tiene que ir solo.
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—Yo le dije al comandante…—Pero el hombre lo interrumpió. —Sí, escuché lo que le dijo. A las cinco y media lo estoy llamando para que me diga quién irá, su primo, su compadre; me interesa nombre y apellido. ¿Está claro? —Sí. —Muy bien, espere mi llamada. Dicho esto, el 99 cortó la comunicación. Mi hermano estaba un poco nervioso. Tenían que tomar algunas decisiones importantes. La primera era decidir quién entregaría el dinero. Habían seleccionado a dos personas de absoluta confianza. Arnaldo le dijo, desde un principio, que no podía ser ningún familiar directo. Y siempre había tenido en mente a esas dos personas. Absorto en sus pensamientos, porque andaba solo en su vehículo, dijo en voz alta: «Mi compadre». Entonces, marcó el número de mi esposo y le dijo que tenían que reunirse con Arnaldo, que «había novedades» (significaba que había recibido llamada del comandante). Quedaron en verse en el hotel en veinte minutos. Sentía que había corrido con suerte porque el comandante había aceptado su petición de hacer el pago en un sitio cercano (al menos no habría que viajar a la frontera ni recorrer el territorio nacional cargando con el dinero, lo cual representaba un gran riesgo), aunque estaba casi convencido de que esta decisión del comandante era más por conveniencia propia que por complacer su petición. Aun así era un punto a favor. Al llegar al hotel se encontró con Manuel en la recepción y subieron juntos. Otra persona subió con ellos en el ascensor así que no pudo adelantarle nada en el trayecto. Ya en la habitación, y después de saludar a Arnaldo, los tres se sentaron en la salita que tenía la suite. Juan Carlos les contó con detalle todo lo conversado con Jairo y el 99. También les dijo su decisión de que sería su compadre quien entregaría el dinero. Arnaldo le dijo: —¡Muy bien, muchachón, muy bien! Has logrado algo importante y es el hecho de realizar el pago, si cumple con su palabra, cerca de la ciudad. Ahora, te pregunto, ¿hablaste con tu compadre? ¿Sabe algo de esto? —No, aún no. Tú me dijiste que no lo hiciera hasta que estuviera completamente seguro. —Muy bien, es hora de llamarlo. Porque es algo delicado y puede ser que no acepte. Llámalo, pero no le digas nada por teléfono. Tienen que reunirse con él. Y no puede ser aquí en el hotel. Mi hermano asintió y llamó a su compadre. Le dijo que tenían que hablar y
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acordaron que se verían a las seis de la tarde en «el apartamento de Betty y Manuel». Mientras él hacía la llamada, Arnaldo había sacado una bolsita de maníes y otra de tostones. Juan Carlos y Manuel, que no habían almorzado, no esperaron a que les ofreciera. Comenzaron a comer desesperadamente. La ansiedad les había aumentado el apetito y ya era como una tradición el llegar al cuarto de guerra, a cualquier hora, a consumir chucherías y refrescos. Mientras comían, Arnaldo iba haciéndoles algunas recomendaciones. —Tienen que estar preparados, el comandante nunca habló de que la entrega de Betty será simultánea. Por lo tanto, es muy probable que no la liberen hasta que cuenten el dinero. Así que no hay que desesperarse. Ella no va a aparecer esta noche. Lo más seguro es que regrese mañana. —Sí, en eso estamos claros —dijo Manuel. Juan Carlos preguntó: —Pero seguro mañana en la madrugada ella debe estar llamando ¿verdad? —Ojalá, Juan Carlos, ojalá —respondió Arnaldo un poco dubitativo—. Pero no le den falsas esperanzas a nadie, especialmente a tus padres, ¿okey? Cada caso es diferente, pero seguramente mañana estará con ustedes. Cuando hables con el 99 tienes que preguntarle cuándo la van a liberar. Manuel buscó la libreta donde anotaban las preguntas y observaciones de la negociación y escribió: «Preguntar cuándo la van a liberar». —Otra cosa importante —continuó Arnaldo— es que nadie debe saber que hoy se realizará el pago, ni quién va a entregar el dinero. —Sí, eso ya lo habíamos conversado. Pero… ¿ni siquiera mis padres? —preguntó Juan Carlos. —Pues lo ideal es que no lo sepan. Ya eso es tu decisión. Pero si les vas a decir tienes que advertirles que no lo pueden comentar con nadie. —Claro, claro. —Bueno, muchachos, son las dos y media. El hombre va a llamar a las cinco y media. A esa hora ustedes deberían estar aquí. Les sugiero que vayan a almorzar y regresen a las cinco. Juan Carlos y Manuel estuvieron de acuerdo. Se pararon y se despidieron de Arnaldo. Bajaron juntos y en el estacionamiento quedaron en verse en la casa. Cada uno buscó su vehículo y se marcharon. A las cinco en punto volvieron al hotel. Esta vez andaban los dos en el Toyota Camry de mi esposo. Subieron y ya Arnaldo los esperaba con la puerta abierta. Afinaron algunos detalles y repasaron las anotaciones de la libreta. A las cinco y veinticinco minutos repicó el celular de Juan Carlos. Número noventa y nueve. Por descuido o por nervios nadie se percató de que el grabador no fue conectado. Por lo
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tanto, la conversación no se grabó. Era la voz del hombre con el que había conversado mi hermano más temprano, el nueve nueve. Este ni siquiera saludó, le preguntó a mi hermano el nombre de la persona que llevaría el dinero. Él se lo dijo. Luego agregó, en un tono amedrentador y agresivo: —Dígale que a las nueve en punto de esta noche tiene que estar en la encrucijada. Tiene que ir solo, en el carro verdecito de su papá, el Toyota que no tiene papel ahumado, el nuevo —Mi hermano se sorprendió un poco y le iba a contestar que estaba bien, pero aquel no lo dejó hablar. Parecía que estaba leyendo un libreto escrito previamente—…se tiene que llevar el celular con el número nuevo, el que ustedes le dieron al comandante y después de llegar a la encrucijada no puede hablar por teléfono con más nadie, solamente con nosotros. Al llegar al sitio se tiene que estacionar a un lado, poner las luces intermitentes, bajarse y abrir la maleta. Quedarse allí unos minutos, luego cerrar y montarse. En ese momento lo vamos a llamar para girarle instrucciones… ¿me copió? Pero ni siquiera esperó que respondiera y continuó: —Más le vale que vaya solo, que no llegue ningún vehículo junto con él o detrás de él. Cualquier güevonada extraña que haga, se jodió esta vaina. ¿Me copió? Esta noche a las nueve en punto en la encrucijada. Van a poner el dinero en un bolso negro. Van a colocar cincuenta millones dentro de una bolsa plástica, aparte, y lo colocan arriba del resto del dinero. Si los billetes están marcados no va a ver a su hermana más nunca. ¿Está claro? —Sí, sí, pero tengo que hacerle dos pregunticas. —No, no hay pregunticas, compadre —Ante esa respuesta mi hermano, que estaba un poco nervioso, se molestó. —¡No seas tan güevón, necesito saber en qué encrucijada es! —Carabobo, la de Carabobo. —¿Y cuándo entregan a Betty? —Eso no se lo puedo responder yo. —¿Y quién coño me lo va a responder? Jairo dijo que no hablaría más conmigo. Pero el nueve nueve había cortado la comunicación. Confundido, Juan Carlos se llevó las manos a la cabeza. Arnaldo le dio una palmada en el hombro y le dijo: «Ánimo, ánimo, ya vamos a salir de esto». Después de escuchar los detalles de la conversación, Manuel señaló su reloj: «Vamos, cuñado, quedamos con este carajo a las seis en mi apartamento». A las seis en punto, Manuel y Juan Carlos llegaron al apartamento y ya Rafael, el compadre de mi hermano, los esperaba en la entrada del edificio. Los tres subieron por las escaleras hasta el tercer piso. Tal vez fue una manera de drenar un poco la tensión el hecho de no usar el ascensor.
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Rafael estaba muy callado, creo que él no se imaginaba para qué lo habían llamado. Mi hermano le dijo: —Compadre, la persona que va a entregar el dinero eres tú, claro, si estás de acuerdo. Él dijo que sí, que no había problema. Entonces, Manuel agregó: —El pago se va a realizar esta noche. Rafael puso una expresión de asombro, y con los ojos bien abiertos, tal vez asustado, dijo: —¿Qué? ¿Esta noche? —Sí, marico, disculpa, pero no te lo podíamos decir antes. Aun así ¿le vas a echar bolas o no? —preguntó Juan Carlos. —Claro, claro —respondió sin vacilar. Una vez que él aceptó encargarse de realizar el pago le hicieron un breve resumen de cómo sería el procedimiento. Se notaba que estaba nervioso, respiraba profundamente, escuchaba las indicaciones en silencio, con mucha atención. Fue un acto muy amable y valiente por parte de Rafael haber aceptado. ¡Se lo agradeceré eternamente! Finalmente decidieron que se reunirían en la empresa, a las ocho y media de la noche. Mi hermano llevaría el Toyota de mi papá, Manuel iría con Rafael en otro vehículo. El dinero estaba en el apartamento. Tendrían que separar cincuenta millones de bolívares para ponerlos dentro de una bolsa. A las ocho y cuarenta y cinco minutos los tres salieron de la oficina al patio de la empresa. Juan Carlos montó el bolso con el dinero en el asiento posterior del vehículo que usaría Rafael, el Toyota verde sin papel ahumado de mi papá. Antes de montarse, Rafael le extendió la mano a Juan Carlos. Él se la haló para acercarlo y darle un fuerte abrazo. Los ojos enrojecidos, aguantando para no llorar. Manuel también se acercó y se abrazaron. «Suerte, marico», le dijeron los dos. Rafael se montó en el vehículo y salió. Inmediatamente, se incorporó a la autopista en sentido hacia la encrucijada. A los pocos minutos repicó el celular. —¡Más le vale que no invente güevonadas! Ya lo tenemos ubicado. Ponga las luces intermitentes y quédese en el canal del medio. Dele para Tinaquillo, compadre. Él no habló. Hizo lo que le decían. Cuando casi llegaba a la encrucijada, donde se supone que debía entrar, lo volvieron a llamar: —No entre a la encrucijada. Agarre el distribuidor y devuélvase para Valencia. Cortaron la comunicación, pero inmediatamente lo volvieron a llamar. —Entre en la primera estación de servicio que se va a conseguir al devolverse. Párese donde están los teléfonos. Se baja y abre el capó como si estuviera acciden-
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tado. Rafael hacía lo que le decían. Estaba nervioso. El sitio estaba solitario y oscuro ya que la estación de servicio no estaba funcionando. Lo volvieron a llamar y le dijeron que arrancara hacia Maracay. Que no pasara de sesenta kilómetros por hora y no hiciera llamadas telefónicas. Cuando se aproximaba al peaje de Valencia lo llamaron nuevamente. Le dijeron que se devolviera y tomara la variante de Bárbula. A los pocos minutos, entrando en la variante lo llamaron. —¡Présteme atención, compadre! Más adelante, a su derecha, se va a conseguir unos postes. En el segundo poste se va a orillar y sin apagar el carro va a lanzar el bolso a la cuneta. Él contó los postes, se detuvo y lanzó el bolso. Cuando se estaba montando repicó el celular. —Ahí no era, ahí no era —le gritaba el hombre muy alterado—. Es más adelante, en los postes fluorescentes. Recoja los reales y échelos más pa’lante. Rafael tuvo que bajar un poco hacia la cuneta, recoger el bolso y arrancar nuevamente. Se puso muy nervioso, estaba muy oscuro. Más adelante avistó los postes que le habían indicado. Se detuvo, esperó que lo llamaran indicándole que era ese el sitio y arrojó el bolso. Se montó nuevamente en el vehículo y arrancó hacia Valencia. En ese momento lo volvieron a llamar: —Listo, hermano. Ya se puede ir a reunir con su gente. —Y cortaron la comunicación. Rafael estaba sudando, no sabía si ya podía hacer llamadas telefónicas. Siguió por la variante y en el distribuidor se incorporó en la autopista hacia Valencia. En ese punto ya había mayor circulación vehicular y decidió que llamaría a Juan Carlos. Mi hermano contestó al primer repique. —¿Qué pasó, compadre, listo? —Sí, entregado. ¿Dónde nos vemos? —Vente para Guaparo. Manuel y yo estamos llegando a casa de mis viejos. Aquí nos vemos. —¿Y Betty? Él pensaba, ingenuamente, al igual que Juan Carlos y Manuel que a mí me liberarían inmediatamente. —Nada, chamo, todavía nada… Eran casi las diez de la noche cuando los tres se reunieron en casa de mis padres. Antes de entrar, se quedaron en la calle mientras Rafael les contaba los detalles. Luego, subieron. Mi papá y mi mamá habían entrado y los esperaban en la cocina
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porque afuera estaba haciendo un poco de frío. Cuando mi papá vio a Juan Carlos le cambió la expresión de la cara y preguntó qué estaba pasando, por qué había llegado tan tarde. «¿Hay alguna novedad?». Mi hermano le contó que habían realizado el pago y que ahora solo quedaba esperar. Mi mamá se llevó las manos a la cabeza. «Bendito sea Dios», dijo y unas lágrimas brotaban de sus ojos. Estaba pálida, demacrada y con ojeras. «¿Y Betty?», preguntó. «Hay que tener paciencia, mami, en cualquier momento ella nos debe llamar». Entonces, mi papá le dijo: «Llama a tu tío, él estaba muy preocupado y me pidió que cualquier novedad le avisáramos». En ese momento entró el pequeño Gabriel, con carita de recién levantado (mi pequeñín tiene un sueño muy ligero y probablemente el ruido en la cocina lo despertó) y se acercó a Manuel diciéndole: —Papá, hoy tampoco subiste el vaso de agua para mi mamá. Mi esposo lo abrazó con ternura, lo cargó y le dijo: —Vamos a dormir, que pronto volveré a llevar el vaso de mamá también.
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DÍA TREINTA Y OCHO Viernes 06 de junio Temprano subimos al cerro. La misma rutina. El Catire y el 67 se turnaron para quedarse conmigo, pero no hablé con ninguno de los dos. Hice catorce sopas de letras y me fumé trece cigarrillos. En mi diario escribí: «!Qué angustia, Dios mío! ¿Por qué me engañan? ¿Por qué me mienten? ¡Ya basta! ¡SUÉLTENME, ME QUIERO IR! ¡VIRGENCITA, AYÚDAME! MIS NIÑOS… DIOS LOS BENDIGA». Bajamos como de costumbre. No me bañé, no lavé la ropa, no me senté afuera con ellos. Tampoco me cepillé los dientes. Me fui directo al cuarto y no salí de allí. Los seres humanos somos increíbles. Tenemos una impresionante capacidad de adaptarnos a cualquier situación, por más atroz que sea. Allí estaba yo, durmiendo con cualquier cantidad de coquitos caminando por todo mi cuerpo. Y dormía, realmente dormía. Con ratas caminando por los bordes de las paredes, por el estante. Ya no les tenía miedo. Llegué a comerme unos granos con gorgojos sin sentir repugnancia. Me acostumbré a orinar en el monte, lo cual no era tan complicado, pero ¡hasta defecaba en el monte como si nada! Con mosquitos alrededor que no me molestaban. Aceptaba con resignación que el Catire entrara todas las noches a mi habitación sin pedir permiso para buscar el Vick VapoRub. Que el Mono se fumara mis cigarrillos y se comiera mis galletas. Pero esa noche me dije a mí misma: «Ya basta, no me quiero acostumbrar a esto». Y decidí que era suficiente. Entonces escondí el pote de Vick VapoRub alto en la repisa para que cuando el Catire entrara no estuviera allí. Y no iba a dormir en la cama con coquitos. Recuerdo que era tarde y creo que ya ellos dormían cuando empecé a dar golpes a la puerta para que abrieran. «Hay muchos coquitos», les gritaba llorando mientras les pedía que quería dormir afuera en el chinchorro. Pero no me contestaron. El Mono no estaba porque si no, me hubiera pegado cuatro gritos. «Dios mío, no me puedo acostumbrar a esto». Lloraba, me sentaba en la cama y me volvía a parar. Me decía a mí misma: «No voy a dormir con coquitos». Me acercaba a la ventana que daba al frente y trataba de mirar por la ranura a ver si llegaba algún vehículo. Pero estaba totalmente oscuro. No veía nada. La idea de escaparme comenzaba a rondar en mi mente. Tenía que esperar el amanecer. Desde arriba, desde el cerro, sería más fácil. Trataba de calmarme, pero no podía. Comencé a pensar en mis niños, imaginando la carita de cada uno de ellos y de repente me di cuenta de que no podía recordar la carita de Daniel… ¡Dios mío! No podía recordar su cara. Fue terrible. Solo podía imaginarlo en la foto que tengo en la sala de la casa. Cuánto lloré. No podía permitirme olvidar a mis niños. Volví a la
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ventana y me quedé allí recostada esperando que fueran a buscarme. Y me quedé dormida, parada allí. No sé cuánto tiempo estuve así, supongo que apenas unos segundos, pero cuando me desperté y me di cuenta de que era inútil, que me habían vuelto a engañar, me acosté en la cama y, con los coquitos, me quedé dormida. *** Mis niños se despertaron un poco alterados. No hubo forma de que Gabriel aceptara ponerse el uniforme para ir al colegio. Y Mauro lo miraba y lloraba diciendo: «Yo no voy, si él no va, yo tampoco». Manuel comenzaba a desesperarse hasta que escuchó la explicación del pequeño Gabriel, llorando: «Quiero que venga mi mami a vestirme porque ella me sabe amarrar los zapaticos». Entonces, se dio cuenta de que no tenía sentido obligarlos. En cualquier momento a mí me liberarían y era mejor que los niños estuvieran en la casa. El ambiente en general era de una tensa calma. Ya mis hermanas se habían enterado de que habían pagado la noche anterior y estaban ansiosas, sin querer preguntar, pero desesperadas por saber cuándo me liberarían. Mi papá fue a la oficina, pero a mitad de la mañana decidió regresarse. El almuerzo transcurrió en un absoluto silencio. Mi tío Francisco y mi tía Alicia se acercaron a casa de mis padres para preguntar si había novedades. Pero la expresión de todos y el ambiente en general fueron suficientes, aunque nadie respondiera. Mi tío trato de darles ánimos y les dijo que tuvieran paciencia, que en cualquier momento yo aparecería. En la noche se rezó el rosario. Había muchísima gente. Hubo una pequeña discusión familiar porque alguien mencionó, delante de todos los presentes, que ya habían realizado el pago. Juan Carlos se molestó muchísimo. Se suponía que nadie podía saberlo. Pero era normal que estos problemitas familiares sucedieran. Ya se los habían advertido. Y pronto eso quedaría como parte de un amargo recuerdo… *** Juan Carlos y Manuel pasaron toda la mañana y parte de la tarde reunidos con Arnaldo. Ansiosos, desesperados, angustiados. Cuando repicaba el teléfono de cualquiera de ellos pegaban un brinco para mirar rápidamente la pantalla, pidiendo a Dios que fuera yo la que llamaba. Arnaldo también se veía preocupado. Se suponía que ya debían tener noticias mías. «¿Es que ni siquiera el comandante va a llamar?», le preguntaba mi hermano a Arnaldo, como si él supiera la respuesta.
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DÍA TREINTA Y NUEVE Sábado 07 de junio Anoche la pasé terrible. Lloré como nunca. El Catire estaba supermolesto; creo que no lo dejé dormir. De hecho, amaneció hoy que ni me habla. Esta bravísimo conmigo. Y además, me volvieron a engañar. No me fui. Al amanecer subimos. Los ojos me dolían de tanto llorar. Los tenía hinchados. El pobre Catire serio, nadie pronunció una palabra. Creo que todos habíamos pensado que nos iríamos, que no volveríamos a subir. Guindamos la hamaca y me quede allí con el Catire. Traté de buscarle conversación y al rato ya se le había pasado la rabia. El 67 volvió luego con el desayuno. Creo que no había mucho que preparar, casi todo se había acabado, y si mal no recuerdo comimos arepa frita con huevo revuelto que preparó el 67. Él se quedó conmigo y el Catire bajó, ya de mejor humor, porque yo le hablé mucho, le pedí disculpas y le expliqué por qué había llorado tanto. Creo que lo convencí. El pobre estaba tan obstinado como yo, él también se quería ir. Apenas bajó, el 67 y yo no perdimos tiempo y comenzamos a planificar nuestra huida. Yo había tomado una decisión y si el día de hoy no me soltaban, me escaparía. Nos escaparíamos, porque el 67 huiría conmigo. ¡Qué nervios! Él me explicó la ruta que tomaríamos y a dónde llegaríamos. Al pueblo de Barbacal. El más cercano. Entonces, nos fuimos caminando al lugar desde donde saldríamos, para explicarme mejor. En la caminata paramos en el sitio desde el cual se veía la casita de la finca. Él miró a ver si alguien había llegado, pero no vio nada. «Está todo tranquilo», me dijo. Entonces, miré yo y logré ver una figura blanca al lado de la casa. Le pregunté de qué se trataba. El volvió a mirar y me dijo, con los ojos bien abiertos, asustado: —¡Es la camioneta Cherokee blanca del comandante, hay que correr al campamento! Yo estaba emocionada, asustada, qué sé yo, pero comenzamos a correr rumbo al campamento porque sabíamos que el Catire estaría allí. ¡Dios es grande! Llegando nosotros al campamento y justamente, llegaba el Catire también. —¿Dónde estaban? —nos preguntó, porque no nos dio chance de llegar hasta la hamaca y nos quedamos más arribita. El 67 fue más sabio y contestó: —Aquí, quemando los papeles para no dejar evidencias. El Catire dijo: —Hay que bajar al claro, el comandante va a hablar con Betty. ¡Dios mío! ¿Me iré? Sin vacilar bajé cerca de la hamaca a buscar el morral y el Catire aprovechó que me había alejado del 67 y me dijo muy emocionado y en voz bajita:
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—Te vais hoy. —¿Qué? No lo podía creer. ¡Dios mío! Comencé a temblar y a correr… Bajé a millón. Llegué al claro antes que ellos, pero el comandante no estaba. El 67 me miraba. El Catire tenía una sonrisa de oreja a oreja. Se veía bonito. Esperamos alrededor de quince minutos. Y ¡al fin!, llegaron el comandante y la Uno. Yo me hice la gafa y le dije: —Comandante, ¡me tiene abandonada! ¿Qué ha pasado? —Tranquila, Betty, todo se ha solucionado, te vas hoy, lo que pasa es que me mataron a mi hermano. Yo, haciéndome la tonta, pregunté impresionada: —¿Cómo va a ser? Él se puso a llorar. Recuerdo que nos abrazamos y yo me puse a llorar también. Le dije que lo sentía mucho. Él lloraba como un niño. Yo también lloraba porque en ese momento pensé en mis hijos, en Manuel, en mi familia, en lo que me esperaba al volver a casa. Lloré de emoción, al fin me iba y creo que realmente el comandante me conmovió. Sentí pena por él, por su sufrimiento, porque me abrazó con fuerza y gemía de dolor. Me impresionó mucho cómo un hombre tan poderoso, tan fuerte, que parecía no tener sentimientos, se desplomaba así, delante de mí. Al fin y al cabo era un ser humano más, al menos eso sentí en ese momento. No sé ahora. Cuando se calmó, todos nos sentamos en el árbol caído. Entonces le pregunté cómo había sido lo de su hermano (aunque yo ya lo sabía) y claro, él no me dijo la verdad. Me dijo: «Me lo mataron en un combate, íbamos a encontrarnos y me lo mataron». El Catire, que supongo no escucho lo que dijo el comandante, se acercó y dijo: «¿Y que lo consiguieron con un tiro? Y comenzó a preguntar detalles que él sabía, pero creo que yo no debía saber. La Uno miro al comandante, este ya comenzaba a ponerse nervioso porque al Catire se le iba la lengua y como yo ya sabía el cuento completo les dije: «Bueno, vamos a cambiar de tema que esto le hace daño al comandante. Hablemos de mi salida». El comandante respiró como aliviado. Me dijo que quizás me llevaría un taxista, pero que aún no sabía dónde me dejarían. —Tal vez te dejamos muy cerca de tu casa. Le pedí que no me dejara con un taxista, que les tenía pavor y aunque me dijo que no habría problema, que era alguien conocido por ellos, le supliqué que no lo hiciera. Le pedí que no me dejara tan lejos (mencionó Acarigua). Entonces le comenté que yo tenía una prima en San Carlos, que por qué no me dejaban allí. «Ya veremos», fue lo único que dijo. Luego, le pregunté si me podía llevar mis escritos. —El Catire y el Mono los leyeron, no hay nada malo en ellos, si quieren léanlos ustedes —dije.
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—Bueno, búscalos —me respondió. Sentí un gran alivio. Los saqué rápidamente del morral y se los entregué. El comenzó a leer el diario y la Uno leyó los cuentos que había escrito a mis hijos. (Por cierto, ella cargaba unos jeans de los que me habían traído el primer día para que me los midiera. Creo que eran de ella). El comandante paró de leer un momento y me dijo: —Por cierto, Betty, no me habías dicho que eres veterinario. —Bueno, usted nunca me preguntó, pero el Catire y el 67 sí lo sabían. ¿Y usted cómo lo supo? —Porque estaba en una finca y dijeron que a don Donato le habían secuestrado a la doctorcita. Pregunté y me dijeron que tenía una hija veterinaria que estaba secuestrada. —Ese detalle, que confirmaba aún más mis sospechas, me hizo exclamar hacia mis adentros: «¿Qué tal?». Él continuó leyendo todo, al menos lo vio por encimita. Luego, conversamos un rato. Me aclaró que él no tenía nada que ver con el gobierno. Que si yo quería podía declarar a la prensa, pero que esperara después del lunes. Me advirtió que tenía que declarar que había estado en territorio colombiano, no en la frontera y que dijera que me habían liberado en Acarigua. Le pregunté si podía decir que eran de las Autodefensas de Colombia (como él me había dicho el día que nos conocimos) y me dijo que no, que no eran de las Autodefensas (lo cual yo suponía y se lo pregunté adrede). También me dijo que no me preocupara, que esto no me volvería a suceder jamás, que él me garantizaba que nadie me volvería a secuestrar. Eso me dio un poco de tranquilidad (lamentablemente, no me advirtió que sí podrían secuestrar a algún familiar en el futuro). —Por cierto, tu caso lo está llevando un PTJ que se llama Indriago, dile que yo lo sé y que estamos pendientes. Yo solamente le dije: «Está bien». Pero dentro de mí pensé: «No sé quién es ese señor ¿Se supone que deba saberlo? ¿O será que este sabe que tendré que declarar?». Al pasar el tiempo entendí porque él estaba tan informado… Después de conversar un rato, el comandante dio órdenes para que subiéramos de nuevo. Me dijo que nos iríamos en la noche tarde. Que él se iba y regresaría en la noche a buscarme. La Uno y el Catire se fueron tras él, y el 67 y yo volvimos a subir. A mitad de camino y sabiendo que ya ellos se habían alejado, el 67 se paró, me miró y sin decir palabra me abrazó con fuerza, me dio un beso en la mejilla y me dijo: «Gracias a Dios… por fin te vais». Qué felicidad. No me lo podía creer. Al subir comenzamos a recoger todo. Luego, hicimos un pacto: yo le daría mi número de teléfono para que él me llamara y si algo nos pasaba a alguno de los dos, hablaríamos con las autoridades, diríamos todo
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lo que sabíamos, que era bastante. Le dije que cuando me llamara se identificara como «el hombre del sombrero» (porque él me había prometido que me iba a mandar a traer de Colombia un sombrero de esos que son típicos de allá, los volteaos. Él usaba uno que a mí me encantaba y me lo quería regalar, pero estaba todo roto). Más tarde el Catire subió y bajamos todos juntos. Era más temprano que de costumbre, pero abajo no había nadie que nos reclamara. Yo tenía mucha hambre y no había casi nada de comer, pero después de bañarme, el 67 preparó arepitas dulces y comimos los tres. Comenzamos a recoger todo. Les regalé toda la ropa que me habían dado, menos, por supuesto, lo que me pondría para el viaje de regreso (un jean y una franela manga larga azul marino con celeste que me dieron ellos). Pensaba regresar con la misma ropa que cargaba el día que me agarraron, pero no era cómoda. Sin embargo, no se las regalé. Me puse la ropa interior mía, que había lavado hacía días y la había guardado, precisamente, para el día que me liberaran. También me quedé con el suéter que me dio el malandro en Valencia para amarrarlo en la cintura (el blanco, con rayas verdes y rojas. El de la bandera de Italia). Tampoco regresaría con las botas porque tal vez mi mamá se iba a impactar al verme con ellas y decidí ponerme mis sandalias marrones (aunque con tacones) que me las habían devuelto, misteriosamente, pocos días después de llegar a la finca. Luego, preparé mi morral. Dentro guardé un rollo de papel higiénico, toallas sanitarias, el peine, los cintillos y los cigarrillos Piel Roja para mi papá y para Tito. Las plumas para mis niños las tenía guardadas allí desde hacía varios días. También las crucecitas y el rosario, el libro de sopa de letras, las revistas y los periódicos. Metí dos cajetillas de cigarros Boston que estaban intactas, mi diario y la libreta con anotaciones. El Catire me preguntó si no me llevaría el cuero de venado que me había regalado el Mono. «Ni pensarlo», contesté. Le dije que era arriesgado llevármelo porque si la Guardia Nacional me lo encontraba tendría problemas. Fue una excusa tonta. En realidad lo menos que quería era llevarme un recuerdo del Mono y, mucho menos, de ese pobre venadito que me causó tanta lástima. Luego, el Catire preguntó por el Vick VapoRub y yo lo busqué donde lo había escondido. Pensé en la noche anterior, en todo lo que había llorado, en lo que me motivó a esconder el potecito. Respiré profundamente. Salí y se lo entregué. Regresé al cuarto y me senté en la cama, la cual milagrosamente no tenía coquitos. No sabía qué hora era ni cuánto tiempo faltaba para irme, pero estaba lista. Me había puesto el jean y la franela manga larga con la que viajaría. Solo me faltaban las sandalias. Andaba todavía con las chancletas que usaba después de bañarme. Me puse las medias blancas que llevaría puestas. De tal manera que cuando el comandante llegara no perderían mucho tiempo. Me recosté sobre la almohada y me quedé dormida.
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*** Mis niños amanecieron, por fin, sin gripe, tos, mocos o cualquier malestar de los que tenían a diario. Estaban finos. Pasaron el día muy inquietos y un poco alterados. Pero se calmaron un poco cuando llegó Eliana con sus hijos. En la casa se respiraba un aire de preocupación, angustia, tristeza, pero nadie se atrevía a decir nada. Cuando repicaban los teléfonos todos se sobresaltaban y ponían caras de decepción cuando era algún conocido el que llamaba. Todos esperaban mi llamada. Mi papá estaba desesperado. Hubo un momento, en la tarde, en el que se alejó de todo el mundo y se fue al caney a fumar. Estaba de mal humor y no quería hablar con nadie. Luego, en la noche, cuando empezaron a rezar el rosario, mi mamá lo estaba buscando y no lo encontró por ningún lado. Mi prima María Luisa me contaría que cuando entró a la urbanización, cerca de las siete y media de la noche, le llamó mucho la atención un señor que venía caminando por la calle porque andaba como apurado. Cuando se aproximó con su vehículo se dio cuenta de que era mi papá. Como caminaba en sentido contrario, ella dio la vuelta en la esquina y se detuvo al lado de él. Bajó el vidrio y lo llamó: «Zio, ¿qué haces, dove vai?». Cuando él se volteó a mirarla, estaba llorando a moco tendido. «No puedo más, no aguanto más». Ella le dijo que se montara en el carro que lo llevaría a la casa, pero él no quiso. «Déjame caminar un rato porque si no, me voy a volver loco». Entonces ella lo dejó y se fue a la casa para avisarle a mi mamá que lo había visto en la calle. A los pocos minutos regresó a la casa y, cansado, subió directo a su habitación para bajar más tarde. Se rezó el rosario como todas las noches, pero el ambiente de tristeza había contagiado a todos. *** Juan Carlos y Manuel estuvieron reunidos con Arnaldo en la mañana. Estaban desesperados y el mismo Arnaldo comenzaba a mostrar preocupación. Cerca del mediodía se fueron, y regresaron a las tres de la tarde. Estaban tan preocupados que ninguno de los dos almorzó. Sin embargo, a las cinco repicó el celular de Juan Carlos. Número desconocido. Era el comandante. Solamente dijo: «¿Cómo estás, hermano? Se me retrasó todo porque hubo unos combates que complicaron las cosas, pero pronto les devolveré a Betty». Y cortó la comunicación. «Gracias a Dios», dijo Manuel cuando mi hermano le contó lo que dijo Jairo. Se abrazaron mientras Arnaldo aplaudía suavemente y esbozaba una inmensa sonrisa. «¡Qué bueno, qué bueno!», dijo. Fue un gran alivio para ellos recibir ese corto mensaje porque ya empezaban a imaginar lo peor. Luego Arnaldo les dijo: «Tenemos que ir preparando las estrategias porque ahora sí creo que esta noche la liberan».
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Enseguida comenzaron a planificar los vehículos que utilizarían y quiénes irían a buscarme apenas supieran dónde ubicarme. Pensaron, incluso, hablar con un amigo que tenía un helicóptero, en caso de que me liberaran muy lejos de la ciudad.
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DÍA CUARENTA Domingo 08 de junio El ruido de un vehículo me despertó. No tenía idea de cuánto tiempo había dormido ni mucho menos de la hora que era, pero tampoco le di importancia. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, estaba nerviosa y feliz. Noté que el 67 había cerrado la puerta con candado. Me levanté y me asomé por la ranura de la ventana. No pude ver nada, pero había luces alrededor. Escuché la voz del Mono. Me di cuenta de que el cuero de venado permanecía en el piso. Cuando me agaché para esconderlo, abrieron la puerta del cuarto. Era el 67. «Te vais, ya llegaron», me dijo con una inmensa sonrisa. Detrás entró el Mono, me saludó alegremente e inmediatamente pude percibir el olor a alcohol. «¿Estás lista? ¡Por fin te vas!», dijo. Entonces miró al piso y vio el cuero de venado. «¿Qué pasó? ¿No te vas a llevar el venadito?». Yo no quise despreciarlo y le dije que sí, pero que no tenía donde guardarlo pues en el morral no cabía. El Mono no le dio importancia. «Nos vamos», me dijo. Entonces le pregunté por el comandante y me dijo que me estaba esperando afuera. «Pero me pidió que te vendara los ojos». «No hay problema», le dije. Sin decir más nada el Mono quitó la funda a una almohada y rompió un pedazo. Se acercó y me vendó los ojos, sin apretar, suavemente. Yo ya tenía el morral colgado en la espalda y me había puesto las sandalias. Como tenía un poco de frío no me quité las medias. Me sentía ridícula, pero me importaba un pepino. Mientras el Mono me ponía la mano en la espalda para que caminara, yo me terminé de amarrar el suéter en la cintura. Apenas salí de la habitación el Comandante se me acercó. Me saludó con su acostumbrado abrazo y esta vez inclusive me dio un beso en la mejilla. Me pidió disculpas por el vendaje de los ojos y me explicó que era por mi propia seguridad. Yo le dije que no se preocupara y le advertí que la venda estaba un poco floja, pero a él no le importó. Comenzó a dar instrucciones para marcharnos. Alguien puso su mano en mi espalda indicándome que caminara. Di unos cinco pasos y sentí que me tomaban por el brazo para que se subiera a un vehículo. Enseguida me di cuenta de que no era la Hilux. Era una camioneta, pero estaba segura que no era la Hilux. Mientras me deslizaba sobre el asiento, para colocarme en el medio, toqué el respaldar del asiento del copiloto, pues me hicieron montar por el lado derecho, y me di cuenta de que tenía forma triangular. También me percaté de que era una butaca individual, había una consola que separaba los dos asientos delanteros. Nuevamente me sentía como un sabueso, quería descubrir cualquier detalle, cualquier pista… Me acomodé en el centro y a mi izquierda se estaba sentando el Catire cuando el Comandante, que ya estaba sentado en el asiento del copiloto, me dijo que me colocara en el lado de la puerta, detrás de él. Después de que me senté alguien cerró mi puerta. Luego sentí que se cerraban el resto de las puertas. El motor estaba encendido. El Mono iba al
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lado del Catire, en la otra puerta. Pero no sabía quién era el conductor. Esa persona en ningún momento pronunció palabra alguna. Arrancamos. Otro vehículo arrancó delante de nosotros porque pude ver las luces. Respiré profundo. Estaba tan feliz, tan emocionada y sí, tan asustada. Pero no me mandaron con un taxista, era el propio Jairo el que me liberaría. Y eso me daba mucha tranquilidad. Entonces me di cuenta de que el 67 no estaba allí. Le pregunté al comandante si iba en el otro vehículo y me dijo que no, que él se quedaba allá porque tenía que cuidar la zona. Lamenté muchísimo no haberme despedido de él. Había sido un gran amigo, sin duda un buen hombre. Me había cuidado con celo, me lavaba la ropa y me calentaba el agua. Me animaba cuando estaba triste. Con sus cuentos, sus exageraciones y sus inventos. Él había hecho que mi cautiverio fuese un poco «menos difícil» y estaba realmente agradecida. El comandante comenzó a girar instrucciones a través de los pequeños radios que cargaban. Estaba muy tranquilo. No aparentaba, al menos, estar nervioso. Me dijo que tal vez me llevarían hasta Valencia. Pero luego hizo una llamada por el celular y al terminar de hablar me dijo que harían un trasbordo a otro vehículo. Que no me preocupara, que era gente de su confianza. Yo estaba tranquila y eufórica a la vez. Iba rumbo a mi libertad, a reencontrarme con mis hijos, mi esposo y toda mi familia. Habíamos rodado alrededor de media hora. Este camino definitivamente no fue el mismo por donde había entrado el día que me llevaron a la finca. La carretera estaba en buenas condiciones. No había huecos, aunque sí pasamos por un riachuelo. Le comenté a Jairo que el vendaje se me había caído y él me dijo que no importaba, que recostara la cabeza sobre el morral (que cargaba sobre mis piernas). Al poco tiempo el vehículo se detuvo. El comandante me explicó que tenía que bajarme y caminar hacia el otro vehículo, que se había estacionado atrás. «Caminas derechito y te montas por el lado derecho». En ese momento sí me puse un poco nerviosa y le recordé al comandante que el vendaje se me había caído. «No importa», me dijo él. Pero en su voz apuradita comencé a notar un poco de nerviosismo. «Vamos, bájate». Yo le hice caso. Me di cuenta de que estábamos en una carretera de tierra. A ambos lados había una empalizada de alambre de púas. La noche estaba relativamente alumbrada aunque no pude ver la luna. Debía de ser de madrugada. Hacía frío. Cuando levanté la mirada y comencé a caminar hacia el vehículo estacionado detrás de la camioneta, a unos tres metros de distancia, un neón verde oscuro, vi que de este se bajaba un hombre. Me apuntó con su pistola directamente a la cabeza y agresivamente me gritó: «No me mires a la cara, no me mires a la cara. Móntate por este lado». Yo no sabía qué hacer, mis piernas comenzaron a temblar. Tenía miedo. El comandante me había dicho que me montara por el lado derecho y el hombre me pedía exactamente
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lo contrario. Sin embargo, decidí hacer caso a lo que me había dicho el comandante y así no pasar cerca del hombre. Este seguía apuntándome mientras yo caminaba. «Móntate, rápido, móntate». Era un hombre moreno, cabello oscuro, de mediana estatura. Inclusive, y a pesar de los nervios, pude notar que vestía jeans y zapatos de goma. Me monté por el lado derecho del vehículo y me acosté sobre el asiento. El hombre me gritaba que me volteara, que me acostara viendo hacia atrás. Pero yo me arriesgué a no hacerle caso, si lo hacía quedaría dándole la espalda, lo cual no me agradaba para nada. Entonces me acosté boca abajo y el hombre se conformó con eso. Se sentó en su asiento y puso en marcha el vehículo. Fue uno de los momentos más terribles de todo el secuestro. Estaba asustada, tenía muchísimo miedo y temblaba. Cuántas dudas, cuánto temor. Venía feliz en el carro con el comandante, conversábamos, reíamos. Iba rumbo a mi libertad y, de repente, me cambian a otro carro, con una persona que no había visto jamás. Un hombre sumamente violento, tan agresivo que llegué a pensar que me iba a matar. El carro tenía los asientos con tapicería de cuero, olía a nuevo. El hombre salió de la carretera de tierra, porque a los pocos segundos me di cuenta de que estábamos como en una autopista. Comenzó a circular a toda marcha. Su mano derecha, sosteniendo la pistola, descansaba sobre el asiento del copiloto. El aire acondicionado estaba en lo máximo y yo temblaba de frío, y de miedo. Constantemente él hablaba con el comandante por el radiecito Motorola. En una oportunidad, a los pocos minutos de estar circulando por la carretera asfaltada, escuché que le dijo: «Tengo al tres letras atrás. ¿Qué hago, lo dejo pasar o me quedo delante?». No recuerdo exactamente qué le contestó el comandante, pero había comprendido que cuando decía «tres letras» se refería a petejotas. Eso me hizo sentir más miedo, más bien pánico. En ese momento pensé que la PTJ nos venía siguiendo porque el hombre manejaba a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y probablemente había levantado sospechas. Qué ingenua. Tardé algunos días en comprender por qué venían detrás de nosotros. El camino tenía muchas curvas, me parecía conocido. Habría transcurrido una media hora cuando el hombre redujo la velocidad hasta pararse y estacionarse a un lado. Esos segundos fueron terribles. Pensé que me iba a violar y luego me mataría. Estaba tan asustada que no podía pensar en positivo. Al fin y al cabo ya habían cobrado y tal vez mi vida poco les importaba. Cuando el hombre abrió la puerta del vehículo y se bajó, yo ya no podía más, me temblaban las manos, la boca. Sentía el corazón latir con fuerza, con muchísima fuerza y pensé: «Hasta aquí llegué». Creo que me puse a llorar. Sin embargo, a los pocos minutos, interminables para mí, él volvió a entrar y sentarse en el vehículo. Entonces, mientras lo ponía en marcha, me pasó el celular y me dijo: «El Comandante quiere hablar contigo». «¡Dios mío,
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gracias!», pensé, y tomé el teléfono. Él me habló amablemente. A pesar del odio que sentía por él en ese momento creo que ¡lo adoraba! Y a pesar de ese odio fue un gran alivio para mí escuchar su voz. Me preguntó cómo me trataba el hombre y por supuesto tuve que decirle que bien, conteniendo las lágrimas y las ganas de decirle que era un bicho. Luego me dijo que él había tenido que tomar otra vía y que lamentablemente no me podrían llevar hasta Valencia. «Pero te dejará cerca, no te preocupes que estarás cerca». Le pregunté por mi teléfono celular pues en el camino me había dicho que me lo devolvería, y me dijo que el conductor lo tenía y me lo iba a entregar. Entonces yo pregunté en voz alta: «¿Él me lo va a entregar?», con la intención de que este escuchara. El comandante me contestó que sí y me dijo que también me daría cien mil bolívares para que llamara por teléfono y tomara un taxi. Sentí que ya no volveríamos a hablar y estuve a punto de darle las gracias. Sin embargo, me contuve y solo dije: «Está bien, comandante», y le coloqué el teléfono al hombre sobre la consola. Él lo agarró inmediatamente y me gritó que me volviera a voltear. Continuamos rodando, ya había perdido la noción del tiempo, no tenía idea de las horas que habían transcurrido desde que salimos de la finca. Se me había quitado la tembladera, pero tenía muchísimo frío. Entonces le dije al hombre que si por favor le podía bajar al aire y me contestó, levantando la mano con la pistola, que me callara. Sentí pánico por su reacción violenta y comencé a respirar profundo para tratar de controlarme y, sobre todo, para controlar el miedo. Hubo un momento en que casi me quedaba dormida, estaba más relajada. De repente, cesaron las curvas y sentí que andábamos en una vía recta. Por supuesto que el hombre aceleró más la marcha y a los pocos minutos disminuyó la velocidad porque pasamos unos reductores de velocidad. Más adelante sentí que llegamos como a una redoma y el vehículo giró hacia la izquierda. Nuevamente una recta. Luego hizo algunos cruces que me despistaron. Finalmente comenzó a reducir la marcha y me dijo: «Te vas a bajar y vas a caminar hacia atrás. Ni se te ocurra voltear porque te quiebro». Dicho esto paró el vehículo completamente y me dijo: «Bájate». Yo quería salir corriendo, pero le dije: «El comandante dijo que me darías el celular y un dinero». Entonces sacó mi teléfono de la guantera y me lo entregó. No tenía la batería. Luego sacó dos billetes de cincuenta mil bolívares y me entregó solamente uno. «Bájate ya nojoda y camina para abajo». Me bajé por el lado derecho, con mi morral encima, y me fui caminando, rápidamente al principio, hasta que sentí que el vehículo se alejaba. Comencé a caminar despacio, y a llorar. Estaba oscuro, totalmente oscuro y solitario. Entonces, vi en la esquina una casa con una luz encendida adentro y me acerqué. Comencé a tocar el vidrio de la ventana y gritaba: «Auxilio, ayúdenme por favor». Pero me di cuenta de que era inútil. Me limpié
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las lágrimas y decidí caminar en sentido contrario. Me volvió el alma al cuerpo. A unos cincuenta metros, quizás más, había una estación de servicio. Más adelante, arriba de un semáforo, se leía un letrero: San Carlos (con una flecha indicando que era derecho) -Acarigua (que quedaba hacia la derecha). Empecé a correr hacia la estación de servicio. Creo que me sentía feliz, que lloraba de alegría. Era la misma estación de servicio donde habíamos estado cinco días antes de que me secuestraran, cuando íbamos para El Mogote. A pesar de los tacones llegué rápidamente a la isla donde están los surtidores. El bombero me miró extrañado y un taxista que acababa de pagar me ofreció llevarme. No sé por qué les pregunté dónde estaba, yo lo sabía perfectamente. El bombero me dijo: «San Carlos», y yo seguí caminando a grandes pasos hasta la fuente de soda. El taxista volvió a ofrecer llevarme, pero yo no le hice caso. Una vez adentro pedí una tarjeta telefónica, no recuerdo de cuánto y el muchacho que me atendió me preguntó que por qué estaba llorando. «¿Qué te pasa?». No le pude contestar, estaba tan confundida y tan emocionada. En la fuente de soda había dos mujeres, parecían prostitutas, y dos hombres que no detallé. Tomé mi tarjeta y salí hacia el teléfono que ya había visto al entrar. Entonces no dudé, parada frente al aparato introduje la tarjeta y marqué el número de casa de mi mamá. Creo que repicó una sola vez. Manuel contestó enseguida. Yo me guindé a llorar, pero trataba de no llamar la atención de las personas que estaban alrededor, aunque en realidad creo que no había nadie. Manuel me preguntó dónde estaba y le dije: «En la bomba del cruce de vías en San Carlos». «No te muevas de allí, llámame en cinco minutos». Yo colgué y me volteé, me quedé recostada de la pared, viendo hacia el estacionamiento, para disimular. Entonces me di cuenta de que uno de los vehículos estacionados al frente del local era una camioneta identificada con las letras del CICPC Cojedes. Me preocupaba que los petejotas estuviesen allí, me pudiesen ver nerviosa y sospecharan que algo me sucedía y decidí entrar nuevamente a la fuente de soda para ver si ellos estaban allí. «Los petejotas se reconocen en cualquier lado», pensé. Para disimular compré un café y una revista. Pero adentro no había nadie, solamente las dos mujeres El mismo muchacho que me atendió al principio me dijo: «Entonces, ¿No me vas a decir por qué llorabas?». «Si te lo digo no me lo vas a creer», le contesté y salí afuera para volver a llamar. Para mi sorpresa y alivio los petejotas se habían marchado. Coloqué la revista y el café sobre el teléfono y volví a llamar a Manuel. Enseguida contestó: «Carlos te va a buscar, anda en una Blazer marrón, ya debe estar llegando». Efectivamente, al voltearme vi las luces de un vehículo que se aproximaba, era una Blazer, era Carlos. Creo que solté la bocina del teléfono sin colgar, dejé el café y la revista. Apuré el paso, él no se bajó, extendió su mano y me abrió la puerta del copiloto. Me monté y nos abrazamos. Me guindé a llorar. Él también lloró. A pesar de que había compartido muy poco con Carlos y
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de que tal vez no tenía tanta confianza con él, en ese momento era como un Dios. Y a partir de ese día he guardado un afecto muy especial hacia él. La Blazer arrancó. El reloj marcaba las cuatro y dieciocho. «¡Soy libre! ¡Gracias, Dios mío, gracias!». No me lo podía creer… Entonces, mientras sollozaba me miré los pies. Cargaba las sandalias con medias. Las mujeres somos increíbles. Me dio pena que Carlos me viera en esas condiciones y disimuladamente me quité las sandalias y luego las medias. Pero Daniela vivía tan cerca que apenas me quité las medias y me coloqué nuevamente las sandalias ya estábamos entrando al garaje de su casa. Cuando Carlos apagó la camioneta y el portón se cerró, yo me iba a bajar, pero él me tomo por el brazo y me dijo: «No, no te bajes que está pasando un carro afuera». Me asusté un poco, pero enseguida él agregó: «Tranquila, tranquila, bájate, es una camioneta de la PTJ». Pero en ese momento ya mi prima había salido a recibirme y no escuché lo que dijo Carlos. Me bajé y ella vino a mi encuentro. Nos abrazamos. Comencé a llorar nuevamente. Fue un momento muy especial. Daniela también lloraba, duramos abrazadas unos cuantos segundos hasta que Carlos dijo que mejor entráramos. Así lo hicimos. Nos sentamos alrededor de la mesa del comedor y Daniela ya me había preparado un té de manzanilla. También había dos tabletas en la mesa. Mi prima las agarró y me dijo: «Tómate un Lexotanil que yo me lo voy a tomar también». Me entregó la tableta y me la tomé. Repicó el teléfono. Ella atendió. Era mi tío Francisco. Me paré y fui a saludar a mi tío, estaba tan emocionada que no le podía hablar y creo que él también estaba llorando. Apenas colgué volvió a repicar. Yo atendí, era mi prima Sandra, llorando. Tampoco pudimos hablar mucho. Entonces me senté en la mesa. Carlos insistía en que me bañara, decía que mi papá y mi mamá venían en camino y que mejor me quitara esa ropa y me pusiera algo de Daniela, que mi ropa olía a jabón las llaves. Pero yo no me quería bañar, lo había hecho antes de salir y no me quería perder un segundo de lo que estaba viviendo. Pasaron algunos minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Daniela atendió y me dijo que era Ana Teresa, mi hermana. Ese momento no lo recuerdo muy bien, pero cuando hablé con ella no estaba llorando, le hablé alegremente y hasta me reí. A mi hermana le sorprendió mucho mi estado de ánimo y se alegró de sentirme tan bien. Al colgar me volví a sentar en la mesa. Carlos volvió a insistir en que me cambiara la ropa y entonces accedí. Pero cuando me paré de la silla para ir detrás de mi prima sentí las piernas desmayadas, más bien creo que no las sentía. Me costó mucho subir las escaleras y le pregunté a Daniela qué era lo que me había dado. Lamentablemente, la pastilla me dopó y a partir de allí recuerdo vagamente algunas cosas. Sé que me bañé, que mi prima me prestó su maquillaje y me dio un pantalón Levis de jean talla 26. Recuerdo que le dije que era muy pequeño y no me iba a quedar pues normalmente uso talla 30 en esa marca. Pero el pantalón me quedó
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holgado. También recuerdo que me dio una camisita azul turquesa stretch que me quedó perfecta. Cuando bajé estaba totalmente drogada. A pesar de que no lo recuerdo, sé que Héctor, mi cuñado, pasó y me saludó pues iba a Las Vegas a pesar un ganado. No lo recuerdo. Lamentablemente, cuando llegaron mis padres, Manuel, Juan Carlos y mi cuñado Alonso, uno de los momentos más importantes para mí, yo estaba en un estado tal que no recuerdo absolutamente nada de eso. Y cuánto me duele, cuánto. *** La noche del sábado en casa de mis padres nadie había podido dormir. Ya habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que habían realizado el pago del rescate y yo no aparecía. Sin embargo, el hecho de que el comandante llamara les animó un poco a no perder las esperanzas. Se vivían momentos de mucha tensión. Mi papá no logró conciliar el sueño hasta las tres y media de la mañana cuando finalmente se quedó dormido. Estaba agotado. Juan Carlos se quedó en el segundo nivel, en la sala de televisión, donde pasó la noche, dormido en una poltrona, justamente al lado del teléfono. Manuel, como de costumbre, durmió en la habitación de huéspedes con los niños, también en el segundo nivel, muy cerca de la sala de televisión. Exactamente a las tres y cincuenta y dos minutos repicó el teléfono. Juan Carlos estaba tan profundamente dormido que no lo escuchó. Pero Manuel, a pesar de que estaba más lejos del teléfono, pegó un brinco de la cama y contestó enseguida. Era yo. Por supuesto, Juan Carlos se despertó de inmediato y durante algunos segundos no supieron qué hacer hasta que decidieron llamar a Daniela, mi prima que vive en San Carlos. Ella les comunicó a Carlos, su esposo. Manuel le explicó dónde estaba yo. Mientras Manuel hacía la llamada, Juan Carlos fue a avisar a mi papá y a mi mamá, que dormían en un nivel superior. «Papá, mamá, Betty llamó, la soltaron en San Carlos». Mi papá se levantó enseguida y le dijo que se iba a cambiar para ir a buscarme. Mi mamá estaba llorando. Con el alboroto Ana Teresa se despertó y fue a la habitación de mis padres. Eufórica se fue a la habitación donde dormía Claudia con su esposo y les dio la noticia. Juan Carlos buscó el teléfono y llamó a casa de Eliana. Contestó Alonso, mi cuñado, y le dijo que él los acompañaría a buscarme. Cuando estaban todos listos para salir, mi mamá se quedó mirándolos y Juan Carlos le dijo: «¿Qué pasó, no vas a venir?». Ella estaba esperando que le dijeran si podía ir o no. Sin dudarlo un segundo se fue a cambiar y a los pocos minutos estaban saliendo mi papá, mi mamá, Juan Carlos y Manuel para San Carlos. Alonso se fue en otro carro. El teléfono de la casa comenzó a repicar sin parar. Mis hermanas comenzaron a llamar a la familia aunque muchos ya se habían enterado por mi tío Francisco. Llamaron desde Italia a los pocos minutos. La noticia de mi liberación se regó rá-
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pidamente. Todos querían tener detalles, querían saber dónde estaba, a qué hora llegaría, etc. Los niños todavía dormían y no los quisieron despertar hasta que yo estuviese cerca. Faltando pocos minutos para las seis de la mañana, Juan Carlos se estaba estacionando al frente de la casa de mi prima en lo que fue, según mi mamá, el viaje más largo de su vida para llegar a San Carlos. Inmediatamente, Carlos les abrió la puerta y mientras ellos entraban yo salía a su encuentro. Mi mamá me cuenta que caminaba lentamente y la expresión de mi cara era extraña. Los saludé con un gran abrazo, primero a mi mamá, luego a mi papá, a mi esposo y a mi hermano. Después saludé a mi cuñado Alonso. Mientras saludaba a los demás, mi mamá, llorando y sumamente preocupada, le preguntó a mi prima si yo había regresado en esas condiciones, drogada, porque notaba que yo actuaba de una manera extraña. Daniela se puso a reír y le dijo: «No, tía, no te preocupes, es que para tranquilizarla le di un Lexotanil de seis miligramos y eso la dopó». Conversaron un rato en el porche de la casa. Daniela les ofreció café, pero no aceptaron. Carlos les explicó dónde me fue a buscar y Daniela les contó sobre la ropa que cargaba. Según, yo hablé muy poco, estaba ausente. Mi esposo me miraba con los ojos brillantes, al borde de las lágrimas. Quizás verme en ese estado de letargo le causó una impresión desagradable y a pesar de que Daniela les insistió en que yo había llegado en perfectas condiciones, fue muy difícil para todos verme en ese estado. Finalmente, mi papa dijo que nos marchábamos, que mis hijos me esperaban y nos despedimos. Yo me monté en la parte de atrás de la camioneta burbuja, recién blindada, entre mi esposo y mi mamá, mientras que Juan Carlos iba al volante y mi papá de copiloto. Alonso se regresó solo en su camioneta. Comenzaba así mi verdadero reencuentro con la libertad porque el momento que más soñaba era volver a abrazar a mis hijos. Ya había amanecido y el tráfico hacia Valencia era escaso, el normal de un amanecer de domingo. Pero yo había perdido, hasta ese momento, la noción del tiempo. Lamento todavía, a pesar del tiempo transcurrido, haberme tomado esa pastilla que me privó de uno de los momentos más importantes de mi liberación como lo fue el encuentro con mis padres, mi esposo y mi hermano. Sin embargo, cuando recuerdo eso con mi prima Daniela las dos nos reímos a carcajadas. Mi esposo me contó que cuando nos montamos en el carro yo comencé contar detalles del secuestro. Hablaba tanto y decía tantas cosas que él de vez en cuando me daba un codazo para que no atormentara a mis padres y no los hiciera sufrir más. Pero a pesar del estado en que me encontraba creo que fui muy cautelosa en no revelar detalles importantes del cautiverio que sabía ya sea porque me lo había contado el 67 o porque los descubrí yo misma. Detalles que no revelé nunca, que no revelaré jamás. En aquel momento no lo quería revelar porque no quería poner en
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riesgo la vida de mi familia. Me prometí no hacerlo, no diría absolutamente nada. De tal manera que, aun drogada como estaba, fui fiel a mí misma y a mi promesa. En algunos momentos llegué a arrepentirme de no haber denunciado a esos criminales que siguieron cometiendo sus fechorías, privando a otras personas de su libertad y haciendo sufrir a tantas familias. Pero ya era demasiado tarde. La cobardía pudo más que el inmenso dolor que me causaba enterarme de que alguien estaba sufriendo lo mismo que yo. Cuando llegamos al distribuidor La Florida ya había transcurrido casi una hora desde que habíamos salido de San Carlos y el efecto del Lexotanil había comenzado a desaparecer. De hecho, me sorprendí muchísimo cuando me vi en ese lugar y pregunté: «¿Y en qué momento pasamos por La Aguadita? Ni siquiera me di cuenta y ya estamos en Valencia». Mi papá se puso a reír y me preguntó si venía dormida, en tono jocoso, porque sabía que yo estaba drogada. En el trayecto había preguntado por los niños y Manuel me contó algunos detalles de lo que habían vivido mis pequeños. Él no quiso profundizar mucho para no hacerme sufrir porque cada vez que me decía algo de alguno de ellos yo comenzaba a llorar. A las siete y cuarenta minutos de la mañana estábamos entrando a la Urbanización Guaparo. Al pasar por la vigilancia los oficiales de seguridad abrieron la barra con una inmensa sonrisa y yo traté de arrimarme hacia adelante para que me vieran. Quería que todos supieran que había regresado aunque pensaba, equivocadamente, que muy pocas personas sabían lo que me había sucedido. Suponía que mi familia había manejado eso con mucho hermetismo. Sin embargo, cuando llegamos al garaje de la casa de mis padres me di cuenta de lo equivocada que estaba. Fue la sorpresa más agradable de mi vida, un momento que quedará grabado en mi mente y en mi corazón por el resto de mi vida. Sin dudas, el día más feliz de mi vida. Qué difícil es escribir esta parte del capítulo, tuve que suspender la escritura un montón de veces. Todavía hoy, mientras lo escribo, estoy llorando. Fue un momento tan bello, tan único, tan sorprendentemente espectacular e inolvidable. La verdad no recuerdo a quién saludé primero. Pero recuerdo perfectamente las caritas de Gabriel y Mauro cuando, llorando, los abracé. Ellos lloraban, creo que nunca los había visto llorar así, tan tristes, tan felices. El abrazo fue largo, ellos no me querían soltar. Pero fue interrumpido por un piojito que venía caminando hacia mí, asustado, obligado, y cuando le dije: «¡Daniel, qué sorpresa, papi, ya caminas!», y me acerqué para abrazarlo, él paró en seco, se volteó buscando a mi mamá y se puso a llorar aterrado. Qué dolor tan grande sentí, qué rabia y qué impotencia. ¡Mi hijo no me reconocía! Cuánto odié a los secuestradores en ese momento y cuanto lloré por eso, cuánto. Pero mi mamá lo había cargado y enseguida lo puso en mis brazos. ¿Cómo describir ese momento? ¿Cómo explicar lo que significó estar abrazada a mis tres hijos? No,
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no hay palabras… Luego bajó Claudia, mi hermana, con Ana Victoria en brazos. ¡Mi sobrina nueva! Una bebé preciosa, chiquitica. Claudia lloraba, yo comencé a llorar nuevamente y por supuesto la bebé se unió a nosotras. Qué feliz me sentía… Y allí estaban mis hermanas y toda mi familia, la familia de mi esposo, los vecinos y un montón de amigos. Habían hecho un medio círculo a mi alrededor y uno a uno se iban acercando y me saludaban. Recuerdo especialmente cuando saludé a Adriana, cuánto lloramos, y aún no sabía lo valiente que había sido, cómo había cuidado y protegido a mi pequeño Mauro. Mientras los iba saludando uno a uno, entre abrazos, lágrimas y risas, iba recordando en mi mente una lista que hice durante el cautiverio. Fue una lista que empecé a hacer, al principio, pensando en las amistades que podrían colaborar para reunir el dinero que exigían por mi rescate. Pero luego, no sé por qué, se transformó en un listado con los nombres de todos mis familiares y mis amigos más queridos. Era muy larga. Al principio, empecé a escribir los nombres en una letra de tamaño normal pero a medida que agregaba personas tenía que poner los nombres cada vez más pequeños (cuando la hice tenía muy pocas hojas). Esa hojita fue una excelente terapia porque a veces, acostada en la hamaca, recordaba a algún amigo. Entonces, buscaba mi hojita y anotaba su nombre. Me emocionaba ver que era muy larga y a veces pensaba: «¡Guao, cuántos amigos tengo!» Pero fue mucho más emocionante darme cuenta de que ¡me había quedado corta! Y entonces, mientras abrazaba a alguien que no tenía anotado, pensaba: «No está en mi lista, tengo que agregarlo». Después de saludar a todos, entré a la casa (con mis tres garrapaticas que no querían despegarse) y me quedé impresionada con todas las imágenes que había en la mesa del comedor. ¡Parecía un altar! Había imágenes de San Miguel Arcángel, la virgen del Carmen, Nuestra Señora del Socorro, la Rosa Mística, la Virgen de la Milagrosa, Jesús de la misericordia, San Antonio, Santa Rita, el Sagrado Corazón de Jesús… y el cuadro inmenso de la Vírgen de Coromoto (se me erizó la piel cuando mi mamá me contó lo que había dicho la señora Rincones sobre los milagros que realizaba esa virgen los días ocho). Había muchas estampitas y un montón de flores bellísimas. Ese domingo fue llegando muchísima gente a casa de mis padres. Mi prima Mery me llamó desde Italia al igual que mis tías y mi prima Marina; mi amiga Sylvia lo hizo desde Costa Rica. El teléfono no paraba de repicar. Cuando me llamó Tony, un gran amigo, me dijo que no quería molestar, que me visitaría al día siguiente. «¿Estás loco? Te vienes ya para acá, cómo crees que vas a molestar, quiero verte». Mi esposo y mis hijos estaban a mi lado todo el tiempo. Mauro se agarraba de mi pantalón y casi no me dejaba caminar. Mi papá y mi mamá tenían una sonrisa
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de oreja a oreja…Y yo… no paraba de hablar. ¡Dios mío, estaba tan feliz! Entonces, recordé el almanaque que había hecho en el libro de sopa de letras. Llegaba hasta el día 07 de junio. ¡Qué increíble! Ese fue el último día que estuve en aquel sitio. El hecho de escribirlo y leerlo casi a diario hizo que se convirtiera, sin querer, en una meta. Pensamientos positivos se materializan en hechos positivos. No me quedaba ninguna duda de eso…
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EPÍLOGO El lunes comenzaba una nueva vida. A partir de ese día fueron sucediendo cosas muy difíciles para mí y para mis hijos. El día anterior muchos medios de comunicación locales se presentaron en casa de mis padres, pero yo no quise atenderlos, me daba miedo. Sin embargo, en la tarde mi hermano me pidió que atendiera a uno de ellos. «Se portaron muy bien con nosotros y no divulgaron la noticia de tu secuestro como se lo pedimos», me dijo. Así que decidí atenderlos. Fue una entrevista breve en la que simplemente les conté cómo había sido el trato, qué comía, cómo dormía. Al final, les dije que había escrito un cuento para mis hijos el cual titulé Mamá Bianca y su aventura, y los periodistas, un hombre y una mujer, me pidieron que lo leyera. Mientras lo leía me di cuenta de que lo estaban grabando, pero no le di importancia. Cuando terminaron lo único que les pedí fue que no publicaran la noticia al día siguiente. Así me lo había exigido el comandante y ellos accedieron. Para mi sorpresa, el lunes, en primera plana, aparecía la noticia. Cuando lo leí rompí en llanto. No solo habían puesto el titular en primera plana, sino que además pusieron una foto donde aparecía a mi lado mi pequeño hijo Mauro, quien no se despegó de mí ese día, con una carita de tristeza que todavía hoy, al ver el artículo, me pongo a llorar. También publicaron el cuento. Sentí tanta rabia y frustración que llamé al diario para reclamar. En realidad estaba aterrada. Después de esa publicación muchas personas me preguntaban cuando me veían: «¿Cómo están los venaditos?». Recuerdo que Juan, el esposo de una de mis primas, bromeaba diciéndole a mi esposo: «¡Qué broma te echaron diciéndote venado! ¿No podía escoger otro animal?». Y así, al pasar los días, le fui restando importancia al hecho de que publicaran mi cuento. Ese lunes, Graciela, la peluquera que me ha atendido desde hace muchos años, fue a casa de mi mamá a cortarme el cabello. Yo la había llamado el domingo en la tarde y ella accedió, feliz, a atenderme en la casa. Era su día libre. Yo me había obsesionado con la idea de cortarme el cabello desde que estaba todavía en cautiverio. Quería un cambio radical para que nadie me reconociera al salir a la calle. Entre tantas cosas que anoté en mi «Lista de cosas por hacer al regresar…pronto, amén» —así titulé la lista— esa era una de ellas. Y me corté el cabello cortico. El miércoles fue Gloria, la señora que me hacía los reflejos, y me atendió también en casa de mi mamá. Yo no quería salir a la calle. Ese día fue muy agradable porque mientras Gloria me arreglaba, mi amiga de la universidad y colega, Francis, me acompañó y conversamos mucho. Unos años
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después ella me dedicaría su tesis de grado con estas maravillosas palabras: «A mi amiga Betty, ejemplo del coraje, valentía y amor de la mujer venezolana». Y luego escribiría de puño y letra: «En un momento de nuestras vidas cuando por circunstancias diferentes atravesábamos momentos difíciles, brindarte desde la distancia mis deseos de que estuvieras bien y el recuerdo de tu amistad y cariño incondicional me dio las fuerzas necesarias para salir adelante y la fe para saber que estarías con nosotros otra vez. El ejemplo de amor, unión, trabajo, apoyo y superación brindados por ti y toda tu familia han sido guía fundamental en cada etapa de mi vida. Por eso este montón de palabras dentro de dos tapas de un empastado tienen mayor significado para mí cuando te las dedico como símbolo de los sentimientos más sinceros de agradecimiento y amor que me unen a ti. Gracias por acompañarme todos estos años. Te quiero mucho, Francis». El jueves de esa semana mi familia organizó una misa de acción de gracias en la iglesia San Antonio. Fue realizada en un horario especial y todavía recuerdo que la iglesia estaba llena de gente, muchísima gente. Había tantos amigos y conocidos que creo que me quedé corta con la lista que había hecho en cautiverio. Lloré durante toda la misa y al final todos se acercaron para abrazarme y darme la bienvenida. Definitivamente, como dice un proverbio chino: «Una sola alegría puede disipar un centenar de penas». ¡Y qué alegre me sentía! El sábado hicieron una misa en la Asociación de Ganaderos, organizada por el comité de damas para festejar el día del ganadero que es el trece de junio y todos los años hacen una fiesta muy llanera, con encerronas y música. Ese año la habían suspendido temporalmente por mi secuestro y decidieron hacer la misa. Otro momento de encuentro con grandes y viejos amigos de la asociación. También a ellos se los agradeceré eternamente. Dos semanas después de mi liberación regresamos a nuestro apartamento. Fue muy emotivo porque en la cartelera que estaba en la planta baja, en la entrada, mis vecinos habían puesto un escrito hermoso. ¡Y tengo que publicarlo también! Fue un gesto espectacular que me unió a ellos de por vida. Decía: «Y mamá Bianca volvió… Hoy el bosque tiene un brillo especial, los árboles derraman un verde intenso pocas veces visto. El colibrí canta sin cesar una y otra vez, y otra más. Y es que algo maravilloso ha ocurrido: ¡Mamá Bianca volvió! El gran ciervo caramerú corre a su encuentro, y los cervatillos, sin quedarse atrás, compiten a llegar primero a su regazo. Todos los habitantes del bosque corren a recibirla con una cesta inmensa de provisiones colmada de cariño y bellos obsequios para ella y su hermosa familia… Tus amigos del bosque».
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¡Gracias, vecinos! Por cierto tengo una caja donde guardo todos los obsequios que me dieron cuando me liberaron. En estos días la estuve revisando y me emocioné mucho al ver tantas cartas, tarjetas, telegramas y correos electrónicos que recibió mi familia como apoyo y solidaridad durante mi secuestro y expresando su alegría cuando me liberaron. Guardé también las tarjetas que venían con los ramos de flores que me enviaron muchos amigos y familiares. Me encantaría nombrarlos a todos, agradecer a tantas personas, publicar todas esas palabras de aliento, de fe, de esperanza y, sobre todo, de inmensa alegría cuando regresé. Pero lo voy a publicar en mi próximo libro porque, la verdad, no recordaba que los tenía guardados y ahora estoy tan emocionada en publicar este que ¡lo dejaré para el próximo! Unos meses después de mi liberación, tratando de retomar mi vida y volver a la normalidad, fui a llevar a Mauro a la piñata de un amiguito. Cuando nos montamos en el carro él empezó a llorar. Era la primera vez que salíamos solos. Entonces le pregunté qué le pasaba y me respondió, con una expresión de susto en su carita: «¿No viene ningún adulto con nosotros?». Casi me puse a llorar con él. Pensaría que si a mí me sucedía algo, él con quién se quedaría. Pobre criatura… A veces pienso qué respondería si alguien me preguntara a qué huele un secuestro. Sin pensarlo le diría: «A Off y a Protex». Es impresionante cómo un simple olor puede transportarme a aquellos días e incluso me desestabiliza, todavía, un poco. No puedo utilizar esos productos. ¿Y cuál es la onomatopeya de un secuestro? El aullar de los monos araguatos… el canto de las gallinetas y de las guacharacas... A estas últimas tuve que acostumbrarme porque donde vivo, y también donde viven mis padres, hay muchas y todas las mañanas cantan sin parar. ¡O me acostumbraba o me volvía loca! Sin embargo, tengo que admitir que, aunque puedo tolerarlo, es inevitable escuchar «coco raspao, coco raspao», y a veces hasta me da risa. Finalmente, no puedo dejar de reflexionar sobre mis sentimientos, sobre la manera tan drástica en que cambió mi vida después de esta experiencia porque, definitivamente, para mí comenzaba, como dije al principio, una nueva vida. Una nueva vida que tenía un antes y un después. No solamente para mí, sino también para mi familia. Para bien o para mal ese antes y después quedarían marcados en mi alma para siempre. Y quedaron tan profundamente diferenciados, tan profundamente marcados, que creo que, definitivamente, soy otra persona. El antes es solo parte del pasado. Pero el después… Fueron días muy difíciles al principio. Tengo que admitir que los primeros doce meses fueron los más complicados. Estuvieron llenos de traumas, temores, miedos. No quería salir a la calle. Cuando algún vehículo se detenía delante del mío me daba
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taquicardia. Tenía miedo cuando andaba sola con los niños en el carro. No quise volver a utilizar mi camioneta por miedo a que la reconocieran los secuestradores. No confiaba en nadie. Sin embargo, mi vida y la de mi familia continuaban, así que tuve que volver al trabajo, tuve que llevar nuevamente a los niños al colegio, ir al supermercado, llevar una vida normal. Y qué difícil era que las personas a mi alrededor entendieran mis angustias, mi «paranoia» … De hecho, estoy convencida de que nunca nadie podrá entender lo difícil que es sobrellevar esto, la herida tan profunda que queda dentro de uno, esa marca que siempre estará allí recordándote lo que viviste. Aunque lo supere ya nunca será igual. Entonces descubrí que el sentido de mi vida era el que yo le quisiera dar, que dependía solo de mí y de mi manera de afrontar la situación. O me fortalecía y salía adelante o quedaba hundida para siempre entre mis rencores y mis miedos. Claro que no fue fácil ni rápido. Al principio, el sentimiento de culpa no me dejaba dormir. Me sentía cobarde. Estaba arrepentida de no haber dicho lo que sabía, de no haber hablado con la verdad a las autoridades, aunque tenía dudas sobre si estaban implicadas o no en mi caso. Hoy estoy convencida de que todavía existe gente buena, muy buena, dentro de los organismos de seguridad. Gente que está dispuesta a dar su vida por otras personas que ni siquiera conocen. Cada vez que escuchaba que habían secuestrado a una persona me preguntaba: «¿Sería Jairo, sería Sebastián, serían las Autodefensas?» ¡Qué importa si fueron ellos o no! Siempre me voy a sentir un poco culpable por lo que esa persona, esa familia esté pasando y no me lo voy a perdonar. Porque fue al poco tiempo de ser liberada cuando comprendí la difícil situación que se había vivido en mi casa, los momentos tan terribles que pasaron mis padres, mi esposo, mis hermanos y sobre todo mis hijos. No puedo perdonar a mis plagiarios ni a mí misma. A ellos no puedo perdonarles que sigan cometiendo estos actos tan cobardes, tan denigrantes. No puedo perdonar a la persona que me vendió, que vendió a mi familia, que vendió mi información. No sé quién es, realmente prefiero no saberlo. Sé que tengo que perdonarla, pero me escudo en el hecho de que como no sé quién es, no la puedo perdonar. Pero sí la puedo odiar por todo el daño que le hizo a mis hijos. Al Comandante Jairo por su cobardía, por su miseria, por enriquecerse a cuenta del sufrimiento ajeno, a cuenta del trabajo y de los bienes de otra persona, convencida totalmente de que ese dinero y esa felicidad ¿cuánto le iban a durar? ¿Cuánto le iba a durar ese dinero y esa felicidad mal habida…? Pensando que lo material es la felicidad. Estoy segura de que no le duró mucho, creo que no le duró nada. Creo que no le sirvió para nada. Pero la vida sigue... la vida sigue y definitivamente lo que no nos destruye nos hace más fuertes. Me siento fuerte, me siento valiente. Siento que perdí un poco mi sen-
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sibilidad humana para algunas cosas, pero para otras la tengo exacerbada… Cosas que antes me hubieran pasado desapercibidas ahora me tumban… me hacen llorar… me hacen sufrir. Pero aquí estoy, sigo adelante, sigo en este país, sigo viviendo, sigo siendo feliz porque soy honesta, porque tengo una familia unida, humilde, sencilla y plena. Una felicidad que no le fue robada a nadie, que no es producto de una posición económica. Una felicidad que es producto de mis hijos, pues además, después del secuestro, Dios me dio la bendición de tener una niña que no estaba en nuestros planes, pero nos trajo tantas alegrías y momentos bonitos como lo hicieron cada uno de los tres varones a medida que fueron llegando; una felicidad producto de mis padres, de mi esposo, de mis hermanos, del trabajo, de la humildad y de la honestidad. Ojalá todos los seres humanos pudiesen entender el significado que tiene una familia. Ojalá todos pudiesen darle a sus hijos la familia que me han dado a mí y la cual estoy tratando, luchando, porque la tengan mis hijos, en una sociedad donde cada día es más difícil darle esos valores a los hijos, porque cuando salen a la calle se consiguen con un choque entre lo que uno les ha inculcado y lo que ven. Pero hay que insistir, hay que educarlos, enseñarlos… Por último, quiero dedicar esta corta reflexión a aquellas personas que han sido víctimas de secuestro: no tengas miedo, no permitas nunca que nadie te quite tu capacidad de sonreír. Convierte esa experiencia negativa en energía positiva, ayuda a otros a salir adelante. Levántate cada mañana dispuesto a ser el protagonista principal de tu vida, pero escribe tú mismo la historia. No asumas un papel secundario, no aceptes que otro redacte el guion de tu vida. Sé feliz, agradece a Dios cada mañana el tener la oportunidad de escribir otro capítulo de esa novela que es tu vida y sobre todo, aunque es muy difícil… ¡BUSCA EL CAMINO DEL PERDÓN!
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MAMA BIANCA Y SU AVENTURA Mamá Bianca es una hermosa venada que habita en lo alto de un bosque, al norte de su país. Tiene una familia preciosa, conformada por su esposo, el gran ciervo Caramerú, un venado muy trabajador, y sus tres pequeños cervatillos: Pike, de seis años, Mambo, de cuatro y el pequeño Kelo, que acaba de cumplir un añito. Son una familia muy unida y trabajadora, pero sobre todo una familia feliz. El gran ciervo Caramerú trabaja muy duro durante los meses de verano para guardar los alimentos que escasearán en el invierno. Así garantiza la alimentación de su familia en esa época. Un día Mambo amaneció un poco engripado y Mamá Bianca decidió ir a casa de su amiga Ina, una lechuza anciana que conocía mucho de medicina. Cuando estaba saliendo, Mambo le pidió: —Mami, ¿puedo ir contigo? —Claro, mi amor, así si la señora Ina tiene la medicina te la tomas al instante. Así, madre e hijo tomaron el camino. Al llegar a una intersección, debían escoger entre dos vías: una larga y fastidiosa, pero la más segura, ya que estaba custodiada por el garzón soldado. La otra corta, pero peligrosa. A veces los leones acechan a sus víctimas y las capturan allí. En ese momento, Mamá Bianca solo pensó que mientras antes llegaran donde la sabia lechuza, antes estarían de vuelta y así el gran ciervo Caramerú no se molestaría porque no le habían preparado el almuerzo. Sin pensarlo dos veces, Mamá Bianca tomó el camino más corto. «No creo que, justamente hoy, los leones estén por esta zona», se dijo a sí misma. Luego le dijo a su pequeño: —Vamos, Mambo, apúrate. El pequeño cervatillo, inocente de lo que podía suceder, arrancó corriendo hasta llegar al lado de su madre, mientras jugaba a perseguir mariposas y libélulas. Al cabo de algunos minutos, ocho gigantes leones se atravesaron en el camino. Mamá Bianca volteó, aterrada, para ver dónde estaba su pequeño Mambo. El cervatillo se había quedado atrás, distraído con unos saltamontes. Ella le gritó: —Mambo, hijito, ¡huye lejos! ¡Corre, aléjate, bebé! ¡Aléjate, por favor! El pequeño estaba temblando. Sus ojitos se llenaron de lágrimas y su cara era de horror —¡No, no, mamitaaaaa…! Pero haciendo caso a su madre, salió corriendo. Los leones rodearon a Mamá Bianca y esta se armó de valor aunque tenía miedo, muchísimo miedo. —Muy bien, hermosa venada. ¡Esta vez no la comeremos a usted, no, no, no! La
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llevaremos a nuestra cueva y allí le diremos lo que vamos a hacer. En el trayecto Mamá Bianca temblaba, aunque no lloraba. La invadía un terrible sentimiento de culpa por haber arriesgado la vida de su pequeño Mambo. Y ¿dónde estará él? ¿Habrá llegado a casa? ¿Estará bien? Invadida por la angustia y la indignación, siguió con los leones hasta llegar al lugar especificado. Era en lo profundo de la selva, en una pequeña y oscura cueva, custodiada por dos feroces panteras negras. Allí la encerraron y le dijeron: —Este verano hemos estado holgazanes y no tenemos provisiones para el invierno que se aproxima. De tal forma que si el gran ciervo Caramerú no nos entrega sus reservas, más nunca volverá a ver a su amada venada… Ja ja ja. Mamá Bianca se echó al suelo a llorar. Tanto que había trabajado su amado ciervo y ahora debía entregarlo todo. «No es justo», pensó. Allí estuvo tendida por horas, hasta que de tanto llorar y llorar se quedó dormida. La cueva era oscura y Mamá Bianca no podía ver nada. El día o la noche era lo mismo para ella, no dormía bien y había perdido el apetito. Pensar en sus pequeños la ponía muy triste. ¡Qué falta le hacían! Qué ganas tenía de abrazarlos, besarlos y mimarlos. ¿Y Mambo? ¿Estaría en casa, con su padre? No hacía más que pensar en sus cervatillos y en su amado ciervo, qué preocupado estaría. Ahora sabía cuánto lo quería. Qué necesidad tan grande de estar a su lado, de dormir con él y los cervatillos, de estar con su familia. Mamá Bianca había aprendido muchas cosas en esta terrible experiencia y estaba segura de que al salir de esto no volvería a cometer los mismos errores. «Tanto que cuido la vida de mis hijitos, tanto que los protejo… y yo misma lo he llevado al peligro. Jamás me lo voy a perdonar. Ahora sé que para llegar antes debo salir más temprano y lo importante es llegar bien». Todo esto se lo decía a sí misma, mientras las feroces panteras custodiaban la cueva. Mientras tanto, al otro lado del bosque, el gran ciervo Caramerú se afanaba en sacar todas las reservas, para luego llevarlas al sitio indicado por los leones. Ahora solo le importaba una cosa: recuperar a su amada, recuperarla con vida. ¡Cuánto la amaba! Los pequeños cervatillos, inocentes de lo que sucedía, jugaban y correteaban todo el día. Su padre les había dicho que mamá estaba en un viaje y pronto regresaría. Le había explicado a Mambo que lo sucedido era solo un juego y que mamá pronto estaría con ellos. El quinto día luego de ser capturada Mamá Bianca, ya el gran ciervo había reunido todo lo que le pidieron los leones y esa misma noche se dispuso a llevarlo al Monte Colorado, el sitio donde lo esperarían los tigres encargados de recibir la mercancía. Y así, a la hora indicada, el gran ciervo Caramerú estaba allí, cumpliendo
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lo prometido. Después de entregar la mercancía les dijo: —Pero… ¿y cuándo me entregarán a mi amada? ¿No debiera de estar aquí? —No somos tan tontos —contestaron los tigres—. Ella pronto aparecerá entre ustedes. —Pero ese no era el trato… ¡Me han engañado! Los tigres se rieron y agregaron: —¿Alguna vez has visto a fieras diciendo la verdad? Ella simplemente aparecerá —Y se alejaron rápidamente. Esa noche fue demasiado larga para el gran ciervo. No durmió nada. Estaba allí, mirando a lo lejos, esperando a su amada. Transcurrió el día siguiente. Ya al final de la tarde, agotado, el gran ciervo se fue a recostar. Había dicho a sus pequeños que mamá pronto volvería y estos, desesperados, no hacían más que preguntar. Ya casi entrada la noche, se escuchó un alboroto a lo lejos. Y por allá venía, escoltada por sus amigos, la dichosa Mamá Bianca. Agotada, desarreglada, pero feliz; muy feliz porque volvía a su hogar. —¡Oh, Dios mío! ¡Gracias! —exclamó el ciervo. Y salió corriendo, junto a los cervatillos, a recibir a su amada— ¡Gracias al cielo! —Mami, mami, has vuelto, mamita… Mamá Bianca abrazó y besó a sus cervatillos. —¡Qué viaje tan largo, mamá! —exclamó Pike. Luego besó al gran ciervo. Lloraba de alegría, no lo podía creer. Agradeció a los amigos que la encontraron en el camino y la llevaron a casa: los conejos Conchi y Talo, el oso hormiguero Truli, el mapache Juancho, la ardilla Chila y el chigüire Tombo. —Gracias, amigos, gracias por todo. Mamá Bianca aprendió mucho de esta pesadilla, muchísimo. Se juró a sí misma que abrazaría y besaría a sus cervatillos todos los días, todas las noches… a cada rato. Que les diría a cada momento cuánto los quería y los amaba. También se lo diría al gran ciervo Caramerú. No perdería más el tiempo en tonterías. Pediría perdón a quienes había hecho daño. Mañana tal vez no estaría y no podía irse sin decir a sus seres queridos cuánto los amaba, cuánto los necesitaba. Se juró a sí misma que compartiría más tiempo con sus cervatillos, les leería cuentos, jugaría pelota y dormirían juntos. Se dijo para sí: «De ahora en adelante solo quiero ser feliz y haré feliz a toda mi familia». ¡LOS QUIERO!
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